CAPÍTULO XLI

No debes preocuparte del bien o el mal, el honor o la vergüenza, la verdad o la mentira, porque el éxito, los fracasos, los afanes y el descanso vienen y van de continuo. Es preciso vivir el ritmo de las propias necesidades y aceptar sin rechistar la suerte que a cada cual le ha correspondido, sólo quien está tranquilo alcanza la paz absoluta e imperecedera, mientras que quien se deja arrastrar por los afanes de la vida se convierte en presa fácil de los demonios. Con la misma certeza con que el tiempo refresca cuando se levanta la brisa, las Cinco Fases saldrán vencedoras de toda asechanza.

Decíamos que el Bonzo Sha se adentró en el bosque, mientras el Gran Sabio y Ba-Chie se dirigían con paso decidido hacia la caverna. De un salto traspusieron el Arroyo del Pino Seco, yendo a caer sobre un montón de rocas muy raras, tras las que se abría la cueva propiamente dicha. El paisaje que se extendía ante sus ojos era, realmente, encantador. El sendero que conducía a la entrada estaba tan sumido en el silencio que no podía encontrarse en todo el universo un lugar mejor para meditar. A lo lejos se escuchaban los cantos de las garzas negras, leves susurros de belleza que arrastraba el viento. Debajo del puente fluía la placidez del arroyo, que brillaba, como una gema, bajo la acción de los rayos del sol. La blancura de las nubes se reflejaba en su cauce, como una dama coqueta. Los simios y las aves salvajes se movían, sin dejar de gritar, por auténticos dédalos de flores exóticas. Las rocas aparecían vestidas de enredaderas y hiedras, entre las que se asomaban, tímidas, las orquídeas. De las simas tapizadas de verde surgían columnas de humo y neblinas. Los bambúes y pinos parecían saludar, con su inmarcesible color, a los fénix. Las altas cumbres que se vislumbraban en la distancia evocaban gigantescos biombos de piedra. No cabía duda de que aquélla era la morada de un inmortal auténtico. El arroyo que la cruzaba nacía en la mismísima cordillera de Kun-Lun y estaba predestinado a servir de solaz a un ser extraordinario.

El Peregrino y Ba-Chie pudieron ver en el dintel de la caverna una enorme losa de piedra, en la que podía leerse: «Caverna de la Nube de Fuego. Arroyo del Pino Seco».

Justamente debajo de tan espléndida inscripción había un grupo de diablillos jugueteando con espadas y lanzas. El Gran Sabio levantó la voz, al verlos, y dijo:

—¡En, vosotros! Id inmediatamente a informar a vuestro señor que, si no accede inmediatamente a dejar en libertad al monje Tang, acabaré con todos vosotros y arrasaré hasta sus cimientos la caverna en la que ahora habitáis.

Los diablillos se refugiaron al instante en el interior de la caverna, cerraron de golpe los dos portones de piedra y corrieron a comunicárselo a su señor, muy excitados:

—¡La ruina, gran rey! ¡La desgracia se ha abatido sobre nosotros!

Después de capturar a Tripitaka y llevarle a su caverna, el monstruo le hizo desnudar, le ató pies y manos, como si fuera un vulgar cerdo, y le dejó tirado en el patio de atrás.

Unos cuantos diablillos se encargaron pronto de lavarle con esmero, para que pudiera ser posteriormente cocinado y devorado. En medio de esa labor estaban, cuando oyeron los aterrados gritos de sus compañeros. Al punto dejaron lo que estaban haciendo y corrieron a preguntarles:

—¿Queréis decirnos de qué desgracia se trata?

—Ahí fuera —explicó uno de ellos con voz entrecortada— hay un monje con la cara cubierta totalmente de pelo y con una voz que recuerda al trueno. Le acompaña otro, que tiene unas orejas muy grandes y un morro muy protuberante. Ambos exigen que les entreguemos a su maestro, un tal monje Tang. Dicen que, si no lo hacemos de inmediato, van a terminar con todos nosotros y a destruir hasta sus cimientos esta caverna.

—Seguro que esos que decís son el Peregrino Sun y Chu Ba-Chie —comentó el monstruo, sonriendo despectivo—. Se ve que no son nada tontos y que saben dónde buscar. Desde el sitio en que capturé a su maestro hasta aquí hay aproximadamente una distancia de un ciento cincuenta kilómetros. No me explico cómo se las han arreglado para llegar hasta aquí tan pronto.

Se volvió a continuación hacia los suyos y les ordenó:

—¡Sacad las carretas!

Sin pérdida de tiempo unos cuantos diablillos abrieron una puerta y sacaron, no sin esfuerzo, cinco carretas de un tamaño más pequeño. Al verlo, el Peregrino dijo a Ba-Chie:

—¡Vaya, menos mal! Se ve que nos han cogido miedo y han optado por mudarse a otro sitio. Aunque… —añadió inmediatamente—. ¡No! Quien se dispone a iniciar un viaje, no coloca sus carromatos de esa forma tan rara.

Los diablillos habían puesto, en efecto, una carreta en cada uno de puntos de las Cinco Fases —es decir, la de la madera, el metal, el fuego, el agua y la tierra—, encargándose de su protección otros tantos guardas bien armados. Los demás corrieron al interior de la caverna.

—¿Está todo listo? —preguntó el monstruo.

—Así es —contestaron ellos.

—En ese caso —concluyó el monstruo—, traedme la lanza.

Los diablillos encargados de la armería trajeron al punto una lanza enorme con la cabeza de fuego, que entregaron respetuosamente a su señor. El monstruo ni siquiera se preocupó de ponerse una armadura. Sin otra protección que una túnica de seda profusamente bordada, salió al encuentro de sus dos adversarios. El Peregrino y Ba-Chie se sorprendieron de verle avanzar descalzo. Su rostro era tan blanco que parecía como si se lo hubiera untado de polvos de arroz. Por el contrario, labios resultaban tan carnosos y rojos que daba la impresión de que se los hubiera embadurnado de pintura con ayuda de un pincel. Su pelo poseía la negrura de la noche, tan total y absoluta que jamás tintorero alguno podría conseguir un tono semejante. La curvatura de sus cejas recordaba la de la luna creciente, aunque, por su tosquedad, parecía como si hubieran sido labradas con simples cuchillos de cortar. Los bordados de su túnica representaban un fénix y un dragón enroscado. Su constitución era tan hercúlea como la del mismísimo Nata, acentuada por el tamaño de su lanza flamígera. Su voz poseía algo de la potencia del trueno en primavera, impresión que acentuaba el extraordinario brillo de sus ojos, que, de alguna manera, recordaba el cegador fulgor del rayo. No cabía duda de que su nombre, el Muchacho Rojo, estaba destinado a perdurar para siempre.

—¿Se puede saber quién ha osado venir a perturbar la paz de mi morada? —preguntó con voz potente, en cuanto se hubo encontrado en el exterior de la caverna.

