CAPÍTULO XX
El dharma nace de la mente y a la mente debe su destrucción. Es posible que te preguntes quién será capaz de destruirle o de darle el ser, pero la respuesta está en ti mismo. ¿Para qué molestar a los demás con preguntas inútiles, si tan poderoso agente es tu propia mente? Cuanto debes hacer es extraer sangre del mineral de hierro. Perfórate la nariz con una hebra de seda y átala a la nada del árbol de la pasividad. De esa forma, escaparás al vicio y al mal obrar. No consideres jamás el hurto como hijo de tus entrañas y olvídate de la mente y el dharma. Que nadie se burle de ti; golpéale tú primero. Lo que aparece como mente no lo es en realidad. Cuando el Toro[1] y el Hombre se diluyen, el cielo, verdoso como el jade, se torna luminoso y la luna de agosto alcanza su cenit. Son entonces tan iguales que nadie puede separarlos.
Tan enigmáticos versos[2] fueron compuestos por Hsüan-Tsang, maestro de la ley, en cuanto hubo dominado el Sutra del Corazón, en cuyo misterio penetró con toda la fuerza de su incomparable comprensión. Lo recitó con tanta frecuencia que un rayo de luz espiritual llegó hasta el último rincón de su ser.
Pero sigamos hablando de los tres intrépidos viajeros, que comían cara al viento, descansaban junto a los cursos de agua, se vestían de luna y se arropaban con las estrellas. No tardó en llegar el verano y el cielo se tornó tórrido. Entristecidos, vieron marchitarse las flores y los vuelos de las mariposas hacerse cada vez más pesados, mientras en lo alto de los árboles los cantos de las cigarras se volvían más chillones. Los gusanos se encerraban en sus capullos, las hermosas granadas se revestían de un rojo tan intenso que parecían de fuego y los estanques se llenaban de lirios nuevos. Estaba cayendo ya la tarde, cuando un vieron un caserío junto al camino.
—Wu-Kung —dijo Tripitaka, entusiasmado—, mira el sol poniéndose tras la montaña y la luna saliendo por el este. La bola de fuego se esconde y aparece la rueda de hielo. Menos mal que ahí delante hay unas cuantas casas. Vamos a pedir alojamiento. Mañana continuamos el viaje.
—No se os podía haber ocurrido una idea mejor —exclamó Ba-Chie—. Me estoy muriendo de hambre. Pidamos algo de comer en una de estas casas. Así recobraré las fuerzas y podré seguir portando el equipaje.
—¡Eres incorregible! —le regañó el Peregrino—. Acabas de renunciar a la familia hace unos cuantos días y ya estás empezando a quejarte.
—Me temo, mi querido hermano, que yo soy como tú —se disculpó Ba-Chie—. Al menos me es imposible alimentarme de la niebla y el aire. Desde que decidí seguir a nuestro maestro, me he sentido todo el tiempo con hambre. ¿Qué quieres que haga? Yo soy así.
—Si sigues echando de menos las comodidades de la familia, no eres la persona adecuada para seguirme —sentenció Tripitaka, al oírle—. Lo mejor que puedes hacer es volverte adónde te encontré.
—Por favor, maestro —suplicó Ba-Chie, cayendo de rodillas—, no prestéis atención a lo que dice mi hermano. Es una persona a la que siempre le gusta echar la culpa a los demás. Ya veis, sin quejarme lo más mínimo, va y me acusa de hacerlo. Yo siempre digo lo que pienso y, como ahora tengo un hambre terrible, he dicho que sería buena idea llamar a una de esas puertas y pedir un poco de comida. ¿Es esa razón suficiente para afirmar que añoro la vida que acabo de dejar? La Bodhisattva me hizo entrega de los mandamientos y vos me otorgasteis vuestro perdón. Por eso, he decidido seguiros hasta el Paraíso Occidental. Os juro que no me arrepiento de ello y que estoy dispuesto a entregarme en cuerpo y alma a la práctica de la ascesis. Si me apartarais de vuestro lado, me moriría de pena.
—Si es verdad lo que dices —concluyó Tripitaka—, levántate y sigue con nosotros.
Sin dejar de murmurar, el Idiota se puso de pie de un salto y volvió a cargar con el equipaje. Tuvo que acelerar el paso para ponerse a la altura de sus compañeros, que habían llegado ya frente a una de las casas. Tripitaka bajó del caballo y el Peregrino se hizo en seguida con las riendas. Ba-Chie, por su parte, volvió a dejar el equipaje en el suelo. Por encima de sus cabezas se extendía el verde dosel de las ramas de un árbol. Tripitaka se dirigió hacia la puerta con su bastón de nueve nudos y su sombrero de paja para la lluvia. En el interior de la casa vio un anciano sentado sobre una estera de bambú que no paraba de repetir, con envidiable unción, el nombre de Buda. Tripitaka no se atrevió a levantar la voz, limitándose a decir en un leve murmullo:
—Aceptad nuestro humilde saludo.
El anciano se puso inmediatamente de pie y se arregló las ropas lo mejor que pudo. Abrió la puerta y devolvió el saludo a tan inesperados visitantes, diciendo:
—Perdonadme por no haber salido antes a daros la bienvenida. ¿De dónde sois y cómo es que habéis venido a parar a mi modesta morada?
—Vuestro humilde servidor —contestó Tripitaka— es un monje procedente de la capital de los Tang, cuyo reino, como bien sabéis, se halla en el este. Siguiendo el deseo del emperador que lo rige, me dirijo hacia el Templo del Trueno con el fin de conseguir las escrituras de Buda. Como estaba haciéndose tarde cuando llegamos a este lugar, decidimos pedir cobijo para pasar la noche. De esta forma, mañana podremos continuar el viaje con mayores energías.
