25 de junio de 1920

Una peseta más de semanal, ningún aprendiz que no cumpla las normas, más higiene, más seguridad y jornadas de ocho horas diarias (cincuenta y seis a la semana, contando los domingos). Cuando por fin los trabajadores de la tintorería Pujolà-Viladevall logran imponer sus condiciones y termina la huelga, todos los clientes de la tintorería —incluidos los que lo eran desde tiempos de Silvestre— les han retirado los pedidos para entregárselos a la competencia. Sobre todo a la tintorería de Alberto Marchal, que no ha dejado de crecer ni de modernizarse y donde trabajan doscientos dieciséis obreros, incluidos dos escribientes, un chófer, una doméstica y dos docenas de tejedoras. La que en su tiempo fue la principal tintorería de la ciudad no puede competir con sus jóvenes rivales.

Viladevall viene de visita, a pesar de las fechas que son, sólo para constatar que todo marcha bien. Encuentra a un Florián mudo, sin ganas de hablar. Los demás se comportan como si no ocurriera nada, como si no se hubieran pasado dos meses amargando la vida de los dueños. Viladevall se quita el sombrero y lo utiliza para abanicarse. Sólo entrar y ya suda copiosamente. Le pregunta a su socio si pueden hablar. Suben al despacho y Viladevall se sienta en el sitio del amo. Florián aguarda, de pie.

—Ahora que por fin todo esto ha terminado —dice, y parece contento— habrá que hacer reformas.

—¿Qué reformas?

—Hay que mejorar la empresa, modernizarla. Necesitamos máquinas, hombres, electricidad. Deberíamos marcarnos como objetivo tener cincuenta trabajadores. Si no crecemos, se nos comerán. Aprovechemos esta crisis y salgamos de ella reforzados. ¿Tengo razón, señor Visa?

En la mesa auxiliar, delante del teclado de una máquina de escribir Woodstock nueva a estrenar, está el nuevo administrador. Por descontado, lo ha contratado Viladevall, que también se encargó de despedir a Hus sin contemplaciones. El nuevo es un hombre joven y con el pelo peinado en ondas.

—Eso mismo, señor Viladevall —dice Visa—. Es necesario invertir.

—Hemos pensado —informa— unas veinte mil pesetas cada socio.

Florián no contesta. Nunca ha sido un hombre de respuestas rápidas. Piensa en cómo veinte mil pesetas pueden resolver las cosas. Es mucho dinero, pero con tanto por reparar aún le parece una cantidad modesta.

—De acuerdo —responde—. Me gustaría saber cuál será la estrategia a seguir.

—Por supuesto, Pujolà. La sabrás con todo detalle.

—Antes de invertir.

—Claro que sí, hombre. No estés intranquilo. La mala racha ya ha terminado.

Florián no lo ve claro. Ahora trabaja al lado de veinte enemigos. Sólo Sebastián le habla como si no hubiera pasado nada. Los demás lo miran de reojo. Su cuñado ni siquiera eso. No es que se extrañe, hace años que la relación con Domingo se torció para siempre. A pesar de todo, esperaba de él otro comportamiento. Se lo dice.

—Con esto de la huelga me has dado la espalda, cuñado.

Domingo no contesta. Se mira las alpargatas sucias, sólo piensa en marcharse. No tiene el coraje suficiente para mirar a Florián a la cara. La mirada escurridiza de los culpables o de los criminales.

—¿Puedo por lo menos saber por qué?

Hacía años que Florián no lo llamaba cuñado. En otros tiempos, era el modo habitual en que se trataban. A veces las palabras traen aromas conocidos. Aromas de una época imposible de recuperar. De un tiempo que acaso fue generoso con nosotros, cuando aún todo podía resolverse. Un tiempo en que fuimos mejores.

Domingo huye. No mira a los ojos de su cuñado ni un solo segundo. Sólo piensa en el garrafón de vino del peor que lo está esperando en la taberna.

Diamante azul
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