CAPÍTULO C
No hablaremos, de momento, de los cuatro peregrinos, que continuaron el viaje de vuelta en compañía de los Guardianes Vajra a lomos del viento. Sí lo haremos, sin embargo, de la multitud congregada en el Monasterio Salvador de la Vida en la aldea de los Chen. En cuanto amaneció, reanudaron su peregrinación, cargados de frutas y comida, al lugar donde habían dejado a sus benefactores. Al llegar a los pies de la torre, comprobaron, alarmados, que el monje Tang había desaparecido. Le buscaron por todas partes, pero no supieron dar con él. Estaban tan abatidos, que no sabían hacer otra cosa que lamentarse a grandes voces, diciendo:
—¿Cómo hemos podido dejar marchar al Buda Viviente?
Pronto comprendieron que el único medio de expresar su gratitud que les quedaba era colocar sobre el altar todos los regalos y toda la comida que habían traído y quemar una gran cantidad de papel moneda para los espíritus. A partir de aquel momento todos los años ofrecieron en aquel espléndido templo cuatro grandes sacrificios y veinticuatro de menor envergadura. Eso sin contar las ofrendas de los que querían recuperar la salud, o emprendían un viaje, o buscaban contraer matrimonio, o deseaban tener hijos o iniciar un negocio. En aquel espléndido templo los pebeteros de oro estuvieron echando humo sin cesar durante más de mil años y en el recipiente de jade estuvo brillando una lámpara a perpetuidad, por lo que no hablaremos más de aquellas piadosas gentes.
Sí lo haremos, sin embargo, de los Ocho Guardianes Vajra, que, valiéndose de un segundo golpe de viento aromático enviaron a los cuatro peregrinos de vuelta a las Tierras del Este. Tardaron menos de un día en avistar Chang-An, la capital. El Emperador Tai-Chung había acompañado tres días enteros al monje Tang al principio de su largo peregrinar. Tan fausto acontecimiento tuvo lugar poco antes de la luna llena del mes noveno del año decimotercero del período Chen-Kwang. En el decimosexto había hecho erigir, en las inmediaciones del paso de Hsi-An, una Torre de Recepción de Escrituras, para que albergara los textos sagrados. El propio Tai-Chung se acercaba allí todos los años a ver si se había producido alguna novedad. Dio la casualidad de que se encontraba en la torre, cuando vio venir, procedente del Oeste una nube multicolor cargada de buenos augurios, que emitía un penetrante aroma a flores.
—Ésta es la ciudad de Chang-An —dijeron al maestro los Guardianes Vajra, deteniendo su vuelo—. No es aconsejable que descendamos a ella con vos, porque las gentes de esta parte del mundo son sumamente inteligentes y pueden descubrir quiénes somos. Es más, opinamos que tanto el Gran Sabio como sus dos compañeros deberían quedarse aquí con nosotros. Bajad vos a entregar las escrituras y regresad tan pronto como os sea posible. Recordad que debemos informar a Buda de todo cuanto ha ocurrido a lo largo del viaje de vuelta.
—Lo que decís no puede ser más acertado —comentó el Gran Sabio—. Existe, sin embargo, un pequeño problema: ¿Cómo va a cargar el maestro con las escrituras y, al mismo tiempo, hacerse cargo del caballo? Es preciso, por tanto, que le acompañemos. Si no os importa, podéis esperarnos aquí. Prometemos no tardar mucho.
—El otro día —explicaron los Guardianes Vajra, preocupados— la Bodhisattva Kwang-Ing tuvo una entrevista con Tathagata y le hizo ver que el viaje debería durar exactamente ocho días, para que se cumpliera el número canónico perfecto. Ha transcurrido ya la mitad y mucho nos tememos que Ba-Chie se deje arrastrar por todo el bienestar y todas las riquezas que, sin duda, va a encontrar ahí abajo y se empeñe en retrasar la vuelta más de lo debido.
—¿Cómo voy a caer en semejante tentación, si soy consciente de que, cuando el maestro se convierta definitivamente en Buda, todos nosotros vamos a seguir su suerte? Quedaos aquí y veréis cómo regreso a vuestro lado nada más hacer entrega de estos rollos sagrados.
Como había ocurrido a lo largo de todo el peregrinaje, el Idiota cargó con la pértiga, el Bonzo Sha se hizo cargo del caballo y el Peregrino ayudó al maestro a descender de la nube en la que había hecho todo el viaje, yendo a caer justamente a un lado de la Torre de Recepción de Escrituras. En cuanto Tai-Chung y sus colaboradores los vieron, bajaron a toda prisa de la torre y corrieron a darles la bienvenida.
—¡Así que, por fin, habéis regresado! —exclamó el emperador, complacido.
El monje Tang se postró inmediatamente de hinojos, pero su majestad le levantó con sus propias manos, al tiempo que le preguntaba:
—¿Quiénes son estos tres?
—Los discípulos que he hecho durante el viaje —contestó el monje Tang, visiblemente satisfecho.
—Ensillad inmediatamente uno de los caballos —ordenó Tai-Chung, volviéndose hacia sus sirvientes—. Es preciso que mi hermano entre en la corte a mi lado.
Tras darle las gracias, el monje Tang montó en el caballo y se dirigió hacia el palacio, seguido del Gran Sabio, que no soltó en ningún momento la barra de los extremos de oro, y de Ba-Chie y el Bonzo Sha, que, como siempre, se hicieron cargo del caballo y del equipaje. Tan espléndido cortejo dejó boquiabiertos a todos los habitantes de la ciudad de Chang-An. Hacía muchos años que se había celebrado allí mismo un banquete de paz, al que asistieron todos los dignatarios, tanto civiles como militares, del reino, con el fin de oír a un monje explicar la ley. Una vez concluida la ceremonia en honor del Agua y la Tierra, el emperador había entregado un documento imperial a Tripitaka, el mejor de sus súbditos, y le había enviado con un documento de viaje en busca de las escrituras santas, cuyo poder sobrepasa al de las Cinco Fases. Sometido a incontables pruebas, se había purificado de todas sus imperfecciones y había regresado al punto del que partió, una vez que sus méritos superaron en altura a las montañas.
