CAPÍTULO XII

Envueltos en un remolino de viento negro, el guardia-demonio condujo a Liou-Chüan y a su esposa directamente a la ciudad de Chang-An. El demonio dejó el espíritu del hombre en el Pabellón de Oro, llevando el de Chuei-Lien al interior del palacio. En aquel preciso instante la princesa Yü-Ying estaba dando un paseo por entre los setos de flores. Sin pérdida de tiempo, el demonio se abalanzó sobre ella y le arrancó el alma, sustituyéndola por la de Chuei-Lien. Una vez cumplida su misión, regresó a toda prisa a la Región de las Sombras.

Al ver caer a la princesa Yü-Ying, las criadas supusieron que había muerto y corrieron hacia el Salón de las Campanas de Oro a informar a la reina de lo ocurrido, gritando:

—¡La princesa se ha caído y se ha matado!

Presa del pánico, la reina acudió, a su vez, a Tai-Chung, quien exclamó, suspirando y sacudiendo la cabeza:

—¡Así que era verdad lo que me dijeron! Pregunté al Rey de las Tinieblas si corrían algún peligro los miembros de mi familia y me respondió: «Todos alcanzarán una edad muy avanzada, menos vuestra hermana menor, cuyos días están, lamentablemente, contados». Se ve que no se han equivocado mucho.

Todo el palacio se puso a llorar a la princesa. Sin embargo, cuando legaron al punto exacto en el que había caído, comprobaron, asombrados, que aún respiraba. Tai-Chung se volvió entonces hacia sus acompañantes y les urgió, loco de alegría:

—¡Dejad de llorar! ¡No la alarméis! —se inclinó después sobre ella y, levantándole la cabeza con cuidado, añadió—: Despierta, hermana Despierta.

La princesa se dio la vuelta y dijo, como hablando entre sueños:

—No vayas tan deprisa, esposo mío. Espérame.

—Todos estamos a tu lado, hermana —contestó Tai-Chung, tratando de darle ánimos—. Tranquilízate. Te prometo que no te abandonaremos —y le levantó un poco más la cabeza.

La princesa abrió entonces los ojos y, mirando a su alrededor, exclamó, malhumorada:

—¿Quién te ha dado permiso para tocarme? ¿Se puede saber quién eres?

—Yo soy tu hermano —respondió, desconcertado, Tai-Chung—, y ésa que ves ahí, tu cuñada.

—¿Desde cuándo tengo yo un hermano y una cuñada? —replicó la princesa, más enfadada todavía—. Yo soy Li Chuei-Lien y mi marido, Liou-Chüan, ambos originarios de Chün-Chou. Hace aproximadamente tres meses di a un monje como limosna una de mis horquillas de oro justamente delante de nuestra casa. Mi marido lo vio y me regañó severamente por no haber obrado con la discreción que se espera de una mujer casada. Eso me hizo sentir tan deprimida que corrí a mi habitación y me colgué con una tira de seda blanca, dejando dos niños que lloraban sin cesar día y noche. Afortunadamente, cuando mi esposo descendió a la Región de la Oscuridad a entregar los melones del Emperador de los Tang, el Rey Yama se apiadó de nosotros, permitiéndonos volver juntos a la vida. Mi marido venía un poco más adelante que yo. Traté de ponerme a su altura, pero tropecé y caí al suelo. ¿Dónde está él? ¿Por qué te atreves a tocarme, si no me conoces de nada? ¡No comprendo cómo puede haber personas tan maleducadas!

—Mi hermana ha debido de perder el juicio al caerse —comentó Tai-Chung con los que se hallaban a su alrededor—. No comprendo cómo puede decir, si no, tantos desatinos —y ordenó llevarla al interior del palacio, para que, sin pérdida de tiempo, le fuera aplicado un remedio. Pero no habían llegado a la puerta, cuando vino corriendo uno de los sirvientes y dijo, muy alterado:

—Majestad, el hombre que enviasteis con los melones ha vuelto a la vida y está ahí fuera esperando vuestras órdenes.

Sin saber qué camino tomar, el Emperador de los Tang ordenó traerle inmediatamente a su presencia. Liou-Chüan se echó rostro en tierra y él le preguntó:

—¿Hiciste el encargo que te pedí?

—Vuestro siervo —respondió Liou-Chüan— fue directamente a la Puerta de los Espíritus con los melones en la cabeza. Al enterarse del propósito de mi visita, los guardias que la custodiaban me condujeron al Salón de las Sombras, donde fui recibido por los Diez Reyes del Mundo Inferior en persona. Les entregué los melones y ponderé cuanto pude vuestra generosidad y el sentido tan alto de la gratitud que poseéis. El Rey Yama se mostró muy complacido y, a su vez, alabó vuestro modo de obrar, diciendo: «Ese Tai-Chung es, en verdad, un hombre de palabra».

—¿Qué viste en la Región de las Sombras? —volvió a preguntar el emperador.

—No me adentré mucho en ella y no pude, por tanto, ver gran cosa —contestó Liou-Chüan—. El Rey Yama me interrogó sobre mi nombre y mi lugar de nacimiento. Yo entonces le expliqué que me había ofrecido voluntario para llevar a cabo vuestra promesa, porque mi esposa se había suicidado, dejándome solo con los niños. Al oír eso, ordenó a un guardia-demonio que trajera inmediatamente a mi mujer. De esta forma, pudimos, por fin, reunimos en el Salón de la Oscuridad. Mientras tanto, echaron un vistazo al Libro de la Vida y la Muerte y vieron que ambos estábamos destinados a llegar a una edad muy avanzada; consiguientemente, una vez más ordenaron al guardia-demonio que nos acompañara, pero esta vez a las mismísimas puertas de la vida. Yo me adelanté y perdí de vista a mi esposa, que, por cierto, no sé dónde se ha metido.

—¿Dijo el Rey Yama algo sobre tu mujer? —preguntó, de nuevo, Tai-Chung, alarmado.

—No mucho —volvió a contestar Liou-Chüan—. Lo que sí recuerdo es que el guardián comentó que Li Chuei-Lien llevaba ya tanto tiempo muerta que, por fuerza, su cuerpo tenía que estar ya corrupto del todo. Pero el Rey Yama le tranquilizó, diciendo: «Li Yü-Ying, la hermana del emperador, está a punto de morir. Que use su cuerpo para volver a la vida». Yo, por mi parte, puedo aseguraros que no sé quién es vuestra hermana ni dónde vive. Y, por supuesto, no voy a mover un solo dedo por encontrarla.

Satisfecho por tales informaciones, Tai-Chung se volvió hacia los funcionarios que le rodeaban y dijo:

—Al despedirme del Rey Yama, le pregunté sobre la suerte que aguardaba a todos los habitantes del palacio, a lo que respondió que sólo mi hermana corría un peligro inminente de muerte. Su vaticinio acaba de cumplirse, ya que, como todos sabéis, ha muerto de una caída en el jardín. De todas formas, cuando acudí en su auxilio, pareció recobrar la consciencia y gritó, visiblemente angustiada: «No vayas tan deprisa, esposo mío. Espérame». Todos pensamos que la caída la había trastornado, pero, al preguntarle de nuevo sobre lo ocurrido, contestó exactamente lo que acaba de decir Liou-Chüan.

—Si es verdad cuanto nos habéis contado —concluyó Wei-Cheng—, es muy posible que la esposa de Liou-Chüan haya vuelto a la vida, tomando prestado el cuerpo de vuestra augusta hermana. ¿Por qué no hacéis venir a la princesa y vemos qué es lo que tiene que añadir a todo esto?

—Ahora está dentro del palacio, tomando una medicina —informó Tai-Chung. Aun así, varias damas de la corte fueron a buscarla a sus aposentos y la encontraron gritando:

—¡Yo no necesito tomar ninguna medicina! ¡Dejadme salir de aquí! Ésta no es mi casa. La mía está hecha de ladrillo y, por supuesto, no tiene que ver absolutamente nada con ésta, tan amarillenta que parece tener ictericia y tan cubierta de adornos que da la impresión de ser un templo. ¡No quiero seguir aquí!

Todavía seguía gritando, cuando cuatro o cinco damas y dos o tres eunucos la obligaron a salir a la fuerza de sus aposentos y la llevaron ante el emperador, que le preguntó:

—¿Reconoces a tu marido?

—¿Cómo no lo voy a conocer? —respondió ella—. Hemos estado prometidos desde pequeños y hemos tenido un niño y una niña. ¡Estaría bueno que ahora no supiera quién es!

El emperador ordenó que la soltaran y la princesa se lanzó escaleras abajo hacia el sitio donde se encontraba Liou-Chüan. Se agarró a él con todas sus fuerzas y le preguntó:

—¿Dónde has estado y por qué no me esperaste? Me caí al suelo y, cuando abrí los ojos, me encontré con toda esta gente, que no hace más que decir tonterías. ¿Puedes explicarme a qué se debe todo este embrollo?

