CAPÍTULO XCIII

Siempre ha de buscarse el debilitamiento de la memoria. Quien echa ese principio en el olvido termina abandonándose al error. ¿Por qué establece la mente diferencias entre las tres imágenes? Sólo el que consigue almacenar méritos es capaz de regresar al mar primigenio. Todo aquel que haya decidido transformarse en un buda o en un inmortal debe poner cuanto esté de su parte para mantenerse puro y limpio y alejar de sí toda inmundicia. No existe otro camino que conduzca a las Regiones Superiores.

Decíamos que, cuando, a la mañana siguiente, los monjes descubrieron que Tripitaka y sus discípulos habían desaparecido, se dijeron, apenados:

—No hemos sabido retenerlos y por eso se han ido. ¿Cómo hemos podido ser tan tontos? Hemos tenido ante nosotros a unos bodhisattvas vivientes y los hemos dejado partir tan tranquilamente.

Cuando más amargas eran sus quejas, se presentaron unos de los cabezas de familia más pudientes de la zona sur, dispuestos a llevarse a los peregrinos a sus casas. Al verlos, los monjes empezaron a hacer gestos extraños con las manos y les comunicaron, entristecidos:

—Anoche nos pillaron desprevenidos y se marcharon, montados en sus nubes.

Los recién llegados se echaron rostro en tierra y empezaron a golpear la frente contra el suelo en señal de gratitud hacia lo alto. Pronto toda la ciudad estuvo al tanto de lo ocurrido. Las familias más ricas de la prefectura compraron entonces cinco animales y los sacrificaron en el santuario que acababan de levantar a los peregrinos, junto con una gran cantidad de frutas y flores. De momento, no hablaremos más de ellos.

Sí lo haremos, sin embargo, del monje Tang y sus discípulos, que continuaron caminando durante más de medio mes, comiendo al amparo de los vientos y descansando junto a los cursos de agua. Un día se toparon, de pronto, con una altísima montaña y el monje Tang comentó, vivamente preocupado:

—Esa cordillera es realmente impresionante. No estaría de más que extremáramos las precauciones.

—¿Se puede saber a qué tenéis miedo? —preguntó el Peregrino, soltando la carcajada—. Estamos en la tierra de Buda. ¿Cómo va a haber monstruos tan cerca de donde él habita? Tranquilizaos y seguid adelante.

—No pongo en duda que estemos muy cerca del palacio de Buda —reconoció el monje Tang—. Pero recuerda lo que nos comentaron el otro día los monjes que nos acogieron a unos cuatro mil kilómetros de distancia. Me pregunto cuántos habremos recorrido después de dejarlos.

—¿Habéis vuelto a olvidar el Sutra del Corazón del Maestro del Nido de Cuervo? —volvió a preguntar el Peregrino.

—Ese sutra —contestó Tripitaka— se ha convertido para mí en una túnica o en un cuenco de limosnas que siempre me acompañan. Desde que lo aprendí no he dejado de repetirlo ni un solo día. Lo recito mentalmente cada hora. ¿Cómo puedo haberlo olvidado, si soy capaz de salmodiarlo de delante para atrás y de atrás para delante?

—No lo discuto —reconoció el Peregrino—, pero el Maestro que os lo enseñó, si mal no recuerdo, no os lo explicó.

—¡Qué cabeza más dura! —protestó Tripitaka—. ¿Qué te hace pensar que no conozco el significado de todas sus palabras? ¿Acaso lo sabes tú?

—Así es —afirmó el Peregrino con rotundidad y a partir de aquel momento ni él ni Tripitaka volvieron a hablar más de ello.

Al oírlo, Ba-Chie y el Bonzo Sha tuvieron que hacer grandes esfuerzos para no soltar la carcajada. Ba-Chie, por fin, no pudo más y exclamó:

—¡Menuda chulería! ¡Si toda su vida ha sido un monstruo como yo! ¿Desde cuándo se ha dedicado a memorizar sutras o a recibir enseñanzas sobre la ley? Se las da de entendido, pero es tan ignorante como nosotros dos juntos. ¡Como si interpretar sutras fuera lo más fácil del mundo! ¡Eh! —añadió, dirigiéndose al Peregrino—. ¿Se puede saber por qué vas tan callado? Venga, no te hagas de rogar y explícanos esa escritura de la que vienes hablando con el maestro.

—¿De verdad crees que es capaz de hacerlo? —le preguntó el Bonzo Sha aparte—. Simplemente estaba tratando de picar al maestro en su amor propio, para animarle a seguir adelante. Lo único que sabe es manejar su barra de hierro. ¿Quieres decirme dónde ha podido aprender a interpretar sutras?

—¿Es que no podéis dejar de decir tonterías, de una vez? —les regañó Tripitaka—. La explicación de Wu-Kung no puede expresarse más que con el silencio, pero, al fin y al cabo, se trata de una interpretación muy cercana a la realidad.

Hablando de esta forma, dejaron atrás incontables montañas. Pronto se toparon con un monasterio y Tripitaka dijo a Wu-Kung.

—¿Has visto ese templo de ahí delante? Aunque no es ni grande ni pequeño, sus tejas brillan como si estuvieran hechas de tejas verdes. Su edad es indefinida; no obstante, se ve claramente que no es ni muy viejo ni muy nuevo. Los ladrillos del muro que lo envuelve poseen un atractivo tinte rojizo y contrastan con el verdor de las copas de los pinos, que, aunque escasos, tienen cientos o miles de años de existencia. Cuesta trabajo creer que hayan vivido durante tanto tiempo. ¿No oyes el rumor de las aguas? Se introducen en el monasterio a través de una apertura abierta en el muro por una dinastía tan antigua, que su nombre ha caído ya en el olvido. Sobre las puertas puede leerse, escrito con grandes letras: «Monasterio Dispensador del Oro». Y un poco más allá hay colgada una placa, que dice: «Ruinas de los Tiempos Pasados».