—¡Mi querido sobrino! —exclamó el Peregrino, acercándose a él con la sonrisa en los labios—. Deja de comportarte de esa forma, por favor. Esta mañana, cuando te colgaste de un pino haciéndote pasar por un muchacho asustadizo y débil, lograste engañar a mi maestro pero no a mí. Pese a todo, cargué contigo de buena fe, pero tú te las arreglaste para atrapar a mi preceptor, montándote a lomos de un viento huracanado. ¿Crees que no tengo motivos para venir a exigirte que le pongas inmediatamente en libertad? No puedes pretender que todo no haya sido más que un lamentable equívoco. Vamos, deja de comportarte como un jovenzuelo sin juicio y atente a razones. No querrás entorpecer nuestras relaciones de parentesco, ¿verdad? Si tu padre llega a enterarse de lo ocurrido, es muy posible que me eche las culpas de todo, alegando que he abusado de un muchacho de tu edad, cuando, en realidad, ha sido todo lo contrario.

—¡Maldito mono! —replicó el monstruo, enfurecido—. ¿Quieres explicarme qué relaciones de parentesco me atan a ti? ¿A qué viene todo ese cuento y, sobre todo, por qué me llamas sobrino?

—Se ve que no estás enterado de nada —contestó el Peregrino—. Hace muchísimo tiempo, cuando tú aún no habías nacido, tu padre y yo sellamos un pacto de hermandad. ¿No lo sabías?

—¡Este mono lo único que hace es decir tonterías! —bramó el monstruo—. ¿Cómo vamos a ser familiares, si procedemos de lugares totalmente distintos? Además, ¿quieres explicarme con más detalle eso del pacto de hermandad?

—Con mucho gusto —respondió el Peregrino—. Yo soy Sun Wu-Kung, el Gran Sabio, Sosia del Cielo. Hace aproximadamente quinientos años sumí el Cielo en una tremenda confusión, pero antes de eso viajé con frecuencia por los Cuatro Grandes Continentes. En toda la Tierra no hubo un solo lugar en el que no pusiera el pie. Para mi era entonces de vital importancia entrar en contacto con personas de valor y aureoladas de heroísmo. Por aquella época tu padre, el Monstruo Toro, se hacía llamar el Gran Sabio, Reflejo del Cielo. Junto con otros cinco héroes constituimos una hermandad, cuya primacía ostentó precisamente él. El segundo lugar le correspondió al Monstruo Dragón, que adoptó el título de Gran Sabio, Señor del Océano. El tercero fue para el Monstruo Garuda, que se hizo llamar Gran Sabio, Unido al Cielo. El cuarto lo ocupó un León, que se arrogó el rango de Gran Sabio, Señor de la Montaña, El quinto correspondió a un Monstruo femenino, que se hizo llamar Gran Sabio de la Brisa Serena. El sexto estuvo reservado para un Simio Gigante, que se apropió el título de Gran Sabio, Azote de los Dioses. Finalmente, a mí, el Gran Sabio, Sosia del Cielo, me correspondió el séptimo y último lugar, ya que era el más pequeño de todos y no superaba a nadie en tamaño. En aquella época, de las más felices de mi vida, por cierto, tú ni siquiera habías nacido.

El Monstruo se negó a creer semejante historia y lanzó contra el Peregrino un terrible lanzazo de fuego. Afortunadamente, Wu-Kung era un luchador experto y logró parar a tiempo el golpe, haciéndose a un lado y levantando oportunamente la barra de hierro.

—¡Maldita bestia! —bramó, enfurecido—. Eres tan tonto que no sabes distinguir al amigo del enemigo. Eso te va a costar probar el sabor de mi barra.

—¡Mono engreído! —gritó, a su vez, el monstruo, deteniendo el golpe de su adversario—. ¡No sabes lo que dices! ¡Eres tú el que debes guardarte de mi lanza!

Los dos parecieron olvidar de pronto la relación familiar, de la que decían ser esclavos. Valiéndose de la magia, se elevaron hasta el límite mismo del firmamento, donde se enfrascaron en una lucha, en verdad, espléndida. Si grande era la fama del Peregrino, la del monstruo no le iba a la zaga. A los golpes de la barra de los extremos de oro respondía con no menos efectividad la lanza de la hoja de fuego. El fragor de la batalla era tal que la neblina se extendió por las Tres Regiones y los cuatro puntos cardinales se vieron sumidos en una oscuridad total. Los golpes resonaban en el firmamento, como una campana en el interior de una bóveda. Estremecidos, el sol, la luna y las estrellas dejaron de emitir luz. Era tal el odio y el desprecio que embargaba a los dos contendientes que en ningún momento intercambiaron una sola palabra. Su lucha estaba impregnada de una fiereza salvaje que hacía caso omiso de todas las normas. La barra descargaba golpes cada vez más certeros, que la lanza detenía con increíble precisión.

No podía ser de otra forma, ya que uno de los guerreros era el mismísimo Gran Sabio, y el otro el joven Sudhana[1]. Ambos estaban empeñados en conseguir la victoria, porque el premio no era otro que el monje Tang en persona. Más de veinte veces cruzaron sus armas el monstruo y el Gran Sabio, pero el resultado de la batalla permanecía tan incierto como al comienzo de la misma. Chu Ba-Chie se percató, sin embargo, de que las cosas no iban tan bien como debieran para el Peregrino.

El monstruo, de hecho, no hacía más que parar los golpes, renunciando a tomar la iniciativa. El Peregrino, por su parte, hacía todo el desgaste, aunque era un luchador experimentado y todos sus ataques iban dirigidos contra la cabeza de su adversario. Eso hizo pensar a Ba-Chie:

—¡Qué astucia la del Peregrino! Está tratando de atraer a la bestia lo más cerca posible, para descargar después sobre ella todo el peso de su barra. Eso aumentará aún más su fama y su mérito será tan grande como el de los héroes más renombrados de toda la historia ¿Por qué no voy a sacar yo también partido de su ventaja?

Sin pensarlo dos veces, levantó el tridente cuanto pudo y lo dejó caer con fuerza sobre la cabeza del monstruo. Comprendiendo que lo tenía todo perdido, la bestia se dio media vuelta y escapó a toda prisa, arrastrando la lanza de fuego.

—¡Persíguelo! ¡No le dejes escapar! —urgió el Peregrino a Ba-Chie.

Los dos corrieron tras él, pero, al llegar a la puerta de la caverna, le vieron de pie sobre una de las carretas, la que estaba justamente colocada en el centro. Con una mano sostenía la lanza de fuego, mientras no cesaba de darse con la otra una lluvia de puñetazos en las narices.

—¡Vergüenza debería darle! —exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada—. ¿Has visto lo que está haciendo? Quiere destrozarse la nariz, para acusarnos de crueldad ante el primer tribunal que encuentre a mano. El muy condenado sabe muy bien que los jueces sólo hacen caso a la sangre. De ahí su interés en empezar a sangrar como un cerdo.

Tras propinarse un par de puñetazos más, el monstruo recitó un conjuro e inmediatamente brotó de su boca una oleada de fuego y de sus narices una densa columna de humo. Lo más sobrecogedor, no obstante, fue que de las otras cuatro carretas manó, igualmente, un torrente de fuego, que se elevó hacia lo alto, borrando de la vista todo el paisaje. Muerto de miedo, Ba-Chie gritó al Peregrino:

—¡Esto se está poniendo realmente feo! Si se vuelve contra nosotros esa enorme masa de fuego, no podremos hacer nada por escapar. Yo terminaré de seguro en su mesa bien churruscadito y esmeradamente sazonado. ¡Hay que huir cuanto antes, si queremos salvar el pellejo!