Liou-Chüan no salía de su asombro. Aquélla era, ciertamente, la forma de hablar de su esposa, pero no se parecía en absoluto a ella y no se atrevía a reconocerla como tal. El Emperador de los Tang se echó pues, las manos a la cabeza y exclamó:

—Los hombres han visto a la tierra abrirse y a las montañas partirse por la mitad, pero jamás ha contemplado nadie este espectáculo de un muerto hablando por boca de un vivo.

¡Qué buen gobernante era aquel hombre! Cuando comprendió la situación, cogió el ajuar de su hermana, joyas incluidas, y se lo entregó a Liou-Chüan. Era como si le hubiera dado una dote. De hecho, se le dispensó de todas sus obligaciones para con la corona y se le permitió llevar a su casa a la que hasta entonces había sido una princesa. Ambos le dieron las gracias echándose por tierra ante los escalones de jade y regresaron, felices, a su hogar. Acerca de suceso tan sorprendente existe un poema, que dice:

Toda la vida del hombre está prefijada de antemano. Nada de cuanto en ella ocurre es obra del azar: su duración, sus múltiples avatares, la hora de su comienzo y el momento exacto de su fin. No es extraño que Liou-Chüan regresara a la vida, una vez presentados los melones, ni que, tomando el cuerpo de otra persona, Li Chuei-Lien reviviera.

Yü Chr-Kung, mientras tanto, se dirigió con un enorme cargamento de oro y plata al distrito de Kai-Feng, provincia de Honan, en busca de Siang-Liang. Allí descubrió que éste se ganaba la vida vendiendo agua, mientras su esposa, apellidada Chang, se dedicaba a la venta de loza delante mismo de su casa. De todo el dinero que ganaba sólo se quedaban con lo imprescindible para vivir, dando el resto en limosna a los monjes o quemándolo para beneficio de los espíritus. De esta forma, fueron acumulando mérito tras mérito, ya que, aunque en el Mundo de la Luz eran gente pobre y sin ninguna influencia, en el de las Tinieblas gozaban de gran consideración y sus riquezas eran prácticamente incontables. Cuando vieron acercarse a su puerta a Yü Chr-Kung con todo aquel oro y aquella plata, se sintieron totalmente desconcertados. Pero su asombro subió de tono, al contemplar su esplendido séquito de funcionarios imperiales montados en soberbios alazanes. No comprendían que personajes tan importantes se llegaran hasta su humilde casa medio derruida para hacerles entrega de tan magnífico tesoro. Se echaron, pues, rostro en tierra y empezaron a golpear el suelo con la frente, de donde les levantó Yü Chr-Kung, diciendo:

—Por muy importantes que parezcamos, somos nosotros los que debemos arrodillarnos ante vos. De hecho, venimos de parte del emperador a devolveros todo el oro y la plata que en su día le prestasteis.

—Aunque os parezca mentira —respondió el hombre, temblando de pies a cabeza—, yo jamás he prestado dinero a nadie. ¿Cómo voy a aceptar, sin más ni más, un tesoro como éste?

—Para nadie es un secreto que sois, en verdad, muy pobres —admitió Yü Chr-Kung—. Pero también sabemos que todo el dinero que no necesitáis para vuestra subsistencia lo empleáis en limosnas y en papel moneda para los espíritus. De esta forma, y sin que, quizá, vosotros mismos lo sepáis, habéis ido acumulando en la Región de la Oscuridad una enorme fortuna. No es extraño, pues, que, cuando al cabo de tres días y tres noches el Emperador Tang-Tai-Chung regresó sano y salvo de la muerte, reconociera haber tomado prestado uno de vuestros almacenes repletos de oro y plata. Su cantidad se corresponde exactamente con la que ahora traemos aquí. Comprobadlo por vosotros mismos y así podremos regresar a informar de todo al emperador.

Siang-Liang y su mujer se negaron a hacer semejante cosa, alzando los brazos al cielo y diciendo:

—Si aceptamos todo este oro y esta plata, seguro que moriremos. Por otra parte, ¿qué prueba podéis ofrecernos de que nuestro padre el emperador nos pidió prestado en el otro mundo todo este dinero? ¡No, no! Comprendedlo, pero no podemos aceptarlo.

—Su majestad nos explicó —insistió Yü Chr-Kung— que actuó de garante del préstamo el juez Tswei. Si dudáis de nuestra palabra, podéis preguntárselo a él directamente, pero, por lo que más queráis, aceptad esto de una vez.

—No tocaré una sola de esas monedas, ni aunque me maten —replicó Siang-Liang con firmeza.

Comprendiendo que todas las razones eran inútiles, envió un emisario a la capital para que informara de todo al emperador. Cuando Tai-Chung se enteró de que Siang-Liang se negaba a aceptar la fortuna que había puesto en sus manos, exclamó, admirado:

—¡Qué persona más virtuosa!

Sin pérdida de tiempo, hizo pública una orden, en la que se pedía a Hu Ching-De que empleara todo aquel dinero en la erección de un templo y de un santuario, así como en el mantenimiento de todos los oficios religiosos que en ellos tuvieran lugar. De esta forma, confiaba poder saldar definitivamente la deuda que había contraído con los Siang. La orden no tardó en llegar a manos de Ching-De, el cual la leyó mirando hacia la capital, para que todos se enteraran de su contenido. Con todo aquel dinero adquirió aproximadamente cincuenta acres de tierra, en los que construyó un templo, que recibió el nombre de Siang-Kwo. A su izquierda levantó, igualmente, un santuario, que dedicó a los Siang, con una inscripción labrada en piedra en la que se afirmaba que tales construcciones habían sido erigidas bajo la supervisión de Yü Chr-Kung. Tal es el origen del Gran Templo de Siang-Kwo[1], que aún hoy se mantiene en pie.

Cuando los trabajos estuvieron concluidos, se informó de ello a Tai-Chung, que se mostró altamente complacido. Convocó después a no pocos de sus más directos colaboradores y les confió la publicación de una orden, por la que se invitaba a todos los monjes del imperio a tomar parte en la Gran Ceremonia de la Tierra y el Agua, que se iba a celebrar por todos los espíritus olvidados que habitaban en la Región de las Tinieblas. La orden alcanzó hasta el último rincón del reino, interesándose los gobernadores de las diferentes provincias en enviar a Chang-An, con el fin de tomar parte en la ceremonia, a los monjes de su territorio más famosos por su vida virtuosa. En menos de un mes todos se congregaron en la capital del imperio. Tang Tai-Chung pidió entonces a Fu-I[2], historiador oficial de la corte, que escogiera al monje más digno de todos para presidir la ceremonia. Pero, en vez de eso, Fu-I sometió al trono un informe, en el que se dudaba de la bondad de las doctrinas de Buda y en el que, entre otras cosas, se decía:

Las enseñanzas importadas de occidente no reconocen la relación existente entre el gobernante y sus súbditos y el hijo y su progenitor. Con el principio de los Tres Caminos y los Seis Senderos embaucan a los tontos y a los simples, prometiendo una felicidad venidera y enfatizando los pecados del pasado. Al cantar en sánscrito, por otra parte, sólo buscan una forma de escape. Nosotros afirmamos, sin embargo, que, si bien el nacimiento, la muerte y la misma duración de la vida son hechos fijados por la naturaleza, las situaciones de riqueza y opulencia son obra exclusiva de la voluntad humana. No están ordenadas, como algunos quieren hacernos creer, por el propio Buda. En tiempos de los Tres Reyes y los Cinco Emperadores nadie conocía las enseñanzas budistas y, sin embargo, los gobernantes eran sabios, los súbditos leales, y sus reinados llamativamente largos. El culto de los dioses extranjeros no se estableció hasta el período Ming-Di[3] de la Dinastía Han, cuando se permitió a los monjes occidentales la propagación de sus doctrinas. Se trató, en realidad, de una auténtica invasión de enseñanzas foráneas, que no merecen en absoluto ser practicadas.

Una vez leído este informe, Tai-Chung lo sometió a la consideración de varios funcionarios de probada inteligencia, entre los que se encontraba el ministro Siao-Yü. Tras estudiar detenidamente el documento, éste se arrojó a los pies del trono y dijo:

—Las enseñanzas budistas, que, dicho sea de paso, han florecido en dinastías previas a la nuestra, sólo buscan la práctica del bien y la supresión total del mal. Constituyen, por tanto, una garantía para nuestra propia supervivencia y no deben ser, en absoluto, rechazadas, sino más bien lo contrario. Después de todo, Buda es uno de los sabios más grandes que han existido, y para nadie es un secreto que quien desprecia a estos hombres de bien termina convirtiéndose en un ser sin principios. Sugiero, pues, que el autor de este informe sea severamente castigado.

