CAPÍTULO VIII
Quien sea capaz de reflexionar se asombrará de ver que una vida de preocupaciones constantes sólo conduce al vacío, a la vejez y a la muerte. Es como tratar de hacer un espejo, puliendo bloques de piedra, o amontonar nieve para llenar con ella los graneros. ¡Cuántos jóvenes caen presa de engaño tan burdo! ¿Acaso puede una pluma sorber la vastedad del océano o una semilla de mostaza contener el Monte Sumeru?[2] Ante tales preguntas el Dhuta Dorado[3] sonríe, condescendiente. Quien ha recibido la iluminación está por encima de los diez estadios y los tres carros que surcan los senderos de la reencarnación. Por el contrario, el que no se esfuerza por conseguirla está sujeto a las cuatro formas de nacimiento[4] y a las seis maneras de comenzar una nueva existencia[5]. ¿Quién ha escuchado bajo un acantilado sin riscos o un árbol sin sombra el canto del cuclillo saludando el alborear de la primavera? Peligrosos son los caminos de Tzao-Chr[6] y oscuras las nubes que se ciernen sobre el Chiou-Ling[7], donde las voces carecen de sonido, como la catarata de los diez mil pies, la flor de loto al abrirse, o la cortina empapada de incienso que cuelga en un viejo templo. Quien llegue a comprender el misterio de los orígenes, podrá contemplar con sus ojos los tres tesoros[8] y al Rey Dragón.
La melodía que acompaña este poema «tzu» es el «Su-wu-man».
Una vez que Tathagata se hubo despedido del Emperador de Jade, regresó a toda prisa al Monasterio del Trueno, donde salieron a recibirle los tres mil budas, los quinientos arhats, los ocho reyes de diamante y los incontables bodhisattvas que lo habitaban. Portando estandartes, baldaquinos bordados, objetos valiosísimos y flores inmortales, acudieron en filas a darle la bienvenida bajo los dos Árboles sala. Tathagata descendió entonces de su nube sagrada y les dijo:
—He estudiado las Tres Regiones con sabiduría y espíritu de comprensión y he llegado a la conclusión de que la esencia de todo cuanto existe carece por completo de consistencia. A esta norma no escapan ni siquiera los seres inmateriales, ya que nada posee una naturaleza aislada. Nadie puede comprender, sin ir más lejos, la supresión del mono rebelde. Al fin y al cabo, son características de todo ser vivo el origen, el nacimiento, el nombre y la muerte.
Apenas hubo acabado de hablar, emitió un rayo de luz beatífica[9], llenando el espacio de cuarenta y dos arcos iris blancos, que formaron de norte a sur un resplandeciente puente de luz. Al verlo, todos los presentes se echaron por tierra en señal de sumisa adoración. Tathagata subió entonces a su Estrado de Loto, por encima del cual no había ningún otro, y tomó asiento con la serenidad solemne que le era habitual. Los tres mil budas, los quinientos arhats, los ocho reyes de diamante y los cuatro bodhisattvas doblaron respetuosamente las manos a la altura del pecho y se acercaron a su maestro. Tras inclinarse, una vez más, ante él, preguntaron:
—¿Quién era el rebelde que sumió al Cielo en un caos e impidió la celebración del Festival de los Melocotones?
—Un mono soberbio originario de la Montaña de las Flores y Frutos —respondió Tathagata—. Su maldad había adquirido grados difíciles de imaginar y su poderío había alcanzado cotas imposibles de describir. Tanto que todos los guerreros celestes fueron incapaces de dominarle. Aunque Er-Lang pudo, por fin, apresarle y Lao-Tse trató de refinarle como al oro, nadie logró infligirle el menor daño. Cuando llegué, estaba haciendo un auténtico alarde de poderío y de fuerza ante un grupo de desconcertados dioses del rayo. Tras detener la lucha y preguntarle por su pasado, me respondió que poseía poderes mágicos, que le capacitaban para metamorfosearse en el ser que le viniera en gana y caminar por las nubes ciento ocho mil millas seguidas. Le aposté a que, pese a todo, no era capaz de saltar de mi mano y él, fanfarrón, aceptó sin pensárselo dos veces. Una vez que le tuve en mi palma, le agarré con fuerza e hice que mis dedos se convirtieran en la Montaña de las Cinco Fases, bajo la que ahora se encuentra prisionero. En cuanto se enteró de lo que había hecho, el Emperador de Jade me abrió de par en par las puertas de oro de su palacio y ofreció en mi honor el Gran Banquete de la Paz Celestial, al que asistieron infinidad de inmortales. Acabo precisamente de abandonar el trono para volver a vuestro lado.
Todos se sintieron complacidos ante tales palabras. Tras deshacerse en alabanzas a Buda, se fueron retirando, según rango, a continuar con los deberes que les habían sido confiados. Una niebla santa se extendió por toda la tierra de Tien-Chu[10], mientras la luz del arco iris se posaba sobre el Respetable, también conocido como el Primero del Occidente, el Maestro de la Escuela de la No-forma. En su reino de equilibrios a menudo se ha visto a monos negros ofreciendo frutos, a ciervos rabilargos sosteniendo flores en la boca, a fénix azulados bailando como doncellas, a pájaros de mil colores cantando, a tortugas llenas de espíritu alardeando de su edad, y a grullas divinas recogiendo agárico. Juntos disfrutan de la paz que se respira en la tierra sin mácula de Jetavana[11], en el Palacio del Dragón y en las inmensas riberas del Ganges, donde cada día florecen las flores y los frutos maduran a cada hora. Allí se abandonan a la práctica del silencio para volver a la existencia plena y alcanzar el auténtico gozo. Ni mueren, ni nacen, ni crecen, ni encogen. En ese mundo de bendiciones las nieblas se posan y se levantan, pero a las estaciones se les niega la entrada en él y el tiempo no existe. El poema afirma:
Aquí todos los movimientos son libres y fáciles y han dejado de existir el dolor y las penas. Amplios y abiertos son los campos del paraíso, donde jamás han puesto su pie de esperanza y agonía ni la primavera ni el otoño.
