2 de febrero de 1920
La ceremonia de pedida de mano comienza a las cuatro y media, con la puntualidad que esperan todos los implicados. En la sala de estar del tintorero Pujolà comparecen la viuda del notario Sust, de nombre Ramona, una mujer magra, vestida de riguroso duelo, para quien la moda y todas las frugalidades del mundo se terminaron en el mismo momento en que expiró su esposo, hace exactamente diecisiete años. La acompaña su único hijo, Casimiro Sust, abogado que estudia para notario y que nunca encuentra ni una sola razón para contradecir a su madre. A su lado, una vieja arrugada de pelo blanco y ojos húmedos, que se presenta como «la nodriza del niño» y que en cuanto llega se duerme al calor del solecito que entra por la ventana.
Frente a ellos tenemos a doña Margarita —que hoy sonríe porque está nerviosa y porque le conviene— y a don Florián, que ha salido de la tintorería sólo para esto y en contra de sus costumbres y ha tenido que cambiarse de arriba abajo por orden de su mujer. Lo ha hecho a toda prisa, quejumbroso, sin entender de verdad los motivos por los cuales debe hacerlo. Ahora finge que lleva aquí todo el día, sentado en la butaca y con una pierna sobre la otra, viendo el sol pasar. También está Hus, el administrador, que desde hace dieciocho años no falta a una sola de las reuniones importantes del señor, quien lo considera su mano derecha. Y, dormido sobre la alfombra con la indiferencia de una divinidad, tenemos al gato, blanco, limpio, bien alimentado, majestuoso. Lleva por nombre Gato porque eso de poner nombre a las bestias no se estila en esta casa. Para terminar el inventario, también está la niña. Se sienta entre sus padres, con actitud de ángel distraído. Lleva un vestido de color malva que le llega a los tobillos, el pelo recogido con un lazo y un chal sobre los hombros. Quizás esté nerviosa, es difícil asegurarlo, del mismo modo que sería difícil interpretar los sentimientos de una esfinge. Es muy hermosa, y esta virtud hace que cualquier pequeño defecto le sea perdonado al instante; incluso que haya tardado tanto en saludar a las visitas y su madre haya tenido que llamarle la atención. Entonces, obediente, ha dicho:
—Buenas tardes, doña Ramona.
Y doña Ramona ha respondido:
—Igualmente, hija mía.
Y este «hija mía» queda flotando en el aire para que todo el mundo lo medite, mientras Pepa sirve el chocolate con bizcochos de los más grandes, comprados esta misma mañana en casa del confitero Josep Oms.
Corresponde al hombre de la casa tomar la palabra en primer lugar. Como Florián no se decide, Margarita le ayuda con una patadita disimulada.
—Hoy es un gran día —dice el tintorero, que ha ensayado el discurso—, y quiero comenzar diciendo que estoy muy contento de que estéis en mi casa, que desde ahora mismo debéis considerar también la vuestra.
—¿Le gusta el chocolate? —le interrumpe doña Margarita, mirando a su futura consuegra.
—Sí, señora, mucho. ¿Lo preparan con agua?
—Con leche.
—Se nota. Disculpen a mi hijo, no es nada goloso.
Casimiro Sust ha dejado la taza sobre la mesita, intacta. Hace tanto que no le da el sol que está pálido como la barriga de una merluza. Y aún le quedan por lo menos dos años de mirar libros antes de que pueda presentarse a las oposiciones y adoptar otro color.
—¿Están de acuerdo en hablar primero de cosas prácticas? —pregunta Florián—. No negaré que mientras duró la Guerra de Europa a mi socio y a mí los negocios nos fueron muy bien. No hay razón para escatimar nada a mi hija mayor, pues. No sé si podré hacer lo mismo con las pequeñas, porque ahora parece que todo es diferente. —Las dos mujeres están expectantes. La nodriza cabecea de sueño con el gato en los pies, que ronca—. He pensado en cinco mil pesetas.
La cantidad también queda un segundo suspendida en el aire, como una neblina. Sólo desaparece cuando la viuda, solemne, opina:
—Me parece generoso.
El tintorero no disimula su alivio.
—El asunto lo merece. —Sonríe y mira a su hija, que corresponde a su padre con pasión auténtica.
—No les faltará nada, puede usted estar seguro, señor Pujolà. Me ocuparé de ello personalmente —dice ahora la viuda—. Mientras vivan aquí, en la ciudad, estarán en mi casa. Es lo mejor, a mí me sobran habitaciones y así Casimiro podrá utilizar el despacho de su padre, que en paz descanse. Tal vez no podrá ser, sin embargo, ya saben que los notarios raramente trabajan cerca de casa. Tendremos que esperar al tribunal y al primer destino para salir de dudas.
—¿Y qué pasará entonces? —pregunta Florián, a quien inquieta la posibilidad de que su hija se aleje de él.
