CAPÍTULO LXIV
Decíamos que, en agradecimiento por haber acabado con los monstruos y haber recobrado las reliquias budistas, el señor de la ciudad del Reino del Sacrificio quiso entregar a Tripitaka y a sus compañeros una gran cantidad de oro y jade, que ellos rechazaron cortésmente. Comprendiendo que insistir no iba a conducir a nada, el rey dio a cada uno un par de túnicas como las que normalmente vestían, dos fajas de seda y otros tantos pares de zapatos y calcetines. Los proveyó, además, de abundante comida seca y, con lágrimas en los ojos, selló el permiso de viaje. Rodeado de todos sus funcionarios, tanto civiles como militares, los monjes del Monasterio del Dragón Derrotado y la práctica totalidad de los habitantes de la capital, salió a despedirlos a las afueras de la ciudad entre una gran algarabía de voces y música. Juntos recorrieron alrededor de cincuenta kilómetros. Hubieran querido acompañarlos mucho más, pero los peregrinos se negaron terminantemente a ello. Únicamente los monjes del Monasterio del Dragón Derrotado insistieron en recorrer a su lado otros ciento cincuenta o ciento sesenta kilómetros más. Algunos estaban dispuestos a proseguir el viaje hasta el Paraíso Occidental. Otros, incluso, habían tomado la decisión de convertirse en discípulos suyos y llevar una vida de duro ascetismo. Comprendiendo que no había manera de convencerlos, el Peregrino decidió recurrir a la magia. Tras arrancarse treinta pelos y lanzar sobre ellos una bocanada de aire sagrado, los tiró hacia arriba y gritó:
—¡Transformaos! —y al instante se convirtieron en una manada de tigres feroces, que cortaron totalmente el camino principal, rugiendo y dando zarpazos al aire. Sólo entonces desistieron los monjes de seguir adelante y el maestro pudo espolear libremente a su caballo. No tardaron en perderse en la distancia. Al ver los monjes que, por mucho que lo intentaran, no podrían ya darles alcance, empezaron a gritar, entristecidos:
—¿Por qué no nos lleváis con vosotros? ¿Tan indignos nos consideráis de vuestra compañía?
El maestro y sus discípulos prosiguieron su camino hacia el Oeste, sin prestarles la menor atención. Sólo cuando hubieron recorrido una larga distancia, se decidió el Peregrino a recobrar sus pelos. El invierno estaba a punto de concluir y ya se sentía la cercanía de la primavera. Era la mejor época para caminar, porque los fríos habían perdido todo su rigor y faltaba mucho todavía para que el calor se transformara en bochorno. A lo lejos vieron las cumbres de una altísima cordillera, por la que serpenteaba penosamente el camino que seguían. Tripitaka tiró en seguida de las riendas al caballo y comprobó, sorprendido, que estaba sepultado bajo un manto de zarzas, enredaderas y viñas. A medida que iban avanzando, la marcha se hacía cada vez más penosa, porque las zarzas habían invadido el sendero y sus espinas se clavaban sin piedad en las piernas de los caminantes.
—¡No hay manera de seguir este camino! —exclamó, desalentado, el monje Tang.
—¿Por qué no? —preguntó el Peregrino, sorprendido.
—¿No lo ves tú mismo? —contestó el monje Tang—. Todo está cubierto de zarzas. Estoy seguro de que entre ellas se esconden legiones de alimañas. Además, son tan espesas, que ni agachándonos podremos cruzarlas. ¡Cuanto menos montados a caballo, como yo!
—No os preocupéis por eso —se apresuró a decir Ba-Chie—. Os abriré un camino tan ancho con el rastrillo, que pasaríais sin dañaros entre las zarzas, aunque fuerais montado en una carroza.
—Aunque sé que tu fuerza es extraordinaria —contestó Tripitaka—, dudo mucho que pudieras terminar tu hazaña. Ni siquiera sabemos cuánto mide esta cordillera.
—¿Para qué seguir discutiendo? —exclamó el Peregrino—. Lo mejor es que vaya a echar un vistazo.
Dando un salto tremendo, se elevó hacia lo alto y vio que el manto de zarzas y enredaderas, verdes como el más fino de los jades, se perdía entre las nubes, impidiéndoles seguir la ruta que les marcaban los vientos. No había ni un solo palmo de terreno que no cubrieran. Adondequiera que se dirigiera la vista podía verse una interminable masa verdosa, a la que el viento arrancaba un característico rumor de hojas y que brillaba, a la luz del sol, como si fuera una gema de enormes proporciones.
Escondidos entre tanto verdor, crecían grupos de pinos, cedros, bambúes, ciruelos, sauces y arces. Las enredaderas trepaban por sus troncos, haciéndolos parecer desde lejos cortinas de jade. Pero, a pesar de su incuestionable ubicuidad, las zarzas no podían ahogar el fresco aroma que emitían las flores que crecían bajo su manto de espinas.
Aunque no se vieran, eran tan abundantes que formaban a ras de suelo una alfombra de encendidos colores. ¿Quién no se ha tropezado a lo largo de su vida con unas zarzas tan excluyentes y celosas? Nadie, sin embargo, había visto tantas como en aquel momento contemplaba el Peregrino. Desalentado, bajó de la nube y dijo al maestro:
—Me temo que esta cordillera es enorme.
—¿Qué longitud puede tener? —preguntó Tripitaka.
—No lo sé exactamente, porque no la he visto entera —contestó el Peregrino—. De todas formas, calculo que rondará los dos mil quinientos kilómetros.
—¿Qué podemos hacer? —exclamó Tripitaka, aterrado.
—No os preocupéis tanto, maestro —dijo el Bonzo Sha, sonriendo—. ¿Por qué no prendemos fuego a todas estas zarzas y proseguimos tranquilamente nuestro camino? Los campesinos lo hacen en muchas regiones.
—Deja de decir tonterías, por favor —le aconsejó Ba-Chie—. Eso sólo puede hacerse alrededor del décimo mes, cuando todo está completamente seco. ¿Cómo van a arder ahora que el verdor lo invade todo? ¿Acaso has olvidado que la exuberancia es uno de los pocos diques que pueden ponerse al fuego?
—Además —añadió el Peregrino—, no habría forma de controlar las llamas.
—¿Cómo vamos a continuar adelante? —repitió Tripitaka.
—No hay cosa más fácil —contestó Ba-Chie, riendo—. Mirad lo que hago.
