18 de enero de 1924

En el saloncito de casa de la viuda Sust está su futura consuegra, que se ufana de haber hecho la obra de caridad más grande de su vida dejando que Rosina y su hijito se queden en su casa.

—¿Y adónde iba a ir, pobre muchacha, con el recién nacido en los brazos? ¿No ve que echarla habría sido una crueldad? Desde el mismo día que supe de su mala cabeza pensé que el inocente tenía que nacer en mi casa. El doctor Malgà dice que nunca había visto una madre más sana ni más dispuesta. Yo misma llevé al niño a bautizar y fui su madrina. Le puse Antonio en recuerdo de mi padre. Mi marido fue el padrino, pero no pronunció una sola palabra en todo el rato. Está cada vez más mudo, este hombre. En cambio Rosina, sabe usted, qué diferencia. Parece mucho más lista que antes. Trabaja sin descanso, quita el polvo, va al mercado, cría a su niño y le lava los pañales. Todo lo hace bien menos cocinar, en eso continúa como antes. Si en casa no estuviera Teresa ya nos habríamos muerto de hambre.

A Doña Ramona todo le parece estupendo. Su vecina, amiga y futura consuegra tiene una ocasión magnífica para ejercitar las obras de misericordia corporales, que sin duda son tan importantes como las otras. Comenzando por «dar posada a quien la necesita», «dar de comer al hambriento» y «dar de beber al sediento», como queda demostrado. Pero además, y gracias a la donación de unas monjitas de San José, ha procurado que la criatura tenga con que taparse («vestir al desnudo»). De enterrarlo ya se ocupará si llega el momento, pero tendrá que ser en la fosa común. Ve más difícil aquello de «ayudar a los presos», a menos que Rosina por fin diga quién es el padre de su hijo y resulte ser un perdido. Aunque doña Ramona no necesita ninguna otra prueba para saber que lo es.

—¿Qué hombre se acostaría a escondidas con una mujer como ésta? Hombres así no los queremos en esta casa —asegura, jactanciosa e ignorante.

Esto de que doña Margarita necesite practicar las obras de caridad a diestro y siniestro beneficia mucho a los jóvenes amantes. Por las noches, y cada vez más a menudo, se reencuentran. Ella le cuenta cosas de su hijito y él se derrite escuchándola. Ya no necesitan aquellos ardores del principio, ahora son una pareja que comienza a quererse sin voluptuosidades constantes. La que se lleva la peor parte es Pepa, pobre, que de tanto servirles de portera a deshoras, por las mañanas se duerme de pie.

Hasta que una noche ocurre aquello que antes o después tenía que ocurrir. Doña Ramona ha cenado un conejo entero en salsa vinagreta y tiene ardor de estómago, así que se despierta a las tres de la madrugada. Suda tanto que cree que se está muriendo. Le parece oír unas risitas que provienen de la sala de estudio de su hijo, pero al principio no hace caso. Cuando las risitas se repiten, se levanta de la cama y se pone la bata. Como es desconfiada por naturaleza, sale al pasillo sin vela. Desde aquí las risitas se escuchan con más claridad. Son femeninas, pero se alternan con la voz de Casimiro, que mezcla las frases dulces con las procaces. A doña Ramona le da tanta vergüenza lo que oye que por poco vuelve a la cama a digerir el conejo.

No puede ser. Espera junto a la puerta, de pie como un guardia, pensando qué debe hacer. Qué haría su marido el notario. Destrozar la puerta, tal vez, pero ella prefiere métodos más femeninos. Llama con los nudillos. El cristal y la noche amplifican el sonido. Toc, toc, toc.

Las risitas callan. Se produce un silencio asustado dentro de la habitación. Simulando una naturalidad que no tiene, Casimiro pregunta desde dentro:

—¿Necesita algo, madre? —y añade, con mucha cara—: Estoy estudiando.

Como ella no responde, Casimiro insiste, nervioso:

—¿Madre? ¿Se encuentra mal? ¿Quiere que salga?

Le tiembla la voz. Ve peligrar su herencia. A la tercera ya le sale más convincente.

—¿Madre? ¿Me oye?

Entonces doña Ramona insiste. Toc, toc, toc. Tres veces más. Tiene el estómago como si el conejo diera volteretas. A pesar de todo, no piensa retirarse de aquí hasta que se abra la puerta.

Los amantes sorprendidos no hacen nada. Todo es silencio y quietud.

La viuda Sust recuerda de nuevo a su marido. Se retira un poco, agarra el arlequín de porcelana inglesa, que lleva más de treinta años sobre una repisa del pasillo, y lo arroja contra la puerta. Los fragmentos de cristal traslúcido y los del arlequín inglés caen mezclados sobre el piso con gran escándalo.

Lo que ve dentro de la sala de estudio de su hijo Casimiro, exestudiante de notarías, padre de un hijo bastardo y amante de la cocinera lerda de su consuegra, provocará un giro totalmente inesperado en los acontecimientos.

Diamante azul
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