CAPÍTULO XCV

Decíamos que el monje Tang siguió sin mucho entusiasmo al rey al interior del palacio, donde no tardó en escuchar el sonido de la música y los tambores. En el aire flotaban nubes de aromas, a cual más embriagador, que vomitaban artísticos pebeteros. El ambiente era tan festivo, que no se atrevía a levantar la vista del suelo. El Peregrino, por su parte, no podía sentirse más satisfecho. Agarrándose con fuerza al sombrero que lucía el maestro, echó en seguida mano de sus portentosos poderes mágicos para mirar con fijeza en todas las direcciones con sus ojos de fuego y sus pupilas de diamante. Dos filas de doncellas, lujosamente ataviadas, parecían estar esperándolos, realzando de tal forma el salón con su belleza, que parecía una morada celestial o un palacio habitado únicamente por flores. Su atractivo superaba con mucho al de los cortinajes de seda sacudidos por la brisa primaveral. Su gracia resultaba prácticamente insuperable con sus finos rasgos de jade y su nacarada carne de hielo. Todas superaban en gracia y belleza a Hsi-Shr y a las doncellas de Chou. Sus altos peinados recordaban las colas de los fénix y la finísima línea de sus cejas traía a la mente la graciosa curva de las montañas lejanas. Su sensualidad se veía realzada por el sonido de los caramillos y las flautas, que no dejaban de tejer sentidísimas tonadas con cada uno de los cinco tonos existentes[2]. ¡Qué extraordinarias canciones, qué maravillosos bailes los que allí se contemplaban!

Adondequiera que se dirigiera la vista podían verse arreglos florales y el imponente resplandor de la seda. Pese a todo, el maestro no se sentía impresionado ante tan deslumbrante belleza.

—¡Qué monje más virtuoso! —exclamó para sí el Peregrino—. Se mueve entre la seda y el satén, pero sus ojos no se dejan seducir; camina por un mundo de riqueza y, sin embargo, su corazón no se siente tentado por el oro.

Escoltada por la reina y las concubinas, la princesa salió a la puerta del Palacio de la Urraca a darles la bienvenida, gritando:

—¡Viva el emperador! ¡Viva su majestad!

Sus voces hicieron perder al maestro la concentración de tal manera, que se puso a temblar de pies a cabeza. En ese mismo instante el Peregrino descubrió que encima de la cabeza de la princesa había un halo de maldad, aunque, en honor a la verdad, no parecía excesivamente repulsivo. Sin pérdida de tiempo se llegó hasta el oído del maestro y le susurró, muy quedo:

—Podéis estar tranquilo. La princesa no es una mujer.

—¿Cómo piensas desenmascararla? —preguntó el maestro, más animado.

—Dejándole ver mi cuerpo mágico —respondió el Peregrino—. En cuanto lo haga, caerá en mi poder.

—No lo hagas —le urgió el maestro—. Eso puede asustar hasta límites increíbles al rey. Lo mejor es que esperes a que se hayan retirado a sus aposentos.

El Peregrino, sin embargo, poseía un natural muy impulsivo y no le prestó ninguna atención. Lanzando un terrible rugido, recobró la forma que le era habitual y exclamó, al tiempo que agarraba con fuerza a la princesa:

—¡Maldita bestia! ¿Cómo te atreves a hacerte pasar por quien no eres? ¿No te parece demasiado el tiempo que llevas gozando en este palacio de favores que no te corresponden? ¿Por qué te has empeñado en arruinar el yang de mi maestro con el único propósito de satisfacer tu sucia lujuria?

El rey se quedó mudo de asombro y la reina y las concubinas se llevaron tal sobresalto, que inmediatamente se cayeron al suelo, como si fueran muñecos. Las dos filas de atractivas muchachas y doncellas se dispersaron, buscando cada cual refugio donde buenamente podía. Era como si una brisa primaveral hubiera cruzado un jardín o un bosque y todas las flores se hubieran sacudido al mismo tiempo; o como si un fuerte viento de otoño se hubiera cebado en las copas de los árboles y todas sus hojas se hubieran caído. Las peonías yacían tronchadas junto a las cercas, los hibiscos se agitaban como si quisieran desprenderse del suelo, los crisantemos se amontonaban por el suelo, las hortensias parecían quererse esconder en el polvo y las rosas, fragantes aún, se arrastraban por el fango, como si tuvieran vida propia. El viento primaveral había roto los tallos de los lotos y las nieves del invierno habían acabado con los tiernos capullos de los ciruelos. Por el este y el oeste del palacio corrían, alocados, torbellinos que sólo arrastraban pétalos de granados, mientras las ramitas de los sauces recorrían de norte a sur la mansión imperial a lomos del huracán. Era como si en tan solo una noche se hubiera levantado una terrible tormenta de lluvia y viento y todo el paisaje se hubiera visto teñido de un rojo color de sangre. Tan asustado como los demás, Tripitaka se abrazó al rey y empezó a gritar:

—¡No tengáis miedo, majestad! ¡Por lo que más queráis, no os asustéis! Todo esto es obra del mayor de mis discípulos, que se ha visto obligado a echar mano de sus portentosos poderes mágicos para distinguir lo auténtico de lo falso.

