CAPÍTULO XXXVII

A la luz de las lámparas Tripitaka meditó durante largo rato sobre la Letanía Acuática del Rey Liang[1], abandonándose a continuación a la lectura del Auténtico Sutra del Pavo Real. A la tercera vigilia enrolló, por fin, las escrituras y las devolvió a la funda que las había protegido durante años. Cuando se disponía a retirarse a descansar, escuchó con claridad el lúgubre lamento de un viento inusitadamente fuerte. Temiendo que pudiera apagársele la lámpara, trató de protegerla a toda prisa con la manga de la túnica. La llama osciló peligrosamente, pero él estaba ya tan cansado que dejó caer pesadamente la cabeza sobre la tapa del escritorio y se quedó medio dormido. Aunque sus ojos estaban cerrados, su espíritu se mantenía en un estado de semivigilia, que le permitía escuchar con claridad continuo suspiro del viento en el exterior de su ventana.

Parecía un viento, en verdad, extraño, pues silbaba de una forma poco habitual y producía un ruido muy raro, al arrastrar las hojas caídas y al dispersar, uno tras otro, los rebaños de nubes. Las estrellas y planetas desaparecieron de la vista, pues toda la tierra se mostraba cubierta de andanadas de polvo y la arena parecía cubrirlo todo. Aquel viento a veces daba la impresión de ser extremadamente fiero, y otras, comprensiblemente suave. Los bambúes y pinos se mecían en esos momentos con su gracia habitual en el aire, mientras que en aquéllos lagos se veían surcados por olas gigantescas y los ríos arrancados sin ninguna consideración de sus cauces. Soplaba con tal fuerza que las aves de la montaña eran incapaces de hacerle frente y se les desgarraban las gargantas de tanto gritar. En el mar los peces olvidaban el significado de la palabra paz y se veían sometidos a incontables tumbos. De todos los salones, tanto orientales como occidentales, se desgarraban ventanas y puertas, y los dioses y espíritus no sabían qué decisión tomar. En el gran salón de Buda el jarrón de la flor fue a parar al suelo, el recipiente de aceite se tambaleó peligrosamente y la lámpara de la sabiduría estuvo a punto de apagarse. La urna del incienso sufrió peor suerte, yendo a parar al suelo y viendo, impotente, cómo sus cenizas se esparcían en todas las direcciones. Los candelabros se mantenían milagrosamente de pie, aunque ya no servían para mucho, porque lo único que sostenían eran pequeñas columnitas de humo. Las banderas y estandartes sagrados habían sido desgarrados sin ninguna consideración, mientras en lo alto de las torres el tambor y la campana se tambaleaban con peligro de caerse desde una altura tan considerable. En cuanto se hubo disipado el vendaval, al maestro le pareció oír en su duermevela una voz muy débil, que le llamaba desde fuera, diciendo:

—¡Maestro!

Tripitaka se levantó a toda prisa y preguntó, sobresaltado:

—¿Quién sois? ¿No seréis, por casualidad, un demonio o un fantasma que se ha llegado hasta aquí con el único fin de burlarse sin ninguna consideración de mí? Si es así, sabed que yo no soy una persona avariciosa y sin conciencia, sino un monje simple y de recto obrar. Si estoy aquí, es porque en su día el Emperador de los Tang, Señor de las Tierras del Este, me ordenó ir al Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas, no por mi propia voluntad. Tengo conmigo a tres discípulos, hombres valientes capaces de domar tigres y dominar dragones. Su destreza en las artes marciales es tal que pueden repeler a cualquier demonio y acabar con cuanto monstruo se le ponga por delante. Si te ven, ten la seguridad de que no pasara mucho tiempo antes de que te veas reducido a polvo y lodo. Repara, por tanto, en lo comprensivo de mi actitud, pues yo mismo soy conocedor de no pocas técnicas mentales para acabar con el mal. Te conmino, pues, a que abandones este lugar ahora que todavía dispone de tiempo, y no cometas la osadía de llegarte hasta las puertas de este magnífico salón de Zen en el que estamos descansando.

Para entonces el ser que estaba fuera había empezado a empujar puerta, al tiempo que replicaba:

—Estás muy equivocado, maestro. Aquí fuera no hay ningún monstruo ni demonio.

—Si es verdad lo que decís —contestó Tripitaka—, ¿por qué permanecéis levantado hasta tan tarde?

—Si no me creéis —respondió la voz—, abrid los ojos y echadme un vistazo.

El maestro así lo hizo y pudo ver que el visitante llevaba sobre la cabeza una especie de sombrero que se elevaba hacia lo alto y traía ceñida la ropa con un cinturón de jade verde. Vestía una túnica roja con bordados de fénix danzarines y dragones voladores.

Calzaba, igualmente, unas botas adornadas con dibujos de nubes y en sus manos sostenía un bastón de jade en el que se habían grabado las estrellas y planetas. Su rostro recordaba el del rey inmortal del Monte Tai y toda su figura traía a la mente el recuerdo del muy culto rey Wen-Chang[2]. Al ver la nobleza de su porte, Tripitaka perdió el color y, arrodillándose precipitadamente ante él, preguntó con voz indecisa:

—¿A qué dinastía pertenecéis, majestad? Tomad asiento, por favor —y extendió las manos hacia el visitante, pero lo único que logró asir fue el viento.

Desconcertado, se dio la vuelta y se dejó caer sobre una silla. El hombre estaba, incomprensiblemente, a su lado y, sacando fuerzas de flaqueza, volvió a preguntarle:

—¿De qué país sois rey? ¿Cuál es el nombre del imperio que regís? ¿Habéis tenido que escapar de vuestros dominios para poder salvar la vida a causa de la traición de vuestros ministros o de algún tipo de discordia civil? Responded, os suplico, a estas preguntas.

Antes de hacerlo, las lágrimas fluyeron libremente por sus mejillas y la tristeza le hizo arquear significativamente las cejas.

—Maestro —dijo por fin—, mi hogar se encuentra a unos cuarenta kilómetros al oeste de aquí. Allí se levanta la ciudad que constituye el centro y el eje de mi reino.

—¿Cómo se llama? —inquirió Tripitaka.

—Al fundarlo —contestó el hombre—, le dimos el nombre de Reino del Gallo Negro.

—¿Puedo preguntaros por qué parecéis tan asustado y cuál es el motivo que os ha traído hasta aquí? —indagó, cada vez más sorprendido, Tripitaka.

—Hace aproximadamente cinco años —explicó el hombre— se produjo en esta región una sequía tan pertinaz que toda la vegetación terminó secándose y la gente comenzó a morirse de hambre. ¡Fue horrible, en verdad!