Tanto el Peregrino como Ba-Chie confirmaron casi al tiempo que, según lo que allí ponía, se trataba, en efecto, del Monasterio Dispensador del Oro.

—Dispensador del Oro… —repitió para sí Tripitaka, reanudando la marcha—. ¿Es posible que nos encontremos en el Reino de Svarasti?

—¡Qué cosa más rara! —exclamó Ba-Chie, dirigiéndose al maestro—. Llevo siguiéndoos yo qué sé la de años y en todo este tiempo jamás os había visto reconocer ningún lugar hasta hoy.

—No es eso —le corrigió Tripitaka—. Lo que ocurre es que estoy totalmente familiarizado con los sutras que relatan la vida de Buda en el Parque de Jetavana de la ciudad de Svarasti. Según cuentan, se trataba de un espacio abierto que el maestro Anathapindika quería comprar al príncipe Jeta, para construir un palacio en el que Buda pudiera enseñar los sutras. El príncipe, sin embargo, se negó, diciendo: «Lo siento mucho, pero no está en venta. Lo único que me haría cambiar de opinión sería verlo cubierto totalmente de oro». El maestro Anathapindika no se desanimó. Cogió unas piezas de oro y cubrió con ellas todo el parque, rompiendo, así, la resistencia del príncipe y permitiendo al Más Respetable exponer libremente sus principios. Al ver el nombre de ese monasterio, he pensado que, quizás, se trataba del mismo que mencionan los textos antiguos.

—¡Qué suerte! —exclamó Ba-Chie, riéndose—. Si es verdad eso, lo mejor que podemos hacer es desenterrar unas cuantas de esas piezas que decís y entregárselas a la gente necesitada —y todos se echaron a reír al tiempo que Tripitaka se bajaba del caballo.

Al entrar, vieron sentados junto a la puerta principal a unos cuantos porteadores.

Algunos llevaban sobre sus hombros las pértigas y las bolsas, mientras que otros se hallaban descansando o charlando tranquilamente entre ellos. Al ver los finos rasgos del maestro y el aspecto monstruoso de los discípulos que le seguían, cayeron presa del pánico y se hicieron a un lado para dejarlos pasar. Temiendo que pudiera surgir algún problema, Tripitaka aconsejó repetidamente a los suyos:

—Tranquilos. No es éste lugar para refriegas —y los discípulos siguieron al pie de la letra sus consejos.

Tras cruzar el salón principal, se encontraron con un monje de aspecto sumamente virtuoso y devoto. Su rostro poseía el fulgor de la luna llena y todo su cuerpo recordaba el árbol de la sabiduría. Al caminar con sus sandalias por aquel suelo totalmente empedrado, las mangas se le balanceaban como sacudidas por el viento, enredándosele en el báculo que llevaba. Nada más verle, Tripitaka le saludó con respeto y él preguntó:

—¿De dónde sois, maestro?

—Vuestro humilde servidor responde al nombre de Chen Hsüan-Tsang —contestó Tripitaka— y ha sido enviado por el Gran Emperador de los Tang al Paraíso Occidental con el fin de conseguir las escrituras budistas. El camino nos ha traído directamente hasta vuestro muy dignísimo monasterio y nos hemos tomado la libertad de entrar a pediros cobijo por esta noche. En cuanto haya amanecido, reanudaremos la marcha.

—¿A qué viene tanta prisa? —replicó el monje—. Este monasterio es visitado por caminantes de todo el mundo y normalmente se quedan todo el tiempo que desean. Siendo un maestro de las Tierras del Este, constituirá para nosotros un gran motivo de honor serviros con el respeto que merecéis.

Después de darle las gracias, Tripitaka hizo un gesto a sus discípulos para que le siguieran. Antes de llegar a los aposentos del guardián del monasterio, caminaron a lo largo de un pasillo en el que se amontonaban las cajas llenas de ofrendas. El primero de entre los monjes los recibió con grandes muestras de cariño y respeto, haciéndolos sentar en los puestos reservados a los huéspedes de mayor dignidad. Para no desentonar, tanto el Peregrino como sus dos hermanos tomaron asiento en uno de los lados con las manos cruzadas en señal de recogimiento. La noticia de su llegada corrió, como un huracán, por todo el monasterio y al punto acudieron a presentarles sus respetos cuantos moraban en él, sin importar la edad, el estado o la dignidad que ostentaban. Les ofrecieron a continuación una taza de té y se iniciaron los preparativos para servirles una espléndida cena vegetariana.

Antes que el maestro hubiera terminado de dar las gracias, Ba-Chie ya se había engullido una gran cantidad de bollos, verduras y sopa de fideos. Para entonces los aposentos del guardián se hallaban totalmente llenos de gente. Los más inteligentes de entre ellos se dedicaron a admirar la finura de rasgos de Tripitaka, mientras los más estúpidos alababan, asombrados, la facilidad con la que el Idiota iba despachando un plato tras otro. El Bonzo Sha se dio cuenta en seguida de lo que estaba ocurriendo y, bajando la voz, le sugirió:

—¿Por qué no comes un poco más despacio?

—¿Por qué habría de hacerlo? —protestó Ba-Chie, perdiendo la paciencia—. ¿Es que no comprendes que tengo el estómago totalmente vacío?

—Me temo —contestó el Bonzo Sha, tratando de aplacarle— que, aunque haya por ahí muchas personas distinguidas, en lo tocante a comida, tú y yo somos algo más que hermanos.

Ba-Chie pareció perder el mal humor, al tiempo que Tripitaka volvía a dar las gracias y los criados retiraban la mesa. Uno de los monjes hizo algunas preguntas sobre la historia de las Tierras del Este, a las que el monje Tang respondió de una forma, a la vez, extensa y amena. Agradecido, el monje explicó, a su vez, por qué aquel lugar era conocido como el Monasterio Dispensador del Oro.