Tras retorcer los dedos de una forma increíble y recitar el correspondiente conjuro, el Idiota se golpeó el pecho con un puño y gritó:
—¡Crece! —y al instante adquirió una altura de sesenta metros. Sacudió a continuación el rastrillo y añadió—: ¡Transfórmate!
Sorprendentemente se estiró, como si fuera una culebra, y no tardó en alcanzar una longitud que superaba con mucho los noventa metros. Lo agarró fuertemente con las dos manos y, clavándolo en la tierra, tiró de él, como si fuera un buey labrando la tierra. De esta forma, consiguió abrir un camino totalmente limpio de zarzas, por el que podía pasar un ejército entero.
—Vamos, ¿a qué esperáis? —gritó, volviéndose hacia el maestro—. ¡Seguidme!
Sonriendo, Tripitaka espoleó el caballo y se adentró en aquella inesperada carretera, seguido del Bonzo Sha y el Peregrino, que, de vez en cuando, echaba una mano con su barra de hierro. Ni una sola vez se detuvieron a descansar en todo el día, cubriendo una distancia de más de trescientos kilómetros. Al caer la noche, llegaron a un claro, en el que se levantaba un monumento de piedra. Alguien había grabado en su parte superior las palabras: «Cordillera de las Zarzas». Un poco más abajo había dos filas de caracteres más pequeños, que decían: «Un camino de dos mil kilómetros de espesas zarzas, que muy pocos han transitado desde los tiempos antiguos».
—Eso fue antes de que llegara yo —exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada—. Creo que voy a añadir estas otras dos líneas: «Afortunadamente, Ba-Chie abrió una ruta nueva y ahora puede ir al Oeste quien quiera».
—Creo que estamos abusando demasiado de ti —dijo Tripitaka, bajando del caballo—. Éste parece un buen sitio para pasar la noche. Proseguiremos el viaje en cuanto se haya hecho de día.
—¿Para qué detenernos ahora? —contestó Ba-Chie—. Todavía hay luz y yo me encuentro perfectamente. Por mí no hay ningún inconveniente en pasar la noche caminando.
Era tal su entusiasmo, que al maestro no le quedó más remedio que seguir hacia delante. Sin soltar ni un momento las riendas, el monje Tang se lanzó a una loca carrera que duró toda la noche y las horas de sol del día siguiente. Volvió a aparecer la luna, pero el paisaje continuaba siendo el mismo que la tarde anterior. El viento seguía arrancando a los bambúes un ruido lastimero que recordaba el llanto de un niño, mientras los pinos sacudían sus copas, como si quisieran desprenderse de las hojas muertas. Parecía que nada había cambiado. Llegaron, incluso, a un nuevo claro, en el que se levantaba un viejo santuario. A su puerta parecían rivalizar en verdor los pinos y los cedros, al tiempo que los melocotoneros y los ciruelos pugnaban por mostrarse a cual más bellos. Tripitaka desmontó del caballo y se quedó embelesado ante el espectáculo que se ofrecía a su vista. El santuario estaba construido en lo alto de un promontorio, junto al que corría un arroyuelo de agua helada. Era un auténtico descanso para los ojos contemplar su frescura después de tantos kilómetros y kilómetros de zarzales. Los árboles que crecían junto a sus orillas poseían una vejez comparable a la del musgo que daba vida a las rocas que sostenían el edificio. Mecidos por el viento, los bambúes parecían conversar entre sí con el mismo lenguaje del jade. El eco del canto de un ave ponía una nota de tristeza en la quietud del atardecer. No había rastros de criatura viviente. La vegetación poseía allí tal vitalidad que los muros del santuario estaban cubiertos de una espesa capa de enredaderas. El Peregrino atisbo hasta el último rincón de aquel inesperado lugar y dijo:
—Tengo la impresión de que aquí se esconde algo realmente maligno. Si queréis seguir mi consejo, deberíamos proseguir cuanto antes nuestro camino.
—¿A qué viene tanta suspicacia? —replicó el Bonzo Sha—. No hay rastros ni de seres humanos ni de bestias. ¿Desde cuándo te mete miedo el silencio?
No había acabado de decirlo, cuando se levantó un viento frío y salió por la puerta del santuario un anciano con un turbante en la cabeza. Vestía una túnica muy simple, que hacía juego con las sandalias de paja que calzaba y el bastón rugoso que llevaba en una mano. Le seguía una criatura demoníaca con el cuerpo morado, una barba rojiza y un rostro verdoso, en el que destacaban unos colmillos tan retorcidos como los de un elefante. Llevaba en la cabeza una fuente de pastelillos de trigo. Acercándose a los peregrinos, el anciano se postró de hinojos y dijo:
—Este indigno servidor vuestro, Gran Sabio, es el espíritu de la Cordillera de las Zarzas. Vuestra llegada le ha cogido tan de sorpresa, que sólo ha podido prepararos esta fuente de pastelitos al vapor. Aceptadlos en prueba de buena voluntad e invitad a vuestros acompañantes a saborear su humilde sabor. Los ayudará a aliviar el hambre, pues, como bien sabéis, no existe casa alguna en dos mil kilómetros a la redonda.
Ba-Chie corrió hacia él y estiró la mano para coger un pastelito, pero el Peregrino, que había estado estudiándole, mientras hablaba, con sus diamantinos ojos de fuego, se lo impidió, diciendo:
—¡No lo hagas! ¿No te das cuenta de que éste es un ser malvado? ¿Qué clase de espíritu eres tú —añadió dirigiéndose al anciano— para tratar de engañarme? —y se lanzó contra él, blandiendo la barra de hierro.
Al ver venir el golpe, el anciano giró de una forma muy extraña y se convirtió en un viento frío, que arrebató al maestro, haciéndole desaparecer en un abrir y cerrar de ojos.
El Gran Sabio se quedó tan desconcertado, que no supo por dónde empezar a buscar a su maestro. Presas del pánico, Ba-Chie y el Bonzo Sha miraron a su alrededor, como si se les hubiera caído algo realmente valioso. Hasta el caballo blanco relinchó aterrado.
Parecía como si los cuatro hubieran caído en trance al mismo tiempo. Tenían los ojos desorbitados como espíritus, pero no sabían hacia dónde dirigirlos para encontrar una señal del maestro. De momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del anciano y de la criatura demoníaca que le acompañaba. Tras arrebatar al maestro, se dirigieron hacia una roca de formas extrañas, cubierta totalmente de niebla.