No había acabado de decirlo, cuando ya estaba al otro lado del arroyo, sin preocuparse para nada de la suerte que pudiera correr el Peregrino. Afortunadamente, éste conocía un conjuro para repeler el fuego y se lanzó, decidido, a aquel mar de llamas, tratando de echar mano a la bestia. El monstruo no se arredró al verle. Al contrario, lanzó dos bocanadas más de fuego y el incendio adquirió proporciones realmente extraordinarias.

Era tal el calor que despedía que la tierra se puso tan roja como el hierro fundido y el cielo a punto estuvo de desplomarse. Era como una enorme rueda que girara de continuo o un inmenso río de pavesas que fluyera sin interrupción de este a oeste. Nada tenía que ver este fuego con el de Suei-Ren ni con el que utilizaba Lao-Tse para purificar su elixir. Su origen no era celeste, aunque tampoco podía afirmarse que fuera profano. Samadhi enseñó al monstruo a dominarlo, para que pudiera alcanzar la perfección absoluta. Las carretas poseían una íntima relación con cada una de las Cinco Fases a las que todo cuanto existe debe su origen. La madera del hígado[2] aviva el fuego del corazón, que, a su vez, calma la tierra del bazo, del que surge el metal, que termina transformándose en agua[3]. El agua engendra la madera y, de esta forma, se ve concluido el círculo mágico. El fuego es el origen de todos los cambios. Por eso, todo crece y evoluciona, cuando el sol se pasea, majestuoso, por los cielos. El monstruo sabía de estos procesos a través de las enseñanzas Samadhi, de ahí que fuera el señor más poderoso de todo el Oeste.

El humo y las llamas alcanzaron tal intensidad que el Peregrino no podía ver con claridad el camino que conducía a la caverna, cuánto menos dar con el monstruo. Se dio, pues, media vuelta y abandonó de un salto aquel mar de fuego. El monstruo dejó de avivarlo al instante y se retiró triunfal al interior de la cueva, seguido de sus diablillos.

En cuanto se hubieron cerrado las puertas de piedra, se sentaron todos a la mesa y celebraron con grandes muestras de alegría la victoria de su señor.

Desalentado, el Peregrino volvió a cruzar el Arroyo del Pino Seco. Al ver que Ba-Chie estaba hablando tranquilamente con el Bonzo Sha, perdió los estribos y exclamó, malhumorado:

—¿Qué clase de hombre eres tú? ¿Es que no tienes ni siquiera una pizca de decencia? ¿Tan aterrado estabas que decidiste dejarme a mi suerte, prefiriendo huir como un cobarde? ¡Menos mal que sé arreglármelas bien solo, de lo contrario ahora estaría más chamuscado que un tizón!

—Comprendo —trató de disculparse Ba-Chie—. Tenía razón ese monstruo, cuando dijo que desconocías por completo las normas que rigen la conducta social. Con razón afirmaban los antiguos que «quien se ajusta a las normas puede ser considerado como un héroe». Era claro que el monstruo no quería saber nada de amistades ni parentescos; sin embargo, tú insististe, erre que erre, en hablar de ello. Es más, cuando dejó escapar todas esas llamas, en vez de buscar en seguida protección, corriste a pelear con él. ¿Qué querías que hiciera yo? ¿Que me quedara allí tan tranquilo, viendo cómo se me chamuscaban las piernas?

—¿Qué opinas de ese monstruo? —preguntó el Peregrino.

—Que sus poderes son mucho menores que los tuyos —contestó Ba-Chie.

—¿Y su forma de manejar la lanza? —insistió el Peregrino—. ¿Qué opinión te merecen sus cualidades guerreras?

—No son gran cosa —respondió Ba-Chie—. Cuando vi los apuros que estabas pasando, decidí que había llegado el momento de intervenir y me lancé a la refriega. Lo que menos esperaba es que fuera a replegarse con tanta rapidez. ¿De dónde sacaría esa bestia tanto fuego?

—No debiste entrometerte —le regañó el Peregrino—. De haber durado la lucha un poco más, le habría asestado el golpe de gracia. Las precipitaciones no son buenas para nada.

Los dos continuaron comentando con tanto entusiasmo las incidencias de la lucha que el Bonzo Sha no pudo por menos de soltar la carcajada. Sorprendidos, se volvieron hacia él y, al verle apoyado tranquilamente contra un árbol, el Peregrino le preguntó, molesto:

—¿A qué viene tanta risa? Si eres capaz de atrapar tú sólito a ese monstruo de fuego, te lo agradeceremos mucho. No pienses que vamos a oponernos a que cruces con él tus armas. Como muy bien afirma el proverbio, «para hacer una pelota, sólo se precisa de un cuantas plumas». Te aseguro que, si logras liberar a nuestro maestro, el mérito será exclusivamente tuyo.

—Yo soy incapaz de apresar a ningún monstruo —confesó el Bonzo Sha—. Si me río es porque parecéis niños discutiendo.

—¿Qué quieres decir? —inquirió el Peregrino.

—Según vosotros —explicó el Bonzo Sha—, ese monstruo posee un conocimiento de las tácticas militares bastante rudimentario. Si hasta ahora os ha mantenido a raya, ha sido porque es un auténtico maestro con el fuego. Quisiera recordaros, a ese respecto, que las Cinco Fase se compenetran y anulan mutuamente. ¿Por qué no echáis mano de ese principio para contrarrestar la influencia de las llamas?

—¡Tienes razón! —exclamó el Peregrino con el rostro iluminado—. Tan obsesionados estábamos con nuestra superioridad táctica que no habíamos reparado en ese principio. No hay, en efecto, nada mejor para combatir el fuego que el agua. Es preciso que encontremos cuanto antes una fuente de la que mane en abundancia. De esa forma, podremos liberar a nuestro maestro en un abrir y cerrar de ojos.

—Así es —confirmó el Bonzo Sha.

—¿A qué esperamos, entonces? —volvió a exclamar el Peregrino—. Vosotros dos quedaos aquí y tratad de evitar a toda costa un enfrentamiento directo con esa bestia. Por mi parte, voy a llegarme hasta el Océano Oriental con el fin de solicitar la ayuda de un regimiento de soldados-dragones. Con su colaboración apagaremos ese fuego y devolveremos la libertad a nuestro maestro.

—Marcha cuanto antes y no pierdas más tiempo, por favor —le urgió Ba-Chie—. Por nosotros no te preocupes. Sabemos cuidarnos.

