CAPÍTULO XXXV

Perfecta es su naturaleza, ya que sólo él es el único conocedor del Tao. Con un giro apenas perceptible del cuerpo se libera de las trampas y la red. No es arte fácil el de las metamorfosis ni empresa sencilla alcanzar la longevidad. Sin embargo, él logra transformarse en toda clase de seres vivientes, sin importarle que sean puros o impuros. Su poder es tal que se libera a voluntad de los kalpas que el destino le había impuesto. Sólo él es auténticamente libre por toda la eternidad, un rayo de divinidad suspendido para siempre del vacío.

Las maravillas descritas en este poema se ajustan como anillo al dedo al estado de perfección alcanzado por el Gran Sabio Sun a lo largo del interminable sendero del Tao.

En cuanto se hubo hecho con el tesoro del monstruo, lo metió por una de las mangas y dijo:

—Aunque esta bestia se ha empeñado en echarme mano, sus esfuerzos han resultado tan inútiles como el que se empeñó en sacar la luna fuera del agua con una simple caña. Sin embargo, para mí capturarle será tan fácil como derretir hielo junto a una hoguera.

Apretó la calabaza con fuerza, salió al exterior de la caverna y, adoptando la forma que le era habitual, gritó con todas sus fuerzas:

—¡Abrid la puerta, monstruos inmundos!

—¿Se puede saber quién eres tú para osar venir a romper la paz que aquí reina? —preguntó un diablillo.

—Corre a informar a tus señores de que acaba de llegar el Peregrino Sun —contestó el Gran Sabio.

El diablillo obedeció a toda prisa y dijo, sorprendido, a sus amos:

—Ahí fuera hay un tipo que dice llamarse Peregrino Sun.

—¡Qué mala fortuna la nuestra! —exclamó, sobrecogido, el monstruo primero—. La desgracia nos persigue como si fuéramos enemigos personales suyos. Analiza, si no, en frío la situación: tú mismo te encargaste de capturar al Peregrino Sun con la cuerda de oro y a su hermano con la calabaza sagrada. ¿Cómo es que ahora aparece así, de repente, otro más? Por fuerza su familia debe de ser muy amplia se ha dado cita precisamente en nuestra cueva.

—No te preocupes por eso —trató de tranquilizarle el monstruo segundo—. Nuestra calabaza es capaz de contener a más de mil personas y hasta la fecha en su interior no hay más que una. ¿Para qué preocuparse por este nuevo e inesperado Peregrino Sun? Ahora mismo voy a salir a ver si es igual que los otros. Como no sea un poco más listo que los anteriores, te aseguro que caerá presa de la calabaza, en cuanto haya pronunciado su nombre.

—Ten mucho cuidado —le aconsejó, de todas formas, el monstruo primero.

El más joven no le hizo caso. Cogió su tesoro, salió al exterior de la caverna y, levantando la voz, preguntó con inquebrantable seguridad:

—¿Quién eres tú para atreverte a venir aquí a montar todo este alboroto?

—Así que no me reconoces, ¿eh? —replicó el Peregrino—. Durante siglos he habitado en la Montaña de las Flores y Frutos y he hecho de la Caverna de la Cortina de Agua mi hogar. Sufrí un castigo tremendo por sumir los Cielos en una confusión absoluta, pero me cupo la suerte de abandonar los senderos del Tao para seguir los pasos de un monje empeñado en llegar al Templo del Trueno y hacerse con las escrituras de la Verdad y el conocimiento recto. Ese empeño me ha hecho enfrentarme con incontables monstruos, a los que he dominado con la fuerza de mi magia. Te aconsejo, por tanto, que me devuelvas al monje Tang, para que podamos proseguir cuanto antes nuestro camino y alcancemos lo más rápidamente posible las Tierras del Oeste. Si así lo haces, daré por terminada nuestra enemistad y cada cual podrá seguir gozando de una vida tranquila y serena. Si, por el contrario, te niegas a avenirte a mis pretensiones, terminarás sucumbiendo a mi ira y todo tu mundo se vendrá irremediablemente abajo.

—Se nota que has venido hasta aquí con ánimos guerreros, pero no voy a darte la satisfacción de luchar contra ti —replicó el monstruo—. Me voy a limitar a pronunciar tu nombre una sola vez. ¿Estás dispuesto a responderme, si lo hago?

—En caso de que grites el nombre por el que todos me conocen —respondió el Peregrino, sonriendo—, ten por seguro que no permaneceré callado. Sin embargo, me gustaría saber si tú harías lo mismo si fuera yo el que te llamara a ti.

—Si te he hecho esa propuesta —contestó el monstruo—, ha sido poseo una calabaza que tiene el poder de absorber a la gente. ¿Quieres explicarme por qué deseas que repita mi mismo gesto?

—Muy sencillo —contestó el Peregrino—. Porque también yo soy dueño de una calabaza como ésa.

—Me parece poco probable —replicó el monstruo—. De todas formas me gustaría echarle un vistazo a ver si es verdad lo que dices.

Sin dejar de sonreír, el Peregrino sacó la calabaza de la manga y dijo:

—¡Mírala bien, monstruo sin escrúpulos! —y, tras sacudirla delante de sus mismas narices, la volvió a esconder entre las mangas. Era claro que temía que el monstruo pudiera quitársela de las manos.

—¿De dónde has sacado esa calabaza? —preguntó la bestia, sorprendida—. He de admitir que es exactamente igual que la mía, lo cual no deja de ser, francamente, desconcertante, ya que, en el caso improbable de que hubieran surgido de la misma mata, su forma y tamaño deberían ser por fuerza totalmente distintos. ¿Cómo es que son tan parecidas?

—¿De dónde has sacado tú la tuya? —preguntó, a su vez, el Peregrino, que, por supuesto, desconocía su historia.