—Estáis perdiendo el tiempo —exclamó el anciano, sacudiendo las manos y la cabeza—. Si lo que deseáis es haceros con las escrituras que decís, en vez de ir al Paraíso Occidental, cuyo acceso es extremadamente difícil, deberíais dirigiros al Oriental.
—¡Qué raro! —se dijo Tripitaka, desconcertado—. La Bodhisattva me ordenó claramente ir hacia el Oeste. ¿Cómo es que este anciano ahora me sale con que debería haber iniciado el viaje en sentido contrario? Que yo sepa, en el Este no existen escrituras de ese tipo.
Pese a todo, cayó preso de la frustración y durante mucho tiempo se sintió incapaz de decir palabra alguna. El Peregrino no era tan considerado como él y, sin poderse contener, se acercó al anciano y le dijo:
—Es posible que tu edad sea muy avanzada, pero se ve que andas muy corto de sentido común. Hasta llegar aquí hemos recorrido un largo camino y lo que menos esperábamos es que una persona tan respetable como tú nos fuera a salir con ésas. Si no quieres alojarnos en tu casa, porque es demasiado pequeña y no hay lugar para todos, podemos pasar la noche bajo los árboles sin molestarte. ¿A qué viene eso de querer disuadirnos de nuestro empeño?
—Se nota que vos sois una persona más sensata que ese discípulo vuestro de la barbilla puntiaguda, las mejillas hundidas, los ojos rojos como la sangre y la boca de dios del trueno —dijo el anciano, dirigiéndose a Tripitaka—. Es la auténtica imagen de un demonio, pero eso no le da ningún derecho para insultar a una persona tan entrada en años como yo, ¿no os parece?
—¿Tan entrada en años como tú? —repitió el Peregrino, soltando la carcajada—. Se ve que, aparte de otras cosas, te falta la capacidad de discernir. Los guapos sólo tienen de su parte la belleza, pero yo poseo algo que muchos ansían y muy pocos han llegado a conseguir.
—¿Quieres decir que tus capacidades son incontables? —preguntó el anciano.
—No es que me las quiera dar de grande, pero así es —contestó el Peregrino.
—¿Dónde vivías antes y por qué decidiste raparte y hacerte monje? —volvió a preguntar el anciano.
—Yo soy originario —explicó el Peregrino— de la Caverna de la Cortina de Agua, que se halla enclavada en la Montaña de las Flores y Frutos, en el país de Ao-Lai del Continente de Purvavideha. En mi juventud me dediqué al estudio de lo verdaderamente importante y, tras adoptar el nombre religioso de Wu-Kung, me convertí en el Gran Sabio, Sosia del Cielo. Pese a todo, en el mundo de lo alto no se me respetó como yo hubiera deseado y sumí en confusión el Palacio Celeste, cometiendo crímenes horrendos que trajeron la desgracia sobre mi cabeza. Tras sufrir un tremendo castigo, me convertí al budismo y empecé a cultivar los frutos de la Verdad. Por eso acompaño ahora a mi maestro, un hermano del Emperador de los Tang, en su viaje hacia el Paraíso Occidental con el fin de presentar sus respetos a Buda. ¿Por qué habría de tener miedo a la altura de las montañas, las añagazas del camino, la anchura de los cursos de agua o el impresionante fragor de las olas? Tengo poder para capturar monstruos, derrotar demonios, domar tigres, capturar dragones… Conozco, en suma, un poco de todo lo que una persona necesita saber para ascender a los cielos o adentrarse en el interior de la tierra. Si da la casualidad de que en tu familia se producen fenómenos tan extraños como que vuelen los ladrillos, las tejas bailen, los pucheros hablen o las puertas se abran solas, yo puedo acabar en un santiamén con todo eso.
—¿Así que tú eres uno de esos monjes fanfarrones que van mendigando su sustento de puerta en puerta? —exclamó el anciano, soltando la carcajada, tras escuchar tan largo discurso.
—Aquí el único fanfarrón que hay es tu hijo —replicó el Peregrino—. Yo, simplemente, no tengo tiempo para eso. Este viaje está resultando muy cansado y apenas me quedan ya fuerzas para hablar.
—Vamos, que si no estuvieras rendido y aún te quedaran unas pocas ganas de hablar, serías capaz de matarme con tu palabrería —se burló el anciano—. En fin, que arrestos no te faltan para llegar con bien al Oeste. ¿Cuántos sois los que habéis emprendido esa locura? Por mí no hay inconveniente en que descanséis bajo mi techo.
—Gracias por ser tan generoso con nosotros —contestó Tripitaka—. En total somos tres.
—¿Dónde está el otro que falta, si puede saberse? —preguntó el anciano.
—Tus ojos no deben de estar muy bien que digamos —comentó el Peregrino con intención—. ¿No le ves allí, a la sombra?
El anciano poseía, en verdad, una vista muy débil. Levantó, pues, la cabeza y miró en la dirección que se le indicaba. En cuanto logró, por fin, ver el extraño rostro y la protuberante boca de Ba-Chie, cayó preso del pánico y corrió hacia el interior de la casa, tropezando a cada paso que daba.
—¡Cerrad la puerta a toda prisa! —gritaba, excitado—. ¡Que viene un monstruo!
—No tengas miedo, hombre —le instó el Peregrino, agarrándole de la manga—. Ése no es un monstruo, sino mi hermano.
—¡Ésta sí que es buena! —exclamó el hombre, temblando de pies a cabeza—. Si un monje es feo, el otro lo es más.
—Estás muy equivocado, si juzgas a la gente por su apariencia —dijo Ba-Chie, acercándose—. Es posible que seamos un poco feos, pero las verdades que poseemos son francamente envidiables.