El Gran Sabio montó en una nube y no tardó en llegar al Océano Oriental. El paisaje era, en verdad, espléndido, pero estaba demasiado ocupado para detenerse a contemplarlo. Valiéndose de la magia para hendir las aguas, se abrió camino entre ellas con inesperada facilidad. Al poco rato se topó con un yaksa, que se hallaba de patrulla y que regresó a toda prisa al Palacio de Cristal de Agua a informar al Rey Dragón de la inesperada llegada del Gran Sabio. Ao-Kuang llamó a todos sus hijos y nietos y salió a la puerta, escoltado por un contingente de gambas-soldado capitaneadas por un cangrejo-teniente, a dar la bienvenida a visitante tan ilustre. Tras los saludos de rigor, el Rey hizo servir el té, pero el Peregrino lo rechazó, diciendo:

—No tengo tiempo para eso. El asunto que me trae aquí es de vital importancia y espero que os dignéis prestarme vuestra inestimable ayuda. Como quizás sepáis, mi maestro se ha embarcado en un viaje con destino al Paraíso Occidental. Su intención es hacerse con los escritos de Buda. Al pasar junto a la Caverna de la Nube de Fuego, que se halla enclavada a orillas del Arroyo del Pino Seco, nos salió al encuentro un monstruo conocido como el Muchacho Rojo, aunque él prefiere ser llamado Santo Niño. He de reconocer que es extremadamente imaginativo y que, valiéndose de mil argucias, logró apoderarse de mi maestro. Eso me forzó a llegarme hasta su puerta y a enfrascarme con él en una desigual batalla, ya que es un maestro en el dominio del fuego. Tras no pocas cavilaciones caí en la cuenta de que las llamas son impotentes contra el agua y decidí venir a solicitar vuestra ayuda. Para que el monje Tang pueda ser liberado garras de esa bestia, es preciso que vos desatéis una tormenta sobre el lugar que mora, neutralizando, así, el poder destructor de las llamas de que se vale para aterrorizar a toda la comarca.

—Si lo que deseáis es lluvia —contestó el Rey Dragón—, habéis acudido al lugar menos indicado para ello.

—¿Cómo decís? —protestó el Peregrino—. Vos sois el Rey Dragón de los Cuatro Océanos y os compete, por tanto, distribuir la lluvia y el rocío. No hay nadie más capacitado que vos para llevar a cabo el plan que tengo en mente.

—Es cierto que la lluvia se cuenta entre una de mis responsabilidades —admitió el Rey Dragón—, pero no puedo repartirla como a mí me dé la gana. Para eso es necesario recibir una orden del Emperador de Jade, en la que se especifique con toda claridad el lugar, la hora, la cantidad y la duración de las precipitaciones. Ese documento es redactado por tres funcionarios imperiales y me debe ser entregado en mano por la Estrella Polar en persona. Una vez en mi poder, tengo la obligación de comunicárselo al Dios del Trueno, a la Madre del Rayo, al Tío del Viento[4] y hasta al mismísimo Joven de las Nubes, pues, como muy bien afirma el proverbio, «sin la cooperación de las nubes, el dragón es incapaz de moverse».

—Yo no necesito viento, ni nubes, ni rayos, ni truenos —exclamó el Peregrino, impaciente, sino un poco de agua de lluvia.

—Aun así, me temo que no podré complaceros —anunció el Rey Dragón—, porque para ello precisaré del concurso y beneplácito de mis tres hermanos. Eso sí, si ellos acceden a ayudaros, tened por seguro que todo el mérito será exclusivamente vuestro.

—¿Dónde puedo encontrar a vuestros hermanos? —volvió a preguntar el Peregrino.

—En sus respectivos palacios —respondió el Rey Dragón—. A Ao-Chin en el del Océano Austral, a Ao-Shun en el del Océano Septentrional, y a Ao-Jun en el del Océano Occidental.

—Si tengo que ir a tantos sitios —concluyó el Peregrino, riendo—, prefiero acudir directamente al Emperador de Jade y pedirle una orden de tormenta.

—No es necesario que lo hagáis, Gran Sabio —trató de tranquilizarle el Rey Dragón—. Cuando deseamos reunimos, mis hermanos y nos batimos un tambor de hierro y tañemos una campana de oro que todos poseemos, y al punto acudimos al lado de quien lo solicite.

—En se caso —replicó el Peregrino, más animado—, desearía que batierais el tambor y tañerais la campana sin pérdida de tiempo.

Al poco tiempo de hacerlo, se presentaron los tres Reyes Dragón y preguntaron, visiblemente alarmados, a su hermano mayor:

—¿Se puede saber por qué nos has hecho venir con tanta precipitación?

—El Gran Sabio ha acudido a nosotros en busca de ayuda —explicó Ao-Kuang—. Necesita un fuerte aguacero para poder dominar a un monstruo.

El Peregrino les relató en seguida los motivos que le habían inducido a realizar semejante petición. Lo hizo con tanta prosapia que todos aceptaron al punto prestarle la ayuda que precisaba. Sin pérdida de tiempo hicieron llamar a un tiburón de aspecto feroz y le encomendaron el mando de todo el ejército. La vanguardia le fue confiada a un sábalo de enorme boca y reconocida bravura. Las carpas, famosas por sus cualidades como mariscales de campo, saltaban, enérgicas, de ola en ola, mientras las bremas, las virreinas del mar, arrojaban por sus bocas neblinas y brisas. En el este las caballas, grandes mariscales del océano, se pasaban unas a otras el santo y seña; en el oeste los atunes, severos comandantes de las aguas, gritaban sus órdenes a la tropa; en el sur las sirenas de ojos rojizos marcaban el ritmo del avance del ejército con sus sensuales movimientos de incansables bailarinas; en el norte se veían los ampulosos gestos de aguerridos generales que lucían armaduras negruzcas; y, finalmente, en el centro los esturiones, sufridos sargentos del medio acuático, tomaban posesión de sus mandos. Valerosos eran los soldados que acudían en tropel desde los cinco puntos cardinales. La tortuga de mar, sumamente inteligente y astuta, daba muestra de las cualidades que habían hecho de ella el supremo canciller del océano. Como consejeros, tenía a su cargo una enorme legión de galápagos, tan maquinadores y sutiles como ella. Las iguanas, que ostentaban el cargo de ministros, no dejaban de dar pruebas inequívocas de su poca fidelidad y de su mucha inteligencia práctica. ¡Qué lejos estaban de su manera de entender la vida las sufridas tortugas de arena, muy bien dotadas para la lucha, que tenían el cargo de comandantes! El grueso del ejército estaba constituido por cangrejos guerreros, que caminaban de lado, blandiendo orgullosos espadas y lanzas; gambas-amazonas que se desplazaban hacia delante saltando graciosamente, sin dejar caer sus pesados arcos; y soldados marinos de mil y una especie.

De tan impresionante momento tenemos un poema, que afirma:

Con gusto accedieron a ayudar al Gran Sabio, Sosia del Cielo los Reyes Dragón de los Cuatro Océanos. La mala fortuna de Tripitaka aconsejó la búsqueda inmediata de agua para poder apagar el fuego destructor.

Siempre a la cabeza de aquel ejército de dragones, el Peregrino no tardó en llegar al Arroyo del Pino Seco. Allí detuvo la marcha y volviéndose a los cuatro dragones, les dijo:

—Lamento haberos traído a un lugar tan alejado de vuestra residencia habitual. Ésta es la morada del monstruo de que os hablé. Sería conveniente que os quedarais aquí arriba, en el aire, y, de momento, no os dejarais ver. Tengo la intención de retarle de nuevo, Si logro acabar con él o, incluso, en el caso de que sea yo el derrotado, no será necesaria vuestra intervención. Guardaos muy mucho de dejar caer una sola gota de lluvia antes de que haya empezado a vomitar fuego, porque ese monstruo es muy suspicaz y en seguida busca la seguridad de su guarida.