—Debéis recordar, majestad —le interrumpió Tripitaka, sonriendo y sacudiendo la cabeza—, que los antiguos afirmaban que «el Cielo favorece a los reinos en los que se respeta la justicia». De vuestra palabras deduzco que en esos momentos de prueba no fuisteis lo suficientemente compasivo con vuestros súbditos. ¿Por qué tratasteis con mano dura vuestras tierras, cuando la sequía lo devastaba todo y el hambre se había adueñado de vuestros dominios? En semejante situación, deberíais haber abierto de par en par vuestros graneros aliviando, así, el dolor de vuestro pueblo. Teníais, así mismo, la obligación de haberos arrepentido de todos los desmanes que hubierais cometido, comprometiéndoos a no volver a caer en ellos jamás. De esa forma, cuando hubieran sido puestos en libertad los acusados y condenados injustamente, el Cielo se habría apiadado también de vuestro reino y las lluvias habrían caído en sazón en vuestros desolados campos.

—Al poco de iniciarse la sequía —contestó el hombre—, todos los graneros de mi reino estaban completamente vacíos y no quedaba la menor reserva de comida. Mis colaboradores, tanto civiles como militares, dejaron de recibir su salario y en mi mesa no volvió a servirse jamás carne. Todos mis esfuerzos estuvieron encaminados a seguir los pasos del rey Yü, cuando logró dominar la inundación que a punto estuvo de acabar con su reino. Míos fueron los sufrimientos de mi pueblo. Para aliviarlos, recurrí a las purificaciones rituales, practiqué una estricta dieta vegetariana y me entregué de lleno a la abstinencia. Durante tres años ofrecí día y noche al cielo sacrificios y ofrendas, pero todo resultó inútil. Nuestros ríos continuaron sin cauce y nuestros pozos siguieron tan secos como antes. Cuando más desesperados estábamos, apareció de improviso, procedente del Monte Chung-Nan, un taoísta que decía pertenecer a la Secta de la Verdad Absoluta[3] y que afirmaba poseer poderes capaces de levantar los vientos y traer la lluvia. Se comentaba, igualmente, que tenía la facultad de transformar las piedras en oro. Un día se presentó ante mis subalternos y solicitó tener una audiencia conmigo. Esperanzados por su oferta, le invitamos a ocupar la plataforma litúrgica y a elevar al cielo sus oraciones, que se mostraron tan eficaces que, en cuanto las hubo concluido, el firmamento se deshizo en una lluvia realmente torrencial. Todos pensábamos que con un metro de agua sería más que suficiente, pero él afirmó que la sequía había sido extremadamente severa y que, para remediar sus efectos, se precisaría por lo menos otro medio metro más. Al comprobar su magnanimidad, decidí hacer con él un pacto de hermandad y en poco tiempo concluimos la Ceremonia de las Ocho Inclinaciones.

—No dudo —comentó Tripitaka— que vuestro gozo sería entonces completo.

—¿Por qué decís eso? —preguntó el hombre.

—Porque sus poderes eran tales que, en cuanto precisarais de agua, él os la facilitaría y otro tanto haría con el oro, cuando vuestras arcas estuvieran a punto de vaciarse —respondió Tripitaka—. Lo que no comprendo es cómo, con un hombre así a vuestro lado, habéis tenido que abandonar la ciudad y llegaros hasta aquí.

—Durante dos años lo compartimos todo —dijo el hombre, continuando con su narración—. La primavera llegó, una vez más, a nuestro reino y los melocotoneros y albaricoqueros se llenaron de flores bellas en extremo. Eran tan hermosas que todos los habitantes del reino salieron a gozar de su seductora belleza. Tampoco nosotros escapamos a su hechizo. En cuanto los funcionarios se hubieron retirado a sus mansiones y las concubinas a sus aposentos, el taoísta y yo salimos al jardín imperial agarrados de la mano. Al llegar junto a un pozo con el brocal octogonal recubierto totalmente de mármol, arrojó algo en él que comenzó a emitir una atractiva luz dorada. Intrigado, me acerqué aún más al pozo para ver de qué se trataba. Pero la traición se apoderó de su corazón y me arrojó sin ninguna piedad a las aguas, cubriendo a continuación el brocal con una pesada losa de piedra. No contento con eso, selló el pozo con lodo y barro, apañándoselas incluso para trasplantarle un árbol de tupida copa. ¡Qué mala suerte la mía! Llevo muerto tres años[4] sin que mi espíritu haya encontrado el ansiado descanso, porque mi muerte no ha sido todavía vengada.

Al oír que aquel hombre era, en realidad, un fantasma, el monje Tang mudó de color y todos los pelos se le pusieron de punta. Pero poco podía hacer, salvo decir a tan inusitado visitante:

—Hay algo que no logro entender sobre cuanto me habéis relatado. Si, como decís, lleváis tres años muerto, ¿no resulta extraño que vuestros ministros no os hayan echado de menos ni hayan organizado la búsqueda de vuestro cadáver? Mirándolo bien, tienen la obligación de reunirse con vos cada tres días.

—No conocéis los poderes de ese taoísta —replicó el hombre—. Son tan extraordinarios que dudo que haya alguien en todo el mundo capaz de igualarlos. Después de asesinarme, sacudió una sola vez el cuerpo y al instante se convirtió en una copia exacta de mí mismo. No es extraño que no le haya costado ningún trabajo hacerse con mi reino. Nadie se ha dado cuenta en todo el imperio de que se trata de un impostor. Ni mis cuatrocientos colaboradores directos, tanto civiles como militares, ni mis esposas y concubinas, ni las incontables damas que sirven con dedicación en los tres palacios. Todo es ahora suyo.

—Me da la impresión, majestad —se aventuró a decir Tripitaka— de que sois un tanto tímido.

—¿Qué os ha hecho pensar eso? —inquirió el hombre.

—No discuto que ese malvado —contestó Tripitaka—, valiéndose de sus malas artes, se las haya apañado para adoptar vuestra figura, usurpar vuestro reino y confundir a vuestras mujeres y colaboradores más cercanos. Es claro que ninguno de ellos ha podido darse cuenta del cambio. Pero, aunque muerto, vos en ningún momento habéis sido ajeno a él. ¿Cómo no habéis acudido, entonces, al Reino de las Sombras y habéis presentado una querella ante el mismísimo Rey Yama? Es preciso que el Más Allá tenga puntuales noticias de su censurable modo de obrar.

—No es tan sencillo como pensáis —respondió el hombre—. Es íntimo amigo de la mayoría de los funcionarios celestes. No os digo más que el dios protector de la ciudad bebe con él con cierta frecuencia, los dragones de los océanos son parientes suyos, el Sosia del Cielo del Monte Tai[5] se cuenta entre sus amistades más firmes y los Diez Reyes de ultratumba han hecho con él pactos de hermandad. ¿Adónde voy a ir yo a presentar una queja contra él?

—Si el Reino de las Sombras está de su parte, ¿por qué no acudís al de la Luz? —insistió Tripitaka.