Mientras el anciano hablaba con los tres monjes delante de su casa, por el extremo sur del caserío aparecieron dos hombres jóvenes al frente de una anciana y un grupo de niños. Todos llevaban las ropas arremangadas y los pies descalzos, ya que volvían de plantar. Al ver el caballo, el equipaje y la animación que había a la puerta de la casa, se llegaron hasta ella y preguntaron:
—¿Qué hace aquí tanta gente?
Ba-Chie se dio la vuelta, sacudió las orejas un par de veces y estiró otras tantas su largo hocico. Al verle, los curiosos huyeron despavoridos en todas las direcciones, atropellándose como si acabaran de toparse con un fantasma. Preocupado, Tripitaka no dejaba de gritarles:
—No tengáis miedo. No somos monstruos, sino monjes en busca de escrituras sagradas.
El anciano salió a ayudar a la mujer, que había quedado tumbada en el suelo, y le dijo, tratando de ayudarla:
—Levántate y no tengas miedo. Éste es un monje muy virtuoso que viene de la corte de los Tang, y, aunque sus discípulos son feos en extremo, puedo asegurarte que poseen un corazón de oro. Ahora coge a los niños y mételos en la casa.
Con su ayuda la mujer recorrió los pocos metros que la separaban de la puerta, seguida de los niños y los dos jóvenes. Tripitaka se sentó entonces en la cama de bambú y empezó a regañar a sus discípulos, diciendo:
—¡No comprendo vuestro modo de ser! Bastante tenéis con la fealdad de vuestro cuerpo, para que, encima, hagáis uso de un modo de hablar tan vulgar y desconsiderado. Habéis asustado a toda la familia y, lo que es peor, me estáis obligando a mí a pecar sin parar.
—Me extraña que afirméis eso —replicó Ba-Chie, sorprendido—. A decir verdad, desde que estoy con vos me comporto muchísimo mejor que antes. Cuando residía en la aldea del señor Gao, sólo tenía que mover una vez las orejas para que todos se sintieran muertos de miedo.
—Deja de decir tonterías —le reconvino el Peregrino—. ¿No has reparado nunca en lo feo que eres?
—¡Mira quién fue a hablar! —exclamó Tripitaka—. La apariencia que tenemos no depende de nosotros. Se nos da a la hora de nacer.
—Todo eso está muy bien —admitió el Peregrino—. Pero éste podía hacer algo para disimular un poco su fealdad, ¿no? ¿Qué le costaría, por ejemplo, coger su morro de rastrillo y pegarlo contra el pecho todo lo que pueda? Además, debería echarse para atrás esas orejas de abanico de junco que tiene y no moverlas sin ton ni son.
Ba-Chie aceptó en seguida la sugerencia, escondiendo el morro y echando para atrás las orejas. Dobló después las manos a la altura de la cabeza y, de esta forma, la cara quedó totalmente tapada. El Peregrino se encargó de meter el equipaje y de atar el caballo en uno de los postes que había en el patio.
En aquel mismo momento el anciano ordenó a uno de los criados que trajera tres tazas de té en una bandeja de madera. En cuanto los huéspedes hubieron dado buena cuenta de ellas, se sirvió una comida vegetariana. Antes, otro de los sirvientes había sacado al patio una vieja mesa sin pintar y tres o cuatro taburetes con las patas rotas. Hacía mucho calor en el interior de la casa y se decidió que lo mejor sería cenar al aire libre. En cuanto se hubieron sentado, Tripitaka preguntó al anciano:
—¿Cómo os apellidáis?
—Vuestro humilde servidor pertenece a la familia de los Wang —respondió el anciano.
—¿Con cuántos herederos contáis? —volvió a inquirir Tripitaka.
—Exactamente tengo dos hijos y tres nietos —contestó el anciano.
—Os felicito —dijo Tripitaka—. ¿Y cuál es vuestra edad, si puede saberse?
—Así, como quien no quiere la cosa —respondió, una vez más, el anciano—, acabo de cumplir sesenta y un años.
—¡Eso es fantástico! —exclamó el Peregrino—. A muy pocos les es dado iniciar un nuevo ciclo sexagenario.
—Al poco de llegar a tu puerta —dijo Tripitaka, cambiando de tema—, afirmasteis que las escrituras del Paraíso Occidental son muy difíciles de conseguir. ¿Podéis explicarnos por qué?
—No tanto las escrituras como el viaje en sí —aclaró el anciano—. El camino hasta allá está, de hecho, lleno de escollos prácticamente insalvables. A sesenta millas al oeste de aquí, sin ir más lejos, se levanta la Cordillera del Viento Amarillo, que tiene una longitud aproximada de mil seiscientos kilómetros. Lo peor, no obstante, es que está plagada de monstruos; eso es lo que yo entiendo por escollos insalvables. De todas formas, puesto que vuestros discípulos parecen tener poderes muy especiales, creo que no tendréis mucha dificultad en seguir adelante.
—Habéis dado de lleno en el clavo —exclamó el Peregrino, orgulloso. Entre mi hermano y yo podemos dar buena cuenta de todos los monstruos que quieran importunarnos.
Mientras hablaban, uno de los hijos trajo un poco de arroz y dijo a los huéspedes:
—Comed cuanto deseéis.
Tripitaka dobló las manos y dio gracias al cielo. Antes, sin embargo, de que hubiera terminado la oración, Ba-Chie ya se había tragado un cuenco entero de arroz. Poseía un hambre tan feroz que, en un abrir y cerrar de ojos, engulló otros tres más.
—¡Cuidado que eres tragón! —le regañó el Peregrino—. Te pareces a un preta[3].
El anciano era un hombre muy sensible y, en cuanto vio lo deprisa que comía Ba-Chie, dijo:
—Se ve que este respetable monje tiene un hambre increíble. Que traigan un poco más de arroz, por favor.
