13 de marzo de 1920
Después de darle muchas vueltas, Florián ha decidido reunir a los hombres de la tintorería y preguntarles directamente si lo de Juan Abril fue un accidente o no. Sin tapujos: si alguien lo empujó dentro de la caldera.
Del primero al último, los hombres callan. Los aprendices —algunos están por debajo de la edad permitida por las leyes y se esconden cuando viene una inspección— ponen cara de susto. Éstos no saben nada de nada, no llevan aquí ni seis meses. Los veteranos se lo toman de otra manera.
—¿De verdad preguntas si lo matamos nosotros? —responde Domingo, el cuñado, con una mueca de desprecio.
Hacía años que no le dirigía una frase tan larga.
—Pregunto lo que necesito saber —dice Florián.
—No fue por falta de ganas —añade Domingo— ni de motivos. Era un mal bicho.
—Aquí no lo queríamos. Lo aguantábamos por ti, patrón.
Ha hablado Sebastián, quien a sus cincuenta y seis años es el más veterano. Florián le tiene gran respeto: fue la mano derecha de su padre y también la suya. Ayudó a pensar estas naves para que se convirtieran en la empresa moderna que su padre quería y ha trabajado aquí hasta dejarse la piel. En este oficio nadie tiene nada que enseñarle. Como lo sabe bien, a menudo va por libre. Si a alguien no le gusta lo que dice, tiene que aguantarse. Sebastián no obedece a nadie, ni a los patronos. Mucho menos a los líderes de tres al cuarto como Abril, que estaba convencido de que había inventado los sindicatos. Es un perro viejo, ha vivido muchas vidas, y en alguna de ellas también ha sido sindicalista. Abril y él eran fuego y rastrojo.
—¿Los demás no tenéis nada que decir? —insiste Florián.
Está claro que de esta reunión no van a salir asesinos confesos. Lo que salen a la luz son algunos secretos.
—Abril era una persona dañina, un trepador —añade Antón, el fogonero—. Yo no quería ni que me mirara. Siempre presumía de ser más que nosotros.
—También podrías haberlo matado tú, jefe —dice Rafael, uno de los compañeros del muerto, de treinta años, más o menos su misma edad—. Últimamente sólo hablaba de denuncias. Decía que no cumplías las leyes, que él te las haría cumplir a la fuerza, que Viladevall es un estafador. Investigaba, sabía cosas.
Florián detiene estas acusaciones con una sola frase:
—¡Muchacho! ¡No sigas por ese camino! Estamos hablando de muertos y no de vivos.
Florián hace lo que debe, pero no se extraña de nada. Pasa todas las horas del día con estos hombres, los conoce muy bien, sabe lo que piensan. Sabe que Viladevall no les gusta.
—¿No ves que no queremos hablar de aquel mal bicho? —pregunta Sebastián—. No era nadie. Sólo un esquinado.
La vida está llena de esquinados.
—Pero bien habéis sacado algún provecho de sus triunfos, ¿no es así? Ahora trabajáis diez horas. Si no fuera por él, seguiríais trabajando las catorce de antes. Veo que olvidáis rápido.
Los hombres se encogen de hombros.
—Eso que dices no lo hizo él solo —replica Marcelo, otro de los que pasan ya de los cincuenta—. Únicamente gritó más que los demás.
La reunión se disuelve porque nadie piensa añadir nada más y porque el trabajo los espera. Mientras Florián se retira hacia el almacén, se le acerca Pedro Rigau, uno de los aprendices. Tiene dieciséis años y la cara quemada por el ácido. El accidente ocurrió hace poco más de un año. Sulfúrico. No ve muy bien con el ojo derecho y tiene la boca un poco torcida, pero, en conjunto, tuvo mucha suerte.
—Patrón —le llama el aprendiz, con timidez.
—¿Qué quieres ahora?
—Quería contarle algo. Cuando todo pasó… Lo del accidente, digo. La muerte de Abril. Cuando pasó…
—Habla de una vez.
—No había nadie aquí. Bueno, nadie… excepto un hombre.
—¿Qué hombre?
—Planas.
—¿Y eso cómo lo sabes?
—Porque estábamos todos arriba, colocando el algodón en el secador.
—¿Todos?
—Menos Planas y Abril.
—Eso no significa nada. Ha pasado mil veces.
—Lo sé. Pero es raro que nadie nos avisara. Cuando bajamos, Abril llevaba un rato en la caldera. A Planas aquel día le tocaba el azul.
Florián no contesta. Quita importancia a las acusaciones. Le dice al aprendiz que se vaya. El muchacho de la cara quemada sale y lo deja solo con sus preocupaciones, que a ratos queman más que el ácido de las tinas. Un miedo incierto, inconcreto, le remueve algo por dentro, aunque sólo durante unos segundos.
Después la vida continúa, como tiene por costumbre.