Los Reyes Dragón aceptaron sus sugerencias y se sometieron de buen grado a la autoridad de su mando. El Peregrino descendió entonces de la nube y, adentrándose en el bosque de pinos, gritó:

—¡Eh, Ba-Chie, Bonzo Sha! ¡Estoy aquí!

—Has vuelto más pronto de lo que esperábamos —comentó Ba-Chie, sorprendido—. ¿Has logrado convencer a los Reyes Dragón?

—Todos están aquí —anunció el Peregrino—, así que lo mejor es que os ocupéis del equipaje. Procurad mantenerlo en un lugar seco, porque va a caer una lluvia torrencial. Por mi parte, voy a retar o vez a esa bestia.

—No te preocupes —dijo el Bonzo Sha—. Nosotros nos encargamos de todo.

De nuevo volvió el Peregrino a cruzar, de un espléndido salto, el arroyo, se colocó de jarras ante la puerta y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Abrid inmediatamente!

Los diablillos corrieron a informar a su señor, diciendo:

—Otra vez está aquí el Peregrino Sun, majestad.

—¡Qué mono más pertinaz! —exclamó el monstruo, levantando la cabeza y lanzando una sonora carcajada—. Se ve que logró escapar fuego, aunque no me explico, ciertamente, cómo. De todas formas, no podrá repetir su hazaña, porque no voy a parar de vomitar llamas hasta que su piel esté chamuscada del todo y su carne no sea más que un amasijo negruzco.

Echó mano a continuación de la lanza y añadió:

—Sacad las carretas —y se lanzó fuera de la caverna, donde preguntó con insolencia al Peregrino—: ¿Se puede saber para qué has vuelto?

—Para exigirte que pongas en libertad a mi maestro —contestó el Peregrino.

—¡Qué cabezón eres! —exclamó el monstruo—. ¿Qué hay de malo en que tu maestro me sirva de aperitivo? Es mejor que te olvides de él cuanto antes.

El Peregrino no pudo contener la furia que le embargaba. Cogió la barra de los extremos de oro y la dejó caer con todas sus fuerzas sobre cabeza del monstruo.

Afortunadamente, la bestia detuvo el golpe con su lanza de fuego. La batalla que entonces se inició no se pareció en nada a la que habían librado horas antes. El monstruo estaba furioso, mientras que el Rey de los Monos se sentía más seguro que la vez anterior. Uno ponía en peligro su vida por salvar la del monje Tang, y el otro por incorporarla a la suya, devorándole como si fuera un grano de arroz. Los pensamientos que ahora recorrían sus mentes eran, igualmente, muy distintos. Ninguno de ellos pensaba ya en lazos familiares, cosa que los llevaba a ser todavía más fieros en el combate. Ambos eran conscientes de que, si la suerte les volvía la espalda, podían muy bien terminar desollados o en el interior de un puchero. Eso explicaba la fiereza con la que medían, una y otra vez, sus armas. Pese a todo, ni la barra de hierro ni la lanza de fuego podían arrogarse una significativa ventaja. Los dos guerreros poseían unos poderes tan parecidos que, tras más de veinte encuentros, el desenlace de la lucha estaba aún por decidir. Comprendiendo el monstruo que no había manera de obtener una rápida victoria, lanzó contra el cuerpo de su adversario un terrible lanzazo, retirándose a toda prisa unos pasos para atrás. Pero lo que hizo entonces no fue prepararse para detener la terrible reacción del Mono, sino golpearse la nariz con los puños. Al punto surgió de sus ojos una extraordinaria llamarada que se unió a la que, de pronto, se había iniciado en cada una de las carretas. Comprendiendo que el momento había llegado, el Gran Sabio levantó la vista al cielo y gritó:

—¡Ahora, Reyes Dragón!

Los cuatro dragones ordenaron entrar en acción a sus husetes, dejando caer sobre el monstruo de fuego una lluvia como jamás se había visto. Era como si los torrentes tuvieran su nacimiento en las nubes o los meteoros estuvieran constituidos únicamente de agua. De alguna forma, aquel aluvión recordaba las olas del mar en una tormenta. No en vano las gotas de lluvia eran más grandes que el puño cerrado de un guerrero, adquiriendo al poco rato el tamaño de cacerolas para cocer el arroz. La tierra entera se vio cubierta por las aguas y hasta las montañas más altas adquirieron la coloración que posee la cabeza de Buda[5]. El agua se precipitó hacia el interior de las simas, denso como un biombo de jade. Los arroyos vieron incrementado mil veces su cauce, las intersecciones de los caminos fueron arrasadas y todos los ríos se transformaron, de pronto, en mares. Tal fue la contribución de los dragones sagrados en la liberación del monje Tang. Para conseguir tan alto objetivo, no dudaron en verter sobre la tierra el inmenso caudal del Río Celeste. Sin embargo, la lluvia fue incapaz de acabar con el fuego del monstruo. Al no recibir la autorización del Emperador de Jade, el agua de la que se sirvieron los Reyes Dragón podía apagar cualquier fuego de origen terrestre, pero no uno como aquél, que poseía una naturaleza espiritual y había sido perfeccionado por el mismísimo Samadhi. Era, de hecho, como echar agua en el fuego, y las llamas adquirieron proporciones aún mayores.

—Será mejor que vuelva a hacer el signo mágico y me adentre en las llamaradas, a ver si logro atrapar a la bestia que las produce.

Al verle acercarse, el monstruo le lanzó en el rostro una bocanada de humo. El Peregrino trató de hacerse en seguida a un lado, pero el humo le alcanzó de lleno. Los ojos se le irritaron de tal manera que le empezaron a llorar como si fuera una nube descargando su copioso contenido de agua. Aunque era inmune al fuego, el Gran Sabio no disponía de ninguna protección contra el humo. Como se recordará, tras sumir el Palacio Celeste en una terrible confusión, estuvo encerrado durante más de un año en el Brasero de los Ocho Triagramas de Lao-Tse, donde se le refino como si fuera oro. Si no sufrió ninguna quemadura, fue porque logró acurrucarse en el compartimiento del triagrama Sun. Pero eso no le salvó del azote del humo. Cuando, de hecho, se levantó un poco de aire, los ojos se le irritaron de tal forma que parecían estar hechos de fuego y las pupilas se le tornaron como de diamante. De ahí su indefensión ante el humo. El monstruo se percató en seguida de esta debilidad y volvió a descargar sobre él una nueva bocanada de tan molesto elemento. Al Peregrino no le quedó, pues, otro remedio que montar en una nube y huir a toda prisa. El monstruo dejó entonces de escupir fuego y regresó al interior de su caverna.

