CAPÍTULO XC
Decíamos que el Gran Sabio Sun abandonó la ciudad, acompañado de Ba-Chie y el Bonzo Sha. Al encontrarse cara a cara con los monstruos, descubrieron que se trataba de una manada de leones de diferentes colores. Al frente de ellos iba el León Amarillo, al que seguían el León Poderoso y el León Devorador de Elefantes por el lado izquierdo, y el León Blanquecino y el León de las Montañas, por el derecho. Cerraban la marcha el León con Aspecto Humano y el León de las Nieves. Todos ellos parecían proteger a un enorme león de nueve cabezas, que cabalgaba justamente en el centro y al que asistía Cara Azulada, que portaba un estandarte bordado con motivos florales. Un poco más atrasados se veía a Rápido-y-Extraño y a Extraño-y-Rápido, que, a su vez, sostenían dos banderas de un atractivo color rojizo. Ba-Chie siempre había sido una persona muy poco dada a la reflexión y, llegándose hasta ellos, empezó a gritar con visible desprecio:
—¡Eh, tú, bestia inmunda! ¿Se puede saber adónde has ido a buscar a toda esa tropa de malandrines peludos?
—¡Maldito monje sin principios! —gritó, a su vez, el monstruo, rechinándole los dientes—. Ayer me atacasteis los tres a la vez y conseguisteis derrotarme. ¿Por qué no os conformasteis con la ignominia que lanzasteis sobre mis espaldas? ¿Por qué tuvisteis que arrasar mi caverna, sumiendo en la ruina mi hogar y acabando con todos mis seres queridos? ¿Qué hay de extraño en que el odio que os profeso sea más profundo que los mares? ¡No huyáis y probad el sabor de mi pala!
Ba-Chie no rehusó el encuentro, parando el golpe del león con el rastrillo. Cuando se percataron de lo muy equilibradas que estaban las fuerzas, tanto el León con Aspecto Humano como el León de las Nieves se lanzaron a la refriega, armados con una alabarda y una cachiporra de tres picos.
—¡Bienvenidos seáis! —gritó Ba-Chie, mientras el Bonzo Sha acudía en su defensa, blandiendo el báculo.
Ni cortos ni perezosos, el León Poderoso, el León Blanquecino, el León Devorador de Elefantes y el León de las Montañas se abalanzaron sobre ellos, armados respectivamente con una porra, un mazo de bronce, una lanza de acero y un hacha.
Comprendiendo lo delicado de la situación, el Peregrino se enfrentó con todos al mismo tiempo, dando, así, comienzo a una batalla realmente extraordinaria. Los siete leones trataron de rodear a los tres monjes, rugiendo con todas las fuerzas de sus pulmones y blandiendo diestramente el mazo, la porra, la lanza, el hacha, la cachiporra y la pala. Su filo hubiera hecho huir a más de un contrincante, pero la barra del Gran Sabio, única entre las armas de este mundo mortal, el báculo del Bonzo Sha, valioso como un tesoro, y el rastrillo de Ba-Chie, luminoso como el mismo sol, no eran piezas que se arredraran ante el peligro. Sus golpes se multiplicaban a derecha e izquierda, conjurando el peligro y creando dificilísimas situaciones para sus adversarios. Los animaban el príncipe y sus hijos desde lo alto de los bastiones, haciendo sonar los gongs y batiendo continuamente los tambores. Pero si irresistible era la fuerza de sus armas, no lo eran menos sus recursos mágicos. El Cielo y la Tierra temblaron de espanto, al ver semejante derroche de energía. Medio día estuvieron aquellos monstruos peleando con el Gran Sabio y sus dos hermanos. Cuando empezó a oscurecer, Ba-Chie echaba espuma por la boca y las piernas empezaban, poco a poco, a fallarle. Comprendiendo que no iba a poder resistir por más tiempo, agitó sin mucha convicción el rastrillo y se dio media vuelta.
—¿Adónde vas tan deprisa? —gritaron a la vez el León de las Nieves y el León con Aspecto Humano—. ¡Detente y prueba el sabor de nuestras armas!
El Idiota no esquivó el golpe con suficiente rapidez y la porra le dio de lleno en la columna vertebral, derribándole al suelo.
—¡Estoy acabado! —musitó, desesperado.
Los dos monstruos le agarraron de los pelos y corrieron a enseñárselo al león de las nueve cabezas, diciéndole orgullosos:
—¿Habéis visto lo que acabamos de atrapar?
No habían terminado de preguntarlo, cuando el Bonzo Sha y el Peregrino hubieron de reconocer, igualmente, su derrota. Los monstruos trataron de cortarles la retirada, pero el Peregrino logró arrancarse a tiempo un puñado de pelos, se los metió en la boca y, después de masticarlos con cuidado, los escupió, gritando:
—¡Transformaos!
Al punto se convirtieron en cientos de pequeños Peregrinos que rodearon completamente al León Blanquecino, al León Poderoso, al León Devorador de Elefantes, al León de las Montañas y al León Amarillo. De esta forma, tanto el Bonzo Sha como el Gran Sabio evitaron caer en poder de las bestias. Es más, cuando el manto de la noche fue cubriéndolo todo, consiguieron atrapar al León Poderoso y al León Blanquecino, aunque desgraciadamente el León de las Montañas, el León Devorador de Elefantes y el León Amarillo lograron romper el cerco y escapar sanos y salvos. Al enterarse el anciano de que dos de sus nietos habían caído en el combate, ordenó:
—Atad a Chu Ba-Chie, pero, de momento, no le matéis. Nos servirá de rehén para intercambiarle por nuestros dos hermanos, cuando llegue el momento oportuno. Si son lo suficientemente inteligentes, sabrán que todo el daño que les hagan repercutirá con creces en este imbécil.