Fu-I se enzarzó con Siao-Yü en una acerba discusión, afirmando que el principio de todo buen obrar estribaba en el respeto al gobernante y a los propios padres. Buda, por el contrario, abandonó a los suyos y dejó de lado a su familia. Desafió, de hecho, al Hijo del Cielo y se valió del cuerpo que había recibido de sus padres para rebelarse precisamente contra ellos. Siao-Yü, continuó diciendo Fu-I, aunque no había, ciertamente, nacido en la selva, al aceptar la doctrina de la negación paternal, había hecho realidad el dicho que afirma que un hijo ingrato carece, en realidad, de padres. Siao-Yü, por su parte, dobló las manos a la altura del pecho e, inclinándose ante su adversario, dijo en tono solemne:

—El infierno ha sido creado precisamente para personas como ésta.

Tai-Chung hizo venir entonces a su presencia al Gran Chamberlán Chang Tao-Yüan y al Presidente de la Cancillería y les preguntó si las prácticas budistas eran o no eficaces a la hora de obtener los favores del cielo, a lo que los dos funcionarios respondieron:

—Buda predicó la pureza, la benevolencia, la compasión, las buenas obras y la engañosa apariencia de cuanto existe. Fue al emperador Wu[4] de la Dinastía Chou del Norte a quien correspondió poner en orden las Tres Religiones. Incluso Da-Huei, el Gran Maestro Chan, alabó la doctrina de lo oscuro y distante. Por otra parte, durante generaciones se ha dado culto a bienaventurados tales como el Quinto patriarca[5], que, según afirma la tradición, tomó forma humana, o Bodhidharma[6], que, como vos bien sabéis, se mostró en todo su esplendor sagrado. Desde los tiempos más antiguos se ha sostenido, pues, que las Tres Religiones son igualmente dignas de respeto y deben ser apoyadas sin reserva. Ahora os compete a vos tomar la decisión que juzguéis más oportuna.

—He de reconocer que vuestras palabras están cargadas de razón —concluyó Tai-Chung, complacido—. Quien ose seguir disputando sobre esto será castigado sin ningún miramiento.

En consecuencia, se ordenó a Wei-Cheng, Siao-Yü y Chang Tao-Yüan que reunieran a todos los monjes budistas, para que eligieran entre ellos al de virtud más probada y prepararan cuanto fuera preciso para la ceremonia. Antes de retirarse, los tres se echaron rostro en tierra, agradeciendo al emperador el alto honor que les hacía. A esa época se remite la ley que determina que todo aquel que calumnie a un monje o hable mal del budismo será condenado a quebrantamiento de brazos.

A la mañana siguiente los tres funcionarios imperiales se pusieron manos a la obra. Reunieron a todos los monjes en el Estrado de La Montaña y el Río y seleccionaron al que ellos consideraban de mayor mérito y virtud. Antiguamente se había llamado la Cigarra de Oro, un nombre de origen a todas luces divino, pero, por no prestar la debida atención a las enseñanzas de Buda, se vio obligado a padecer la existencia en este mundo de polvo. Cayó, pues, en las redes de la transmigración y se hizo hombre. Sin embargo, antes de llegar a la tierra y de que se cumpliera el tiempo de su nacimiento, fue perseguido ya por la mala fortuna. Su padre, un funcionario de Hai-Chou, fue asesinado por unos bandidos, teniendo su madre que lanzarle a las aguas para salvarle. La corriente trató de arrojarle contra las peñas y las olas hicieron cuanto pudieron por ahogarle, pero logró llegar a la Montaña de Oro y allí su suerte cambió. El guardián del monasterio que se alzaba en tan reputada isla le sacó del agua y se encargó personalmente de su educación. A los dieciocho años conoció, por fin, a su madre, informando posteriormente a su abuelo de las afrentas sufridas por dama tan respetable. Al tratarse de uno de los principales servidores de la corte, obtuvo el mando de un ejército que acabó con los malvados que la habían vejado. Para que su dicha fuera completa, a los pocos días retornó a la vida su padre Kwang-Jui. ¡Qué emocionante resultó el reencuentro de toda la familia! Hasta el mismo emperador se sintió conmovido e hizo que sus nombres fueran inscritos en la Torre de Ling-Yen[7], junto a los de las personas más ilustres de todo el reino. Por su valentía le fueron ofrecidos varios cargos públicos, que él rechazó uno tras otro, prefiriendo retirarse al Monasterio de Hung-Fu y dedicarse a la búsqueda del Camino de la Verdad. Este fiel servidor de Buda había sido conocido en su niñez por el nombre de «El-que-flota-en-el-río» y ahora todos le llamaban Chen Hsüan-Tsang.

Ése precisamente fue el elegido por la congregación de monjes para presidir la ceremonia por los difuntos desamparados. Su elección no pudo ser más acertada, ya que Hsüan-Tsang era un hombre que había vivido en un monasterio desde su más tierna infancia, había seguido una dieta vegetariana todos los días de su vida y había respetado los mandamientos desde el momento mismo de abandonar el claustro materno. Su padre, Chen Kwang-Jui, había obtenido el grado de «chuang-yüen» y el posterior nombramiento de Secretario de la Cámara Legislativa, pero él rechazó riqueza y honores para dedicarse de lleno a la consecución del nirvana. No podía encontrarse, pues, una persona de mejor pasado familiar ni con más alto sentido moral. Conocía, además, miles de escrituras y sutras y la práctica totalidad de los cánticos e himnos budistas.

Satisfechos de tan acertada elección, los tres funcionarios condujeron a Hsüan-Tsang ante el emperador. Tras cumplir rigurosamente con la complicada etiqueta de la corte, se echaron rostro en tierra y dijeron:

—Siguiendo vuestros deseos, vuestros indignos súbditos han escogido para presidir la ceremonia a un monje de muy reconocida virtud, que responde al nombre de Chen Hsüan-Tsang.

—¿No será el hijo del Gran Secretario Chen Kwang-Jui? —exclamó Tai-Chung después de un largo y meditativo silencio.

—Así es, señor —respondió «El-que-flota-en-el-río», echándose también rostro en tierra—. Mi padre ocupa el cargo que acabáis de mencionar.

—¡No podía haberse realizado una elección más apropiada! —volvió a exclamar Tai-Chung, visiblemente complacido—. Dudo que haya en el mundo un monje de mayor virtud que tú. Desde este momento quedas nombrado Máximo Expositor de la Fe y Supremo Representante de Todos los Monjes.

Hsüan-Tsang volvió a lanzarse rostro en tierra, tocando repetidamente el suelo con la frente en señal de gratitud. Como emblemas de su nuevo cargo, recibió una túnica tejida con hilos de oro de cinco colores, un sombrero Vairocana[8] y un cinturón de perlas y jade. Se le pidió, al mismo tiempo, que seleccionara a los monjes de más probada virtud y los nombrara acaryas[9]. Una vez realizada tan importante misión, había de dirigirse con todos los demás al Monasterio de la Metamorfosis, donde debía celebrarse la ceremonia con la celeridad que permitieran los hados consultados.

Tras inclinarse una vez más ante el emperador, Hsüan-Tsang abandonó el palacio y se dirigió al Monasterio de la Metamorfosis. Llamó a todos los monjes y juntos se pusieron a preparar las camas, levantar los estrados y ensayar la música. Fijándose en cómo actuaban, seleccionó a mil doscientos de entre los más diligentes, formando con ellos tres grupos, que ocuparon la parte de atrás, el centro y la porción delantera del salón en el que iban a celebrarse las ceremonias. De esta manera, se dieron por terminados los preparativos y, tras consultar a los hados, se determinó que la fecha más propicia para la celebración del Gran Festival de la Tierra y el Agua era el tercer día del noveno mes. Se estableció, asimismo, que la ceremonia se extendería a lo largo de cuarenta y nueve días, ya que ésa era la cifra resultante de multiplicar el número sagrado siete por sí mismo. De todo eso se informó oportunamente a Tai-Chung, quien acudió al monasterio el día y hora prefijados, acompañado de sus parientes y altos funcionarios, tanto civiles como militares. Con sumo respeto todos los grandes dignatarios quemaron incienso y escucharon la lectura de los textos sagrados. De todo ello tenemos como testimonio un poema, que afirma:

Cuando la estrella de Chen-Kwan cumplió los trece años de edad, el emperador convocó a todos sus súbditos para escuchar los Libros Sagrados. El Salón de la Gran Promesa parecía un remedo del cielo. Todos se reunieron en tan espléndido templo por deseo y gracia del mismo emperador. La Cigarra de Oro presidió los oficios que tanto bien había de reportar a los espíritus de los condenados. Habló de la necesidad de obrar siempre el bien y se extendió en la exposición de los Tres Modos de Vida.