El monstruo, sin embargo, no se percató de que se trataba de un simple truco y explicó su origen con todo lujo de detalles, diciendo:

—Mi calabaza maduró en los tiempos lejanos en los que el caos sufrió la división de todos conocida, dando, así, comienzo al Cielo y a la Tierra. Existió entonces un Anciano Primordial, que, valiéndose de la muerte, se convirtió en Nü-Gua[1] y adoptó su nombre. Fue ella la que fundió rocas con el fin de reparar los cielos y, de esa forma, salvó de la nada al mundo. Cuando se disponía a cubrir una grieta que se había producido en las regiones del noroeste —concretamente al pie del Monte Kun-Lun—, descubrió una especie de enredadera inmortal, de la que al poco tiempo brotó esta calabaza de oro. Se trata, como puedes ver, de un tesoro que ha pasado directamente de las manos de Lao-Tse a las mías.

Al oír eso, el Gran Sabio se inventó su propia historia y dijo:

—Mi calabaza procede del mismo lugar.

—¿Cómo es posible eso? —preguntó el monstruo, incrédulo.

—Cuando se realizó la división de lo puro y lo impuro —explicó el Peregrino—, la parte noroccidental de los Cielos quedó sin completar y lo mismo le ocurrió a la porción sudoriental de la Tierra. Como muy bien acabas de decir, el Supremo Patriarca Taoísta se convirtió con ayuda de la muerte en Nü-Gua y comenzó su ardua labor de reparar los Cielos. Eso la llevó hasta el mismísimo pie del Monte Kun-Lun, donde se topó con una enredadera sagrada, de la que surgieron dos calabazas: una masculina y otra femenina.

—No hay necesidad de hacer esas distinciones —protestó el monstruo—. Si también ella es capaz de absorber a la gente, hay que concluir que se trata de un buen tesoro.

—Tienes razón —contestó el Gran Sabio—. Para que veas que tengo confianza en ella, te voy a dejar probar primero a ti la tuya.

Complacido, el monstruo se elevó por los aires, puso la calabaza boca abajo y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Peregrino Sun!

El Gran Sabio tomó aliento y, de un tirón, repitió siete u ocho veces seguidas su nombre. Pero nada le ocurrió esta vez. Desconcertado, el monstruo se dejó caer desde lo alto y, sin dejar de golpearse el pecho, gritó, presa de la desesperación:

—¡Santo cielo! ¡Y después decimos que en este mundo ha habido muchos cambios!

Incluso un tesoro como éste tiembla en presencia de su pareja. Está visto que, cuando se encuentran lo masculino y lo femenino, pierden todo su potencial.

—¿Por qué no tiras, de una vez, esa calabaza? —exclamó el Peregrino, soltando la carcajada—. Ahora me toca a mí probar la mía.

De un salto se elevó por los aires y, poniéndose justamente encima del demonio, gritó con todas sus fuerzas:

—¡Gran Rey del Cuerno de Plata!

El monstruo no pudo sustraerse a contestar y la calabaza le absorbió al instante, como si se tratara de un puñado de algodón. El Peregrino le dio a continuación la vuelta y la tapó con la cinta en la que aparecía escrito: «Que Lao-Tse cumpla con rapidez esta orden».

El Peregrino no cabía en sí de contento y se dijo, complacido:

—Me parece que hoy vas a probar algo realmente nuevo.

Bajó de la nube sin soltar la calabaza y se dirigió directamente a la Caverna de la Flor de Loto con la única intención de salvar a su maestro. El camino era muy tortuoso y eso le hacía sacudir de continuo el preciado tesoro de los monstruos. De su interior salía como un rumor de aguas y el Peregrino pensó que se trataba de alguna estratagema de la bestia que acababa de capturar. La verdad era, sin embargo, que aunque era capaz de montarse en las nubes y viajar a lomos de la niebla, su naturaleza no era del todo diamantina y se disolvió en cuanto hubo tocado el fondo de la calabaza.

—Conmigo no te valen estas tretas —dijo el Peregrino en tono burlón—. Probablemente estés meando o haciendo gárgaras, pero te aseguro que no voy a ser tan inocente como tú. Conozco bien todos tus trucos y por lo menos en siete u ocho días no voy a destapar este tesoro. Me figuro que para entonces ya te habrás disuelto en los líquidos que contiene. ¿Para qué apresurarse? Cuando pienso en lo fácil que me resultó salir de ella, me dan ganas de tenerte ahí dentro unos mil o dos mil años.

Hablando de esta forma, no tardó en llegar a la entrada de la caverna. Agitó la calabaza con más energía y se oyó un chapoteo, que, de alguna manera, recordaba el vaivén del mar.

—Esto se parece a la carraca de un adivino —volvió a decirse—. Creo que me va a servir de mucha ayuda para liberar a mi maestro de una vez por todas.

Sin dejar de sacudir la calabaza, empezó a recitar el «I Ching del Rey Wen, el Sabio Confucio, el Maestro Chou de la Dama del Capullo de la Flor del Melocotón[2], el Maestro Kwei-Ku Tse[3]…».

Al verle, los diablillos se precipitaron al interior de la caverna, gritando, muy asustados:

—¡La desgracia se ha abatido sobre nosotros, señor! El Peregrino Sun ha metido a vuestro hermano en la calabaza y ahora la está usando para predecir el futuro.

El monstruo primero se sintió tan abatido que el espíritu le abandonó como los polluelos el nido, los huesos se le volvieron tiernos como una hoja nueva de ciruelo y los tendones se negaron a obedecerle. Se dejó caer al suelo y empezó a gritar a lágrima viva:

—¡Mi hermano del alma! Cuando abandonamos en secreto las Regiones Superiores para refugiarnos en este mundo mortal, nuestra única ambición era convertirnos en señores eternos de esta montaña y gozar para siempre de riquezas y fama. ¿Cómo iba a esperar yo que tu vida iba a terminar a manos de un monje vulgar y que nuestro lazo fraternal iba a disolverse para siempre?