Los monstruos decidieron pasar la noche en las afueras de la ciudad, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Gran Sabio Sun, que llevó a los dos leones ante el príncipe, que inmediatamente ordenó a treinta de sus mejores guerreros que les ataran con cuerdas. Tras recuperar los pelos que se había arrancado, el Peregrino y el Bonzo Sha corrieron a ver al monje Tang, que exclamó, admirado:
—¡Qué batalla más extraordinaria! ¿Creéis que Wu-Nang saldrá vivo de ésta?
—No os preocupéis por él —trató de tranquilizarle el Peregrino—. Mientras tengamos a esos dos monstruos, no se atreverán a hacerle el menor daño. Es preciso, por tanto, que estén bien atados, para poder intercambiarlos mañana mismo por Ba-Chie.
—Cuando entrasteis en combate —dijeron los jóvenes hijos del príncipe, echándose rostro en tierra—, sólo se os veía a vos. Pero cuando decidisteis abandonar el campo, os multiplicasteis por ciento. Ahora, sin embargo, volvéis a ser una sola persona. ¿Podéis explicarnos qué clase de magia es esa que habéis usado?
—En mi cuerpo —respondió el Peregrino, sonriendo— existen exactamente ochenta y cuatro mil pelos, que pueden metamorfosearse en millones y millones de copias exactas a mí mismo. Como habréis averiguado, se trata simplemente de la magia de la multiplicación corporal.
Abrumados por un respeto reverencial, los tres jóvenes tocaron el suelo con la frente y ordenaron que les fuera servida la cena allí mismo. Se encendieron luces en cada una de las almenas, proveyéndose a los vigías de estandartes, tambores y gongs y rogándoles encarecidamente que extremaran la vigilancia y que, en cuanto vieran algo extraño, dispararan flechas, lanzaran gritos de alerta e hicieran bramar los cañones.
Poco antes del amanecer el abuelo de los monstruos llamó a su presencia al León Amarillo y le comunicó el siguiente plan:
—Debéis tratar por todos los medios de atrapar al Peregrino y al Bonzo Sha. Yo me introduciré en la ciudad por el aire y me apoderaré del maestro, del príncipe y de sus tres hijos. En cuanto lo haya conseguido, volveré a la Caverna de las Nueve Curvas y esperaré vuestro regreso triunfal. Con ello estará asegurada nuestra victoria.
Tras aceptar tan brillante plan, el León Amarillo, el León con Aspecto Humano, el León de las Nieves, el León Devorador de Elefantes y el León de las Montañas se dirigieron hacia la ciudad, protegidos por un viento impetuoso que agitaba densas masas de niebla. En cuanto los vieron acercarse, el Peregrino y el Bonzo Sha saltaron de lo alto de los bastiones y gritaron:
—¡Si queréis seguir con vida, devolvednos inmediatamente a nuestro hermano Ba-Chie! De lo contrario, os haremos picadillo.
Los monstruos, por supuesto, no estaban dispuestos a ceder, por lo que el Gran Sabio y su acompañante tuvieron que recurrir a la inteligencia para hacer frente a aquellos cinco leones. La batalla que entonces se inició fue totalmente diferente de la que tuvo lugar el día anterior. Se levantó un viento huracanado, que barrió el suelo de rocas y piedras y las lanzó hacia lo alto, sumiendo los cielos en la oscuridad más absoluta. Era tal la cantidad de material que arrastraba, que los dioses y espíritus se echaron a temblar. Los árboles arrancados de cuajo se contaban a millares, obligando a los tigres y a los lobos a buscar refugio en lo más profundo de sus guaridas. No en balde la lanza, el hacha, la alabarda, la porra y la pala eran armas crueles, que sólo buscaban atrapar vivos al Peregrino y al Bonzo Sha. Afortunadamente, la barra de los extremos de oro del Gran Sabio poseía una técnica perfecta, que le permitía atacar, retroceder, girar y avanzar de una forma realmente magistral. El báculo de destruir monstruos del arrojado Bonzo Sha era, por otra parte, tan efectivo, que su fama había llegado a trasponer las mismísimas puertas del Salón de la Niebla Divina. Toda magia se mostraba insuficiente para arrollar a aquellos monstruos que trataban de cortarles el camino hacia el felicísimo Oeste.
Cuando el encuentro entre los leones multicolores y los monjes alcanzó su punto culminante, el monstruo anciano montó en una nube de aspecto siniestro y se digirió hacia los impresionantes bastiones de la ciudad. No tuvo más que sacudir ligeramente sus nueve cabezas, para que todos aquellos que, supuestamente, la defendían cayeran, aterrados, rostro en tierra. De esa forma, no tuvo ninguna dificultad en apoderarse de Tripitaka, del príncipe y de sus tres hijos. Con ellos en la boca se llegó hasta donde se encontraba Ba-Chie y le arrebató hacia lo alto, como si se tratara de un gatito juguetón.
No le costó mucho trabajo, porque, como se recordará, tenía nueve cabezas y, por ende, disponía de otras tantas bocas. En la primera transportó a Tripitaka, en la segunda a Ba-Chie, en la tercera al príncipe, en la cuarta al mayor de sus hijos, en la quinta al muchacho de mediana edad, y en la sexta al más pequeño de los jóvenes. Aún le quedaban tres bocas más para defenderse. Con una de ellas rugió en tono triunfante:
—¡Os espero donde ya sabéis!