El Patriarca Budista se quedó a vivir en el Monasterio del Trueno, enclavado en el corazón de la Montaña del Espíritu. Un día llamó a su alrededor a los budas, los arhats, los guardianes, los bodhisattvas, los reyes de diamante, las monjas y monjes mendicantes y les dijo:
—Desconozco el tiempo exacto que ha pasado desde que dominé al mono soberbio y pacifiqué el cielo. Calculo, de todas formas, que sobre la tierra ha debido de transcurrir por lo menos un milenio. Hoy es el día décimo quinto del primer mes del otoño y quisiera compartir con vosotros el cuenco que he preparado para celebrar la fiesta de los bienaventurados. Lo he llenado con más de cien clases de flores exóticas y un millar de frutos extraños. Espero que tengáis a bien aceptar mi humilde ofrecimiento.
Todos doblaron al tiempo las manos sobre el pecho y se inclinaron ante Buda tres veces seguidas. Tathagata pidió entonces a Ananda que cogiera las flores y frutos y los repartiera entre los presentes con la ayuda de Kasyapa. En prueba de agradecimiento, los bienaventurados ofrecieron al Respetable sus poemas. El de las bendiciones afirmaba:
La estrella de la bendición brilla con fuerza ante el Más Venerable[12], el único capaz de gozar de una dicha sempiterna y total. Sus incontables virtudes duran lo mismo que el cielo, de donde mana la fuente inagotable de su gozo. Sus inabarcables campos de bendición se hacen aún más numerosos con el paso de los años, mientras la profundidad del océano de su felicidad permanece inalterable durante siglos. El mundo está lleno de sus bendiciones y todo cuanto existe se beneficia de ellas.
El poema de la riqueza decía:
Sus riquezas, como reza la alabanza de los fénix, superan en peso a las montañas y proclaman por doquier su larga vida. De la misma forma que su cuerpo se torna cada vez más saludable, su fortuna aumenta sin cesar, esparciendo por el mundo el brillo de su paz. Sus riquezas alcanzan los cielos, poseen el mismo nombre del mar, son ambicionadas por todos, no conocen ni medida ni límite y otorgan valor a un sinfín de naciones y tierras.
El poema de la longevidad afirmaba:
La Estrella de la Longevidad ofreció sus dones a Tathagata, del que emana la luz que produce la vida sin fin. Los frutos de la longevidad descansan sobre un frutero en el que se refleja la divinidad. Sus capullos, recién arrancados, adornan el tronco de loto. ¡Qué hermosos y bien compuestos son los poemas que la ensalzan! Las canciones que la alaban sólo pueden ser interpretadas por mentes privilegiadas. Su duración supera a las de la luna y el sol, las montañas y el mar, con los que a veces se la compara.
Tras ofrecerle sus poemas, los bodhisattvas pidieron a Tathagata que les revelara el misterio de las fuentes y de los orígenes. Buda abrió, condescendiente, la boca y se dispuso a extender el gran dharma y a proclamar la Verdad. Con la serena dulzura que caracterizaba todos sus actos, les habló de la maravillosa doctrina de los tres medios, de las cinco skandhas[13] y del Sutra Surangama. Mientras lo hacía, los dragones del cielo bajaron de sus alturas y empezaron a revolotear, en círculo, sobre sus cabezas; al mismo tiempo, cayó sobre todos los asistentes una densa lluvia de flores. En verdad la doctrina del Zen es tan luminosa como el reflejo de la luna en un millar de ríos, y la auténtica esencia de las cosas es tan pura y amplia como el firmamento en un día sin nubes.
Cuando hubo terminado de adoctrinar a sus seguidores, Tathagata les dijo:
—He observado detenidamente los Cuatro Grandes Continentes y he llegado a la conclusión de que la moralidad de sus habitantes varía mucho de un lugar a otro. Los que moran en Purvavideha, el del Este, adoran a la Tierra y al Cielo y son pacíficos y honrados. Los de Uttara-kuru, el del Norte, aunque parecen gozar destruyendo toda forma de vida, lo hacen movidos por su propia necesidad de subsistencia. De hecho, poseen una mente bastante apagada y una voluntad llamativamente apática, por lo que, en el fondo, son incapaces de hacer daño a nadie. Los de Aparagodaniya, el del Oeste, no son avaros ni muestran una desmesurada tendencia a matar. Son gentes que controlan sus impulsos y dominan sus instintos. No existen, por supuesto, entre ellos iluminados de primer orden, pero es seguro que la gran mayoría alcanzará una edad muy avanzada. Los que, por el contrario, habitan en Jambudvipa, el del Sur, son propensos a la lascivia, a las contiendas, al sacrificio de animales y a toda clase de mal obrar. Están atrapados en las arenas movedizas de la maledicencia y en el proceloso mar de la difamación. No obstante, en mi poder tengo tres grandes cestos de escrituras sagradas capaces de persuadir al hombre para que inicie una vida de virtud y buenas obras.
Cuando los bodhisattvas lo oyeron, doblaron las manos a la altura del pecho e, inclinándose con respeto, le preguntaron:
—¿Sobre qué versan los tres cestos de escrituras de los que habláis?
—Uno —respondió Tathagata— está lleno de vinaya, que trata del cielo; otro de sastras[14], que hablan de la tierra; y el último, de sutras, que poseen la virtud de salvar a los condenados. Contienen un total de treinta y seis divisiones escritas en quince mil ciento cuarenta y cuatro rollos. Son escrituras que instan al cultivo de la verdad y constituyen la puerta que conduce a la suprema felicidad. Yo mismo iría a llevárselas a los habitantes de las Tierras del Este, pero son tan estúpidos y hacen tal mofa de la Verdad que desconocen los dictámenes más básicos de nuestras leyes y se burlan abiertamente de la auténtica escuela del Yoga. Necesitamos, por tanto, a alguien con suficiente peso moral para que vaya a esa parte del mundo y encuentre a un creyente auténtico, al que pedirá el tremendo sacrificio de trasponer las mil montañas y de vadear los mil ríos que le separan de aquí para venir a recoger las escrituras. De esta forma, los moradores del este recibirán la iluminación y podrán gozar de tantas bendiciones como granos de arena forman una montaña o gotas de agua constituyen la inmensidad de un océano. ¿Quién de vosotros está dispuesto a emprender ese viaje?