Así pues, en el año decimotercero del período Chen-Kwan, cuando el noveno mes entraba en la zona de chia-sü y su tercer día marcaba la hora de kuei-mao, el Máximo Expositor de la Fe, Chen Hsüan-Tsang, mandó llamar a los mil doscientos monjes de la probada virtud que previamente había seleccionado y se reunió con ellos en el Monasterio de la Metamorfosis de la ciudad de Chang-An, donde les expuso el sentido de los sutras sagrados. Tras celebrar su habitual audiencia, el emperador abandonó la Sala del Tesoro de la Campana de Oro y, montando en su carruaje de dragones y fénix, se dirigió hacia el monasterio, seguido de muchos de sus funcionarios, tanto civiles como militares. En cuanto llegaron, escucharon con respeto los textos y quemaron incienso. El cortejo imperial arrastraba tras sí todas las bendiciones del cielo. Su esplendor era tal que parecían flotar en el aire diez mil saetas de luz purísima, que competían en fulgor con el mismo sol. Una brisa de buenos augurios soplaba por los lugares por los que pasaba. Daba la impresión de que nacía de los solemnes movimientos de los mil señores cubiertos de jade que abrían y cerraban la marcha. A derecha e izquierda oteaban las banderas y estandartes que sostenían aguerridos soldados, armados con espadas, hachas y mazas. Su fiereza contrastaba con el rojo delicado de las lámparas de seda y la artística urna de incienso que perfumaba los lugares por los que pasaba la augusta persona. Todos se movían con indescriptible solemnidad. Los dragones volaban y danzaban los fénix, mientras los halcones se elevaban hacia lo alto y las águilas extendían, majestuosas, sus alas. Parecía como si quisieran proteger a un soberano tan justo y bondadoso que la felicidad que trajo a su pueblo superaba con mucho a la de sus antepasados Yü y Shun[10]; sus decisiones fueron siempre tan equilibradas que aseguraron la paz para siempre, rivalizando con el mismísimo Yao. No es extraño que cuantos le rodeaban vistieran lujosísimas túnicas, que, sin embargo, no lograban superar en belleza a la suya, llena de dragones bordados, que parecían adquirir vida con sus movimientos. Las placas de jade, los gorros plagados de perlas, los fajines color púrpura profusamente bordados, los medallones de oro y los abanicos de plumas de fénix contribuían a hacer creer que aquél era, en verdad, un cortejo descendido directamente cielo. Mil filas de soldados protegían el trono, encargándose dos hileras de mariscales de su defensa más inmediata. Todo era poco para este emperador, sincero y justo, que inclinaba la cabeza ante Buda y no dudaba en quemar incienso en su honor ni en buscar, afanoso, los frutos de la virtud.

Pese a lo complicado de su marcha, el cortejo imperial no tardó en llegar al monasterio. El emperador ordenó entonces que cesara la música y, bajando de la carroza, se dirigió a presentar sus respetos a Buda, seguido de todos los funcionarios, con varillas de incienso en las manos. Tras inclinarse tres veces seguidas, levantaron la cabeza y miraron a su alrededor, sorprendidos de la solemnidad de aquel extraordinario recinto sagrado. Por doquier se apreciaba el flamear de banderas y estandartes, tan brillantes que parecían surgir directamente del sol o del mismo seno del rayo. La imagen de oro de Lokaj-yestha[11] constituía una auténtica invitación al recogimiento, aunque resultaba difícil precisar si era más o menos impresionante que las de los arhats, esculpidas en jade. Todos los jarrones estaban llenos de flores sagradas, que conferían al templo una refrescante sensación de bosque formado no por árboles, sino por delicados bordados. De los pebeteros surgían nubes aromáticas de incienso de madera de sándalo que se elevaban hacia lo alto. La transparencia de su color contrastaba con el rojo de las bandejas sobre las que descansaban las serenas pirámides de frutas maduras o de pastelitos y dulces. Los monjes no se cansaban de entonar sutras sagrados por el bienestar de los espíritus abandonados.

Tai-Chung y el resto de los funcionarios imperiales levantaron las varillas y se inclinaron, primero, ante el cuerpo dorado de Buda para prestar, después, sus respetos a los arhats. El Maestro de la Ley y Máximo Expositor de la Fe, Chen Hsüan-Tsang, acudió entonces a dar la bienvenida a Tai-Chung, seguido del resto de los monjes, que volvieron a ocupar sus sitios en cuanto hubo concluido dicha ceremonia. A continuación se hizo entrega a Tai-Chung de un documento, en el que se leía:

Dado que el budismo está asentado sobre el nirvana, fácil es colegir que la virtud suprema es vasta e inabarcable. El espíritu de los limpios y puros se mueve con toda libertad, pasando sin cesar de una a otra de las Tres Regiones. Existen diez mil transformaciones y un millar de cambios, todos ellos regulados por las fuerzas del yin y el yang. Inabarcables son, en verdad, la substancia, la función, la auténtica naturaleza y la permanencia de tales fenómenos. ¡Qué dignos de lástima piedad son, por otra parte, los espíritus olvidados! Para aliviar su sufrimiento y siguiendo los deseos de Tai-Chung, hemos escogido y reunido a diferentes monjes cuya responsabilidad consistirá en proclamar la Ley y meditarla sin cesar. De esa forma, quedarán abiertas de par en par las puertas de la salvación y se llenarán hasta el borde los recipientes de la misericordia, librando, así, a las gentes del Mar de la Aflicción y salvándolas de la condena de los Seis Senderos. Todos volverán entonces al sendero de la Verdad y gozarán de las bendiciones del cielo. Bien sea por obra de la acción, el descanso o la inactividad total, la meta es alcanzar la unión con las esencias puras y convertirse en una de ellas. Ésta es, pues, una ocasión única, ya que quien tome parte en estas ceremonias tendrá un anticipo de los enormes placeres que se saborean en la ciudad celestial, se verá libre del castigo infernal, ascenderá sin ninguna demora a las regiones de la suprema felicidad y se moverá con toda libertad por las comarcas del oeste. Con razón afirma el poema: «Para obtener la salvación tan sólo son necesarios un pebetero de incienso y unos cuantos escritos dotados de poder liberador. Al proclamar la ley inabarcable, atraemos sobre nosotros la gracia del cielo, el perdón de nuestras culpas y la redención de nuestra futura pena. ¡Que nuestra nación disfrute de la incomparable bendición de una paz duradera!».

Conmovido por lo que acababa de leer, Tai-Chung se volvió hacia los monjes y les dijo:

—Permaneced firmes en vuestra entrega y no abandonéis jamás el servicio de Buda. Si así lo hacéis, tened por seguro que no habréis luchado en vano y que recibiréis de mí una espléndida recompensa.

Los mil doscientos monjes se echaron rostro en tierra y empezaron a golpear el suelo con la frente en señal de gratitud. Después de tomar las tres comidas vegetarianas que prescribía la ley, el Emperador de los Tang regresó a su palacio. La celebración propiamente dicha debía tener lugar a los siete días y decidió esperar en sus habitaciones la llegada de tan fausto momento, cuando sería invitado de nuevo a presidir las ofrendas y ritos. Otro tanto hicieron sus más inmediatos servidores, quienes abandonaron el palacio imperial apenas hubo empezado a caer la noche. Por el poniente sólo se veía una estrecha franja de luz y el rápido vuelo de unas cuantas grajillas que regresaban a sus nidos. Una red de silencio se abatía sobre la ciudad, mientras se iba llenando poco a poco de luces y el tiempo parecía detenerse No había hora mejor para que los monjes Chan[12] se dedicaran a sus prácticas meditativas.

A la mañana siguiente el Maestro de la Ley volvió a ocupar de nuevo su estrado y llamó a los restantes monjes a su lado, para continuar con la recitación de los sutras. No se distinguió en absoluto de la del día anterior, por lo que no insistiremos más sobre ello.

Sí hablaremos, por el contrario, de la Bodhisattva Kwang-Ing del Montaña Potalaka de los Mares del Sur, quien, tras recibir la orden de Tathagata de buscar a una persona digna que se comprometiera a ir a por las escrituras, recorrió de arriba abajo la ciudad de Chang-An sin encontrar a nadie auténticamente virtuoso. Cuando estaba ya a punto de perder la esperanza, oyó decir que Tang Tai-Chung había mandado traer a la corte a los monjes de más probada virtud con el fin de celebrar una gran ceremonia por los difuntos. Su entusiasmo subió, además, de tono, cuando se enteró de que el bonzo escogido para presidir los oficios no era otro que el conocido por el nombre de «El-que-flota-en-el-río». La Bodhisattva no desconocía que había sido uno de los principales discípulos de Buda, que había tenido la mala fortuna de caer en las redes de la transmigración. Loca de contento, cogió los tesoros que le había entregado Buda y, acompañada por Moksa, salió a venderlos a las principales calles de la ciudad.

