19 de septiembre de 1919
Domingo Planas Roca tiene casi cuarenta y ocho años y desde hace siete es viudo de Mercedes Pujolà, la hermana mayor del patrón. Hace algunos meses que vive en su casa con otra mujer y sus dos hijas, pero no puede casarse porque ella tiene marido. No sabe dónde ni en qué compañías, pero lo tiene. En las hojas del padrón municipal, en la columna donde suele apuntarse el parentesco familiar, el oficial escribió que era «huésped». Huesped en su propia casa, porque hay pecados que no pueden justificarse ni en los censos.
Domingo es oficial tintorero desde que tiene uso de razón. Aprendió el oficio del mejor, su suegro Silvestre. Ahora su papel en la familia es incómodo, y él se resigna porque nunca ha sido hábil relacionándose con los demás. Su cuñada Margarita no lo quiere ni ver, sus sobrinas no lo saludan cuando lo ven por la calle y con Florián, a quien tiene que tratar todos los días, hace meses que sólo intercambia las palabras necesarias. Poco a poco, Domingo va incubando un odio familiar que se convierte en la emoción más fuerte de su vida.
Hoy sale de trabajar a las nueve. Pasa por la taberna donde, apoyado en un rincón, cena un litro y medio de vino barato. De pronto siente ganas de hacer una visita, en absoluto de cortesía, a la calle Isabel. El alcohol le ha despertado la obsesión por cierta señorita que no hace mucho llegó a la ciudad. Tiene la piel muy blanca, los ojos muy negros y las tetas muy duras. Desde que la probó no quiere ninguna otra.
Paga la bebida, cabizbajo, y sin despedirse de nadie se pone en camino. Por la cuesta de Els Rocs lo ven caminando en zigzag o tropezando con las piedras que dan nombre al camino. Aborda el último tramo muy sorprendido de encontrar tanta concurrencia. Debe de ser que aún hace calor y los padres de familia necesitan salir a tomar un poco el fresco.
En la casa que busca encuentra una reunión de hombres que gastan su paciencia en esperar turno mientras comentan las novedades políticas y culturales. Debe de haber media docena, tal vez siete. De vez en cuando alguno comenta: «Pues sí que tardan» y otro contesta: «Paciencia, amigo mío». La paciencia no ha sido jamás un atributo de Domingo Planas. Hoy, además, está borracho. Se planta en mitad de la calle y grita con voz destemplada:
—¡Macarenaaaaaaaaaa! Sal al balcón. ¡Saaaaaal!
Los hombres de la tertulia, todos con el sombrero en la mano, lo miran falsamente escandalizados. Comprenden que las delicias de esta joven a quienes todos llaman «la sevillana» despierten tantas urgencias. Alguno está tentado a acercarse al escandaloso y darle algunas lecciones de disimulo y solidaridad. Si no lo hace es porque Domingo cada vez grita más fuerte y más a menudo, y teme que la muchacha salga al balcón y los castigue a ambos.
—¡Macarenaaaaaaaaaa! ¡Sal o subo!
Algo pasará, todo el mundo lo espera. La tertulia calla y los señores de esta casa y de las otras miran hacia la calle, inquietos. Hay que reconocer que la desesperación de Domingo es un buen espectáculo para entretener la espera, pero lo mejor aún está por llegar.
De pronto la paciencia misérrima de Domingo se agota. Entra en la casa, pisa algún zapato caro y lustroso antes de alcanzar la escalera y sube los escalones de dos en dos sin que nadie le haya dado permiso. Hay algunas protestas tímidas de los hombres a la espera, pero la bronca mayor la recibe de la señora vestida de luto que está en el rellano superior, haciendo ganchillo junto a la puerta. Nadie conoce su nombre, pero todos la tratan de amiga. Es una especie de ujier. Se encarga de llamar a los clientes cuando es su turno, les sostiene el sombrero, la chaqueta y el bastón, espera tras la puerta haciendo como que no oye nada mientras cuenta puntos y, si alguno pierde en brazos de la joven la noción del tiempo, ella se encarga de devolverlo a la realidad. También avisa a la policía —o al sereno, según el caso— cuando hay problemas. Dicen que es ella quien abre la puerta secreta a los peces gordos y que también gracias a ella el rector de Santa María recibe a las chicas de cuatro en cuatro cuando necesitan aliviar de miserias su espíritu. La ciudad al completo está en deuda con esta mujer.
Hoy, al ver la entrada al galope de Domingo, se levanta y blande el ganchillo en el aire mientras grita:
—¡Deténgase! ¡No puede pasar! ¡Deténgase, le estoy diciendo! ¡Que pare!
Pero Domingo ni para ni se detiene. Llega a lo alto de la escalera, empuja la puerta tras la cual la sevillana hace negocios y brama, fuera de sí:
—¡Macarenaaaa! ¡Macarenaaaaaa, hazme caso de una vez!
La sevillana está en la cama, pero no se la ve. Tiene un hombre encima que la cubre por completo. De espaldas, Domingo reconoce a un macho bien formado, vigoroso y con una cabellera negra y rebelde. De cara, cuando se yergue, se encuentra con Juan Abril, oficial de tintorería de treinta años y compañero de trabajo. El hombre al que Florián Pujolà protege nadie sabe por qué.
—¡Cojones! —es la única elocuencia que sabe pronunciar el hombre desnudo.
Macarena tiene un ataque de pudor y se cubre con un tapete que corría por aquí. La vieja del ganchillo no se calla:
—¡Márchese! ¡Fuera de aquí! ¿Qué se ha creído? Fuera o llamo a la autoridad.
Juan Abril no gasta palabras. Agarra al recién llegado por la cinturilla de los pantalones y por el cuello de la camiseta y lo expulsa de la habitación sin contemplaciones. Le propina tal empujón que lo lanza escaleras abajo, hasta el final. Domingo Planas Roca aterriza por fuerza a los pies (bien calzados) de los hombres que esperan con resignación cristiana. Se apresuran a socorrerlo, le ofrecen agua, uno de ellos dice que es médico y le observa los chichones. Mientras tanto, la puerta de la habitación se ha cerrado de nuevo sin que salga nadie y la señora del ganchillo baja hasta la mitad de la escalera y desde allí, derecha como un monaguillo, proclama:
—Señores, hoy la pobre niña ya no trabajará más. Tengan la bondad de volver mañana y les haremos una rebaja en el precio.
Domingo sale acompañado de los otros, uno más, pero no se marcha. Se sienta en la calle, justo delante de la ventana de la chica forastera, desde donde vigila toda la noche. Ve bailar las luces tras las cortinas y también ve el paso discreto de las sombras. Lo que imagina le enferma de rabia, de celos, de impotencia. En toda la noche ningún otro cliente sube la escalera. Tampoco nadie la baja.