1 de febrero de 1889
Hace ya una semana que llegó Joaquín Pujolar Soms y todavía no quiere irse. Sigue horario de señores, duerme cada día hasta las nueve de la mañana y, cuando se levanta, se comporta como si ésta fuera su casa. Almuerza y cena y sale a dar una vuelta para ver el mar, que le gusta porque es una novedad. Cuando llegan los niños —y, sobre todo, Mercedes— los conmueve contándoles historias de la guerra.
—¿Queréis saber cómo una mujer se hizo pasar por un soldado durante un año entero y cómo la descubrieron?
Y los cuatro niños, incluida Eustaquia, que no entiende nada de estos cuentos, asienten con la cabeza al mismo tiempo.
Mercedes es diferente. Ella escucha sin decir nada, atenta a cada pequeño ademán. Cuando él la mira, disimula observando el plato. Si él refiere alguna historia de amor, se sonroja. A veces se queda como hipnotizada, con la cuchara a medio camino de la boca, escuchando a su tío.
El tío tampoco se comporta con ella igual que con los demás. No la trata como si aún fuera una niña. No le dice todo el tiempo qué debe hacer. Por las noches, después de cenar, la invita a dar una vuelta por la orilla del mar. La escucha como haría si fuera una persona mayor. Le dice que ya es una mujer y ella le da la razón, sintiéndose muy importante.
Teresa le dice a su marido:
—La niña se cree todo lo que dice tu hermano. Eso no es bueno.
Pero Silvestre es un hombre y no sabe cómo manejar las sutilezas del espíritu.
Teresa Marqués pregunta cada vez con más frecuencia:
—¿Cuándo se va tu hermano?
Silvestre, que vive para trabajar y que no está muy atento a lo que ocurre en su casa, sólo dice:
—Mujer, cuando él decida. Aquí no nos estorba.
Pero a Teresa Marqués sí le estorban Joaquín Pujolar y sus trucos de embaucador.
Le tiene la casa desarbolada por completo. Para empezar, duerme en un jergón en medio del comedor. Como no tiene por costumbre levantarse temprano y la guerra le ha endurecido el sueño, todo el que pretende salir de casa tiene que pasar sobre él.
Los niños pequeños también están descentrados. Ahora no quieren acostarse sin escuchar el cuento de todos los días. Se lo piden en cuanto se llevan a la boca el último pedazo de pan.
—Hoy os contaré el caso de un hombre que juró no cortarse el pelo hasta que el archiduque Carlos llegara al trono y a quien su mujer dejó casi calvo con unas tijeras que escondía bajo el colchón.
A Teresa todas estas historias le parecen invenciones que el tío pergeña sólo para impresionar a Mercedes. Últimamente no le quita ojo a la hija mayor. No tiene buena cara y casi no come. Por las tardes vuelve del paseo nocturno con su tío con un color distinto en las mejillas. La otra madrugada, muy tarde, la oyó llorar. Ha tratado de hablar con ella, pero la muchacha no quiere saber nada de sus consejos. Más a menudo que nunca, le recuerda que no es su madre.
Domingo tampoco parece él. De pronto no quiere saber nada del tío Joaquín. Le evita si puede y no le escucha cuando habla. Ni siquiera le mira a la cara una sola vez durante la cena. Cuando empieza el cuento nocturno, él se levanta y se va.
Teresa Marqués no tiene piernas suficientes para guardar tantas ovejas, pero una noche sigue a Domingo por las calles. Traga mucho polvo antes de llegar a la taberna de la calle Gravina, donde lo conocen y donde nada más verlo le sirven un vaso de vino del más barato. Por una vez ella le pide cuentas, como si fuera su madre verdadera.
—¿Qué te pasa Domingo? ¿De qué te alivia el vino?
Esa noche, Domingo tiene un instante de debilidad, uno de los pocos que se permitirá en toda su vida. Apura el vaso de vino, pero no repite. Vuelve a casa paseando, ofreciéndole su brazo a Teresa Marqués. Ella trata de hacerle entender que es demasiado joven para ahogarse en vino. Que por malo que sea lo que le ocurre, tiene solución.
—Esto mío no —contesta Domingo cuando ya están casi llegando, y a continuación se hunde—. El tío resucitado me ha robado a Mercedes.
Por la mañana, Teresa Marqués vuelve a preguntarle a su marido, esta vez con mayor insistencia:
—¿Cuándo se va tu hermano?