Sus lamentos eran tan sinceros que todos los diablillos de la caverna rompieron a llorar, emocionados. Al oír sus llantos, Chu Ba-Chie levantó la voz y dijo:

—Deja de lamentarte de una vez, monstruo. Si te sirve de consuelo, permíteme decirte que el Peregrino Sun y sus dos supuestos hermanos son, en realidad, la misma persona. Domina a la perfección el arte de las setenta y dos transformaciones y puede metamorfosearse en cuanto le venga en gana. De hecho, fue él, y nadie más que él, el que se hizo con vuestros tesoros y encerró para siempre a vuestro hermano en uno de ellos. Debéis tratar de controlar vuestro dolor, ya que vuestro hermano ha muerto y no hay nada que pueda devolverle a la vida. Sería aconsejable, por tanto, que limpiarais todos vuestros pucheros y cazuelas y prepararais algunas setas secas, unos cuantos champiñones frescos, brotes de bambú, pastelillos de soja, tortas de harina de trigo y alguna que otra verdura. Tened la seguridad de que por un banquete así mi maestro recitará con mucho gusto el Sutra de la Vida.

—Pensé que eras una persona sin muchas luces, pero ahora veo que te faltan también los escrúpulos —replicó el monstruo, furioso—. ¿Cómo te atreves a burlarte de mí en un momento como éste?

Se volvió hacia los otros diablillos y les ordenó:

—Dejad de llorar y desatad a Chu Ba-Chie. Quiero que le cozáis hasta que esté tiernecito y suave. Creo que, antes de vengar la muerte de mi hermano, debo recuperar las fuerzas que la tristeza me ha hecho perder.

El Bonzo Sha se burló al punto de Ba-Chie, diciendo:

—¿No es fantástico? Ya te advertí que no hablaras tanto. ¿Ves a lo que te ha llevado tu propio juicio? Aunque, mirándolo bien, no está tan mal terminar cocidito y listo para ser devorado.

El Idiota no sabía qué hacer. Afortunadamente uno de los diablillos salió en su defensa, diciendo:

—Disculpadme, señor, pero opino que no está bien cocer a Chu Ba-Chie.

—¡Buda Amitabha! —exclamó, un tanto aliviado, Ba-Chie—. Debe de haber algún santo varón por ahí haciendo méritos por mí. Siempre he opinado que mi destino no era el de morir cocido.

—Estoy de acuerdo con mi compañero —dijo otro diablillo—. No debemos cocer a Chu Ba-Chie hasta que no le hayamos arrancado la Piel.

—¿Para qué? —protestó Ba-Chie, horrorizado—. Así como soy estoy muy bien. Es verdad que mis huesos y mi pellejo son un poco duros, pero mi carne es tan suave que con un solo hervor bastará para estar totalmente cocida.

Mientras discutían de esta manera, apareció un diablillo que informó a su señor, diciendo: El Peregrino Sun no cesa de lanzar improperios contra vos ante vuestra misma puerta.

—Ese maleducado se porta así, porque cree que aquí dentro no hay nadie que pueda enfrentarse a él —comentó el monstruo—. Volved a colgar a Chu Ba-Chie y mirad a ver cuántos tesoros me quedan todavía.

—Tres exactamente —dijo un diablillo que se encargaba de la intendencia.

—¿Cuáles? —preguntó el monstruo—. La espada de las siete estrellas, el abanico de hojas de palma, y el jarrón de jade puro —contestó el diablillo.

—El jarrón no sirve para nada —exclamó el monstruo—. Se suponía que era capaz de absorber a todo el que contestara a su nombre, pero hasta la fecha lo único que ha hecho ha sido tragar a nuestro pobre hermano. ¿Para qué voy a usarlo yo otra vez? ¡No! No quiero terminar en su panza como un vulgar cuenco de arroz. Traedme la espada y el abanico.

El diablillo se los entregó al instante. El monstruo escondió entonces el abanico en un repliegue que formaba su túnica justamente bajo la nuca y agarró la espada con las dos manos. Convocó a continuación a más de trescientos monstruos de todas las edades y les ordenó armarse hasta los dientes con lanzas, porras, cuerdas y cuchillos. El mismo demonio se protegió la cabeza con un yelmo, al tiempo que se ceñía al cuerpo una espléndida coraza, que cubrió con una capa de seda tan roja como las llamas. Los monstruos salieron de la caverna, formando un ejército bien disciplinado, cuya única ambición era capturar al Gran Sabio Sun. Para entonces el Peregrino estaba ya convencido de que el monstruo segundo se había disuelto en el interior de la calabaza, por lo que se la ciñó a la cintura y echó mano de la barra de hierro con los extremos de oro. Su concentración para el combate era total. Los estandartes flameaban, orgullosos, al viento.

El monstruo no tardó en aparecer a la puerta de la caverna. Su morrión tremolaba bajo la acción de los rayos del sol. La coraza que protegía su cuerpo parecía estar hecha de escamas de dragón, mientras que la capa que la cubría daba la impresión de ser una hoguera de altísimas llamas. Sus ojos eran tan fieros que emitían rayos, como si fueran el alma de las tormentas. En la mano derecha sostenía con firmeza la espada de las siete estrellas, cuya formidable potencia se veía realzada por el abanico de hojas de palma, cuidadosamente escondido detrás de los hombros. Su forma de andar recordaba las nubes que transportan la tormenta por encima de las olas del mar y su voz era tan fuerte que las montañas temblaban y los arroyos serpenteaban con mayor impaciencia. Se trataba, en verdad, de un guerrero tan fiero que no habría dudado ni un segundo en enfrentarse al mismísimo cielo por defender su honor. ¡Qué marcial resultaba su figura, al aparecer como un espejismo a la puerta misma de su caverna! Tras ordenar a todos sus subalternos que ocuparan sus puestos de batalla, levantó la voz y dijo:

—¡Maldito mono sin principios ni conciencia! Asesinaste a mi hermano y, de esa forma, destruiste todos los lazos de hermandad que me ataban a este mundo. No hay, por ello, en todo el universo ser más despreciable que tú.

