30 de septiembre de 1920

Para reunir las veinte mil pesetas que le ha pedido su socio, Florián Pujolà ha empleado casi todos sus ahorros y aún ha tenido que pedir prestadas casi la mitad. Ahora tiene una deuda con la Caja de Ahorros que, según las previsiones de Viladevall y las del nuevo administrador, devolverá mucho más deprisa de lo que imagina. Todo es cuestión de arrancar las novedades y les lloverá el trabajo. Florián no se arredra ante las inversiones —debe su suerte en los negocios a este hecho—, pero últimamente las cosas han ido mal dadas. La huelga les dejó sin clientes y ahora cuesta un mundo convencerlos de que vuelvan. Por suerte, de eso se encarga Viladevall.

El día en que va a casa del notario Cabañes a firmar la operación, Florián decide decirle a su mujer que tendrán que apretarse el cinturón durante una temporada. Están sentados a la mesa, en el plato hay una merluza cruda por dentro y quemada por fuera acompañada de unas zanahorias duras como una piedra que nadan en un jugo blancuzco que de tan líquido parece agua.

—¿Y esto por qué, si puede saberse? —pregunta Margarita, fría como el hielo y en guardia como si la estuvieran atacando.

—Porque las cosas no van bien. Últimamente he tenido problemas graves.

—Ah, ¿y tengo yo la culpa de tus problemas?

—Claro que no.

—Entonces no me puedes pedir sacrificios.

—Nunca te he pedido sacrificios, que yo sepa. Sólo te pido unos meses sin excesos, eso es todo.

—¿Excesoooos? —pregunta la mujer, alargando la palabra como si la encontrara muy rara—. ¿Yoooooo? Igual me confundes con otra. Tú sabrás qué excesos has consentido a mis espaldas.

Florián chasquea la lengua, con el entusiasmo de un cerdo al que llevan al matadero. Padre e hijo se van al trabajo. Florián quisiera decirle cuatro cosas a su mujer, que está insoportable desde hace algunas semanas, pero no quiere hacerlo delante de los hijos. De hecho, no quiere hacerlo y punto. Su vida es demasiado diferente de lo que habría querido. Antes de que pueda llegar a la puerta, Margarita añade:

—Por cierto, se acerca Navidad. No es buena época para pedirle a tu familia que se apriete el cinturón, creo yo. Tal vez deberías pedírselo a otra.

Florián no escucha. Hace años. Se va sin replicar.

Por la tarde llegan las horas lánguidas de las costumbres retomadas y, con ellas, la lección de piano de las cuatro. Eusebio Fort mira a Teresa por el rabillo del ojo, y su dolor de hombre enamorado le pesa dentro del corazón como si fuera un saco de piedras. Las pequeñas se aplican en las lecciones. María ha hecho unos progresos muy esperanzadores gracias a la generosidad de los Garí y a la mediación del propio profesor, que han puesto el viejo Érard a disposición de la niña. Si todo va bien, este mismo curso podrá debutar como concertista.

—No ha dejado de tocar en todo el verano. Incluso actuó para la señora Garí en señal de agradecimiento —se ufana su madre.

Fort está exultante. Por fin tanta paciencia y tanta constancia dan algún fruto. La niña le pide tocar una pieza de su gusto y el profesor, magnánimo, lo autoriza. Se sienta en una butaca junto a doña Margarita, que hace ganchillo, y se prepara. Comienzan a sonar los primeros acordes de El vals de las olas. El profesor cierra los ojos y se deja transportar por el encanto de la melodía. «Por fin —piensa—, por fin alguien extrae auténtica música de esta maravilla».

Cuando a las cuatro en punto llega el muchacho de la leche, se encuentra con una escena muy distinta de las que recordaba. La hermana mediana toca y hoy reconoce la melodía. La mayor y la pequeña bailan frente a los ojos de la madre —severos— y los del profesor —cerrados—, muertas de risa. Su presencia interrumpe el baile, pero no la música. Durante un segundo, sus ojos y los de Teresa se encuentran en un compás de tres por cuatro. Rosina se ha llevado la lechera a la cocina para vaciarla. Teresa esquiva la mirada. Margarita le pregunta al lechero qué hace como un tentetieso en mitad de la sala y él se retira hacia la salida. El Vals de las olas está terminando. Eusebio Fort abre los ojos, avisado por el revuelo de que algo ocurre y reconoce a Claudio Torres detenido en el umbral. Es él, su viejo amigo del cine Gayarre, recién llegado de su aventura en la capital con unos aires de barcelonés que causan sensación. Lo saluda con la mirada, realmente contento de volver a verle, con ganas de retomar el entretenimiento de sus tertulias sobre cine en las que comentaban películas y compartían curiosidades sobre los —y en especial «las»— artistas. Claudio Torres es una mente inquieta. Pregunta sin parar. Las respuestas le despiertan curiosidades nuevas. A Fort le parece una persona inteligente, demasiado para ser el chico de la leche.

Por la noche, cuando doña Margarita se va a sus misas, Teresa encuentra un momento para hacer una visita al despacho de su padre. Lleva todo el día pensando lo que le quiere decir.

—Padre, yo podría trabajar —dice—. Ganaría dinero, podría ayudarle, así usted no tendría que sufrir tanto. Podría ser dependienta en alguna tienda o tal vez alquilar un puesto en el mercado y vender comida. ¿Se ha fijado cuántas personas pasan todos los días por el mercado de la plaza de Cuba? Y con el tiempo aún pasarán más, en cuanto arreglen la plaza y le pongan un tejado. He oído contar que van a hacerlo pronto, y eso será muy bueno para el comercio. ¿No cree que yo serviría para vender, padre? Déjeme probarlo, por favor.

Florián sonríe, agradecido y orgulloso de su hija.

—No, nena. Esto no es trabajo para ti.

Teresa protesta.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué se empeña en…?

—Basta, Teresa. No quiero que trabajes. Se ha terminado. Tu madre estará de acuerdo conmigo. Haz lo que te mandan, ni que sea por una vez.

Teresa se asusta. Su padre nunca le había hablado de ese modo, con ese tono, con tanta dureza. Nunca hasta hoy le había dicho que debe obedecer. Siempre había sido su cómplice. Concluye que hoy a su padre le pasa algo grave.

—Vete a casa —ordena Florián, y es su última palabra.

Teresa obedece, con la cabeza gacha.

No se equivoca. Florián tiene problemas muy graves. Su mujer es sólo el más antiguo. La deuda con la Caja de Ahorros. Las denuncias de los sindicatos, que no han parado desde que Juan Abril murió hervido. La cara dura de Viladevall, de quien cada vez se fía menos. Y, desde hace una hora, uno nuevo, inédito e impensable: su hijo ha entrado por esa puerta, se ha puesto frente a él y le ha dicho que desde hoy mismo es el nuevo repartidor de la pastelería Font. De momento, le ha dicho, hará los repartos a pie, pero los amos poseen un auto y le han pedido que aprenda a manejarlo.

Después, viendo el disgusto que se dibujaba en el rostro de su padre, ha tratado de disculparse:

—Yo no sirvo para tintorero, padre. Lo he intentado, para que no se disguste. ¿No ha visto que me mareo en cuanto me acerco a las cubas? Cada uno de nosotros servimos para algo distinto.

Florián hoy es el capitán de un barco que se hunde.

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