Enero de 1924
—Me he formulado muy a menudo la misma pregunta: ¿Qué importancia tiene la mentira en nuestras vidas? ¿La ficción puede transformarnos? ¿Tiene influencia en nuestras decisiones? Hasta hoy no he podido encontrar una respuesta de verdad satisfactoria.
»Encantado de saludarles, señoras y señores. No saben cuánto me agrada estar en un tiempo y entre unos lectores que no saben quién soy. Permítanme que me presente a mí mismo: me llamo Georges Ohnet, nací en París, hijo de un doctor, el mismo año en que ustedes estrenaban un tren, es decir, 1848. Morí en el mismo lugar setenta años más tarde. Entre una cosa y la otra, tuve el honor de hacer palidecer de envidia a los mismísimos Émile Zola y Alphonse Daudet. Si por algo se me recuerda es por escribir una novela que me hizo rico. Se llamaba Le Maître de forges pero por aquí se la conoció más bien por el nombre de su trágico protagonista, Philipe Derblay.
»Antes de esa maldita novela, escribí y estrené muchas obras de teatro que tuvieron éxito y de las que hoy nadie recuerda ni el título. Embriagado de ambición, quise revalidar mis triunfos, pero mis libros no gustaron nunca tanto como el primero. Después de intentarlo en repetidas ocasiones llegué a asquearme del mundo, me encerré en mi castillo de Les Bondons, un pequeño pueblo del Lenguadoc, y me dediqué a vivir como un miembro más de aquella aristocracia decadente que tantas veces retraté. Tal vez alguien sonría al saber que mi castillo se llamaba Les Abymes, “los abismos”.
»Nadie sabrá nunca cómo odiaba a Philippe Derblay, cuánto habría dado por verlo desaparecer. Me llegaban cartas escritas por lectores de todas partes, en muchos idiomas, todos impresionados por la novela. Ellos acababan de leerla y aún les duraba la emoción. Yo la había escrito hacía veinticinco años y ya sabía que nunca la superaría a los ojos de mis lectores. Echaba las cartas al fuego sin abrirlas. La maldición del éxito, al fin y al cabo, es no merecerlo cuando lo tienes y no tenerlo cuando lo mereces.
»Aquéllos que crean que no debería estar aquí, que sólo les estorbo, no deben preocuparse. Ya me voy. Sólo he venido un instante a contestar a Teresa Pujolà, lectora de un solo libro, que dos páginas atrás me agradecía haber aportado un poco de distracción a sus soledades. Tú sí que has distraído las mías —que son eternas—, querida Teresa, al escoger una novela mía para hacerte lectora de una sola obra. Qué honor sólo de pensar que mis palabras pudieron influir en una sola de tus decisiones, por pequeña que fuera, o de tu existencia. Que alguna de tus afirmaciones se produjo por imitación de las leídas, escritas por mí. Qué emoción tener un lector auténticamente fiel, que nunca te ofende amando a autores que no soportas. Tuve lectores por millares en los cinco continentes, Teresa, pero nunca habrá otra como tú.
»Y ahora regreso al lugar exacto de la posteridad que me corresponde, que ya saben cuál es. No es tan grave, créanme. Al fin y al cabo, todos existimos sólo para ser olvidados.