20 de enero de 1921
Las pasiones no pueden contenerse. Rosina y el estudiante de notarías quieren estar juntos y lo están, por mucho que doña Margarita los vigile y doña Ramona quiera evitarlo. Las dos tetas como dos melones de la muchacha terminan allí donde hace tiempo estaba escrito que terminarían.
Ocurre de noche y a escondidas. Rosina sale de la cama, recoge los zapatos y baja de puntillas la escalera. Cuenta con la complicidad de Pepa, la camarera, que le abre la puerta y le promete que estará atenta al toque de vuelta, cuando quiera regresar. Rosina cruza la calle como una sombra, y en el otro lado ya está esperando el estudiante, más despierto de lo que lo hemos visto hasta ahora y sosteniendo una vela. Cuando la joven se aproxima, le pone un dedo en los labios para indicarle que debe guardar silencio. La lleva de la mano hasta el piso, donde al principio del pasillo aguarda el peligro mayor de todos: la habitación de su madre. Continúan recto por el pasillo hasta la sala de estudio, Casimiro abre despacio la puerta, que chirría, entran y el chico le da dos vueltas a la llave dentro de la cerradura. Apagan la vela, porque la puerta tiene un cristal traslúcido que podría delatarlos. A oscuras se gustan mucho más.
La habitación donde estudia un opositor a notarías tiene algo de lugar sagrado. Aquí nadie puede entrar. Sólo hay estantes combados por el peso de los libros, montañas de papeles que nadie entiende —ni ganas—, manuales amarillentos de derecho civil abiertos y cerrados, el tintero, la pluma, los borradores de las lecciones, una máquina de escribir Underwood, una silla de brazos y un cojín para evitar los males del sentarse mucho y, al fondo, junto a la estantería, un diván donde el estudiante suele repasar las lecciones que ya se sabe. Hasta aquí conduce a la muchacha para hacerle justamente eso que habitualmente hace en esta parte del mobiliario. Ella se opone.
Ante la cocinera torpe, el estudiante se siente igual que ante un helado de nata: nunca sabe si comenzarlo por arriba o por abajo. Le sube las faldas al mismo tiempo que cata el satín de sus pechos, deprisa, como con temor a que se derrita o se desvanezca. Por dentro le gusta mucho más que por fuera. Se entretiene, para no olvidar nada. Chupa y empuja y jadea y se esfuerza y mucho de todo, con ahínco de opositor. Ella lo tiene más fácil: se deja. Su papel se limita sólo a eso. Antes de salir, se ha apretado con ganas el corsé, la muy mala. Es una mujer que sabe lo que quiere y lo que cuesta. Esta noche, sobre el diván de la sala de estudio, dejará una mancha sanguinolenta, que nadie verá. Después llegarán las promesas de amor eterno y el sueño, muchísimo sueño. Rosina se baja las faldas, se atusa el pelo y escucha con atención el pasillo. La tigresa todavía ronca, diría que con más fuerza que antes. La calle está desierta. Incluso el sereno parece estar de su parte. El estudiante se queda embobado tras la puerta, viendo a la chica cruzar la calle, hacer la señal convenida y entrar en casa del tintorero.
Pobre estudiante aplicado, que la única vez que probó el amor fue con una furcia y un rotundo fracaso. Después del éxito de esta noche, mañana será incapaz de concentrarse en las lecciones.