El Gran Sabio tenía todo el cuerpo cubierto de llamas y humo y corrió a refrescarse en el arroyo que discurría por la montaña. Lo que menos se esperaba fue que el contraste entre la temperatura del agua y la del fuego fuese tan marcado que al punto perdiera la consciencia. La reacción resultó, de hecho, tan intensa que el aliento se le quedó congelado en el pecho y la garganta y la lengua perdieron su temperatura habitual. A consecuencia de tantos cambios, el espíritu abandonó su cuerpo y la vida se marchó con él. Al ver lo ocurrido, los Reyes Dragón de los Cuatro Océanos se pusieron a temblar y, renunciando al punto a su ataque de lluvia, gritaron con manifiesto sobresalto:

—¡Salid del interior del bosque, Mariscal de los Juncales Celestes y Capitán-encargado-de-levantar-la-cortina! ¡La desgracia se ha abatido sobre vuestro hermano!

Al oírse llamados por los cargos que habían ostentado en las Regiones Superiores, Ba-Chie y el Bonzo Sha desataron a toda prisa el caballo, cargaron con el equipaje y abandonaron a la carrera su escondite. Sin importarles para nada el barro y las piedras que había a lo largo de todo el arroyo, se lanzaron a una frenética búsqueda que se extendió a toda la orilla. Cuando más entretenidos estaban revolcando los juncales y espadañas, vieron venir corriente abajo el cuerpo de un hombre. El Bonzo Sha lo arrastró hasta la orilla, zambulléndose en el agua, sin preocuparse de quitarse antes la ropa. Como habían supuesto, se trataba del cuerpo sin vida del Gran Sabio Sun. Tenía doblados los brazos y estaba ya tan frío que no había manera de estirárselos. Parecía como si el hielo hubiera tomado posesión de él. Con ojos cargados de lágrimas, el Bonzo Sha exclamó, desconsolado:

—¡Qué pena veros así! ¡Vos, que estabais llamado a no envejecer jamás y a contemplar el mismísimo final de los tiempos! ¿Cómo habéis encontrado la muerte en lo más florecido de vuestra inmarcesible juventud?

—Deja de llorar, anda —le aconsejó Ba-Chie, soltando la carcajada—. Nuestro hermano tiene un humor tan corrosivo que se está haciendo pasar por muerto, sólo para ver cómo reaccionamos. Tócale el cuerpo, ya verás como su aliento está todavía caliente.

—Su cuerpo está más frío que el hielo —volvió a exclamar, desesperado, el Bonzo Sha—. El calor de la vida le ha abandonado para siempre. ¡Jamás lograremos reanimarle!

—No digas eso, por favor —le regañó Ba-Chie, poniéndose serio, de pronto—. Si había logrado dominar el arte de las setenta y dos transformaciones, era porque, de hecho, poseía setenta y dos vidas ¡No puede haberlas perdido todas de golpe! Estírale las piernas y yo me encargaré de lo demás.

El Bonzo Sha obedeció sin rechistar. Ba-Chie le levantó entonces la cabeza y la parte superior del cuerpo. Después le dobló las piernas, dejándole en una posición que recordaba la de una persona sentada. Frotó a continuación sus manos, hasta que adquirieron un cierto grado de calor, y, tras taparle con cuidado las siete aperturas del cuerpo, comenzó a darle una serie de enérgicos masajes. La temperatura del agua había producido en su aliento un efecto tan traumático que quedó concentrado en el campo de mercurio, situado en la parte inferior del abdomen, y el Peregrino no podía emitir ni un solo sonido. Fue una suerte, por tanto, que Ba-Chie le aplicara aquella serie de friegas, porque el aire fue invadiendo, poco a poco, cada una de las Tres Regiones[6] y al final alcanzó el Salón de la Luz, que, como se sabe, se halla ubicado entre los ojos. De esta forma, las aperturas de su cuerpo comenzaron a funcionar, como si jamás hubieran estado obstruidas.

—¡Maestro! ¿Dónde estáis, maestro? —exclamó, nada más abrirlo ojos.

—¡Vaya! —dijo, a su vez, el Bonzo Sha—. Siempre estás pensando en el maestro. Vives para él y, cuando la muerte te llama a su lado, su nombre continúa pegado a tus labios. Despierta, de una vez. ¿Es que no nos ves? Estamos a tu lado.

—¿De verdad? —volvió a exclamar el Peregrino—. Esta vez las cosas no me salieron como había previsto.

—Simplemente te mareaste —trató de tranquilizarle Ba-Chie—. Aunque eso no quita que, de no haberte reanimado yo, ahora estuvieras perdido para siempre. ¿Has pensado ya cómo vas a agradecérmelo?

Por toda respuesta, el Peregrino levantó la vista hacia lo alto y preguntó:

—¿Seguís ahí, hermanos Ao?

—Así es —respondieron los Reyes Dragón de los Cuatro Océanos—. No nos hemos movido del sitio.

—Lamento haberos hecho venir desde tan lejos para nada —se disculpó el Peregrino—. Si queréis, podéis regresar a vuestras mansiones. Ya os daré otro día las gracias por cuanto habéis hecho hoy.

Los Reyes Dragón levantaron el campo e iniciaron la larga marcha hacia sus puntos de origen, seguidos de sus indestructibles ejércitos. El Bonzo Sha agarró entonces al Peregrino y le ayudó a caminar en dirección al bosque, donde se sentó a descansar. No tardó en recuperar su ritmo habitual de respiración. Sin embargo, no le sirvió de mucho, porque cayó pronto en brazos de la tristeza y exclamó, llorando con amargura:

—Aún recuerdo, maestro, el año que partisteis de la corte de los Tang. No podré olvidarlo jamás, porque fue entonces cuando me liberasteis de la montaña que sobre mí habían puesto los Cielos. Desde ese momento hemos transpuesto infinidad de montañas, vadeado incontables cursos de agua y medido nuestras fuerzas con innumerables monstruos. Todo lo hemos compartido, como auténticos hermanos. Vuestras alegrías han sido mías, y míos vuestros desánimos. Juntos hemos pedido limosna y hemos descansado al aire libre o bajo cubierto. Nuestros corazones laten al mismo ritmo y se dejan conducir por los mismos ideales de perfección. ¿Cómo es que no he podido liberaos aún y he estado a punto de perder hoy la vida?

—No te atormentes más —le aconsejó el Bonzo Sha—. Tracemos un buen plan y acudamos donde sea preciso en busca de ayuda.

—¿Quién puede prestárnosla, si hasta los dragones han fracasado?

—Recuerdo —contestó el Bonzo Sha— que, cuando la Bodhisattva nos confió la custodia del monje Tang, nos prometió, al mismo tiempo, que siempre gozaríamos de la protección del Cielo. Incluso llegó a decir que, si ésta nos fallaba, podíamos acudir a la Tierra. Vamos, que protectores no nos faltan. Sólo nos queda por determinar a quién acudir primero.

—Cuando sumí el Palacio Celeste en una confusión indescriptible —comentó el Peregrino con nostalgia—, ninguno de los guerreros de lo alto pudo doblegarme. Eso quiere decir que, dados los tremendos poderes mágicos de este monstruo, debemos acudir a alguien incluso más poderoso que yo. El problema es que ninguno de los dioses del cielo o de la tierra me superan en el dominio de las artes mágicas. Sólo la Bodhisattva Kwang-Ing podría prestarnos una ayuda decisiva, pero, desgraciadamente, he perdido muchas fuerzas y no puedo desplazarme por los aires a la velocidad que debiera. ¿Qué podemos hacer?