El monje Tang y sus tres discípulos siguieron, pues, al emperador hasta el palacio, despertando la admiración de todos los habitantes de Chang-An. Ni uno solo se quedó sin saber que había regresado el peregrino de las escrituras. Mientras eso tenía lugar, los monjes del Templo de la Gran Bendición, al que pertenecía el maestro Tang, vieron, asombrados, que las ramas de los pinos que se alzaban en la puerta principal del templo se volvieron, de pronto, hacia el Oeste.
—¡Qué raro! —se dijeron unos a otros—. Anoche no sopló el viento. ¿Cómo estarán tan retorcidas todas esas ramas?
—¡Venga, rápido! —exclamó uno de los antiguos discípulos de Tripitaka—. Pongámonos nuestras mejores túnicas y salgamos a recibir a mi viejo mentor. Eso sólo puede significar que, por fin, ha regresado con las escrituras.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —le preguntaron los otros monjes.
—Cuando partió —explicó el discípulo—, dijo que estaría fuera dos, tres o, quizás, seis o siete años. Una cosa era segura: que, cuando volviera, todas las ramas de los pinos estarían orientadas hacia el Oeste. Lo recuerdo bien, porque lo dijo con la seguridad con la que únicamente hablan los budas.
Los monjes no insistieron más. Se pusieron sus mejores túnicas y abandonaron el monasterio. Cuando llegaron a la calle del oeste, oyeron comentar, a la gente, muy excitada, que acababa de regresar el peregrino de las escrituras y que hasta el mismo emperador había salido a darle la bienvenida. Los monjes continuaron su loca carrera y no tardaron en toparse con la carroza imperial. No se atrevieron, de todas formas, a acercarse a ella y siguieron el camino que les marcaba la multitud. Nada más desmontar, el monje Tang entró en el palacio, acompañado de su majestad. Al sentarse juntos en el trono, el caballo dragón, las bolsas de escrituras, el Peregrino, Ba-Chie y el Bonzo Sha se quedaron de pie junto a los escalones de jade. Después de tomar asiento y de dar las gracias al emperador ante tantas atenciones, el monje Tang pidió a sus discípulos que le entregaran los textos sagrados. El Peregrino y sus hermanos confiaron tan preciadísimos rollos a los sirvientes imperiales, quienes, a su vez, los pusieron en las manos del emperador, para que les echara un vistazo.
—¿Cuántos rollos hay en total y cómo os las arreglasteis para haceros con ellos? —preguntó Tai-Chung, admirado.
—En cuanto vuestro humilde servidor llegó a la Montaña del Espíritu y presentó sus respetos al Patriarca Budista, éste ordenó a Ananda y a Kasyapa, los dos Respetables, que nos dieran algo de comer —explicó Tripitaka—. Una vez recuperadas las fuerzas, nos condujeron a la sala del tesoro, dispuestos a hacernos entrega de todos los textos que estimáramos oportuno. Para nuestra sorpresa, los Respetables nos pidieron que les regaláramos algo, pero, como no disponíamos de nada de valor, nos fue imposible complacer sus deseos. Pese a todo, nos entregaron las escrituras y, después de agradecer a Buda su deferencia, iniciamos el camino de vuelta, topándonos al poco tiempo con un grupo de monstruos, que querían arrebatarnos tan preciado legado. Afortunadamente uno de mis discípulos posee ciertos poderes mágicos y consiguió recuperar nuestro tesoro, aunque todos los rollos quedaron desperdigados por el suelo. Al recogerlos vimos, horrorizados, que todos estaban en blanco. De nuevo hubimos de recurrir a Buda, que nos dijo: «Al poco tiempo de componer estas escrituras, varios monjes de Bhiksu se dirigieron a la mansión del anciano Chao, en el reino de Sravasti, para salmodiar unos cuantos de esos rollos. Eso produjo la liberación de sus tormentos a los muertos de la familia y la prosperidad a los vivos de la misma. Por tan meritorios servicios únicamente recibieron tres monedas de cobre y tres medidas de arroz. Eso me movió a decirles que, a causa de tanta generosidad, sus descendientes habrían de vivir en la miseria». Al darnos cuenta de que hasta el mismo Patriarca Budista había previsto que los dos Respetables iban a exigirnos un regalo, no nos quedó más remedio que entregarles el cuenco de oro de pedir limosnas que vos tuvisteis a bien regalarme en su día. Sólo entonces se avinieron a entregarnos escrituras con texto. Componen un total de treinta y cinco obras diferentes, distribuidas en un número variable de rollos que asciende exactamente a cinco mil cuarenta y ocho, es decir, a una suma canónica completa.
—Que el encargado de las celebraciones y fastos imperiales prepare inmediatamente un banquete en el Salón Oriental para celebrar la gesta de mi muy respetable hermano —ordenó Tai-Chung, visiblemente complacido.
Se percató acto seguido del extraño aspecto que ofrecían los discípulos de Tripitaka y le preguntó, curioso:
—¿Son extranjeros esos hombres que habéis tomado como discípulos?
—El mayor de ellos —contestó el maestro, inclinándose, respetuoso— se llama Sun Wu-Kung, aunque yo suelo llamarle, simplemente, Peregrino. Procede de la Caverna de la Cortina de Agua, que se halla en la Montaña de las Flores y Frutos, en el reino de Ao-Lai del Continente oriental de Purvavideha. Por haber sumido en una gran confusión el Palacio Celeste, el Patriarca Budista le encerró en las raíces de la Montaña de los Dos Reinos, que se yergue en la comarca de los bárbaros occidentales. Siguiendo el consejo de la Bodhisattva Kwang-Ing, le tomé como discípulo, una vez liberado y convertido al budismo. Sin su colaboración jamás habría completado felizmente el viaje. El segundo, por su parte, se llama Chu Wu-Neng, aunque yo prefiero llamarle Chu Ba-Chie. Procede de la Caverna de los Senderos de Nubes, en la Montaña de Fu-Ling. En el momento de convertirse en discípulo mío, por intervención directa de la Bodhisattva y del Peregrino, no era más que un monstruo, que habitaba en la aldea de los Gao, en el Tíbet. Ha contribuido grandemente al éxito de la empresa que me confiasteis cargando en todo momento con el equipaje y ayudándome eficazmente a vadear todos los cursos de agua con los que me he topado. El tercero se llama Sha Wu-Ching, aunque a mí me gusta más el nombre de Bonzo Sha. En sus tiempos fue un monstruo terrible en el Río de Arena, pero, gracias a la intercesión de la Bodhisattva, abrazó el budismo y se ofreció a hacerse cargo del caballo durante todo el camino.