Al ver que las cosas se estaban volviendo en su contra, el monstruo se desembarazó de sus ropas, de sus brazaletes y de todas sus joyas y, lanzándose sobre el pequeño monasterio dedicado al espíritu protector del reino que había en el jardín, agarró una porra con la que trató de hacer frente al Peregrino. Seguro de la victoria, Wu-Kung la atacó con la barra de hierro. Los dos se elevaron hacia lo alto, lanzando gritos e improperios y dando comienzo a una batalla en la que cada cual utilizó los mejores recursos de que disponía. Aunque la barra de los extremos de oro gozaba de un renombre merecidamente ganado, la porra era un arma de la que no podía fiarse ningún contendiente. A aquel lugar habían llegado los monjes con el ánimo de continuar su viaje hacia el Reino del Espíritu, pero trató de impedírselo la monstruo con sus falsos atractivos. Sabiendo de antemano que había de pasar por allí el monje Tang, forjó un plan para unirse a él y hacerse con el tesoro de su esperma originario. Para ello hubo de secuestrar un año antes a la auténtica princesa, tomando forma humana y haciéndose pasar por el ser al que el rey más quería. Afortunadamente, el Gran Sabio se percató en seguida del aura de maldad que la envolvía y se enfrentó a ella, dispuesto, no a matarla, sino hacerle comprender la verdad. Pero la porra se batía con una fiereza tal, que de no tener enfrente la barra de hierro, hubiera terminado en un abrir y cerrar de ojos con su adversario. El continuo desplazamiento de los dos luchadores por los aires levantó tal cantidad de neblina y nubes, que no pasó mucho tiempo antes de que el sol se oscureciera. Todos los habitantes de la ciudad temblaban de espanto, mientras los funcionarios y los servidores imperiales buscaban refugio en el interior del palacio donde el maestro no dejaba de animar al rey, diciendo:

—Recobrad el ánimo y decid a la reina y a las demás concubinas que no se abandonen a la desesperación. Esa a la que teníais por hija no es más que una monstruo vulgar, que ha tomado la forma de la princesa. Os daréis cuenta de la diferencia, cuando mi discípulo la haya atrapado.

Algunas de las sirvientas más valientes del palacio recogieron las ropas y las joyas de la falsa princesa y, entregándoselas a la reina, dijeron:

—Todo esto lo llevaba encima vuestra hija. En un abrir y cerrar de ojos se ha desprendido de ello y ha empezado a luchar con ese monstruo, totalmente desnuda. Mucho nos tememos que sea realmente una monstruo.

Para entonces el rey, la reina y todas las concubinas habían empezado a recobrar la calma y, picados por la curiosidad, miraban con atención hacia lo alto, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, de la monstruo, que estuvo luchando contra el Gran Sabio durante más de medio día sin que ninguno de los dos adquiriera una ventaja apreciable. El Peregrino lanzó hacia lo alto la barra de hierro y gritó:

—¡Transfórmate!

Al instante se multiplicó, primero, por diez, para convertirse después en cientos y metamorfosearse, finalmente, en miles. Como si fueran serpientes o dragones brillantes, se volvieron contra la monstruo y empezaron a descargar golpes sobre ella con una saña propia de animales salvajes. Comprendiendo que tenía perdida la batalla, se transformó en una brisa, que se lanzó a una velocidad increíble hacia las regiones superiores. El Peregrino recitó entonces un conjuro y, tras recobrar la barra de hierro, saltó sobre una nube y salió en persecución de la monstruo. Al acercarse a la Puerta Oeste de los Cielos, vio el flamear de los estandartes y gritó:

—¡Cerrad el camino a esa bestia y no la dejéis escapar!

Sin pérdida de tiempo el devaraja Dhrtarastra y los Grandes Mariscales Pang, Liu, Kou y Pi cogieron sus armas y cortaron el camino a la monstruo, que se vio obligada a darse la vuelta y hacer frente, una vez más, al Peregrino con su porra. Antes de entrar en combate, el Gran Sabio se percató de que tan peculiar arma poseía un extremo muy fino y el otro llamativamente grueso, que recordaba uno de esos instrumentos que usan los campesinos en ciertas regiones para aventar la paja.

—¿Cómo te atreves a hacerme frente con un arma tan tosca como ésa? —bramó el Gran Sabio—. ¡Ríndete, si no quieres que te parta el cráneo en dos con mi barra!

—¡Así que no te produce ningún respeto la porra que blando!, ¿eh? —contestó la monstruo, rechinándole los dientes—. Pues escucha bien lo que voy a contarte sobre ella: aunque tiene la forma de una raíz, está hecha de jade y ha sido labrada y pulida a lo largo de muchos años de incalculable esfuerzo. Antes de que el mundo existiera y fuera puesto en orden el caos, formaba ya parte de mis posesiones. Por sus orígenes celestes no hay nada que pueda compararse con ella. Hasta su estructura externa guarda relación con los Cuatro Signos[3], los Tres Elementos Originales[4] y las Cinco Fases. Conmigo ha residido desde tiempo inmemorial en el Palacio del Sapo[5] y me ha acompañado en mis correrías por el espléndido Salón de Casia. Si decidí descender a la Tierra, haciéndome pasar por una muchacha del Reino de la India, fue guiada por mi amor a las flores. Gocé de la hospitalidad imperial, movida, no por mis ansias de despreocupaciones y lujo, sino por mi deseo de unirme con el monje Tang. ¿Por qué tuviste que echarlo a perder, abalanzándote sobre mí y obligándome a luchar contigo? Has de saber que la fama de mi arma supera con mucho a la de tu maravillosa barra de los extremos de oro. Con ella he segado en más de una ocasión las hierbas del Palacio del Frío Inmenso y soy capaz de enviar a quien sea a beber de las aguas del Arroyo Amarillo.