—Si quieres, puedo ir yo en tu lugar —dijo Ba-Chie.

—De acuerdo —concluyó el Peregrino—. Pero recuerda que no debes mirar de frente a la Bodhsisattva. Tienes que mantener la cabeza inclinada en todo momento y arrodillarte cuando sea preciso. Cuando te pregunte sobre el motivo de tan inesperada visita, procura responder con sencillez. Dale cuantas señales precise sobre este lugar y suplícale con humildad que libere a nuestro maestro. Si accede a ello, el monstruo no tendrá nada que hacer.

Ba-Chie se elevó por los aires y se dirigió a toda prisa hacia el sur. Mientras esto ocurría, el monstruo y los suyos estaban celebrando su nueva victoria en el interior de la caverna.

—Esta vez —anunció con orgullo a sus súbditos— el Peregrino Sun ha sufrido una auténtica derrota. Es posible que no haya muerto, pero su estado debe de ser, en verdad, lastimoso. Está perdido para siempre. Sin embargo, ahora que lo pienso mejor, cabe la posibilidad de que trate de buscar ayuda y eso me supondría tener que coger de nuevo las armas. Abrid las puertas y veamos lo que están tramando.

Los diablillos así lo hicieron y el monstruo se elevó en seguida por los aires. Fue así como descubrió que Ba-Chie se había apartado del grupo y se dirigía a toda prisa hacia el sur.

—Eso quiere decir —pensó el monstruo— que va a solicitar ayuda de la Bodhisattva Kwang-Ing.

Se dejó caer en el suelo y ordenó a sus súbditos:

—Traedme la bolsa de cuero. Llevo muchos años sin usarla y es posible que la cuerda para cerrarla esté un poco tazada. Cambiadla y colocad la bolsa junto a la segunda puerta. Mientras lo hacéis, voy a ir a capturar a ese Ba-Chie. Espero no tener que gastar muchas energías con él. Trataré de atraerle hasta aquí y, sin que se dé cuenta, haré que se meta él sólito en la bolsa. He oído decir que su carne es muy exquisita. En cuanto le haya capturado, os le entregaré, para que le cozáis al vapor y os le comáis de aperitivo.

Entre los tesoros que tenía aquel monstruo se contaba, en efecto, una bolsa de cuero, que cambiaba de tamaño a voluntad. Tras cambiarle la cuerda de la boca, que estaba tazada, la colocaron, como les había ordenado su señor, junto a la segunda puerta. El monstruo llevaba habitando en aquella región desde tiempo inmemorial y la conocía mejor que la palma de su mano. Sabía, pues, cuál era la ruta más corta para llegar a los Mares del Sur y cuál la más larga. No le resultó difícil, por tanto, dejar atrás al incauto de Ba-Chie. Delante de él se levantaba un pico altísimo y hacia allá dirigió su vuelo. Se sentó en la cumbre con ademán solemne y, tras sacudir ligeramente el cuerpo, se transformó en una copia exacta de Kwang-Ing. Al poco rato apareció en la distancia el Idiota, corriendo toscamente por encima de las nubes. Se sorprendió de ver allí a la Bodhisattva, pero no pensó en ningún momento que podía tratarse de un engaño. Como suele ocurrirles a los hombres estúpidos, para él no existía ninguna diferencia entre los budas y las imágenes que los representan. Descendió inmediatamente de la nube en la que viajaba y, echándose rostro en tierra, dijo, respetuoso:

—Aceptad el saludo de vuestro humilde discípulo Chu Wu-Neng.

—¿Se puede saber por qué no estás protegiendo al monje Tang? —le regañó el monstruo—. ¿Quién te ha dado permiso para venir a verme?

—Disculpad mi atrevimiento —respondió Ba-Chie—. Pero el caso es que junto al Arroyo del Pino Seco, en la Caverna de la Nube de Fuego, nos hemos topado con un monstruo terrible, que se hace llamar el Muchacho Rojo. Posee un extraordinario conocimiento de las artes mágicas y logró apoderarse de nuestro maestro. Pese a todo, nos la arreglamos para descubrir su guarida y retarle a muerte. Sin embargo, es un maestro consumado en el uso del fuego y nuestros esfuerzos resultaron, lamentablemente, inútiles. Dos veces nos hemos enfrentado a él, sin conseguir nada positivo. Y eso que en la segunda contamos con la ayuda de los Reyes Dragón, que trataron de apagar su fuego con una lluvia tan torrencial que arrasó bosques enteros y arrancó de raíz infinidad de montañas. Lo peor fue que Wu-Kung sufrió unas quemaduras tan horrorosas que apenas se puede mover. Por eso me pidió que viniera a entrevistarme con vos y suplicaros que libréis a nuestro maestro de una prueba tan horrenda como a la que ahora esta sometido.

—Me cuesta trabajo creerte —comentó el monstruo—. El Señor de la Caverna de la Nube de Fuego no es amigo de comer carne humana. Por fuerza habéis tenido que ofenderle de alguna manera para comportarse así con vosotros.

—Os juro que yo no he hecho nada —se defendió Ba-Chie—. Sin embargo, no puedo decir lo mismo de Wu-Kung. De hecho, ese monstruo se hizo pasar, en un principio, por un niño colgado de un pino, con el ánimo de probar a nuestro maestro. Tripitaka, como bien sabéis, posee un natural compasivo y ordenó que le desatáramos y cargáramos con él. Wu-Kung se prestó a ello a regañadientes, deshaciéndose de él en la primera ocasión que se le presentó. Eso hizo que el monstruo montara en cólera y se apoderara de nuestro maestro. He de reconocer que un acto tan deleznable como ése estuvo dictado exclusivamente por un comprensible afán de venganza.

—Eso mismo opino yo —comentó el monstruo—. Levántate y acompáñame hasta la cueva de esa bestia. Es preciso que me entreviste cuanto antes con ella y le pida que ponga en libertad a tu maestro. No dudo de que se avendrá a razones y, así, podréis continuar tranquilamente vuestro camino.

—Si hace eso —respondió Ba-Chie—, estoy dispuesto a arrodillarme ante él y a golpear el suelo con la frente más de diez mil veces seguidas.

—En ese caso, no hay más que hablar —comentó el monstruo—. Venid conmigo.

El Idiota renunció, de esta forma, a continuar su viaje a los Mares del Sur, regresando en compañía del monstruo a la Caverna de la Nube de Fuego. Al llegar a la puerta, se negó a seguir adelante, pero el monstruo le animó a entrar, diciendo:

—¿A qué viene ese miedo? ¿Acaso no sabes que ese monstruo es amigo mío? Vamos, pasa conmigo.

