13 de agosto de 1927
De tan vacía, oscura y llena de velas, la sala parece una iglesia. De lo que fue sólo queda el reloj de pared, de madera oscura y péndulo dorado, marcando la hora equivocada, como siempre. Pronto se detendrá, pues la única mano que le daba cuerda ha dejado de hacerlo.
Teresa ha cruzado la ciudad tan deprisa como se lo permite su embarazo de ocho meses. Ha sabido la noticia por una vecina chismosa —«Tu padre se está muriendo, niña»— y se le ha helado el corazón. Ya se lo temía, algún instinto secreto la tenía sobre aviso, no entiende cómo. Hoy no ha podido dormir. Todo el mundo cree que es por culpa del bebé. Sólo ella sabe que son las prisas de la muerte las que la empujan, no las de la vida.
El corazón le late como un tambor cuando llama a la puerta. Abre su hermana pequeña. Su mirada de espanto es como un muro que le corta el paso.
—Déjame pasar, Dolores —le ordena, con una voz y un gesto tan enérgicos que es imposible contrariarlos.
La hermana pequeña vacila, tartamudea del susto.
—¿Lo… lo sabe mamá? ¿Sabe que estás aquí?
—Díselo tú, si quieres.
—No está en casa.
—Razón de más para que me dejes pasar, nena. —Y como la joven no se mueve, Teresa levanta la voz—: ¡Haz lo que te digo!
Dolores no sabe qué hacer. Teresa no espera a que se decida. Empuja a su hermana, cruza el pequeño recibidor y recorre el pasillo hasta la sala. Es una mujer de veintiséis años, resuelta, segura de sí misma. Todo lo contrario que su apocada hermana menor, que aún no ha cumplido los dieciocho.
No había vuelto desde que se escapó, hace casi tres años. Tres años nada más, que parecen una eternidad. El olor clerical de la casa la espanta, pero aún más esta ausencia absoluta de vida. Aquí ya no queda nada. Sólo una cama en mitad de la estancia, junto a los ventanales, que tienen los postigos cerrados. Todo está en penumbra. Hace muchísimo calor. En el patio no queda sino silencio.
En la sala están, además de Dolores, su hermana María y su hermano José, que luce el uniforme de chófer de la pastelería Font. La formalidad del atuendo subraya la gravedad del instante. Todos están de pie, porque no hay sillas, sólo la cama donde Florián Pujolà respira con mucha dificultad.
—¿Y los muebles? —pregunta la hermana mayor.
—Nos lo han embargado todo —responde María.
—¿Embargado? —repite, sin creérselo.
—Para pagar deudas —dice el hermano.
—¿Cuándo ha sido?
—Ayer por la mañana. Nos costó convencerles de que dejaran la cama.
Su padre tiene los ojos cerrados y las manos yertas. Es un hombre todavía joven, delgado, de frente amplia y mirada serena. Le consume un mal que nadie sabe cuál es.
Teresa se acerca a él, le agarra una mano, murmura una sola palabra cerca de su oído:
—Papá…
Florián Pujolà entreabre un poco los ojos. Los párpados le pesan mucho. Al ver a su hija, su cara se transforma de resignación final a última alegría.
—Teresa… qué bien que hayas venido. ¡Qué guapa estás!
Teresa pasa una mano fría por la frente ardiente de su padre. Lo besa, mientras le sujeta la mano. Florián observa el vientre hinchado de su hija.
—No lo voy a ver nacer.
Teresa no contesta. Intenta sonreír. No puede. Disimula las lágrimas mirando las paredes vacías.
—Todo esto está muy diferente a cuando te marchaste —dice el padre.
—Sí.
—El piano no se quería mover. Hicieron falta diez hombres para llevárselo. —Florián frunce los labios en una mueca triste, señalando la huella que el instrumento ha dejado en la pared, como un fantasma—. Dejaron el reloj. Les daba miedo. Decían que está encantado, los muy imbéciles. —Hace una pausa, para recuperar fuerzas—. Todo se ha perdido.
—No se canse, padre. Todo volverá.
—Yo no. Yo no volveré. Estoy muy cansado.
En el silencio, el reloj marca un tictac tan pesado como la respiración del tintorero.