Al ver que el anciano había conseguido su propósito, los cinco leones intensificaron sus ataques, para facilitarle aún más la retirada. El Peregrino no tardó en escuchar los gritos angustiosos que salían del interior de la ciudad y en seguida comprendió que habían sido víctimas de una celada. Tras advertir al Bonzo Sha que tomara todas las precauciones posibles, se arrancó los pelos de los dos brazos y, triturándolos con los dientes, los escupió con una furia inaudita. Al punto se convirtieron en cientos de miles de pequeños Peregrinos, que se lanzaron sobre los monstruos, derribando al León con Aspecto Humano, atrapando al León de las Nieves, capturando al León Devorador de Elefantes, haciendo caer al León de las Montañas y dejando medio muerto al León Amarillo. Cara Azulada, Rápido-y-Extraño y Extraño-y-Rápido consiguieron huir, aprovechándose de la confusión. Al ver lo ocurrido, los defensores de la ciudad abrieron inmediatamente las puertas y corrieron a atar a los cinco leones, a los que introdujeron en el interior de los bastiones, tan pronto como hubieron quedado fuera de combate.
Nada más entrar en el palacio del príncipe, su esposa se arrojó, llorosa, a los pies del Peregrino y le preguntó en tono angustioso:
—¿Qué va a ser de esta desventurada ciudad ahora que han perecido su majestad, sus tres hijos y vuestro maestro?
—No lloréis más, por favor, señora —le aconsejó el Gran Sabio, levantándola del suelo, al tiempo que recuperaba todos sus pelos—. Aunque vuestro esposo y mi maestro han caído en poder de ese viejo monstruo, no creo que sufran el menor daño, mientras tengamos con nosotros a esos siete leones. Es más, ahora mismo vamos a ir a la fétida montaña en la que habita y os prometemos que os devolveremos, sanos y salvos, a vuestros hijos.
Agradecidas, la princesa y todas sus damas se echaron rostro en tierra y empezaron a golpear el suelo con la frente, al tiempo que decían:
—¡Libertad, os suplicamos, al príncipe y a sus tres herederos, para que quede asegurado para siempre su dominio sobre esta gran ciudad! —y regresaron al interior del palacio, luchando desesperadamente por contener las lágrimas.
—Despellejad al León Amarillo, que acaba de expirar y encerrad a los otros seis en un lugar seguro —ordenó el Peregrino a los guerreros de mayor graduación—. En cuanto lo hayáis hecho, servidnos algo de comer, porque estamos realmente exhaustos. No perdáis la calma. Os garantizamos que no va ocurrir nada serio.
Al día siguiente el Gran Sabio y el Bonzo Sha montaron en una nube y, en un abrir y cerrar de ojos, se posaron sobre la cumbre de la Montaña del Nudo de Bambú. Al mirar a su alrededor, descubrieron que se trataba de un lugar francamente extraordinario.
Adondequiera que se dirigiera la vista podían verse cimas altísimas de una rugosidad tan pronunciada, que resultaban prácticamente inalcanzables. Los precipicios, por el contrario, parecían perderse en el seno mismo de la tierra. Por su fondo discurrían torrentes, de cuya existencia únicamente se tenía noticia por el alocado murmullo de sus aguas invisibles. Por los barrancos ascendía el aroma de diez mil clases diferentes de flores exóticas. Entre la vegetación serpenteaba un humilde sendero por el que, a veces, cruzaban parejas de garzas. Cuando se partía el tul de las nubes, el sol resaltaba aún más las impresionantes oquedades que desfiguraban las rocas. Familias de simios recogían frutas entre las copas de los árboles, sin importarles para nada el calor, mientras los ciervos buscaban flores, amparados en la sombra que dibujaban unos pinos centenarios.
Bandadas de pájaros desgranaban la monotonía de sus cantos, poniendo las oropéndolas una nota inconfundible en aquel tapiz monocromo de trinos. En la primavera los melocotoneros y los ciruelos sembraban de delicadeza aquel paisaje tan agreste. En el verano, por el contrario, los olmos y los sauces se adueñaban de todas las laderas, cediendo en el otoño su primacía a mantos interminables de flores amarillas, que desaparecían en el invierno bajo la blancura cegadora de la nieve. En cualquier estación del año la belleza se adueñaba de aquellos parajes, auténticos remedos de la inmortal isla de Ying-Chou. Cuando más concentrados estaban en su contemplación, vieron aparecer, de pronto, a Cara Azulada. Llevaba en la mano una pequeña alabarda y se dirigía a toda velocidad a través de un pequeño valle, que había un poco más abajo.
—¿Adónde te crees que vas? —gritó el Peregrino, saliéndole al encuentro—. ¡Aquí estamos nosotros para cortarte la retirada!
El diablillo experimentó tal terror, que bajó dando tumbos por la ladera, perseguido muy de cerca por los dos monjes. Cuando se disponían a darle caza, desapareció de repente y eso les hizo comprender que estaban muy cerca de la caverna. Su puerta se hallaba, de hecho, muy próxima de donde ellos se encontraban, pero sus batientes habían sido reforzados con pesadísimas rocas, que hacían prácticamente imposible la entrada. Encima había una gran losa de piedra en la que podía leerse: «Montaña del Nudo de Bambú de los Infinitos Númenes. Caverna de las Nueve Curvas». Estaba claro que el diablillo había cerrado firmemente las puertas y había corrido a informar al monstruo anciano, diciendo, muy alterado:
—Acabo de ver a dos monjes ahí fuera.
—¿Estaban con ellos el León con Aspecto Humano, el León de las Nieves, el León Devorador de Elefantes, el León de las Montañas y tu señor? —preguntó el monstruo anciano.
—No los he visto por ninguna parte —contestó el diablillo en el mismo tono que antes—. Los monjes esos estaban oteando el horizonte desde la cumbre de la montaña. Al verme, se echaron a correr detrás de mí y gracias que pude cerrar las puertas a tiempo, que, si no, ahora estaría en su estómago.
