Junio de 1911

El fuego comenzó de madrugada en las balas de algodón que debían teñirse al día siguiente, y enseguida se propagó por la nave a toda velocidad, devorando un par de cubas viejas —dos antiguallas de los tiempos de Silvestre Pujolà, que aún prestaban su buen servicio—, un cuarto pequeño que sólo utilizaban los trabajadores y una parte del almacén. El humo dejó inservible la lana que esperaba en el secador. Las pérdidas fueron extraordinarias, un auténtico desastre.

A Teresa la despertó el escándalo de la calle y la terrible humareda que entraba por la ventana abierta. Eran las cuatro de la madrugada y las llamas sobresalían del tejado, buscando el cielo. Los vecinos no daban abasto a acarrear agua. La tía Mercedes avisó a la policía y a los bomberos. Florián se adentró en la nave en dirección al pozo de agua, poniendo en serio peligro su vida. Viladevall, mientras tanto, coordinaba a los voluntarios sin arriesgarse, dando órdenes a grito pelado en mitad de la calle. Entre los voluntarios estaban casi todos los trabajadores de la empresa, avisados de emergencia.

Aún no eran las cinco, poco después de que se desplomara lo que quedaba del techado de madera, cuando llegaron los bomberos. El fuego estaba a punto de alcanzar las materias primas del almacén, que habrían producido intoxicaciones y males mayores.

Doña Margarita rezaba en camisa a los pies de su cama, con la mirada clavada en el Sagrado Corazón del tamaño de un hombre que tenía sobre la cómoda. Pepa cuidaba de los niños, demasiado pequeños para ayudar y demasiado mayores para no estar muertos de miedo. Teresa prefirió la acción y ayudó a Tomasa a repartir entre los voluntarios agua y trapos húmedos, que los hombres utilizaban para cubrirse la nariz y la boca antes de entrar en la nave. Recuerda la claridad del fuego como una aventura excitante, a pesar de que en todo momento supo de la gravedad de la situación. No dejó de ayudar ni un minuto y cuando, varias horas más tarde, se metió en la cama descubrió que la almohada estaba sucia de la ceniza y la carbonilla que llevaba en el pelo.

Cuando el fuego comenzaba a estar bajo control, hubo disturbios frente a la tintorería. Viladevall propinó tres puñetazos a uno de sus trabajadores y lo dejó tumbado en el suelo ante la mirada atónita de todo el mundo mientras gritaba:

—¡No hace falta que vengas mañana a trabajar, hijo de mala madre! ¡Estás despedido!

Quienes fueron testigos —como Teresa— aseguraron que justo antes de los puñetazos el hombre admiraba el espectáculo detenido en mitad de la calle, con una sonrisa satisfecha en los labios, como si se alegrara de lo que estaba ocurriendo. En ningún momento se le vio ayudar. De pronto comenzó a gritar estupideces:

—Cuando los patrones lo hayan perdido todo, entonces nos comprenderán. Los obreros vamos a ganar esta batalla. No queremos amos ni reyes ni dioses.

Ningún trabajador de la tintorería hizo nada por detener al patrón.

El provocador era Juan Abril.

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