CAPÍTULO XVII

Al ver elevarse hacia lo alto al Peregrino, los monjes, los dhutas, los novicios y los estudiosos del taoísmo se sintieron tan aterrados que, echándose rostro en tierra, exclamaron:

—¡Ahora sabemos que sois un dios encarnado, capaz de cabalgar sobre la niebla y de navegar por encima de las nubes! Con razón no sufristeis el menor daño durante el incendio. ¡Qué ciego fue nuestro viejo patriarca! Usó su inteligencia para traer la ruina sobre nuestras cabezas.

—Levantaos inmediatamente —les urgió Tripitaka—. No hay tiempo para los remordimientos. Si logra encontrar la túnica, todo irá bien. De lo contrario, me temo que tendréis que despediros del mundo de los vivos. Mi discípulo tiene un carácter muy irascible y acabará con todos vosotros en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando los monjes lo oyeron, cayeron presos del pánico y suplicaron al Cielo que le ayudara a encontrar la túnica, para que todos pudieran seguir con vida.

El Gran Sabio Sun, mientras tanto, tras elevarse hacia lo alto y mover ligeramente el cuerpo, fue a parar a la Montaña del Viento Negro. Miró con detenimiento y comprobó que se trataba de un lugar realmente espléndido, sobre todo en aquella época del año. Infinidad de arroyos fluían por doquier entre riscos de inmarcesible belleza. Los pájaros se contaban a millares, pero no había el menor rastro humano. Hasta los árboles emitían aroma, como si fueran flores. Cuando llovía, la atmósfera se cubría de un manto de humedad azulado, mientras que los pinos parecían biombos de jade sacudidos por el viento. Adondequiera que se mirara se veía brotar la vida (flores y hierbas salvajes árboles cubiertos de capullos, vistarias[1], …) en un paisaje en el que se entremezclaban las mesetas y los riscos. Resultaba imposible imaginar que no hubiera por allí ningún leñador. Las garzas bebían en parejas de los arroyos, mientras los monos no se cansaban de jugar sobre las rocas. Por doquier las ramas de los árboles esparcían su lujurioso verdor por encima de la luminosa neblina de la montaña.

El Peregrino estaba disfrutando de la belleza del paisaje, cuando de pronto oyó voces que parecían venir de un prado cercano. Se escondió sin hacer ruido detrás de una roca y se puso a espiar con cuidado. De esta forma, descubrió a tres monstruos sentados en el suelo: el del centro era un tipo muy moreno, el de la izquierda no podía negar que fuera taoísta, y el de la derecha se trataba, a todas luces, de un hombre de letras. Los tres mantenían una conversación muy animada, discutiendo sobre la purificación de los objetos usados en la alquimia[2], el refinamiento del mercurio y la obtención de la nieve blanca, temas predilectos del taoísmo heterodoxo. El tipo moreno cambió inesperadamente de tema y dijo:

—Como sabéis, pasado mañana es mi cumpleaños. ¿Querríais acompañarme en una fecha tan señalada?

—Todos los años hemos celebrado juntos esa fecha —contestó el literato—. ¿Cómo íbamos a faltar precisamente éste?

—Ayer —añadió el tipo moreno, visiblemente satisfecho— me topé con un tesoro, al que no dudo en considerar la túnica bordada de Buda. Es extremadamente elegante y pienso lucirla el día de mi cumpleaños. Quiero dar un espléndido banquete, al que invitaré a todos nuestros amigos taoístas de las diferentes montañas. Creo que no estaría nada mal llamar a ese convite el Festival de la Túnica de Buda. ¿Qué os parece la idea?

—¡Fantástico, francamente fantástico! —exclamó el taoísta—. Será una espléndida ocasión para reunimos todos.

El Peregrino no tuvo que pensar mucho para darse cuenta de que la túnica de la que hablaban no podía ser otra que la de su maestro. Incapaz de controlar el enfado, abandonó su escondite y se lanzó sobre los tres desconcertados amigos, gritando, al tiempo que blandía amenazante, la barra de hierro:

—¡Maldito monstruo! ¿Así que fuiste tú el que robaste el tesoro de mi maestro? ¡Ya te daré yo a ti buen Festival de la Túnica de Buda! vuélvemela cuanto antes, y no trates de huir, porque no te servirá de nada!

Antes de que hubiera terminado de hablar, descargó un tremendo golpe sobre sus cabezas. El tipo moreno logró escapar, montándose en el viento; otro tanto hizo el taoísta, cabalgando en una nube; sólo al literato le fue imposible la huida. El golpe le agarró de lleno y resultó muerto en el acto. Cuando el Peregrino le dio la vuelta, comprobó que no era más que el espíritu de una serpiente con manchitas blancas. Tras descuartizarla, se adentró en la montaña en busca del tipo moreno. Escaló picos altísimos que le condujeron ante una caverna abierta al borde mismo de un precipicio. Una espesa neblina protegía su boca, camuflada por el umbroso verdor de cipreses y pinos. La caverna estaba enclavada en un paraje, que, de alguna manera, recordaba la belleza del Monte Peng-Lai[3].

El Peregrino se llegó hasta la puerta y la encontró firmemente cerrada. En el dintel había sido colocada una losa de piedra en la que podía leerse: «La Montaña del Viento Negro. Caverna del Viento Negro». Sun Wu-Kung golpeó la puerta con su barra, gritando:

—¡Abre inmediatamente!

—¿Quién eres tú para osar llamar de esa forma en nuestra caverna inmortal? —preguntó un pequeño demonio que parecía estar de guardia.

—¡Condenada bestia! —le insultó el Peregrino—. ¿Qué clase de lugar es éste para que le arrogues, sin más, el título de inmortal? ¡Ésa es una palabra que no mereces ni siquiera pronunciar! Entra en seguida y dile a ese tipo moreno que saque inmediatamente la túnica de mi maestro. Si lo haces, os perdonaré a todos la vida.

—¡Gran Rey! —informó el pequeño demonio a su señor—. Me temo que no podréis celebrar el Festival de la Túnica de Buda. Ahí fuera hay un monje con la cara cubierta totalmente de pelos y una voz de trueno que exige la entrega inmediata de esa prenda.