Descendieron suavemente por ella y, tomando con inesperada dulzura la mano al maestro, dijo el anciano:
—No temáis. No vamos a haceros ningún daño. Yo soy, de hecho, el Señor Ocho-y-Diez[1] de esta Cordillera de las Zarzas. Si me he tomado la libertad de traeros hasta aquí, ha sido porque quiero que conozcáis a unos amigos míos. Hace una noche espléndida y he pensado que podíamos pasar la velada hablando de poesía.
El maestro recobró en seguida la tranquilidad y miró, curioso, a su alrededor. Escondida entre la neblina, podía verse una choza muy simple y sencilla, que invitaba desconcertantemente a la reflexión interior. No existía, en efecto, lugar mejor para la meditación, el cultivo sereno de las flores y los plácidos paseos por los bosquecillos de bambú. Sobre los acantilados, parejas de garzas miraban fijamente el verdor de los estanques, como queriendo desentrañar el misterio que envolvía el croar de las ranas.
Por doquier flotaba un aire de recogimiento que superaba, incluso, al que envuelve Tian-Tai o el Monte Hua. ¿Para qué hablar allí de los afanes que dominan a la gente corriente? Aquél era un paraíso del recogimiento, en el que, sólo con sentarse, la mente se encontraba en paz consigo misma y tan serena como la luz de la luna. Embriagado por aquella atmósfera, Tripitaka creyó percibir que los astros que tachonaban el cielo adquirían por momentos una luminosidad que se acercaba a la del sol.
—¡Qué alegría! —oyó exclamar a sus espaldas—. El Señor Ocho-y-Diez ha conseguido traer hasta aquí al monje sabio.
El maestro levantó la cabeza y vio a tres ancianos. Los rasgos del primero recordaban la escarcha; el segundo poseía un extraño pelo verdoso y una luenga barba del mismo color, que se balanceaba sin control al compás del viento; el tercero, finalmente, se mostraba muy sereno en sus ademanes, cualidad que no terminaba de cuadrar con el tono oscuro de su tez. Cada cual vestía de una forma diferente. Con inesperado respeto saludaron a Tripitaka, que respondió a sus inclinaciones de cabeza, diciendo:
—¿Quién soy yo para merecer tan alta consideración de inmortales tan venerables como vosotros?
—Hemos oído decir —contestó el Señor Ocho-y-Diez, sonriendo— que sois un maestro del Tao. Llevamos esperándoos tanto tiempo que somos nosotros los que debiéramos daros las gracias por haber aceptado nuestra invitación. ¡Si supierais cuánto hemos anhelado poder contemplar las perlas y el jade de vuestra sabiduría! Tomad asiento y charlad con nosotros, para que podamos comprender los auténticos misterios del Zen.
—¿Puedo preguntaros cómo os llamáis? —volvió a preguntar Tripitaka, inclinando respetuosamente la cabeza.
—El de los rasgos que recuerdan la escarcha —respondió el Señor Ocho-y-Diez— se llama Señor de la Integridad Solitaria, el del cabello verdoso responde al nombre de Maestro Superador del Vacío, y este otro de aspecto humilde es conocido como Maestro Limpiador de Nubes. Por lo que respecta a vuestro servidor, os diré que se hace llamar Virtud Traviesa.
—¿Cuáles son vuestras edades, si no es mucho preguntar? —insistió Tripitaka.
—Yo —respondió Integridad Solitaria— he sobrepasado los mil años. Mi vida, como ves, se asemeja a un árbol de copa espesa, que eleva hacia los cielos su follaje siempre verde. Mis ramas, fortalecidas Por la dureza de las nieves y la escarcha, se retuercen como si fueran serpientes o dragones, que a nadie niegan jamás su sombra. Porque soy practicante de las artes mágicas, el tiempo no ha logrado robarme la lozanía de la niñez y permanezco tan firme y erecto como el primer día. En mí encuentran refugio los fénix, amantes de la exuberancia y la grandeza, cuando quieren escapar a la corrupción de este mundo de sombras.
—En mis más de mil años de existencia —contestó, por su parte, el Maestro Superador del Vacío— he hecho frente a la escarcha y al viento con la fuerza espiritual de mis altísimas ramas. Mi voz recuerda las gotas de lluvia en una noche tranquila. Doy una sombra tan fresca, que más de uno me ha confundido con una nube de otoño. Mis raíces poseen la característica rugosidad de la longevidad, porque he sido instruido en los secretos de la eterna juventud. En mis ramas se refugian, no seres de este mundo caduco, sino garzas y dragones sedientos del verde de la serenidad. No en balde moro muy cerca del reino de los dioses.
—Más de mil otoños han pasado por mi tronco —afirmó, a su vez, el Maestro Limpiador de Nubes—. La edad no ha conseguido arrancarme ni la alegría ni la pureza, aunque hay quien me tilde de frío y calculador. No en balde me he enfrentado a las nieves y a la escarcha. Soy, sin embargo, el mejor amigo de los inmortales y los poetas, que han compuesto a mi sombra sus mejores rimas. Junto a mí han hallado el consuelo del Tao los Siete Dignos y han encontrado inspiración para sus versos los seis miembros de la Hermandad de los Ermitaños[2].
—Yo también supero con mucho los mil años —dijo, finalmente, Virtud Traviesa—, pero aún conservo el fresco verdor de la infancia. Debo mi fortaleza a la lluvia y al rocío, que encierran en sí todo el misterio de las fuerzas creadoras. Por eso, soy un elemento de cualquier paisaje y crezco, lozano, bajo las condiciones más extremas. Cuando quieren discutir del Tao, tañer sus instrumentos o jugar al ajedrez, los inmortales siempre buscan el fresco baldaquino de mi sombra.
—Todos habéis disfrutado, en efecto, de una vida muy larga —comentó Tripitaka después de agradecerles sus palabras—. Cuesta trabajo creer que Virtud Traviesa tenga más de mil años. Habiendo dedicado una existencia tan larga al cultivo del Tao, no me extraña que poseáis unas maneras tan suaves y unos rostros tan peculiares. ¿No seréis, por casualidad, los Cuatro del Pelo Blanco[3] de los tiempos del emperador Han?
—Tanto respeto nos honra —respondieron los cuatro ancianos al mismo tiempo—. No somos los del Pelo Blanco, sino los Instruidos de esta montaña. ¿Podríais decirnos cuántos años tenéis vos?