El Idiota tenía, en verdad, un enorme apetito. Sin levantar una sola vez la cabeza de la mesa, dio buena cuenta de diez cuencos de arroz mientras Tripitaka y el Peregrino apenas habían tenido tiempo de terminar dos. Pero no por eso se dio por aludido y continuó comiendo como si tal cosa.
—Me temo que, con las prisas, no hemos podido preparaos nada realmente sabroso —se disculpó el anciano—. No me atrevo, por ello, a insistiros que comáis más. Sin embargo, tampoco me gustaría que os quedarais con hambre.
—No os preocupéis —trataron de tranquilizarle Tripitaka y el Peregrino—. Ha sido suficiente lo que nos habéis servido.
—¿Suficiente? —protestó Ba-Chie—. Menos hablar y más hacer es lo que tú necesitas. ¿Se puede saber a qué estás jugando? ¿A qué viene eso de disculparse por algo que nunca has tenido intención de hacer? Saca un poco más de arroz, si lo tienes, y ya está.
El Idiota terminó con todo el arroz de la casa en una sola comida. Pero lo más asombroso fue que dijo que todavía no estaba lleno. Afortunadamente, nadie le hizo caso. Tras recoger la mesa, todos se retiraron a descansar. A la mañana siguiente muy temprano el Peregrino se encargó de ensillar el caballo, mientras Ba-Chie ponía en orden el equipaje. El señor Wang pidió a su esposa que les preparara algo de beber. Los tres lo tomaron con inesperada fruición y fueron a despedirse de su anfitrión, que se disculpó, diciendo:
—Perdonad que no os haya tratado como merecéis. De todas formas, sabed que, si os topáis con alguna desgracia a lo largo del camino, las puertas de esta casa siempre estarán abiertas para vosotros y podéis regresar a ella cuando queráis.
—¿Por qué quieres convertirte en ave de mal agüero? —le preguntó el Peregrino—. Nosotros no somos de los que nos volvernos atrás —y, tras cargar con el equipaje, espolearon el caballo y continuaron su periplo hacia el Oeste.
Sin embargo, como muy bien demostró su viaje, no existía seguridad alguna en los caminos que conducían al Paraíso Occidental. En ellos se agazapaban demonios horrorosos, que sólo pensaban en hacer el mal a quien osara transitar por allí. Apenas habían viajado medio día cuando llegaron a una montaña muy alta y escarpada. Tripitaka espoleó el caballo y se lanzó pendiente arriba. Pronto, no obstante, se detuvo y, sentándose de medio lado en la silla, miró curioso a su alrededor. La montaña era, en verdad, muy alta. Por doquier se veían riscos inaccesibles y precipicios sin fondo. A poca distancia de donde se encontraban los monjes había una gran depresión, por la que se precipitaba la arrolladora fuerza de un torrente. Las flores que crecían a sus orillas eran, no obstante, muy abundantes y llamativamente frescas. La cumbre de la montaña se perdía en lo azulado del cielo y era de suponer que el torrente que recogía todas sus aguas llegaría hasta las mismísimas puertas del infierno. La blancura de las nubes que la rodeaban contrastaba con las formas extrañas de las rocas, altísimas y sobrecogedoras. Tras ellas se adivinaba un auténtico laberinto de cavernas, en las que se escondían los dragones y se escuchaba el continuo gotear del agua. Tripitaka vio también en la lejanía el complicado trazado de las cornamentas de los ciervos, la mirada desconfiada y lerda de los antílopes, las rojas escamas de las serpientes pitón, los estúpidos rostros blanquecinos de los simios, el esfuerzo de los tigres que subían ladera arriba en busca de sus guaridas, y los inaccesibles cubiles de los dragones en los que descansaban hasta el amanecer. Las hojas marchitas emitían un chasquido seco al ser pisadas, alertando a los moradores de las cavernas y a toda clase de aves, que se alejaban, como dardos, batiendo sonoramente las alas. En el bosque las bestias lanzaban su rugido y al instante huían, despavoridas, más de diez mil bestias salvajes. Toda la montaña aparecía teñida de un color azul verdoso, que recordaba el jade. En las horas tempranas de la mañana, sin embargo, la niebla actuaba como un velo que difuminaba dulcemente los colores.
Tripitaka conducía con precaución su cabalgadura y el mismo Gran Sabio redujo el ritmo de su caminar. Chu Wu-Neng, por el contrario, siguió andando como si se encontrara en un terreno totalmente llano. Todos ellos, no obstante, se sentían de alguna forma impresionados por la belleza de la montaña. Cuando más embelesados parecían estar, se levantó de pronto un viento huracanado y Tripitaka gritó alarmado:
—¡Está empezando a levantarse el viento, Wu-Kung!
—¿Y qué? —replicó Wu-Kung—. No me digáis que le tenéis miedo Es la respiración del cielo y no cesa a lo largo de las cuatro estaciones ¿A qué viene tanto temor?
—Todo eso está muy bien —contestó Tripitaka—. Pero ese viento es extremadamente fuerte y no se parece en nada al que viene directamente del cielo.
—¿En qué lo notáis? —insistió el Peregrino.
—¿Es que no has reparado en su fuerza? —dijo Tripitaka—. Su forma de soplar es, además, muy arrogante, cosa que raramente se da en el que tiene su origen en los cielos color de jade. ¿No oyes el crujido de los árboles, al pasar por la cordillera? Sus troncos se agitan como ramitas muertas. Junto a los cursos de agua los sauces parecen formar parte de los juncales. Por doquier vuelan flores marchitas y hojas desgajadas. Los pescadores han recogido a toda prisa las redes y amarrado las barcas, aunque las maromas están tensas y a punto de romperse. Los barcos más grandes han buscado lugares abrigados y han lanzado allí sus anclas. Los caminantes se han visto obligados a detener su viaje y los leñadores no han podido seguir adelante con sus pesados haces de leña a la espalda. Los monos han abandonado las copas de los árboles y no saben dónde esconderse. Los cervatillos huyen despavoridos, sin atreverse a volver a los macizos de flores, en los que encuentran cobijo. Los cipreses plantados al borde de los acantilados van cayendo por ellos uno a uno. La corriente de los ríos arrastra bambúes y pinos desgajados. El polvo forma una especie de neblina que dificulta la visión y no deja respirar. Hasta los mares y los ríos se han desbordado, sus olas arrollando cuanto encuentran.