El tipo moreno acababa de llegar a la cueva. Ni siquiera había tenido tiempo de sentarse.

—¿De dónde será ése —se dijo—, para atreverse a presentarse ante mi puerta con semejante arrogancia?

Pidió su armadura y, después de ajustársela al cuerpo, salió de la cueva con una lanza negra en las manos. El Peregrino le esperaba a un lado de la puerta con su barra de hierro. El monstruo ofrecía un aspecto realmente marcial con su yelmo negro de acero bruñido, su coraza de oro negro que brillaba como el mismo sol, una túnica de seda negra con las mangas llamativamente anchas, y una faja con los flecos igualmente negros. En la mano sostenía una lanza negra y, por si esto no fuera suficiente, calzaba unas botas de cuero negro. Extrañamente tenía unos ojos de pupilas doradas que recordaban el latigazo del rayo Tal era el ser al que llamaban el Rey del Viento Negro.

—Este tipo —se dijo el Peregrino a punto de soltar la carcajada— parece un minero o alguien que trabaje en un horno. Debe de dedicarse a vender carbón. De lo contrario, no me explico cómo puede ser tan negro.

—¿Qué clase de monje eres tú para atreverte a ser tan insolente? —le increpó el monstruo con voz potente.

—¡Déjate de decir tonterías! —replicó el Peregrino, lanzándose contra él con su barra de hierro—. Menos hablar y devuélveme inmediatamente la túnica de mi maestro.

—¿De qué monasterio eres y dónde perdiste la túnica de la que hablas para venir a exigirme su devolución? —preguntó el monstruo.

—Mi túnica se encontraba en los aposentos de la parte de atrás del Templo de Kwang-Ing, al norte de aquí. Aprovechándote de la confusión creada por el incendio, te hiciste con ella y ahora quieres organizar un Festival de la Túnica de Buda para celebrar tu cumpleaños. No lo puedes negar. Devuélvemela y te perdonaré la vida. De lo contrario, allanaré la Montaña del Viento Negro y destruiré tu caverna. Te aseguro que no quedará ni uno solo de tus demonios.

—¡Qué bravucón eres! —replicó el monstruo, riéndose con desprecio—. Fuiste tú el que provocó el fuego, avivando el viento desde lo alto del tejado. Admito que me llevé la túnica. ¿Y qué? ¿Qué piensas hacer para que te la devuelva? No sé ni de dónde eres ni cómo te llamas. ¿Qué poderes posees, además, para venir a exigírmelo con palabras tan desvergonzadas como las que acabas de usar?

—¡Así que no me reconoces! —contestó el Peregrino—. Soy discípulo del maestro Tripitaka, hermano del gobernante de la Gran Nación de los Tang. Mi nombre completo es Sun Wu-Kung y, en lo que a mis poderes respecta, te diré que son suficientes para hacerte temblar como una hoja.

—En ese caso —se burló el monstruo—, tus hazañas serán prácticamente incontables.

—Así es —afirmó el Peregrino—. Agárrate, porque ahora mismo te las voy a relatar. Desde mi más temprana juventud he poseído habilidades mágicas, siendo capaz de convertirme en algo tan etéreo como el viento. No contento con eso, inicié el estudio del Tao y, así, logré escapar a la rueda del karma. Mi búsqueda de la Verdad me llevó hasta el Monte Ling-Tai[4], donde residía un inmortal anciano, que acababa de cumplir ciento ocho mil años. No tardó en convertirse en mi maestro. Precisamente a él le debo el conocimiento del secreto de la longevidad. Me enseñó que en nuestro propio interior está la respuesta a todos los misterios, haciéndome, así, partícipe de la ciencia de los dioses. Si no llega a ser por él, no habría podido seguir adelante en mi empeño. Fue él quien hizo brillar mi luz interior, haciendo que el sol y la luna[5] copularan dentro de mi cuerpo. Eso me libró de todos mis pensamientos y deseos. En consecuencia, mi cuerpo se fortaleció y se purificaron mis seis sentidos[6]. ¡Qué cerca me encontraba del mundo de los sabios! Tres años sin perder una sola gota de mis esencias corporales me otorgaron una naturaleza semidivina y me colocaron por encima de los padecimientos normales de un mortal. Me movía libremente entre los Diez Islotes y las Tres Islas[7], llegando a tocar incluso el Cielo. Entonces, sin embargo, no había ascendido todavía hasta el Noveno Paraíso. Era un simple domador de dragones que logró hacerse con el inestimable tesoro de una barra con las puntas de oro, Señor de la Montaña de las Flores y Frutos que consiguió reunir a su alrededor gran número de monstruos en la Caverna de la Cortina de Agua. No es extraño que el Emperador de Jade me otorgara el título supremo de Sosia del Cielo. En tres ocasiones sumí el Palacio de la Niebla Divina en el más absoluto de los desconciertos. En una de ellas me hice con todos los melocotones de Wang-Mu. Eso hizo que fueran enviados contra mí más de cien mil guerreros celestes armados hasta los dientes con lanzas y espadas. El Príncipe Nata sufrió una derrota vergonzosa y el Devaraja hubo de regresar sin honor a los Cielos. Con el Maestro Hsien-Shang[8] fue distinto. También conocía todos los secretos de la metamorfosis y nuestro encuentro fue memorable. Lao-Tse, Kwang-Ing y el Emperador de Jade lo contemplaron, impacientes por el resultado, desde la Puerta Sur. Viendo que las cosas no iban según su gusto, Lao-Tse decidió ayudar a Er-Lang y me vi conducido ante la corte celeste. El juez determinó que fuera atado a una columna de descuartizar monstruos y mi cuerpo reducido a pequeños trocitos. Pero las hachas y cuchillos no pudieron nada contra mí. Ordenaron después que fuera expuesto al poder destructor de los rayos, pero el fuego, igualmente, fue incapaz de reducirme. Se me metió a continuación en el horno de Lao-Tse con idénticos resultados. En cuanto levantaron la tapa, me escapé y golpeé con mi barra de hierro a todos los que osaron interponerse en mi camino, sin que nadie pudiera detenerme. Los Treinta y Seis Cielos conocieron el poder destructor de mi cólera. Al final, Tathagata logró dominarme y me encerró bajo la Montaña de las Cinco Fases, donde permanecí quinientos años, transcurridos los cuales, Tripitaka me liberó y ahora me dirijo con él hacia el Oeste para entrevistarme con el de las Cejas de Jade[9] en el Palacio del Trueno. Si no me crees, pregunta a los cuatro puntos del cosmos y ellos te hablarán de mi fama y de mis hazañas.