No había terminado de decirlo, cuando la Bodhisattva Kwang-Ing se llegó hasta el Estrado de Loto y, tras presentar sus respetos a Buda, dijo:
—Aunque mis luces no son muchas y me considero la más indigna de vuestros discípulos, me ofrezco voluntaria para ir a las Tierras del Este y encontrar al Peregrino que buscáis.
Sorprendidos, los otros budas alzaron la cabeza y vieron que la Bodhisattva poseía una inteligencia acrisolada en la práctica de las cuatro virtudes[15]: un cuerpo ennoblecido por la perfecta sabiduría, una orla de perlas y jade, pulseras aromáticas decoradas con piedras preciosas de mil y una especies, un pelo negro recogido en un llamativo moño que recordaba a un dragón descansando, y un elegante fajín al que la brisa hacía ondular como si se tratara de una pluma de fénix. Sobre su túnica de seda blanca resaltaba el verdor de los botones de jade, que competían en belleza con su falda de terciopelo, orlada de brocados de oro. La línea de sus cejas poseía la curvatura de la luna nueva, sus ojos parecían haber robado su fulgor a las estrellas, su rostro, pálido como el jade, emitía destellos de felicidad plena, y sus frescos labios traían a la memoria el imposible recuerdo de dos relámpagos rojos. En las manos sostenía un florero sin mácula, del que continuamente fluía néctar, y un brote nuevo de sauce, al que el paso del tiempo no lograba marchitar jamás. Sólo ella era capaz de mantener en jaque a las ocho aflicciones y, así, redimir a las gentes. Grande era su compasión por el que sufre y su fama se extendía más allá de los Mares del Sur, donde tenía establecida su morada, en las mismas laderas del Monte Tai. Si un pobre la invoca, acude solícita en su ayuda y le libra de sus angustias. Su corazón de orquídeas se complace en el fresco verdor de los bambúes y su natural casto se deleita con la vistaria. Es la misericordiosa señora de la Montaña Potalaka, la Inmortal Kwang-Ing de la Caverna del Sonido de las Mareas.
Tathagata se sintió encantado de su ofrecimiento y le dijo:
—No hay persona mejor cualificada que tú para hacer un viaje como ése. Precisamente, antes de que te acercaras a mí, estaba pensando: grandes son los poderes mágicos de la Honorable Kwang-Ing. ¡Qué bien resultaría todo, de ser ella la encargada de llevar a cabo tan trascendente misión!
—¿Deseáis hacerme alguna recomendación para el viaje? —preguntó la Bodhisattva, ansiosa por partir.
—Fíjate con cuidado en el camino. Procura no viajar a mucha altura, manteniéndote en una posición intermedia entre las nubes y la neblina. De esa forma, podrás ver con toda claridad las montañas y los cursos de agua y te será más fácil calcular las distancias exactas. Es preciso que facilites todos los datos que puedas a la persona elegida para venir a buscar las escrituras. Aun así, el viaje le resultará difícil y peligroso en extremo, por lo que creo que mis cinco talismanes le servirán de muchísima ayuda.
Se volvió a Ananda y Kasyapa y les ordenó que trajeran una túnica bordada y un bastón con nueve anillos de marcado corte sacerdotal. Al entregárselos a la Bodhisattva, añadió:
—Dáselos a la persona que elijas. Si se mantiene firme en su intención de venir a por las escrituras, la túnica le ayudará a no caer en la infatigable Rueda de la Transmigración. Por otra parte, una vez que empuñe el bastón, se verá libre del veneno y de toda substancia ponzoñosa.
La Bodhisattva se inclinó y tomó los regalos en sus manos. Tathagata sacó entonces tres pequeñas escamas y agregó:
—Estos tesoros son para ti. Aunque parezcan iguales, sus usos son totalmente distintos y cada uno posee un conjuro diferente. Con ésta, por ejemplo, hay que recitar el llamado ensalmo de oro, a ésta hay que aplicarle el conocido como constrictivo, y ésta sólo se torna efectiva cuando va acompañada del conjuro prohibitivo. Si te encuentras por el camino con algún monstruo con poderes mágicos, hazle ver lo erróneo de su obrar y convéncele para que acompañe en su viaje al hombre que ha de venir en busca de las escrituras. Si se opone a convertirse en discípulo tuyo, ponle en la cabeza una de estas coronas y recita el conjuro apropiado. Eso será suficiente. La cabeza se le hinchará como una burbuja y sentirá un dolor tan fuerte que creerá que le va a estallar el cerebro de un momento a otro. Eso le hará ver la conveniencia de rendirse a tus deseos.
La Bodhisattva volvió a inclinarse, agradecida, y abandonó la estancia. En cuanto se hubo marchado, Buda llamó a su discípulo Huei-An y le ordenó que no se separara de ella en ningún momento. Huei-An poseía una enorme barra de hierro que pesaba más de mil libras, y cumplió con tal fidelidad el deseo de su maestro que no se apartó del lado de la Bodhisattva ni de día ni de noche, convirtiéndose, de hecho, en su guardaespaldas. Agradecida, la diosa de la misericordia le regaló una ramita de sauce. Dobló después la túnica de seda y se la cargó a la espalda, guardando con cuidado las tres escamas. A continuación tomó el bastón y empezó a descender por las laderas de la Montaña del Espíritu. De esta forma, dio comienzo un viaje que concluiría con la vuelta de un discípulo de Buda, empeñado en cumplir su promesa, mientras el anciano de la Cigarra de Oro sostenía en sus manos la candana[16].
Al llegar al pie de la montaña, la Bodhisattva fue recibida a la puerta del Templo Taoísta de Yü-Chen por el Gran Inmortal de la Cabeza de Oro con todos los honores. Aunque aceptó el vaso de té que le ofreció el inmortal, no quiso demorarse mucho y dijo:
—Tathagata me ha ordenado ir a las Tierras del Este a buscar a una persona que esté dispuesta a venir hasta aquí en busca de las escrituras sagradas.