—Su color y su apariencia son muy parecidas —comentó Tai-Chung—. ¿Por qué el caballo presenta un aspecto totalmente diferente?
—Al llegar al Torrente del Águila Afligida, en la Montaña de la Serpiente Enroscada —contestó Tripitaka—, esta bestia devoró el caballo que yo llevaba. Por medio de la Bodhisattva el Peregrino descubrió que se trataba del hijo del Dragón del Océano Occidental, que habría sido ejecutado, si Kwang-Ing no hubiera intercedido en su favor y le hubiera ordenado que me sirviera de montura. Por eso, se convirtió en un caballo exactamente igual al que yo llevaba. Jamás podré agradecerle todas las molestias que se ha tomado conmigo, transportándome con increíble seguridad por cordilleras, montañas y peligrosísimos desfiladeros. Que hayamos regresado sanos y salvos con las escrituras se debe, en gran medida, a su fuerza y desinteresada colaboración.
Emocionado, Tai-Chung dio las gracias a los discípulos, antes de volverse nuevamente hacia el maestro y preguntarle:
—¿A qué distancia se encuentra realmente de aquí la Comarca Occidental?
—Recuerdo que la Bodhisattva mencionó los doscientos quince mil kilómetros, aunque he de confesar que no he llevado cuenta de la distancia que iba recorriendo —confesó Tripitaka—. Lo único que sé es que han sido catorce estaciones de calor y frío intenso las que he invertido en hollar todas esas montañas y cordilleras, esos bosques, esos cursos de agua y esos reinos innumerables, cuyos soberanos han estampado su firma en el documento que tuvisteis la gentileza de entregarme. —Se volvió a continuación hacia sus discípulos y les ordenó—: Traed el documento de viaje, por favor.
Tai-Chung le echó un rápido vistazo y se percató de que había sido redactado el tercer día antes de la luna llena del mes noveno del décimotercer año del período Chen-Kwang.
—¡Con cuánta dedicación os habéis dedicado a esta empresa! —exclamó Tai-Chung, sonriendo—. Jamás pensé que fuera a llevaros tanto tiempo, pues, de hecho, nos encontramos ya en el año vigésimo séptimo de ese mismo período.
En el documento podían verse con toda claridad los sellos de los reinos del Elefante Sagrado, del Gallo Negro, de la Carreta Lenta, de las Mujeres del Liang Occidental, del Sacrificio, Morado, de Bhiksu y Destructor del Dharma, a los que había que añadir los de las prefecturas del Fénix Inmortal, de la Flor de Jade y del Oro. Admirado, Tai-Chung ordenó que guardaran en lugar seguro tan preciada reliquia. No tardó en aparecer un funcionario imperial, que anunció que el banquete estaba ya servido. El emperador tomó de la mano a Tripitaka y bajó con él los escalones de jade.
—¿Están familiarizados vuestros dignos discípulos con la etiqueta de la corte? —preguntó, una vez más.
—Me temo que, como monstruos que han sido, han pasado la mayor parte de su vida en las montañas y en el bosque y desconocen totalmente el rígido ceremonial de la corte china. Os ruego disculpéis su tosquedad.
—No tienen la culpa de ser así —respondió Tai-Chung, sonriendo—. Vayamos todos juntos a la mesa que han preparado en el Salón Oriental.
Después de darle, una vez más, las gracias, Tripitaka pidió a sus discípulos que los acompañaran. Al entrar en el salón, comprobaron que la prosperidad de la gran nación china superaba con mucho a la de los reinos por los que habían pasado. De las puertas colgaban cortinas llenas de bordados, los suelos estaban cubiertos de alfombras de un fuerte color de fuego, que realzaba por igual el esmero de los platos y las caprichosas volutas del incienso. Las copas de ámbar y los vasos de cristal poseían un ribete de oro y unas artísticas peanas de jade. Los cubiertos eran de oro puro y su brillo contrastaba con la delicadeza de los cuencos, de jade blanco con incrustaciones de plata. Las viandas no tenían nada que envidiar a todo aquel lujo. Todas ellas estaban bien cocinadas, recubiertas de una finísima capa de azúcar y tan exóticas como gemas traídas de lejos. No faltaban tampoco manjares tan exquisitos y cercanos como brotes de bambú, aliñados con jengibre, hojas de malvavisco cubiertas de miel, tortitas fritas de trigo con hojas de hierbas silvestres, orejas de árbol sazonadas con semillas secas de soja, líquenes que crecen en los roquedales, pastelitos hechos con harina de raíces secas[1], rábanos mezclados con maíz de grano largo de Sechuan, matas de melón recubiertas de mostaza y una gran variedad de otros platos vegetarianos. Como era de esperarse, las frutas ocuparon un lugar muy destacado en aquel convite dominado por el buen gusto de lo exótico. No faltaban ni las avellanas, ni las nueces, ni las almendras ni los lechíes.
Las castañas de I-Chou se mezclaban con los dátiles de Shandung y las llamativas frutas del sur, entre las que destacaban las peras con cabeza de liebre. Lugar destacado ocupaban los piñones, semillas de loto, pasas de gran tamaño, semillas de calabaza, manzanas silvestres, peras corrientes, raíces tiernas de loto, ciruelas, melocotones y fresas chinas. Todas las frutas del mundo se encontraban representadas en aquella espléndida mesa, en la que los dulces no ocupaban, ni mucho menos, el último lugar.
Dignos, igualmente, de mención eran los bollos al vapor y las viandas confeccionadas con miel. Todas ellas alcanzaban su culmen de sabor acompañadas con las diez mil clases de vinos, tés aromáticos y otros brebajes indescriptibles que completaban tan rico y variadísimo menú. No había duda alguna: por muy prósperos que fueran los reinos occidentales, ninguno podía compararse con el de China.
