21 de septiembre de 1924
A las cinco menos cuarto de la mañana, Eusebio Fort ya está frente al espejo, atusándose la pajarita. Ayer por la tarde fue a ver al barbero. Pagó un afeitado de dos pesetas y se hizo teñir el bigote y ondular el pelo. Parece el abuelo rancio de Douglas Fairbanks. Lleva vestido desde las cuatro, por miedo a llegar tarde. La camisa blanca almidonada, los gemelos de plata con una aguamarina, que eran de su padre; el pañuelo muy bien colocado en el bolsillo de la chaqueta, el chaleco abrochado —y revisado tres veces por miedo a llevarlo torcido— y los zapatos relucientes como dos pedazos de espejo. Ya está a punto de salir y todavía falta una hora y media. Se sienta en la mecedora del pasillo, en medio de una oscuridad total —para esperar no hace falta ver— y piensa que es muy raro pero que está contento. También está muy nervioso. Los dedos se le mueven solos, como si extrañaran un piano. El corazón también quiere echar a correr. De pronto, las campanas de Santa María tocan las cinco y piensa «ya son las cinco», pero de pronto recuerda que las campanas de la basílica hace años que no aciertan las horas y se sobresalta. Se levanta, se da un porrazo con el perchero del pasillo y, muerto del dolor, se va a comprobar la hora en el reloj de la sala, donde descubre, horrorizado, que son las cinco y media. Ahora le entran las prisas, pobre señor Fort. Recoge el sombrero y el bastón y baja la escalera apurado, con mucho peligro de tropezar, maldiciendo las campanas que hace más de un cuarto de siglo que retrasan a las personas puntuales como él.
Hoy es domingo y por la calle ya hay movimiento. Sobre todo de beatas y campesinos que van a vender a la plaza Xica. Los payeses no son tantos como antes de que se aprobara por ley el descanso dominical, pero todavía hay muchos que no pierden la costumbre. Llegan con la tartana, el burro y las hortalizas recogidas el día anterior. Mientras el hombre pregona la mercancía, la mujer compra las cuatro cosas que necesita y que sólo encuentra en la ciudad —un jarabe, cien gramos de clavos, un cucurucho de fideos— y cuando lo han vendido todo se van corriendo, deseosos de regresar a su hábitat.
Las beatas hacen lo de siempre, éstas nunca cambian. Por la calle de San José caminan mirándose los pies. Llevan en la mano un misal muy gastado y en la cabeza una mantilla de color ala de mosca. Eusebio Fort es una excepción en el paisaje humano de la calle de San José. Camina con la espalda muy derecha entre la oscuridad de primera hora, haciendo resonar los tacones a un compás de cuatro por cuatro y con un rictus de misterio sostenido en los labios. Un poco antes de llegar a la mitad de la calle, gira a la izquierda, justo donde los monjes carmelitas levantaron su convento hace ahora cuatro siglos. Sólo queda en pie la iglesia, de un clasicismo tan austero que parece construida exprofeso para hoy. Es aquí donde lo están esperando.
Claudio Torres ya ha llegado. Se le ve tranquilo. La chaqueta y la corbata —sutilmente rayada— le sientan mejor de lo que nadie pensaba. El afeitado ha sido cosa de Tutó, el barbero de la plaza del Beato Salvador, que, además de barbero, es amigo, un poco confidente y violinista a ratos libres. La perfecta arquitectura del pañuelo dentro del bolsillo de la chaqueta es una obra maestra de su madre.
—Estás muy guapo, Titus —le ha dicho María Salvà antes de que saliera, justo después del vistazo general y del beso en la frente.
Eusebio Fort mira cómo los bancos se van llenando para la misa de las seis. Poco se esperan estas feligresas mustias la alegría tan inesperada que van a llevarse hoy. Una boda casi clandestina, con los testigos indispensables, tan auténtica y austera como la fachada barroca del templo. Lo mires por donde lo mires, el lugar no podía estar mejor escogido.
El cura, el padre Cañas, ya está preparado. Se acerca un momento a saludar al breve cortejo. Se acerca a los dos hombres endomingados que esperan. Por lo nervioso que está, el novio parece Eusebio Fort, así que le desea mucha suerte y mucha paciencia (según él, siempre es muy necesaria con las mujeres). El pobre hombre, a estas horas y con estas oscuridades, no ve tres en un burro. Pregunta si la novia ha llegado ya y justo en ese momento, como si sus palabras convocasen acontecimientos, todos ven entrar por la puerta al ebanista Jaime Valls, cuñado del novio, a quien todos conocen por Ringo, llevando del brazo a una Teresa solemne, con peineta, mantilla y un vestido de color azul turquesa adornado con perlas en el escote. Lo único que no acaba de cuadrar es su cara: a medio camino entre la alegría de casarse y la tristeza de no recorrer este camino del brazo de su padre.
Claudio Torres se apresura a ir a su encuentro. No quiere que eche de menos a nadie. Él también querría que su madre estuviera aquí, pero le ha pedido que no viniera por respeto a las circunstancias. No quiere entristecer a Teresa. Los cuatro en comitiva —los novios, Fort, el cuñado Ringo— se colocan en el primer banco y esperan a que el padre Cañas los llame para los juramentos y las firmas.