—¿Cómo iba a estar aquí ahora hablando con vos, si no lo hubiera hecho? —replicó el hombre—. Puedo aseguraros que no ha resultado nada fácil, porque mi espíritu es aún imperfecto y no me esta permitido entrevistarme con nadie del Reino Superior. A ello ha habido que añadir que los diferentes devas, los Seis Dioses de la Luz y las Seis Deidades de las Tinieblas, los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales, los Cuatro Centinelas y los Dieciocho Protectores de la Fe son defensores vuestros y no dejan a nadie acercarse a vos. Afortunadamente el Dios-que-patrulla-la-noche me trajo hasta aquí a lomos de su viento huracanado y les dijo que se habían cumplido ya los tres años de sufrimiento acuático que les aguardan a todos los muertos, por lo que tenía derecho a que me fuera concedida una audiencia con vos. Ante tales razones no pusieron ningún inconveniente, informándome, incluso, de que viaja con vos un hombre capaz de acabar con los monstruos y de terminar con los demonios, conocido como el Gran Sabio, Sosia del Cielo. Eso me ha movido a venir a suplicaros que os dirijáis a mí reino y hagáis cuanto podáis por poner en evidencia al impostor que se ha apoderado de mis dominios En prueba de agradecimiento, os prestaré en el futuro toda la protección de que sea capaz, enriqueciéndoos, al mismo tiempo, sin medida[6].

—¿Así que habéis venido hasta aquí para pedir a mi discípulo que os ayude a deshaceros de ese monstruo? —concluyó Tripitaka.

—Exactamente —contestó el hombre.

—He de reconocer que no hay nadie como mi discípulo a la hora de atrapar monstruos y dominar demonios —comentó Tripitaka—. Es más, de buen grado os prestará toda la ayuda que preciséis. Pero me temo que esa empresa va a resultarle extremadamente difícil.

—¿Queréis explicarme por qué? —preguntó el hombre, descorazonado.

—Porque si ese demonio posee tales poderes que se ha convertido en vuestra copia exacta, vuestras mujeres y ministros sentirán por él una simpatía y una fidelidad por encima de toda duda —respondió Tripitaka—. He de advertiros que mi discípulo, aunque es extremadamente valiente, no es amigo de la violencia. Eso sin contar con que, si caemos en poder de vuestros soldados y nos acusan de alta traición, muy bien podemos terminar en la más lóbrega de vuestras mazmorras por atentar contra la seguridad de vuestra ciudad. ¿No habrán resultado entonces nuestros esfuerzos tan inútiles como quien desea dibujar una garza o un tigre y sólo consigue bosquejar un pato y un perro?

—No, porque todavía cuento en la ciudad con un partidario mío —contestó el hombre.

—Eso esta muy bien —exclamó Tripitaka, más animado—. Me figuro que se tratará de algún príncipe, descontento del actual gobernador del imperio por haber sido enviado a algún puesto peligroso y lejano.

—Me estoy refiriendo a mi hijo —aclaró el hombre— y aún sigue viviendo en el palacio.

—Me extraña que no haya sido eliminado por ese monstruo —comentó Tripitaka.

—No ha tenido tiempo para eso —dijo el hombre—. De momento le ha mantenido encerrado en el Salón de los Carillones de Oro, discutiendo sobre los clásicos y encargándose de pequeños problema de estado. Pero en estos tres años no le ha permitido ver a su madre ni una sola vez y eso le ha acarreado su enemistad.

—¿Por qué ha sido tan duro con él? —preguntó, una vez más, Tripitaka.

—Muy sencillo —respondió el hombre—. Desde el principio el monstruo ha temido que, si madre e hijo tuvieran la oportunidad de encontrarse a solas, podría salir a la luz toda la verdad y venirse abajo su maléfico plan.

—Aunque no me cabe duda de que tu mala fortuna ha sido prefijada de antemano por el Cielo, he de reconocer que tiene cierto paralelismo con mi propia historia —reveló Tripitaka—. Hace mucho tiempo mi padre fue asesinado por un bandido que acabó desposándose a la fuerza con mi madre. A los tres meses de tan luctuoso suceso me dio a luz a mí, librándome de la muerte gracias a que tuvo la feliz idea de confiarme a las aguas. Tuve la buena fortuna de que me librara de ellas el virtuoso maestro del Monasterio de la Montaña de Oro, quien me cuidó como si fuera hijo suyo. Pensándolo bien, desde mi más tierna infancia me vi privado de mis padres, lo mismo que vuestro hijo el príncipe. ¡Qué lástima que exista por doquier tanto sufrimiento! Pero no es mi intención lamentarme de mi propio pasado. Quisiera que me informarais cómo voy a poder entrevistarme con vuestro hijo.

—¿Por qué lo preguntáis? —exclamó el hombre.

—Como acabáis de decir se encuentra tan vigilado por ese monstruo que no le deja ver ni siquiera a su madre. Mirándolo bien, yo no soy más que un simple monje. ¿Cómo voy a conseguir una audiencia a solas con él?

—Eso no es ningún problema —respondió el hombre—. Mañana mismo tiene pensado salir de la corte.

—¿Puedo preguntaros con qué objeto? —replicó Tripitaka.

—Para ir a cazar en las afueras de la ciudad —contesto el hombre—. De hecho ha seleccionado ya a los tres mil hombres que han de acompañarle y ha escogido los mejores caballos, perros y halcones. No dispondréis de una ocasión mejor que ésa, os lo aseguro. Transmitidle lo que yo os diga y estad seguro de que os creerá.

—Todo eso está muy bien —objetó Tripitaka—, pero sus ojos son mortales, y su naturaleza, humana. ¿Cómo va a creer lo que yo le diga, si ha sido engañado por ese monstruo hasta el punto de pensar que es su auténtico padre?

—Por si eso ocurriera —aclaró el hombre—, estoy dispuesto a ofreceros un signo ante el que no dudará.

—¿De qué se trata? —preguntó Tripitaka, curioso.

—De esto —dijo el hombre, poniendo en sus manos un disco de jade blanco con incrustaciones de oro.

—¿Queréis explicarme qué es? —volvió a preguntar Tripitaka.

—Tras adoptar mi figura, el taoísta se dio cuenta de que le faltaba este pequeño disco para ser en todo igual a mí. Para salir del paso, dijo que se lo había robado el mago de la lluvia, por lo que lleva más de tres años sin verlo. Estoy seguro de que, en cuanto caiga en manos del príncipe, se acordará de su auténtico dueño y hará cuanto esté de su por vengarme.

—Está bien —concluyó Tripitaka—. Prestádmelo y, si me lo permitís, voy a tratar de todo ello con mi discípulo. ¿Deseáis quedaros aquí, mientras hablo con él?