—Hace cuarenta años que abandoné el seno de mi madre —contestó Tripitaka, inclinando la cabeza y juntando las manos a la altura del pecho—. La desgracia me persiguió antes, incluso, de que empezara a existir. Las olas se encargaron de salvarme la vida, conduciéndome, amorosas, hasta la Montaña de Oro. Allí me dediqué con ahínco y entusiasmo a la lectura de los sutras. En ningún momento me mostré remiso a la hora de presentar mis respetos a Buda. Eso contribuyó grandemente a que el rey me enviara hacia el Oeste y, así, tuviera la oportunidad de conoceros.
Los cuatro ancianos se deshicieron en alabanzas hacia él.
—¡Qué suerte poder seguir desde el vientre materno las enseñanzas de Buda! —exclamó, admirado, uno de ellos—. Que ahora seáis un monje superior y un respetado maestro del Tao se debe a la vida ascética que habéis llevado desde niño. Para nosotros es un gran honor recibiros en esta humilde morada, porque eso nos brinda la ocasión de asimilar vuestras enseñanzas. ¡Instruidnos, por favor, en los principios del Zen! De esa forma, colmaréis uno de nuestros más anhelados deseos.
El maestro no se sintió cohibido ante tan inesperada petición. Tomó asiento y comenzó diciendo:
—El Zen es descanso y la Ley, salvación, pero ninguno de ellos puede alcanzarse, si no se produce la Iluminación. Para ello, es preciso limpiar la mente de todo deseo y renunciar a los equivocados caminos de este mundo de sombras. Hay tres cosas que ayudan sobremanera a la consecución de tan alto fin: reencarnarse en un cuerpo humano, nacer en el País del Centro del Mundo[4] y conocer a fondo las doctrinas de Buda. No existe mayor felicidad que ésa. Aunque no pueden verse ni oírse los caminos que conducen a la virtud suprema, exigen la renuncia total a los seis sentidos y a las seis formas de percepción. La sabiduría absoluta no posee, pues, ni principio ni fin; abarca, a la vez, el ser y la nada, y se manifiesta tanto a los sabios como a los ignorantes. Para alcanzar la Verdad, es preciso cumplir lo que ordena el Primer Principio y renunciar a lo que prohíbe, de la misma forma que, para aprehender la auténtica realidad, es necesario seguir las enseñanzas de Sakyamuni y, para entrar en el nirvana, se requiere comprender el poder de la negación de la mente. Sólo despertando lo despierto e iluminando lo iluminado puede llegarse al dominio de la Verdad. Basta con una simple chispa de luz espiritual para conquistar el reino del dharma. De nada valen las llamas para traspasar el muro de la oscuridad. Eso únicamente puede conseguirse fortificando lo fuerte y debilitando lo débil. ¿Quién será capaz de llegar a la posesión de tan desconcertante misterio? Sólo el que, como yo, se entregue a la práctica del Zen y no desfallezca en su empeño.
Al escuchar esas doctrinas, los cuatro ancianos se mostraron incapaces de dominar la alegría. Era tal su entusiasmo, que no dejaban de inclinar la cabeza ni de exclamar, admirados:
—¡En verdad sois un maestro de los principios del Zen!
—Aunque el Zen sea descanso y la Ley, salvación —repuso el Maestro Limpiador de Nubes—, a todos se nos exige obrar según nuestro modo de ser y los principios que hemos aprendido. Para nadie es un secreto que entre vuestro sistema doctrinal y el nuestro existe una gran diferencia. Por mucho que lo intentáramos, y a pesar de nuestra categoría de inmortales, jamás lograríamos convertirnos en maestros de la escuela que vos seguís.
—El Tao es prácticamente inabarcable —sentenció Tripitaka—. ¿Cómo puede haber diferencia entre nuestros respectivos sistemas de pensamiento, si poseen la misma substancia y una función idéntica?
—Sólo en apariencia —replicó el Maestro Limpiador de Nubes—. Comparad vuestra fuerza con la nuestra, sin ir más lejos. Nosotros debemos la existencia a una compenetración perfecta del Cielo y la Tierra; de ahí que dependamos para nuestro sustento del rocío y la lluvia. Despreciamos la tiranía del viento y la escarcha no nos mete ningún miedo, porque nunca consigue doblegarnos. Al contrario, nuestras hojas se mantienen siempre lozanas y nuestras ramas se revisten cada día de una fortaleza mayor. Vos, por el contrario, en vez de consultar el Lieh-Tse, os dedicáis a recitar textos en sánscrito, olvidando que el Tao se originó en vuestra propia tierra[5]. ¿No os parece que no tiene sentido estropear un solo par de sandalias para ir a hallar la Iluminación en el Oeste? ¿Qué es lo que, en definitiva, andáis buscando? Parece como si os hubiera arrancado el corazón un león de piedra y os hubiera triturado los huesos una manada de zorros salvajes. Renunciáis a vuestros orígenes, para servir a Buda y poner por obra los principios del Zen. Para mí sois como esta Cordillera de las Zarzas espinosas: un enigma que nadie puede desentrañar. ¿Cómo va a poder un hombre como vos guiar y enseñar a los demás? ¡Jamás lograréis transmitir a nadie los puntos principales de la doctrina verdadera! Es preciso que sometáis a un examen riguroso el mundo cambiante de las apariencias. ¿No comprendéis que la vida también se manifiesta en la quietud? Llegará un momento en que el agua manará de una cesta de bambú sin fondo y se llenará de flores el árbol sin raíces del hierro. ¡Plantad vuestros pies en la cumbre del Ling-Pao! Si lo hacéis, al volver podréis sentaros en la selecta reunión de Maitreya.
Tripitaka se echó rostro en tierra y empezó a golpear el suelo con la frente en señal de agradecimiento. El Señor Ocho-y-Diez corrió a levantarle del suelo, ayudado por el Señor de la Integridad Solitaria.
—Lo que acaba de decir el Limpiador de Nubes no tiene ni pies ni cabeza —se apresuró a decir el Maestro Superador del Vacío, suspirando, entristecido—. Levantaos y no prestéis atención a sus palabras. En las noches de luna tan clara como ésta jamás solemos discutir de las vías de la perfección. ¿Por qué, en vez de hablar tanto, no componemos unos poemas?
—Si es eso lo que deseáis hacer —replicó el Limpiador de Nubes, sonriendo—, lo mejor será que entremos en el santuario y tomemos un poco de té, ¿no os parece?