El monstruo anciano se sumió en un meditativo silencio. Después las lágrimas empezaron a fluir poco a poco de sus ojos y la tristeza le hizo exclamar, desesperado:
—¡Estoy seguro de que el León Amarillo ha muerto y de que los demás han sido capturados! ¿Qué puedo hacer para vengarlos?
Ba-Chie estaba tumbado junto a Tripitaka, el príncipe y los tres jóvenes, rumiando en silencio su mala suerte. Al oír los lamentos del monstruo, recobró los ánimos y dijo en voz muy baja a sus compañeros de cautiverio:
—No hay motivo para la preocupación. Mis hermanos han obtenido una resonante victoria y han capturado a todas esas bestias. O mucho me equivoco, o no tardarán en aparecer por esa puerta.
No había acabado de decirlo, cuando el monstruo anciano se volvió hacia los pocos súbditos que le quedaban y les ordenó:
—Quedaos aquí, mientras voy a capturar a esos dos monjes. Es preciso que, cuanto antes, les dé un castigo ejemplar.
Con el cuerpo al descubierto y sin echar mano de arma alguna, el viejo león se llegó hasta la puerta en dos zancadas. Desde allí podían oírse con toda claridad los gritos del Peregrino. Eso le enardeció de tal manera, que, abriendo de par en par los portones de piedra, se lanzó contra su adversario, sin mediar con él una sola palabra. El Peregrino agarró con fuerza la barra de los extremos de oro y el Bonzo Sha se dispuso a atacar con su báculo de destrozar monstruos. El viejo león sacudió ligeramente la cabeza y al punto le crecieron en cada lado otras ocho más, que agarraron a sus oponentes con una limpieza increíble y los condujeron al interior de la caverna.
—¡Traedme unas cuerdas! —gritó, autoritario.
No tardaron en aparecer Rápido-y-Extraño, Extraño-y-Rápido y Cara Azulada, los únicos que habían conseguido escapar con vida la noche anterior, y ataron a los dos monjes con una destreza propia de un maestro.
—¡Maldito mono! —gritó, entonces, el monstruo anciano—. Es posible que hayas capturado a mis siete nietos, pero yo te he atrapado a ti y a todos los tuyos. Estamos en paz. Cambiaré vuestras vidas por las suyas. Antes, de todas formas, voy a azotarte con esas ramas espinosas de sauce, para vengar la muerte de mi muy querido León Amarillo.
Los tres diablillos cogieron los palos más afilados que pudieron encontrar y empezaron a flagelar al Peregrino. Afortunadamente, el cuerpo del Gran Sabio había sufrido un largo proceso de refinamiento y los golpes le produjeron el mismo dolor de quien se rasca, cuando le pica. Ni siquiera lanzó un solo grito de dolor. No obstante, el monje Tang, Ba-Chie, el Bonzo Sha, el príncipe y los jóvenes se quedaron mudos de espanto, al verle sometido a tan brutal tormento. Los diablillos golpeaban con tal furia, que los palos se partieron y hubieron de ser cambiados repetidas veces. La flagelación continuó hasta bien entrada la noche, siendo incontables los azotes que cayeron sobre las espaldas del Peregrino. Al comprobar la brutalidad del castigo, el Bonzo Sha se sintió culpable y exclamó:
—¡¿Por qué no le ahorráis unos cientos de azotes y me los dais a mí?!
—No te impacientes —contestó el monstruo anciano—. Mañana te tocará a ti. ¿O es que crees que me voy a conformar con el sufrimiento de uno solo?
—¡Eso quiere decir que pasado mañana me tocará a mí! —gritó Ba-Chie, aterrado.
El castigo se prolongó hasta que la oscuridad se hubo adueñado de toda la tierra.
Llegado ese momento el monstruo ordenó:
—Dejadlo ya y encended las lámparas. Es preciso que recobréis las fuerzas y que comáis algo. Mientras tanto, voy a tumbarme un poco en mi lecho. No apartéis la vista de esos monjes. Os han hecho sufrir demasiado y es justo que seáis vosotros los encargados de darles el castigo que se merecen. Mañana azotaremos a alguno más.
Los tres diablillos cogieron los palos de sauce y empezaron a pegar al Peregrino en la cabeza, que sonaba como si fuera una carraca. La noche se fue haciendo cada vez más oscura y el cansancio terminó venciendo la resistencia de los diablillos, que cayeron, al poco rato, dormidos. Valiéndose de la magia del tránsito, el Peregrino se encogió de tal forma, que las cuerdas se aflojaron y cayeron finalmente al suelo. Tras sacudirse la piel y arreglarse un poco la ropa, se sacó la barra de los extremos de oro de la oreja, la sacudió ligeramente y al instante adquirió el grosor de un cubo y una longitud que superaba con mucho los seis metros.
—¡Malditas bestias! —gritó, volviéndose contra los tres diablillos—. Me habéis golpeado yo qué sé la de veces. Justo es, pues, que os dé yo un solo golpe, a ver lo que pasa.
A pesar de rozarlos ligeramente con la barra, quedaron convertidos inmediatamente en una masa informe de carne. Acto seguido, se llegó hasta donde estaba tumbado el Bonzo Sha y empezó a desatarle. Las cuerdas producían a Ba-Chie un terrible dolor y no pudo evitar quejarse en voz alta, diciendo:
—¿Por qué no me liberas a mí primero? ¿No ves que tengo las manos hinchadas?
Desgraciadamente, sus voces terminaron despertando al monstruo anciano, que se presentó de inmediato en el cuarto de los prisioneros y preguntó, sorprendido:
—¿Quién está liberando a quién?
El Peregrino apagó a toda prisa la lámpara y abandonó al Bonzo Sha a su suerte, huyendo con la barra en ristre. Para entonces el monstruo anciano había llegado ya al centro de la habitación y volvió a preguntar:
—¿Por qué tenéis las luces apagadas? ¿Es que se ha escapado alguno?