—¿Cuándo calculas que llegará ese hombre? —preguntó el inmortal.
—No lo sé exactamente —respondió la Bodhisattva—. Me figuro que tardará dos o tres años por lo menos.
Se despidió del inmortal y emprendió el vuelo a una altura que no superaba la de las nubes ni era inferior a la de la neblina. De esa forma, podría recordar después el camino con más claridad y calcular con exactitud la distancia. De su viaje existe un poema que dice:
Su búsqueda se extendió durante más de diez mil millas. No es fácil decir de antemano quién será la persona elegida para cumplir tan alta misión. Jamás existió un seleccionador de hombres más cuidadoso que ella. ¿Por qué no puedo ser yo el afortunado? Disertar sobre el Tao cuando no se cree en él con firmeza es tan vacuo como hablar sobre algo que no se conoce. Si el hado me reservara tan alto destino, gritaría mi fe hasta destrozarme la garganta y vomitar la bilis y el hígado.
Pronto llegaron a la región del Río de la Corriente de Arena[17]. Desde la altura la Bodhisattva vio una gran masa de agua y, volviéndose hacia Huei-An, comentó:
—Este lugar es muy difícil de cruzar. La persona seleccionada para venir en busca de las escrituras por fuerza ha de poseer unos huesos quebradizos y una carne mortal. ¿Cómo va a ser capaz de vadear un río tan ancho como éste?
—¿Cuántas millas de anchura calculáis que tiene? —preguntó Huei-An.
La Bodhisattva detuvo su nube y miró con atención. Así descubrió que aquel río inmenso llegaba por el este hasta las costas arenosas, unía por el oeste los reinos bárbaros, alcanzaba por el sur las tierras de Wu-I y se aproximaba por el norte a la nación de los tártaros. Poseía una anchura que superaba las ochocientas millas y su longitud alcanzaba varios miles más. El agua corría por su cauce como si la tierra hubiera sufrido una tremenda sacudida. En algunos puntos su corriente era tan violenta que las olas que levantaba recordaban a una montaña luchando por ponerse de pie. Aquélla era una masa de agua vasta, interminable, inmensa e inabarcable. El sonido que producía su torrentera podía oírse a muchos kilómetros de distancia. Sus aguas eran tan fieras que ni la balsa de un dios podía cruzarlas. Hasta a una simple hoja de loto le hubiera resultado imposible mantenerse a flote en ellas. Por su cauce sólo discurrían tallos macerados de hierba sin vida. Como si la propia naturaleza comprendiera toda la magnitud de su fuerza destructora, el sol se veía cubierto, en los lugares por los que pasaba, por una masa de nubes amarillentas que oscurecían significativamente sus orillas. ¿Cómo iban a pasar por allí las caravanas de mercaderes o iban a osar los pescadores levantar sus chamizos? Sobre sus bancos de arena jamás descendían los gansos salvajes. Ni siquiera los monos se llegaban hasta ellos, prefiriendo abrevar en lugares más lejanos. Sólo unas hierbas salvajes de flores rojizas crecían en tan peligrosos parajes, salpicadas, de vez en vez, por la blancura de las lentejas de agua.
La Bodhisattva estaba mirando, desconsolada, el espectáculo que ofrecía el río, cuando de pronto se oyó un violento chapoteo y saltó fuera del agua un monstruo espantoso y terrible. Tenía un rostro entre negro y verdoso, de aspecto fiero, y un cuerpo, ni demasiado corto ni demasiado largo, de constitución a la vez vigorosa y nervuda. Sus ojos brillaban como las ascuas de un brasero; su boca, irregular y amenazante, recordaba a la jofaina llena de sangre de un carnicero; sus lentes, salientes como un cabo que se adentra en el mar, parecían cuchillos afilados; su pelo, desmelenado totalmente, poseía una escalofriante coloración rojiza; y sus pies, descalzos, traían a la memoria la frialdad de los muertos. Rugió una sola vez y su bramido sonó tan amenazante como el fragor del trueno, mientras movía las patas con tal rapidez que parecían un remolino de viento.
Con un garrote en las manos, tan diabólica criatura corrió hacia la orilla y trató de agarrar a la Bodhisattva. Afortunadamente Huei-An se interpuso en su camino y, blandiendo la barra de hierro, le gritó, autoritario:
—¡Detente!
La bestia no se arredró. Levantó su garrote y se enzarzó con él en una fiera y terrible batalla, como jamás se había visto en el Río de la corriente de arena. Mientras la barra de hierro de Moksa se alzó para defender la justicia y la ley, la del monstruo lo hizo para mostrar su enorme poderío. Ambos eran como dos serpientes de plata moviéndose con agilidad a lo largo de las márgenes del río. Mientras éste quiere hacer valer sus derechos como señor de la Corriente de Arena, aquél sólo desea proteger a Kwang-Ing y, así, aumentar sus ya incontables méritos. Uno levanta tormentas de espuma y forma olas gigantescas, mientras el otro vomita neblinas y escupe viento. El cielo y la tierra sucumben a su influjo y el sol y la luna, oscurecidos por fenómenos tan portentosos, pierden parte de su benéfica luminosidad. El garrote del monstruo es tan fiero como un tigre blanco saliendo de la montaña; la barra de hierro, por el contrario, parece un dragón de tonos amarillentos interponiéndose en su camino. Aquél arranca del suelo la hierba, penetrando tanto en ella que deja al descubierto las guaridas de las serpientes. Ésta acorta, derribándolos, el vuelo de los milanos y secciona en dos los altos pinos del bosque. La lucha se extiende hasta que la oscuridad se torna espesa y en el cielo empiezan a titilar las estrellas. Para entonces una densa neblina se ha posado sobre la tierra, sumiendo cuanto en ella se asienta en un mundo sin contornos. Pero eso no parece importar ni al perenne morador de las aguas, luchador aguerrido y fiero, ni al sempiterno habitante de la Montaña del Espíritu, que busca en este combate su primer triunfo.