—Si hubieras sido un varón, Teresa… —Otra pausa, para dejar que la hipótesis pase, para soñar con ella un instante y dejarla ir—. ¡Estás más guapa que nunca, hija!
Los colores alegres del vestido de verano de Teresa son una nota discordante en esta escena oscura.
—¿Tiene hambre? ¿Quiere que le traiga un vaso de leche?
—No quiero nada… —murmura él, y los recuerdos le hacen abrir los ojos—. ¿Te acuerdas de Tomasa? Qué suerte tuvo de no verlo todo deshecho.
—No se agote, padre. Cierre un poco los ojos.
Florián Pujolà obedece a su hija. En la penumbra le parece reconocer los olores de la cocina de Tomasa, el rumor de los platos y las cazuelas. También el canto de los pájaros, lejano pero diáfano. Su diamante azul, tan deslumbrante, tan extraño, aparece en el centro de la memoria. Cuántas horas de su vida ha pasado mirándolo.
El tintorero repara en que su vida ha sido, sobre todo, azul. Se alegra del descubrimiento. Le hace sonreír. El último instante de placidez también es azul. Azul claro y transparente como sus pupilas. Las que ve frente a él, las suyas propias, las de su padre y las de tantos antepasados que llegaron de lejos. Una herencia familiar transformada en la mirada ahora sombría de su Teresa.
—¿Por qué está todo tan oscuro? Qué tristeza. —Teresa se levanta y abre los postigos de las ventanas.
Tiemblan las llamas de los cirios diseminados por la habitación.
La pajarera en mitad del patio, un capricho de su padre durante todos estos años, donde en algún tiempo vivieron decenas de pájaros, está casi vacía. Dentro sólo queda un ejemplar: el diamante azul.
—¿Y los pájaros? —pregunta la hermana mayor.
Contesta María:
—Padre los dejó ir. Abrió la puerta y se quedó mirando cómo se alejaban volando.
—Fue lo último que hizo antes de meterse en la cama —añade Dolores, que parece muy afectada.
Teresa se acerca a la gran jaula. Se da cuenta de que la puerta está abierta. Es como si, al oírla, el diamante azul comenzara a moverse y a piar. El sonido es agudo y breve, parecido a un gemido. Teresa se pregunta por qué no se habrá marchado, como todos los demás.
—¿Has preferido quedarte con él, bonito? Tú también le quieres, ¿verdad?
Cierra la puerta de la pajarera y vuelve a entrar en la sala. Decide que es mejor cerrar los postigos.
En este momento, el reloj de pared comienza a sonar de pronto. Son toques muy seguidos, que no guardan relación con las horas: largos, estridentes, graves. Todo el mundo aquí sabe lo que significan. Las hermanas pequeñas se asustan, ahogan algún grito, se llevan las manos a la cara, al pecho.
—Voy a buscar a madre —dice Dolores—, está en Santa María, rezando.
«Como siempre», piensa Teresa, y pide una sábana para amortajar a su padre.
—No le digas que Teresa está aquí —dice la mediana.
—Decídselo —replica Teresa—. Madre ya no me da miedo. Y apagad todas estas velas, por Dios.
Cuando el reloj calla, Teresa pide a José que llame al doctor. Consuela a sus hermanas pequeñas, que lloran abrazadas. Se despide para siempre de este lugar yermo. Antes de salir, descuelga el reloj de la pared y se lo lleva. Nadie se queja. Sólo sienten alivio.
De modo que esto es todo. El tintorero Florián Pujolà Planas, de cuarenta y ocho años, un hombre sin suerte, hijo del también tintorero Silvestre Pujolà y de María Rosa Planas, casado en mala hora con Margarita Gomis Picornell, que le dio cinco hijos, dos varones y tres hembras, de los cuales sobrevivieron cuatro, todos aquí presentes, ha muerto después de vivir demasiado triste y demasiado deprisa a las catorce horas y treinta minutos de hoy, día 13 de agosto de 1927, a consecuencia de un mal incierto que dará mucho que murmurar a la familia durante varias décadas.
En el papel oficial el médico escribe: «Tuberculosis pulmonar», pero sólo porque algo tenía que poner.