—¡Maldita bestia! —exclamó el Peregrino, soltando una carcajada de desprecio—. Si, como dices, has habitado en el Palacio del Sapo, deberías estar al tanto de mis andanzas. ¿Qué te ha movido a hacerme frente, exponiéndote a perder la vida en el intento? Si quieres seguir viviendo, manifiéstate tal cual eres y ríndete sin condiciones.

—Sé que eres el Caballerizo Celeste, que sumió en una confusión total los Cielos hace aproximadamente quinientos años —reconoció la monstruo—. Supongo que debería postrarme a tus pies y rendirte pleitesía, pero tienes que reconocer que estropear la boda de alguien es más digno de venganza que acabar con la vida de sus padres. ¡Nada me hará desistir de mi empeño! Por eso estoy dispuesta a acabar contigo, aunque hayas derrotado al mismísimo ejército celeste, Caballerizo.

No había nombre que más excitara al Gran Sabio. Al oírlo, se puso tan furioso, que levantó la barra de hierro y dejó caer sobre su rostro un golpe tremendo, que la monstruo desvió con inesperada destreza con su porra. De esta forma, dio comienzo un encuentro terrible delante mismo de la Puerta Oeste de los Cielos. No podía ser de otra forma, ya que tanto la barra de los extremos de oro como la porra de jade poseían el mismo origen celeste. Por si eso no bastara, uno de los combatientes había descendido a la Tierra con el ánimo de desposarse, mientras que el otro se había propuesto proteger en todo momento al monje Tang. Por su excesivo amor a las plantas, el rey echó en olvido sus obligaciones con el pueblo y terminó adoptando a una monstruo. Eso marcó el comienzo de una lucha cruel, a la que los dos bandos se lanzaron con un odio brutal.

Sus ataques y retrocesos estaban dirigidos por un ansia incontenible de victoria, como demostraban los insultos que intercambiaban con cada uno de los golpes. Incomparable era la fuerza desplegada por la porra, pero la de la barra de hierro no le iba a la zaga.

Los rayos de luz que producían al entrechocar iluminaban las puertas celestes, sembrando la Tierra de una neblina dorada.

Más de diez veces midieron sus armas el Peregrino y la bestia, pero ninguno de ellos obtuvo una ventaja apreciable. Finalmente, la monstruo sintió que le flaqueaban las fuerzas y empezó a perder terreno. El estilo de la barra era, francamente, impecable y comprendió que no iba a poder resistir por más tiempo. Así fue. Después de descargar un último golpe, sacudió ligeramente el cuerpo y, convirtiéndose en mil rayos de luz dorada, huyó desesperadamente hacia el sur. El Gran Sabio salió inmediatamente en su persecución. No tardaron en toparse con una enorme montaña, en la que se abría una caverna que sirvió de refugio a la monstruo. Temiendo que pudiera regresar en cualquier momento a la capital del reino a tratar de apoderarse del monje Tang, el Peregrino tomó buena nota tanto de la forma como de la situación de la montaña y regresó a toda prisa al lugar del que había partido. Cuando llegó a su destino, era aproximadamente la hora del mono. El rey se encontraba en tal estado, que no dejaba de repetir, agarrado nerviosamente al maestro:

—¡Por lo que más queráis, salvadme de esta maldición que ha caído sobre mí!

La reina y las concubinas parecían estar más tranquilas, pero, al ver descender al Gran Sabio de lo alto, se echaron a temblar más aún que el soberano.

—¡Ya estoy de vuelta, maestro! —exclamó el Peregrino, nada más poner el pie en el suelo.

—No te muevas de donde estás, si no quieres que el rey se lleve un susto de muerte —le urgió Tripitaka—. ¿Qué ha sido de la princesa?

—Como había supuesto —respondió el Peregrino desde la puerta del Palacio de la Urraca con las manos cruzadas respetuosamente sobre el pecho—, la muchacha no era más que una simple monstruo. Luché con ella durante casi medio día, pero, al comprender que no podía resistir mis golpes, se convirtió en una brisa y huyó hacia los Cielos. Cayendo en la cuenta de que estaba a punto de escaparse, grité a los soldados celestes que le cortaran el paso. Se volvió entonces, furiosa, contra mí, y medimos nuestras fuerzas durante más de diez asaltos. Cuando más desesperada parecía su situación, se metamorfoseó en un rayo de luz y se dirigió a una velocidad increíble hacia el sur. Traté de darle alcance, pero buscó refugio en una montaña altísima y decidí venir a protegeros, temiendo que pudiera regresar a haceros todo el mal de que es capaz.

—Si lo que acaba de relatar vuestro discípulo es verdad —preguntó el rey, agarrándose con más fuerza todavía al monje Tang—, ¿podéis decirme dónde se encuentra la auténtica princesa?

—En cuanto haya capturado a la falsa —respondió el Peregrino—, la auténtica regresará por sí sola a vuestro lado.

Al oírlo, tanto la reina como las concubinas respiraron aliviadas. A renglón seguido se echaron rostro en tierra y suplicaron:

—Tened la bondad de devolvernos a la princesa. Podéis estar seguro de que, si lo hacéis, seréis recompensado con generosidad.

—Éste no es lugar para hablar de esas cosas —respondió el Peregrino—. Que su majestad y mi maestro regresen a palacio, mientras la reina y las concubinas se encierran en sus respectivas habitaciones. Ba-Chie y el Bonzo Sha se encargarán de protegeros durante todo el tiempo que esté fuera tratando de atrapar a la monstruo. De esa forma, continuará respetándose la etiqueta y nos veremos libres de preocupaciones innecesarias. Es preciso obrar en todo momento con cordura y no malgastar energías inútiles.

