22 de agosto de 1920
La señora Plandolit, sentada en el saloncito de la viuda Sust, va a juego con las alfombras y la tapicería de las butacas. El moño artístico, las lorzas marcadas bajo el moaré del vestido marrón, la tripa compactada dentro de la faja, la cara de juez… toda ella parece concebida para estar aquí esta tarde, sudando, abanicándose, tomando chocolate y hablando por los codos.
—¿Sabe qué me han dicho? Que su vecino el tintorero se entiende con la madre de aquel pobre hombre que murió hervido. Esto de la muerte ya lo sabía usted, ¿verdad? En la ciudad no se habla de otra cosa. Incluso salió en los periódicos. Ella es costurera, se llama Rufina Abril. Cincuenta años bien llevados, alta, sana. Viuda de un pescador. El mar le robó al marido hace un montón de años. Ya ve qué desgracias ocurren en el mundo. Sólo estuvo casada seis meses, pobre muchacha, pero a los tres ya llevaba un hijo en el vientre. Nadie nunca le ha conocido otro hombre y hasta hoy no había hecho nunca nada malo. Cuando tenía el niño pequeño las pasaba muy magras para llegar a final de semana. Por eso a veces tenía que pedir algún pequeño préstamo, que devolvía cuando podía. A veces tardaba un poco, pero era cumplidora, todo hay que decirlo. Esto de los préstamos lo sé por mi hermana Sofía, ¿la conoce usted? La corsetera de la Riera, seguro que ha pasado por allí veinte veces. Pues bien, mi hermana, que tiene el corazón grande como una montaña, hace ya tiempo que ejerce de prestamista. No se crea, nada del otro mundo, sólo pequeñas cantidades, sólo diez o quince pesetas a lo sumo que han salvado a muchas familias del hambre y de la miseria, se lo puedo asegurar. Antes Rufina Abril era clienta de las de cada semana, no fallaba nunca. Pero de pronto dejó de ir —de esto hace poco— y un día que la encontró por la calle le contó que las cosas le iban ahora mejor, porque había recibido un dinero inesperado. ¿Qué le parece? Sí, sí, lo dijo así mismo: un dinero inesperado. ¿De dónde habrá salido? ¿Verdad que todo esto sólo puede tener una explicación? Parece que la mujer ya no pasa ninguna necesidad y tiene todo lo que necesita. Tal vez la señora del tintorero echa de menos lo que a la otra le sobra, usted ya me entiende. No sería la primera vez que una cosa así ocurre en el mundo. Los hombres, ya sabe, necesitan cambiar de mujer como quien cambia los muebles. Se aburren si no ven novedades.
Doña Ramona tiene la cabeza llena de obras de misericordia. La primera es «enseñar al que no sabe». Primero, tendrá que contárselo a su hijo, claro. Después, su deber de buena cristiana es poner sobre aviso a su futura consuegra, tratando de aconsejarla con sentido común («dar buenos consejos a quien los necesita»). Acaso debería también hablar con Florián con paciencia y buenas palabras, y hacerle ver su error («corregir a quien se equivoca»). Y, sobre todo, recordarle a doña Margarita que, a pesar de todo, debe estar bien predispuesta a pasar página con sinceridad («perdonar a quien nos ofende»). «Consolar al triste» implicará algo más de sacrificio, porque ya se da cuenta de que el disgusto será largo y difícil de digerir. Los tristes por amor son, de todos, los más tediosos. Se consuela pensando que su momento de gloria llegará cuando todos les agradezcan sus sacrificios. Por último, «sufrir con paciencia los defectos del prójimo» lo lleva haciendo desde que la viuda Plandolit ha entrado por esa puerta y se ha mostrado plenamente conjuntada con el mobiliario rancio de la sala. Y he aquí que, llegado este punto, debemos hacer un punto y aparte en la gravedad de la conversación para pagar a la invitada con su misma moneda.
Si ha habido en los últimos años una boda que haya dado que hablar, ésa fue la del señor Plandolit con la parlanchina convidada de hoy. La diferencia de edad era notoria. El carácter de ambos, aceite y agua. Ella era una muchacha rica y malcriada. Él, un pobre viudo de costumbres polvorientas con un hijo cura más recto que los cirios. Todo el mundo supo desde siempre que la joven se había enamorado del cura y que durante un tiempo se fatigó tratando de seducirlo, pero no tuvo suerte. El espíritu del padre Plandolit no tenía ni una sola grieta por donde pudiera filtrarse el pecado. Cansada de esperar y también de presentar una batalla inútil, la chica rica decidió atrochar camino y se casó con el padre del cura. La jugada le salió bien —«Desde luego, hay brujas con suerte», dijo entonces doña Ramona— porque muy poco después el caballero polvoriento murió de un ataque de asma y la viuda joven se quedó sola con el casto religioso, a quien cuidó con una abnegación y un sacrificio que no habría podido igualar ninguna madre del mundo. «Y ahora esta mujer se atreve a venir a mi casa a criticar a otras», piensa la señora Ramona mientras trata de aplicar la sexta obra de misericordia.
Por último, la séptima, es la más fácil: «Rezar por los vivos y por los muertos». Una vez que se marche su invitada se encerrará en la capilla de la casa con el recuerdo de su marido el notario y se lo contará todo entre paternósters, avemarías y lágrimas de autocomplacencia. En fin, como hace siempre.