Los dos se midieron durante veinte o treinta asaltos, pero ninguno obtuvo una ventaja ostensible. Desconcertada, la bestia detuvo momentáneamente sus embates y preguntó a su contrincante:
—¿De dónde eres tú? No son muchos, ciertamente, los que se atreven a enfrentarse a mí.
—Yo —respondió Moksa— soy el segundo hijo del Devaraja Li-Ching. Aunque mi nombre es Moksa, soy más conocido por Huei-An, como se me llama en el mundo religioso al que pertenezco. Precisamente acompaño a mi maestra a las Tierras del Este en busca de alguien que quiera ir a recoger las escrituras sagradas a la Montaña del Espíritu.
—¡Ahora caigo! —exclamó el monstruo, reconociéndole—. Durante mucho tiempo has seguido las enseñanzas de Kwang-Ing, llevando una vida de sacrificios y privaciones en los bosquecillos de bambú de los Mares del Sur. ¿Se puede saber cómo has llegado hasta aquí?
—¿No te das cuenta que ésa es precisamente la maestra de la que antes te hablaba? —replicó Moksa—. Si te fijas un poco, verás que es Kwang-Ing en persona la mujer que está de pie en la orilla.
Al oírlo, el monstruo se disculpó lo mejor que pudo y arrojó a un lado su garrote. Después dejó que Moksa le agarrara del cuello y le condujera, dócil, ante la serena figura de la Bodhisattva. Se inclinó, respetuosamente, ante ella y, sin atreverse a levantar la vista del suelo, dijo:
—Os suplico tengáis a bien perdonarme. Permitid que os explique por qué he obrado así. Aunque parezca lo contrario, yo no soy ningún monstruo, sino el Mariscal-que-levanta-la-cortina, encargado de salir a recibir a la carroza de fénix del Emperador de Jade en el Salón de la Niebla Divina. Durante la celebración del Festival de los Melocotones Inmortales cometí el error de romper una copa de cristal y el Emperador me condenó a recibir ochocientos latigazos, desterrándome a continuación a las Regiones Inferiores y convirtiéndome en la bestia que ahora soy. Pero eso no es todo. Cada siete días manda contra mí una espada voladora, que me atraviesa el pecho y el costado más de cien veces, antes de regresar al lugar del que partió. De ahí que presente el lamentable estado que veis. Lo más difícil de soportar, de todas formas, es el frío y, sobre todo, el hambre, que me fuerza a salir del agua cada cierto tiempo en busca de algún caminante al que devorar. Lo que menos me imaginaba es que fuerais vos y vuestro discípulo los que tratabais de cruzar hoy mi río.
—Se te expulsó de los cielos por tu pecado —le reprendió la Bodhisattva—. Lejos de arrepentirte, has continuado destrozando vidas, por lo que puede decirse que lo único que has hecho en todo este tiempo ha sido añadir ofensa al pecado. Como te ha explicado mi discípulo, por orden de Buda me dirijo a las Tierras del Este en busca de una persona que quiera ir a recoger las escrituras sagradas. ¿Por qué no te acoges a mí, te amparas en las buenas obras y acompañas, como discípulo, al elegido, cuando vaya al Paraíso Occidental a pedir las escrituras a Buda? Si lo haces, ordenaré a la espada voladora que deje de molestarte. Además, eso te ayudará a amontonar méritos, que harán olvidar tu pecado al Emperador de Jade, y recobrarás tu antiguo puesto. ¿Qué opinas de lo que acabo de decirte?
—Estoy ansioso por recomenzar una vida virtuosa —confesó el monstruo—. Pero he devorado en este lugar a tantos seres humanos que opino que para mí ya no hay perdón posible. Por aquí han pasado incontables personas que iban en busca de escrituras sagradas y a todas me las he comido. Sus cabezas yacen en el fondo de este río de arena, pues ya sabéis que sus aguas son tan especiales que ni siquiera los patos pueden flotar en ellas. De todas formas, ha habido nueve que han permanecido a flote, reacias totalmente a hundirse. Éste es un hecho milagroso, que debía haberme hecho reflexionar. Pero, en vez de eso, las até con una cuerda y ahora, cuando me encuentro aburrido y sin saber qué hacer, me divierto jugando con ellas. Si alguien se entera, seguro que nadie más se atreve a pasar por aquí y las escrituras no podrán reemprender el camino de vuelta. ¿No pondrá eso en peligro mi propio futuro?
—¡Qué tontería! ¿Cómo no van a atreverse a pasar por aquí? —exclamó la Bodhisattva—. Lo que tienes que hacer es colgarte esas cabezas alrededor del cuello. Ya les encontraremos alguna utilidad, cuando llegue la persona que hayamos elegido.
—En ese caso —concluyó el monstruo más tranquilo—, acepto recibir tus enseñanzas.
La Bodhisattva le tocó entonces en la cabeza y le hizo entrega de los mandamientos. Se tomó a la arena como testigo y se le concedió el nombre religioso de Sha Wu-Ching[18], entrando, así, a formar parte del mundo de los iluminados. Una vez que la Bodhisattva se hubo ido, se lavó el corazón y, de esa forma, quedó purificado. Nunca más volvió a dar muerte a nadie, dedicándose a partir de entonces a esperar con impaciencia la llegada del hombre de las escrituras.
La Bodhisattva y Moksa continuaron, mientras tanto, su largo camino. Al cabo de cierto tiempo se toparon con una montaña muy alta, de la que manaba un olor tan fétido que les fue imposible escalarla a pie. Cuando se disponían a montar en sus nubes para trasponerla volando, se levantó de improviso un viento fortísimo y apareció ante ellos otro monstruo de aspecto feroz. Poseía unos labios carnosos y tan retorcidos como hojas secas de loto, unas orejas tan grandes como abanicos de junco, unos ojos brillantes de torva y cruel mirada, unos dientes llamativamente separados y tan afilados como limas de acero puro, y una boca tan larga y ancha como una olla. En la cabeza llevaba un morrión de oro sujeto a la barbilla con tiras de cuero, que, como las que le ajustaban al cuerpo la armadura, parecían estar hechas con piel de serpiente. En la mano sostenía un tridente, que recordaba a una zarpa abierta de dragón. De su cintura colgaba un arco con la forma de una media luna, que le otorgaba un aire a la vez orgulloso y terrible. Su apariencia era la de un luchador tan despiadado y cruel que hasta los mismos dioses se hubieran sentido intimidados al verle.