El rey aceptó, complacido, su sugerencia y regresó al salón del trono cogido de la mano del monje Tang, al tiempo que la reina y las demás damas volvían a sus propias mansiones. Sin pérdida de tiempo el soberano ordenó preparar un espléndido banquete vegetariano y envió a buscar a Ba-Chie y al Bonzo Sha, que no tardaron en presentarse.

El Peregrino les dio cuenta de lo que había ocurrido y les encargó que cuidaran con dedicación del maestro. Cumplidas esas disposiciones, dio un salto tremendo y se elevó por los aires. Al verlo, todos los funcionarios se echaron rostro en tierra y empezaron a golpear el suelo con la frente, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Gran Sabio, que se dirigió a toda prisa a la montaña que se alzaba al sur del reino y empezó a buscar a la monstruo. Tras experimentar la hiel de la derrota a las puertas mismas de los cielos, la bestia se había refugiado en su agujero y lo había tapado cuidadosamente con piedras. Eso dificultó terriblemente la labor del Peregrino, que fue incapaz de detectar desde el aire el menor movimiento. Sintiendo que el tiempo se le iba de las manos, hizo un gesto mágico con los dedos y, después de recitar el correspondiente conjuro, hizo venir a su presencia al dios de la montaña y al espíritu protector de aquel lugar.

—¡Perdonadnos, gran señor, por no haber acudido antes a daros la bienvenida! —suplicaron las dos deidades, echándose, respetuosas, rostro en tierra—. Si hubiéramos sabido que ibais a honrarnos con vuestra dignísima presencia, habríamos salido a vuestro encuentro con todos los honores de los que sois merecedor.

—Está bien —concluyó el Peregrino con gesto adusto—. Por esta vez no os castigaré. ¿Cómo se llama esta montaña y cuántos monstruos habitan en ella? Si me dais una respuesta veraz, os perdonaré la vida; de lo contrario, ya sabéis lo que os aguarda.

—Este lugar, Gran Sabio —contestaron los dos dioses a coro—, se llama el Monte del Cepillo para el Pelo y dispone de tres madrigueras de liebre. Desde el principio del tiempo hasta el momento actual no ha habitado en él monstruo alguno, ya que se trata de una tierra sagrada. Si deseáis atrapar algún monstruo, lo mejor que podéis hacer es seguir de principio a fin el camino que conduce al Paraíso Occidental.

—Al llegar al Reino de la India —explicó el Peregrino—, descubrí que la hija del señor que rige sus destinos había sido secuestrada por una monstruo y abandonada en un lugar muy apartado de la capital. No contento con eso, tomó la forma de la muchacha y convenció al rey para que erigiera una artística torre, para lanzar desde ella una bolita cubierta de bordados y, así, seleccionar a su futuro marido. Dio la casualidad de que pasamos por allí el monje Tang y yo, y la bolita en cuestión fue a parar a las mangas de mi maestro. En realidad, no hubo nada extraño en ello, pues la monstruo estaba ansiosa por copular con él y hacerse así con su yang originario. Afortunadamente, logré desenmascararla antes de que se produjera la unión. Ella se despojó entonces de sus alhajas y sus joyas y luchó contra mí durante más de medio día, valiéndose de una porra muy peculiar. Al comprender que no tenía nada que hacer, se convirtió en una brisa y huyó hacia las puertas del cielo, donde volvimos a medir nuestras armas durante más de diez asaltos. De nuevo sintió la cercanía de la derrota y, convirtiéndose en un rayo de luz, buscó refugio en esta montaña. Me extraña, por tanto, que digáis que no habita en ella ningún monstruo. Si eso es así, ¿queréis indicarme dónde ha podido esconderse?

Los dos dioses tomaron al Peregrino de la mano y empezaron a registrar todas las madrigueras de liebre que había en la montaña. Empezaron por la base, pero allí sólo encontraron las de unos cuantos conejos, que huyeron despavoridos, al verlos. Cerca de la cumbre, no obstante, descubrieron una madriguera tan especial, que su entrada estaba tapada con dos pesadas lascas de piedra. Eso hizo decir inmediatamente al espíritu protector de aquel lugar:

—Aquí tiene que ser donde se ha escondido esa monstruo de la que habláis. Seguro que se ha encerrado ahí dentro para escapar de vuestras garras.

La monstruo había buscado, en efecto, cobijo en aquel agujero. Al ver que el Peregrino apartaba las piedras con la barra de hierro, dio un salto tremendo, cayendo sobre él con su porra. Afortunadamente, el Gran Sabio desvió el golpe, pero el ruido que produjeron las dos armas al entrechocar fue tan intenso, que el dios protector de aquel lugar se hizo a un lado y el de la montaña huyó despavorido.

—¿Quién os mandaría a vosotros traerle hasta aquí? —los regañó la monstruo, furiosa.

Con las fuerzas al límite trató de hacer frente a la barra de hierro pero no pudo resistir mucho tiempo y se elevó hacia lo alto en busca de un lugar en el que esconderse. El día estaba cayendo y, como el sol, su energía iba también en declive. Eso dio nuevos ánimos al Peregrino, que buscó el medio de asestarle el golpe definitivo. Cuando se hallaba a punto de conseguirlo, oyó una voz procedente del Noveno Cielo, que dijo, muy alterada:

—¡No lo hagas, Gran Sabio! ¡Por lo que más quieras, no descargues sobre esa miserable toda la fuerza de tu brazo!