Tanto el maestro como sus tres discípulos gozaron de los honores reservados a los más altos dignatarios imperiales y se sentaron a ambos lados del nobilísimo Tai-Chung, que ocupó el puesto reservado a la persona de mayor dignidad. Jamás había contemplado ninguno de los presentes unas danzas tan bien coordinadas ni escuchado una música tan perfectamente ejecutada como las que amenizaron aquel extraordinario banquete, que duró todo el día. Todo parecía poco para agasajar a aquellos buscadores de escrituras, que habían traído la bendición a un reino tan próspero. Gracias a ellos, la luz de Buda brilló hasta en el último rincón del imperio, asegurando la fortuna y la paz para siempre.
Al caer la tarde, los funcionarios agradecieron al emperador el gran honor que les había hecho, invitándolos a tan espléndido banquete. En cuanto Tai-Chung se hubo retirado a sus aposentos, todos los demás se pusieron en pie y regresaron a sus mansiones. El monje Tang y sus discípulos prefirieron pasar la noche en el Monasterio de la Gran Bendición. Los monjes les dieron la bienvenida echándose rostro en tierra y golpeando repetidamente el suelo con la frente. Concluida la ceremonia, dijeron al maestro, entusiasmados:
—Esta mañana las ramas de esos árboles se volvieron, de pronto, hacia el Oeste y, al recordar vuestras palabras, corrimos hacia la ciudad, donde comprobamos alborozados que, por fin, habíais regresado.
El maestro no cabía en sí de contento, cuando fueron conducidos sin dilación a los aposentos del guardián. Su satisfacción provenía no sólo del respeto con el que eran tratados, sino también del cambio experimentado por sus discípulos. Ba-Chie ya no exigía comida a gritos ni se comportaba como si fuera un vulgar bárbaro. El Peregrino y el Bonzo Sha, por su parte, actuaban con un comedimiento propio de personas que siempre han vivido en la corte. No podía ser de otra forma, pues la perfección del Tao había echado hondas raíces en ellos. La noche pasó rápida y sin ningún incidente digno de resaltar. A la mañana siguiente Tai-Chung celebró muy temprano su primera audiencia, comunicando a sus funcionarios:
—Anoche no pude dormir, pensando que nuestro hermano había alcanzado un mérito tan grande, que jamás podría recompensarle adecuadamente. No teniendo a mi alcance otro medio de expresar mi profunda gratitud que la palabra, he escrito un documento, que quiero que vos —añadió, dirigiéndose a uno de sus escribanos— lo toméis por escrito, sin que falte una sola de sus palabras.
El documento[2] decía lo siguiente:
Hemos oído decir que las Dos Fuerzas Primarias[3], representadas por el Cielo y la Tierra en el acto de la producción de la vida, pueden expresarse por medio de imágenes, mientras que los poderes invisibles de las cuatro estaciones llevan a cabo la transformación de cuanto existe a través de la acción invisible del frío y el calor. Con un poco de reflexión hasta los más ignorantes pueden llegar al conocimiento de las leyes más primarias que rigen el Cielo y la Tierra. A pesar de todo, la total comprensión del yin y el yang no ha permitido a los más sabios y entendidos llegar al conocimiento pleno de sus últimos principios. Dado su carácter de imágenes, no resulta difícil percibir que el Cielo y la Tierra contienen, en efecto, porciones de yin y yang. No resulta tan fácil, por el contrario, comprender de qué forma el yin y el yang se integran en el entramado del Cielo y la Tierra, puesto que dichas fuerzas son invisibles. Eso explica que los ignorantes no se sientan abrumados por el peso de la imagen, mientras que los entendidos no se pongan de acuerdo sobre la naturaleza de lo invisible. Teniendo esto en cuenta, se comprenden las grandes dificultades que se presentan a la hora de captar las verdades budistas, pues enfatizan la nada, se valen de lo oscuro y recurren al silencio para penetrar en el misterio de los innumerables seres vivientes que existen y, así, llegar a la perfecta intelección del universo. No existe autoridad espiritual más alta que la suya ni fuerza moral alguna que la iguale. Su luz se extiende hasta el último rincón del cosmos; no existe lugar, por muy pequeño que sea, al que no llegue el fulgor de su verdad. Carece de principio y fin y no cambia, a pesar de estar sometida ella misma a mil kalpas. Oscura y meridianamente clara a la vez, llena de bendiciones a todos cuantos tienen la suerte de acercarse a ella. Es, al mismo tiempo, tan misteriosa, que cuantos la siguen no pueden comprenderla jamás. Es como una corriente profunda y silenciosa, cuyos orígenes pasan desapercibidos hasta para el observador más experimentado. ¿Qué hay de extraño en que nosotros, mortales ordinarios, nos sintamos desorientados ante la profundidad inalcanzable de su fondo? Tan extraordinaria doctrina surgió en las Tierras del Oeste, siendo aceptada en la corte de los Han después del sueño que tuvo uno de sus emperadores[4]. En él su luz misericordiosa crecía de tal manera, que llegaba a abarcar todo el Territorio Oriental. Antiguamente, cuando aún no existía una distinción clara entre forma y abstracción, las palabras de Buda ejercieron una influencia francamente beneficiosa antes, incluso, de que fueran conocidas por doquier. En la época de su predicación y de su renuncia al mundo, la gente se daba cuenta de su extraordinaria virtud y le prodigó una estima que muy pocos habían conocido hasta entonces. No obstante, cuando hubo alcanzado el Nirvana y el tiempo fue inexorablemente pasando, el resplandor de las imágenes fue escondiendo, poco a poco, su auténtica naturaleza hasta que su luz dejó de brillar con la fuerza que hasta entonces había tenido. Los extraordinarios retratos que de él se hicieron, aunque artísticamente valiosos, desfiguraron su doctrina en beneficio de los treinta y dos lunares que decían que contenía su cuerpo[5]. A pesar de todo, sus enseñanzas continuaron expandiéndose por doquier, liberando tanto a los hombres como a los animales de los tres senderos conducentes a la infelicidad. Sus puntos de vista recibieron una aceptación hasta entonces desconocida, haciendo que todas las criaturas recorrieran, poco a poco, los diez estadios que conducen a la perfección definitiva. Por si