El Idiota dejó a un lado todos sus recelos y siguió a la falsa bodhisattva. En ese preciso instante una legión de diablillos se abalanzaron sobre él, gritando ferozmente. Antes de que pudiera reaccionar, se encontró en el interior de una bolsa de cuero, que las bestezuelas cerraron con la ayuda de una cuerda, para colgarla a continuación de una viga. El monstruo volvió a adquirir entonces la forma que le era habitual y, tomando asiento justamente en el centro de aquella congregación de bestias, preguntó a Ba-Chie en tono burlón:

—¿Se puede saber qué clase de poderes tienes tú para acompañar al monje Tang en busca de las escrituras? ¿Quién te ha dado, además, permiso para pedir a la Bodhisattva que venga a castigarme? Abre bien los ojos y mira quién soy. ¿No me reconoces? Todo el mundo me llama el Santo Niño. Durante cuatro o cinco días permanecerás colgado de esa viga, para ser después cocido al vapor y servir de aperitivo a mis súbditos.

—¡Maldito monstruo! —gritó Ba-Chie, desesperado—. ¿Cómo te has atrevido a usurpar la personalidad de la Bodhisattva? No pienses que semejante irreverencia va a quedar sin castigo. Has logrado engañarme, pero te advierto que, si comes mi carne, el mismo Cielo se encargará de darme cumplida venganza, haciendo que se os hinche a todos la cabeza.

El Idiota continuó lanzando improperios durante mucho tiempo, pero nadie se dignó prestarle la menor atención. Sólo el Gran Sabio pareció intuir lo desesperado de su situación. Estaba sentado tranquilamente en el bosque en compañía del Bonzo Sha, cuando se levantó de pronto un golpe de viento fétido. El Peregrino lo husmeó, como si fuera un lebrel, y exclamó, desalentado:

—¡Las cosas parecen irnos de mal en peor! Lejos de anunciarnos buena suerte, este viento parece asegurarnos mala fortuna. O mucho me equívoco, o Chu Ba-Chie ha perdido el rumbo que se trazó.

—Siempre le quedará la posibilidad de volver a recobrarlo, preguntando a alguien, ¿no? —replicó el Bonzo Sha.

—No en este caso —contestó el Peregrino—, porque me da el corazón que se ha topado con un monstruo.

—¿Cómo no ha vuelto a informarnos? —inquirió, una vez más, el Bonzo Sha.

—No lo sé —respondió el Peregrino—, pero algo ha salido definitivamente mal. Quédate aquí, cuidando del equipaje, mientras me acerco al otro lado del arroyo y trato de averiguar lo que está pasando.

—Todavía no estás recuperado del todo —protestó el Bonzo Sha—. Será mejor que vaya yo. De lo contrario, puedes sufrir un daño irreparable.

—Estáte tranquilo —dijo el Peregrino—. Me encuentro perfectamente. Además, es mi obligación.

Apretando los dientes con fuerza para soportar mejor el dolor, el Peregrino cogió la barra de hierro y cruzó, corriendo el arroyo. Cuando se halló frente a la Caverna de la Nube de Fuego, levantó la voz y dijo a los diablillos que la guardaban:

—Corred a informar a vuestro señor que acaba de llegar el Peregrino Sun.

Los diablillos así lo hicieron, pero el monstruo se negó a enfrentarse a él, prefiriendo que lo hicieran sus mejores soldados. Enardecidos por la confianza que les demostraba su señor, los guardianes desenvainaron las espadas y se lanzaron hacia la puerta, gritando como locos:

—¡Atrapémosle!

El Peregrino se sentía demasiado débil para hacer frente a tan selectos guerreros. Se retiró a un lado del camino y, tras recitar un conjuro, exclamó:

—¡Transfórmate! —y al instante se convirtió en una pieza de tela ribeteada en oro. Los diablillos no tardaron en dar con ella y, llevándola al interior de la caverna, dijeron a su señor:

—El Peregrino Sun ha renunciado al combate. Al oír nuestro grito de guerra, sintió tal pánico que abandonó el campo a toda prisa, dejando tras sí esta pieza de tela.

—No vale para nada —comentó el monstruo, echándole un vistazo—. Está apolillada y llena de agujeros. De todas formas, lavadla, si queréis. Puede servir para remendar nuestras sábanas.

Sin sospechar que se trataba del Peregrino, uno de los diablillos cogió la tela y la llevó a la parte de atrás de la cueva.

—¡Esto va mejor! —se dijo el Peregrino, esperanzado—. Así es como hay que tratar a los tejidos que han sido confeccionados con oro.

El Peregrino no era de los que se conformaban con engañar una sola vez. Al contrario, gozaba con complicar las cosas, buscando en todo momento la perfección absoluta. Así, no dudó en arrancarse un pelo y transformarlo en una copia exacta de la pieza de tela, mientras su auténtico ser se convertía en una pequeña mosca, que fue a posarse a una de las jambas de la puerta. Desde allí creyó oír la voz de Ba-Chie quejándose de su suerte y amenazando con terribles castigos a quien quisiera escucharle. Intrigado, el Peregrino revoloteó por la habitación, mirando por todas partes. Fue así como descubrió que la voz provenía de una bolsa de cuero que colgaba de una viga. Se posó sobre ella y oyó sin ninguna dificultad a Ba-Chie despotricando contra el monstruo.

—¡Maldita bestia! —decía, malhumorado—. A lo largo de mi vida he conocido todo tipo de engaños, pero nadie, que yo sepa, había osado hacerse pasar por la Bodhisattva. ¿Y todo para qué? Para cazarme y ofrecerme como aperitivo a unos diablillos que no valen ni para limpiar el suelo con la lengua. En el fondo no me preocupa, porque sé que llegará un día en que mi hermano mayor recuperará sus portentosas fuerzas, iguales en todo a las del Cielo, y acabará con todos los monstruos que viven aquí. Yo mismo te clavaré el tridente en el cuerpo más de mil veces seguidas, para que aprendas a respetar lo que debes.

El Peregrino se sintió profundamente conmovido y se dijo:

—Se ve que este Idiota tiene madera de guerrero. Apenas puede respirar ahí dentro y, sin embargo, aún no ha rendido su espada. ¡Tengo que acabar cuanto antes con ese monstruo! ¡No me lo perdonaré nunca, si vuelvo a fracasar!

Estaba tratando desesperadamente de idear un buen plan, cuando oyó decir al monstruo:

—¿Dónde están mis seis comandantes invencibles? Que vengan aquí inmediatamente.

Los tales comandantes eran, en realidad, seis diablillos con los que mantenía una relación especial de amistad y a los que había dado los nombres siguientes: Nube de Niebla, Niebla de Nube, Rapidez de Fuego, Velocidad de Viento, Alboroto y Tumulto.

No tardaron en aparecer tan singulares personajes, arrastrándose, como gusanos, por el suelo. Sin prestar la menor atención a su respetuosa sumisión, el monstruo les preguntó:

—¿Sabéis ir al palacio del Anciano Rey?

—Así es, señor —contestaron ellos al mismo tiempo.

—Entonces partid a anunciarle que he capturado al monje Tang y que deseo compartir con él su carne, pues es tan especial que quien la pruebe puede ver alargada su vida más de diez mil veces.

Los diablillos obedecieron al instante, lanzándose como un enjambre hacia la puerta. El Peregrino remontó el vuelo y los siguió al exterior de la caverna.

No sabemos si el personaje al que fueron a invitar accedió a sus deseos o, por el contrario, se opuso a ellos. Quien quiera averiguarlo, tendrá que escuchar las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.