—¿Así que tú eres el «pi-ma» que sumió a los cielos en un total desorden? —exclamó el monstruo, soltando la carcajada.

No había cosa que más sacara de quicio al Peregrino que ese nombre. En cuanto lo oyó, se puso furioso y gritó, fuera de sí:

—¡Maldito monstruo! Tienes la obligación de devolver la túnica que robaste y, en vez de hacerlo, te pones a insultar a un monje santo. ¡No te escapes, que quiero que pruebes el sabor de mi barra!

El monstruo se hizo a un lado y esquivó el golpe por muy poco. Agarró con fuerza la lanza y se abalanzó contra su adversario, dando comienzo a un espléndido combate. Los dos luchadores desplegaron todo su sabor guerrero delante de la caverna, multiplicando los golpes dirigidos contra la cabeza y el corazón. Afortunadamente, la técnica de ambos era perfecta y los esquivaron una y otra vez. Mientras uno abría la zarpa como un tigre escalando una montaña, el otro se revolvía por el suelo como un dragón retozando. No en balde eran el Gran Sabio, Sosia del Cielo, y el Gran Rey Negro, dos monstruos con poderes propios de dioses enfrentados a muerte por la posesión de una túnica.

Más de diez veces cruzaron las armas sin que, a eso del mediodía, se destacara un claro vencedor. Valiéndose de la lanza para inmovilizar temporalmente la barra de hierro, el monstruo tomó un respiro y dijo:

—Dejemos de momento las armas a un lado y vayamos a tornar algo. Después continuaremos la batalla. ¿De acuerdo?

—Maldita bestia! —exclamó el Peregrino—. ¿Y tú quieres ser un héroe? Debería darte vergüenza. Sólo llevas luchando medio día y ya quieres ponerte a comer. Piensa en mí, que estuve prisionero debajo de una montaña durante más de quinientos años y no probé ni una sola gota de agua en todo ese tiempo. Así que déjate de excusas y no te escapes. Si quieres que te deje ir a comer, tendrás que devolverme antes la túnica.

El monstruo estiró sin mucho entusiasmo la lanza y corrió hacia el interior de la caverna, cerrando oportunamente la puerta tras él. Sin importarle las protestas del Peregrino, llamó a sus sirvientes y les ordenó que prepararan un banquete, encargándose personalmente de escribir las invitaciones para los Reyes Monstruo de las otras montañas.

El Peregrino, mientras tanto, hizo cuanto pudo por echar abajo la puerta, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles y hubo de regresar al Templo de Kwang-Ing. Los bonzos habían enterrado ya al monje anciano y se encontraban reunidos en uno de los aposentos posteriores, sirviendo la comida a Tripitaka, que hacía poco que había terminado el desayuno. Al ver al Peregrino, dejaron de echar la sopa e inclinaron respetuosamente la cabeza, dándole la bienvenida.

—Así que has vuelto, Wu-Kung —exclamó Tripitaka—. ¿Qué hay de mi túnica?

—He encontrado al que os la robó —contestó el Peregrino—. Menos mal que no maté a ninguno de estos monjes, porque, como sospechábamos, el ladrón fue el monstruo de la Montaña del Viento Negro. Como recordaréis, fui en su busca y le encontré en una pradera hermosísima, charlando animadamente con un literato vestido de blanco y un anciano taoísta. Sin ser torturado, estaba haciendo, en cierto sentido, una confesión. Decía que a los dos días iba a ser su cumpleaños y que pensaba invitar a todos los monstruos de la región. También mencionó que anoche había encontrado una túnica bordada de Buda, motivo por el que iba a dar un espléndido banquete, al que quería denominar el Festival de la Túnica de Buda. Al oír eso, abandoné mi escondite y descargué sobre ellos un golpe de mi barra, pero tanto el tipo moreno como el taoísta se las arreglaron para escapar. No tuvo la misma suerte el literato vestido de blanco, que cayó al suelo fulminado, convirtiéndose en una serpiente moteada. Sin pérdida de tiempo, corrí en persecución del monstruo, que logró refugiarse en su caverna. Le exigí que saliera a luchar y, aunque reconoció haber robado la túnica, nos enzarzamos en una batalla que duró aproximadamente medio día, sin que ninguno de los dos resulta vencedor. Inesperadamente, el monstruo regresó a su caverna, alegando que tenía hambre y quería comer. Cerró a cal y canto las puertas y se negó a seguir luchando, así que decidí venir a ver qué tal os iban las cosas e informaros de lo ocurrido. De todos modos, ahora que ya sé dónde se encuentra la túnica, no me preocupa que quiera devolvérmela o no.

—¡Bendito sea Amitabha! —exclamaron, aliviados, los monjes, algunos arrodillándose al suelo—. Eso quiere decir que nuestras vidas no corren ya ningún peligro. ¡El paradero de la túnica ha sido, por fin, encontrado!

—No cantéis victoria tan pronto —les aconsejó el Peregrino—. Que sepa dónde está no quiere decir que la haya recuperado. Además, mi maestro aún sigue aquí. Si os mostráis indolentes con él, recordad que tendréis que habéroslas conmigo. ¿Le habéis dado de comer los manjares más exquisitos? ¿Y qué habéis hecho con el caballo? ¿Le habéis facilitado todo el heno que ha querido?

—¡Sí, sí, sí! —se apresuraron a contestar los monjes—. Os aseguramos que a ninguno le ha faltado de nada.

—Eso es cierto —confirmó Tripitaka—. Ya ves, sólo has estado fuera medio día y me han servido tres veces té y me han dado a comer platos vegetarianos en dos ocasiones. Te aseguro que no han podido ser más diligentes. Deberías darte prisa en recuperar la túnica, para evitarles tantas molestias como les estoy ocasionando.