—Me temo que no me queda mucho tiempo —contestó el hombre—. Mi deseo es pedir al Dios-que-patrulla-la-noche que me lleve hasta el palacio a lomos de su viento huracanado, con el fin de mostrarme en sueños a mi esposa y ponerla al tanto de todo. De esa forma, madre e hijo estarán absolutamente de vuestra parte y no dudarán de vuestra palabra.

—Es una idea excelente —comentó Tripitaka, sacudiendo afirmativamente la cabeza—. Podéis marcharos cuando deseéis.

El hombre se despidió de Tripitaka con una leve inclinación. El maestro trató de acompañarle hasta la puerta, pero inesperadamente cayó al suelo. Miró entonces hacia arriba y comprobó que todo había sido un sueño. Intranquilo por lo ocurrido, se quedó mirando a oscuridad, mientras repetía con voz temblorosa:

—¡Discípulos, discípulos míos!

—¿A qué viene tanto grito? —preguntó Ba-Chie, agitándose pesadamente en su lecho—. Antaño fui un hombre poderoso que se pasaba el día devorando seres humanos. ¡Qué placer probar el sabor de la carne y de la sangre! Todo, sin embargo, se vino abajo, cuando aparecisteis vos y me pedisteis que os acompañara en vuestro viaje. Pensé que, al aceptar, me convertiría en un monje, pero, en realidad terminé siendo un esclavo. De día cargo con una pértiga y conduzco de la bridas al caballo, mientras que de noche me veo obligado a ocuparme del orinal y a oler el tufo de vuestros pies, cuando tenemos la oportunidad de compartir el mismo lecho. ¿Por qué no os retiráis a dormir, de una vez, y dejáis de molestar a los que con tanta devoción os siguen?

—Me quedé dormido sobre la mesa y me asaltó una horrible pesadilla —informó Tripitaka, sin recuperarse del todo.

—Siempre tenéis la mala costumbre de dejaros llevar por vuestros sueños —comentó el Peregrino, poniéndose al punto de pie—. Antes de escalar una montaña, tenéis ya miedo de los monstruos que puedan habitar en ella. Os atormenta la distancia que aún os queda por recorrer hasta el Templo del Trueno y no dejáis de pensar en Chang-An, preguntándoos si algún día seréis capaz de volver a ella. Vuestra mente es tan inquieta que se ve asaltada de continuo por sueños y pesadillas. Deberíais aprender de mí. Ya veis, todos mis esfuerzos están encaminados a alcanzar el Oeste y eso me permite descansar tranquilamente, sin que me asalte la menor desazón.

—La pesadilla que he tenido es de una índole muy distinta —dijo Tripitaka—. No tenía nada que ver con la añoranza de mi tierra. Al cerrar los ojos, se levantó un viento huracanado que trajo hasta aquí a un Hijo del Cielo. No se atrevió a entrar en estos aposentos, prefiriendo quedarse a la puerta. Me informó que era el Señor del Reino del Gallo Negro, pero todo su cuerpo parecía estar mojado y lloraba sin consuelo.

El maestro relató entonces la conversación que había mantenido con el desconocido.

—No tenéis que decirme más —concluyó el Peregrino, en cuanto hubo escuchado—. Si se ha presentado tan de improviso ante vos en sueños, ha sido porque deseaba que me ocupara de su caso. Con toda seguridad un monstruo ha usurpado su trono y se ha hecho con su antiguo reino. Creo que es mi obligación desenmascarar a esa bestia, cosa, por otra parte, nada difícil, teniendo en cuenta la bien probada efectividad de mi barra.

—No seas tan impulsivo, por favor —le aconsejó Tripitaka—. Recuerda que los poderes de ese monstruo son extraordinarios.

—No os preocupéis por eso —contestó el Peregrino—. Por muy grandes que sean, no tendrá lugar adónde huir, cuando haya puesto mis pies en el palacio que ahora habita.

—¡Ahora que recuerdo! —exclamó Tripitaka de pronto—. Me dejó algo como prenda de que lo que decía era verdad.

—Es mejor que no perdáis el tiempo buscándolo —sugirió Ba-Chie—. Mirándolo bien, no se trataba más que de un simple sueño. ¿Para qué seguir hablando de esas tonterías?

—No estoy de acuerdo contigo —replicó el Bonzo Sha—. Como reza el dicho, «quien no cree en la honradez del honrado debe precaverse de los malos modales del amable». Lo mejor será que cojamos unas antorchas y salgamos a echar un vistazo. Nadie podrá acusarnos de no hacer todo lo que estaba en nuestra mano.

El Peregrino abrió la puerta y salieron todos a mirar. No tardaron en encontrar, a la luz de las estrellas y la luna, un disco de jade blanco con incrustaciones de oro. Estaba tirado en uno de los escalones y, extrañamente, todos lo vieron al mismo tiempo.

—¿Se puede saber qué es esto? —preguntó Ba-Chie, cogiéndolo dado con cuidado.

—Como ves, es un disco de jade, uno de los tesoros más preciados de ese rey fantasma —contestó el Peregrino—. Eso demuestra que el sueño de nuestro maestro ha sido auténtico. Ahora todo depende de mí. No obstante —añadió, volviéndose a Tripitaka—, es preciso que vos asumáis tres actitudes.

—¡Estupendo! —exclamó Ba-Chie, burlón—. No sólo tenemos que creer en un sueño, sino que, encima, debemos hacer cuanto podamos por que se haga realidad. No será muy difícil. A nuestro hermano le encanta burlarse de todo el mundo.

—¿A qué te refieres con eso de que debo asumir tres actitudes? —preguntó Tripitaka a Wu-Kung, entrando en la habitación.

—Mañana —contestó el Peregrino— debéis echaros la culpa de todo, someteros a un castigo injusto y aceptar de buen grado los insultos.

—¡Como si no fuera suficiente uno de esos sufrimientos! —exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada—. ¿Quieres explicarnos cómo va a arreglárselas para soportar los tres al mismo tiempo?

El monje Tang era una persona sumamente inteligente y preguntó a Wu-Kung:

—¿Puedes aclarar lo que acabas de decir?

—No es necesario —contestó el Peregrino—. Bastaos de momento con que guardéis estos dos objetos que ahora mismo voy a entregaros.

Se arrancó un par de pelos, exhaló sobre ellos una bocanada de aliento divino y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Transformaos! —y al instante se convirtieron en una caja lacada en rojo y recubierta de oro. Metió en ella el disco de jade blanco y añadió—: En cuanto amanezca, poneos vuestra túnica, sentaos en el salón principal con esto en las manos y recitad todos los sutras que sepáis. Mientras tanto iré a la ciudad a ver lo que ocurre. Si, en verdad hay allí algún monstruo, acabaré en seguida con él y eso nos proporcionará nuevos méritos para poder proseguir nuestro camino. Si, por el contrario, no existe ni sombra de él, me temo que, cuando menos nos habremos hecho acreedores al ridículo.

