Noviembre de 1920

Eusebio Fort soñaba con contribuir a la felicidad de Teresa Pujolà, pero nunca pensó que sería de este modo. Desde hace casi dos meses sirve de correo entre Claudio Torres y su alumna menos habilidosa. Cada tarde, antes de salir del Gayarre, recibe la visita del chico, que le trae un papel doblado en cuatro. Cada tarde, nada más entrar en casa de los Pujolà, deja el billete dentro del libro de solfeo para que Teresa pueda leerlo cuando su madre no mira, sin levantar sospechas.

Esta correspondencia empezó a la mañana siguiente de aquel valsecito que el lechero sorprendió en medio de la sala. La primera misiva sólo contenía una duda urgente:

Me han dicho que está usted prometida, pero no he encontrado a nadie que me lo pueda confirmar. Se lo pregunto a usted: ¿Tiene novio? ¿Puedo ser su amigo?

Al recibirla, Teresa sonríe y piensa: «Tengo amigos de sobra» y contesta, tratando de escribir con buena letra:

Podrá ser mi amigo si no hace preguntas.

Claudio recibe la respuesta en el cine Gayarre, mientras el público ocupa sus asientos y el señor Fort se prepara para comenzar la función de hoy. La película es de aventuras y se llama Cyrano de Bergerac. Fort tiene ya preparadas cuatro sorpresas de Debussy, que también era francés. Fort siempre ha tenido el vicio de querer que todo ligue.

—¿Por casualidad sabe qué pone? —pregunta Claudio Torres, observando el mensaje cerrado.

—¡Por supuesto que no! —se hace el ofendido el viejo profesor de piano.

El corresponsal lee la frase allí mismo, sonríe, y la contesta sin demora:

¿Le gusta tomar el vermut?

¿Me dejaría invitarla al bar Canaletas el domingo que viene?

La euforia del amor feliz provoca mucho sufrimiento en los amantes trágicos. Eusebio Fort regresa a casa al oscurecer, subiendo por la Riera, con las partituras y el billete de amor que a diario le escribe otro a la mujer que ama. Una vez en casa, después de tomarse un huevo pasado por agua o un caldito, desdobla el papel que le ha entregado Torres y lee el texto con atención. Siempre encuentra pequeñas sombras de mala ortografía que necesita corregir. Por ejemplo, en este caso el enamorado ha escrito «bermut», «himbitarla» y «biene». Lo arregla todo, procurando que no se note, y dobla de nuevo el papel. El amor con corrección ortográfica le parece aún más hermoso. Además, de este modo se hace cómplice de la historia, tan cómplice como siempre lo es un buen lector.

Por la mañana, repite la operación con el billete de Teresa. No pasa por alto que el papel huele de un modo delicado, premeditado. Dice:

Bermut no e vevido nunca. No me dejan.

Por sierto, ¿cómo se dise ustet? Loé preguntado y man dixo que Rodolfo.

Claudio Torres está tan deseoso de leer el mensaje que no capta los pequeños detalles.

—¡Huela el papel, hombre! —lo regaña el pobre Fort, constatando una vez más que los afinadores de pianos son más detallistas.

—Perfume —observa Torres—. Es buena señal, ¿verdad?

—¡Ya lo creo! —debe reconocer—. ¿Me entrega la respuesta?

—¡Claro! Aquí está.

Rodolfo es mi ermano. Yo soi el Claudio Torres Salvà, para serbirla. ¿Cre que la dejarían vever una naranjada?

Por las noches, Fort imita la letra de Torres. A cada falta de ortografía siente un escalofrío.

Por ahora, la correspondencia mantiene un tono constante de frialdad e ironía. No le provoca tantos sufrimientos como pensaba. Dice Teresa:

Yo no quiero que me invite a nada hasta que pueda llevarme a comer al Mesón del Universo.

Y Claudio se hace el gallito al contestar. El éxito está asegurado, prevé el mensajero:

Teresa, si usted me deja, comeremos juntos donde quiera toda la vida.

Ante un mensaje tan directo, la muchacha se ruboriza —el señor Fort lo lee en sus ojos cuando finge mirar las notas de la solfa— y decide disimular:

Yo pienso que toda la vida es mucho tiempo.

Y él remata con una jugada maestra:

Para estar con usted, aún me falta.

Ella se ablanda y le deja ganar terreno:

¿No cree que podríamos tutearnos?

Y él se apresura a celebrarlo ensayando nuevas estrategias:

Pensaba que nunca me lo pedirías, Teresa. ¿El tuteo significa que puedo albergar esperanzas?

A veces Fort siente tentaciones de cambiar algún billete y enviar a la muchacha sus propias palabras, imitando la letra del pretendiente. Pero no se atreve a hacerlo o el tono de la correspondencia no es lo bastante elevado para un hombre como él. La conversación continúa día a día. Cuando Fort no tiene función en el Gayarre, el enamorado lo visita en su tienda de pianos para entregar el mensaje. No falla nunca. Ninguno de los dos.

Contesta Teresa:

La esperanza no se vende en ninguna parte. Si la tienes, guárdala bien.

También hay mensajes circunstanciales:

Cuando esta mañana te he visto por la calle me has parecido más bonita que el sol.

O sólo útiles:

Mañana no me escribas. No habrá lección.

O marcados por el calendario:

Un año tiene 31 536 000 segundos. Yo quiero pasar contigo 31 536 001. Feliz año 1921.

O contagiados de inquietud:

¿Quién era aquella mujer que ayer por la tarde iba a tu lado por la calle?

Y respuestas tranquilizadoras:

Mi medio hermana, Rosa. Tiene ganas de conocerte.

De pronto, Claudio Torres se cansa de este constante ir y venir de la correspondencia y trata de buscar soluciones:

¿No podríamos encontrarnos en la calle y como por casualidad? Si me dices cuándo sales, te esperaré.

Y ella le corresponde:

Mañana iré al mercado alrededor de las once.

Eusebio Fort siente como una traición que los dos enamorados se vean sin él. Le gustaría comparecer también, y servirles de intérprete. O pararles los pies, porque está enfermo de celos, pero tiene edad suficiente para comprender que no hay nada capaz de detener la pasión cuando nace. Y ésta va en serio. Tiene que conformarse con las migajas que llegan en los sucesivos mensajes.

Todo el día oigo tu voz, Teresa, vaya donde vaya. Veo por todas partes el azul transparente de tus ojos.

Ella lo tiene más difícil. No se puede poner en evidencia, no conviene. Tiene que ser prudente con sus sentimientos, sobre todo cuando se expresan por escrito. Pero le quiere, y eso es muy difícil de esconder. Rasga tres papeles en busca de una respuesta medianamente satisfactoria. Al final, después de darle muchas vueltas, sólo consigue enviarle una palabra:

¡Zalamero!

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