—Estás suplicando a la muerte que te salga al encuentro —replicó el Peregrino—. No comprendo cómo puedes afirmar que la vida de un solo monstruo es superior a la de mi maestro, mis dos hermanos en religión y el caballo que viaja con nosotros. ¿Cuáles piensas que fueron mis sentimientos, cuando los vi colgados en el interior de tu inmunda caverna? ¿Cómo quieres que dé mi beneplácito a un hecho tan deleznable como ése? Si los pones en libertad de inmediato, nos entregas un poco de dinero en concepto de ayuda para el viaje y desistes de medir tus armas con las mías, te perdonaré la vida, permitiéndote seguir viviendo en esta inhospitalaria montaña.

El monstruo no se avino, como era de esperarse, a razón alguna. Levantó la espada y lanzó contra la cabeza del Gran Sabio un tajo terrible, que éste logró detener con su barra de hierro. De esta forma, dio comienzo una espléndida batalla, en la que la espada de las siete estrellas y la barra de los extremos de oro midieron una y otra vez su portentosa fuerza, levantando cascadas de chispas tan brillantes como un aluvión de relámpagos. Las nubes de polvo que producían eran tan densas que los desfiladeros y picos quedaron sumidos en una oscuridad total que impedía el paso de los rayos benéficos del sol. A consecuencia de ello, un frío insoportable se extendió de inmediato por toda la tierra. Se comprendía que uno luchara por la memoria de sus lazos fraternales recientemente destruidos, y el otro por mantener expedito el camino que habría de llevar a su maestro a la consecución de las escrituras sagradas. A ambos los embargaba el mismo odio y los reconsumía la misma hostilidad. Lucharon hasta que el Cielo y la Tierra quedaron sumidos en una oscuridad total, que hizo temblar por igual a dioses y espíritus. El sol se fue tornando opaco, mientras la tiniebla se espesaba y los tigres y dragones cedían al espanto. Sólo los contrincantes parecían ajenos al terror que levantaban. Los dientes de uno rechinaban por la furia, como si estuvieran hechos de jade, mientras los ojos del otro emitían llamaradas de odio. Moviendo con inimitable pericia la espada y la barra, tan espléndidos guerreros demostraron con creces que su fama no se asentaba sobre una burda mentira. Más de veinte veces seguidas midieron sus armas, sin que ninguno pudiera arrogarse una clara ventaja. El monstruo levantó entonces la voz y ordenó a los suyos:

—¡Subid aquí inmediatamente!

Los trescientos diablillos obedecieron al instante, rodeando al Peregrino. El Gran Sabio no se sintió por ello arredrado. Al contrario, les hizo frente con su barra de hierro, protegiendo efectivamente cada uno de sus flancos. Sin embargo, aquéllos no eran diablillos corrientes. Todos poseían poderes especiales y cuanto más luchaban, más aguerridos se tornaban. Llegó un momento en que se pegaron a las piernas y a la cintura del Peregrino, como si fueran copos de algodón sobre un cuerpo sudoroso, y a punto estuvieron de derribarle por tierra. Al Gran Sabio no le quedó, pues, más remedio que valerse de la magia del cuerpo más allá del cuerpo. Se arrancó a toda prisa un puñado de pelos del sobaco izquierdo y, tras triturarlos con los dientes, los escupió, al tiempo que gritaba:

—¡Transformaos!

Al punto cada uno de ellos se convirtió en la imagen exacta del Peregrino. Eran, de hecho, tan idénticos a él que cada uno blandía una barra de hierro igual a la suya. Así pudo hacer frente a los diablillos, que aunque lucharon con inesperado arrojo, terminaron rindiendo sus armas al valor de los pelos. Incapaces de explicarse la causa de la derrota, corrieron hacia donde se encontraba su señor, gritando:

—¡No podemos seguir luchando! ¡Todo está perdido! La montaña está llena de Peregrinos Sun. ¿Cómo vamos a luchar contra un ejército tan formidable?

La magia del cuerpo más allá del cuerpo hizo retroceder al enjambre de diablillos, dejando solo y a su suerte al viejo demonio. Era claro que no tenía adónde huir. El terror se apoderó de su espíritu, pero se acordó del abanico de la hoja de palma y echó en seguida mano de él. Se volvió hacia el sur (la dirección del fuego), cambió el abanico de mano y lo sacudió con energía una sola vez. Al punto brotaron del suelo yermo unas llamas impresionantes. Ésta era, precisamente, la virtud de aquel, en apariencia, humilde tesoro. El fuego avivó la sed de venganza del monstruo, que volvió a sacudir el abanico siete u ocho veces seguidas. Al punto se desató un incendio pavoroso. No se parecía en nada al que se origina en los cielos, ni al que nace en el brasero, ni al que surge, espontáneo, en los prados, ni al que se enciende en el hogar. La suya era una fuerza espiritual que brotaba directamente de las Cinco Fases. A la vista de llamas tan espléndidas se comprendía que el abanico no tuviera nada en común con este mundo mortal ni hubiera sido creado por mano de hombre. Sus orígenes se remontaban a los tiempos lejanos de la separación del caos. No en vano era capaz de crear incendios tan magníficos como éste, que, por una parte, recordaba al rayo y, por otra, a un tupido velo de diminutas gotitas de fuego. No había la menor señal de humo. Adondequiera que se dirigiera la vista, sólo podía verse una especie de montaña de llamas escarlata, que transformaba los pinos en antorchas y los cedros en teas. Las bestias que habitaban en las cavernas abandonaban sus guaridas, presa del pánico, corriendo, despavoridas, en todas las direcciones. ¡Qué poco podían hacer por salvar sus vidas! Las aves trataban de escapar al azote de las llamas, volando hacia lo alto y luchando por que ningún pabilo se cebara en sus frágiles plumas. El fuego era tan intenso que las rocas se derretían, los ríos se secaban y la tierra adquiría una llamativa coloración rojiza.