—Antes —dijo con visible satisfacción— era conocido como el Parque de Jetavana, pero el maestro Anathapindika, del Reino de Svarasti, cubrió totalmente su suelo con piezas de oro, para que Buda pudiera explicar aquí los sufras, y se le cambió el nombre por el que ahora tiene. Como os digo, hasta hace aproximadamente una generación, este lugar pertenecía al Reino de Svarasti y el maestro Anathapindika lo honraba con su presencia, por lo que el nombre completo de nuestro monasterio es Distribuidor del Oro y Benefactor de los Huérfanos y Necesitados. En la parte de atrás aún se conservan los cimientos del Parque de Jetavana. Debió de tratarse de un lugar extremadamente rico, pues no hace muchos años una tormenta hizo aparecer una gran cantidad de oro, plata y perlas. No fueron pocos los que se beneficiaron de tan inesperado hallazgo.

—¡Así que es verdad lo que se cuenta! —exclamó Tripitaka, visiblemente satisfecho—. Al entrar hemos visto junto a la puerta, a unos cuantos porteadores y mercaderes con sus caballos, sus carretas y sus muías. ¿A qué obedece su preferencia por este lugar?

—La montaña en la que está enclavado el monasterio —explicó el monje— recibe el nombre de los Ciempiés. Hasta no hace mucho ha sido un lugar relativamente seguro, pero últimamente han empezado a aparecer debido quizás, a cambios meteorológicos, infinidad de alimañas, que se han cebado despiadadamente sobre los caminantes. Aunque las heridas que han producido nunca han adquirido el carácter de mortales, la verdad es que el número de viajeros ha descendido considerablemente. Un poco más adelante se encuentra el paso del Canto del Gallo, por el que los mercaderes no se atreven a cruzar hasta que los gallos no hayan cantado. Como ha empezado ya a oscurecer, las gentes con las que os habéis topado a la puerta no han querido correr riesgos innecesarios y se han refugiado en nuestro monasterio a la espera de que rompa el día y la mañana se llene de cantos de gallo.

—En ese caso —concluyó Tripitaka—, también nosotros haremos lo mismo —y continuaron charlando.

Para hacer más agradable la velada, trajeron unos cuantos platos vegetarianos. De esa forma, aquella noche Tripitaka y sus discípulos se vieron obligados a cenar dos veces.

Poco después el Peregrino y él salieron a dar un paseo para gozar de la belleza de la luna, que se hallaba ya en cuarto menguante. Nada más trasponer la puerta, se les acercó un sirviente, que dijo:

—Sería un honor para nuestro venerable maestro poder charlar con vos.

Tripitaka se dio inmediatamente la vuelta y vio a un monje muy entrado en años, que se ayudaba para caminar con una caña de bambú. Con inesperado respeto inclinó la cabeza y le preguntó:

—¿Sois vos el maestro que acaba de llegar de China?

—No merezco semejante título —contestó Tripitaka, devolviéndole el saludo, que el anciano aceptó, complacido, para volver a preguntar a renglón seguido:

—¿Cuántos años tenéis?

—Me temo que, sin haber hecho grandes cosas, son ya cuarenta y cinco los años que llevo cumplidos —respondió Tripitaka—. ¿Tenéis la amabilidad de decirme cuál es vuestra edad?

—Os saco más de sesenta años —aseguró el anciano, echándose a reír—, aunque, sin lugar a dudas, mis obras no pueden compararse con las vuestras.

—Así que tenéis ciento cinco años —dijo el Peregrino—. ¿Seríais capaz de calcular cuántos tengo yo?

—Se nota que, aunque sois más viejo de lo que aparentáis, vuestro espíritu está siempre alerta —contestó el anciano—. De todas formas, poseo una vista muy débil y encuentro cierta dificultad en veros con toda claridad a la luz de la luna.

Hablando de cosas intrascendentes, llegaron a la boca de un pasillo que se antojaba muy largo y Tripitaka se atrevió a decir:

—Hablando con los otros monjes, han salido a relucir los cimientos del antiguo Parque de Jetavana. ¿Tenéis la amabilidad de indicarme dónde se encuentran exactamente?

—Detrás de esa puerta —contestó el anciano e inmediatamente ordenó abrirla.

Ante ellos se abrió de repente un espacio totalmente vacío, en el que se veían algunos montones de tierra procedentes, seguramente, de los antiguos muros. Emocionado, el maestro juntó las palmas de las manos y, suspirando, dijo:

—Esto me trae a la mente a Sudatta, que repartió todas sus joyas y cuanto poseía para alivio de los pobres. Por su causa Jetavana será siempre recordado de generación en generación. No hay arhat con el que podamos compararnos ninguno de nosotros —y continuaron caminando, gozando de la belleza incomparable de la luna.

Después de trasponer la puerta trasera, llegaron a una pequeña terraza y se sentaron a descansar. De pronto oyeron llorar a alguien. Tripitaka afinó cuanto pudo el oído y descubrió que se trataba de una mujer que se quejaba amargamente de que sus padres no comprendieran la profundidad de su dolor. Movido a compasión, también él terminó abandonándose al llanto y preguntó, volviéndose hacia los monjes que le acompañaban:

—¿Quién se queja de una forma tan lastimera?

Al oírlo, el anciano ordenó a los demás que volvieran inmediatamente al interior del monasterio a preparar el té. En cuanto se hubieron marchado, se inclinó con inesperado respeto ante el Peregrino y el monje Tang, que se apresuró a levantarle del suelo, diciendo:

—¿Puede saberse por qué hacéis esto?

—Dado que tengo más de cien años, poseo cierto conocimiento de los asuntos humanos —contestó el anciano—. En mis muchas horas de larga meditación he llegado a tener ciertas visiones, que me han hecho comprender que tanto vos como vuestro discípulo pertenecéis a una casta muy peculiar. Es por eso por lo que tengo fundadas esperanzas de que podáis poner fin a cierto espinoso asunto.