—Entonces la mujer debe acompañar a su marido, por supuesto. Yo también iré, para ayudarles en todo lo que sea menester. Lo tengo todo previsto. Alquilaré mi casa mientras tanto. Ya estoy acostumbrada a estos vaivenes: ciudades extrañas, costumbres raras, gente que habla un castellano que no hay quien lo entienda… Lo hice por mi marido y lo haré por mi hijo.
Florián mira a la viuda Sust, a quien conoce de toda la vida. Recuerda al notario, su marido, tan severo, tan barbudo, con aquel vozarrón. Piensa que tal vez hasta hoy no haya empezado a conocerlos de verdad, y ahora que lo hace no está muy seguro de que le gusten. Hay gente a quien más vale ver de lejos.
—Sólo una cosita más para que todo quede claro desde el principio —añade la viuda, imperativa—: la fecha de la boda. Debemos fijarla para dentro de un tiempo. Y en el entretanto no puede haber reclamaciones ni jovencitas muertas de amor que pierden los nervios. Todo debe estar bajo control. Casarse con un notario quiere sus sacrificios.
Esto último lo dice la viuda mirando fijamente a Teresa, que no dice nada.
—¿Exactamente cuánto tiempo? —pregunta Margarita, que ya se veía entrando muy endomingada en San José la próxima primavera para casar con gran boato a su hija mayor.
—Mínimo de dos a tres años —concluye la viuda.
Incluso el gato Gato levanta la cabeza de los pies que le servían de almohada, extrañado por el silencio de los humanos. La nodriza ha abierto los ojos y estudia un bizcocho, ajena a las complicaciones de la conversación. Margarita calcula si la necesidad de casar a su hija mayor es igual o menor al orgullo de ser la suegra de un señor notario y si ambas sumadas le compensan una espera de tres años.
Florián rompe el silencio:
—No hay ningún inconveniente, señora. Teresa todavía es joven. Yo creo que lo mejor es casarse un poco mayor, cuando se tiene algo más de juicio. ¿No cree usted?
—Hoy en día la juventud va a la deriva… —dice la viuda, con una mueca de desprecio—. De baile en baile, de fiesta en fiesta. Si hasta les dejan salir solos, ¡qué desvergüenza! Estamos perdidos.
—Pero Teresa no es de esa clase de jovencitas —sonríe su padre, orgulloso.
Margarita está absorta en sus pensamientos. Será una boda sonada, la ciudad no hablará de otra cosa. Ella irá vestida como un paso de palio. El único inconveniente es esto de los tres años.
—Ah, una cosa más —dice doña Ramona—. Es necesario mantener la discreción. No haremos público el noviazgo hasta que la boda pueda celebrarse.
—¿Cómo? ¿Un noviazgo secreto?
—Discreto, señora mía, discreto. La gente no está para noviazgos largos. Enseguida esperan que ocurra algo. Pondrían nerviosos a los muchachos y despistarían a Casimiro. Es mejor que no se sepa, de momento.
Doña Ramona habla con la seguridad de un diputado en las Cortes. A doña Margarita —qué remedio— le toca aceptar todas las condiciones.
Teresa, en cambio, cree que tener un marido notario no debe de ser bueno para nada. Claro que no es necesario tomarse este asunto muy en serio. Tiene tres años para mentalizarse, y tres años son mucho tiempo. Cuando llegue la hora, ella tendrá veintitrés. Tal vez los gustos se le hayan vuelto del revés para entonces. O tal vez haya estallado otra guerra, o la señora Ramona se haya muerto y haya que enterrarla. O tal vez el mundo se haya vuelto loco y la gente ya no tenga la costumbre de casarse. En tres años, y en 1920, puede pasar cualquier cosa.
—Entonces, ya está todo —se alegra Margarita.
—¡Por supuesto! —corrobora la viuda Sust.
—¿Le parece bien que para celebrarlo la niña nos interprete unas piezas al piano?
La viuda Sust muestra un interés auténtico y repentino por el concierto. Le recuerda las fiestas de sociedad en el pueblo de Argentona, cuando acompañaba a su marido. Siempre había una pianista alemana o francesa y un piano de cola en mitad del salón de baile.
Teresa se sienta ante el piano, respira profundamente en un intento de apaciguar las palpitaciones de su corazón y comienza a destrozar una sonata de Beethoven. La viuda sorbe el chocolate simulando indiferencia, aunque por dentro está horrorizada. El joven prometido no es capaz de valorar la música, porque sólo sabe de leyes y de protocolos. Además, aunque la joven tocara con los pies, la encontraría igual de encantadora. El padre tintorero se siente muy orgulloso de tener en el mismo plano visual a su hija mayor ya prometida y a un piano Chassaigne & Frères de propiedad. El resto, nimiedades.
La actuación provoca unas ovaciones tímidas, que a pesar de todo despiertan al gato y a la nodriza.
Hasta ahora el prometido no ha piado, pero antes de salir se acerca a su futura esposa y le dice:
—La encuentro a usted muy bonita, Teresa.
Y se va sin que ella pueda contestarle.
El gato Gato menea la punta de la cola.