Hasta el Gran Sabio se sintió impresionado ante incendio tan formidable y se dijo, alarmado:

—La cosa se está poniendo realmente mal. No es que me falten arrestos para hacerle frente. Lo que ocurre es que mis pelos son demasiado débiles y pueden caer fácilmente presa de las llamas.

Sacudió ligeramente el cuerpo y todos se reincorporaron a él, menos uno, que se transformó en su copia exacta e inició de inmediato la huida. El Peregrino auténtico, por su parte, hizo con los dedos el signo que le hacía inmune a las llamas y, de un salto, se elevó por los aires dejando atrás el incendio. Sin pérdida de tiempo se dirigió a la Caverna de la Flor de Loto con el fin de rescatar a su maestro. Al llegar a la entrada de la cueva, bajó de la nube y se topó con más de cien diablillos, que ofrecían un aspecto francamente lamentable. Todos mostraban heridas en la cabeza y algún que otro miembro roto. Eran los afortunados supervivientes de la batalla que había dado al traste con el ejército del monstruo, aunque sus gritos y lamentos hacían pensar más en víctimas de la fortuna que en protegidos del destino. En cuanto vieron al Gran Sabio, agarraron las armas y trataron de impedirle la entrada. El Peregrino los redujo en poco tiempo a un montón informe de carne macilenta. ¡Qué lástima que concluyera así un esfuerzo de muchos años por conseguir la apariencia humana! Todas las privaciones de la ascesis quedaron reducidas en un abrir y cerrar de ojos a la más pura nada.

El Gran Sabio entró corriendo en la caverna, guiado por el deseo de liberar cuanto antes a su maestro. A las pocas zancadas vio un resplandor muy vivo, que le hizo detenerse y gritar, sobresaltado:

—¡Menuda contrariedad! Si se ha declarado también aquí un incendio, me va a resultar extremadamente difícil salvar a mi maestro.

Afortunadamente, aguzó cuanto pudo la vista y descubrió que aquella luz tan intensa no era la avanzadilla del fuego, sino un simple rayo dorado. Intrigado por su origen, siguió con la vista su rectilíneo trazado y pudo ver que surgía del interior del jarrón de jade.

Sonriendo satisfecho, se dijo:

—¡Qué tesoro más extraordinario! Ahora que recuerdo, brillaba ya intensamente cuando los diablillos lo subieron a lo alto de la montaña para caer al poco rato en mis manos. Fue una lástima que el monstruo me lo volviera a quitar. ¡Es increíble que todavía continúe brillando!

Olvidándose por completo de su maestro, cogió el jarrón con cuidado y abandonó, una vez más, la caverna. Casi en la misma puerta se topó con el monstruo, que volvía del sur con la espada en una mano y el abanico en la otra. El Gran Sabio no tuvo tiempo de esconderse, cosa que aprovechó el monstruo para levantar la espada y lanzarle un terrible tajo a la cabeza. Afortunadamente, el Gran Sabio dio un salto y desapareció de su vista.

El monstruo vio entonces desparramados por doquier los cuerpos sin vida de los espíritus que habían estado bajo su poder y no pudo evitar las lágrimas fluyeran, abundantes, por sus mejillas. Desesperado, levantó los ojos al Cielo y se lamentó de su mala fortuna, diciendo:

—¡Cuánta miseria! ¡Cuánta inexpresable amargura!

Sobre tan trágico momento disponemos de un poema que dice:

¡Cuán profundo e irrefrenable era el odio del mono astuto y del corcel brioso! Las semillas divinas cayeron en la tentación de abandonar el Cielo y descendieron a este mundo de polvo, yendo a parar a esta montaña en la que ahora se están enfrentando. ¡Qué amarga pena se apodera del alma cuando se dispersan, como la escarcha, las bandadas de aves! Tal fue el sentimiento que embargó al monstruo, al ver a su ejército destruido del todo. ¿Cuándo terminará esta loca batalla, el castigo llegará a su fin y los dos contendientes volverán a adquirir el ser que en un principio poseyeron?

Abrumado por el dolor, el monstruo se adentró en la caverna con paso lento, al tiempo que gritaba desesperado. Aunque los muebles y todo lo demás permanecían en su sitio, no se veía a nadie. El silencio era total. Eso hizo que su tristeza se tornara aún más profunda. Con el peso de la soledad sobre su corazón se sentó en la cueva, dejó caer pesadamente la cabeza sobre la mesa de piedra y, poniendo a un lado la espada y el abanico, se abandonó al reclamo del sueño. Pronto se apoderó de él un profundo sopor.

Con razón reza el proverbio: «Cuando te sientes feliz, tu espíritu se mantiene alerta, pero, cuando el abatimiento se apodera de él, acude a ti, raudo, el sueño».