eso no bastara, el mismo Buda se encargó de confeccionar una serie de escrituras, que se dividieron en el Gran y en el Pequeño Medio, así como una serie de Leyes conducentes a evitar los desvíos y errores. Hsüan-Tsang, nuestro dignísimo Maestro de la Ley, es una auténtica autoridad en budismo. Dotado de una inteligencia y de una devoción fuera de lo común, consiguió dominar a una edad muy temprana las tres formas de inmaterialidad. A medida que fue creciendo, fue ahondando en el conocimiento de los principios espirituales, incluidas las cuatro formas de paciencia[6]. No pueden compararse con la pureza que le adorna ni las ramas de pinos mecidas por el viento ni el resplandor de la luna reflejado en el agua. Es más, ni siquiera el rocío de los cielos o el brillo de las piedras preciosas son capaces de superar el refinamiento natural que rodea a su persona. Su inteligencia posee la capacidad de encontrar relaciones entre elementos que aparentemente no las tienen y su espíritu está dotado para la percepción de formas que pasan desapercibidas a los demás. Nadie puede compararse con el enorme tamaño que ha alcanzado su figura, pues, no en balde, ha conseguido dominar las irresistibles tentaciones de los seis sentidos. Dedicado por completo a la meditación de las verdades del espíritu, ha lamentado profundamente la mutilación que han sufrido las doctrinas auténticas y los errores que se han infiltrado en los tratados aparentemente más profundos y serios. En un principio pensó revisar todas esas enseñanzas y revitalizarlas con nuevos argumentos, para que alcanzaran una aceptación más amplia. De esa forma, no sólo pondría freno a los errores, sino que brindaría a los estudiantes nuevos medios de comprensión. Poco a poco, fue abriéndose, sin embargo, en su mente el deseo de visitar la Tierra de los Puros e iniciar un largo peregrinaje, que había de llevarle hasta los Territorios Occidentales. Haciendo caso omiso de los posibles peligros, se lanzó a los caminos sin más compañía y ayuda que la de su cayado. No le importaron ni el blanco manto de la nieve que cubría los senderos, ni las tormentas de arena que desdibujaban el horizonte, ni los veinte mil kilómetros de montañas y ríos que hubo de cruzar, ni los cambios brutales de temperatura, ni la niebla, ni el humo, ni la escarcha, ni la lluvia. ¡Nada fue capaz de detener su avance! Todo le parecía poco con tal de alcanzar su objetivo, pues era un celo realmente extraordinario el que guiaba sus pasos. Durante catorce años recorrió el Mundo Occidental, cruzando pueblos extraños sin otro acicate que la consecución de las escrituras. Por eso mismo, llevó una vida de total ascetismo bajo los mismos árboles que usó Buda para predicar y junto a los ocho grandes ríos de la India[7]. Tuvo visiones extrañas en el Parque del Ciervo y en el Pico del Buitre, instruyéndose en las verdades supremas con maestros dignos y sabios, llegando a comprender los misterios más profundos y las enseñanzas más abstrusas. Su dedicación fue tal, que llegó a aprender de memoria los Seis Mandamientos y el Triyana, siendo capaz de recitar, sin equivocarse una sola vez, todos los textos que componen el canon. Aunque fueron, realmente, innumerables las naciones que visitó, el número de escritos del Mahayana que obtuvo es muy preciso. Fueron, en concreto, treinta y cinco las obras que consiguió, distribuidas en un total de cinco mil cuarenta y ocho rollos. Cuando hayan sido traducidos y enseñados hasta en los lugares más apartados de China, todo el mundo comprenderá la inigualable bondad del budismo, haciendo posible que la nube de misericordia procedente del Oeste descargue su lluvia de dharma sobre la zona oriental. Las doctrinas sagradas, antaño explicadas de una forma incompleta y fragmentaria, brillarán con todo su esplendor y las gentes, cargadas de egoísmos e imperfecciones, gozarán de las bendiciones de lo alto. Como los esforzados que apagan el fuego de una casa, el budismo contribuye eficazmente a la salvación del hombre, perdido por caminos de injusticia. Como la luz que brilla en la oscuridad de las aguas conduce sin ningún peligro a los navegantes hasta la orilla. Sabemos, de esta forma, que el malvado hallará en sus culpas su propia perdición, mientras que el virtuoso será elevado a un estado de felicidad y bendiciones. La causa de tan desigual sino hay que buscarla en el propio hombre. Pensad, si no, en el azafrán que crece en las montañas o en los lotos que adornan la verde superficie de los estanques. Las flores de aquél se alimentan de las nubes y la neblina, de la misma forma que las hojas de éste están siempre limpias y libres de toda mota de polvo. Esto es así, no porque el loto posea una naturaleza limpia o el azafrán sea casto, sino porque éste depende de lo alto para subsistir y no se deja arrastrar por vanalidades y aquél confía en lo puro y no permite que la suciedad se acerque a él. Si el mundo vegetal, que carece de capacidad de juicio, comprende las excelencias que se derivan de un ambiente adecuado, ¿cómo es posible que el hombre, que posee la capacidad de establecer relaciones entre lo existente, no busque el bien abandonándose a la bondad? Que estas escrituras se conserven para siempre bajo el sol y las estrellas y que sus beneficios se dejen sentir hasta en el último rincón del cosmos.
En cuanto el escribano hubo tomado nota de tan espléndida exposición, el emperador hizo llamar al maestro, que se encontraba esperando a las puertas del palacio. Al enterarse de los deseos de su majestad, entró a toda prisa en la corte y presentó sus respetos al Hijo del Cielo. Tai-Chung le pidió que se llegara hasta donde él estaba y le hizo entrega del documento. En cuanto hubo terminado de leerlo, el maestro se postró de hinojos en señal de gratitud y comentó, admirado:
—Vuestro estilo posee el equilibrio de lo clásico y vuestra forma de pensar es, a la vez, profunda y sutil. Desearía saber, de todas formas, si ya habéis elegido un título para tan incomparable exposición.
—La confeccioné de una forma verbal ayer mismo por la noche como expresión de agradecimiento hacia vos —contestó Tai-Chung—. ¿Os parece bien el título de Introducción a las enseñanzas sagradas?