—Estamos prestos a escuchar de qué se trata —afirmó el Peregrino.

—Hace exactamente hoy un año —explicó el anciano— me encontraba meditando sobre la relación existente entre nuestra naturaleza y la luna, cuando una brisa ligera trajo hasta mis oídos el sonido inconfundible de la tristeza y la protesta. Me levanté en seguida del lecho y me dirigí a los restos del Parque de Jetavana a echar un vistazo. Allí me topé con una muchacha hermosísima, a la que pregunté, sorprendido: «¿A qué familia perteneces y por qué te encuentras aquí?». «Soy la hija del Rey de la India —contestó ella—. Estaba contemplando la belleza de las flores a la luz de la luna, cuando se levantó de pronto un viento huracanado, que me ha traído directamente hasta este lugar». Sin pérdida de tiempo la hice encerrar en una habitación vacía, que tapé inmediatamente con un muro, como si se tratara de una prisión. Sólo dejé un pequeño agujero en la parte izquierda de lo que había sido la puerta, por donde le pasaba un cuenco de arroz. Al día siguiente comuniqué lo ocurrido a los otros monjes, a los que hice ver que, sin lugar a dudas, se trataba de un monstruo. De todas formas, como somos personas en las que deben descollar los sentimientos de compasión, les informé que no iba a matarla, comprometiéndome, por el contrario, a ofrecerle todos los días dos cuencos de arroz y un poco de té. La muchacha no tardó en dar pruebas de una inteligencia fuera de lo común. Temiendo que alguno de los monjes pudiera violarla, se hizo pasar por loca y empezó a dormir y a revolcarse sobre sus propios excrementos.

Durante el día no deja de mascullar palabras ininteligibles, adoptando una actitud lerda y totalmente ida. Por la noche, por el contrario, se pone a llorar y a añorar a voz en grito la presencia de sus padres. Varias veces he recorrido la capital de cabo a rabo en busca de sus progenitores, pero nadie me ha sabido dar razón de ellos. Eso me ha movido a mantenerla encerrada todo este tiempo, negándome obstinadamente a ponerla en libertad. Ahora que nos ha cabido la enorme fortuna de conocer a personas de vuestra categoría, no estaría de más que ejercitarais el poder de vuestro portentoso dharma y tratarais de arrojar un poco de luz sobre este asunto. No sólo nos aseguraréis con ello un futuro dedicado por completo a la práctica de la virtud, sino que, de esa forma, pondréis de manifiesto, ante los que aún dudan de la bondad de vuestra empresa, que la santidad se mueve al ritmo de vuestros pasos.

El Peregrino y Tripitaka guardaron ese relato en su memoria, pero no pudieron hacer ninguna pregunta, porque en ese momento se presentaron dos monjes a invitarlos a tomar el té y tuvieron que regresar al monasterio. Cuando entraron en los aposentos del guardián, oyeron quejarse a Ba-Chie, comentando maliciosamente con el Bonzo Sha:

—Parece mentira que no sepan que debemos ponernos en camino, tan pronto como hayan cantado los gallos. ¿Por qué no vendrán, de una vez, a dormir?

—¿Se puede saber por qué estás siempre diciendo tonterías? —le regañó el Peregrino.

—Déjate de lecciones y túmbate en tu lecho —se defendió Ba-Chie—. ¿Es que no has visto lo tarde que es?

Tras despedirse del anciano, el monje Tang se retiró a descansar. Era exactamente la hora en que la luna se esconde en el cielo, las flores comienzan a soñar y se desvanecen todos los sonidos. Una brisa suave sacudía ligeramente las esteras que cubrían las ventanas. El reloj de agua fue descendiendo claramente de nivel, mientras la Vía Láctea brillaba como si fuera una lámpara[1] que alumbrara todos los rincones del cosmos.

Apenas habían logrado conciliar el sueño, cuando se escuchó el primer canto del gallo mañanero. Los porteadores y mercaderes que habían pasado la noche a las puertas del monasterio empezaron a cocinar un poco de arroz entre el alboroto de sus conversaciones y el estallido de sus bostezos. En cuanto vieron que el maestro se había levantado, Ba-Chie y el Bonzo Sha recogieron el equipaje y ensillaron al caballo. El Peregrino fue en busca de unas cuantas teas, pero no fue necesario, porque los monjes se habían levantado mucho antes que ellos para prepararles algo de comer, que estaba ya servido en la parte de atrás. Sin encomendarse a nadie, Ba-Chie se tragó un plato entero de bollos. El Bonzo Sha apenas si probó bocado, prestando más atención al equipaje y al caballo. Tripitaka y el Peregrino, por su parte, fueron a dar las gracias, una vez más, a los monjes, que con tanta hospitalidad los habían tratado.

—No olvidéis, os lo ruego, el asunto de la muchacha del que os hablé —les recordó el anciano, al despedirse.

—Estad tranquilo —replicó el Peregrino—. En cuanto lleguemos a la ciudad, escucharemos con atención cuanto allí se diga y escrutaremos todos los rostros.

Los porteadores y mercaderes, dando voces y riendo ruidosamente, los siguieron a lo largo del camino principal. A eso de la hora del tigre atravesaron el paso del Canto del Gallo, pero no atisbaron los bastiones de la ciudad hasta la de la serpiente[2]. La capital brillaba de tal manera, que parecía como si estuviera hecha de hierro o de metal. De alguna forma, recordaba las islas de los inmortales o alguna de las circunscripciones del Reino de lo Alto. De lejos parecía un dragón enroscado o un tigre sentado. De las torres con forma de fénix salía una especie de neblina multicolor, que abrazaba toda la ciudad y, en especial, el palacio del señor que regía sus destinos. Un grupo de montañas, colocadas estratégicamente en círculo, protegían aquel maravilloso emplazamiento humano. La luz del amanecer encendía los estandartes imperiales, transformándolos en auténticas antorchas de seda. Junto a los puentes resonaba el mágico concierto de la primavera. Se notaba que aquel país era próspero, porque el señor que lo regía cultivaba asiduamente la virtud, propiciando, así, la abundancia de las cosechas y evitando que las gentes pasaran hambre.