—Tienes razón —reconoció Tripitaka.

—Si el príncipe no sale de la ciudad, pocas oportunidades tendré de hacer algo positivo —prosiguió el Peregrino—. Si, siguiendo vuestro sueño, lo hace, tened la seguridad de que le traeré inmediatamente ante vos.

—Todo eso está muy bien —protestó Tripitaka—. Pero ¿qué voy a decirle, cuando le vea?

—Yo entraré primero con la excusa de anunciaros su llegada —contestó el Peregrino—. Vos levantaréis ligeramente la tapa de la caja y me meteré dentro, tras convertirme en un monje diminuto de unos cuantos centímetros de alto. Debéis tratar de no agitarla mucho y de sostenerla con firmeza. En cuanto llegue, lo más seguro es que el príncipe quiera presentar sus respetos a Buda. No le interrumpáis. Dejadle, más bien, inclinarse cuantas veces desee. Calculo que no tardará mucho tiempo en percatarse de vuestra presencia. Cuando lo haga, no le saludéis ni le dirijáis la palabra. Eso le hará ponerse furioso y exigirá de vos una explicación. Es posible, incluso, que os golpee y ordene que os arresten y os corten la cabeza, pero, ocurra lo que ocurra, vos no debéis ni siquiera protestar.

—¡Eh, eh, un momento! —protestó Tripitaka, agitando las manos—. Ese príncipe es una alta autoridad militar. ¿Qué hago, si me manda ajusticiar?

—No os pasará nada —trató de tranquilizarle el Peregrino—. ¿Acaso habéis olvidado que yo estaré a vuestro lado? Si llega ese momento, protegeré vuestra vida con todos los medios a mi alcance. Si os pregunta quién sois, respondedle que un monje enviado por el Señor de las Tierras del Este al Paraíso Occidental para presentar sus respetos a Buda y obtener las escrituras sagradas. Caso de que os pregunte que regalos pensáis hacerle, decidle que la túnica bordada que lleváis puesta, aunque se trata, claramente, de un presente que no dudaréis en calificar de tercera categoría. Con vos lleváis, de hecho, otros objetos de bastante más valor, que superan con mucho a la túnica. Cuando indague más sobre ellos, mostradle la caja e informadle que es tan especial que conoce cuanto ha sucedido en los últimos quinientos años, en los quinientos actuales y en los quinientos por venir, por lo que su potencial de conocimiento alcanza un total de mil quinientos años. En ese momento apareceré yo y le contaré al príncipe cuanto vos oístes en vuestro sueño. Si nos cree, partiré inmediatamente a la caza de ese monstruo, vengando así a su padre y sentando en este reino la base de nuestra fama. Si, por el contrario, se niega a creerme, le mostraré el disco de jade blanco, aunque, a decir verdad, me temo que sea demasiado joven para reconocerlo.

—¡Es un plan maravilloso! —exclamó Tripitaka, satisfecho—. Sin embargo, tengo una duda. Antes has hablado de tres regalos, pero hasta ahora sólo sé el nombre de dos: la túnica y el disco de jade blanco. ¿Quieres decirme qué nombre te daré a ti? .

—El de Rey Creador —respondió el Peregrino.

Tripitaka no tuvo nada que objetar y memorizó tan desconcertante título. Con tan inesperados acontecimientos aquella noche ni el maestro ni los discípulos pudieron dormir. Su impaciencia por la llegada del día era tal que lamentaron no poder barrer todas las estrellas del cielo con su aliento ni arrancar al sol de su lecho de sombras con un simple movimiento de cabeza. Al poco rato, sin embargo, comenzó a clarear por el este. El Peregrino se volvió entonces hacia Ba-Chie y el Bonzo Sha y les aconsejó:

—Procurad no molestar a los monjes, para que no dé la impresión de que el monasterio ha perdido la paz que en él suele reinar. En cuanto haya hecho lo que debo hacer, proseguiremos nuestro viaje.

No había acabado de decirlo, cuando dio un salto formidable y se elevó por los aires.

Abrió cuanto pudo sus ojos de fuego y, tras mirar hacia el oeste, comprobó que, en efecto, allí se levantaba una ciudad. No tardó mucho en descubrirla, porque se encontraba a una distancia aproximada de cincuenta kilómetros. Al acercarse a ella, pudo ver que estaba envuelta en una neblina feérica y continuamente azotada por un viento demoníaco. Apenado, el Peregrino suspiró y dijo:

—Cuando un rey virtuoso ocupa un trono, sobre sus dominios se extiende una luz cargada de buenos auspicios. Aquí, sin embargo, prueba inequívoca de que un demonio se ha adueñado del trono de un dragón, sólo se ven nubes negras y una atmósfera preñada de malos augurios.

No había terminado de decirlo, cuando oyó un lejano tronar de cañones. En ese mismo instante se abrió la puerta oriental y apareció un grupo de hombres a caballo, que pronto se destacó como una partida de caza de impresionante apariencia.

Era claro que, si abandonaban la capital tan temprano, era con la única finalidad de ir a cazar a los llanos. Los estandartes, desplegados del todo, parecían competir en luminosidad con el sol naciente, mientras los blancos corceles pugnaban por dejar atrás al viento. Los tambores de piel de lagarto no dejaban de sonar, al tiempo que los lanceros se emparejaban a las puertas mismas de la ciudad. Los halconeros ofrecían un aspecto feroz, al igual que los monteros, musculosos y ágiles al mismo tiempo. El retumbar de los cañones hacía temblar el cielo. Cada hombre portaba una aljaba de flechas y su arco correspondiente. Los ayudantes extendieron redes por los ribazos y cubrieron los caminos con redes tensas. A una señal convenida, que recordaba el bramar de una tormenta, mil corceles se lanzaron en persecución de osos y leopardos. Su destreza era tal que ni las liebres se mostraban capaces de salvar sus vidas. Los ciervos se ahogaban de tanto correr, los zorros comprendían que poco podían hacer para escapar de la muerte y los antílopes se dejaban caer al suelo desfallecidos. ¿Cómo iban las aves salvajes a salir ilesas del trance, si hasta los faisanes era incapaces de remontar el vuelo?

Los cazadores peinaron toda la montaña en busca de animales salvajes, derribando árboles centenarios en su intento de acabar con todos los seres que volaban.

Tras abandonar la ciudad, los cazadores se dirigieron hacia el este, no tardando en llegar a los arrozales que se extendían en terrazas a unos treinta kilómetros de distancia.

Entre aquel grupo de aguerridos caballeros destacaba uno muy joven. Lucía un espléndido yelmo, una coraza en la que se reflejaban los rayos del sol y una faja de llamativos colores. Blandía en las manos una valiosísima espada de acero azulado y montaba un caballo zaino especialmente adiestrado para la batalla. La nobleza de sus rasgos daba a entender que se trataba de un rey y sus movimientos tan armónicos y distinguidos recordaban los de un dragón.