Emocionado, el maestro le dio las gracias y empezó a golpear repetidamente el suelo con la frente. Tai-Chung añadió entonces:
—Mis talentos palidecen ante los escritos imperiales y mis palabras no pueden compararse, en ninguna medida, con las inscripciones conservadas en la piedra y el bronce. Mi ignorancia es incluso mayor con respecto a estos textos sagrados. A eso hay que añadir que se trata de una composición oral, que requiere una infinidad de retoques. Viene a ser, de hecho, como tinta derramada sobre losas de oro, o como trozos de cerámica desperdigados entre las perlas. Lo he escrito para provecho propio, haciendo caso omiso del rubor que siempre produce en mí la ignorancia. No merece, pues, la pena que prestéis atención a tan indigno engendro ni me deis las gracias por él.
A pesar de todo, los funcionarios dieron, entusiasmados, la enhorabuena al emperador y tomaron las medidas pertinentes para hacer pública su exposición sobre las Enseñanzas Sagradas tanto dentro como fuera de la capital.
—Me gustaría que recitarais algunas de las escrituras que habéis traído —dijo Tai-Chung, volviéndose hacia el maestro—. ¿Creéis que podéis hacerlo?
—Para ello —contestó el maestro— se requiere un lugar religioso apropiado. Disculpad mi atrevimiento, pero opino que un palacio no es el sitio más adecuado para ello.
—¿Cuál es el monasterio más digno de todos cuantos existen en Chang-An? —preguntó Tai-Chung, volviéndose hacia sus colaboradores.
—El Templo del Ganso Salvaje —contestó el Gran Secretario Xiao-Yü, destacándose de entre las hileras de funcionarios.
—Tomad con respeto los rollos de escrituras —ordenó Tai-Chung al instante— y llevadlas con el debido recogimiento al Templo del Ganso Salvaje, para que nuestro dignísimo hermano pueda explicárnoslas con la claridad que le caracteriza.
Cada uno de los funcionarios tomó unos cuantos rollos y siguió a la carroza imperial hasta el lugar indicado, donde se había levantado a toda prisa un espléndido estrado.
Como había ocurrido a lo largo de todo el viaje, el maestro pidió a Ba-Chie y al Bonzo que se hicieran cargo del caballo y del equipaje, mientras el Peregrino se mantenía a su lado, dispuesto a servirle en lo que fuera preciso. Se volvió a continuación hacia Tai-Chung y le dijo:
—Si deseáis que estas escrituras lleguen hasta el último rincón del imperio, es preciso que se hagan inmediatamente copias de las mismas. Los originales deben guardarse con sumo cuidado para evitar su posible deterioro.
—No habéis podido estar más acertado, hermano —respondió Tai-Chung, sonriendo.
Acto seguido, ordenó a los funcionarios de la Academia Han-Lin y del Departamento Burocrático Central que copiaran con sumo cuidado los textos sagrados. Para su conservación se hizo erigir en la parte oriental de la ciudad un templo llamado de la Transcripción Imperial. El maestro había tomado en sus manos varios rollos de escrituras y había subido ya al estrado, cuando se levantó una brisa cargada de embriagadoras esencias y aparecieron a media altura los Ocho Guardianes Vajra, gritando:
—¡Dejad esos rollos y regresad con nosotros al Oeste!
No habían acabado de decirlo, cuando se elevaron hacia lo alto el Peregrino, sus dos hermanos y hasta el caballo blanco. El maestro dejó a su lado las escrituras y siguió a sus discípulos a una velocidad increíble. Desconcertados, Tai-Chung y los demás funcionarios inclinaron la cabeza con inesperado respeto.
Movido por su noble afán de hacerse con los textos sagrados, el maestro recorrió durante catorce largos años el camino que conducía hacia el Oeste, una prueba terrible que no sólo le llevó a vadear incontables ríos y a escalar innumerables cordilleras, sino a enfrentarse a terribles demonios y monstruos. Para completar un número perfecto de méritos, se añadieron nueve a los setenta y dos que ya poseía. Sus más de tres mil hazañas brillan en el mundo con un resplandor insuperable. No en balde los maravillosos escritos que trajo al Este se han conservado hasta el día de hoy en el reino al que tanto amó.
Una vez presentados sus respetos a los Cielos, Tai-Chung y la práctica totalidad de sus funcionarios se pusieron manos a la obra para escoger a los monjes más dignos que pudieran encontrar. A ellos les correspondió la presidencia de la Gran Ceremonia por los Difuntos que se celebró en el Templo del Ganso Salvaje. En ella se salmodiaron escrituras seleccionadas del Gran Canon, que llevaron la salvación a no pocos espíritus que penaban en el Reino de las Sombras. Con el fin de que no decayera el número de obras buenas, se hicieron cuidadosas copias de los textos sagrados, que posteriormente se enviaron a todos los rincones del imperio, por lo que no volveremos a hablar más de ellos.
Sí lo haremos, sin embargo, de los Ocho Guardianes Vajra, que arrebataron hacia lo alto al maestro, a sus discípulos y al caballo blanco y los llevaron a la Montaña del Espíritu. Lo hicieron a tal velocidad, que entre la ida y la vuelta invirtieron exactamente ocho días. Al llegar, todas las deidades que habitaban en aquel lugar extraordinario se habían reunido a oír las enseñanzas de Buda. Los Ocho Guardianes Vajra condujeron a los monjes ante el Patriarca Budista y le dijeron:
—Por deseo expreso de vuestra santidad, hemos transportado al maestro y a sus discípulos hasta la gran nación de los Tang, donde han hecho entrega de los textos sagrados, antes de regresar a informaros puntualmente de lo acaecido.
Concluido el informe, se pidió al monje Tang y a sus discípulos que se aproximaran al trono de Buda, que dijo, dirigiéndose al maestro:
—En tu anterior reencarnación fuiste mi segundo discípulo, el Maestro Cigarra de Oro. En cierta ocasión tuviste la mala fortuna de no atender debidamente a las explicaciones de la ley, despreciando, de alguna forma, el valor de mis enseñanzas. Eso te valió el destierro y fuiste a reencarnarte en las Tierras del Este. Afortunadamente, aceptaste con humildad el castigo y permaneciste fiel a mi doctrina, ofreciéndote, incluso, voluntario para venir en busca de las escrituras. Por tan extraordinaria fidelidad, recibirás el título de Buda del Mérito Candana.