Como nadie respondía, volvió a hacer la misma pregunta, pero sólo le respondió el silencio. Eso le alarmó de tal manera, que encendió una antorcha con sus propias manos. Lo primero que vio fue la masa sanguinolenta que quedaba de los diablillos. El príncipe, sus hijos, el monje Tang y Ba-Chie seguían en el mismo sitio de antes, pero no había ni rastro del Peregrino ni del Bonzo Sha. Furioso, corrió hacia la parte de atrás y encontró al Bonzo Sha encaramado en lo alto de un muro. Como estaba medio desatado, no le costó echarle mano y tumbarle en el suelo, donde volvió a ajustarle con fuerza las cuerdas. Alentado por ese triunfo, continuó buscando al Peregrino, pero pronto comprendió que había logrado escapar: varias puertas estaban hechas añicos. En vez de perseguirle, decidió repararlas a toda prisa, para que no se metiera ningún intruso en su palacio, por lo que, de momento, no hablaremos más de él.
Sí lo haremos, sin embargo, del Gran Sabio, quien, después de abandonar la Caverna de las Nueve Curvas, se dirigió directamente a la Prefectura de la Flor de Jade. Un poco antes de llegar a la capital, le salieron al encuentro varios espíritus de aquella comarca, junto con los dioses protectores de la ciudad. Después de presentarle sus respetos, les preguntó el Peregrino:
—¿Se puede saber por qué habéis esperado hasta ahora para venir a verme?
—Sabíamos que os encontrabais en la Prefectura de la Flor de Jade —reconoció el dios de la ciudad—, pero, como habíais trabado amistad con el príncipe que rige sus destinos, no nos atrevimos a interferir en vuestros proyectos. Ahora, según vemos, las cosas han cambiado y eso nos ha movido a ponernos a vuestra disposición.
El Peregrino estaba empezando a perder la paciencia con ellos, cuando se presentaron el Guardián de la Cabeza de Oro, los Seis Dioses de la Luz, los Seis Dioses de las Tinieblas y otro espíritu, al que hasta entonces no había visto.
—Aquí os traemos a este tipo, Gran Sabio —dijeron, una vez concluidos los saludos.
—¿Se puede saber por qué no estáis en la Montaña del Nudo de Bambú, protegiendo a mi maestro? —los regañó el Peregrino—. ¿Queréis explicarme qué os ha hecho venir hasta aquí?
—Después de que escaparais —contestó uno de los Dioses de la Luz y las Tinieblas—, el monstruo logró atrapar al General-encargado-de-levantar-la-cortina y eso nos hizo comprender que no se trata de una bestia cualquiera. Al ver lo poderoso que es, cogimos al espíritu de aquella comarca y le ordenamos que viniera con nosotros. Supusimos que os sería de gran ayuda para conocer los orígenes de ese demonio y, así, trazar un plan apropiado para capturarle. Aunque no lo creáis, nos preocupa la suerte que puedan correr vuestro maestro y el dignísimo príncipe que le acompaña.
El Peregrino se mostró satisfecho con esa confesión. Temblando de pies a cabeza, el espíritu protector de la comarca del monstruo se echó rostro en tierra y, sin dejar de golpear el suelo con la frente, confesó:
—Hasta que, hace aproximadamente dos años, esa bestia no puso su pie en la Montaña del Nudo de Bambú, la Caverna de las Nueve Curvas no era más que una guarida de seis leones, que se convirtieron en discípulos suyos y le aceptaron como soberano. No en balde él mismo es un león de nueve cabezas que se hace llamar el Sabio de los Nueve Númenes Originarios. Si deseáis atraparle, tendréis que ir en busca de su dueño al Palacio de los Grandes Acantilados, que se levanta en el Polo Este[1]. Sólo él posee el poder suficiente para hacerle claudicar.
El Peregrino se sumió en un profundo silencio y se dijo, meditabundo:
—El Palacio de los Grandes Acantilados del Polo Este es, en realidad, la morada del Respetable Salvador de la Gran Mónada, que usa precisamente como animal de carga a un león de nueve cabezas. Eso quiere decir, entonces, que… —y, levantando la voz, añadió—: Que el protector y los Dioses de la Luz y de las Tinieblas regresen inmediatamente a la Montaña del Nudo de Bambú a seguir protegiendo a mi maestro, a mis dos hermanos y al príncipe y a sus hijos, mientras los dioses de la ciudad se aprestan a protegerla de cualquier ataque.
Ninguno de los espíritus se atrevió a contravenir sus órdenes. Al tiempo que todos ocupaban sus puestos, el Gran Sabio daba su famosísimo salto y se disponía a viajar durante toda la noche. A eso de la hora del tigre[2], llegó a la Puerta Este de los Cielos, donde se encontró con el Devaraja Virupaksa y toda su cohorte de guerreros celestes, que le saludaron llevándose la mano a la muñeca[3].
—¿Se puede saber adónde vais? —le preguntó el Devaraja.
—Al Palacio de los Grandes Acantilados —contestó el Peregrino, devolviéndole el saludo.
—¿Cómo es que, en vez de dirigiros al Paraíso Occidental, habéis variado vuestro rumbo hacia el Paraíso Oriental? —volvió a preguntar el Devaraja.
—Al llegar a la Prefectura de la Flor de Jade —explicó el Peregrino—, fuimos recibidos con tanto respeto por el príncipe que la rige, que nos pidió que nos convirtiéramos en tutores de sus tres hijos. Lo que menos sospechábamos entonces es que fuéramos a toparnos con una manada de leones espiritualizados. Según acabo de averiguar, el dueño de su mentor es el Respetable Salvador de la Gran Mónada, que reside precisamente en el Palacio de los Grandes Acantilados. Eso explica que me halle tan apartado del destino original de mi viaje.