—Por fuerza tiene que ser ése el príncipe —se dijo el Peregrino, complacido desde el aire—. Voy a burlarme un poco de él.

Cambió el rumbo de la nube y se lanzó como una flecha contra el grupo de monteros.

Cuando estuvo a pocos pasos de ellos, sacudió ligeramente el cuerpo y se transformó en un pequeño conejo blanco, que por poco no tropieza con el caballo del príncipe. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro, al verlo. Sacó a toda prisa una flecha, tensó el arco y disparó contra él.

El Gran Sabio hizo como si le hubiera alcanzado y se dejó caer en el suelo. En realidad, se las apañó para agarrar a tiempo la flecha y simuló estar herido. De hecho, se levantó inmediatamente e inició una alocada carrera. Ávido por la presa, el príncipe espoleó el caballo y salió en su persecución, sin darse cuenta de que se iba alejando cada vez más del grupo. Cuando el caballo iba al galope, el Peregrino corría como el mismísimo viento, mientras que, cuando aflojaba el paso, se acomodaba astutamente a él, manteniéndose en todo momento a la misma distancia. Kilómetro a kilómetro el príncipe fue distanciándose de los suyos, hasta que se encontró finalmente ante las puertas del Monasterio de la Gruta Sagrada. Tras clavar la flecha en uno de los dinteles de la puerta, el Peregrino recobró la forma que le era habitual y corrió hacia donde se encontraba su maestro, gritando:

—¡Es él! ¡Está aquí!

Antes de que Tripitaka tuviera tiempo de reaccionar, se transformó en un monje diminuto de unos cuantos centímetros de alto y se metió en la caja de laca.

El príncipe, mientras tanto, no sabía explicarse la repentina desaparición del conejo.

Miró por todas partes y lo único que pudo ver fue la flecha con la pluma de águila clavada en el dintel. Desconcertado, sintió cómo se le desvanecía el color de la piel y se dijo:

—¡Qué cosa más rara! Estoy seguro de que alcancé a ese conejo de lleno. ¿Cómo es que ahora ha desaparecido y sólo queda la flecha? Lo más seguro es que se haya convertido en un espíritu. No cabe otra explicación.

Al arrancar la flecha, levantó la cabeza y vio que sobre la puerta del monasterio había una lápida, en la que podía leerse: «Monasterio de la Gruta Sagrada. Construido por orden imperial».

—Ahora caigo —volvió a decirse el príncipe—. Hace algunos mi padre ordenó a unos cuantos funcionarios del Salón del Carillón de Oro traer a este lugar cierta cantidad de oro con el fin de que los monjes restauraran las salas y las imágenes. Jamás pensé que fuera a venir un día a sus puertas. Con razón decía el poeta: «A la sombra de los bambúes con un monje me encontré y, al hablar con él la tarde entera, hallé una paz como la que nunca había sentido en un mundo tan cargado de tedio como éste»[7]. Será mejor que entre a echar un vistazo.

El príncipe saltó del caballo y se dirigió hacia la puerta. No había llegado a ella, cuando aparecieron los tres mil hombres a caballo que le servían de séquito. Todos siguieron a su señor al interior del monasterio. Con grandes muestras de respeto los monjes los condujeron al salón principal para que pudieran presentar sus respetos a Buda. Pero, al entrar en él, vieron que en el centro mismo de la nave había un bonzo, que no se dignó siquiera a levantar la vista hacia ellos. Semejante descortesía hizo perder los estribos al príncipe, que exclamó, malhumorado:

—¡Jamás me había topado con un monje más maleducado! Este monasterio se mantiene en pie gracias a las aportaciones que recibe directamente del trono. ¿Por qué no ha movido ni un dedo, al vernos? Reconozco que me he presentado sin avisar, pero eso no le excusa de salir a dar la bienvenida a quien se acerca a esta puerta montado a caballo. Apresadle.

Apenas lo hubo dicho, se lanzó sobre el monje Tang un grupo de soldados con cuerdas en las manos. Sabedor del peligro que corría su maestro, el Peregrino recitó a toda prisa el siguiente conjuro, sin moverse del interior de la caja:

—A vosotros me dirijo, Protectores de la Fe, Seis Dioses de las Tinieblas y Seis Dioses de la Luz. Como sabéis, acabo de idear un plan para dominar a un demonio, pero este príncipe, ignorante totalmente de lo que ocurre, se ha empeñado en cargarle de cuerdas, como si fuera un malhechor. Os conmino a que le brindéis toda la ayuda que precise. Si ese muchacho se sale con la suya, la culpa será solamente vuestra.

¿Cómo iban esos dioses a desobedecer las precisas órdenes del Gran Sabio? Su protección fue tan efectiva que ninguno de los soldados pudo tocar la rapada cabeza de Tripitaka. Parecía como si entre ellos y el monje se hubiera levantado una pared invisible de ladrillo, que les impedía acercarse a él. Desconcertado, el príncipe le preguntó:

—¿De dónde provienes para que poseas esos poderes mágicos que tan efectivamente usas contra mí?

Tripitaka se llegó hasta él y, tras saludarle, respondió:

—Aunque no lo creáis, mis artes mágicas no aventajan en efectividad a las del monje más humilde que podáis encontrar en este indigno monasterio. Yo, señor, procedo de las Tierras del Este y no soy más que un humilde sacerdote que va de camino al Paraíso Occidental, con el único fin de obtener las escrituras sagradas y regalar a Buda unos cuantos tesoros que llevo conmigo.

—¿De qué tesoros se trata?, ya que, según tengo entendido, las Tierras del Este no son más que una llanura extensísima, cuyas riquezas no pueden compararse con las de este reino —inquirió el príncipe—. ¡Habla, de una vez!

—Uno es la túnica que llevo puesta —respondió Tripitaka—, aunque he de reconocer que es de tercera categoría y nada tiene que ver con los otros dos, que no dudaría en calificar de segunda y primera clase.

—Esa túnica sólo cubre una parte de tu cuerpo —comentó el príncipe, despectivo—. La otra está totalmente al aire. ¿Tanto vale, para consideres tesoro un harapo semejante?

—Reconozco que no me tapa todo el cuerpo —admitió Tripitaka—. Pero existe un poema que habla de sus excelencias mucho mejor de lo que yo mismo pudiera hacer: «La túnica de Buda sólo cubre medio cuerpo, pero esconde lo Auténtico y está libre totalmente de las imperfecciones de este mundo de polvo. Incontables son sus hebras e infinitas sus puntadas. No en balde debe su existencia a la fusión de ocho tesoros y nueve perlas con el espíritu primordial. Un grupo de doncellas celestes la confeccionó con indescriptible respeto para que un simple monje pudiera purificar con ella todas sus imperfecciones». Espero que comprendáis las razones que me han movido a no saludaros con la consideración que, por vuestros orígenes, merecéis. Pero debo deciros que, mientras no borréis la ignominia de vuestro padre, vuestra vida habrá resultado totalmente en vano.