Tathagata se volvió a continuación hacia Sun Wu-Kung y añadió:
—Después de someter el Palacio Celeste a una confusión total y absoluta, me vi obligado a valerme del enorme poder de mi dharma para capturarte y encerrarte en las mismas raíces de la Montaña de las Cinco Fases. Afortunadamente, abrazaste la fe budista y tu castigo tocó a su fin. Jamás podré expresar acertadamente la alegría que me embarga, al pensar en la dedicación al bien de la que has hecho gala a lo largo de todo el viaje. Gracias a ti, han desaparecido infinidad de demonios e incontables monstruos. Por haberte mostrado tan diligente al principio como al final de la empresa, te nombro Buda Victorioso en la Lucha.
Le tocó seguidamente el turno a Chu Wu-Neng y dijo:
—Tú fuiste Mariscal de los Juncales Celestes en el Río de los Cielos. Por haberte emborrachado durante la celebración de la Fiesta de los Melocotones Inmortales y haber ofendido a una de las doncellas de lo alto, se te expulsó de la compañía de los dioses y hubiste de encarnarte en una bestia en las Regiones Inferiores. Afortunadamente, anhelabas el modo de ser humano y, aunque cometiste infinidad de injusticias en la Caverna de los Senderos de Nubes, en la Montaña de Fu-Ling, abrazaste de buena gana mis enseñanzas. He de reconocer que en todo momento has prestado protección al maestro, pero tampoco puedo olvidar que nunca has logrado dominar del todo tu lujuria y tu gula. Por haber cargado con el equipaje a lo largo de todo el viaje, te nombro Protector de los Altares.
—¿Por qué me habéis concedido ese título, cuando habéis nombrado Budas a los demás? —protestó Ba-Chie a gritos.
—Porque todavía eres perezoso y charlatán y no has renunciado del todo a tu insaciable apetito —contestó Tathagata—. En cada uno de los cuatro grandes continentes hay infinidad de fieles que siguen al pie de la letra mis enseñanzas. Cada vez que se celebre algún rito budista, tú serás el encargado de limpiar los altares, cosa que, no dudo, será de tu total agrado. ¿No te parece un nombramiento totalmente acorde con tu manera de ser?
Clavó después la vista en Sha Wu-Ching y agregó:
—Antiguamente fuiste el Oficial-encargado-de-levantar-la-cortina. Por romper una copa de cristal durante la Fiesta de los Melocotones Inmortales, se te desterró a las Regiones Inferiores, convirtiéndote en un monstruo devorador de hombres en el Río de Arena. Afortunadamente, aceptaste mis enseñanzas y te mantuviste firme en la fe. Prestaste una gran ayuda al maestro, al ofrecerte a tirar de las riendas de su caballo a través de todas las cordilleras por las que habéis pasado. Por tu gran contribución a la empresa, te nombro Arhat del Cuerpo Dorado.
Tathagata tuvo también palabras de reconocimiento para el caballo, al que dijo:
—Tú fuiste hijo de Kwang-Chin, Rey Dragón del Océano Occidental. Por desobedecer a tu padre y caer en la falta terrible de la infidelidad paterna, fuiste condenado a muerte. Afortunadamente, aceptaste la Ley y te sometiste a ella de buena gana. Tu mérito no tiene ciertamente nada que envidiar al de tus hermanos, pues llevaste sobre tus lomos al monje Tang durante todo el viaje hacia el Oeste y llevaste con igual dedicación al Este las escrituras sagradas. Por tu dedicación a tan magna empresa te nombro dragón perteneciente a las Ocho Clases de Seres Sobrenaturales[8].
En prueba de agradecimiento, el maestro, los tres discípulos y el caballo se echaron rostro en tierra y golpearon repetidamente el suelo con la frente. Concluida la ceremonia, Buda pidió a unos de sus guardianes que condujeran al caballo al Estanque de Metamorfosear Dragones, que había en la parte posterior de la Montaña del Espíritu.
Nada más tocar sus aguas, el animal se estiró, empezaron a salirle cuernos en la cabeza, su cuerpo se llenó totalmente de escamas doradas y le crecieron en las mejillas unas aceradas barbas de plata. Su espléndida figura se vio envuelta en un abrir y cerrar de ojos en una neblina de buenos augurios, mientras una masa de nubes sagradas se posaba sobre sus cuatro zarpas. Una vez concluida tan extraordinaria metamorfosis, abandonó el estanque y se enrolló en la parte superior de una de las columnas que sustentan el cielo. Después de que todos los Budas hubieron alabado el incomparable dharma de Tathagata, el Peregrino se volvió hacia el monje Tang y le dijo:
—Ahora que me he convertido en un buda exactamente igual a vos, ¿no creéis que ha llegado el momento de librarme de la escama, que, a modo de diadema, llevo incrustada en la cabeza? Recitad el conjuro correspondiente y liberadme para siempre de ese tormento. Pienso hacerla añicos, para evitar que la Bodhisattva siga engañando a la gente con ella.
—Dada la impetuosidad de tu carácter —opinó el monje Tang—, no existía método mejor de controlarte. Ahora que, como bien dices, te has convertido en buda, dudo mucho que aún la tengas incrustada en la cabeza. ¿Por qué no te tocas a ver si todavía sigue ahí?
El Peregrino siguió la sugerencia del maestro y comprobó que, en efecto, había desaparecido. Casi inmediatamente el Buda Candana, el Buda Victorioso en la Lucha, el Protector de los Altares y el Arhat del Cuerpo Dorado ocuparon el lugar que les correspondía y que habían buscado con tanta dedicación y ahínco. Como ya queda dicho, el caballo, una vez recuperada su antigua naturaleza de dragón, alcanzó un estado de inmortalidad comparable al de sus antiguos compañeros. Sobre todo ello disponemos de un poema, que afirma:
La realidad caída en el fango se unió a los Cuatro Signos y se revistió nuevamente de perfección. En la esfera de las Cinco Fases sólo existen el vacío y el silencio. Es preciso, por tanto, evitar pronunciar los nombres falsos de los cien monstruos. Por haberlo logrado, Candana goza ahora de la envidiable condición de Buda. Sus hermanos han sido, igualmente, capaces de trocar en gloria su antigua condena. Cuando la luz de las escrituras se extendió por todo el mundo, los cinco sabios ascendieron a las alturas de Advaya.