Nada más poner el pie en los arrabales de la parte oriental, los porteadores y mercaderes se despidieron de los peregrinos y se metieron en una posada. Éstos, por el contrario, continuaron la marcha y entraron en la ciudad, donde no tardaron en toparse con el Pabellón de los Dignatarios Extranjeros. Al verlos, uno de los funcionarios encargados de su custodia corrió a informar a su superior inmediato, diciendo:

—Acaban de llegar cuatro monjes con un aspecto realmente monstruoso, que traen de las riendas un caballo blanco.

Al oír mencionar el caballo, el encargado supo en seguida que se trataba de personajes en alguna misión oficial y salió a darles la bienvenida al salón en el que reinaba más lujo. Después de saludarle con el respeto que de él se esperaba, Tripitaka explicó:

—Vuestro humilde servidor es un enviado del Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, al Monasterio del Trueno, en la Montaña del Espíritu, para presentar sus respetos a Buda y conseguir las escrituras sagradas. Trae consigo un documento de viaje que desearía fuera sellado personalmente por el señor de estas tierras. Si no os supone mucha molestia, desearía, igualmente, disfrutar de vuestra hospitalidad, hasta que hayan concluido dichos trámites. Llegado ese momento, este indigno monje se pondrá de nuevo en camino.

—No debéis preocuparos por eso —respondió el encargado en el mismo tono—. He dispuesto ya de todo lo necesario para que gocéis entre nosotros de la estancia más agradable posible. Pasad, pasad, os lo suplico.

Encantado por semejante recibimiento, Tripitaka se volvió hacia sus discípulos y les ordenó que entraran a presentar también sus respetos. Al ver aquellos rostros tan horripilantes, el encargado se puso a temblar de miedo, sin saber exactamente si se trataba de monstruos o de seres humanos. Pese a todo, sacó fuerzas de flaqueza y supervisó, con la dedicación que de él se esperaba, el servicio del té y de algo de comer.

Al comprender lo asustado que estaba, Tripitaka le dijo con voz serena:

—No tengáis miedo. Es posible que mis discípulos sean feos en extremo, pero poseen un natural bondadoso. Como afirma el dicho, «rostros salvajes esconden a veces personas amables». No hay, pues, nada que temer.

—¿Dónde se encuentra la corte de los Tang? —preguntó el encargado, tranquilizado por aquellas palabras.

—En China —respondió Tripitaka—, en el continente austral de Jambudvipa.

—¿Cuándo iniciasteis vuestro viaje? —volvió a preguntar el encargado.

—El año decimotercero del período Chen-Kwang —contestó, una vez más, Tripitaka—. Antes de llegar a esta muy digna comarca, me he visto obligado, durante catorce largos años, a vadear diez mil ríos y a trasponer mil cordilleras.

—¡En verdad sois un monje virtuoso en extremo! —exclamó el funcionario, admirado.

—¿Puedo preguntaros —dijo, entonces, Tripitaka— cuántos siglos tiene el muy noble reino al que tan fielmente servís?

—Como ya sabéis —respondió el encargado—, os encontráis en el Gran Reino de la India. Han pasado quinientos años desde el momento de su fundación por parte del incomparable Tai-Chung. El soberano que ahora nos rige siente una predilección especial por las montañas, las flores, los arroyos y las plantas en general. Se llama IChung y su reino ha recibido el nombre de Ching-Yen. Van a cumplirse veintiocho años desde que se sentó por primera vez en el trono de sus antepasados.

—Si no os importa —le interrumpió Tripitaka—, me gustaría tener una audiencia con él para poder sellar los documentos de viaje que llevo conmigo. ¿Sabéis cuándo se reúne la corte?

—Habéis llegado en el mejor momento —explicó el encargado—. La hija de nuestro soberano acaba de cumplir veinte años y ha hecho construir en el cruce de las calles más concurridas una artística torre, desde la que arrojará una pequeña bolita bordada, para determinar quién es la persona escogida por el Cielo para ser su esposo. Hoy precisamente es el día fijado para tan magno acontecimiento y supongo que el rey alargará más de lo habitual el tiempo dedicado a las audiencias públicas. Opino, por tanto, que, si deseáis que os sellen vuestro documento de viaje, no debéis perder más tiempo.

Tripitaka se sentía tan excitado, que se hubiera marchado a la corte, sin probar nada de lo que acababan de servirles, si el funcionario no se lo hubiera pedido expresamente.

Por no desairar a su anfitrión, se sentó a la mesa y tomó unos cuantos bocados en compañía de sus discípulos. A eso del mediodía no pudo aguantarlo más y, poniéndose de pie, anunció:

—Creo que ha llegado el momento de marcharme.

—Iré con vos —se apresuró a decir el Peregrino.

—También yo os acompañaré —anunció Ba-Chie con decisión.

—Es mejor que no lo hagas —le aconsejó el Bonzo Sha—. Tienes que reconocer que eres demasiado feo y puedes asustar a todo el mundo. ¿Qué piensas hacer, cuando llegues a la corte? ¿Hacerte pasar por un tío gordo? No, no. Lo apropiado es que vaya sólo Wu-Kung con él.

—Wu-Ching tiene razón —confirmó Tripitaka—. El Idiota posee unos modales demasiado toscos, mientras que Wu-Kung sabe portarse cortésmente, cuando así lo desea.

—Quitándoos a vos —se quejó Ba-Chie, alargando el hocico—, todos los demás somos feos en extremo. ¡No comprendo a qué vienen esas distinciones!