—¡Qué cantidad de estupideces se le ocurren a este monje! —bramó el príncipe, más furioso todavía—. Se ve que posee una mente ágil y una lengua rápida, de lo contrario, no hubiera podido ensalzar esa túnica de la forma en que lo ha hecho. De todos modos, me gustaría que me aclarara eso de borrar la ignominia de mi padre.

Tripitaka dobló las manos a la altura del pecho, se acercó aún más al joven príncipe y preguntó:

—¿Cuántos favores pensáis que recibe un hombre a lo largo de su vida en este mundo?

—Cuatro —contestó el príncipe.

—¿Queréis explicarme cuáles son? —volvió a preguntar Tripitaka.

—Con mucho gusto —respondió el príncipe—. La protección que el Cielo y la Tierra le brindan, la luminosa presencia de la luna y el sol, las molestias que por él se toma su señor, y los sacrificios que por él hacen sus padres.

—Veo que sois juicioso y que vuestras palabras son acertadas en extremo —comentó Tripitaka, sonriendo—. En la vida del hombre no existe, en verdad, nada comparado con la protección que el Cielo y la Tierra le brindan, la luminosa presencia de la luna y el sol y las molestias que por él se toma su señor. Sin embargo, no estoy muy seguro sobre los sacrificios que por él hacen sus padres. ¿Podéis explicármelo con más claridad?

—¡Qué desagradecido es este monje! —volvió a exclamar el príncipe, furioso—. Se ha rapado la cabeza para cometer con absoluta impunidad la mayor ingratitud que pueda imaginar un hombre. Si no se sacrificaran por nosotros nuestros padres, ¿de dónde íbamos a sacar el cuerpo y todo lo que constituye nuestro ser?

—Me temo que desconozco la respuesta a esa pregunta —contestó Tripitaka—. Pero dentro de esta caja hay un tesoro que puede hacerlo por mí. Se llama Rey Creador y para él no encierra secreto alguno lo ocurrido en los últimos quinientos años, en los quinientos actuales y en los quinientos por venir. Son en total mil quinientos años que abarca su portentoso conocimiento y podrá decirnos, por tanto, si existe eso que vos habéis calificado de sacrificio paterno. A sus consejos debo, por otra parte, que os haya estado esperando aquí durante mucho tiempo.

—Traedle inmediatamente a mi presencia, para que pueda verle —ordenó el príncipe.

Tripitaka levantó la tapa de la caja lacada y salió de ella el Peregrino.

—¿Cómo va a saberlo este enanito? —exclamó el príncipe.

El Peregrino se sintió vivamente ofendido y decidió recurrir a la magia. Estiró ligeramente el pecho y al instante adquirió una altura de un metro.

—Si continúa creciendo a esa velocidad —comentaron los soldados entre sí, desconcertados—, tardará muy pocos días en llegar hasta el cielo.

El Peregrino, sin embargo, se conformó con la altura que normalmente tenía. Cuando el príncipe comprendió que no iba a seguir creciendo, le dijo en tono burlón:

—Este monje afirma que para vos el presente y el futuro no encierran el menor misterio y que poseéis un conocimiento absoluto del bien y del mal. ¿Os servís para vuestras prácticas adivinatorias de caparazones de tortuga y tallos de plantas o hacéis uso de libros para fijar el destino de quien os consulta?

—No me valgo absolutamente de nada —contestó el Peregrino—. Me basta mi lengua, pues, como muy bien habéis dicho, mi conocimiento de cuanto sucede es absoluto.

—Se nota que también vos sois un charlatán de primer orden —replicó el príncipe—. Desde tiempos inmemoriales el I Ching, obra del Gran Chou, ha sido considerado como el medio más efectivo para conseguir el bien y evitar el mal. Como sabéis, para ello se vale de caparazones de tortuga y tallos de plantas. Vos pretendéis que con vuestra palabra es más que suficiente. ¿Podéis ofrecernos alguna prueba de que así es? Mucho me temo que vuestra lengua sólo sirve embaucar a incautos.

—No seáis tan precipitado en vuestros juicios, por favor —suplicó el Peregrino—. Ya que solicitáis una prueba, os la voy a dar. Vos sois hijo del Señor del Reino del Gallo Negro. Hace aproximadamente cinco años sufristeis una sequía tan terrible que tanto el rey como el pueblo no cesaban de elevar oraciones a lo alto. Pero la lluvia continuó sin caer. Cuando más desesperada parecía la situación, apareció un taoísta que decía provenir del monte Chung-Nan. Poseía extraordinarios poderes y no tardó en provocar la lluvia, haciendo que se levantaran los vientos y trajeran las nubes hasta aquí. El rey se mostró tan agradecido con él que hasta llegó a firmar un pacto de hermandad. ¿Voy bien hasta ahora?

—Sí, sí —respondió el príncipe, entusiasmado—. Pero decid más, por favor.

—Al cabo de tres años —prosiguió el Peregrino— el taoísta desapareció. ¿Sabéis, sin embargo, quién es el que sigue utilizando el «nosotros» que aparece al pie de todas las órdenes imperiales?

—He de reconocer que mi padre, en efecto, tenía en tal estima a ese taoísta del que habláis que incluso llegó a hacer con él un pacto de hermandad —admitió el príncipe—. Juntos comían y juntos descansaban. Desgraciadamente, hace tres años, mientras gozaban de la belleza del jardín imperial y valiéndose de que nadie los veía, el taoísta se hizo de pronto con el disco de jade recubierto de oro que mi padre sostenía en sus manos y voló hacia el Monte Chung-Nan a lomos de un viento huracanado. Pese a tanta desconsideración, mi padre no ha dejado ni un solo segundo de echarle de menos, ordenando la inmediata clausura de los jardines imperiales y prohibiendo que nadie entre en ellos. Me extraña, de todas formas, la pregunta que me habéis hecho. ¿Podéis decirme quién ocupa el trono, si no es el hombre que me engendró?

El Peregrino hizo como si no le hubiera oído y empezó a sonreír. El príncipe repitió la pregunta, pero Wu-Kung no cambió de actitud.

—¿Se puede saber por qué no me respondes? —exclamó el príncipe, fuera de sí—. ¡Es increíble que te burles así de mí!

—Tengo mucho que deciros al respecto —afirmó, por fin, el Peregrino—. Pero me temo que hay mucha gente presente y no me parece prudente hablaros con toda franqueza.