—No hay prisa —replicó el Peregrino—. Ahora que sé dónde está, tened por seguro que os la devolveré. Estad tranquilo.

Mientras hablaban, el guardián del monasterio trajo unas cuantas viandas vegetarianas para Sun Wu-Kung. El Peregrino comió un poco y, montándose en la nube, partió en busca del monstruo. Mientras iba por el aire, vio a un demonio con una caja de madera de peral bajo el brazo. En seguida sospechó que pudiera llevar algo importante y, levantando la barra de hierro, la dejó caer con fuerza sobre la cabeza del demonio, que quedó reducido a carne para empanada. El Peregrino abrió la caja y descubrió que en su interior había una invitación en la que podía leerse:

Vuestro discípulo y servidor, el Oso, se dirige con todo respeto a vos, el respetable decano del Estanque Dorado. Os estoy profundamente agradecido por los magníficos regalos que me habéis hecho llegar en diferentes ocasiones. Lamento no haber podido ayudaros la noche pasada, cuando fuisteis visitado por el Dios del Fuego. Espero que vuestra eminencia no se haya visto afectado por él en modo alguno. Por pura casualidad, ha llegado hasta mis manos una túnica de Buda y he pensado que tan buena suerte bien merecía una celebración. He preparado, por tanto, un poco de vino de primerísima calidad, que deseo compartir con vuestra respetable eminencia. El acto al que vuestro discípulo y servidor se refiere tendrá lugar dentro de dos días.

Al terminar de leerlo, el Peregrino se echó a reír y dijo:

—Si encontrar la muerte no es verse afectado, que venga alguien a explicarme qué es. ¿Así que el viejo era amigo del monstruo? No me extraña que llegara a alcanzar la edad de doscientos setenta años. Me figuro que esa bestia le enseñaría un poco de magia y, así, pudo lograr la longevidad. Todavía recuerdo cómo era. Me convertiré en él e iré a la caverna a ver dónde se encuentra la túnica. Procuraré hacerme con ella sin gastar energías a lo tonto.

Tras recitar un conjuro y volverse cara al viento, cambió al instante sus rasgos por los del monje anciano. Escondió la barra de hierro y, llegándose con paso vacilante hasta la cueva, gritó:

—Abrid la puerta.

En cuanto le vio el demonio que cuidaba de la puerta, corrió a informar a su señor:

—Ha llegado el anciano del Estanque Dorado, señor.

—¡Qué raro! —exclamó, sorprendido, el monstruo—. Acabo de enviarle una invitación. No ha tenido ni tiempo de recibirla. ¿Cómo ha podido venir tan deprisa un hombre tan entrado en años como él? Lo más seguro es que Sun Wu-Kung le haya pedido que venga a por la túnica Así que escondedla inmediatamente y no se la dejéis ver.

Una vez transpuesta la puerta principal, el Peregrino vio el verdor de los pinos y bambúes que crecían en el patio interior, los melocotoneros y ciruelos que parecían competir entre sí en belleza, y las mil especies de flores que llenaban hasta el último rincón de aquel lugar tan privilegiado. El aire estaba totalmente impregnado del aroma de las orquídeas. Se trataba, en verdad, de una caverna de origen celeste. En las jambas de una segunda puerta Sun Wu-Kung vio pegadas dos tiras de papel en las que podía leerse:

Un retiro en el interior de la montaña, donde no llegan las preocupaciones mundanas. Una apartada caverna divina, en la que se disfruta de la serenidad.

—Se nota que este monstruo —pensó el Peregrino— conoce a la perfección el destino de todo lo viviente y hace cuanto puede por apartarse de la suciedad y el barro.

Cruzó una tercera puerta y se topó con una construcción de aleros profusamente decorados y amplios ventanales cubiertos de adornos El monstruo no tardó en aparecer. Llevaba puesta una túnica de seda color verde oscuro, lucía en la cabeza un gorro del mismo color y calzaba un par de botas de cuero. Al ver entrar al Peregrino, se ajustó las ropas y, saliendo a su encuentro, dijo a manera de bienvenida:

—¡Mi querido amigo, cuánto tiempo hacía que no nos veíamos! ¡Sentaos, por favor!

El Peregrino le devolvió el saludo y los dos se sentaron a tomar el té. En cuanto lo hubieron concluido, el monstruo se inclinó reverentemente y dijo:

—Acabo de enviaros una nota invitándoos a venir a mi humilde mansión pasado mañana. ¿A qué debo el honor de gozar hoy de vuestra compañía?

—Venía a presentaros mis respetos, cuando me crucé con vuestro mensajero —contestó el Peregrino—. Al enterarme de que pensáis celebrar el Festival de la Túnica de Buda, no pude aguantar la impaciencia y me vine corriendo a ver tal maravilla.

—Debéis de estar equivocado, mi querido amigo —exclamó el monstruo, soltando la carcajada—. Esa túnica perteneció al monje Tang, que, según tengo entendido, es huésped vuestro. ¿Por qué habéis venido a verla, cuando lo más seguro es que ya hayáis tenido la suerte de gozar de su belleza?

—Con ese fin se la pedí prestada —admitió el Peregrino—, pero no pude hacerlo, porque vos os hicisteis antes con ella. Eso sin contar con que el monasterio y cuanto en él guardábamos ha sido pasto de las llamas. Por cierto, el monje Tang se ha puesto furioso por la pérdida de su tesoro. Yo mismo lo creí perdido en el incendio, sin sospechar que vos habíais tenido la enorme fortuna de encontrarlo. Ése es precisamente el motivo por el que he venido a visitaros.

Mientras hablaban, llegó uno de los demonios que habían salido de patrulla e informó a su señor:

—Qué horrible desgracia, Gran Rey! El oficial que enviasteis a entregar las invitaciones ha sido asesinado por el Peregrino Sun y su cuerpo yace sin vida al lado del camino. Sospecho, por tanto, que nuestro enemigo ha tomado la figura del anciano del Estanque Dorado y está tratando de robaros la túnica de Buda.

—¿Así que es él? —se dijo el monstruo, alarmado—. Ya me parecía a mí que había venido demasiado deprisa.