El Gran Sabio, mientras tanto, había cambiado, una vez más, el rumbo de la nube en la que estaba viajando y se quedó parado frente a la montaña, pensando en la forma de rescatar a su maestro. Ató el jarrón con el cinturón y volvió a la entrada de la caverna a ver lo que pasaba. Para su sorpresa, encontró las dos puertas abiertas de par en par, pero no pudo escuchar ni un solo murmullo. Se adentró en la cueva con pasos sigilosos y no tardó en descubrir al monstruo profundamente dormido sobre la mesa de piedra. Tenía sobre la cabeza, medio cubriéndosela, el abanico de hoja de palma, y junto a la mesa, la espada de las siete estrellas. El Gran Sabio se llegó hasta el monstruo, sin hacer el menor ruido, y le quitó el abanico con todo el cuidado que fue capaz. Pero, al darse la vuelta, no pudo evitar que el abanico le rozara ligeramente el pelo y la bestia se despertó al instante. Levantó la cabeza y, al ver que el Peregrino le había robado uno de sus preciados tesoros, salió tras él, blandiendo amenazador la espada. El Gran Sabio metió a toda prisa el abanico en la faja e hizo frente al monstruo, agarrando fuertemente la barra de hierro con las dos manos. La batalla que a continuación se desarrolló fue una de las más espléndidas que han tenido lugar a lo largo de los siglos.

El monstruo estaba tan furioso que el yelmo parecía que iba a salírsele de la cabeza bajo el empuje de sus empinados cabellos. Daba la impresión de que de un momento a otro iba a tragarse a su adversario. ¡Vana ilusión, porque el Peregrino era, en verdad, un luchador formidable! Pese a todo, la bestia no dejaba de reconvenirle, gritando, airado:

—¡Maldito mono, bastante te has burlado ya de mí! No contento con acabar con todos los míos, me has ido robando, uno a uno, mis preciados tesoros. Te juro que esta vez no pararé hasta que no haya terminado contigo. ¡Sólo la muerte será capaz de aliviar las ofensas que me has infligido!

—¡No sabes ni lo que dices! —replicó el Gran Sabio—. ¿Cómo puede un estudiante vulgar derrotar a su maestro? Te aseguro que es imposible que un huevo haga añicos una roca.

Los golpes de la espada se multiplicaban como la lluvia de otoño, pero todos los detenía certeramente la barra de hierro. No había la menor concesión por parte de cada uno de los contendientes. Estaban totalmente volcados en la batalla y no hubo técnica marcial de la que no echaran mano. A causa del monje buscador de escrituras en la Montaña del Espíritu, el Fuego y el Metal guerrearon entre sí con inusitada fiereza. Las Cinco Fases perdieron su habitual equilibrio y se entremezclaron en indescriptible confusión. Los dos luchadores recurrieron a todos los poderes mágicos que un día habían aprendido, levantando nubes de polvo y lanzando por los aires pesadísimas rocas. La batalla se prolongó hasta el anochecer. Para entonces las fuerzas del monstruo habían disminuido considerablemente y no tuvo más remedio que retirarse. Fueron, de todas formas, más de treinta las veces que midió sus armas con las del Gran Sabio.

Estaba ya oscureciendo, cuando la bestia se dirigió, huyendo, hacia el sudoeste, camino de la Caverna del Dragón Aplastado.

El Gran Sabio, por su parte, descendió de la nube, corrió hacia el interior de la Caverna de la Flor de Loto y desató al monje Tang, a Ba-Chie y al Bonzo Sha. En cuanto se sintieron libres, dieron las gracias al Peregrino y le preguntaron:

—¿Adónde han ido los monstruos?

—El menor de ellos fue absorbido por la calabaza y me figuro que a estas horas estará ya totalmente disuelto —contestó el Peregrino—. Por lo que respecta al mayor, acaba de sufrir una ignominiosa derrota y ha huido hacia el sudoeste, camino de la Caverna del Dragón Aplastado. Los diablillos que custodiaban este lugar no han sufrido mejor suerte. Más de la mitad sucumbieron a mi magia de división corporal y el resto encontró la muerte aquí mismo poco después. He creído oportuno derrotarlos a todos antes de venir a liberaros.

—Has debido de pasarlo muy mal —exclamó el monje Tang, profundamente agradecido.

—No lo sabéis bien —replicó el Peregrino, sonriendo—. Mientras vosotros colgabais tranquilamente de esas vigas, yo no he podido descansar ni un solo segundo. He tenido que mover las piernas más que un mensajero. De todas formas, no me puedo quejar de tanto ir y venir, porque no sólo he derrotado a esos monstruos, sino que además me he hecho con todos sus tesoros.

—¿Por qué no sacas la calabaza y nos dejas mirar en su interior? —sugirió Chu Ba-Chie—. Calculo que el menor de los monstruos se habrá desintegrado del todo.

El Gran Sabio desató el jarrón, sacó la cuerda de oro y mostró a sus hermanos el abanico, pero se opuso a que miraran dentro de la calabaza, diciendo:

—Es mejor que no lo hagáis. Yo mismo fui absorbido por este extraordinario tesoro y logré escapar de él gracias a que pude engañar al monstruo, haciéndole creer que había sido disuelto del todo. El muy tonto levantó la tapa y salí volando. Creo que no debemos hacer nosotros lo mismo, pues nadie nos asegura que ese sonido de aguas no sea uno de sus trucos. ¿Os dais cuenta de la situación en la que nos encontraríamos, si lograra escapar de ahí?

Maestro y discípulos pensaron que se trataba de una opinión prudente y registraron de arriba abajo la caverna. No tardaron en encontrar arroz, tallarines y unas cuantas verduras, así como todo lo indispensable para cocinar. Tras calentar el agua, prepararon una comida vegetariana y comieron hasta hartarse. Aquella noche la pasaron en la caverna.

El monstruo, mientras tanto, había llegado a la Montaña del Dragón Aplastado, donde convocó a todas las diablesas que allí habitaban y les contó con todo lujo de detalles cómo su madre había sido muerta a golpes, su hermano había sucumbido al poder de la calabaza, su ejército había sido barrido del todo y habían desaparecido cuatro de sus preciados tesoros. Las diablesas rompieron a llorar, lanzando escalofriantes gritos de dolor. Eso dio nuevas fuerzas al monstruo, que les suplicó, diciendo:

—Dejad de lamentaros de esta forma. Todavía tengo conmigo la espada de las siete estrellas y no todo está perdido. Es mi intención partir con algunas de vosotras a la parte posterior de esta Montaña del Dragón Aplastado a solicitar algunos refuerzos a mi tío materno. Es mí deber capturar al Peregrino Sun y vengarme cumplidamente de él.