«¿Qué clase de tesoros eran ésos?», se preguntará, sin duda alguna, el lector. Para su información diremos que se trataba de la túnica cubierta de bordados y de gemas rarísimas, y del bastón de los nueve anillos. Por prudencia no puso en esta ocasión a la venta las tres escamas, que se tornaban poderosísimas con el ensalmo de oro y los conjuros constrictivo y prohibitivo. Medida, ciertamente, prudente, teniendo en cuenta que la ciudad estaba llena de monjes sin ninguna formación, que no habían sido elegidos, por eso mismo, para tomar parte en la gran ceremonia por los difuntos. Uno de ellos, de hecho, al ver a la Bodhisattva, que había tomado la forma de un bonzo cubierto de llagas y heridas, descalzo, con la cabeza sin cubrir y vestido de andrajos, se llegó hasta ella y le preguntó, señalando la lujosísima túnica:

—¿Cuánto pides por eso, cerdo?

—El precio de esta túnica es de cinco mil piezas de plata —respondió la Bodhisattva— y el de este bastón dos mil.

—¡Tú estás mal de la cabeza! —exclamó el monje, soltando la carcajada—. Desde luego, hay que ser un lunático para pedir siete mil piezas de plata por dos cosas tan corrientes como ésas. No valen eso ni aunque te conviertan en inmortal o te transformen en el mismísimo Buda. Lo mejor que puedes hacer es llevártelas a casa, porque estoy seguro de que nadie te las va a comprar.

La Bodhisattva ni se preocupó de discutir con él. Cogió la mercancía y continuó andando, seguida de Moksa. Al poco rato llegaron a la Puerta de la Flor Oriental, donde se toparon con el ministro Siao-Yü, que volvía de la corte. Delante de él iban unos hombres gritando que dejaran libre la calle, pero la Bodhisattva se negó con firmeza a hacerse a un lado. Permaneció de pie en el centro mismo de la calzada con la túnica en las manos. El ministro por poco no la arrolla con el caballo. Afortunadamente tiró a tiempo de las riendas y, sorprendido ante la deslumbrante belleza de la túnica, pidió a sus acompañantes que indagaran el precio de pieza tan extraordinaria.

—Por la túnica quiero cinco mil piezas de plata —respondió la Bodhisattva— y dos mil por el bastón.

—¿Se puede saber qué tienen de especial para que valgan tan caros? —preguntó Siao-Yü.

—Esta túnica es tan peculiar —contestó la Bodhisattva— que para algunos puede resultar demasiado cara y para otros totalmente gratis. Depende de según se mire.

—¿Cómo que depende de según se mire? —repitió Siao-Yü.

—Quien la use —afirmó la Bodhisattva— no conocerá el sufrimiento del infierno ni caerá víctima de la violencia o de animales tan feroces como los tigres y los lobos. Si, por el contrario, se la pone un bonzo que sólo piensa en gozar de la vida, o un monje que hace caso omiso de las leyes y mandamientos, o cualquiera que se burle de Buda o de los sutras, añadirá más leña a su ya de por sí abultada condena.

—Eso está muy bien —admitió el ministro—, pero ¿qué quieres decir con eso de que para algunos puede resultar demasiado cara y para otros totalmente gratis?

—El que no sigue las Leyes de Buda —sentenció la Bodhisattva— o no muestra ningún respeto por las Tres Joyas deberá pagar siete mil piezas de plata, si quiere hacerse con mi túnica y mi bastón. El que, por el contrario, respete las Tres Joyas, se complazca en la práctica del bien y obedezca al pie de la letra las normas de Buda merece disfrutar de tesoros como los que yo ahora vendo. Con mucho gusto le regalaré la túnica y el bastón y, de esta forma, nos hermanaremos en la bondad.

Comprendiendo que aquél era un hombre de extremada virtud, Siao-Yü desmontó del caballo y, tras saludarle respetuosamente, dijo:

—Mi nombre es Siao-Yü y os pido disculpéis las molestias que puedo haberos causado. Nuestro emperador es una de las personas más religiosas que existen, inquietud de la que participamos todos cuantos tenemos el alto honor de servirle en la corte. De hecho, acaba de dar comienzo la Gran Ceremonia de la Tierra y el Agua y he pensado que esta túnica le vendría que ni pintada a Chen Hsüan-Tsang, el Máximo Expositor de la Fe. ¿Por qué no me acompañas al palacio y solicitamos una audiencia con el emperador?

La Bodhisattva aceptó, complacida, y, dándose la vuelta, entró otra vez por la Puerta de la Flor Oriental. En cuanto les vio aparecer, el Guardián de la Puerta Amarilla corrió a informar de su llegada. Inmediatamente fueron conducidos a la Sala del Tesoro, donde Siao-Yü y los dos monjes cubiertos de llagas esperaron con impaciencia la aparición del emperador.

—¿Qué es ese asunto tan importante del que queréis hablarme? —preguntó Tai-Chung, en cuanto hubo tomado asiento.

—Cuando salía por la Puerta de la Flor Oriental —respondió Siao-Yü, echándose rostro en tierra—, me topé con estos dos monjes, que estaban vendiendo una túnica y un bastón de marcado corte sacerdotal. En seguida pensé que podría usarlos Hsüan-Tsang durante la ceremonia y ése es el motivo por el que ahora me encuentro ante vos.

Visiblemente complacido, Tai-Chung preguntó por el precio de la túnica, a lo que la Bodhisattva respondió, sin inclinarse ni agachar la cabeza siquiera, lo mismo que Moksa:

—La vestimenta cuesta cinco mil piezas de plata y dos mil el bastón.

—¿Qué tienen de especial para que su precio sea tan alto? —volvió a Preguntar Tai-Chung.

—Si un dragón vistiera un solo hilo de esta túnica, jamás sería devorado por bestia alguna. Es más, si una garza se dejara colgar de una de sus hebras, podría alcanzar el mundo en el que habitan los dioses. Quien se siente sobre esta túnica, recibirá al instante el saludo respetuoso de diez mil dioses, y quien se la ponga, tendrá la compañía de los Siete Budas[13]. Por otra parte, ha sido confeccionada con seda de gusanos tan blancos como el hielo e hilada por artesanos de la más alta cualificación. Por si eso no fuera suficiente, fue tejida por muchachas inmortales ayudadas por doncellas celestes. Fueron ellas las que unieron las diferentes partes, llenándolas después de artísticos y complicados bordados. No es extraño, pues, que sus colores sean tan finos y brillantes como capullos. Ponéosla, si así lo deseáis, y os veréis envuelto en una neblina de color rojizo, que desaparecerá en cuanto os la hayáis quitado. Esta pieza fue formada a las mismísimas puertas de los Tres Cielos y obtuvo el aura mágica que la envuelve delante de las Cinco Montañas. Lleva incrustadas hojas de loto traídas del Oeste y las perlas que la adornan brillan como planetas y estrellas. En sus cuatro esquinas lleva otras tantas perlas que emiten luz por la noche y que rivalizan en pureza con la esmeralda que ocupa su punto más alto. Podéis mantenerla guardada o ponérosla para recibir a los sabios. Pero sabed que, en el primer caso, emite una luz muy similar a la del arco iris, que traspasa todos los baúles y envoltorios, y, en el segundo, que es capaz de asustar a la vez a los dioses y a los demonios. Esto no tiene nada de extraño, habida cuenta de que lleva cosidas perlas de tanto valor como la radhi, la mani[14], la que limpia el polvo, la que detiene a los vientos, la que recuerda a la cornalina roja, la que posee el color púrpura del coral y la Sariputra, que emite luz por la noche. Todas ellas son tan perfectas que parecen haber robado su blancura a la luna y al sol su tonalidad rojiza. El aura que la rodea alcanza hasta el mismísimo cielo, penetrando, como un torrente, por todas sus puertas. Su brillo otorga la perfección a cuanto existe. Cuando ilumina las montañas y los arroyos, arranca de sus guaridas a los tigres y a los leopardos; cuando su luz se extiende por los mares y llega hasta las islas, pone en movimiento a los dragones y peces. Por si esto fuera poco, a ambos lados lleva colgando dos cadenas de oro puro, cerrando el cuello un redondelito de jade tan blanco como la nieve. Ésta es, en definitiva, la túnica de la que afirma el poema: «Sólo existe una verdad: la de las Tres Joyas y la de los Seis Senderos, por los que transitan sin cesar las cuatro clases de criaturas que existen. Quien ha recibido la iluminación conoce y respeta las leyes de Dios y del hombre; un espíritu iluminado[15] es capaz de emitir destellos de la auténtica sabiduría. Si el propio Buda ha ordenado la confección de esta túnica, ¿cómo van a poder afectar los diez mil kalpas al monje que la lleve puesta?»

—Todo eso está muy bien —replicó el Emperador de los Tang, visiblemente complacido—. Pero ¿puedes explicarme qué tiene de especial ese bastón de los nueve anillos?