El maestro levantó la vista y vio que encima del dintel de la morada de los ancianos había una losa de piedra, en la que aparecían grabadas las siguientes palabras: «Santuario de los Inmortales del Bosque». Entraron juntos y se sentaron alrededor de una mesa. La criatura demoníaca del cuerpo morado les sirvió una fuente de gelatina de raíces y cinco copas de un brebaje muy aromático. Deferentemente, los ancianos se negaron a probar bocado hasta que no lo hubiera hecho Tripitaka, pero éste se negó a hacerlo, pensando que querían envenenarle. Sólo cuando vio que cada uno de ellos se apartaba una buena porción, se decidió a tomar dos cucharadas de la gelatina. La bebida estaba deliciosa y no pasó mucho tiempo antes de que el criado retirara las copas.
Tripitaka miró a su alrededor con curiosidad y vio que el interior del santuario estaba tan iluminado como si se encontraran sentados a la luz de la luna. Por las ventanas abiertas se filtraba el sonido del agua, al saltar entre las rocas, así como la tibia fragancia de las flores nocturnas. Todo ello reforzaba la sencilla elegancia de aquel lugar, en el que no se veía ni una sola mota de suciedad. Animado por aquel ambiente de serena espiritualidad, el maestro cantó con inesperado entusiasmo:
—La mente del Zen recuerda, por su pureza, a la luz de la luna.
Sonriendo con satisfacción, el anciano Virtud Traviesa cogió el hilo del canto y añadió:
—La inspiración brilla sobre nosotros con más fuerza que el sol del mediodía.
—Hacer una frase hermosa es tan difícil como bordar sobre la seda —entonó, a su vez, el Señor de la Integridad Solitaria.
—Los versos inspirados son tan valiosos como los más raros tesoros —añadió el Maestro Superador del Vacío.
—Los poemas de las Seis Dinastías[6] se han desprendido de sus frases inútiles y eso les ha valido encontrarse con un nuevo compilador del Libro de las Odas[7] —prosiguió el Maestro Limpiador de Nubes.
—Ahora me doy cuenta de la gran equivocación que he cometido —dijo Tripitaka—. Sin ser consciente de lo que hacía, empecé a cantar, movido por este aire de serena espiritualidad que aquí se respira. Fue como blandir el hacha en presencia del Dios Leñador, porque, al escuchar la fresca elegancia de vuestros versos, he comprendido que sois auténticos maestros del arte poético.
—¿A qué vienen esas excusas? —repuso Virtud Traviesa—. Los que hemos renunciado a la familia no debemos dejar nada sin concluir. Vos habéis iniciado un poema y tenéis la obligación de terminarlo. No defraudéis nuestras esperanzas, por lo que más queráis.
—Me temo que no va a serme posible —contestó Tripitaka—. ¿Por qué no lo hacéis vos, que poseéis un extraordinario sentido de lo poético? Será una delicia ver cómo condensáis todo el poema en un solo verso.
—¿Cómo podéis ser tan duro con nosotros? —exclamó Virtud Traviesa—. A vos debemos el primer verso del poema que hemos ido tejiendo entre todos. No tenéis escapatoria. Os corresponde cerrarlo a vos. Guardar para sí las cualidades que uno tiene está reñido con la práctica de la virtud.
Tripitaka no tuvo más remedio que improvisar los dos versos que se le pedían, cantando con voz melodiosa:
—La brisa canta en las copas de los pinos, mientras el té se destiñe en nuestras tazas. La alegría de vuestras canciones llena mi corazón de primavera.
—¡Extraordinario! ¡Qué verso más fino! —exclamó el Señor Ocho-y-Diez, entusiasmado—. «¡La alegría de vuestras canciones llena mi corazón de primavera!»
—Sois tan amante de la poesía, que no dudáis en volver, una y otra vez, sobre cada verso —dijo el Señor de la Integridad Solitaria a Virtud Traviesa—. ¿Por qué no iniciáis vos otro poema?
—Está bien —respondió en seguida el Señor Ocho-y-Diez—. Empezaré uno, según el estilo de «pasar la aguja»[8]. Allá va: La primavera no me hace crecer ni el invierno consigue secarme. Para mí son como si no existieran, aunque las nubes no dejan de flotar por encima de mi cabeza.
—Voy a enlazar con vuestros versos, siguiendo ese mismo estilo —dijo el Maestro Superador del Vacío—: Aunque no haga viento, siempre se forma a mí alrededor un círculo de sombra cinética. No encuentro placer mayor en mi entorno. Comparada con él, la vida longeva no es nada.
—Virtuoso como el corazón sin ambiciones del Señor de las Tierras del Sur —añadió el Maestro Limpiador de Nubes—, despliego mi ramaje en los dominios del noble soberano de la Montaña Occidental.
—Mis ramas y mi tronco son de un calidad tan excepcional —recitó, por su parte, el Señor de la Integridad Solitaria—, que de ellos están hechas las vigas que sostienen el estrado imperial.
—Poseéis una capacidad poética tan extraordinaria, que hasta el Cielo se complace en vuestros versos —comentó, admirado, el maestro—. Aunque, ciertamente, no puedo compararme con vosotros, voy a tomarme la libertad de recitar otros dos versos.
—Vos sois una persona muy versada en los principios y en la práctica del Tao —dijo el Señor de la Integridad Solitaria—. Vuestro espíritu posee, por tanto, una sensibilidad mayor, incluso, que los límites del mar. ¿Para qué perder el tiempo con versos concatenados? Regaladnos el oído con un poema completo. Cada uno de nosotros tratará después de responderos con la misma medida[9], aunque estamos seguros de que no lograremos igualar el fulgor de vuestra inspiración.
Tripitaka no tuvo más remedio que improvisar un poema en el estilo del verso regulado.
—En busca del dharma imperial se dirige un monje al Oeste —recitó con el rostro encendido—. De lejanas tierras traerá maravillosas escrituras. En su camino ha visto florecer lo que sólo existe en la mente del poeta. Por él árboles en sazón exhalan perfumes tan serenos como los del propio Buda[10]. ¿Cómo va a negarse a trasponer cumbres inaccesibles y poner el pie en tierras que nadie ha hollado? Cuando su espíritu adquiera la nobleza del jade, la Verdad llamará con fuerza a las puertas del nirvana.
Los cuatro ancianos se deshicieron en elogios. Emocionado, el Señor Ocho-y-Diez dijo:
—Todos sabéis que no poseo más virtud que la audacia. Trataré pues, de responder a vuestro bellísimo poema con este otro:
Conocido por el nombre de Virtud Traviesa, yo desprecio al rey del bosque. Mi fama es superior a la de las criaturas más longevas que en él crecen[11]. Mi sombra sigue la línea descendente de los montes, como si de una serpiente se tratara. De mí beben los arroyos un aroma milenario que supera en dulzor al ámbar. A pesar de sus incansables esfuerzos, la lluvia y el viento no pueden impedir que mis ramas abracen todo el universo. Cuando mi fuerza se apague, mi tumba la marcarán las barbas milenarias de los líquenes.