No había acabado de decirlo, cuando se presentó una diablesa, informó con el debido respeto:

—Señor, vuestro Tío Materno está ahí fuera al frente de su ejército. El monstruo se puso en seguida sus ropas de luto de impecable seda blanca y salió a dar la bienvenida a visitante tan ilustre. Era el hermano menor de su madre y ostentaba el título de Gran Rey Zorro Número Siete. Sus patrullas le habían informado de que el Peregrino Sun había dado muerte a su hermana, adoptando después su figura para hacerse con los tesoros de su sobrino, con el que se había enfrentado durante días en la cumbre de la Montaña Altísima. Tras escuchar nuevas tan desazonadoras, llamó a filas a doscientos de sus soldados y partió de su mansión, dispuesto a vengar tan imperdonable afrenta.

Antes, no obstante, decidió pasarse por la caverna de su hermana para ver si era verdad que había muerto. Lo que menos se esperaba era encontrar allí al monstruo vestido de luto. Al verle, rompió a llorar y sus gritos se escucharon en toda la montaña. La bestia se arrodilló ante él y, con voz entrecortada, le relató cuanto había ocurrido. Fuera de sí, Número Siete ordenó al monstruo que se despojara de sus ropas de luto, que echara mano de su espada mágica y que llamara a filas a todas las diablesas. Tan espléndido contingente montó a lomos del viento y se dirigió a toda prisa hacia el noreste.

El Gran Sabio estaba pidiendo al Bonzo Sha que preparara el desayuno para poder proseguir cuanto antes el viaje, cuando oyó de pronto el extraño silbido del viento. Salió a toda prisa de la caverna y vio acercarse desde el sudoeste a un ejército enorme de diablillos y monstruos. Desconcertado, volvió a entrar a toda prisa en la cueva y dijo a Ba-Chie:

—Se está aproximando el monstruo con nuevas tropas de refresco.

—¿Qué podemos hacer? —exclamó Tripitaka con el rostro demudado por el miedo.

—Tranquilizaos —le aconsejó el Peregrino, sonriendo condescendientemente— y dadme esos tesoros.

Sin pérdida de tiempo ató el jarrón y la cadena a la cintura, escondió la cuerda de oro en una de las mangas y colgó del cuello el abanico de hoja de palma. Tomó a continuación la barra de hierro y ordenó al Bonzo Sha que cuidara del maestro, mientras Ba-Chie y él salían a hacer frente a tan inesperados adversarios.

Los monstruos se habían desplegado para dar comienzo a la batalla. Los comandaba el Gran Rey Zorro Número Siete, que poseía un rostro que recordaba el jade, una barba extremadamente larga, unas cejas siempre fruncidas y unas orejas tan puntiagudas como cuchillos. Sobre la cabeza lucía un casco de oro y protegía el cuerpo con una coraza de malla muy tupida. En las manos traía una alabarda muy afilada, que blandió con fiereza, al tiempo que gritaba:

—¡Maldito monstruo! ¿Por qué te has comportado de una forma tan lamentable? No sólo has robado nuestros tesoros, asesinado a nuestros parientes y dado muerte a todos nuestros guerreros, sino que incluso has tenido la desfachatez de apoderarte de nuestra mansión. Sal en seguida de ahí, para que pueda darte muerte y así quede vengada mi hermana.

—Se ve que no sabes con quién estás hablando, bestia peluda —replicó en tono burlón el Peregrino—. No huyas y prueba el sabor de mi barra.

La bestia se hizo a un lado, escapando por poco a la muerte. Lejos de arredrarse, levantó la alabarda y la descargó con todas sus fuerzas sobre el Peregrino. De esta forma, dio comienzo una batalla singular. Tres o cuatro veces midieron los guerreros sus armas a lo largo y ancho de la montaña, pero, aunque su técnica era perfecta, el monstruo vio mermadas sus fuerzas y escapó corriendo. El Peregrino salió tras él a toda velocidad, topándose a los pocos pasos con el sobrino, que le presentó una firme defensa. Eso concedió un respiro al Zorro Número Siete, que no tardó en reincorporarse al ataque. Al verlo, Ba-Chie levantó en alto su tridente de nueve puntas y abortó su estrategia. De esta forma, quedaron emparejados los dos monjes y los dos monstruos, luchando con denuedo durante un tiempo llamativamente largo, que no produjo ningún claro vencedor. Comprendiendo que aquella situación podía demorarse durante días enteros, el monstruo ordenó a los diablillos y diablesas que se lanzaran a la batalla.

El monje Tang estaba sentado en el interior de la caverna, cuando oyó unos gritos tan aterradores que hacían temblar la tierra. Eso le movió a volverse hacia el Bonzo Sha y a ordenarle: Vete a ver qué tal les va a los nuestros en la lucha.

El Bonzo Sha agarró el báculo y se lanzó hacia el exterior, gritando como un salvaje.

Su ímpetu era tal que en un abrir y cerrar de ojos dio muerte a incontables bestias. Al percatarse Número Siete de que la suerte los estaba abandonando, se dio la vuelta y echó a correr, pero Ba-Chie logró alcanzarle en la espalda con su tridente. Al punto brotaron nueve fuentes de sangre que enrojecieron toda la montaña. El monstruo fue forzado, de esta forma, a regresar al mundo del que había surgido. Cuando Ba-Chie le dio la vuelta para despojarle de sus vestimentas, se encontró con que el Gran Rey no era más que el espíritu de un vulgar zorro.