Tripitaka no se dignó contestarle. Se puso la túnica de los bordados y abandonó el pabellón, seguido del Peregrino, que portaba la bolsa con los documentos. Las calles estaban plagadas de hombres, desde literatos a iletrados, pasando por labradores, comerciantes, escritores, artesanos y gentes de estudios, que se decían, muy animados, unos a otros:

—¡Vayamos cuanto antes a esa ceremonia de la bola bordada!

—¡Qué raro! —comentaron entre sí Tripitaka y el Peregrino—. Las gentes de aquí no se diferencian gran cosa en su manera de vestir, de comportarse y hasta de hablar de las que habitan en los territorios del Gran Tang. Todo esto me recuerda a mis padres, que también contrajeron matrimonio por medio de ese sistema de arrojar desde lo alto de una torre una pequeña bolita llena de bordados. ¡Cuesta trabajo creer que aquí exista una costumbre como ésa!

—¿Qué os parece si vamos también nosotros a ver lo que pasa? —sugirió el Peregrino.

—No, no —se negó Tripitaka inmediatamente—. ¿No te das cuenta de que no vamos vestidos como debiéramos? En ocasiones como ésta la gente se vuelve suspicaz con los monjes.

—¿Habéis olvidado la promesa que hicimos al guardián del Monasterio Distribuidor del Oro y Benefactor de los Huérfanos y Necesitados? —preguntó el Peregrino—. Opino que deberíamos llegarnos hasta esa torre y tratar de distinguir lo auténtico de lo falso. Debéis tener presente, por otra parte, que en un día como éste el rey estará más preocupado del futuro de su hija que de los asuntos de estado. ¿Qué hay de malo en que vayamos a ese cruce de calles?

Tripitaka comprendió que tenía razón y le siguió hasta el punto escogido para arrojar la bolita recubierta de bordados. ¡Qué poco sospechaban entonces que iban a convertirse en víctimas del pescador que arroja a la vez el anzuelo y las redes, para sacarlas llenas de maldades e intrigas! Hacía exactamente un año que, movido por su amor a las montañas, a las flores, a los arroyos y a las plantas, el rey de la India había conducido a su esposa y a su hija al espléndido jardín del palacio para gozar juntos de la luz de la luna. Sus movimientos despertaron la curiosidad de un monstruo, que secuestró a la princesa y se hizo pasar por ella. Sabiendo de antemano la hora, el día, el mes y el año exactos en los que el monje Tang habría de pasar por aquella región, hizo levantar aquella torre tan espléndida, con el fin de atraerle hacia ella y tomarle por esposo.

Estaba ansiosa por apoderarse de la fuerza vital de su yang y, así, convertirse en una inmortal superior de la Gran Mónada. Cuando Tripitaka y el Peregrino consiguieron llegar hasta la torre, abriéndose camino entre la gente allí congregada, habían pasado ya tres cuartos de la hora del mediodía. En aquel mismo momento la princesa, rodeada de setenta doncellas vestidas con túnicas de vivísimos colores, levantó en alto las varillas de incienso reservadas para el Cielo y la Tierra e hizo como si orara respetuosamente en silencio. A su lado había una sirvienta con la bolita de los bordados. La torre disponía de ocho ventanas a cual más espléndidas. La princesa miró por una de ellas a la multitud congregada a sus pies. Al ver acercarse al monje Tang, cogió la bola y se la tiró con todas sus fuerzas. Los bordados le golpearon con tal ímpetu en la cabeza, que casi se le cae al suelo el sombrero que llevaba. Desconcertado, el monje Tang trató de coger en sus manos la bolita, pero lo hizo con tal torpeza, que se le metió por las mangas.

—¡Ha caído encima de un monje! —gritaron todos cuantos se encontraban al pie de la torre.

Los mercaderes y comerciantes empezaron a empujar, desesperados, con el fin de hacerse con la bola de los bordados. Comprendiendo que podían terminar aplastados por la multitud, el Peregrino lanzó un grito tan fuerte como un trueno, al tiempo que abombaba el pecho y se convertía en un ser de cerca de diez metros de altura y un rostro horripilante en extremo. La multitud retrocedió, aterrorizada, dando tumbos. Tan pronto como se hubieron dispersado, el Peregrino recobró la forma que le era habitual.

Mientras esto ocurría las doncellas y los eunucos del palacio, tanto los jóvenes como los entrados ya en años, bajaron a toda prisa de la torre y, echándose a los pies del monje Tang, dijeron con increíble respeto:

—Entrad, por favor, en la corte, para que todos os expresen sus parabienes.

Tripitaka los hizo levantar inmediatamente del suelo y, volviéndose hacia el Peregrino, le regañó, malhumorado, entre dientes:

—¡Maldito mono! ¡Otra vez has vuelto a burlarte de mí!

—No es culpa mía que la bolita os pegara en la cabeza y se os metiera después por la manga —se defendió el Peregrino, sonriendo—. ¿Queréis explicarme qué tengo que ver yo con eso?

—¿Qué voy a hacer yo ahora? —suspiró Tripitaka.

—Tranquilizaos e id a tener la primera entrevista con vuestro futuro suegro —sugirió el Peregrino—. Mientras tanto, volveré al pabellón a informar a Ba-Chie y al Bonzo Sha de lo ocurrido. Allí esperaremos vuestras noticias. Si la princesa se niega a casarse con vos, pedid al soberano que os selle el documento de viaje y continuaremos tranquilamente nuestro camino. Si, por el contrario, insiste en desposarse con vos, decid a su majestad que deseáis vernos para darnos ciertas instrucciones. En cuanto nos hallemos en el interior del palacio, trataré por todos los medios de distinguir lo auténtico de lo falso. Ése es el plan que he trazado para acabar con un monstruo por medio del matrimonio.