El Peregrino se dio media vuelta y vio descender de lo alto, envueltos en una nube sonrosada, a la Estrella del Yin Supremo, a Chang-Er y a todas las demás diosas que habitan en la luna. Tan desconcertado quedó el Peregrino ante semejante visión, que bajó al punto la barra de hierro e, inclinándose respetuosamente ante los recién llegados, dijo:

—¿Hacia dónde os dirigís, Yin Supremo? Perdonadme por no haberme hecho a un lado y dejaros, así, expedito el camino.

—Esa monstruo a la que te has enfrentado tantas veces es la liebre de jade de mi Palacio del Frío Inmenso —explicó el Yin Supremo—. Ya sabes a cuál me refiero: a esa que me ayuda a machacar la droga inmortal de la escarcha misteriosa. Por su cuenta y riesgo, descorrió el pestillo de oro y abrió la cerradura de jade, ausentándose del palacio durante algo más de un año. Sin saber por qué, tuve la impresión de que se hallaba en un gran peligro y he salido, preocupado, a buscarla. Ahora veo que no andaba equivocado. ¡Por lo que más queráis, Gran Sabio, perdonadle la vida!

—¡De acuerdo! —concluyó el Peregrino—. ¿Cómo voy a osar oponerme a vuestros deseos? ¡Así que es esa condenada liebre de jade!, ¿eh? ¡No me extraña que maneje tan bien esa porra! De todas formas, es mi deber preguntaros, Yin Supremo, si estabais al tanto de que había secuestrado a la princesa del Reino de la India y de que se había hecho pasar por ella con el único propósito de estropear el yang original de mi maestro. Su conducta ha sido realmente reprochable y merece un castigo ejemplar. Si no se lo dais vos, se lo daré yo.

—Se nota que no estáis al tanto de lo ocurrido —comentó el Yin Supremo—, porque la princesa de la que habláis no es una muchacha ordinaria, sino la Dama Blanca[6] del Palacio del Sapo. Hace aproximadamente dieciocho años propinó un sopapo a la liebre de jade y se dejó arrastrar por los falsos atractivos de este Mundo de Sombras. Su espíritu encontró libre el seno de la reina y fue a nacer en el centro mismo del palacio imperial. Pero la liebre de jade no olvidó la afrenta que había recibido y huyó de mi palacio, como acabo de deciros, hace ahora un año para hacer sufrir un poco a la Dama Blanca. No debería haber tratado de desposarse con el monje Tang, porque ése es, en efecto, un crimen imperdonable. Afortunadamente, vos poseéis el suficiente discernimiento para poder distinguir lo auténtico de lo falso y no habéis permitido que se consumara la deshonra de vuestro maestro. Os suplico, pese a todo, que, por el peso de mis años, le perdonéis la vida para que pueda llevármela al palacio del que nunca debió haber salido.

—Sabéis que soy incapaz de oponerme a vuestros deseos —respondió el Peregrino, sonriendo—. Me temo, de todas formas, que, si os lleváis a la liebre de jade, el rey se negará a creerme y castigará a mi maestro. Espero, pues, que tanto vos como vuestras dignísimas hermanas tengáis la amabilidad de regresar conmigo al Reino de la India a ratificar con vuestra presencia todas y cada una de mis palabras. De esa forma, no sólo se reconocerá mi hazaña, sino que quedará explicada la suerte de la Dama Blanca y el rey determinará el castigo que haya de imponérsele.

—¡Maldita bestia! —regañó el Yin Supremo a la monstruo, después de haber dado su consentimiento al plan del Peregrino—. ¿Cuándo vas a decidirte a volver al buen camino?

Sin pérdida de tiempo, la libre de jade se dejó caer al suelo y se mostró tal cual era: un animal de dientes afilados, labios partidos, pelo ralo y orejas largas y puntiagudas. Pese a todo, su cuerpo poseía la finura del jade y era capaz de volar por encima de las montañas con sus patas extendidas. Su hocico, siempre húmedo, brillaba de tal manera, que parecía estar cubierto de maquillaje o de escarcha. Sus ojos, vivos como el mismo fuego, parecían dos bolas de nieve moteadas de rojo. Con el lomo estirado se movía entre los matorrales como si fuera una flecha o una brizna de seda arrastrada por el viento. Su pelaje poseía el tono grisáceo de la plata. Al amanecer, bebía el rocío que el cielo depositaba por la noche en el aire y había aprendido junto a los inmortales a machacar la inapreciable droga de la vida sin fin. Al ver la metamorfosis que había experimentado la falsa princesa, el Gran Sabio saltó encima de una nube y se dirigió al Reino de la India, seguido de la Estrella del Yin Supremo, de Chang-Er, de las otras diosas que habitaban en la luna y de la propia liebre de jade. Era aproximadamente la hora del crepúsculo, cuando llegaron a su destino, y la luna había empezado a desplazarse por el cielo. Desde muy lejos oyeron el batir de los tambores y los gritos de los encargados de contar las vigilias. Pese a todo, el rey y el monje Tang se hallaban reunidos todavía en el salón del trono, mientras Ba-Chie y el Bonzo Sha se hallaban sentados en los escalones de la corte, discutiendo con los funcionarios imperiales de los asuntos del gobierno. No tardaron en ver aproximarse desde el sur unas nubes tan luminosas, que parecía como si, de pronto, se hubiera vuelto a hacer de día.

Asombrados, miraron hacia lo alto y oyeron gritar al Gran Sabio con potente voz:

—¡Haced salir a vuestras esposas y concubinas, Señor de la India, para que sean también ellas testigos de este portento! Estos dioses que me acompañan son la Estrella del Yin Supremo, Chang-Er y las inmortales que habitan en la luna. Esa liebre de jade que contempláis a su lado no es otra que la falsa princesa que se hizo pasar por vuestra hija y que ahora ha recobrado la forma que le es habitual.