—¡Qué poema más admirable! —exclamó el Señor de la Integridad Solitaria—. Comienza con un verso de corte heroico, continúa con dos pareados de una fuerza realmente increíble y termina con una confesión de desconcertante humildad. Ante semejante perfección, cuanto yo diga parecerá polvo y barro. En fin, allá va mi poema:
Mi rostro de escarcha es la delicia del rey de los hielos. Las cuatro estaciones alaban sin cesar mis sorprendentes cualidades. Al amanecer, el rocío llena de perlas mi copa, de la que arranca la brisa un aroma que arrastra hasta los confines del cosmos. Por la noche el murmullo de mis hojas lleva la tranquilidad a las alquerías solitarias. En el otoño presto mi sombra a las celebraciones de los templos, rememorando los muchos regalos que hago al comienzo del año nuevo. Soy el viejo maestro de los senderos de montaña.
—¡Extraordinario! ¡Francamente extraordinario! —exclamó el Maestro Superador del Vacío, entusiasmado—. Es como si la luna se hubiera colocado en el centro del Cielo y hubiera repartido su belleza entre todo lo que existe. ¿Cómo van a superar tanta inspiración mis pobres palabras? De todas formas, no es ésta hora de echarse para atrás. Así que ahí va mi pequeña aportación:
Son tantas mis cualidades, que mi fama llega hasta el Palacio de la Suprema Pureza[12]. Crezco junto a los templetes de los jardines, vertiendo sobre ellos una cascada de jade verde. El aroma que despido es, sin embargo, tan penetrante que traspasa las murallas y llega hasta los lugares más humildes. Siempre erecto, jamás pierdo la alegría, porque sé que mis raíces están ancladas firmemente en la tierra. Mi copa es hermana de las nubes, por eso nuestras sombras se confunden sobre el tapiz multicolor de las flores.
—Jamás había escuchado poemas tan finos como los que acabáis de recitar —dijo, admirado el Maestro Limpiador de Nubes—. Su elegancia es de una simplicidad tal, que el espíritu descubre por primera vez lo que es la pureza. Son tan hermosos, que parecen sacados de una cesta de bordados. Todos sabéis que mi cuerpo es débil y que mi mente no posee ninguna cualidad. Sin embargo, animado por vuestro ejemplo, voy a recitar estos versos toscos, que espero no os hagan reír:
Soy la delicia de los sabios reyes que se sientan en los jardines de Chi-Yü[13]. En todos los campos de Wei[14] me mezo a merced del viento. Las lágrimas de las náyades jamás han mancillado mi piel de jade. Sólo los literatos Han la han llenado de historias que aún se recuerdan. Lejos de apagarla, la escarcha aumenta la belleza de mis hojas. ¿Cómo va a poder ocultar la niebla el esplendor de mis ramas? Aunque no he vuelto a tener amigos tan fieles como Tse-Yu[15], todos los hombres de letras celebran de continuo mi fama.
—Vuestros poemas —concluyó Tripitaka, entusiasmado— son, en verdad, como perlas arrojadas por un fénix. Ni siquiera Tse-Yu y Tse-Hsia, los discípulos más aventajados de Confucio, serían capaces de igualar vuestra sensibilidad. Por si esto fuera poco, no sé cómo agradeceros vuestro profundísimo sentido de la hospitalidad. Me temo que, sin querer, estoy abusando de ella. Es, por otra parte, noche cerrada y mis discípulos deben de estar buscándome como locos. Me gustaría seguir con vosotros, pero no puedo mantenerlos por más tiempo en esta incertidumbre. ¿Os importaría indicarme el camino de vuelta?
—No os preocupéis por eso —dijeron los cuatro ancianos a coro—. Una oportunidad como ésta no se nos presenta todos los días. Aunque, como acabáis de decir, es ya noche profunda, el cielo está despejado y la luna brilla con particular intensidad. Sentaos otro poco, por favor. En cuanto amanezca, os conduciremos a través de la cordillera y no tardaréis en encontrar a vuestros discípulos.
No habían terminado de decirlo, cuando entraron dos doncellas vestidas de azul con un par de lámparas de seda roja. Tras ellas apareció una joven inmortal con un ramito de albaricoque en las manos. Sin dejar de sonreír, se inclinó ante los presentes y les dio las buenas noches. Poseía un rostro redondeado y unas mejillas encendidas. Sus ojos repetían el fulgor de las estrellas, enmarcados por unas cejas finísimas y muy cuidadas. Vestía una vaporosa falda de seda rosa con motivos de ciruelas de cinco colores, que contrastaban con la sobriedad de su blusa marrón y sin cuello ni mangas. Calzaba unos zapatos puntiagudos como el pico de un fénix, que dejaban entrever unas medias transparentes de seda bordada. Su coquetería superaba a la de la doncella del monte Tian-Tai[16] y su elegancia quedaba pequeña en comparación con la de la renombrada Tang-Chr[17] de los tiempos antiguos.
—¿A qué debemos el honor de esta visita, Inmortal del Albaricoque? —preguntaron los ancianos, levantándose para darle la bienvenida.
—Me he enterado de que tenéis a un huésped muy distinguido y he venido a conocerle —contestó la doncella, respondiendo a sus saludos con una inclinación—. ¿Tenéis la amabilidad de presentármele?
—Es ése de ahí —contestó el Señor Ocho-y-Diez, señalando al monje Tang—. No tenéis que pedirnos permiso para hablar con él.
Tripitaka se inclinó con respeto, aunque no se atrevió a decir nada.
—Traednos el té, rápido —ordenó la doncella y al punto aparecieron otras dos muchachas vestidas de amarillo con una bandeja de laca roja en las manos. En ella había seis tazas de té de porcelana, varias clases de frutas exóticas y, justamente en el centro, una cucharilla para remover la infusión. Una de las muchachas traía también una tetera de metal blanco con incrustaciones de cobre, que dejaba escapar un aroma que embriagaba los sentidos. Tras llenar las tazas, la doncella dejó entrever ligeramente sus elegantes dedos alargados y dio de beber primero a Tripitaka. Sirvió después a los cuatro ancianos y, finalmente, tomó también ella una taza.
—¿Por qué no os sentáis? —preguntó el Maestro Superador del Vacío y ella no se atrevió a desairarle.