—Como bien has reparado —contestó la Bodhisattva—, mi bastón tiene nueve protuberancias de vid que no envejece, separadas por otros tantos anillos de hierro y bronce. Quien lo sostiene en sus manos se mantiene siempre joven, cosa nada extraña si se tiene en cuenta que el Quinto Patriarca vagó con él por los cielos y que Lo-Po[16] lo llevó consigo a los infiernos, cuando fue en busca de su madre. Jamás se ha manchado con el polvo rojizo de este mundo, aunque fue usado por el monje-dios en su ascensión a la Montaña de Jade[17].

Impresionado, el emperador ordenó extender la túnica ante él para poder examinarla de arriba abajo con cuidado. Se trataba, en verdad, de una pieza única. Tai-Chung no había visto en su vida cosa igual y, armándose de valor, dijo a la Bodhisattva:

—No quiero engañarte. Soy un ferviente admirador de la Religión de la Misericordia, a cuya propagación he dedicado no pocos esfuerzos. Estos últimos días, sin ir más lejos, he hecho reunir en el Monasterio de la Metamorfosis a no pocos bonzos, para que profundicen en el estudio de la Ley y se dediquen de lleno a la recitación de los sutras. Entre ellos se halla un hombre de una virtud extraordinaria que responde al nombre de Hsüan-Tsang y quisiera regalarle estos dos tesoros que tú tienes. Te prometo que no los deseo para mí. ¿Cuánto pides, de verdad, por ellos?

—Si, como decís, se trata de un hombre de muy probada virtud —concluyeron la Bodhisattva y Moksa, doblando las manos a la altura del pecho y dando las gracias a Buda—, con mucho gusto le regalaremos esta túnica y este bastón. Tratándose de un clérigo tan humilde, no aceptaremos por ellos ni una sola moneda —y se dio la vuelta, tratando de encontrar la salida.

El emperador pidió a toda prisa a Siao-Yü que le hiciera volver en seguida. Cuando el ministro hubo cumplido el encargo, se levantó de su asiento y dijo con manifiesta intranquilidad:

—Antes dijisteis que la túnica valía cinco mil piezas de plata y el bastón dos mil. Ahora que os habéis convencido de que estamos realmente interesados en comprarlos, nos salís con que no queréis aceptar nada de dinero a cambio. Si pensáis que vamos a hacer uso de la fuerza para hacernos con ellos, estáis muy equivocados. Nosotros no pertenecemos a ese tipo de hombres. Os pagaremos la suma que en un principio nos pedisteis y que, por lo que más queráis, esperamos aceptéis sin reserva alguna.

—Se ve que no me habéis entendido bien —replicó la Bodhisattva levantando las manos a manera de saludo—. Hace cierto tiempo hice la promesa de que, si me topaba con alguien que se regocijara en la práctica del bien y en el servicio de Buda, le regalaría estos tesoros. Es claro que vuestra majestad está ansioso por ver aumentada su virtud y hacer triunfar en vuestro reino la causa budista. Creo, en consecuencia, que ha llegado el momento de cumplir lo prometido. Dejaré en vuestras manos esos tesoros y me marcharé con los bolsillos tan vacíos como cuando vine.

El emperador comprendió su actitud y no quiso seguir insistiendo. Ordenó, sin embargo, preparar en su honor un espléndido banquete vegetariano, pero la Bodhisattva lo rechazó con tanta firmeza que, una vez más, hubo de desistir de su empeño. Se despidió de Tai-Chung con la amabilidad que la caracterizaba y se retiró al templo del espíritu local.

A eso del mediodía Tai-Chung celebró una nueva audiencia, a la que quiso que asistiera Hsüan-Tsang. Wei-Cheng fue el encargado de transmitirle la orden imperial. El Maestro de la Ley estaba cantando sutras y recitando geyas[18], cuando la recibió, pero al punto lo dejó todo y siguió al ministro.

—Lamento sinceramente haberos arrancado de vuestras meditaciones —se disculpó el emperador con respeto—. Pero esta mañana Siao-Yü se encontró con un par de monjes que se empeñaron en regalarme una túnica llena de bordados y un bastón de nueve anillos, que deseo, a mi vez, poner en vuestras manos. No dudo que os serán de mucha utilidad, mientras que para mí no encierran la menor ventaja.

Por toda respuesta, Hsüan-Tsang se echó rostro en tierra y empezó a golpear el suelo con la frente en señal de gratitud. Eso dio ánimos a Tai-Chung para seguir diciendo:

—Si tuvierais la amabilidad de ponéroslo para ver qué tal os queda…

El monje extendió la túnica y se la puso con la rapidez de quien está acostumbrado a cambiarse de ropajes rituales. Con el bastón en las manos su figura adquirió tal prestancia que tanto el emperador como sus súbditos se quedaron boquiabiertos. En verdad parecía un auténtico hijo de Tathagata. ¡Qué elegancia la de su porte, qué finura la de su estampa! La túnica de Buda se ajustaba a su cuerpo como el guante a una mano. Su esplendor era tal que abarcaba el mundo entero y el brillo de sus colores alcanzaba hasta el último rincón del universo. Adondequiera que se dirigiera la vista podían verse innumerables hileras de perlas, espléndidamente conjugadas con los adornos de oro y los bordados de extraño y llamativo diseño. Un artístico anillo de oro unía los dos extremos del cuello, de finísimo terciopelo, en el que aparecían representadas las más altas jerarquías de los cielos. Según se iba descendiendo, disminuían progresivamente los rangos, correspondiendo a las estrellas las porciones izquierda y derecha de tan especialísima túnica. Jamás hubo en la tierra hombre con tan buena fortuna como Hsüan-Tsang. Digno de lucir tan espléndido tesoro, parecía un arhat viviente recién llegado del oeste. No exagera quien afirme que recordaba al mismísimo Buda con su bastón de nueve anillos y su sombrero Vairocana. Tan entusiasmados estaban todos los funcionarios, tanto civiles como militares, que, poniéndose al mismo tiempo de pie, gritaron enardecidos:

—¡Bravo!

Semejante reacción complació sobremanera a Tai-Chung, que pidió al Maestro de la Ley que no se quitara la túnica ni dejara a un lado el bastón. No contento con eso, hizo venir a dos regimientos de guardias de honor y les confió la escolta de personaje tan distinguido y respetable. Inmediatamente abandonaron el palacio, dirigiéndose al monasterio por las calles más importantes de la ciudad. El cortejo era tan brillante que parecía como si acabara de entrar en ella un nuevo «chuang-yüen». Todos los comerciantes y mercaderes de Chang-An, los príncipes y los nobles, los intelectuales y los hombres de letras, los caballeros entrados en años y las muchachitas que hacía muy poco aún eran niñas, se agolpaban a lo largo del camino, tratando de verle.

—¡Qué monje! —exclamaban, entusiasmados—. Parece un arhat que acaba de descender a la tierra.

Hsüan-Tsang parecía inmune a tales halagos. Imperturbable, continuó su camino hacia el monasterio, donde fue recibido por los otros bonzos de pie, arrancados de sus asientos por la sorpresa. En cuanto te vieron aparecer con aquella túnica y aquel bastón de nueve anillos, pensaron que era el mismísimo Rey Ksitigarbha[19] y formaron un camino de cabezas respetuosamente inclinadas. Sin detenerse, Hsüan-Tsang se dirigió al salón principal, donde quemó incienso en honor de Buda y habló del tremendo cariño del emperador por los más inertes tesoros de sus súbditos. Una vez terminada su arenga, cada cual regresó al sitio que le había sido asignado. Al poco rato el círculo de fuego comenzó a ponerse por el occidente. La oscuridad fue difuminando poco a poco los árboles, mientras en toda la capital se escuchaba el primer tañido de la campana. Sonó tres veces seguidas y, de pronto, cesó todo tipo de actividad humana, sumiendo todas las calles en un progresivo silencio. Sólo en el Templo Principal se apreciaba el trémulo latir de una llama. En la quietud que se abatía sobre la ciudad, únicamente los monjes se disponían a recitar sutras, a domar demonios y a poner a prueba su espíritu.

El tiempo transcurrió como el agua entre los dedos y llegó el día de la Gran Ceremonia por los Difuntos. Hsüan-Tsang hizo llegar al emperador un escrito, en el que le invitaba a ofrendar incienso. Tai-Chung hizo preparar en seguida sus carrozas y se dirigió al monasterio, seguido de todos sus funcionarios, tanto civiles como militares, sus parientes y las damas de la corte. Sabedores de la importancia del acto, todos los habitantes de la ciudad —jóvenes y ancianos, plebeyos y nobles— acudieron en tropel al monasterio a escuchar las explicaciones de los textos sagrados. La misma Bodhisattva dijo a Moksa:

—Hoy es el día de la gran ceremonia. Su importancia es de tal magnitud que creo que ha llegado el momento de mezclarnos entre la multitud y averiguar unas cuantas cosas que nos interesan: primero, si la función resulta tan solemne como promete; segundo, si la Cigarra de Oro es realmente digna de los tesoros que le he confiado; y tercero, si el budismo que predica se ajusta a las enseñanzas del Maestro o sigue el rumbo de sus propias pasiones y apetencias.