Inmediatamente el rey hizo llamar a la reina, a las concubinas y a las damas del palacio, que acudieron en tropel a su presencia, vestidas con sus mejores galas, y se arrodillaron, respetuosas, ante el cielo. Su majestad y el monje Tang las imitaron, postrándose de hinojos y expresando, de esta forma, su respeto. En todas las casas de la capital se encendieron varillas de incienso y se recitó, sin cesar, el nombre de Buda. Sólo Chu Ba-Chie se sintió arrastrado por la lujuria a la vista de tan extraordinario espectáculo y, sin poder contenerse, dio un salto y trató de agarrar la falda multicolor de Chang-Er, gritando:

—¿Por qué no nos divertimos tú y yo un rato? Al fin y al cabo, somos conocidos de toda la vida.

—¡Maldito Idiota! —le respondió el Peregrino, propinándole un par de bofetadas—. ¿Dónde te crees que estás, para dar rienda suelta a tus instintos?

—Sólo estoy tratando de remediar el aburrimiento que me consume —se defendió Ba-Chie—. ¿Quieres decirme qué hay de malo en ello?

Para evitar males mayores, el Yin Supremo ordenó a sus acompañantes que regresaran con él al Palacio de la Luna y las diosas y la liebre le siguieron, mientras el Peregrino y Ba-Chie se posaban suavemente sobre el suelo. El rey corrió, ansioso, hacia ellos y les preguntó:

—¿Se puede saber dónde se encuentra la auténtica princesa, ahora que la falsa ha sido desenmascarada, gracias a la fuerza de vuestro inmenso poder?

—Vuestra hija —respondió el Peregrino— tampoco posee un origen mortal. Se trata, de hecho, de la Dama Blanca, que tiene fijada su morada en el mismísimo Palacio de la Luna. Hace aproximadamente quince años cometió la imprudencia de abofetear a la liebre de jade y descendió a este Mundo de Sombras, atraída por sus seducciones. La liebre no la perdonó y, tras enterarse el pasado año que se había introducido en el seno de vuestra esposa, rompió el pestillo de oro y el candado de jade y bajó a vuestro reino con el fin de vengarse. Después de llevarla secuestrada a un lugar apartado, tomó su personalidad y os engañó a todos. Tan complicado proceso kármico me ha sido explicado no hace mucho por el mismo Yin Supremo en persona. Hoy hemos conseguido desenmascarar a la falsa princesa, pero os prometo que mañana encontraremos a la verdadera.

Incapaz de contener las lágrimas, el rey exclamó:

—¿Dónde iré a buscarte, hija mía, si desde el momento de mi coronación no he vuelto a salir jamás de esta ciudad?

—No os preocupéis por eso —trató de tranquilizarle el Peregrino—. Vuestra hija se encuentra en el Monasterio Dispensador del Oro y Benefactor de los Huérfanos y Necesitados, haciéndose pasar por loca. Opino que lo mejor será que nos retiremos a descansar. En cuanto haya amanecido, prometo que iré en su busca y os la traeré sana y salva.

—No os preocupéis más, señor —aconsejaron al soberano los funcionarios imperiales, echándose rostro en tierra—. Está claro que estos monjes son budas vivientes, capaces de volar por los aires y cabalgar a lomos de las nubes. No nos cabe la menor duda de que para ellos ni el pasado ni el futuro encierran el menor misterio y que mañana mismo darán por terminado todo este asunto. ¿A qué viene tanta prisa?

El rey se mostró de acuerdo con su punto de vista e invitó a los peregrinos a retirarse al Pabellón del Árbol que puso Coto a la Primavera para reponer las fuerzas y descansar un poco. Para entonces era ya la hora de la segunda vigilia. Ráfagas de viento agitaban los carillones dorados, mientras la luna multiplicaba su resplandor y se escuchaban los golpes metálicos de los encargados de marcar el paso del tiempo. La primavera parecía haberse disipado de pronto y los cuclillos lloraban su repentina desaparición. En la profundidad de la noche todos los caminos daban la impresión de estar cubiertos de pétalos. En el jardín imperial se alargaban las tristes sombras de los columpios abandonados a aquellas horas a su suerte. Por encima de ellos un torrente de rayos de plata se adentraba con fuerza en el mar de jade azulado de la noche. Los mercados y las calles se hallaban totalmente vacíos; nadie los visitaba a aquella hora en la que todo parecía vibrar con el lejano titilar de las estrellas. Los peregrinos se reponían de sus muchas fatigas, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos.

Sí lo haremos, sin embargo, del rey, que, a medida que iban pasando las horas, iba recobrando su antigua energía como consecuencia de la desaparición del aura de maldad que hasta entonces había envuelto su figura. Para desconcierto de todos los cortesanos, celebró la primera audiencia de aquel día un cuarto de hora antes de la quinta vigilia, ordenando que fueran a buscar inmediatamente al monje Tang y a sus tres discípulos, para tratar con ellos del asunto de hallar cuanto antes a la princesa. El maestro, el Gran Sabio y sus dos hermanos acudieron, presurosos, a su llamada, saludándole con el respeto que se esperaba de ellos.

—Ayer —dijo su majestad, después de devolverles los saludos— mencionasteis que estabais dispuestos a ir en busca de la princesa. ¿Sería mucho pediros que iniciarais ya su búsqueda?