Cuando hubieron terminado el té, volvió a inclinarse y dijo, respetuosa:
—Se nota que esta noche la inspiración os ha abierto el arcano cofre de sus placeres. ¿Os importaría recitarme alguno de vuestros versos?
—Nuestros poemas no son más que simples balbuceos —respondió el Maestro Limpiador de Nubes—. Los del sabio monje que nos acompaña, por el contrario, encierran toda la riqueza de la corte de los Tang. Jamás habíamos escuchado cosa más admirable.
—Si no es mucho pedir —replicó la doncella—, me gustaría oír algunos de los que ha recitado aquí esta noche.
Encantados, los cuatro ancianos repitieron al pie de la letra los versos que había cantado el maestro. Tuvieron la delicadeza, incluso, de decir secciones enteras del discurso que había pronunciado sobre el Zen.
—Mis dotes son una nimiedad comparadas con las vuestras —confesó la doncella, sonriendo despreocupada—. No debería, por tanto, exponerme a vuestra risas. Pero, puesto que he tenido el honor de escuchar unos poemas tan extraordinarios, no estaría bien que guardara para mí sola la inspiración que han despertado en mi espíritu. Voy a tratar de enlazar con el segundo poema del maestro, improvisando unos versos regulados, ¿de acuerdo?
Tras aclararse la voz, cantó con encendido entusiasmo:
—Mi fama la estableció para siempre el rey Han-Wu. A mi sombra adoctrinó Confucio a sus discípulos[18]. Al cariño de Dung-Hsien[19] debo mi universalidad, y a Sun Chou[20] que se me asocie con la Fiesta de la Comida Fría. No existen capullos más tiernos y coquetos que los míos, cuando la lluvia los humedece. Ni siquiera el poder difuminador de la niebla es capaz de diluir el verdor de mis hojas. Sé que, al madurar, mis frutos se tornan agrios, pero mi belleza permanece intacta y la tristeza no consigue dominarme.
—¡Qué sensibilidad la vuestra! —exclamaron los cuatro ancianos, deshaciéndose en alabanzas—. Vuestros versos están transidos de añoranza, particularmente ese que dice: «No existen capullos más tiernos y coquetos que los míos, cuando la lluvia los humedece».
—Vuestras alabanzas me sumen en la zozobra —replicó la doncella, sonriendo coqueta—. Mis versos carecen absolutamente de valor. Los del monje sabio, por el contrario, parecen producto de una mente de seda y de unos labios cubiertos de bordados. ¿Habría alguna manera de convenceros, para que me recitarais a mí sola uno de vuestros Poemas?
El monje Tang no respondió. La doncella parecía cada vez más dominada por la urgencia del amor. A cada palabra que pronunciaba se iba acercando cada vez más al maestro.
—¿Se puede saber qué os ocurre? —preguntó con voz seductora—. Todo el mundo se divierte en una noche como ésta. ¿A qué estáis esperando vos para empezar? ¿No comprendéis que la vida dura lo mismo que un soplo?
—¿Cómo podéis negaros a satisfacer los deseos de la Inmortal del Albaricoque? —dijo el Señor Ocho-y-Diez—. Si le negáis vuestros favores, jamás comprenderéis la alta merced que os hace.
—Debemos tener en cuenta —añadió el Señor de la Integridad Solitaria— que el monje sabio es una persona versada en los principios del Tao, que por nada del mundo hará algo que esté en contra de la norma establecida. No está bien que nosotros le forcemos a hacerlo. Eso supondría echar por tierra, al mismo tiempo, su fama y su virtud. ¿Cómo íbamos a perdonárnoslo después? ¡No, no! La norma es la norma. Si la Inmortal del Albaricoque se siente inclinada por él, el Maestro Limpiador de Nubes y el Señor Ocho-y-Diez deben desempeñar el oficio de casamenteras, mientras el Maestro Superador del Vacío y yo hacemos de testigos. Ésos son los pasos que han de seguirse en la conclusión de todo contrato matrimonial. ¿No es así?
—¡Sois todos unos monstruos! —gritó Tripitaka, rojo de ira, poniéndose en pie de un salto—. Ahora comprendo que no habéis dejado de tentarme ni un solo segundo. Al principio me convencisteis para que hablara de los principios del Tao y acepté, complacido. ¡Pero esto es demasiado! ¡Os servís de la trampa de la belleza para seducirme! ¿No os parece un acto totalmente indigno?
Al ver a Tripitaka tan fuera de sí, los cuatro ancianos no supieron qué hacer.
Desconcertados, empezaron a morderse las uñas y a lanzarse unos a otros miradas furtivas. Únicamente el demonio del cuerpo morado que les servía de criado, perdió la paciencia y le gritó de mala manera:
—¡Está visto que no sabéis distinguir ni lo que os conviene! ¿Qué hay de malo en esta doncella? No hay mujer que posea mejores cualidades que ella. Eso sin hablar de su belleza ni de su maestría en las artes del amor. Con un solo poema os ha demostrado que su sensibilidad no tiene nada que envidiar a la vuestra. ¿A qué viene, pues, rechazarla con tanta brusquedad? Si fuerais un poco inteligente, no dejaríais pasar una oportunidad como ésta. Reconozco, de todas formas, que lo que ha dicho el Señor de la Integridad Solitaria es totalmente acertado. Puesto que no os gusta actuar en contra de lo establecido, yo presidiré la ceremonia nupcial.
El temor hizo palidecer a Tripitaka, pero estaba decidido a no ceder a sus pretensiones, costara lo que costara, e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¡Monje estúpido! —añadió el sirviente del cuerpo morado—. Te estamos hablando con toda la amabilidad del mundo y te niegas obstinadamente a hacer lo que te pedimos. ¿No comprendes que nuestros métodos no son siempre tan suaves? ¿De que te habrá servido vivir, si te lleváramos con nosotros a otras regiones en las que no está permitido ni llevar una vida monacal ni tomar esposa?
Ni siquiera esas razones le apartaron de su decisión. Era como si poseyera una mente de piedra o de metal. De todas formas, pensó, esperanzado:
—Posiblemente mis discípulos estén buscándome y…
Su recuerdo hizo que las lágrimas fluyeran, copiosas, por sus mejillas. Tratando de tranquilizarle, la doncella sonrió con extremada dulzura, se acercó aún más a él y, sacando de la manga un pañuelo que despedía un penetrante olor a miel, comenzó a secarle las lágrimas, al tiempo que decía:
—No estéis tan triste, por favor. Yazcamos entre el jade y entre nubes de perfume y divirtámonos cuanto podamos.