Hacía años que Ringo no pisaba una iglesia, así que el latín de la misa le suena a lenguaje de mentira, como si el cura se lo fuera inventando sobre la marcha. Después, el sermón desde el púlpito, que hoy trata del amor y de las bodas de Caná y de no sé qué cosas de criaturas y gracia de Dios. Después ya pueden levantarse, por ventura, y ponerse frente al párroco, que formula preguntas a los novios y ellos a todo dicen que sí. Ringo se despista cuando toca entregar los anillos, que son su regalo, y no acierta con el bolsillo de la chaqueta donde Rosa los ha metido. Después de un breve momento de pánico, los anillos aparecen y todo el mundo respira tranquilo, incluido el sacerdote, que ya se veía mandando al monaguillo a la sacristía a buscar unos anillos desgastados que tienen para estos casos.
Cuando el cura, por fin, declara unidos en matrimonio a los jóvenes y pide a los testigos que pasen a firmar el acta, las beatas madrugadoras se llevan otro susto. De los bancos del final de la nave les llega de pronto una música diminuta, delicada. Es Tutó, el barbero, que ha traído el violín y toca la marcha nupcial del Lohengrin de Wagner. Los novios se agarran de la mano, las beatas se exaltan con la música y Eusebio Fort se siente más inflamado de amor por Teresa y, sin embargo, más feliz que nunca. No falta quien malpiensa y se apunta bien la fecha de hoy para estar atenta a lo que tarda en nacer la primera criatura. Algunas mujeres murmuran: «¿Ésta no es la hija de Pujolà, el tintorero? Yo conocí a su abuelo, menudo era».
Después de las felicitaciones, las alegrías y los consejos matrimoniales del padre Cañas, no son ni las siete. Toca ir a casa del fotógrafo, que ya debe de estar esperando. Se sorprende de ver llegar a unos novios tan de paisano, pero los coloca de todos modos sobre el fondo neutro y hace su trabajo. Salen en la foto serios y acartonados, pero ya tendrán toda la vida para corregir este gesto. Mientras, los invitados esperan en el primer piso de la Confitería Miracle, sentados frente a una bandeja llena de coca y bizcochos. La invitación será a desayunar, porque no tienen para más, y aún tendrán que pagar a plazos. Mientras moja bizcochos en el chocolate, Teresa habla sin parar. Sus palabras se enlazan con verbos conjugados en futuro y en plural: haremos, abriremos, venderemos, empezaremos, tendremos, podremos, seremos. Claudio Torres la mira embrujado y piensa que esta mujer será la suerte de su vida y que le dará muchísimo trabajo.
Después, más que saciados, se despiden, pasan por casa de él a dejarse abrazar por su nueva suegra y a recoger el reducido equipaje, y salen hacia la estación. Tienen todo el día —son las nueve— pero también un largo camino, con algunos trasbordos, por delante. Tren hasta Barcelona. Tranvía hasta la plaza de las Arenas, donde Claudio Torres dedicará una mirada esquiva y sin nostalgia al bar La pansa. Tren de nuevo hasta Monistrol y, desde allí, el cremallera hasta el monasterio de Montserrat donde, como muchos novios de su época, pasarán la noche de bodas, convencidos de que no hay mejor modo de comenzar algo que bajo la bendición de la Virgen.
También harán un poco de turismo —tal vez por primera y última vez en su vida—, montaña arriba y abajo, sin dejarse una sola cueva ni un solo camino. Seguirán el via crucis monumental hasta la capilla de la Soledad —donde dejarán dos velas encendidas— y acabarán la tarde subiendo al camarín de la Virgen y escuchando a la escolanía con las manos entrelazadas y los pies destrozados. Después de cenar en la fonda —requesón de postre—, darán un paseo con vistas al valle de Monistrol mientras la noche cae lentamente, y la curiosidad, la inquietud y el miedo crecen muy deprisa. Están agotados. Claudio Torres se pregunta si esto de extenuar a los recién casados antes del primer encuentro no formará parte de una maniobra muy bien orquestada. Teresa Pujolà ya lleva callada un buen rato, y en esto se adivina que algo la preocupa.
No les alcanzaba para el hotel, así que han alquilado una celda. Por la ventana ven un pedazo de monasterio y un cielo muy negro. Las campanas marcan las primeras horas que pasan completamente solos, con esa sensación de vida en préstamo que da inaugurar una etapa. Por la mañana, ella se despierta parlanchina y continúa con aquella letanía de verbos en plural y en futuro. Claudio Torres la escucha con los ojos cerrados, dejándose acariciar por el aire fresco que entra por la ventana. Ella se peina ante el espejo. Él piensa que se parece a una actriz de cine americana, pero aún no acierta a saber cuál. A ninguna de cine mudo, eso seguro. El mundo tendrá que dar un paso más para que un día, aún falta mucho, Claudio Torres mire a su mujer y la encuentre igualita a Lana Turner. De momento, él es feliz sólo de pensar que en esto consistirá su vida a partir de hoy y en los próximos cincuenta años: hartarse de escuchar sin poder decir nunca nada.