—Eso os pasa por aceptar discípulos —comentó el Devaraja—. Si no hubierais decidido convertiros en maestro, no os habríais topado con esa guarida de leones[4].
—Me temo que ésa es la causa de todas mis desgracias —reconoció el Peregrino, sonriendo, y los soldados le dejaron libre el paso, saludándole de la misma forma que a su llegada.
Tras dejar atrás la Puerta Este de los Cielos, el Gran Sabio se dirigió directamente al Palacio de los Grandes Acantilados. Nubes de muchos colores formaban allí torres tan altas como montañas, mientras a su alrededor se agitaban auténticos mares de neblinas rojizas. Las tejas de los edificios brillaban como si estuvieran hechas de fuego. Todas sus puertas estaban protegidas por hileras de bestias de jade. Difuminado por una niebla rojiza, se veía un arco lleno totalmente de flores. El rocío se agazapaba tras el verdor de altísimos árboles bañados por el sol. Se notaba que aquél era un lugar por el que transitaban incontables dioses y sabios. Vistos desde lejos, los pabellones que lo componían, unidos entre sí por una delicada red de etéreos arcos, parecían simples brocados. Un dragón revoloteaba constantemente por encima de ellos, dibujando círculos en aquella atmósfera preñada de buenos augurios. No cabía duda alguna: aquél era un reino de eterna felicidad, aunque fuera conocido por doquier por el nombre de Palacio de los Grandes Acantilados.
Una vez traspuesta la entrada principal, el Gran Sabio se topó con un joven vestido con una túnica con los colores del arco iris, que corrió a anunciar su llegada, diciendo:
—Acaba de presentarse el Gran Sabio, Sosia del Cielo, que en su día sumió en una total confusión el Palacio Celeste.
Sin pérdida de tiempo el Respetable Salvador de la Gran Mónada ordenó a sus sirvientes que hicieran entrar a tan ilustre visitante. Él mismo se levantó de su espléndido trono de loto de nueve colores y corrió a darle la bienvenida, envuelto en un halo cegador de buenos auspicios. Impresionado, el Peregrino hizo una reverencia profunda, a la que el Salvador de la Gran Mónada respondió con el mismo respeto, para comentar a renglón seguido:
—Hacía muchísimos años que no os veía, aunque estaba ya informado de que habíais abandonado el Tao para abrazar los principios budistas y, así, prestar vuestra protección al monje Tang en su largo peregrinar hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras. Deduzco, por vuestra presencia, que vuestra misión ha concluido.
—Todavía no —contestó el Peregrino—, aunque, a decir verdad, queda ya muy poco. De momento nos encontramos en la Prefectura de la Flor de Jade, donde el príncipe que rige sus destinos ha tenido la amabilidad de invitarnos a ser los mentores de sus tres hijos. Con el fin de que progresaran en sus conocimiento de las artes marciales, les hicimos entrega de nuestras armas, pero, desgraciadamente, antes de que los herreros terminaran de copiarlas, fueron robadas por un león de melena dorada, que habitaba en la Caverna de las Fauces del Tigre, enclavada en la Montaña de la Cabeza del Leopardo, al norte de la ciudad. En seguida tracé un plan para recuperarlas, pero me topé con la oposición de una manada de leones, mandados por una bestia de nueve cabezas, que posee unos poderes mágicos realmente extraordinarios. No sólo consiguió atrapar en sus fauces a mi maestro, a Ba-Chie y a los cuatro príncipes, sino que al día siguiente, cuando nos dirigimos a la Caverna de las Nueve Curvas, que se halla enclavada en la Montaña del Nudo de Bambú, también el Bonzo Sha y yo caímos en su poder. En venganza por la muerte de uno de sus seguidores, me hizo azotar yo qué sé la de veces, hasta que, finalmente, logré escapar con ayuda de la magia. Intrigado por lo extraordinario de sus habilidades pregunté al espíritu de aquella comarca por sus orígenes y, de esa forma, descubrí que vos erais su dueño. Eso me ha movido a venir a suplicaros que le encerréis en su cubículo, para que nosotros podamos proseguir tranquilamente nuestro viaje.
El Respetable se volvió hacia uno de sus subordinados y le ordenó que fuera a buscar al joven encargado de la custodia del león. Los criados le encontraron dormido a pierna suelta y tuvieron que sacudirle varias veces para lograr que se despertara. Sin más contemplaciones fue conducido a presencia de su señor, que le preguntó en tono severo:
—¿Dónde está el león?
El joven se echó rostro en tierra y empezó a golpear el suelo con la frente, al tiempo que las lágrimas corrían, abundantes, por sus mejillas y suplicaba, apenado:
—¡Perdonadme la vida, gran señor!
—Ten la seguridad —respondió el Respetable— que, mientras esté aquí el Gran Sabio, no recibirás castigo alguno. Ahora bien, si quieres conservar la vida, es preciso que nos digas cuanto antes cómo logró escapar el león de las nueve cabezas.
—Antes de ayer —confesó el joven, temblando— encontré una botella de vino en el Salón del Rocío Dulce y, sin pensar en lo que hacía, me la bebí entera. Como no estoy acostumbrado a beber licores, me dormí en seguida, olvidando, según parece, encerrar al león en su cubículo. Eso explica que se haya escapado.
—¿Cómo pudiste hacer semejante cosa? —le regañó el Respetable—. Ese vino del que hablas era un regalo de Lao-Tse y recibe el nombre de Jade de la Transmigración. Si es verdad que lo has bebido, has debido de estar dormido por lo menos tres días. ¿Cuánto tiempo lleva suelto el león?
