Octubre de 1730

Van pasando los años y el comerciante de relojes y campanas de Santa Pau, padre de la malograda Tecla Bartrolich, ni olvida ni perdona. Se consume en una sola obsesión: vengarse del mal hombre que lo dejó sin hija. Con la ayuda de cierto capellán, convenientemente sobornado, tiene puntual noticia de todos los movimientos de Joseph Pujolar.

Fue el cura quien lo informó de que el infeliz al que mataron no era su enemigo, sino su hermano gemelo, como él mismo trataba de explicarles mientras le quitaban la vida. Añade que ya no debe sufrir por su enemigo, porque se ha matado él solito, al caer desde lo alto del muro de casa de su última esposa cuando trataba de asaltarla como si fuera un forajido. Una muerte indigna que debería consolarlo.

No puede negar el señor Bartrolich de Santa Pau que esta manera de morir lo satisface como si la hubiera escogido él mismo. Sólo habría añadido, de haber tenido ocasión y sólo para su complacencia, que el odiado Pujolar quedara medio atontado al pie de la muralla para tener el inmenso placer de estrangularlo él mismo.

Ya que no ha podido ser, decide esperarlo en el camposanto. Esto aún no se ha terminado, piensa. Escondido tras unos matojos, ve llegar el cortejo fúnebre. El entierro del segundón de Santa Pau es triste, como cabía esperar. Un hombre como éste no suele dejar gente que lo llore, sino más bien aliviados y complacidos por no tener que verlo más. El ataúd, de madera oscura, avanza lentamente hacia la boca abierta de la tierra. Un cura adormilado lo espera para echarle por encima el agua bendita y decir cuatro cosas que no piensa.

«A ver si el agua le quemará la piel a este demonio y aún le veremos levantarse de entre los muertos», piensa Bartrolich, mientras observa cómo los enterradores borran el agujero.

Esto aún no se ha terminado. El comerciante de relojes y campanas, que a ratos es también inventor y constructor de prodigios mecánicos, sabe esperar con paciencia.

Tres años dicen que es lo conveniente. Una vez cumplido el último día del tercer año, el padre de la malograda Tecla Bartrolich regresa a la tumba de Joseph Pujolar. Recuerda bien dónde era, porque en estos treinta y seis meses ha puesto mucho celo en vigilarla.

Espera a que anochezca y bajo el amparo de la luna llena retira la tierra de la tumba hasta que logra descalzar la caja de madera donde está el cuerpo del mal hombre. Abre la tapa, mira el interior con cara de asco, rapiña algunos tablones de madera. Necesita unos cuantos. Por los despojos no se preocupa en absoluto. Los deja tal como caen y vuelve a tapar el hoyo sin cuidado, sólo para no levantar sospechas.

Caminando en la oscuridad consigue llevarse a casa la preciada madera del ataúd de quien fuera su yerno. Empieza a trabajar aquella misma noche, sin perder tiempo. El comerciante de relojes y campanas, que a ratos es también inventor y constructor de prodigios mecánicos, sabe bien lo que quiere y que no es sencillo. Trabaja en él a diario durante los siguientes quince años, siempre a escondidas, bajo la luz de la luna o —cuando no la hay— bajo la de una vela o una lucerna. Y así hasta que da por terminado su trabajo.

—Un reloj que puede predecir la muerte —le cuenta al vacío que lo acompaña— y que volverá loco a quien lo posea.

Es un reloj de pared de madera oscura, caja más bien cuadrada y sin ornamentar, de péndulo dorado. Nunca va a la hora porque no fue hecho para eso, pero sabe predecir la muerte de su poseedor y la de los miembros de su familia. Los toques de muerto son cortos y seguidos. Los hay para mayores y para pequeños. Comienzan el instante antes de que se produzca el último suspiro y duran hasta que el cuerpo se amortaja.

Muy bien envuelto en un lienzo de seda, el reloj viaja hasta la masía de Santa Pau el día de las bodas de Miquel Pujolar con una heredera del Clot de Bianya, llamada María Plangumà. Los recién casados lo encuentran demasiado bonito para no saber de dónde viene, pero a pesar de todo deciden colgarlo en la pared del comedor de su casa. Desde entonces el reloj permanece allí, décadas y décadas, cantando la muerte de hombres, mujeres y niños, mientras se va cumpliendo la maldición de la cuñada y al mismo tiempo el linaje se multiplica, y le salen brotes y ramas nuevas, y entre estos brotes hay algunos malditos a quien hay que ejecutar antes que a otros menos interesantes, y los hay pobres y ricos, trabajadores y holgazanes, gente de campo y gente de fábrica, por los siglos de los siglos y todo mientras esperan a que llegue el día en que Joaquín Pujolar entre por esa puerta, eche un vistazo, encuentre lo que busca, camine derecho hacia el reloj, lo descuelgue de su lugar ancestral y se lo lleve lejos, a donde ya sabemos.

Diamante azul
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