17 de abril de 1920

Florián Pujolà adivina que hoy será un día complicado desde que llega a la tintorería a las cinco de la mañana y encuentra a un inspector de trabajo sentado en la puerta, fumando.

—Buenos días —saluda—. Me han informado de un accidente muy desgraciado que tuvo lugar aquí hace una semana. ¿Es correcto?

—Por desgracia —dice el tintorero, mientras invita al hombre a pasar.

—Necesito que me rellene este formulario. —El inspector busca un papel en una carpeta repleta.

Florián le pide que pase a su despacho. Su amabilidad es un poco exagerada, pero el inspector ya está acostumbrado. A la gente le cuesta comportarse de un modo natural cuando saben que los están examinando. El hombre solicita más información, papeles, datos, cifras. Florián le sirve en todo. Por ahora la situación está bajo control, piensa.

—¿Quiere ver el lugar donde ocurrió?

—Ah, sí, ¡por supuesto! El señor Viladevall ya me habló de él, pero querría verlo con mis propios ojos.

—¿El señor Viladevall ya ha hablado con usted? —se extraña Florián.

—Sí, señor. Fue muy amable, por cierto. Fue él quien me refirió todos los detalles desagradables de la muerte del pobre hombre. También me contó que era de ese tipo de trabajadores que disgusta a los patronos. Según él, hace tiempo que deberían haberlo puesto de patitas en la calle. Dio a entender que usted se oponía, que le protegía. Me gustaría conocer el porqué de ese comportamiento, si tiene la amabilidad.

—El señor Viladevall nunca está en la tintorería —salta Florián—. Soy yo quien sabe cuándo un trabajador es bueno y conviene conservarlo.

—Claro, lo comprendo —dice el inspector, que con los años que lleva en esto ha aprendido a no molestarse por casi nada—, pero reconoce que era una persona bastante difícil.

—Todo el mundo lo reconoce.

—Y que otro le habría despedido hace mucho tiempo.

—Otro no soy yo, señor.

Realizan la visita. El inspector quiere ver las calderas, las cubas, el cuartucho de los trabajadores, los desagües, el pozo, incluso se encarama a los depósitos del patio.

—No está muy limpio, todo esto —observa.

—¿Nunca había estado en una tintorería, caballero?

El inspector calla, y al hacerlo responde. Sólo unos minutos más tarde pregunta de nuevo:

—¿Le importaría mostrarme el registro de los trabajadores?

Florián lo tiene todo en orden. Los aprendices demasiado jóvenes no aparecen en los registros. Hus lo mira todo con lupa, nunca falla.

El inspector se pone las gafas de mirar de cerca. Lo estudia todo con cuidado, se toma su tiempo. El silencio es inquietante para Florián. Hasta que el inspector pregunta:

—¿Quién es este Pedro Rigau?

Florián se sobresalta. Es imposible. Hus no se ha equivocado nunca. Hasta hoy, está claro. El primer error en treinta años. Sólo que este error puede salirle muy caro. El patrón se ve obligado a dar explicaciones. Rigau no es un trabajador, es algo así como un mozo de los recados, un conocido, el familiar de alguien…

—Pero está inscrito en los libros como si fuera un aprendiz. Mire, aquí lo pone —observa el inspector, señalando el libro.

Florián no tiene argumentos.

—No cumple la edad que marcan las regulaciones —añade el inspector, antes de sentenciar—: Me temo que esto es grave.

El inspector marca la página y requisa el libro. Lo necesitará para preparar el expediente, dice, y la frase suena aún peor que todo lo demás.

Cuando termina, sin que surjan más novedades desagradables, el inspector da las gracias desapasionadamente al patrón y se despide.

Florián está nervioso, no entiende qué puede haber ocurrido. Espera a Hus en el despacho. El administrador llega a las doce, como todos los días. Le pregunta a bocajarro:

—¿Cómo puede haber cometido un error tan fatal? ¿Se puede saber por qué apuntó a Pedro Rigau en el registro?

Rigoberto Hus frunce la frente y encaja la pregunta. Después dice:

—No puede ser.

—Pues es, hombre. ¡Es! Este descuido me acarreará muchos problemas.

—Le digo que no, Pujolà. Que no puede ser. Estoy seguro —insiste el hombre—. Sé bien lo que me hago, yo no registré al chico en ningún libro.

A Florián le molestan tanto las explicaciones de Hus como las conclusiones del inspector. Intenta trabajar como si todo fuera normal, pero está nervioso y no logra concentrarse.

Por la noche regresan las complicaciones. Hacia las ocho, cuando la mayoría de los trabajadores está terminando la jornada, Florián ve entrar a Viladevall, que camina muy deprisa y, sin saludar a nadie, sube directamente al despacho. Cuando le sigue encuentra a su socio sentado en su sitio, tras la mesa.

—Estamos jodidos, Pujolà —dice Viladevall, afectado—. Los de la inspección de trabajo nos buscan las cosquillas. Nos han denunciado.

—¿Quién?, ¿el inspector?

—No, no. Han sido nuestros propios trabajadores. Dicen que van a ir a la huelga. Según ellos, en la fábrica hay demasiado accidentes, además de trabajadores ilegales y unas condiciones de higiene que no pueden admitirse. ¡Estupideces! Lo que tienen es una pataleta como de niños pequeños. Están enfadados desde que el otro día les acusaste de no sé qué. Ah, y, por si fuera poco, nos han abierto un expediente porque han encontrado al chaval ese de la cara quemada en los libros. Esto no nos debería pasar. Ya sabes de quién es la culpa.

—No lo entiendo. Hus no se ha equivocado jamás. Es muy extraño que ahora…

—¡Pero si es su letra! ¿No lo has visto? Lo que pasa es que Hus ha perdido facultades. Está mayor —dice Viladevall—, llevo tiempo avisándote. Después de este desastre, tenemos la excusa perfecta para despedirlo. Esta vez no me lo impidas.

Florián calla. No puede pasarse la vida salvando el pellejo de todo el mundo. Hus tendrá que marcharse, aunque le duela, aunque haya sido como un padre para él.

—Esto de Hus lo resolveremos enseguida. Ahora lo importante es la huelga. No nos la podemos permitir. Ahora menos que nunca. Tenemos mucha competencia. ¿Sabes cuánto trabajo hay pendiente? ¿Cómo lo haremos para entregar los pedidos? —pregunta Viladevall.

A Florián le gustaría responder: «Todo eso lo sé mucho mejor que tú, no necesito que me lo expliques, soy yo quien hace el trabajo y quien se preocupa de que estén listos los pedidos», pero calla y se limita a asentir en silencio.

—Hablaré con los hombres y trataré de quitarles esas ideas locas de la cabeza —dice Florián—. No pueden llevarnos a la huelga ahora. Sería nuestra ruina, y ellos también saldrían perdiendo. Seguro que lo entenderán.

—¡No! Eso lo haré yo. Tú encárgate de los encargos pendientes.

Otro hombre haría mucho tiempo que le habría propinado un buen puñetazo a Viladevall. A menudo se lo merece. Pero él no lo recibirá ahora, ni será Florián quien se lo administre.

Diamante azul
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