—El maestro tiene razón —dijo Ba-Chie al Peregrino, tirándole, preocupado, de la manga—. Ese viento es demasiado fuerte. Lo mejor es que nos refugiemos en algún sitio hasta que haya amainado.
—Se nota que eres demasiado débil —se burló el Peregrino de él, soltando la carcajada—. ¿Sólo porque nos hemos topado con un huracán, ya quieres esconderte? ¿Puedes decirme qué harías, si te encontraras cara a cara con un monstruo?
—Quizá, querido hermano —replicó Ba-Chie—, no conozcas el proverbio que dice: «Huye de la sensualidad como de un enemigo, y del viento como una flecha». Nada perdemos, de todas formas, buscan refugio durante un rato.
—No sigas hablando y déjame agarrar y oler ese viento —le ordenó el Peregrino.
—¡Cuidado que eres mentiroso! —exclamó Ba-Chie, riendo—. ¿Cuándo se ha oído que se pueda agarrar el viento para después olerlo? Es tan escurridizo que, cuando se intenta detenerlo, deja atrás las barreras y sigue tranquilamente su camino.
—No sé si lo sabrás —repitió el Peregrino—, pero yo poseo el poder de agarrar el viento —y, para demostrar que así era, lo agarró por la cola y la olfateó con cuidado.
La encontró tan repugnante que la soltó al instante y dijo:
—Teníais razón. Este viento no es nada bueno. Huele a tigre o a monstruo. En todo caso, no augura nada bueno.
No había acabado de decirlo, cuando por encima de uno de los riscos de la montaña apareció un tigre corpulento con un rabo que parecía un látigo. Tripitaka se asustó tanto al verlo que perdió el equilibrio y se cayó de cabeza, quedándose tumbado en el suelo no tanto por efecto del golpe como del miedo. Ba-Chie, por su parte, arrojó el equipaje a un lado y, agarrando el tridente, se lanzó contra la bestia, gritando:
—¡Maldito animal! ¿Se puede saber adónde vas? —y le asestó un tremendo golpe en la cabeza.
El tigre se elevó cuan largo era sobre sus patas traseras y se hizo un agujero en el pecho con la zarpa izquierda. Agarró después la piel y la rasgó de arriba abajo, produciendo un ruido escalofriante. Totalmente desollado, se quedó de pie junto al camino. La sangre le chorreaba por todo el cuerpo desnudo, formando un charco alrededor de sus patas traseras. Sólo en la parte de las sienes conservaba unos cuantos pelos, que más bien parecían dardos de fuego. Sus cejas aceradas apuntaban hacia el cielo, sus indestructibles colmillos poseían el albor de la muerte, y sus ojos amarillentos emitían rayos de luz escalofriante. A impresionante estampa había que añadir la fiereza de sus rugidos, que resonaban en todos los riscos, antes de perderse en la distancia.
—¡Deteneos y no deis un paso más! —ordenó con ademán autoritario—. Soy la avanzadilla de las fuerzas mandadas por el Rey del Viento Amarillo, de quien he recibido la orden de vagar por estas montañas en busca de algunos humanos que poder llevarse a la boca como aperitivo ¿De dónde venís y quiénes sois para atreveros a volver vuestras armas contra mí?
—¡Tú lo que eres es una bestia maldita! —repitió Ba-Chie—. Se ve que no nos has reconocido, ¿eh? Nosotros no somos mortales, sino discípulos de Tripitaka, hermano del Gran Emperador de los Tang de las Tierras del Este, que se dirige al Paraíso Occidental en busca de las escrituras de Buda. Lo mejor que puedes hacer, por tanto, es dejarnos pasar y no asustar a nuestro maestro. Si lo haces, te perdonaré la vida; en caso contrario, no mostraré hacia ti clemencia alguna y te destrozaré con mi tridente.
El monstruo creyó oportuno dar por terminada la arenga y, acercándose a Ba-Chie, le lanzó un tremendo zarpazo. Afortunadamente Wu-Neng se hizo a tiempo a un lado y descargó sobre su adversario todo el peso de su tridente. Comprendiendo que estaba en clara desventaja, el monstruo se dio media vuelta y huyó. Ba-Chie salió en su persecución, pisándole literalmente los talones. A media pendiente el monstruo se detuvo, revolvió unas rocas y sacó un par de cimitarras de bronce, con las que hizo frente a su perseguidor. Los dos contendientes midieron sus fuerzas una y otra vez, sin que ninguno de los dos obtuviera una ventaja apreciable. El Peregrino, mientras tanto, ayudó a levantar al monje Tang, diciendo:
—No tengáis miedo, maestro. Sentaos aquí y no os mováis. Voy a ayudar a Ba-Chie a dominar a ese monstruo, así podremos reanudar el viaje lo antes posible.
Solamente entonces hizo Tripitaka el suficiente acopio de fuerzas para sentarse. Sin embargo, estaba tan alterado que temblaba como una hoja en el seno de un huracán. Comprendiendo el mal ejemplo que estaba dando, empezó a recitar el Sutra del Corazón.
El Peregrino se había llegado, mientras tanto, hasta donde estaba Ba-Chie guerreando con el monstruo y, sacando la barra de hierro, gritó:
—¡Agárrale y no le dejes escapar!