Se lanzó sobre los dos viajeros con la rapidez de la brisa y, sin mediar la menor advertencia, levantó su terrible tridente y lo dejó caer con fuerza sobre la Bodhisattva. Afortunadamente Huei-An desvió el golpe con la barra de hierro, al tiempo que gritaba, enfurecido:
—¡Maldito monstruo! ¿Cómo puedes ser tan insolente? Si quieres luchar, dispuesto estoy a hacerte probar el poder de mi barra.
—¡No sabes con quién estás hablando, monje estúpido! —replicó el monstruo—. Deberías ser un poco más prudente, porque te advierto que mi tridente es invencible.
Los dos se lanzaron a la lucha con una fiereza que hizo temblar a la misma ladera de la montaña. Su encuentro fue de los más magníficos que haya presenciado la historia. Si el monstruo exhalaba bravura, Huei-An no le iba a la zaga. La barra de hierro buscaba el corazón de su enemigo, mientras el tridente se afanaba por desgarrar el rostro de su agresor. Sus movimientos, veloces como el rayo, hacían volar el barro y levantaban hacia lo alto nubes de polvo que oscurecían el cielo y la tierra. Los dioses y los demonios se sintieron aterrados ante tanta violencia. El tridente emitía un ruido de muerte, al girar sin cesar en el aire, brillante como el parpadeo de una estrella. La barra de hierro, por el contrario, negra como el corazón de la noche, volaba en las manos de un príncipe. El hijo de un Devaraja, defensor de la fe en Potalaka, se enfrentaba al espíritu de un gran mariscal, que moraba en una caverna transformado en monstruo. Sus méritos guerreros eran tan similares que nadie podía decir quién iba a resultar vencedor y quién iba a salir derrotado.
Cuando más encarnizada parecía ser la batalla, Kwang-Ing dejó caer desde el aire unas cuantas flores de loto y al instante se separaron el tridente y la barra. Asombrado ante semejante portento, el monstruo preguntó a toda prisa:
—¿De dónde sois? He de reconocer que el truco ese de las flores es francamente extraordinario.
—¡Maldita bestia de ojos ciegos y cuerpo mortal! —exclamó Moksa—. Soy discípulo de la Bodhisattva de los Mares del Sur y éstas son flores de loto que acaba de arrojar mi maestra. ¿Acaso no las reconoces?
—¿La Bodhisattva de los Mares del Sur? —repitió el monstruo—. ¿Te refieres a Kwang-Ing, la que aleja de nosotros las tres calamidades y nos salva de los ocho peligros?
—¿Quién otra podría ser? —contestó Moksa, malhumorado.
La bestia al instante arrojó el tridente, agachó la cabeza e, inclinándose con respeto, dijo:
—¿Puedes indicarme, respetable hermano, dónde está la Bodhisattva? Si tuvieras la amabilidad de presentarme a ella, te estaría infinitamente agradecido.
Moksa levantó la cabeza y señaló hacia arriba, diciendo:
—¿No la ves ahí?
El monstruo se echó rostro en tierra y, sin dejar de golpear el suelo con la frente, suplicó a gritos:
—¡Perdonadme, Bodhisattva! ¡No tengáis en cuenta este pecado!
Kwang-Ing descendió inmediatamente de su nube y, acercándose a él, le preguntó:
—¿De dónde eres y por qué te has atrevido a interponerte en mi camino, puerco salvaje o lo que seas?
—Yo no soy ninguna bestia —contestó el monstruo, humilde—, sino el antiguo Mariscal de los Juncales Celestes[19]. El Emperador de Jade me mandó azotar más de dos mil veces seguidas con un mazo y me desterró después a este mundo de polvo y sombras, porque en cierta ocasión me emborraché y me puse a coquetear con la Diosa de la Luna[20]. Eso me obligó a buscar un nuevo cuerpo en el que reencarnarme. Pero, sin saber cómo, me perdí y fui a parar al vientre de una jabalina. No es extraño que me hayáis confundido con un puerco salvaje. Yo mismo me asusté tanto, al ver el aspecto que tenía, que maté a mordiscos a la cerda que me dio a luz y al resto de la camada. Me apoderé después de esta montaña y he pasado mis días devorando gente. Lo que menos me esperaba es que un día fuera a encontrarme con vos. ¡Apiadaos de mí, Bodhisattva! ¡Os lo suplico!
—¿Cómo se llama esta montaña? —preguntó la Bodhisattva.
—El Montículo Bendito, señora —respondió—. En ella hay una cueva conocida como los Senderos de Nubes, en la que antaño habitó la anciana Luán. En cuanto se enteró de que era un maestro de las artes marciales, vino en seguida a pedirme que me hiciera cargo del lugar, siguiendo al pie de la letra el consejo del dicho, que dice: «Quien mora en la casa de su mujer debe permanecer de espaldas a la puerta». La pobre murió al cabo de un año, dejándome en herencia la totalidad de la cueva. Como os digo, he vivido en este lugar durante muchísimo tiempo, pero aún no he aprendido a valerme por mí mismo y me he visto obligado a devorar a infinidad de gente. ¡Os pido me perdonéis un pecado tan horrendo, señora!
—Existe un viejo proverbio, que reza: «Quien ansíe poseer un mañana, en todo momento debe obrar con rectitud». No sólo has puesto en tu contra a las Regiones Superiores, sino que, encima, te has dedicado a matar a todo bicho viviente que ha tenido la mala fortuna de pasar por aquí. ¿No comprendes que crímenes tan horrendos no pueden quedar sin castigo?
—¡El mañana! ¿Qué me importa a mí el mañana? —exclamó la bestia—. Si te hago caso, lo más seguro es que termine alimentándome del aire. Si mal no recuerdo, existe otro proverbio, que dice: «Si sigues las normas de la corte, lo más seguro es que mueras apaleado; si respetas las leyes de Buda, ten por cierto que morirás de inanición». Así que es mejor que me dejes marchar. Prefiero seguir devorando viajeros a convertirme en un esqueleto viviente. ¿Qué me importan a mí, en definitiva, dos crímenes más, o tres, o mil, o diez mil? ¡Qué más da!