Sin pérdida de tiempo, agarró su lanza y la lanzó contra el Peregrino. Sun Wu-Kung afortunadamente detuvo el golpe con la barra de hierro y asumió la forma que le era habitual. Sin dejar de luchar con fiereza, pasaron del salón de invitados al patio, y de allí, al exterior de la caverna. Todos los monstruos que la habitaban, sin distinción de posición o edad, se pusieron a temblar de espanto. El combate fue, en verdad, el más fiero que había tenido lugar en aquellas montañas. No en vano el Rey de los Monos convertido en monje y el monstruo ladrón de túnicas eran dos luchadores excelentes. Sus reflejos les hacían responder a los golpes con musitada precisión. ¡Cuánto valor tenía para ellos aquel inestimable tesoro! Si el demonio de la patrulla no hubiera hablado, ninguno de los dos habría desplegado tanta energía. La lanza y la barra entrechocaron una y otra vez, llenando todo el espacio de fragor guerrero. Eran rivales dotados de poderes idénticos, pues, si bien Wu-Kung dominaba el arte de las transformaciones, el monstruo conocía infinidad de fórmulas mágicas. Uno estaba empeñado en devolver a su maestro la túnica, mientras que el otro la quería para festejar su cumpleaños. ¿Cómo iban a renunciar a ella de buen grado? No es extraño que esta vez la lucha pareciera interminable. Ni el mismo Buda en persona hubiera sido capaz de detenerla.

Sin dejar de guerrear un solo segundo, los dos se llegaron hasta el pico de la montaña. Pero no se detuvieron allí, sino que continuaron izando las armas por encima de las nubes. Levantando oleadas de viento, niebla y rocas, lucharon sin parar hasta que el sol se puso por el oeste. Ninguno de los dos, sin embargo, obtuvo una ventaja apreciable. Llegado aquel momento, el monstruo sugirió:

—¡Eh, Sun!, ¿por qué no lo dejamos para mañana? Se está haciendo muy tarde y no podemos seguir luchando. Si te parece bien, en cuanto amanezca, reanudaremos la lucha. ¿De acuerdo?

—Si quieres luchar —replicó el Peregrino—, compórtate como un guerrero y no me vengas con excusas de que se está haciendo tarde.

No había terminado de decirlo, cuando dejó caer sobre la cabeza de su adversario una lluvia de golpes, pero el monstruo se transformó una vez más, en una liviana brisa y se refugió en la caverna. Acto seguido, cerró fuertemente las puertas de piedra y se negó a salir de allí. Al Peregrino no le quedó, pues, más remedio que regresar al Templo de Kwang-Ing. Tripitaka se alegró mucho de verle, pero, al comprobar que no traía la túnica, temió lo peor y le preguntó:

—¿Cómo es que no traes contigo lo que fuiste a buscar?

—Da la casualidad, maestro —contestó el Peregrino, sacando la invitación de la manga y entregándosela a Tripitaka— que el monstruo y ese vejestorio eran amigos. De hecho, envió aquí a uno de sus pequeños demonios con una invitación para que asistiera al gran Festival de la Túnica de Buda. Afortunadamente le maté y tomé la forma del anciano monje, para poder entrar en la caverna. Logré engañarle, pero, cuando le pedí que me enseñara vuestro tesoro, se negó de plano. Mientras tomábamos el té, llegó una de sus patrullas y le informó de todo lo ocurrido, tras lo cual nos enzarzamos en una violenta lucha. La batalla duró hasta hace poco y, como ocurrió la primera vez, terminó en empate. Cuando el monstruo vio que se estaba haciendo tarde, se escurrió al interior de la caverna y cerró con firmeza las puertas de piedra, por lo que no me quedó más remedio que regresar a vuestro lado.

—¿Qué tal luchador eres, comparado con él? —volvió a preguntar Tripitaka.

—Me temo —respondió el Peregrino— que nos parecemos bastante y que ambos estamos excelentemente equipados para la lucha.

Tripitaka leyó, una vez más, la invitación, se la entregó a continuación al guardián del monasterio y le preguntó:

—¿Qué posibilidades hay de que vuestro maestro fuera un espíritu monstruo?

—Ninguna —contestó en seguida el guardián, cayendo de rodillas—. De hecho, era totalmente humano. Puesto que el Rey Negro alcanzó el grado de humanidad que ahora posee valiéndose de la meditación, venía con cierta frecuencia al monasterio a discutir con mi maestro sobre las escrituras sagradas. A cambio le enseñaba alguna que otra práctica mágica, tal como el dominio de la respiración y el cultivo de las propias esencias. Fue así como llegaron a hacerse grandes amigos.

—Estos monjes no tienen apariencia de monstruos —comentó el Peregrino—. Todos poseen, de hecho, una cabeza redondita que apunta hacia el cielo y un par de pies bien asentados sobre la tierra. Quizás sean un poco más altos y pesados que yo, pero, desde luego, son monstruos. ¿Os habéis fijado en la firma de la invitación? «Vuestro servidor el Oso». De ello deduzco que esa criatura debe ser un oso negro que se ha convertido en espíritu.

—He oído decir a los antiguos —afirmó Tripitaka— que el oso y el mono pertenecen a la misma familia. En otras palabras: ambos son bestias. ¿Cómo ha podido convertirse en espíritu?

—Yo también soy una bestia —dijo el Peregrino, riéndose—, sin embargo, llegué a ser el Gran Sabio, Sosia del Cielo. ¿Qué diferencia Hay entre animales y hombres? Todos los seres de este mundo que posean las nueve aperturas pueden llegar a ser inmortales, practicando el Gran Arte.

—Tú mismo acabas de reconocer que los dos poseéis, poco más o menos, las mismas habilidades —le echó en cara Tripitaka—. ¿Cómo piensas derrotarle y conseguir mi túnica?

—No os preocupéis por eso —le tranquilizó el Peregrino—. Sé cómo hacerlo.

