3 de marzo de 1921
Doña Margarita siempre lo dice:
—Nadie debería tener dos criadas. Cuando están contentas se pasan el día de charla y lo dejan todo por hacer. Cuando están enfadadas se pasan el día llorando, y todavía es peor.
Hoy Rosina y Pepa se han peleado por una media de lana. Rosina la ha perdido y le echa la culpa a la otra, que hizo la colada. Pepa le dice que ella en dieciocho años no ha perdido ni un alfiler y que últimamente no sabe qué le pasa que lo encuentra todo mal. Las dos están enfurruñadas en la cocina.
Pepa comienza a picar cebolla para la cena. Últimamente, Teresa se ha dado cuenta de que era mejor alumna que su compañera y ha empezado a instruirla en el arte del fogón. Con suerte, si la muchacha no se echa a perder, en unos meses tendrán una cocinera que no lo queme todo. Hace tanto que eso no ocurre que ya ni recuerdan a qué saben los platos sin socarrar.
De pronto, ambas oyen un ruido en la sala. Se asustan porque saben que en casa no hay nadie. Rosina, que ya es gata vieja en sobresaltos, coge un cuchillo de cocina y sale como si fuera un húsar.
Encuentra a la misma señora de la otra vez, sentada en la butaca. Jadea como si viniera de muy lejos —viene de lejos, del otro extremo de la ciudad— y va vestida con la bata de la beneficencia. Se comporta como si Rosina fuera invisible, pero ella blande el cuchillo como un sable y vocifera:
—Váyase o volveré a avisar a la policía.
La anciana mira a la muchacha con los ojos entrecerrados, como si no comprendiera el idioma en que le habla.
—¿Me ha oído? ¡Váyase, le estoy diciendo!
Alertada por los gritos, Pepa sale a ver qué pasa. Primero piensa que Rosina se ha vuelto loca. Luego ve a la persona a quien trata de amenazar y se lleva una auténtica sorpresa.
—¡Teresa! —se le acerca, contenta—. ¿Es usted? ¡Cuánto tiempo sin verla! ¿De dónde viene? Rosina, corre, tráele a la señora un vaso de agua. Y suelta este cuchillo, por favor. Esta señora es Teresa, mujer, y es familia del señor.
Rosina, aturdida, va en busca del agua. ¿Familia? ¿Qué familia? Ella no ha oído hablar nunca de Teresa Marqués. Además, la otra vez la echó y recibió felicitaciones y hasta un premio de la señora.
La anciana bebe con ansia, todo el vaso, sonríe un poco y pregunta.
—Hoy es Santa Teresa, ¿verdad?
—No, señora, hoy no. Todavía falta.
—Todavía falta… —repite la mujer, con la mirada perdida en el piano, que no entiende qué hace ahí—. ¿Sabéis dónde está mi cómoda? No la encuentro por ninguna parte.
—¿Qué cómoda dice, Teresa? ¿Quiere un poco más de agua?
—Sí, pero me la traerá Tomasa. —Se vuelve hacia Rosina, que está petrificada—. ¿Verdad que sí, bonita?
—¿Se encuentra bien? ¿Quiere tumbarse un rato? —Pepa le habla con una dulzura que en Teresa despierta recuerdos muy olvidados.
—¿Puedo ver el pájaro? ¿Sigue ahí?
Pepa abre las contraventanas para que vea la pajarera. La mujer se levanta y camina, decidida, hacia el patio. Abre la puerta.
—Míralo —dice, fascinada de volver a verlo—. Quiero contemplarlo más de cerca. Qué colores tan vivos, está como el primer día… Cómo pasa el tiempo, ¿verdad? —farfulla, y se vuelve hacia el pájaro para hablarle—: Eres de buena calidad, ¿verdad, precioso?
El pájaro parece desentumecerse cuando ella se acerca, como si quisiera quedar bien.
Las camareras piensan que la mujer no está bien. Pepa no entiende nada.
—¿Vive aquí Silvestre Pujolà? —pregunta de pronto la anciana.
—¿Quién dice? —se inquieta Rosina.