—Hay otro proverbio —replicó la Bodhisattva—, que afirma: «El cielo ayuda a quien está lleno de intenciones rectas». Te aseguro que, si decides volver al camino de la virtud, jamás pasarás hambre y tu cuerpo estará más sano y orondo que ahora. En el mundo hay cinco clases distintas de grano, capaces de aliviar el hambre. No comprendo por qué tienes que alimentarte de seres humanos.
Al oír estas palabras, la bestia se sintió como quien se despierta de un sueño y dijo, apenada:
—¡No sabes cuánto me gustaría seguir el camino de la verdad! Pero he ofendido tanto al cielo que mis oraciones han perdido todo su valor.
—Si estoy aquí —trató de consolarle la Bodhisattva—, es porque Buda me ha ordenado ir a las Tierras del Este en busca de una persona que venga a recoger las escrituras sagradas. Si accedes a convertirte en discípulo suyo y a acompañarle hasta el Paraíso Occidental, ten por cierto que tus pecados te serán perdonados y no volverás a padecer ninguna de las desgracias que ahora te afligen.
—¡Por supuesto que accedo! ¡Claro que sí! —exclamó la bestia con pinta de cerdo, entusiasmada.
La Bodhisattva le puso entonces las manos sobre la cabeza y le hizo entrega de los mandamientos. Tomando después a su propio cuerpo por testigo, le otorgó el nombre religioso de Chu Wu-Neng[21]. A partir de aquel momento se convirtió en un budista ferviente, ayunando cuanto pudo, siguiendo escrupulosamente una dieta vegetariana, absteniéndose con firmeza de las cinco comidas prohibidas[22] y de los tres alimentos desaconsejados[23], y esperando con impaciencia la llegada del viajero de las escrituras.
Satisfechos por la labor realizada, la Bodhisattva y Moksa se despidieron de Wu-Neng y continuaron su vuelo a media altura entre las nubes y la neblina. Al poco rato vieron a un dragón joven pidiendo auxilio y, acercándose a él, la Bodhisattva le preguntó, sorprendida:
—¿Qué dragón eres tú y por qué te encuentras aquí?
—Soy el hijo de Ao-Jun, el Rey Dragón del Océano Occidental —respondió él—. Sin darme cuenta, quemé el palacio y con él ardieron muchas de las perlas más valiosas que escondían los mares. Mi padre envió, enfurecido, un informe a la Corte Celeste, acusándome de desobediencia grave, y el Emperador de Jade me ha hecho colgar del cielo y me ha propinado trescientos latigazos. Lo más desesperante, sin embargo, es que piensa ejecutarme dentro de unos días. ¡Salvadme, por favor, Bodhisattva!
Sin pérdida de tiempo, Kwang-Ing y Moksa se dirigieron a toda velocidad hacia la Puerta Sur del Palacio Celeste, donde fueron recibidos por los preceptores Chiou y Chang, que les preguntaron:
—¿Se puede saber adónde vais?
—Esta humilde religiosa —respondió la Bodhisattva— desearía tener una audiencia con el Emperador de Jade.
Al punto los dos preceptores fueron a anunciar su llegada y el propio Emperador de Jade salió a los pocos segundos a recibirla. Tras saludarle con el respeto que en ella era habitual, la Bodhisattva dijo:
—Esta humilde religiosa se encuentra viajando por orden de Buda hacia las Tierras del Este, para hallar a una persona que esté dispuesta a ir en busca de las escrituras sagradas. Acabo de encontrarme con un dragón colgado del cielo y he venido a pediros que le perdonéis la vida y, en vez de ajusticiarle, me lo entreguéis a mí. Podría ser un espléndido medio de transporte para el Peregrino que voy a buscar.
No había acabado de decirlo, cuando el Emperador de Jade concedió el indulto al prisionero, ordenando a los centinelas celestes que le pusieran en libertad y se lo entregaran a la Bodhisattva. Kwang-Ing agradeció al Emperador su gesto, mientras el joven dragón se echaba rostro en tierra y golpeaba sin cesar el suelo con la frente, prometiéndole obediencia y sumisión eternas. La Bodhisattva le mandó a vivir en un torrente de la montaña con el encargo de que, cuando pasara el Peregrino que iba a buscar, se transformara en un caballo blanco y le llevara hasta el Paraíso Occidental. El joven dragón obedeció sin tardanza la orden, zambulléndose en el lugar que se le había ordenado.
La Bodhisattva y Moksa dejaron atrás la montaña y continuaron su viaje hacia el este. Al poco rato se toparon con diez mil rayos de luz dorada y mil capas de vapor brillante. Profundamente impresionado por su belleza, Moksa se volvió, excitado, hacia su maestra y le dijo:
—Ese lugar tan espléndido debe de ser la Montaña de las Cinco Fases. De hecho, puedo ver desde aquí las palabras que hizo escribir en ella Tathagata.
—Así que ése es el sitio en el que se halla encerrado el Gran Sabio, Sosia del Cielo, que sembró el caos en las alturas y evitó la celebración del Festival de los Melocotones Inmortales.
—Así es —confirmó Moksa.
Curiosos, se llegaron hasta su cumbre y vieron el rollo en el que habían sido escritas las palabras mágicas «Om mani padme hum». La Bodhisattva suspiró y recitó el siguiente poema:
Arrepentido esté el mono impío, que se mofó de la ley y temerariamente buscó convertirse en un gran héroe. Esclavo del orgullo, destrozó el Festival y sembró el desconcierto en el Palacio Tushita. Ninguno de los diez mil soldados celestes fue digno rival para él, eterno sembrador de terror en las nueve esferas del Cielo. ¿Cuándo volverá, prisionero del Soberano Tathagata, a conocer la miel de la libertad y a probar de nuevo la fuerza de su poder?