El maestro dio un grito estentóreo y se lanzó hacia la puerta, pero los ancianos y el criado le impidieron llegar a ella. Toda la noche estuvieron forcejeando. Cuando, por fin, comenzó a clarear, se oyó una voz, que decía:
—¿Dónde estáis, maestro? Os oímos hablar, pero no conseguimos veros.
Era el Gran Sabio, Ba-Chie y el Bonzo Sha, que no habían parado de caminar durante toda la noche. Tratando de dar con él, habían recorrido, de hecho, los mil quinientos kilómetros de longitud que tenía la Cordillera de las Zarzas. Al amanecer, llegaron a su extremo occidental y oyeron, sorprendidos, los gritos de auxilio que lanzaba el monje Tang. Ellos mismos empezaron a gritar como locos, buscando debajo de cada piedra. El maestro logró zafarse de los brazos que le impedían la huida y salió corriendo por la puerta, dando voces de alegría:
—¡Estoy aquí, Wu-Kung! ¡Ven a salvarme de estos locos!
No había acabado de decirlo, cuando, en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron los cuatro ancianos, el criado del cuerpo morado, la doncella y todas sus sirvientas.
—¿Cómo habéis logrado llegar hasta aquí? —le preguntaron Ba-Chie y el Bonzo Sha, sorprendidos.
—¡Cuántos quebraderos de cabeza os he dado! —exclamó Tripitaka, abrazándose al Peregrino—. Aunque no lo creáis, todo ha sido obra de ese anciano que se presentó ante nosotros con comida, haciéndose pasar por el espíritu protector de la cordillera. Cuando Wu-Kung trató de golpearle, me arrebató por los aires y me trajo hasta aquí. En ningún momento me trató con brusquedad. Al contrario, me tomó de la mano y me presentó a otros tres ancianos que todo el tiempo se dirigieron hacia mí con el respetuoso nombre de maestro sabio. Todos ellos poseían una educación exquisita y una sensibilidad poética realmente extraordinaria. Hasta eso de la medianoche pasamos el tiempo recitando poemas y versos. Después se presentó una mujer bellísima con sus cuatro criadas y me saludó con el mismo respeto que los ancianos. También ella era dueña de una envidiable vena poética, pero se encaprichó de mí y quiso desposarse conmigo. Por supuesto, rechacé de plano sus pretensiones, pero, incomprensiblemente, los ancianos se pusieron de su parte y me presionaron con todo tipo de razones. Uno se ofreció a hacer de casamentera, otro, de presidente de la ceremonia, y el tercero, de testigo. Juré que jamás cedería a sus locos deseos y traté de huir, pero eran demasiados para mis pocas fuerzas. Afortunadamente vuestra llegada los ha hecho desistir de su empeño. Por cierto, no ha quedado ni rastro de ellos. Debe de ser porque la luz les mete miedo o porque no querían enfrentarse con vosotros. Lo extraño es que hace un momento estaban tirando de mí como locos.
—¿Les preguntasteis cómo se llamaban, antes de empezar a hablar de poesía? —inquirió el Peregrino.
—Efectivamente —contestó Tripitaka—. El que me trajo respondía al nombre de Señor Ocho-y-Diez, aunque también era conocido como Virtud Traviesa. Por lo que respecta a los otros tres, uno se llamaba Señor de la Integridad Solitaria, el otro Maestro Superador del Vacío, y el último Maestro Limpiador de Nubes. La doncella, por su parte, decía llamarse la Inmortal del Albaricoque.
—¿Dónde se encuentran esas criaturas? —preguntó Ba-Chie.
—¿Quieres decir que adónde han ido? —contestó Tripitaka—. No lo sé. Lo único que puedo afirmar es que el lugar en el que estuvimos componiendo versos no está muy lejos de aquí.
Guiados por el maestro, no tardaron en descubrir un pequeño acantilado, en el que había una losa de piedra con las siguientes palabras: «Santuario de los Inmortales del Bosque».
—Fue exactamente aquí —dijo Tripitaka.
El Peregrino inspeccionó el sitio con más detenimiento y vio que había un enebro, un ciprés, un pino y una caña de bambú. Todos ellos eran enormes y, a juzgar por lo retorcido de sus ramas y lo rugoso de sus troncos, tan entrados en años como la tierra de la que se alimentaban. Detrás de ellos crecía un arce de un extraño color morado. No lejos del acantilado, un poco hacia el sur, se elevaba hacia el cielo un viejo albaricoquero, que proyectaba su sombra sobre un brote de ciruelo invernal y dos plantas de casia.
—¿Habéis encontrado a los monstruos? —preguntó el Peregrino, burlón, levantando la voz.
—Todavía no —respondió Ba-Chie.
—¿Me creeríais si os dijera que son esos árboles de ahí? —volvió a preguntar el Peregrino.
—¿Cómo lo has descubierto? —exclamó Ba-Chie.
—El pino es el Señor Ocho-y-Diez —respondió el Peregrino—, el ciprés el Señor de la Integridad Solitaria, el enebro el Maestro Superador del Vacío, el bambú el Maestro Limpiador de Nubes, y el arce el sirviente del cuerpo morado. Ni que decir tiene que la Inmortal del Albaricoque no es más que ese albaricoquero de ahí, y sus criadas, las plantas de casia y el ciruelo de invierno que crece a su sombra.
Al oírlo, Ba-Chie se lanzó sobre el albaricoquero, el arce, el ciruelo y las casias y los arrancó con ayuda del rastrillo y su poderoso hocico. Un chorro de sangre brotó de las raíces, como si, en vez de plantas, se tratara de animales. Antes de que derribara el resto de los árboles, Tripitaka corrió hacia él, y agarrándole del brazo, dijo:
—No los arranques. Aunque sean espíritus, me han tratado con cortesía en todo momento y no me han hecho ningún daño. Volvamos al camino y prosigamos nuestro viaje.
—No deberíais mostraros tan compasivo con ellos —opinó el Peregrino—. Es muy posible que se conviertan en demonios y el daño que hagan, entonces, a la gente será infinitamente mayor.
El Idiota levantó el rastrillo y no tardó en derribar el pino, el ciprés, el enebro y el bambú. Una vez concluido ese trabajo, ayudaron al maestro a montar en su cabalgadura y prosiguieron su largo peregrinaje hacia el Oeste.
De momento desconocemos lo que les tenía reservado el futuro. Quien desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.