Sin más, se dirigieron al monasterio. Aquella vuelta de dos seres excepcionales a un lugar sagrado era como el reencuentro, largamente aplazado, de dos íntimos amigos. Al entrar en el templo, su sorpresa no tuvo límites. Jamás habían sospechado que en la capital de una gran nación como aquella pudiera existir un monasterio que superaba en magnificencia al de Sadvarsa[20] e incluso al Jardín de Jetavana en Sravasti. No tenía nada que envidiar al reputado templo de Caturdisah[21], en el que resonaban sin cesar la música sagrada y los cánticos budistas. La Bodhisattva se dirigió hacia un lado del estrado y se puso a observar fijamente a la Cigarra de Oro. A su alrededor todo permanecía inmaculadamente puro, sin una sola mota de polvo. Hsüan-Tsang, el Gran Maestro, ocupaba un lugar destacado, al que iban acercándose, sin ser vistos, los espíritus a los que sus oraciones acababan de redimir. Un poco más atrás escuchaban sus explicaciones con suma atención los personajes más importantes de la ciudad. Todos, jóvenes y ancianos por igual, parecían reconfortados por lo que oían. Jamás habían sospechado que la limosna poseyera tanto valor y la misericordia gozara de tanta estima en el Paraíso.

Todo ello confirmó a la Bodhisattva que aquél era un hombre superior a los demás. Era maravillosa la forma como hablaba de las pruebas por las que todo ser tiene que pasar en este mundo de sombra y polvo; de la universalidad de la Ley, tan extensa que podría cubrir todas las colinas y alcanzar hasta el último rincón del espacio. Su énfasis estaba puesto en el continuo examen de la vida y en la práctica incansable del buen obrar. De esta forma, podía conseguirse el favor del cielo y la bendición de lo alto.

El Maestro de la Ley pasó después a recitar el «Sutra de la Vida y de la Liberación de los Difuntos», para disertar a continuación sobre la «Crónica del Tesoro Divino para obtener la Paz Nacional». Concluida dicha lectura, explicó el sentido de no pocos pasajes del Tratado sobre el mérito y el buen obrar. La Bodhisattva se acercó entonces un poco más al estrado y, haciendo bocina con las manos, gritó:

—¡Eh, tú, bonzo! Parece que sólo sabes hablar del Pequeño Medio. ¿Es que no tienes ni idea del Grande?

Hsüan-Tsang se alegró de que se le hiciera esa pregunta y, bajando del estrado, se dirigió hacia la Bodhisattva y le dijo, tras saludarla con respeto:

—Perdonad, respetable maestro, que no os haya tratado con la consideración que merecéis. Respecto a la cuestión que me habéis planteado, os diré que, si he disertado sobre el Pequeño Medio, ha sido porque todos los aquí reunidos saben de qué se trata, mientras que desconocen totalmente lo relativo al Grande. Yo mismo, reconociendo mi ignorancia, he de admitir que no sé gran cosa sobre él.

—Las doctrinas que acabas de exponer —replicó la Bodhisattva— son incapaces de llevar la salvación a los condenados y conducirles al cielo. Para lo único que sirven es para confundir a los mortales. Precisamente he traído conmigo el Tripitaka[22], tres colecciones de las leyes del Gran Medio de Buda. Esos textos sí que pueden llevar al cielo a los espíritus perdidos, librar a los que sufren de sus angustias y quebrar el ominoso ciclo de la transmigración, dotando a los cuerpos de inmortalidad.

Mientras discutían, el funcionario a cargo del incienso y de la supervisión de los diferentes salones fue al encuentro del emperador y le dijo:

—El Maestro estaba disertando sobre la Ley, cuando se vio interrumpido por los comentarios de dos bonzos andrajosos, que no saben ni dónde tienen la mano derecha.

El emperador montó en cólera y ordenó su inmediato arresto. Cuando eran conducidos a la parte de atrás, se cruzaron con Tai-Chung, pero la Bodhisattva ni se inclinó ante él ni le hizo el menor saludo con la mano. Se limitó a mirarle de frente y a preguntarle:

—¿Se puede saber qué es lo que queréis de mí, majestad?

—¿No eres tú el monje que me trajo el otro día la túnica? —exclamó Tai-Chung, a su vez, reconociéndole.

—Así es —admitió la Bodhisattva.

—Si has venido a escuchar las explicaciones de los textos sagrados —le reprendió entonces Tai-Chung con cierta dureza—, deberías seguir escrupulosamente la dieta vegetariana y no enzarzarte en discusiones estériles con el Maestro. ¿Qué pretendes trayendo la discordia a la sala de estudio? ¿Alargar innecesariamente los oficios?

—Da la casualidad de que lo que estaba explicando ese maestro vuestro —contestó la Bodhisattva— son doctrinas del Pequeño Medio, incapaces totalmente de traer la salvación a los espíritus perdidos y llevarlos al cielo. Yo, por el contrario, conozco el Tripitaka, las leyes del Gran Medio de Buda, que pueden salvar a los condenados, liberar a los afligidos y tornar inmortal el cuerpo.

—¿Y dónde está esa Ley del Gran Medio de Buda? —volvió a preguntar Tai-Chung, vivamente interesado.

—En la tierra de nuestro señor Tathagata —respondió la Bodhisattva—, en el Gran Templo del Trueno, que se halla situado en la India, concretamente en el Paraíso Occidental. Sus enseñanzas son tan comprometedoras que pueden desatar cien enemistades y acarrear desgracias inesperadas.

—¿Puedes recordar algún fragmento? —insistió Tai-Chung en el mismo tono de excitación que antes.

—Por supuesto que sí —volvió a responder la Bodhisattva.

—En ese caso —concluyó Tai-Chung, loco de alegría—, que el Maestro haga subir a este monje al estrado y le permita exponer tan maravillosa doctrina.

La Bodhisattva y Moksa ascendieron a lo más alto de la plataforma, pero no tomaron allí asiento. Volaron por el aire, hasta posarse en una nube sagrada, revelando así su auténtica personalidad. La Bodhisattva sostenía en sus manos el jarrón con la rama de sauce, mientras Moksa aparecía de pie a su lado con una enorme barra de hierro. El Emperador de los Tang se sintió tan sobrecogido que inclinó la cabeza, adoptando una actitud de total veneración. El resto de los funcionarios, tanto militares como civiles, se echaron rostro en tierra y quemaron incienso. En todo el monasterio no quedó nadie que no agachara la cabeza —incluidos los bonzos, las monjas, los taoístas, las personas corrientes, los hombres de letras, los artesanos y los comerciantes— ni que exclamara, entre sobrecogido y excitado:

—¡La Bodhisattva, la Bodhisattva!

De tan extraordinario fenómeno tenemos una canción que dice:

Cuanto vieron fue una neblina que todo lo abarcaba y al dharmakaya[23] envuelto en una luz santa. En la numinosidad de aquel aire celestial apareció, de pronto, la figura de una mujer. En la cabeza llevaba un tocado hecho con láminas de oro, en las que aparecían incrustadas flores de jade e incontables ristras de perlas. Vestía una túnica de seda azul de una tonalidad tan pálida que parecía, en realidad, blanca. A la altura de la cintura llevaba dos bolsitas para guardar perfume, de jade y perlas, que brillaban como la luna y se bamboleaban delicadamente al viento. Llevaba puesta, igualmente, una falda de seda tan blanca que daba la impresión de haber sido confeccionada por gusanos de hielo. Ribeteada en oro, conocía la belleza de las nubes de mil colores y de las cambiantes olas del mar de jaspe. Delante de ella revoloteaba una cacatúa de pico rojo y plumaje amarillento, que acostumbraba a vagar por el Océano Oriental y el mundo entero fomentando obras de misericordia y piedad filial. En sus manos sostenía un jarrón, auténtico dispensador de bienes, del que salía una pequeña ramita de sauce, capaz de humedecer el azul del cielo y barrer del mundo todo mal. A sus pies crecía una flor de loto dorada, contrapunto cromático a los anillos de jade que unían no pocas porciones de su vestimenta. De esta guisa se dejó ver Kwang Shr-Ing[24], la liberadora de las penas y el dolor.

Tan inesperada visión entusiasmó tanto a Tang Tai-Chung que se olvidó por completo de los asuntos del imperio. Lo mismo les ocurrió a los funcionarios, tanto civiles como militares, quienes, dejando de lado la etiqueta de la corte, empezaron a gritar, entusiasmados:

—¡Estamos con la Bodhisattva Kwang Shr-Ing! ¡Estamos con ella!