Estas palabras parecieron molestar el silencioso meditar del Gran Sabio, que, levantando la voz, preguntó desde el fondo mismo de la montaña:
—¿Se puede saber quién está ahí arriba componiendo versos, que hablan tan claramente de mis errores?
La Bodhisattva abandonó entonces la seguridad de la cima y se puso a mirar, picada por la curiosidad. Junto a un repecho rocoso vio sentados al espíritu del lugar, al dios de la montaña y a los centinelas celestes encargados de la custodia del Gran Sabio. En cuanto se percataron de su presencia, se levantaron de sus asientos y corrieron a recibirla, inclinándose, respetuosos, ante ella. Después la condujeron hasta el sitio donde permanecía encerrado el Gran Sabio. Agachó la cabeza y vio que estaba recluido en una especie de caja de piedra, que, aunque le permitía hablar con claridad, le impedía totalmente moverse.
—¡Eh, tú! ¿Me reconoces? —preguntó la Bodhisattva.
—¿Cómo no voy a reconocerte? —respondió el Gran Sabio, sacudiendo la cabeza y abriendo cuanto le era posible sus fieros ojos de pupilas de diamante—. Tú eres la Poderosa Intercesora, la Misericordiosa Bodhisattva Kwang-Ing de la Montaña Potalaka de los Mares del Sur. Gracias, muchas gracias por haberte acordado de mí y venir a verme. En este lugar el tiempo pasa muy despacio y los días duran como años, porque ni uno solo de mis conocidos se ha atrevido a llegarse hasta aquí a hacerme una visita. ¿Te importaría decirme de dónde vienes?
—He recibido la orden de Buda de ir a las Tierras del Este a buscar a una persona que esté dispuesta a venir a recoger las escrituras —contestó la Bodhisattva—. Al pasar por aquí, me acordé de que estabas encerrado en esta montaña y decidí hacerte una pequeña visita y, de paso, descansar un poco.
—Tathagata me engañó —dijo el Gran Sabio con amargura—. Llevó más de quinientos años bajo esta montaña, sin poderme mover ni hablar con nadie. Os suplico que tengáis un poco de compasión y me libréis de este tormento.
—Tienes que reconocer que tus pecados fueron muchos —comentó la Bodhisattva—. Además, si te dejo en libertad, me temo que volverás otra vez a las andadas y entonces tu suerte será peor que la de ahora.
—No, no —negó el Gran Sabio con decisión—. Ahora conozco el significado de la palabra penitencia. Apiadaos de mí y mostradme el sendero justo, ya que actualmente mi único deseo es entregarme de lleno a las prácticas religiosas. Cierto es que, cuando en el corazón de un hombre florece el más mínimo deseo, en seguida llega a conocimiento del cielo y la tierra. Si la virtud o el vicio carecieran de sanción, el universo sería, en verdad, injusto.
Cuando la Bodhisattva hubo escuchado esas palabras, se sintió embargada por una inmensa alegría y dijo al Gran Sabio:
—La escritura dice: «Una palabra justa siempre obtiene respuesta, mientras que una injusta sólo encuentra oposición». Si, en verdad, tienes el propósito que acabas de expresarme, espera a que llegue a la Nación de los Tang, en las Tierras del Este, y encuentre al hombre que ha de venir en busca de las escrituras. Le diré que, cuando pase por aquí, te ponga en libertad y tú te convertirás en discípulo suyo. Respetarás las enseñanzas y recitarás sin cesar los mil nombres de Buda, dando así comienzo a una nueva vida de recogimiento y mortificación. ¿Estás dispuesto a hacerlo?
—¡Por supuesto que sí! —exclamó el Gran Sabio.
—Si has de dedicarte a la práctica de la virtud —continuó diciendo la Bodhisattva—, forzoso es que tengas un nombre religioso.
—Ya lo tengo —respondió el Gran Sabio—. En religión se me conoce como Sun Wu-Kung.
—Antes que tú —comentó la Bodhisattva— hubo otras dos personas que, al abrazar nuestra fe, recibieron precisamente nombres que giraban alrededor del carácter «Wu». Supongo que no les molestará que tú también lo poseas. En fin, no se me ocurre nada más que decirte. Sintiéndolo mucho, he de continuar mi camino.
Así fue como el Gran Sabio aceptó el credo budista, convirtiéndose en un iluminado.
La Bodhisattva y Moksa emprendieron el vuelo y se dirigieron hacia el este, llegando a los pocos días a Chang-An, la capital de la Gran Nación de los Tang. Dejando a un lado las nubes que hasta allí les habían llevado, se convirtieron en dos monjes mendicantes cubiertos de llagas supurantes[24] y, de esta guisa, entraron en la ciudad. Hacía poco que el sol se había puesto. Al pasar por una de las calles, vieron el templo del espíritu local y entraron en él. Alarmados, los demonios que guardaban las puertas y el mismo espíritu se echaron rostro en tierra y, sin dejar de golpear el suelo con la frente, les dieron respetuosamente la bienvenida. A continuación el espíritu local corrió a informar de su presencia al dios guardián de la ciudad y a las deidades de los otros templos de Chang-An. En cuanto supieron de quién se trataba, corrieron en tropel a presentarle sus respetos, diciendo:
—Perdonadnos, Bodhisattva, por haber tardado tanto en venir a recibiros.
—Está bien, está bien —respondió la Bodhisattva—. Quedáis perdonados, pero ninguno debe revelar mi presencia en esta ciudad. He venido hasta aquí, por orden expresa de Buda, en busca de un hombre que quiera ir a recoger las escrituras sagradas. Me temo, pues, que tendré que quedarme entre vosotros, hasta que haya encontrado a la persona adecuada. Calculo, de todas formas, que no me llevará más de un par de días o tres.
Más tranquilos, los dioses regresaron a sus residencias habituales, no sin antes aconsejar al espíritu local que, con el fin de hacer pasar totalmente de incógnito la estancia de la maestra y su discípulo en la ciudad, fijara durante unos días su morada en el templo del dios protector de la misma.
No sabemos qué clase de persona eligió la Bodhisattva para llevar a cabo la alta misión que Buda le había encomendado. Quien quiera averiguarlo deberá escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.