Julio de 1853

El compás de la vida de los hombres lo marcan las mujeres que sobre ellos tienen ascendiente: la madre, la mujer y, si las hay, las hijas.

La vida de Silvestre Pujolà Soms fue un viaje de cinco estaciones. Cinco ascendientes: Rosa Soms Oliveras, María Planas Clota, Teresa Marqués Tapiola, Mercedes y Eustaquia Pujolà Planas. De las cinco, Teresa Marqués fue la última en llegar.

Siempre supo que llegaba tarde. Él tenía ya cerca de cincuenta años, y ella se acercaba a la cuarentena, una edad en que las mujeres de su tiempo ya no podían esperar nada. Claro que, si somos fieles a los hechos, tendremos que decir que fue Silvestre, cargado con una ristra de hijos y sobrinos, quien llegó de pronto a la vida de Teresa Marqués. A su misma calle —del Prat—, en algún momento del año 1878.

En aquellos tiempos la calle del Prat sólo empezaba a perder la memoria de las huertas y los payeses que le habían dado el nombre. Entre las viejas tierras de cultivo no hacía ni treinta años que se había trazado un camino y a sus orillas habían crecido como coliflores algunas fábricas diseminadas y un rosario de casas idénticas. Había un ambiente pueblerino, los niños correteaban descalzos por la calle, con los pies metidos en algún torrente y los ojos clavados en el horizonte azul del mar, que quedaba cerca. Costaba creer que todo aquello fuera la avanzadilla del tejido industrial de una ciudad con futuro.

La gente de fábrica trabajaba de sol a sol por un jornal triste que no daba ni para quitarse el hambre. Comenzaban a percibirse los aires de revuelta, la indignación, los primeros avisos de una lucha justa que nació en el subsuelo y que estaba destinada a cambiar el mundo, pero de momento aquí nadie pensaba en otra cosa más que en las alubias y el tocino de la subsistencia. Más o menos como había ocurrido durante generaciones. Aquélla era la vida a la que Teresa Marqués se había acostumbrado sin protestar.

Teresa Marqués nació en Malgrat de Mar en el año 1851, hija de José Marqués Carreras y Agustina Tapiola Nualart, que se habían casado seis años antes en la parroquia de San Nicolás. El único periodo en que Teresa Marqués gozó de una vida propia fueron los escasos veinticuatro meses que transcurrieron entre su nacimiento y la muerte de su padre, no sabemos en qué circunstancias. Muy poco después, Agustina Tapiola, viuda joven, cogió a su hija y salió hacia Mataró, donde tenía un hermano. El día antes de marcharse se despidió de los vivos y de los muertos. Al marido le dijo muy bajito que se iba para siempre, que no la esperara.

Por la mañana salió de casa de su suegra, donde vivía desde que se casó. Nada más despuntar el día y dispuesta a aprovechar las horas largas del verano. No llevaba casi nada consigo, salvo la criatura colgada a la espalda. Escogió el camino más sencillo: el de la orilla del mar. Así seguro que no se perdería. Aunque no contaba con algunos escollos, como las piedras de Sant Pol. Cuando las encontró se vio perdida. Distrajo el desespero comiendo un pedazo de pan y dejando que su hija diera unos pasos inseguros entre la espuma de las olas. Cuando ya meditaba qué vuelta tendría que dar para alcanzar el otro lado de la rocalla y si llegaría a su destino ese mismo día, se encontró con unos pescadores de Arenys que volvían a puerto y que la invitaron a subir a su barca.

Desde Arenys todo fue mucho más fácil, y aún no caía aquel día de julio de 1853 cuando distinguió tras el horizonte las largas chimeneas de las fábricas de Mataró. Aún llegó a tiempo de ver ponerse el sol tras la montaña de Burriac, como si se hubieran esperado el uno al otro.

Su hermano era tejedor de la fábrica de Marfà. Los primeros días le traía a casa trabajo de costurera, así podía trabajar, hacer la comida y cuidar de su hija. El hermano tenía un amigo viudo y con hijos que se llamaba Francisco Maimí y que también era tejedor. Los puso frente a frente y les dijo:

—Vosotros dos os necesitáis y tenéis que casaros.

No se habían visto nunca pero los dos estuvieron de acuerdo. Se casaron en Santa María en cuanto estuvieron hechas las amonestaciones. Maimí vivía con sus cuatro hijos varones en la calle del Prat número diecinueve, en una casa como todas las de la calle, que tenía planta y piso, tres alcobas con sala, un comedor, una despensa vacía bajo la escalera, una cocina con lavadero y un patio minúsculo que albergaba un cobertizo reconvertido en gallinero.