Mientras discutían sobre ello, los monjes les sirvieron la cena. Una vez concluida la colación, Tripitaka pidió unos hachones y se retiró a descansar al salón Zen. La mayoría de los monjes pasaron la noche bajo unos toldos que apoyaron sobre los maltrechos muros, reservando los aposentos de la parte de atrás para los bonzos de mayor dignidad. La hora era ya muy avanzada. La vía láctea brillaba como si fuera un arroyo de plata, el aire era purísimo y el cielo aparecía tachonado de rutilantes estrellas. Todos los sonidos se habían disuelto en la placidez de la noche, como si las montañas se hubieran visto vaciadas, de pronto, de pájaros. En los ríos lejanos se iban apagando, una a una, las luces de los pescadores, mientras las lámparas de las pagodas se tornaban cada vez más mortecinas. Hacía tiempo que los tambores y campanas habían enmudecido, teniéndose a veces la impresión de escuchar sollozos lejanos de bestias desconocidas.

Tripitaka pasó la noche muy intranquilo, pensando en su túnica. ¿Cómo iba a poder dormir bien? En una de sus muchas vueltas en el lecho, vio que las ventanas se iban tiñendo, poco a poco, de claridad, y levantándose al instante, gritó a su discípulo:

—Es ya de día, Wu-Kung, así que vete inmediatamente a por túnica.

El Peregrino abandonó su descanso de un salto y vio que los monjes estaban trayendo agua para las abluciones matutinas.

—Cuidad de mi maestro como se merece —les ordenó el Peregrino—. Debo ausentarme y espero que no os mostréis remisos con él.

—¿Se puede saber adónde vas? —le preguntó Tripitaka, agarrándose a él.

—Todo este asunto demuestra bien a las claras la irresponsabilidad de la Bodhisattva Kwang-Ing —contestó el Peregrino—. Es incomprensible que haya disfrutado de las ofrendas de las gentes de este lugar y, al mismo tiempo, haya permitido a un monstruo andar rondando por aquí cerca. Voy a ir, pues, a los Mares del Sur a tener con ella una pequeña conversación y a pedirle que venga aquí y exija del monstruo la inmediata devolución de vuestra túnica.

—¿Cuándo estarás de vuelta? —volvió a preguntar Tripitaka.

—Probablemente después del desayuno —respondió el Peregrino—. A mucho tardar, regresaré alrededor del mediodía, cuando esté solucionado ya todo. Vosotros —repitió, dirigiéndose a los monjes— encargaos de cuidar de mi maestro.

No había acabado de decirlo, cuando desapareció de su vista. En un abrir y cerrar de ojos llegó a los Mares del Sur. Detuvo la nube en la que viajaba y, mirando a su alrededor, vio la inmensa extensión del océano, en cuya lejanía parecían fundirse el agua y el cielo. Una luz tenue, preñada de buenos auspicios, parecía envolver toda la tierra, llenándola de la brillantez de lo santo. Las olas, coronadas de una espuma tan blanca que parecía nieve, rompían contra la costa, elevándose sin cesar hacia lo alto. El constante rugido del agua recordaba el rolar de la tormenta. La montaña llena de tesoros en la que habitaba la Bodhisattva parecía estar sumida en un arco iris, en el que destacaba la viveza del rojo, del amarillo, del verde, del púrpura y del azul. ¡Qué espléndido lugar el de Potalaka de los Mares del Sur! La aguja rocosa del pico de la montaña se asemejaba a un cuchillo que cortaba limpiamente el espacio. En ella crecían miles de flores exóticas y mas de cien clases de hierbas sagradas. El viento sacudía los árboles, mientras el sol reverberaba en los lotos dorados. El Templo de Kwang-Ing aparecía cubierto de baldosines multicolores. Frente a la Caverna del Sonido de la Marea habían sido esparcidos incontables caparazones de tortuga. En su interior, a la sombra de los sauces, cantaban los loros; los pavos reales les respondían, escondidos entre el bambú. Los guerreros encargados de defender tan paradisíaco lugar se encontraban apostados tras las rocas. Entre ellos sobresalía, solemne y heroico, Moksa, siempre atento ante un mar de cornalina.

El Peregrino no podía apartar sus ojos de tanta belleza. Se las arregló sin embargo, para descender de su nube y dirigirse hacia el bosquecillo de bambú. Las diferentes deidades que allí se encontraban salieron en seguida a darle la bienvenida, diciendo:

—Hace cierto tiempo la Bodhisattva nos informó de vuestra conversión, hecho por el que todos nos congratulamos. Teníamos entendido, sin embargo, que os hallabais acompañando al monje Tang. ¿Cómo acabéis abandonado vuestras responsabilidades para venir aquí?

—No lo he hecho —se defendió el Peregrino—. Si he venido a este santo lugar, ha sido precisamente porque me he topado con una tremenda dificultad, que espero pueda solventar la Bodhisattva. Así que os agradecería le anunciarais mi llegada.

Las deidades así lo hicieron y la Bodhisattva accedió al instante a entrevistarse con él. Sin pérdida de tiempo el Peregrino se arrodilló ante el loto cubierto de joyas.

—¿Se puede saber qué has venido a hacer aquí? —le preguntó Kwang-Ing.

—Hace dos días —explicó el Peregrino— mi maestro llegó a uno de vuestros templos Zen. Ya sabéis, una de esas pagodas en las que la gente os ofrece sacrificios e incienso. Lo que no comprendo es por qué habéis permitido a un Espíritu Oso vivir por allí cerca. El resultado es que ha robado la túnica a mi maestro y, aunque he tratado de recuperarla varias veces, todos mis esfuerzos han resultado infructuosos. Así que espero que solucionéis vos el problema.

—¡Cuidado que eres insolente! —exclamó la Bodhisattva—. ¿Por qué has venido a solicitar mi ayuda, cuando lo más probable es que ese Oso se haya hecho con la túnica de tu maestro por tu manía de querer enseñársela a todo el mundo? Además, fue culpa tuya que mi templo se viniera abajo. ¿A quién se le ocurre avivar las llamas de la forma que lo hiciste? Es increíble que ahora vengas a pedirme cuentas.