—Mi padrastro no soporta el hedor, ¿saben?, pero cree que Silvestre es muy simpático. Todo el mundo lo cree. Ha prometido ropas de colores bonitos a todas las vecinas, es un listo. —Se echa a reír, y a su risa le faltan dientes—. Yo quiero casarme con él, ¿saben? Si puede ser. Pero hay un problema —baja la voz, como si estuviera haciendo una gran confidencia—. Ya tiene mujer y yo no le deseo ningún mal. No le digan que estoy loca por él, ¿de acuerdo? Guárdenme el secreto.
Las dos mujeres se miran y se encogen de hombros. Son palabras sin sentido, que no es necesario comprender.
—Entre en casa, mujer, cogerá frío aquí fuera. —Pepa consigue convencerla.
—Perdone, una pregunta. ¿Sabe usted si hoy es Santa Teresa?
—No, mujer. Falta mucho aún, ya se lo he dicho.
—Entonces ¿por qué huele a crema?
—Ay, porque en esta casa siempre huele a lo mismo. La señora tiene una obsesión.
—¿Qué señora? —salta la anciana—. Si la señora soy yo…
—También, también —responde Pepa, diplomática— pero ahora tenemos a la señora Margarita.
—Ah, aquélla —la mujer mastica palabras que cuestan de tragar—. Ya me acuerdo. Ya debe de ser más vieja que yo, ¿verdad?
Las chicas se lo pasan bien. Teresa Marqués dice cosas que dan risa.
—Florián me quería mucho. Antes, todo fue antes. Creo que ahora ya no me quiere. Yo todavía le quiero como a un hijo. Perdonen, señoras, ¿ustedes por casualidad tienen hijos? Mi madre, que se llamaba Agustina Tapiola, siempre decía que los hijos se quieren como nada del mundo, pero la verdad es que yo no he podido comprobarlo. Ella tenía una cómoda a la que también tenía mucho cariño. ¿Sabrían decirme dónde está? No la encuentro por ninguna parte. Era de mi madre, ¿saben? —Y antes de que las mujeres puedan contestar, insiste—: Aún no me han dicho si tienen hijos.
Las chicas enrojecen.
—Claro que no —dice Pepa—. Nosotras somos solteras.
—Ay, perdonen. Es una pena —tristeza y abatimiento auténticos—. Pero muy pronto todo cambiará, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir? —se interesa Rosina.
—¿De qué?
—Eso que acaba de decir.
—Yo no he dicho nada, guapa. ¡Si no puedo hablar nunca con nadie! Las monjas parecen sordas.
Pepa hace un gesto que significa: «Déjala, lo que dice no tiene sentido».
En este instante se abre la puerta y entra Florián, exhausto tras otra jornada de hacer aquello que no desea. Ve a Teresa Marqués. Primero no la reconoce, después no se lo cree. Se detiene, con una punzada de alegría y otra de dolor. Ella no le conoce, le acaricia con la mirada desapasionadamente, sin detenerse a mirarle. Mientras, Florián no sabe contener la emoción. Tantos años de querer verla y no encontrar el momento y ahora la tiene aquí, sentada en la sala de su casa.
Se arrodilla frente a la mujer, le hunde la cara en el regazo. Sin pensar que las criadas miran, se le escapan algunas lágrimas. En un instante, tal vez cuando más lo necesitaba, vuelve a ser un niño. Ella frunce el ceño como si los recuerdos se negaran a volver, pero lo fueran haciendo muy lentamente. Acaricia el pelo de este hombre que llora. Le quiere consolar, pero no encuentra qué decirle. Sus sensaciones están nubladas. Le agarra las manos, esto no falla nunca, lo tranquiliza un poco. Entonces se da cuenta de algo. Al analizar los dedos, las palmas de estas manos vigorosas, un poco manchadas aún por el color de las tinturas. Es eso lo que comienza a devolverle la memoria. El color y un sello, un anillo de oro que ella compró, también antes de casi todo. Lo reconoce: es el sello de oro de Silvestre, el que casi nunca se ponía. Un hilo de memoria se desteje de pronto y tira de ella, hacia atrás, hacia atrás, mucho más atrás, recorriendo casi toda su vida hasta que le encuentra. Entonces sí, se abraza con fuerza al hombre que llora y le dice al oído, con un hilo de voz:
—¿Me llevas al cine, amor mío?
Aquella noche, cuando doña Margarita llega a casa de sus misas y caridades, encontrará el reloj de pared sonando como un loco y a Teresa Marqués muerta en su butaca de hacer ganchillo, con su hijastro de rodillas a sus pies.