Nada más ocupar el puesto que les correspondía, acudieron a presentarles sus respetos todos los Patriarcas Budistas, Bodhisattvas, sabios, arhats, protectores bhiksus, upasakas y upasikas, inmortales de las diferentes montañas y cavernas, Dioses de la Luz y de las Tinieblas, Centinelas, Protectores de los Monasterios y todo tipo de inmortales y maestros que habían alcanzado la perfección del Tao. Una neblina multicolor envolvía el Pico del Buitre, mientras una masa de nubes de santidad se arremolinaba en aquel mundo de felicidad absoluta. Los dragones de oro dormían tranquilos, los tigres de jade descansaban en paz, las liebres de pelaje negro se movían de un lugar a otro sin ser molestadas, las serpientes y las tortugas se arrastraban libremente por donde querían, los fénix de espléndido plumaje azulado y rojizo revoloteaban a sus anchas y los ciervos y simios jugueteaban entre el follaje, sin que nadie se metiera con ellos. No faltaban en aquel paisaje maravilloso ninguna flor de los ocho períodos ni ningún fruto de las cuatro estaciones. En ningún otro lugar poseían tanta frondosidad los retorcidos pinos, los centenarios enebros, los cipreses de jade o los inmortales bambúes. Allí los ciruelos de cinco colores florecían y daban fruto varias veces al año, lo mismo que los melocotones milenarios, que se mantenían siempre frescos y en sazón. Bajo aquel cielo cargado de buenos augurios rivalizaban en belleza y atractivo una infinita variedad de flores y frutos exóticos. Juntando las palmas de las manos, como muestra de sumisión y acatamiento, los allí reunidos entonaron a coro:
Me someto a Dipamkara, el Buda de la Antigüedad.
Me someto a Bahisjya-vaidurya-prabhasa, el Buda de las Luces de Cristal.
Me someto al Buda Sakyamuni.
Me someto al Buda del Pasado, del Presente y del Futuro.
Me someto al Buda de la Perfecta Alegría.
Me someto al Buda Vairocana.
Me someto al Buda Señor del Estandarte Precioso.
Me someto a Maitreya, el Buda Respetable.
Me someto al Buda Amitabha.
Me someto a Sukhavativyuha, el Buda de la Vida Perdurable.
Me someto al Buda que Acepta y Conduce a la Inmortalidad.
Me someto al Buda de la Indestructibilidad del Diamante.
Me someto a Surya, el Buda de la Luz Preciosa.
Me someto a Manjusri, el Buda de la Respetable Raza de los Dragones.
Me someto al Buda del Adelantamiento en la Virtud.
Me someto a Candraprabha, el Buda de la Preciosa Luz Lunar.
Me someto al Buda de la Presencia sin Ignorancia.
Me someto a Varuna, el Buda del Cielo y el Agua.
Me someto al Buda Narayana.
Me someto al Buda de las Radiantes Proezas Meritorias.
Me someto al Buda de las Inteligentes Proezas Meritorias.
Me someto a Svagata, el Buda de los que Mueren Bien.
Me someto al Buda de la Luz Candana.
Me someto al Buda del Estandarte Valiosísimo.
Me someto al Buda de la Luz de la Antorcha de la Sabiduría.
Me someto al Buda de la Luz de la Virtud Marina.
Me someto al Buda de la Luz de la Gran Misericordia.
Me someto al Buda del Poder de la Compasión.
Me someto al Buda Primero entre los Sabios.
Me someto al Buda de la Inmensa Solemnidad.
Me someto al Buda de la Luminosidad Dorada.
Me someto al Buda de los Dones Luminosos.
Me someto al Buda Victorioso en la Sabiduría.
Me someto al Buda de la Luz Inmanente del Mundo.
Me someto al Buda de la Luz del Sol y la Luna.
Me someto al Buda de la Perla del Sol y la Luna.
Me someto al Buda del Estandarte Victorioso.
Me someto al Buda de la Voz Sobrecogedora.
Me someto al Buda del Estandarte de la Luz Imperecedera.
Me someto al Buda que Escudriña el Mundo.
Me someto al Buda del Dharma Inalcanzable.
Me someto al Buda de la Luz Sumeru.
Me someto al Buda de la Gran Sabiduría.
Me someto al Buda de la Luz Dorada del Mar.
Me someto al Buda de la Luz Perfecta.
Me someto al Buda del Don de la Luz.
Me someto al Buda del Mérito Candana.
Me someto al Buda Victorioso en la Lucha.
Me someto a la Bodhisattva Kwang Shr-Ing.
Me someto al Bodhisattva del Gran Poder Venidero.
Me someto al Bodhisattva Manjusri.
Me someto al Bodhisattva Visvabhadra y a los otros Bodhisattvas.
Me someto a los diferentes Bodhisattvas del Gran Océano de la Purificación.
Me someto al Bodhisattva y al Buda del Estanque de Lotos y de la Asamblea Oceánica.
Me someto a los diferentes Bodhisattvas del Paraíso Occidental de la Suprema Felicidad.
Me someto a los Tres Mil Grandes Bodhisattvas Protectores.
Me someto a los Quinientos Grandes Bodhisattvas Arhats.
Me someto al Bodhisattva Arhat del Cuerpo Dorado y las Ocho Joyas.
Me someto al Bodhisattva de la Fuerza Suprema y al Dragón Celeste de las Ocho Divisiones de Seres Sobrenaturales.
Tales son los diferentes Budas que existen en el mundo. Es mi deseo ofrecer los méritos que haya podido alcanzar, como homenaje al reino de pureza de Buda, como expresión de agradecimiento por los dones recibidos de lo alto y como invitación a no abandonar el camino de la salvación para todos aquellos que ya transitan por las tres sendas. Si escuchan con atención, sus mentes se llenarán de luz y recibirán como recompensa renacer para siempre en el paraíso. ¡Benditos sean en el mundo entero todos los Budas del pasado, del presente y del futuro, así como los diferentes Bodhisattvas y Mahasattvas!
Aquí concluye el Viaje al Oeste.