Eso dio nuevos ánimos a Ba-Chie, que intensificó la fiereza de sus asaltos; el monstruo, dándose cuenta de que estaba a punto de ser derrotado, se dio media vuelta y huyó a toda prisa.
—¡Que no se escape! —volvió a gritar el Peregrino—. ¡Hay que agarrarlo! —y los dos se lanzaron en su persecución montaña abajo.
Consciente del peligro que corría, el monstruo recurrió al truco de la cigarra que cambia de caparazón y, dejándose caer pendiera abajo, volvió a transformarse en un tigre. El Peregrino y Ba-Chie no se arredraron por eso y aumentaron la velocidad de su carrera, dispuestos a terminar con él de una vez por todas. Al ver que su truco no había surtido el menor efecto, el monstruo arrojó la piel de tigre sobre una roca y se convirtió en un viento huracanado. Como una exhalación volvió a recorrer el camino que hasta allí le había llevado, topándose con Tripitaka, que no paraba de recitar el Sutra del Corazón, tentado a la vera del camino. Felicitándose por tan buena suerte, el monstruo le agarró por los hombros y le arrastró monte arriba. ¡Qué mala fortuna la de Tripitaka, condenado a sufrir desde antes que le fuera impuesto el nombre «El-que-flota-en-el-río»! ¡En verdad es extremadamente difícil conseguir méritos a los ojos de Buda!
El monstruo no tardó en llegar a la caverna de su señor. Abandonó su disfraz de viento y, dirigiéndose a la bestia que guardaba la puerta, le dijo:
—Vete a informar al Gran Rey de que el Tigre de la Vanguardia ha capturado a un monje y se encuentra a la espera de sus órdenes.
El Señor de la Caverna le hizo entrar inmediatamente a su presencia. El Tigre de la Vanguardia llevaba a la cintura las dos cimitarras de bronce, mientras arrastraba al monje Tang con las manos en alto, Cuando se hubo hallado ante su señor, se arrodilló con respeto le dijo:
—Aunque vuestro humilde subordinado carece de toda habilidad, habéis confiado en él y le habéis concedido el mando de todas las patrullas que recorren la montaña. Mi agradecimiento por tan inmerecida confianza es, francamente, indescriptible. Pero lo que más me alegra es haber cumplido mi responsabilidad con total dedicación e indiscutible efectividad. Así, me complace comunicaros la captura del monje Tripitaka, Maestro de la Ley y hermano del Gran Emperador de los Tang de las Tierras del Este, que iba al Occidente en busca de las escrituras de Buda. Me cabe el honor de regalárosle, para que le devoréis, cuando buenamente os venga en gana.
—He oído decir —replicó el Señor de la Caverna, un tanto sorprendido— que ese tal Tripitaka es un monje muy santo, que se dirige, efectivamente, al Oeste a por las escrituras budistas por orden expresa del Emperador de los Tang. Tengo entendido que uno de sus discípulos, un tal Sun Wu-Kung, le acompaña en este viaje y que sus conocimientos de magia y su inteligencia no tienen parangón. ¿Cómo te las arreglado para atraparle y traerle hasta aquí?
—Me temo que no estáis muy bien informado —respondió el Tigre de la Vanguardia—, porque no es uno, sino dos los discípulos que le acompañan. El primero que vi blandía un tridente de nueve puntas y poseía unas orejas muy grandes y un hocico llamativamente largo. El otro se servía de una barra de hierro con los extremos de oro y tenía unas pupilas de diamante y unos ojos que parecían echar fuego. Ambos trataron de atraparme, pero logré burlarles usando el truco de la cigarra que muda de caparazón. Lo hice tan bien que no sólo conseguí dejarles atrás, sino que también capturé a su maestro. Espero que os guste, pues no dudo que le devoraréis en seguida.
—Ahora no tengo hambre —dijo el Señor de la Caverna—. Le dejaré para más tarde.
—«Sólo un caballo inútil rechaza la comida que se le ofrece» —citó el Tigre de la Vanguardia.
—Mira —le explicó el Señor de la Caverna—. Voy a ser sincero contigo. No tengo ningún empacho en comérmelo ahora mismo. Pero me temo que, si lo hago, sus discípulos no tardarán en presentarse aquí a exigirnos cuentas. Creo que lo mejor será que le atemos a uno de los postes del patio de atrás y le dejemos allí tres o cuatro días. Si esos dos no aparecen por aquí, nos habremos ahorrado una batalla y éste estará preparado para que le hinquemos tranquilamente el diente. Podremos comérnosle como más nos guste: cocido, frito, ahumado o al vapor. Nadie habrá que nos lo impida.
—Vuestra sabiduría y previsión son, ciertamente, dignas de encomio —comentó, admirado, el Tigre de la Vanguardia—. A nadie podía habérsele ocurrido una decisión tan justa —se volvió después a los criados y les ordenó—: Llevaos al monje.
Seis o siete demonios se abalanzaron entonces sobre Tripitaka y le arrastraron afuera, donde le ataron con fuerza, como si fueran halcones persiguiendo gorriones. «El-que-flota-en-el-río» se sintió totalmente abatido, pero, sacando fuerzas de flaqueza, llamó mentalmente a sus discípulos Wu-Kung y Wu-Neng, diciendo:
—Desconozco en qué montaña os halláis ahora cazando monstruos o en qué región dominando bestias. Sin embargo, quiero que sepáis que he sido capturado por el monstruo, de quien he recibido un trato francamente vejatorio. ¿Cuándo volveremos a vernos de nuevo? ¡Qué amarga desgracia se ha abatido sobre nosotros! Acudid en mi auxilio lo más rápido que podáis. De lo contrario, perderé la vida y todos mis esfuerzos habrán resultado vanos —y las lágrimas caían por sus mejillas, como la lluvia por la cárcava.