—Según el espíritu de la comarca en la que se ha instalado —contestó el Gran Sabio—, se presentó en sus dominios hace un par de años, pero están a punto de cumplirse los tres.
—Tienes razón —reconoció el Respetable—. Un día en los cielos equivale a un año en la tierra. Levántate —añadió, dirigiéndose al joven encargado de la custodia del león—. Por esta vez te perdonaré la vida, pero tienes que venir conmigo y con el Gran Sabio a las Regiones Inferiores a hacerte cargo de la bestia. Los demás podéis quedaros aquí. No es necesario que nos acompañéis.
El Respetable se montó en una nube y no tardó en llegar a la Montaña del Nudo de Bambú, seguido del joven y del Gran Sabio. Los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales, los Seis Dioses de la Luz, los Seis Dioses de las Tinieblas y el espíritu de la montaña corrieron a darles la bienvenida.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —los regañó el Peregrino—. Se supone que deberíais estar protegiendo a mi maestro. ¿Ha sufrido algún daño en todo este tiempo?
—Tranquilizaos —respondieron los dioses—. Ese monstruo no ha tenido tiempo de hacer daño a nadie. Estaba tan afectado por lo ocurrido, que se ha retirado a dormir.
—Menos mal —dijo el Respetable—. Mirándolo bien, mi león es un auténtico sabio, que ha alcanzado la perfección espiritual tras largos años de meditación de los principios del Tao. Uno solo de sus rugidos es capaz de turbar la paz de los Tres Sabios de lo alto y de hacer temblar a los Nueve Arroyos del reino inferior. Eso explica que sea incapaz de hacer daño a nadie. Si no os importa, Gran Sabio, me gustaría que fuerais a retarle, para poderle atrapar con más facilidad.
El Peregrino echó en seguida mano de la barra de hierro y, llegándose hasta la entrada de la caverna, empezó a gritar:
—¡Devuélveme a los míos, monstruo maldito!
Aunque lo repitió varias veces, no obtuvo ninguna respuesta, porque el león se encontraba profundamente dormido. Incapaz de dominar su impaciencia, el Peregrino corrió hacia el interior de la caverna, gritando y descargando golpes a derecha e izquierda. Era tal el alboroto que producía, que el monstruo se terminó despertando.
Enfurecido por semejante atrevimiento, se levantó a toda prisa y exclamó:
—¡¿Es que ni siquiera se puede dormir tranquilo?! —y se lanzó a la batalla, sacudiendo la cabeza y atacando con todas las fauces abiertas.
El Peregrino se dio media vuelta y huyó despavorido, seguido muy de cerca por la bestia, que no dejaba de gritar:
—¿Adónde crees que vas, mono ratero?
El Peregrino se llegó de un salto a la cumbre de la montaña y replicó sonriendo socarronamente:
—Tú eres el único que no respetas la ley. Si supieras lo que está a punto de venírsete encima, no mostrarías tanta insolencia. ¿No comprendes que está aquí tu dueño?
Ciego de ira, el monstruo se lanzó ladera arriba, pero en vez de toparse con el Gran Sabio, se encontró cara a cara con el Respetable, que bramó, después de recitar un conjuro:
—¡Detén tu loca carrera! ¿Es que, acaso, no me reconoces?
El león se echó en seguida rostro en tierra y empezó a golpear el suelo con la frente en señal de acatamiento. El joven encargado de su custodia aprovechó ese momento para abalanzarse sobre él y descargarle una lluvia de golpes, al tiempo que gritaba, resentido:
—¿Ves lo que has conseguido, bestia maldita? ¡Por tu culpa a punto he estado de perder la vida!
El león ni siquiera se atrevía a moverse. Los golpes continuaron cayendo sobre su cabeza hasta que el joven se cansó y, con el puño dolorido, le puso en el lomo una silla de montar. El Respetable se sentó en ella e inició el camino de vuelta hacia el Palacio de los Grandes Acantilados, envuelto en una nube de muchos colores. El Gran Sabio se despido de él con grandes muestras de gratitud. Sólo cuando el león hubo desaparecido en lo alto, se decidió el Peregrino a volver al interior de la caverna. Desató primero al príncipe, después a Tripitaka, a continuación a Ba-Chie y al Bonzo Sha, y, por último, a los tres jóvenes. Juntos reunieron cuanto de valor se encerraba en la cueva y salieron, gozosos, al aire libre. Ba-Chie reunió a toda prisa una gran cantidad de madera seca y la prendió fuego. Al poco rato la Caverna de las Nueve Curvas quedó reducida a cenizas, como si fuera el horno de un alfar abandonado. El Gran Sabio despidió a todos los dioses que le habían ayudado en aquella aventura, encargando al espíritu de la comarca que mantuviera abiertos los ojos y no dejara a ningún monstruo asentarse en su región.
Ba-Chie y el Bonzo Sha se hicieron, entonces, cargo de los príncipes y, valiéndose de la magia, los transportaron en un abrir y cerrar de ojos a la ciudad de la que habían partido.
Para no ser menos, el Peregrino tomó en sus brazos al monje Tang y lo llevó en volandas hasta el mismo corazón de la ciudad. Cuando llegaron al palacio, había caído ya la noche, aunque la princesa, los funcionarios y todas las sirvientas salieron, alborozados, a darles la bienvenida. No tardó en servirse la cena, que se convirtió en una manifestación de regocijo general y duró hasta cerca del amanecer. Una vez concluida, el maestro y los discípulos se retiraron al Pabellón de Secado de la Seda, mientras el príncipe buscaba el descanso en las habitaciones interiores. La noche transcurrió con una tranquilidad como jamás se había conocido en el palacio.