Al ver la otra bestia el triste final de su tío materno, dejó al Peregrino, volviendo su espada contra Ba-Chie, que, afortunadamente, paró con el tridente su golpe mortal. El Bonzo Sha se encontraba muy cerca de ellos y corrió en ayuda de su hermano. El monstruo no pudo soportar el ataque combinado de los monjes y, montándose en el viento, huyó precipitadamente hacia el sur. Ba-Chie y el Bonzo Sha corrieron tras él, pisándole literalmente los talones. Al ver lo que pasaba, el Gran Sabio se elevó por los aires, cogió la calabaza y gritó, dirigiéndola hacia el monstruo:

—¡Rey del Cuerno de Oro!

La bestia pensó que se trataba de uno de sus subordinados y constó, sin caer en la cuenta de que era el Peregrino. Inmediatamente fue absorbido por la calabaza, que el Gran Sabio tapó a toda prisa con la cinta en la que aparecía escrito: «Que Lao-Tse cumpla con rapidez esta orden». La espada de las siete estrellas cayó al suelo, pasando, de esta forma, a poder del Peregrino.

—¡Qué suerte la tuya! —exclamó Ba-Chie, llegándose hasta él—. Ya tienes la espada, pero ¿se puede saber dónde está el monstruo?

—En la calabaza —contestó el Peregrino, satisfecho.

Al oír tan inesperada nueva, el Bonzo Sha y Ba-Chie se sintieron encantados. Eso les dio nuevas fuerzas para acabar con todos los ogros y monstruos. En cuanto hubieron concluido su labor, regresaron a la caverna, donde informaron a Tripitaka de lo ocurrido diciendo:

—Toda la montaña está ya libre de bestias. Creemos que es hora de proseguir nuestro viaje.

Feliz por tan espléndido resultado, Tripitaka terminó tranquilo el desayuno en compañía de sus discípulos, quienes, antes de reanudar la marcha, prepararon el equipaje y limpiaron el caballo. Apenas habían abandonado la caverna, cuando les salió al encuentro un ciego, que agarró el caballo del maestro y dijo:

—¿Se puede saber adónde vas tan deprisa, monje? ¡Devuélveme inmediatamente todos mis tesoros!

—¡Estamos perdidos! —exclamó Ba-Chie, temblando de pies a cabeza—. ¡Otro monstruo que quiere lo que no es suyo!

El Peregrino estudió al ciego con cierto detenimiento y llegó a la conclusión de que era el mismísimo Lao-Tse en persona. Se acercó a él a toda prisa e, inclinándose respetuosamente, le preguntó:

—¿Adónde vais, respetable maestro?

El Patriarca se sentó en su trono de jade y se elevó por el aire, deteniéndose a media altura, al tiempo que exigía:

—¡Devuélveme mis tesoros, Peregrino Sun!

—¿Se puede saber de qué tesoros habláis? —preguntó el Gran Sabio, elevándose también por los aires.

—Los que has robado a esos monstruos —contestó Lao-Tse—. En la calabaza guardaba yo mi elixir, en el jarrón vertía el agua, con la espada dominaba a los monstruos y demonios, el abanico me servía para avivar el fuego y la cuerda de oro era, en realidad, el cinturón con el que me ceñía la túnica. Esos monstruos a los que acabas de dar muerte fueron en su día jóvenes taoístas, a los que confié respectivamente el cuidado de mi brasero de plata y de mi purificador de oro. Los he estado buscando durante muchísimo tiempo, porque se adueñaron indebidamente de objetos tan valiosos y abandonaron a escondidas las Regiones Superiores. He de reconocer que has sido muy hábil, al dar con ellos antes que yo.

—No puede decirse que seáis muy respetable, cuando permitís a los vuestros convertirse en demonios —replicó el Gran Sabio—. Deberíais mostraron más diligente en la administración de todos vuestros asuntos.

—Yo no tengo nada que ver con lo ocurrido —se defendió Lao-Tse—, así que harías bien en no echarme la culpa. Tres veces me pidió la Bodhisattva de los Mares del Sur que le prestara esos jóvenes. Quería transformarlos en monstruos, para ver si vuestra intención de ir en busca de las escrituras era auténtica o se trataba, por el contrario, de un capricho pasajero.

—¡Qué lenta es esa Bodhisattva! —se dijo el Gran Sabio, un tanto malhumorado—. Cuando me concedió la libertad y me pidió que acompañara al Oeste al monje Tang, me advirtió que el viaje iba a resultar extremadamente penoso. Pero, al mismo tiempo, me prometió que acudiría en nuestra ayuda, cuando nos topáramos con dificultades prácticamente insalvables. ¿En qué ha quedado esa promesa, cuando ella misma envía a monstruos con la intención de entorpecernos el camino? No me gusta nada su modo de obrar. Es tan falsa que merecería quedarse solterona para el resto de su vida.

Se volvió a continuación hacia Lao-Tse y le dijo:

—Si no hubieras venido personalmente a exigirme la devolución de estos tesoros, no os los habría entregado jamás. Pero, ya que habéis tenido la delicadeza de hacerlo, no tengo ningún inconveniente en devolveros lo que es vuestro.

En cuanto Lao-Tse tuvo los cinco tesoros en sus manos, cogió la calabaza y, tras quitarle la cinta que la sellaba, le dio media vuelta. Al instante salieron de ella dos masas informes de éter sagrado. Las tocó ligeramente con la punta de sus dedos y al punto se convirtieron en dos jóvenes, que se colocaron el uno a su izquierda y el otro a su derecha. Diez mil rayos de luz celestial se apoderaron de ellos, llevándolos directamente hacia el Palacio Tushita, erigido en el punto más privilegiado de los Cielos.

De momento, desconocemos lo que ocurrió después o si el Gran Sabio y su protegido el monje Tang lograron, por fin, llegar al Paraíso Occidental. Quien desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.