Al monje Tang no le quedó más remedio que aceptarlo y, de esa forma, el Peregrino pudo regresar al Pabellón de los Dignatarios Extranjeros. No se había perdido calle abajo, cuando las doncellas y los eunucos del palacio imperial condujeron al maestro al interior de la torre. La princesa le tomó en seguida de la mano y le condujo a la carroza real. El cortejo se puso inmediatamente en camino hacia la corte. El Guardián de la Puerta Amarilla corrió a informar al rey de lo ocurrido, diciendo:

—Acaban de llegar la princesa y el monje sobre el que cayó la bolita de los bordados y esperan vuestras órdenes para entrar a presentaros sus respetos.

Su majestad no se sintió complacido ante tan inesperadas noticias. Le hubiera gustado despedir inmediatamente a aquel monje libertino, pero como, de momento, desconocía los sentimientos de la princesa, no tuvo más remedio que hacerlos pasar a su presencia.

Cogidos de la mano, la dama y el monje penetraron en el Salón de los Carillones de Oro. Era como si el Bien y el Mal hubieran decidido convertirse en marido y mujer y se hubieran inclinado respetuosamente ante el trono. Una vez concluida la ceremonia de intercambio de saludos, el rey los invitó a tomar asiento y preguntó a Tripitaka:

—¿De dónde sois y cómo es que os cayó encima la bola de mi hija?

—Este humilde servidor vuestro —contestó el monje Tang, echándose rostro en tierra— es un enviado del Gran Emperador de los Tang, en el continente austral de Jambudvipa, al Monasterio del Trueno, en el Paraíso Occidental, con el fin de presentar sus respetos a Buda y conseguir las escrituras sagradas. Durante todo el trayecto he traído conmigo un documento de viaje, que deseaba que vos firmarais para poder atravesar vuestros muy dignos territorios. Con tal propósito decidí venir a solicitar una audiencia, pero, al pasar por la torre en la que se encontraba vuestra hija, tuve la extraña fortuna de ser golpeado por la bolita bordada que ella arrojó. No lo toméis a mal, pero ¿cómo puede una persona como yo, que ha renunciado a la familia para abrazar las estrictísimas normas del monacato, convertirse en consorte imperial? Es un privilegio al que jamás he aspirado. Por eso, os suplico que firméis los documentos que traigo conmigo y me permitáis partir cuanto antes hacia la Montaña del Espíritu. Os prometo que, en cuanto me haya entrevistado con Buda y haya regresado a mi tierra con las escrituras que he venido a buscar, todo el mundo celebrará durante generaciones sin fin vuestra inabarcable generosidad.

—Si, como afirmáis, sois un sabio de las Tierras del Este —concluyó su majestad—, es como si hubierais sido conducido hasta aquí por un hilo invisible para contraer matrimonio. Mi hija acaba de celebrar su vigésimo cumpleaños y aún no se ha acostado con ningún hombre. Eso la ha movido a determinar el año, el mes, el día y la hora más propicios para subir a la torre que ella misma ha hecho construir y lanzar desde allí su bolita cubierta de bordados. Según todos los indicios, vos habéis sido el afortunado. No debe ocultaros que vuestra buena fortuna no nos satisface en absoluto, pero la decisión depende totalmente de la princesa.

—¡Padre! —exclamó la princesa, golpeando repetidamente el suelo con la frente—, existe un proverbio que afirma: «Quien se desposa con un pollo sigue los pasos de un pollo y la que lo hace con un perro se convierte en seguidora de un perro». No es un secreto para nadie que, cuando comencé a tejer esta bola, juré ante el Cielo y la Tierra desposarme con el hombre al que le cayera encima, porque ésa sería la persona a la que habría estado destinada desde el principio del tiempo. ¿Qué importa que el elegido sea un monje? Está claro que nuestro encuentro se debe a una afinidad que ya poseímos en existencias anteriores. ¿Cómo explicáis, si no, que haya venido desde tan lejos? No puedo echarme atrás en mi decisión, porque a nadie le está permitido alterar impunemente los designios del hado.

El rey manifestó entonces su aprobación e hizo llamar al astrónomo imperial con el fin de que determinara la fecha más propicia para la celebración de la boda. Igualmente, ordenó la inmediata preparación del ajuar y dictó un bando comunicando a todo el reino tan fastuosa nueva. Lejos de expresar gratitud, Tripitaka agachó la cabeza y suplicó en tono lloroso:

—¡Por lo que más queráis, dejadme partir!

—¡No hay quien entienda a estos monjes! —exclamó el rey, perplejo—. Pongo a su disposición todas las riquezas de mi reino, ofreciéndole, incluso, la posibilidad de convertirse en mi yerno y, en vez de agradecérmelo, insiste en que le permita marchar en busca de esas escrituras. Está bien. Si persiste en no quererse casar con mi hija, que los guardias le saquen de aquí y le corten la cabeza.

Temblando de pies a cabeza, el maestro empezó a golpear el suelo con la frente y exclamó con voz insegura:

—¡Doy gracias a su majestad por la misericordiosa actitud que muestra hacia este humilde servidor! Sabed que estoy dispuesto a cumplir todos y cada uno de vuestros deseos, pero han venido conmigo tres discípulos, a los que desearía entregar mis últimas recomendaciones como monje. Os suplico, por tanto, que tengáis a bien hacerlos venir a la corte y selléis sus documentos de viaje, para que puedan proseguir sin dilación su marcha hacia el Oeste.

—¿Dónde se encuentran esos discípulos de los que habláis? —preguntó el rey, más calmado.

—En el Pabellón de los Dignatarios Extranjeros —contestó Tripitaka.

El rey ordenó que fueran conducidos inmediatamente a su presencia, para sellar los documentos que portaban y permitirles reemprender el viaje hacia el Paraíso Occidental.