A la mañana siguiente el príncipe ordenó preparar un espléndido banquete vegetariano de agradecimiento, al que asistieron todos los funcionarios imperiales, sin distinción de rango o edad. El Peregrino pidió a los mejores carniceros de toda la prefectura que mataran a los seis leones y los despellejaran, como habían hecho con el de la pelambre amarillenta. Se determinó que la carne debía ser distribuida entre todos los ciudadanos, con el fin de que acallaran sus temores y perdieran el miedo a unos animales tan feroces. Se reservó uno para cuantos habitaban en el palacio, haciéndose entrega de otro al Administrador de las Posesiones Reales. Los restantes, como queda ya dicho, habían de ser cortados en pequeños trocitos de quince o veinte gramos y entregados para el disfrute popular. De esa forma, la alegría por la liberación del príncipe se convirtió en un acto de gratitud por tan inesperado regalo. Los herreros, mientras tanto, terminaron de copiar las armas de los tres monjes y, echándose de hinojos ante el Peregrino, le dijeron:
—Nuestra misión está cumplida.
—¿Cuánto pesa cada una de las réplicas? —preguntó el Peregrino.
—La de la barra de los extremos de oro alrededor de dos mil kilos —respondió uno de los herreros—. Calculamos que la del rastrillo y la del báculo apenas llegan a mil ochocientos kilos cada una.
—Me parece un peso adecuado —concluyó el Peregrino, satisfecho, y llamó a los tres jóvenes, para que se hicieran cargo de sus recién terminadas armas.
—¡Los herreros acaban de concluir su trabajo! —informaron, alborozados, los muchachos a su padre, que contestó, preocupado:
—Por poseer esos tesoros, a punto habéis estado de perder la vida.
—Ha sido una suerte que nuestros maestros hayan hecho uso de la magia para liberarnos y acabar con esas bestias —replicaron los tres jóvenes—. Una vez que ha sido arrancado ese mal de entre nosotros, podemos esperar para nuestra gente un futuro tan prometedor, que los mares estarán siempre en calma y las aguas de los ríos bajarán límpidas.
Después de recompensar generosamente a los herreros, el príncipe y sus hijos se dirigieron al Pabellón de Secado de la Seda y agradecieron a los monjes cuanto habían hecho por ellos. Para no demorar más el viaje, Tripitaka pidió a sus discípulos que apresuraran el ritmo de sus enseñanzas. Eso hizo que cada uno de ellos cogiera sus armas y se pusiera allí mismo a instruir a los jóvenes. A los pocos días todos ellos dominaban a la perfección las técnicas guerreras que habían elegido. Habían asimilado, de hecho, los setenta y dos estilos que abarcaba el manejo de cada una de las armas, convirtiéndose en auténticos maestros tanto del arte del ataque, como del de la defensa.
No en balde los tres jóvenes se habían entregado al aprendizaje con un envidiable entusiasmo y el Gran Sabio les había transmitido parte de su portentosa fuerza. Eso explicaba que fueran capaces de manejar con toda facilidad una barra que pesaba dos mil kilos y un rastrillo y un báculo que sobrepasaban cada uno los mil ochocientos. Lo que aprendieron en aquellos pocos días superaba con mucho todo lo que habían asimilado a lo largo de interminables años de continuo esfuerzo. Sobre todo esto disponemos de un poema que afirma:
Los tres maestros sólo podían traer buena suerte, aunque sus enseñanzas atrajeron primero a un monstruo león. Sólo cuando los malvados hubieron sido derrotados, el reino se encontró a salvo de todos los bárbaros que lo rodeaban. Nueve Númenes había sido un fiel servidor del Tao y por eso estaba dominado por el yang original. Una mente imbuida de tales principios siempre se encuentra a salvo de las zozobras y las dudas. ¿Qué hay de extraño en que Flor de Jade gozara para siempre de paz y prosperidad?
Agradecidos por tan valiosísimas enseñanzas, los tres jóvenes ofrecieron a sus maestros un espléndido banquete vegetariano. No contentos con eso, les regalaron una magnífica fuente de oro y plata, que el Peregrino rechazó, diciendo:
—¿Para qué queremos semejante cosa los que hemos renunciado a la familia? Guardad esa joya para vosotros. Nosotros no la necesitamos para nada.
—No estamos autorizados a tomar plata u oro —se apresuró a afirmar Ba-Chie—, pero sí aceptaríamos con muchísimo gusto una túnica nueva, como prueba de vuestra cariñosa consideración. A mí, por lo menos, me la han destrozado totalmente esos leones.
Sin pérdida de tiempo, los jóvenes hicieron venir a los sastres más renombrados del reino y les ordenaron confeccionar tres túnicas de seda azul, roja y marrón, los colores que mejor sentaban a los peregrinos. Se las pusieron, como prueba de reconocimiento, en el momento mismo de abandonar la ciudad. Para entonces todos sus habitantes los consideraban arhats y budas vivientes y se lanzaron a las calles con tambores, instrumentos musicales y estandartes de muchos colores. Delante de cada puerta ardía un pebetero de incienso, cuyas volutas se enroscaban en las lámparas que adornaban todos los hogares. Sólo cuando la distancia que le separaba de la ciudad era ya considerable, decidió tan tumultuoso cortejo regresar a la seguridad de sus casas, mirando con pena cómo los peregrinos se alejaban cada vez más en dirección oeste.
Habían conseguido un triunfo resonante sobre los leones y habían acumulado, así, nuevos méritos. No cabía ninguna duda de que, sin preocupaciones que alteraran la paz de su espíritu, conseguirían, finalmente, llegar al reino de Buda y subir, con el corazón purificado, al Templo del Trueno.
Desconocemos, de momento, a qué distancia se encontraba todavía la Montaña del Espíritu. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.