El Peregrino y Ba-Chie, mientras tanto, al ver caer al monstruo montaña abajo, pensaron que le habían atrapado y se dispusieron a atarle. El Peregrino cogió la barra y la lanzó con todas sus fuerzas contra el tigre, pero rebotó sobre la roca y volvió a sus manos, despellejándoselas lastimosamente. Lo mismo le ocurrió a Ba-Chie con el tridente. De esta forma, descubrieron que lo que ellos creían monstruo no era más que una piel de tigre colocada con cuidado sobre una roca. Impotente, el Peregrino exclamó:
—¡Oh, no! ¿Cómo hemos podido ser tan tontos? ¡Se ha burlado de nosotros usando el truco más sencillo del mundo!
—¿De qué truco hablas? —le preguntó Ba-Chie.
—Del de la cigarra que muda de caparazón —contestó el Peregrino—. Ha abandonado la piel sobre una roca, pero él ha logrado escapar. Regresemos inmediatamente al lado de nuestro maestro. Espera que no le haya sucedido nada.
Volvieron a toda prisa sobre sus pasos, pero no lograron dar con Tripitaka.
—¿Qué podemos hacer? —bramó el Peregrino, preocupado—. ¡Se ha llevado a nuestro mentor!
—¡Cielo santo! —exclamó Ba-Chie, apenado, echando mano del caballo y empezando a llorar—. ¿Adónde podemos ir a buscarle?
—¡No llores! —le ordenó el Peregrino con la cabeza enhiesta—. El que cede al llanto se siente ya derrotado. Por fuerza tiene que encontrarse en algún lugar de esta montaña. Partamos inmediatamente en su busca.
Sin pérdida de tiempo se adentraron en la cordillera, escalando picos y dejando atrás impresionantes riscos. Después de andar durante mucho tiempo, vieron aparecer una caverna colgada del murallón de un precipicio. Se trataba, en verdad, de un espléndido lugar. Era como una fortaleza inexpugnable, a la que se accedía por un tortuoso camino abierto en la roca. Encima de ella podía apreciarse el azul verde de los pinos, el frescor de los bambúes y el verdor de los sauces y otros árboles. En el fondo del precipicio se veían parejas de rocas con formas muy extrañas, sobre las que revoloteaban aves de especies desconocidas. Un arroyuelo saltaba entre la rocalla en busca de las lejanas orillas arenosas del mar. Por encima las nubes formaban racimos grisáceos que hacían resaltar el color verde de la vegetación. Zorros y liebres corrían por la espesura, mientras los ciervos hacían gala de su fuerza, entrechocando sus magníficas cornamentas. A mitad del acantilado se veía una viña cuya edad en nada desdecía de la de un cedro centenario que se elevaba un poco más allá. La majestad y grandeza de aquel lugar sobrepasaban a las del monte Hua[4]. Era, además, tal la cantidad de flores y pájaros que en él había que ni siquiera el monte Tien-Tai podía vanagloriarse de superarla.
—Deja el equipaje en ese pliegue de la montaña —dijo el Peregrino a Ba-Chie—. Así se encontrará protegido de los vientos. Si quieres, puedes llevar a pastar al caballo. Yo solo me valgo para derrotar a ese monstruo. Es preciso que le capture antes de poner en libertad a nuestro maestro.
—No es preciso que me des tantas órdenes —replicó Ba-Chie—. Vete cuanto antes.
El Peregrino se desenrolló la túnica y se apretó el cinturón. Cogió después la barra de hierro y corrió hacia la puerta de la caverna, en cuyo dintel había sido grabada la siguiente inscripción: «Caverna del Viento Amarillo. Pico del Viento Amarillo».
El Peregrino se dispuso en seguida para la lucha. Abrió las piernas, adelantó ligeramente un pie y, agarrando con fuerza la barra, gritó:
—¡Monstruo! ¡Deja salir inmediatamente a mi maestro, si no quieres que arrase tu guarida y destruya para siempre tu morada!
Cuando lo oyeron los demonios que guardaban la puerta, corrieron, presa del pánico, a informar a su señor, diciendo:
—¡Qué terrible desgracia se ha abatido sobre nosotros, gran señor!
—¿Se puede saber qué es lo que ocurre? —preguntó el Monstruo del Viento Amarillo.
—Ahí fuera, a la puerta misma de la caverna —explicó uno de los demonios—, hay un monje con apariencia de un dios del trueno y una barra muy gruesa de hierro en las manos, exigiendo la inmediata puesta en libertad de su maestro.
Temeroso, el Señor de la Caverna se volvió hacia el Tigre de la Vanguardia y le dijo:
—Te ordené que fueras a patrullar la montaña y me trajeras uno cuantos carabaos, jabalíes, ciervos bien cebados y cabras salvaje. ¿Cómo se te ocurrió apresar al monje Tang? Por tu culpa, su discípulo está ahí fuera buscando camorra. ¿Quieres decirme qué podemos hace?
—Estad tranquilo y no os alarméis —le aconsejó el Tigre de la Vanguardia—. Aunque vuestro servidor carece de vuestra portentosa inteligencia, o le falta valor para salir al frente de cincuenta soldados y arrestar a ese tal Peregrino Sun. Os aseguro que hoy mismo os le serviremos a la mesa.
—Esperemos que así sea —dijo el Señor de la Caverna, más calmado—. Aparte de los oficiales, contamos con un número aproximado de setecientos soldados. Puedes coger a los que quieras para esta operación. Únicamente en el caso de que sea capturado el Peregrino, podremos disfrutar a nuestras anchas de la carne de su maestro. Si lo consigues, sellaré contigo un pacto de hermandad. De todas formas, me temo que, si fracasas, ninguno de los dos quedaremos para contarlo.