El príncipe consideró apropiado su modo de ver las cosas y, moviendo ligeramente las mangas, ordenó a los soldados que se retiraran. El capitán que los comandaba hizo que se retiraran inmediatamente al patio del monasterio. El salón no tardó en quedar totalmente vacío, con excepción del príncipe, el maestro y el Peregrino. Cuando todos se hubieron retirado, Wu-Kung se llegó hasta él y le dijo:

—El que se marchó a lomos del viento fue vuestro padre. El taoísta que trajo la lluvia es el hombre que ahora se sienta en el trono.

—¡Tonterías! —replicó con decisión el príncipe—. Tras la marcha del taoísta, mi padre ha gobernado con tanta virtud y prudencia que la lluvia ha continuado cayendo y los vientos soplando, la prosperidad reina en todo el país y la gente se siente segura. ¿Cómo voy a poner en duda que el hombre que ocupa el trono es mi padre? Da gracias al cielo por que soy joven y poseo una paciencia a toda prueba; de lo contrario, serías apresado y terminarías tus días descuartizado —y se alejó con desprecio del Peregrino.

—¿Lo veis? —exclamó éste, volviéndose al monje Tang—. Os advertí que no iba a creernos y así ha sido. Sacad el tesoro que guardáis y entregádselo, de una vez. Así podremos continuar nuestro viaje hacia el Paraíso Occidental.

Tripitaka no dudó en poner en sus manos la caja lacada. En cuanto la tuvo en sus manos, el Peregrino sacudió ligeramente el cuerpo y se esfumó en el aire. No en balde se trataba de uno de sus pelos. Se dirigió después hacia el príncipe y, con inesperado respeto, le hizo entrega del disco de jade blanco.

—¡Tú no eres un monje, sino el taoísta que hace cinco años quiso privar a estas tierras de todas sus riquezas! —exclamó el príncipe, al verlo—. Lo que no comprendo es por qué te has disfrazado así para venir a entregarme esto. ¡Apresadle inmediatamente!

El maestro cayó presa del pánico y, señalando, amenazador, al Peregrino, gritó:

—Maldito encargado de los establos! ¿Por qué tienes que causarme siempre problemas?

—No gritéis, por favor —dijo el Peregrino al príncipe, tratando de hacerle entrar en razón—. Es preciso que nadie se entere de cuanto os he dicho. Puede ser muy peligroso para vos. Para demostraros que es verdad cuanto acabo de confesaros, os diré que mi nombre auténtico no es el de Rey Creador.

—¿Y cuál es, si es que puede saberse? —preguntó el príncipe, cada vez más furioso—. El departamento de justicia necesita conocerlo para dictar contra ti la sentencia de muerte.

—Me llamo Sun Wu-Kung y soy discípulo de este monje al que me honro en servir —contestó el Peregrino—. Nos dirigimos al Paraíso Occidental en busca de escrituras sagradas y, al pasar por aquí ayer al anochecer, decidimos pedir alojamiento en este digno monasterio. Como es una persona muy virtuosa, mi maestro pasó la mayor parte de la noche recitando sutras. A eso de la tercera vigilia cayó presa del cansancio y soñó con vuestro padre. Fue él precisamente el que le reveló que había sido víctima del taoísta, que le dio muerte arrojándole al pozo octogonal de mármol que hay justamente en el centro de los jardines. Tras su crimen el taoísta suplantó la personalidad de vuestro padre, sin que sus ministros ni vos mismo, dado lo tierno de vuestra edad, os percatarais del cambio. Pese a tantas precauciones, ese malvado no las tiene todas consigo. Eso explica que os haya prohibido entrevistaros con vuestra madre y no permita a nadie entrar a los jardines imperiales. ¿Cómo va a descubrirse la verdad, si todo el mundo ha aceptado de buen grado sus órdenes? Por eso, vuestro padre me suplicó anoche que hiciera cuanto estuviera en mi mano para dominar a ese monstruo. He de reconocer que al principio no estaba muy seguro de que se tratara de un demonio, pero, al contemplar la ciudad desde el aire, pude ver con toda claridad que estaba regida por un espíritu maligno. Me dispuse en seguida a enfrentarme a él, pero en ese mismo momento aparecisteis vos a las puertas de la ciudad y hube de desistir de ese plan. De hecho, el conejo blanco que abatisteis con una de vuestras flechas era yo. Hube de recurrir a ese medio con el fin de traeros hasta aquí y hacer que os entrevistarais con mi maestro. Juro que es verdad cuanto acabo de deciros. Reflexionad sobre ello. Si habéis podido reconocer este disco de jade blanco, no os costará mucho trabajo recordar el cariño de vuestro padre e idear la mejor manera de vengar su muerte.

El príncipe se sintió entonces abrumado por la pena y se dijo a punto de abandonarse al llanto:

—Aunque me niegue a creerle, he de reconocer que por lo menos el treinta por ciento de lo que dice tiene cierto viso de verdad. Pero ¿cómo voy a hacer frente al rey, si doy crédito a sus palabras? Siempre es duro avanzar o retroceder. En esas situaciones es la mente la que se somete al dictamen de las palabras, por lo que es preciso armarse de paciencia y pensar muy bien las cosas.

Al percatarse el Peregrino de lo indeciso que estaba, añadió:

—No hay motivo para tanta indecisión. Lo mejor que podéis hacer es regresar a vuestro reino y preguntar a vuestra madre. Preguntadle si son los mismos los sentimientos que ahora abriga por su marido, si no ha notado en él cambio alguno en estos tres años. Esa simple pregunta os convencerá de la verdad. Os lo aseguro.

—Ahora mismo voy a preguntárselo —concluyó el príncipe, convencido.

Montó a toda prisa en el caballo y, agarrando el disco de jade blanco, hizo ademán de espolear al animal. El Peregrino apenas tiempo de agarrarle de las bridas y decir:

—Si regresan con vos todos esos hombres, por fuerza habrá alguno que se deje llevar por la lengua. Si lo hace, me resultará extremadamente difícil salir después airoso del lance. Os aconsejo, por tanto, que no os dejéis ver y volváis solo. No uséis la puerta principal, la del sol, para entrar en el palacio, sino la de atrás, la de los criados. Cuando os entrevistéis con vuestra madre, no habléis alto ni de una forma exaltada, sino más bien todo lo contrario: bajito y con una calma absoluta. Es probable que ese monstruo pueda oír hasta los susurros y, si se entera de lo que habláis, vuestras vidas correrán un grave peligro.

El príncipe aceptó, sin rechistar, esas sugerencias. Salió al patio y ordenó a los oficiales:

—Acampad aquí y no os mováis. Tengo algo urgente que resolver. En cuanto vuelva, regresaremos juntos a la ciudad.

No había terminado de impartir esas órdenes a sus tropas, cuando se dirigió a la capital de su reino a una velocidad tal que parecía cabalgar a lomos del viento.

Por el momento, desconocemos qué clase de conversación mantuvo con su madre. Quien desee enterarse tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se brindan en el próximo capítulo.