Al oírla hablar de esa manera, el Peregrino comprendió que la Bodhisattva poseía el conocimiento de lo pasado y de lo porvenir. Agachó la cabeza con inesperada humildad y dijo:

—Os suplico perdonéis mi modo de hablar. Todo ocurrió como acabáis de decir. He de confesar que me ha molestado muchísimo que el monstruo se haya negado a devolverme la túnica. Por otra parte mi maestro está siempre amenazándome con recitar el conjuro. ¡No puedo soportar el terrible dolor de cabeza que produce! De ahí que me haya comportado de la forma en que lo he hecho. Apiadaos de mí y ayudadme a capturar al monstruo, así recuperaré la túnica y podremos continuar nuestro viaje hacia el Oeste.

—Ese monstruo posee muchos poderes mágicos —afirmó la Bodhisattva—. De hecho, es tan fuerte como tú. No mereces que te ayude pero lo voy a hacer por el monje Tang.

Agradecido, el Peregrino inclinó la cabeza aún más y pidió a la Bodhisattva que no se demorara. Montaron en las nubes sagradas y no tardaron en llegar a la Montaña del Viento Negro, donde siguieron un sendero que conducía directamente a la caverna. Al poco rato vieron a un taoísta bajando por la ladera de la montaña con una bandeja de cristal, sobre la que podían apreciarse dos píldoras mágicas. El Peregrino corrió hacia él, blandió la barra de hierro y la dejó caer con fuerza sobre la cabeza de aquel infeliz. El golpe le destruyó el cráneo y le produjo una terrible hemorragia en el cuello. Horrorizada, la Bodhisattva exclamó:

—¡Sigues siendo tan irracional como siempre! ¿Se puede saber por qué le has matado? No fue quien te robó la túnica. Además, no te había hecho nada. ¿Por qué has tenido que acabar con su vida?

—Es posible que no le reconozcáis —respondió el Peregrino—. Se trata de uno de los amigos del Oso Negro. Precisamente los vi ayer charlando en el prado con un literato vestido de blanco. Hablaban de la celebración del Festival de la Túnica de Buda y del cumpleaños del espíritu que nos la ha robado. Por cierto, este taoísta dijo que pensaba pasar el día de hoy con su amigo, lejos del bullicio que, sin duda, habrá mañana. Por eso le he reconocido. Lo más seguro es que se dirigiera a celebrar el cumpleaños del monstruo.

—En ese caso —concluyó la Bodhisattva—, no tengo nada que objetar.

El Peregrino se llegó hasta el taoísta y descubrió que se trataba de un lobo gris. En la bandeja, que había caído a su lado, podía leerse una inscripción, que decía: «Fabricada por Lin Hsü-Tse»[10].

—¡Qué suerte! —exclamó el Peregrino, alborozado—. Esto va a ahorrarnos no pocas dificultades y energías. Sin ser sometido a tortura este monstruo acaba de hacernos una confesión muy valiosa, que puede llevar a la tumba hoy mismo a su desprevenido amigo.

—¿Se puede saber de qué estás hablando? —preguntó la Bodhisattva.

—Yo suelo mencionar mucho un proverbio que dice: «Todo plan debe ser contrarrestado con otro» —respondió el Peregrino—. Desconozco, de todas formas, si estáis dispuesta a aceptar mi estrategia.

—¡Habla de una vez! —le urgió la Bodhisattva.

—Como podéis ver —dijo el Peregrino—, en esta bandeja hay dos píldoras mágicas, que vamos a regalar al monstruo. Es una suerte que en ella aparezca grabado eso de que ha sido fabricada por Lin Hsü-Tse. Si hacemos lo que tengo pensado, podemos prescindir de las armas y hasta renunciar a la lucha. En un abrir y cerrar de ojos el monstruo se topará con la muerte y nosotros recobraremos la túnica de Buda. Si, por el contrario, os negáis a seguir mi plan, podemos dar por perdido ese tesoro y Tripitaka habrá hecho en vano un viaje tan largo.

—Se nota que no te falta labia —exclamó la Bodhisattva, riendo.

—No puedo quejarme —admitió el Peregrino, satisfecho—. De todas formas, se trata tan sólo de un plan sin ninguna importancia.

—¿Te importaría explicármelo? —insistió la Bodhisattva.

—Con mucho gusto —contestó el Peregrino—. Teniendo en cuenta la inscripción que hay en esta bandeja, deduzco que el tal Lin Hsü-Tse no es otro que el taoísta al que acabo de dar muerte. Si no tenéis nada que objetar, podíais adoptar su personalidad. Yo me comeré una de las píldoras y me transformaré en otra un poco más grande que la que quede. La pondréis después en la bandeja y se la ofreceréis al Monstruo como regalo de cumpleaños. Me encargaré de que nos devuelva la túnica en cuanto se la haya tragado. Si se niega a hacerlo, soy capaz de tejer otra nueva con sus propias tripas.

A la Bodhisattva le pareció un plan excelente y asintió varias veces con la cabeza.

—Bien. ¿A qué esperáis? —preguntó el Peregrino, sonriendo.

La Bodhisattva no perdió tiempo alguno en mostrar su misericordia e ilimitado poder. Haciendo uso de su infinita capacidad de transformación, sintonizó la mente con la voluntad y al instante adoptó la figura del inmortal Lin Hsü-Tse.

—¡Fantástico! —exclamó el Peregrino al verlo—. ¡Francamente extraordinario! ¿Es el monstruo la Bodhisattva, o es la Bodhisattva monstruo?

—Wu-Kung, la Bodhisattva y el monstruo caben en un simple pensamiento, puesto que al principio no eran nada —afirmó la Bodhisattva, sonriendo.

Iluminado por aquellas palabras, el Peregrino se dio la vuelta y se convirtió en una píldora mágica. Nadie conocía su fórmula, aunque era brillante y tan perfecta como una perla. En su interior se escondían los hexagramas del tres por tres y el seis por seis[11], como si hubiera sido creada con la ayuda de Shao Wang[12] o hubiera sido formada en los montes de Kou-Lou[13]. Poseía el brillo del mosaico y del oro amarillo; su luz era la del sol y parecía emanar de su propio interior. Una capa de mercurio la protegía de los ataques del exterior, aunque su poder era tan inmenso que no necesitaba, en realidad, protección.