Tai-Chung hizo llamar al más reputado de los pintores de su reino y le ordenó que hiciera a toda prisa un boceto de la auténtica figura de la Bodhisattva. El elegido fue un tal Wu Tao-Tsu, retratista especializado en sabios y dioses por lo elevado y noble de sus concepciones. A él precisamente le fueron después confiados los retratos de personajes ilustres que figuraban en la Torre Ling-Yen. Sin pérdida de tiempo tomó su incomparable pincel y dejó plasmada para la posteridad la figura de la Bodhisattva. Apenas lo hubo concluido, se fueron difuminando poco a poco las nubes sagradas, hasta que, finalmente, desapareció del todo la luz dorada. En ese mismo momento descendió de lo alto un pliego de papel, en el que había sido escrito en un estilo «sung»[25] lo siguiente:

Invitamos al Gran Gobernante de los Tang a ir en busca de las escrituras más sobresalientes del Occidente. Largo es, en verdad, el camino, pero sus sesenta mil kilómetros conducen directamente al Mahayana[26] o Gran Medio. Sólo sus enseñanzas son capaces de redimir a los espíritus condenados y conducirles al cielo. Quien se ofrezca voluntario para tan penoso viaje se convertirá en un buda de oro.

En cuanto Tai-Chung lo hubo leído, se volvió a los monjes y les dijo:

—Creo que lo mejor es que suspendamos la ceremonia hasta que alguien haya traído los textos del Gran Medio. Mientras tanto, esforcémonos por dar cuantos frutos de virtud podamos.

Todos los presentes estuvieron de acuerdo con la decisión del emperador, quien, volviendo a elevar la voz, preguntó:

—¿Quién se presta a ir al Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas?

Apenas había acabado de decirlo, cuando se adelantó el Maestro de la Ley e, inclinando humildemente la cabeza, dijo:

—Aunque no soy más que un pobre monje sin instrucción, estoy dispuesto a mostraros la fidelidad propia de un perro o un caballo. Yo iré en busca de esas escrituras y, de esa forma, vuestro reino se mantendrá firme y duradero.

El Emperador de los Tang se mostró muy complacido. Se llegó hasta donde yacía el monje y, levantándole con sus propias manos, proclamó:

—Si estáis dispuesto a demostrarme de esa forma vuestra lealtad, sin importaros para nada la distancia o las molestias del viaje, mi deseo es que, antes de que lo emprendáis, establezcamos un pacto de hermandad.

Hsüan-Tsang volvió a echarse rostro en tierra y empezó a golpear repetidamente el suelo con la frente en señal de gratitud. El Emperador de los Tang era, en verdad, un hombre de palabra y, tomando a Buda por testigo, se inclinó cuatro veces seguidas ante Hsüan-Tsang, llamándole «mi hermano, el monje santo». Profundamente conmovido, Hsüan-Tsang replicó:

—Yo, majestad, no soy más que un pobre bonzo que no sabe hacer otra cosa que perseguir la perfección. No comprendo qué habéis visto en mí para tratarme con tanta consideración y cariño. Os prometo que no ahorraré esfuerzos ni penalidades hasta que no haya alcanzado el Paraíso Occidental. No regresaré con las manos vacías, os lo aseguro. Prefiero la muerte y la eterna condenación en el infierno a volver sin las escrituras.

Se volvió a continuación hacia la imagen de Buda y, tomando en sus manos tres varillas de incienso, juró cumplir fielmente la misión que le había sido encomendada. Complacido, el emperador regresó en su carroza al palacio, donde redactó un documento por el que nombraba su representante al Maestro de la Ley. Su publicación quedó, no obstante, en suspenso, a la espera de un día y hora propicios para ello.

Una vez que todos se hubieron retirado, Hsüan-Tsang regresó, a su vez, al Templo de la Gran Bendición. Muchos de los monjes que en él residían y no pocos de sus discípulos, al enterarse del asunto de las escrituras, corrieron a su encuentro y le preguntaron:

—¿Es verdad que habéis jurado ir al Paraíso Occidental?

—Así es —contestó Hsüan-Tsang, sincero.

—Pero yo he oído decir que el camino hasta ese lugar es largo y que está plagado de innumerables peligros —replicó, preocupado, uno de sus discípulos—. Eso sin contar los tigres, los leopardos y toda clase de monstruos que acechan, amenazadores, a los caminantes. ¿Cómo vais a libraros de ellos? ¿No se os ha ocurrido pensar que la marcha es fácil y el regreso muy inseguro?

—He hecho un juramento y estoy dispuesto a cumplirlo pase lo que pase —respondió Hsüan-Tsang—. Es más, he pactado con el cielo que, si no regreso con esas escrituras, caiga sobre mí la eterna condena del infierno. El emperador me ha concedido un gran honor confiándome una misión de tanta transcendencia y estoy decidido a pagarle con lealtad toda la confianza que ha depositado en mí. No puedo permitirme el lujo de defraudarle, aunque no sepa lo que me espera en el camino.

Cambió a continuación de tono y añadió:

—Nadie sabe en concreto el tiempo que estaré fuera. Quizá dos años, o tres, o seis, o siete. Lo único seguro es que, cuando veáis que las ramas de los pinos que hay plantados a la puerta señalan hacia el oeste, estaré a punto de concluir el viaje. De lo contrario, deberéis seguir esperando.

Los discípulos tomaron buena nota de esas palabras y agacharon la cabeza, apenados. A la mañana siguiente Tai-Chung celebró audiencia, acudiendo todos los funcionarios a su llamada. Juntos redactaron un documento formal, en el que se especificaba el propósito del viaje y se pedía se ofreciera a su portador toda la ayuda que precisara. Apenas habían acabado de estampar los sellos, cuando se presentó el encargado imperial de los estudios astronómicos y dijo:

—La posición de los planetas es hoy extremadamente favorable para el inicio de viajes especialmente largos.

Semejante informe agradó sobremanera al Emperador de los Tang. Al poco rato se presentó el Guardián de la Puerta Amarilla, quien anunció con voz solemne:

—El Maestro de la Ley espera ser recibido en audiencia.

El emperador le hizo entrar en seguida y le dijo, entusiasmado:

—Querido hermano, según los astros, hoy es un día propicio para el viaje. Acabamos, además, de redactar un salvoconducto que lleva estampado el sello imperial. Sería conveniente, por tanto, que iniciaras el camino cuanto antes. Quisiera que aceptaras como regalo esta escudilla de oro rojizo, que puedes usar a lo largo del viaje para pedir limosna. Te acompañarán dos personas y tendrás un caballo a tu entera disposición.

Complacido, Hsüan-Tsang aceptó los regalos con grandes muestras de agradecimiento y se puso inmediatamente en camino. El emperador montó en la carroza y salió a despedirle a las puertas de la ciudad, acompañado de gran número de funcionarios. Todos los monjes del Monasterio de la Gran Bendición estaban esperándole allí con todas sus ropas, tanto de verano como de invierno. Al verles, el emperador ordenó que lo cargaran todo en uno de los caballos y pidió después a un oficial que le acercara un jarro de vino. Tai-Chung llenó una copa y, al disponerse a brindar, preguntó:

—¿Qué otro nombre tienes, hermano, aparte del que ya conocemos?

—Yo, señor, soy tan pobre —respondió Hsüan-Tsang— que no tengo ni familia. ¿Cómo voy a poseer otro nombre?

—No importa —contestó Tai-Chung—. La Bodhisattva dijo que en el Paraíso Occidental había tres colecciones de escrituras. ¿Qué te parece si a partir de hoy te llamamos Tripitaka?

—A nadie podía habérsele ocurrido un nombre más apropiado —volvió a responder Hsüan-Tsang. Sin embargo, no se atrevió a tomar el vino y añadió—: Deberíais saber, majestad, que el alcohol nos está totalmente prohibido. Yo, de hecho, no lo he probado en toda mi vida.

—Hoy es un día muy especial —replicó Tai-Chung—. Este viaje me ha dado muchísimas esperanzas. ¿Por qué no tomas una copa de vino vegetariano y brindamos juntos por el éxito de la empresa?

Hsüan-Tsang no se atrevió a decir que no. Cuando se disponía a llevarse el vino a la boca, vio que Tai-Chung se agachaba de pronto, cogía un poco de tierra y se lo echaba directamente en la copa. Tripitaka puso tal cara de sorpresa que el emperador soltó la carcajada y preguntó:

—¿Cuánto tiempo calculas que puede llevarte este viaje al Paraíso Occidental?

—Probablemente estaré de vuelta dentro de tres años —respondió Tripitaka.

—Un tiempo muy largo para un viaje plagado de dificultades —comentó Tai-Chung—. Bebe, hermano, y recuerda esto: un poco de polvo de tu propio país es muchísimo más valioso que diez mil piezas de oro de otras tierras.

Tripitaka comprendió entonces el significado de lo que acababa de hacer y tomó la copa de un solo trago, agradeciendo al emperador cuanto había hecho por él. Sin más, salió por la puerta, abandonando la ciudad, mientras Tai-Chung regresaba, apenado, a su palacio.

No sabemos qué le ocurrió durante el viaje. Quien quiera averiguarlo deberá escuchar con atención a las explicaciones que se dan en el próximo capítulo.