—Dos días antes de que llegáramos a esta capital —explicó, entonces, el maestro— la caída de la noche nos sorprendió a las mismas puertas del Monasterio Dispensador del Oro y Benefactor de los Huérfanos y Necesitados. Los monjes nos recibieron con los brazos abiertos, ofreciéndonos en seguida el calor de su hospitalidad. Después de cenar, salimos a dar un paseo por lo que había sido el Parque de Jetavana y pudimos oír con toda claridad el lamento de una muchacha. Al preguntar por su origen, el monje que nos acompañaba, un anciano de más de cien años de edad, despidió a todos sus sirvientes y nos contó la siguiente historia: «El año pasado por estas mismas fechas me hallaba reflexionando sobre la relación existente entre la luna y nuestra naturaleza, cuando la brisa trajo hasta mis oídos el sonido inconfundible de un lamento. Me levanté en seguida del lecho y corrí hacia el antiguo Parque de Jetavana para ver lo que ocurría y me encontré con una muchacha, que me explicó que era la hija del rey de la India y que había sido llevada hasta allí por un viento huracanado, que la arrebató hacia lo alto, mientras contemplaba la belleza de las flores a la luz de la luna». Aquel monje, gran conocedor de la naturaleza humana, la encerró en un lugar apartado, haciendo creer a los demás que se trataba de un espíritu, con el fin de evitar que alguien pudiera abusar de ella. Ese juego no pasó desapercibido a la muchacha, que al instante empezó a mascullar estupideces y a no tomar más alimento que arroz y un poco de té. Pero si de día se hace pasar por loca, de noche no deja de añorar a sus padres y de lamentar su mala fortuna. Varias veces ha venido el anciano a la ciudad para tratar de esclarecer tan desconcertante asunto, pero siempre se ha encontrado con que la princesa vivía, feliz y contenta, en vuestro palacio. Al enterarse, no obstante, de que mi discípulo poseía ciertos poderes mágicos, nos pidió encarecidamente que hiciéramos cuantas averiguaciones nos fuera posible, con el fin de arrojar alguna luz sobre ese misterio. Lo que menos sospechábamos entonces era que la liebre de jade del Palacio del Sapo se hubiera convertido en una monstruo y hubiera tomado la forma de vuestra hija. Para entonces su interés estribaba en apoderarse de mi yang primigenio, pero, afortunadamente, mi discípulo la desenmascaró, valiéndose de sus profundos conocimientos mágicos. Ahora, que la liebre ha regresado a la luna con la Estrella del Yin Supremo, vuestra hija puede muy bien dejar de hacerse pasar por loca y abandonar para siempre el Monasterio Dispensador del Oro.

—¿A qué distancia de aquí se encuentra ese monasterio? —preguntó el rey.

—A unos ciento veinte kilómetros —contestó Tripitaka.

—En ese caso —concluyó su majestad—, que se encarguen de los asuntos de la corte mis esposas de los Palacios Oriental y Occidental y que el Gran Consejero asuma las responsabilidades de gobierno. Es mi deseo que la reina, los funcionarios imperiales de mayor rango y los cuatro budas vivientes me acompañen hasta ese monasterio y, juntos, traigamos a la princesa a este palacio, del que jamás debió salir.

No había acabado de decirlo, cuando las carrozas estaban ya dispuestas a las mismas puertas de la corte. Apenas se hubieron puesto en marcha, el Peregrino se elevó por los aires y con un ligero movimiento del cuerpo se presentó en el patio del monasterio. Los monjes se postraron en seguida de hinojos y le preguntaron, sorprendidos:

—¿Cómo es que regresáis por los aires, habiendo partido por tierra con el resto de vuestros hermanos?

—¿Dónde está el anciano que vive con vosotros? —preguntó, a su vez, el Peregrino, sonriendo—. Decidle que salga inmediatamente y que prepare unas cuantas mesas con incienso, pues están a punto de llegar el rey y la reina de la India con todos sus dignatarios y mi maestro.

A pesar de que los monjes no comprendían de qué podía estar hablando, hicieron salir al anciano, que se inclinó, respetuoso, ante el Peregrino y le preguntó:

—¿Habéis descubierto algo sobre la princesa?

El Peregrino contó, entonces, cómo la impostora había arrojado una bolita de bordados sobre la cabeza del monje Tang, cómo había tratado de desposarse con él, cómo había luchado repetidamente contra ella y cómo la Estrella del Yin Supremo le había suplicado que no le diera muerte, revelándole que era la liebre de jade de su palacio.

Emocionado, el anciano se echó rostro en tierra y empezó a golpear el suelo con la frente en señal de gratitud.

—¡Levantaos, por favor! —le urgió el Peregrino, ayudándole a incorporarse—. Es preciso preparar el recibimiento del rey y su séquito.

Muchos de los monjes se enteraron, entonces, de que en una de las habitaciones posteriores había encerrada una muchacha. Sin dar crédito a tantas revelaciones, dispusieron unas cuantas mesas con incienso a las puertas del monasterio, mientras los de más edad vestían sus magníficas túnicas y los jóvenes hacían sonar las campanas y los tambores. No tardó en aparecer el cortejo imperial. Al poner su majestad el pie en los dominios de aquel templo tan apartado, el cielo se llenó de una neblina aromática de buenos auspicios. Parecía como si un arco iris sin tiempo hubiera limpiado los océanos y los mares o como si la primavera de prosperidad se hubiera posado para siempre en los dominios de aquel rey tan virtuoso. El cortejo superaba en belleza al espléndido paisaje por el que avanzaba, llenando el ambiente de un penetrante olor a flores. Debido a las precauciones tomadas por un monje anciano, el monasterio se ve ahora honrado por la presencia de un gobernante sabio. Nada más poner en él su pie, los bonzos salieron en filas a darle la bienvenida, para postrarse a renglón seguido sobre el polvo.