—Estad tranquilo —replicó el Tigre de la Vanguardia—. Con vuestro permiso voy a salir a presentarle batalla.
Inmediatamente convocó a filas a los demonios más fuertes, que empezaron a agitar los estandartes y a batir los tambores. Cogió después las dos cimitarras de bronce y, saliendo fuera de la caverna, gritó con voz potente:
—¿Se puede saber de dónde vienes, monje mono, para osar romper la paz que aquí reina?
—¡Maldita bestia mudadora de piel! —bramó el Peregrino—. Te serviste de un burdo truco para apresar a mi maestro, y ¿todavía te atreves a preguntarme qué es lo que hago aquí? En vez de hablar, lo mejor que podrías hacer es ponerle en libertad. De lo contrario, acabaré con tu vida.
—Atrapé a tu maestro con el fin de servírselo con un poco de arroz a mi señor —aclaró el Tigre—. Si fueras un poco listo y supieras lo que conviene, ahora mismo abandonarías el campo. Si no, te echaré mano y también tú acabarás sobre la mesa del Gran Rey. Será como un regalo extra.
Al oírlo, el Peregrino se puso furioso. Los dientes le rechinaban de rabia y parecía echar fuego por los ojos. Sin poder contenerse, levantó la barra de hierro y gritó:
—¿Qué poderes tienes tú, para atreverte a hablarme de la forma en que lo has hecho? ¡No huyas y haz frente a mi barra!
El Tigre de la Vanguardia echó mano de las cimitarras y se dispuso a hacer frente a su adversario. Fue una batalla digna de figurar entre las más feroces de la historia. El monstruo, sin embargo, era como un huevo de ganso empeñado en derrotar al huevo de piedra del que había surgido Wu-Kung. Frente al Hermoso Rey de los Monos las cimitarras de bronce se comportaban, en efecto, como huevos atacando rocas. ¿Cómo pueden los gorriones enfrentarse a los fénix o las palomas hacer frente a los halcones y águilas? El monstruo levantaba montañas de polvo con el viento de su aliento, pero Wu-Kung escupía una densa neblina que oscurecía el sol. Durante cinco asaltos se cruzaron sus armas, pero el Tigre de la Vanguardia empezó a sentir que las fuerzas le abandonaban y huyó, derrotado, para poder salvar la vida. Wu-Kung había sido herido en su amor propio y no estaba dispuesto a perdonarle.
El monstruo había alardeado tanto ante su señor de sus poderes que no se atrevió a refugiarse en la caverna y enfiló la pendiente. Pero el Peregrino no estaba esta vez dispuesto a dejarle escapar. Blandiendo la barra en todo momento, corrió tras él como un cazador tras su presa. No tardaron en llegar a un repliegue de la montaña, un lugar al abrigo del viento en el que precisamente estaba Ba-Chie cuidando del caballo. Al oír los gritos, se dio media vuelta y vio al Peregrino persiguiendo al Tigre derrotado. A toda prisa Ba-Chie dejó libre el caballo, alzó el tridente cuanto pudo y se lo clavó al monstruo en la cabeza. ¡Qué mala suerte la del Tigre de la Vanguardia! Creyó haberse salvado de la red y fue a parar, en realidad, al copo del pescador.
El tridente dé Ba-Chie le hizo nueve agujeros terribles, por los que fluyó tal cantidad de sangre fresca que al monstruo se le secó el cerebro y la cabeza. Sobre tal hazaña de Ba-Chie existe un poema que dice:
Hace cierto tiempo se convirtió a la auténtica doctrina y desde entonces ha seguido una dieta pura que le ha de conducir hasta la Nada. Se ha propuesto servir a Tripitaka y ha dado muerte a un monstruo en fiera y desigual batalla.
Ba-Chie puso el pie sobre la espalda del monstruo y volvió a clavarle el tridente. Al verlo, el Peregrino se mostró muy satisfecho y dijo:
—Has hecho muy bien en darle muerte. Se lanzó contra mí al frente de un destacamento de demonios, pero eso no fue obstáculo para que le derrotara. Lo más desconcertante, no obstante, fue que, en lugar de refugiarse en la cueva, tratara de huir pendiente abajo.
Menos que estabas tú aquí. De lo contrario, se habría vuelto a escapar.
—¿Fue él el que se llevó a nuestro maestro? —preguntó Ba-Chie.
—El mismo —respondió el Peregrino.
—¿Le preguntaste adónde se le ha llevado? —volvió a inquirir Ba-Chie.
—A la caverna de su señor —contestó el Peregrino—. Según confesión propia, se lo regaló para que lo comiera con un poco de arroz. Eso hizo que me pusiera furioso y me lanzara contra él. Sin embargo, has sido tú el que le ha dado muerte. El mérito es, por tanto, solamente tuyo. Si quieres, quédate aquí cuidando del caballo y el equipaje, mientras yo llevo el cuerpo del monstruo a la entrada de la caverna y reto a las bestias que la habitan. Es preciso que capture al Gran Rey antes de liberar a nuestro maestro.
—Tienes razón —reconoció Ba-Chie—. Vete cuanto antes y no olvides que yo estoy aquí. No estaría mal que le persiguieras como al otro y me permitieras rematarle.
Sosteniendo en una mano la barra de hierro y arrastrando con la otra al tigre muerto, el Peregrino regresó a la boca de la caverna. En su interior el Maestro de la Ley se vio sometido a una prueba terrible, pero nada pueden los espíritus salvajes contra quien mantiene en equilibrio los sentimientos y la mente.
No sabemos cómo se las arregló en esta ocasión el Peregrino para derrotar al monstruo y rescatar al monje Tang. Quien desee descubrirlo deberá escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el próximo capítulo.