La píldora en la que se transformó el Peregrino era un poco mayor que la otra. La Bodhisattva tomó buena nota de ello y, cogiendo la bandeja de cristal, se dirigió a la caverna del monstruo. Antes de llegar, miró a su alrededor y vio una serie impresionante de precipicios y riscos. Las nubes se agolpaban, como rebaños, en la cumbre de la montaña. Por doquier se apreciaba el verdor de pinos y cipreses que el viento azotaba despiadado. Aquél era, en verdad, un lugar para monstruos, no para hombres, aunque tal vez alguien pensara que no podía existir sitio mejor para que un anacoreta buscara el Camino. Por las laderas de la montaña se precipitaba un torrente, cuyas aguas recordaban el sereno murmullo de un laúd. Ningún sonido podía ser más apto para purificar los oídos. Un ciervo descansaba sobre una roca, mientras a lo lejos se oía, perdido en la espesura del bosque, el canto de las garzas. Era tan melodioso que al punto levantaba el ánimo, como si se tratara de la mismísima música de las esferas. La belleza del paisaje pareció complacer profundamente a la Bodhisattva, que se dijo:

—Si esa bestia ha sido capaz de elegir como morada un sitio tan extraordinario, quiere decir que está plenamente capacitada para recibir la iluminación del Tao —y eso la predispuso favorablemente hacia él.

Al acercarse a la entrada de la caverna, fue reconocida por los demonios que montaban guardia y que gritaron, alborozados, al verla:

—¡Acaba de llegar el inmortal Lin Hsü-Tse!

Mientras unos corrían a anunciar su llegada, otros le saludaron con incomparable respeto. El monstruo no tardó en aparecer.

—¡Qué honor tan grande hacéis con vuestra presencia a un lugar humilde como éste! —exclamó el monstruo, dándole la bienvenida.

—Sólo he venido a traeros una píldora mágica como regalo de cumpleaños —replicó la Bodhisattva.

Se inclinaron respetuosamente y tomaron asiento. El monstruo hizo varios comentarios sobre lo ocurrido el día anterior, pero la Bodhisattva no dijo nada. Se limitó a coger la bandeja y a sugerir a su anfitrión:

—Aceptad, os suplico, esta prueba de reconocimiento por parte de un taoísta sin importancia —escogió la píldora más grande y, ofreciéndosela al monstruo, añadió—: Esta pequeña maravilla os hará vivir durante más de mil años.

—En ese caso —concluyó el monstruo, entregando la otra a la Bodhisattva—, me gustaría compartir esta otra con vos.

El monstruo se la llevó a la boca, pero no hubo de hacer el menor esfuerzo por tragarla, porque ella misma se deslizó garganta abajo. El Peregrino no tardó en hacer de las suyas en el interior del cuerpo de la bestia. El monstruo cayó al suelo, incapaz de soportar el dolor. La Bodhisattva recobró entonces la forma que le era habitual y arrebató al monstruo la túnica de Buda. Acto seguido, el Peregrino salió de su cuerpo por las narices, pero, temiendo que pudiera valerse de alguna treta, la Bodhisattva le tiró a la cabeza una pequeña corona de hierro. En cuanto se hubo puesto de pie, el monstruo trató, en efecto, de hacerse con la lanza y atacar por la espalda al Peregrino. Al verlo, la Bodhisattva se elevó por el aire y recitó un conjuro. Al instante el monstruo sintió un dolor insoportable y, arrojando la lanza a un lado, se revolcó, desesperado, por el suelo. El Rey de los Monos dio un salto y casi no se muere de risa, al ver el sufrimiento del Oso Negro.

—¡Maldita bestia! —exclamó la Bodhisattva—. ¿Es que no piensas rendirte?

—¡Me rindo! —respondió el monstruo, sin pensarlo dos veces—. ¡Libradme cuanto antes de este dolor!

Pensando en lo mucho que le había costado reducirle, el Peregrino quiso rematarle allí mismo, pero la Bodhisattva le detuvo, diciendo:

—No le hagas daño, porque tengo pensado asignarle una misión.

—¿Una misión? —repitió el Peregrino—. Este monstruo sólo sirve para ser pasto de los gusanos.

—La parte posterior de la Montaña Potalaka está desguarnecida —explicó la Bodhisattva— y quiero que se encargue él de protegerla No dudo que le gustará ser nombrado Dios Guardián de la Montaña.

—En verdad sois una diosa salvadora y llena de misericordia —dijo el Peregrino, sonriendo—, incapaz de hacer el menor daño a cualquier ser viviente. Si conociera un conjuro como ése, lo recitaría por lo menos diez mil veces más. Así acabaría con todos los osos negros que hay por aquí.

El monstruo tardó bastante tiempo en recobrar la conciencia. El dolor había sido tan insoportable que, en cuanto volvió en sí, se echó rostro en tierra y dijo:

—¡Perdonadme la vida! ¡Estoy dispuesto a someterme de buen grado a la Verdad!

La Bodhisattva abandonó la sagrada luminosidad de su nube y, tocándole gentilmente la cabeza, le convirtió en sirviente suyo. De esta forma, el Oso Negro abandonó su loca ambición de poder, convirtiéndose en esclavo de la virtud.

—Ya puedes marcharte, Wu-Kung —ordenó la Bodhisattva al Peregrino—. Procura no causar más problemas y ocúpate de que no le falte de nada al monje Tang.

—Os agradezco que hayáis venido desde tan lejos a ayudarnos —replicó el Peregrino, respetuoso—. Por eso, opino que es mi deber acompañaros de vuelta a vuestra residencia.

—Créeme que no será necesario —contestó la Bodhisattva.

El Peregrino se inclinó ante ella y se marchó. La Diosa de Misericordia, por su parte, no tardó en regresar al Gran Océano, acompañada por el oso. De todo ello trata un poema, que afirma:

Una luz de mil colores rodea su figura, que posee la perfección del oro. Ella es la dulce auxiliadora del género humano, vigilando la marcha del mundo desde su Loto de Oro. Acudió en ayuda del buscador de escrituras, retirándose, casta y pura, a su mansión, en cuanto le hubo rescatado del peligro. Al enemigo transformó en discípulo y retornó a su morada de aguas, una vez recobrada la túnica cubierta de bordados de Buda.

No sabemos lo que ocurrió después. Quien desee descubrirlo tendrá que escuchar con atención lo que se dice en el próximo capítulo.