La viudedad del hombre la habían pagado la casa y los hijos. La primera vez que Agustina puso allí los pies, estaba todo hecho un desastre. Las gallinas se habían muerto, pobrecillas, los niños iban llenos de mugre y estaba todo tan abandonado que daba miedo entrar en las habitaciones. Agustina Tapiola Nualart, muy satisfecha con su nueva vida, se esmeró tanto en poner orden y hacer limpieza que dejó a su marido maravillado. Dio sepultura a las gallinas, trajo otras nuevas y encontró tiempo y lugar para poner en el patio un pequeño huerto donde sembró calabacines, lechugas y tomates. Estos últimos los ató con cuidado a unas cañas que ella misma recolectó en la riera de San Simón, para que crecieran derechos y dieran una buena cosecha.

Los hijos propios y los ajenos —con Maimí tuvo otros dos varones, señal de que todo iba bien— los crió tan derechos como a las tomateras. A la pequeña Teresa la envió a San José. A los niños, a los escolapios hasta los diez años y luego, a la fábrica. No sabía por qué, pero Agustina tenía el capricho de que sus hijos aprendieran a leer de pequeños, a esa edad en que las cosas aún no cuestan trabajo y quedan grabadas para siempre en el cerebro. Siempre decía que de algo les iba a servir en el día de mañana. Y como era testaruda y no tenía por costumbre rendirse, nadie se atrevía a contradecirla.

Cada mañana, nada más levantarse, pasaba revista a todos los seres vivos de la casa. Si alguno se le distraía o perdía el paso, ya podía prepararse. Allí todo el mundo tenía que ir al son que ella tocaba: los varones debían lavarse y no dejar nada por medio. La niña, peinarse ella y a sus dos hermanos menores, además de vigilar que no se quemara nada en el fuego. El marido, no beber vino por la mañana, no mear en la pila de la cocina, no escupir en ninguna parte y no gritar sin motivo. Las gallinas, poner un huevo al día y no morirse de fiebres. Las lechugas, no dormirse en lugar de crecer y, los tomates, aferrarse bien a las cañas que les servían de tutoras.

A veces Maimí contaba a sus amigos de la calle cómo era su mujer, no se sabe si en busca de solidaridad o de consuelo. Ellos, se supone, lo contaban en sus casas. Así fue como en poco tiempo Agustina Tapiola se ganó entre sus vecinos y, sobre todo, entre sus vecinas, una muy merecida fama de tremenda. Calladamente, en cambio, la gente la admiraba mucho. No había nadie más solicitado cuando se trataba de pedir algún favor, ni que despertase más confianza cuando había que dejarle a alguien los niños. Agustina se pasaba el día dando consejos a las otras madres de su calle acerca de cómo cortar en seco una diarrea o cómo corregir a un zurdo. También era normal que las vecinas le confiaran a sus hijos pequeños cuando tenían que salir. Por eso mismo, Agustina siempre tenía el patio lleno de criaturas que le pisaban los tomates y que de vez en cuando la obligaban a pegar cuatro gritos —tenía buena voz— para poner un poco de orden.

A los nueve años, Teresa Marqués se quedó en casa. Su madre no quiso que fuera a la fábrica. Por tres o cuatro reales al día, prefería no estar sola. Como Teresa era la única hija, y además no era suya, Maimí no se atrevió a discutirle nada. Teresa se levantaba a la misma hora que su madre, las cuatro de la mañana. Ayudaba a preparar el pan del desayuno y el hatillo con los nabos, las coles y las cuatro alubias del almuerzo que los hombres se llevaban a la fábrica. Después cosía todo el día por un real y medio la jornada y mientras tanto regañaba niños indómitos que corrían por el patio y lloraban añorando a sus madres. Por la tarde, preparaban la escudella para cuando volvieran los hombres a las ocho y media y, antes de acostarse, rezaban el rosario. Cuando Teresa fue algo mayor, iba a comprar a la plaza de Santa Ana o a la de la Pescadería, para ahorrarle algún paso a su madre. Pero, por encima de todo, el trabajo más importante de su jornada consistía en atender a las vecinas que a todas horas venían a pedirle consejo a Agustina. Eran tantas que la pobre mujer no tenía tiempo para nada más. La hija decidió poner un cartel en la puerta que decía:

BISITAS DE DIES A SINCO. GRASIAS

En señal de agradecimiento por sus pequeños o grandes favores, Agustina Tapiola recibía toda clase de regalos: sábanas, toallas, mantillas, cucharas de madera, botones… Pero el que más le gustó de todos, tal vez porque nunca le habían regalado nada tan grande, fue una cómoda de madera oscura, tripona y barnizada, que le hizo exprofeso el ebanista de la calle Gravina en pago por haber curado de un mal constipado a su mujer. Agustina estaba encantada con el regalo. Mandó que lo pusieran en su cuarto, frente al armario, y desde aquel día lo utilizó para guardar todo lo que tenía. Hay que aclarar que de los cuatro cajones sólo logró llenar uno, pero a pesar de todo nunca dejó que nadie ocupara el resto. Por las noches, antes de cerrar los ojos, contemplaba la cómoda y pensaba que los objetos, igual que las personas, pueden contar la historia de su nacimiento, su vida y su muerte. Y que su propia historia estaría ya para siempre ligada a la de este mueble, que le alegraba el sueño y también las vigilias.