El maestro, por su parte, debía permanecer para siempre en el palacio y ser respetado por todos como yerno imperial. Sobre tan complicada situación disponemos de un poema que afirma:

Con el fin de no dejar escapar[3] el gran elixir es preciso conservar intactos los tres principios vitales[4]. No se puede construir el palacio de la ascesis sobre una relación marcada por el odio. El auténtico sabio debe entregarse a las enseñanzas del Tao y a la práctica de la virtud. Sólo entonces podrá gozar plenamente de las bendiciones del Cielo. Para que la iluminación se apodere por completo de un ser, es necesario mantener bajo control los seis sentidos[5]. El único camino de alcanzar la perfección es renunciando a los sentimientos y a la mente. Quien desee alcanzar la trascendencia debe vaciarse de todo cuanto es.

De momento, no hablaremos más del monje Tang. Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que, tras abandonar al maestro a su suerte a los pies mismos de la torre, regresó al pabellón en el que estaban hospedados, sin poder contener la risa. Al verle tan contento, Ba-Chie y el Bonzo Sha le preguntaron, sorprendidos:

—¿Se puede saber qué es lo que te hace reír tanto? ¿Dónde has dejado, además, al maestro?

—¿El maestro? —repitió el Peregrino, abandonándose a las carcajadas—. Acaba de encontrar la felicidad que andaba buscando.

—¿Dónde, si aún no hemos llegado a nuestro destino ni nos hemos entrevistado con Buda, para que nos haga entrega de las escrituras? —volvió a preguntar Ba-Chie, cada vez más sorprendido.

—Cuando nos dirigíamos a palacio —explicó el Peregrino—, llegamos a un cruce en el que se levantaba una artística torre, desde la que la princesa heredera lanzó una bolita llena de bordados que fue a caer justamente encima del maestro. Inmediatamente salieron las doncellas y los eunucos y, tras presentarle a la dama, le llevaron al palacio imperial, montado en una carroza. Allí será declarado dentro de muy poco príncipe consorte. Decidme a ver si no es eso una gran felicidad.

—¡Debería haber sido yo el afortunado! —exclamó Ba-Chie, golpeándose el pecho con los puños y dando ridículas patadas en el suelo—. ¡Todo es culpa de ese bobo de Wu-Kung! Si no se hubiera opuesto a que fuera con el maestro, habría pasado por debajo de la torre y la bolita de la princesa habría caído sobre mí. ¡Hubiera sido, realmente, fantástico! ¡Qué vida me hubiera pegado yo entonces! ¡Me hubiera comportado como un auténtico caballero y no hubiera hecho otra cosa que divertirme y comer!

—¿No te da vergüenza hablar así? —le regañó el Bonzo Sha, dándole un tortazo—. ¡Menuda bocaza la tuya! Compras un burro viejo por tres monedas de cobre y en seguida te pones a hablar de lo buen jinete que eres. Si te hubiera caído encima esa bolita de bordados, te hubieran repudiado inmediatamente. ¡Nadie mete dentro de su casa a la desgracia en persona!

—¡Un aguafiestas como tú jamás se preocupa por nada! —se defendió Ba-Chie—. Reconozco que soy un poco feo, pero muy poca gente posee la elegancia que a mí me sobra. Como muy bien decían los antiguos, «por muy burdo que parezca un cuerpo, su constitución es fuerte». Vamos, que hay gustos para todos.

—¡Deja de decir tonterías, de una vez! —le urgió el Peregrino—. Lo mejor que podemos hacer es recoger, de una vez, nuestras cosas. O mucho me equivoco o el maestro está a punto de hacernos llevar a la corte, para que le protejamos.

—No estés tan seguro —replicó Ba-Chie—. En cuanto haya dado su conformidad, el maestro se acostará sin dudar con la hija del rey. ¿Para qué necesita nuestra protección, si no va a seguir escalando montañas infectadas de monstruos y demonios? A no ser que, claro está, no sepa a sus años lo que se hace con una mujer en la cama y tengas que enseñárselo tú.

—¡Maldito ignorante rijoso! —le insultó el Peregrino, agarrándole de las orejas y sacudiendo el puño delante de sus narices—. ¿Cómo puedes ser tan poco respetuoso?

Cuando más acalorada parecía ser su discusión, se presentó el encargado del pabellón y les comunicó:

—Acaba de llegar un enviado de la corte con una invitación para vuestras reverencias.

—¿Para nosotros? —repitió Ba-Chie.

—Según parece —explicó el encargado—, vuestro maestro tuvo la buena fortuna de ser golpeado por la bolita de bordados que arrojó la princesa y desea que os reunáis con él en el palacio imperial.

—¿Dónde está ese enviado? —inquirió, por su parte, el Peregrino—. Hacedle pasar inmediatamente.

Aunque el enviado saludó al Peregrino con el respeto que de él se esperaba, no se atrevió a levantar la vista del suelo, preguntándose, una y otra vez, vivamente preocupado:

—¿Quién será este tipo? ¿Un diablillo, un monstruo, un dios del trueno o un yaksa?

—¿Por qué no decís nada? —le increpó el Peregrino—. ¿Se puede saber en qué estáis pensando?

Temblando de pies a cabeza, le entregó con las dos manos la orden imperial y balbuceó, muerto de miedo:

—Mi señora, la princesa, os invita a reuniros cuanto antes con ella en palacio.

—¿De qué tenéis miedo? —preguntó Ba-Chie, divertido—. No tenemos ningún instrumento de tortura. Además, no es nuestra intención golpearos. Así que, si no os importa, hablad todo lo despacio que podáis.

—¿Qué te hace pensar que son los palos lo que le hace temblar? —exclamó el Peregrino, soltando la carcajada—. ¡Es tu cara lo que le da miedo! Venga, coge el equipaje, de una vez, y vayamos cuanto antes a la corte. ¡Ah! y no te olvides del caballo.

En verdad es difícil mantenerse en el justo medio, ya que el camino es sumamente estrecho y el amor termina convirtiéndose casi siempre en odio.

De momento, no sabemos lo que dijeron, cuando se encontraron en presencia del rey. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención lo que se dice en el capítulo siguiente.