Un día, Agustina le preguntó a su hija:

—Teresita, ¿tú sabrías leer un libro?

Era una pregunta rara. Teresa Marqués le dijo que no estaba segura. Sabía leer los rótulos de las tiendas, los precios de las vituallas de la plaza, las hojas del censo que a veces enviaban los del Ayuntamiento. Incluso sabía leer un bando cuando lo colgaban por la calle. Pero nunca había intentado leer seguido, digamos unas cuantas páginas.

—Puedo intentarlo —le dijo.

—¿Sabes? ¡Me gustaría tanto ser una mujer de aquellas que leen libros! —confesó Agustina a media voz, porque era un gran secreto que nunca le había dicho a nadie—. Debe de haber historias tan bonitas en todas esas páginas. No sé… Vidas de santos o de mártires, el viaje de los Reyes Magos o la infancia de Jesucristo. He pensado que si encontrásemos un libro tú me lo podrías leer poco a poco, a trocitos cortos, para que no nos dé dolor de cabeza. ¿Tú crees que podrías, hija? ¿Lo harías por mí?

Teresa Marqués quería hacer feliz a su madre. En las casas de la calle del Prat, sin embargo, no había ni un solo libro. Ni siquiera viejos misales. Nada.

Para encontrar un libro que leer, Teresa Marqués tuvo que caminar mucho. Primero llamó a la puerta del despacho del rector de Santa María, donde una sacristana vieja le dijo que no es bueno que dos mujeres solas se dediquen a leer libros y le cerró la puerta en las narices. También probó en San José: antes de dedicarse a leer sería mucho mejor que fueran más a misa, fue la respuesta. Lo intentó en el Ayuntamiento: allí sólo había libros de leyes, y apenas, pero podía intentarlo en casa Abadal. Casa Abadal era la imprenta de la ciudad, de allí salía toda la letra de molde que los mataroneses se llevaban a los ojos. Estaba bajando la Riera a mano derecha. Sólo entrar, le pareció que allí encontraría por fin lo que andaba buscando. Pero se equivocó otra vez.

—Nosotros no tenemos libros para prestar, pero si va a ver al notario Fins y le dice que la enviamos nosotros, seguro que sabrán ayudarla.

A Teresa le da miedo ir a casa de un notario. Sólo tiene catorce años y nunca ha visto a ninguno. Se imagina a un señor muy ocupado y muy antipático, algo a medio camino entre un rey y un general. A pesar de ello, para hacer feliz a su madre, sube otra vez la Riera y se planta en casa del notario Fins con la intención de pedirle un libro para leer. Tiene suerte. La recibe una especie de ama de llaves joven —no tanto como ella— que la invita a pasar a una sala mal iluminada. Cuando la muchacha descorre las cortinas de los ventanales, que dan a la calle y permiten que la luz del sol entre a raudales, Teresa se queda impresionada. Ante sus ojos aparece una pared repleta de libros. Los hay de diferentes grosores y tamaños, encuadernados en pergamino, en piel y en terciopelo, y con letras en el lomo, que no puede leer porque tendría que ladear la cabeza y causaría muy mala impresión. El ama de llaves escucha su petición y le dice que espere un momento, que va a transmitírsela al señor notario. Desaparece dejándola en la serena compañía de los libros.

Don Francisco Fins es un bibliófilo de provincias, demasiado avaro para tener la biblioteca que podría permitirse. A pesar de todo posee la mayor colección particular de libros de la ciudad. Es lógico que acepte ser el prestador en una causa tan noble como ésta. Se trata de un caso a medio camino entre la biblioteconomía y la beneficencia. El hombre, que posee buen corazón, no puede resistirse.

Sólo unos minutos más tarde, sale de nuevo el ama de llaves joven, que es sobrina del señor notario, con un libro en la mano y un recibo en la otra. Le pide a Teresa que firme el papel, donde queda claro qué libro se presta y cuándo hay que devolverlo.

—El señor Fins le presta este ejemplar durante seis meses, ¿cree que tendrá usted suficiente? —pregunta el ama de llaves. Por la expresión de Teresa Marqués adivina que no tiene la menor idea—. De cualquier modo, si lo necesita por más tiempo, sólo tiene que volver y firmar otro recibo. Pero si cuando termine el plazo no se presenta o no trae el libro, entonces el notario dice que no le prestará ninguno más, ¿lo ha comprendido bien?

Teresa Marqués firma el papel un poco encogida. Le habría gustado preguntarle a esta joven si ella lo ha leído, pero no se atreve. Ella también le da un poco de miedo. Tiene un aire de superioridad que nunca había visto en una mujer. Parece saber un montón de cosas que no dice.

Sólo se siente mejor cuando sale a la calle con el ejemplar recién conseguido. Lee el título que, naturalmente, ha escogido el señor notario después de atender a las explicaciones de su sobrina: Vidas de santos para todos los días del año. Y se va corriendo a casa para enseñárselo a su madre.

Diamante azul
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