—¿Cómo habéis llegado tan pronto? —preguntó el rey, admirado, al ver al Peregrino.

—Muy fácilmente —respondió el Peregrino, sonriendo—. Me ha bastado con un simple movimiento del cuerpo. ¿Y, vos, cómo habéis empleado casi medio día en cubrir una distancia tan corta?

Antes de que contestara, llegaron el monje Tang y los demás. Con el maestro a la cabeza se dirigieron a la parte de atrás del monasterio, donde encontraron a la princesa babeando y diciendo insensateces. El anciano señaló la puerta tras la que se hallaba encerrada y, postrándose de hinojos, dijo:

—Ahí está la dama que llegó el año pasado a lomos del viento.

El rey mandó derribar la puerta y al punto le arrancaron la cerradura y el cerrojo. En cuanto vieron a la loca, el monarca y su esposa reconocieron en ella a la princesa y, sin importarles para nada la suciedad en la que yacía, corrieron a abrazarla, gritando, emocionados:

—¡Pobre hija nuestra! ¿Qué amarga suerte te ha conducido a un estado tan lamentable?

No existe, en verdad, nada comparable con el reencuentro de un hijo con sus padres. Los tres se abrazaban como si hubieran perdido el juicio y, a juzgar por los gritos que lanzaban, no se sabía si lloraban o reían. Después de repetirse, una y otra vez, lo mucho que se habían echado de menos, el rey ordenó traer agua de rosas, para que la princesa pudiera lavarse y cambiarse de ropas. En cuanto hubo recobrado su aspecto original, montó en la carroza con sus regios progenitores y regresaron todos a la ciudad. Antes de hacerlo, sin embargo, el Peregrino se inclinó con respeto ante el rey y le dijo:

—Existe otro asunto, del que quisiera hablar con vos.

—¿De qué se trata? —preguntó el rey, complaciente—. Sabed que podéis contar con mi ayuda para lo que deseéis.

—Se nos ha informado —explicó el Peregrino— que en una de vuestras montañas, en concreto en la conocida por el nombre de los Ciempiés, un grupo de estos insectos se ha convertido en espíritus y ha empezado a atacar a los caminantes durante la noche. Eso ha hecho que tanto los viajeros como los comerciantes pierdan un tiempo realmente precioso, al cruzar vuestros muy dignos territorios. Puesto que los gallos y ese tipo de sabandijas son enemigos irreconciliables, me gustaría escoger a los mil pollos más robustos de vuestros corrales y dejarlos sueltos por estos contornos, para que acaben, de una vez por todas, con esas criaturas tan venenosas. Cuando hayan concluido su tarea, no estaría de más que cambiarais de nombre a esa montaña y que construyerais una nueva ala en este monasterio, en prueba de gratitud por haber cuidado a la princesa durante todo este tiempo.

El rey aceptó, complacido, ambas sugerencias y ordenó a varios funcionarios que se fueran por delante a la ciudad y escogieran los gallos más sanos y fuertes. El nombre de la montaña fue cambiado por el de Flor Preciosa. Por su parte, el departamento encargado de las construcciones imperiales se puso en seguida manos a la obra para agrandar de un modo considerable aquel templo, que empezó a ser conocido como Real Monasterio Dispensador del Oro y Benefactor de los Huérfanos y Necesitados de la Montaña de la Flor Preciosa. Su guardián recibió el título de Defensor de la Patria y se le asignó un salario de treinta y seis piedras preciosas. Agradecidos, los monjes acompañaron al cortejo imperial hasta la misma corte, donde la princesa saludó, emocionada, a todos los suyos. Para celebrar su regreso, se ofrecieron espléndidos banquetes, en los que tanto el rey como sus súbditos rivalizaron en alegría y regocijo. Al día siguiente su majestad ordenó pintar los retratos de los cuatro peregrinos y los hizo colgar en el Salón de la Paz Eterna entre los Chinos y los Bárbaros. La princesa, maquillada y elegantemente vestida, fue personalmente a dar las gracias al monje Tang y a sus discípulos por haberle devuelto la libertad.

El maestro quiso ponerse inmediatamente en camino, pero, como era de esperarse, el rey se opuso a dejarle partir. Las celebraciones se prolongaron durante cinco o seis días, en los que el Idiota no hizo otra cosa que hartarse. Su majestad terminó comprendiendo, finalmente, que los peregrinos se morían de ganas por presentar sus respetos a Buda y no se atrevió a demorar por más tiempo su marcha. En prueba de su profundo agradecimiento quiso regalarles doscientos lingotes de plata y oro, junto con un cofre lleno de auténticos tesoros, pero ellos no aceptaron ni una sola moneda de cobre.

Vivamente admirado, hizo venir su carroza y pidió al maestro que se sentara a su lado, mientras todos los cortesanos se aprestaban a acompañarle durante un largo trecho del camino. La reina, la princesa, las concubinas y las restantes damas del palacio se echaron rostro en tierra y golpearon repetidamente el suelo con la frente en señal de profundo agradecimiento. Cuando estaban a punto de abandonar la ciudad, se presentaron los monjes del monasterio, decididos a no dejarlos partir. Comprendiendo que la situación podía tornarse un tanto complicada, el Peregrino no tuvo más remedio que hacer un signo mágico con los dedos y soplar hacia el sudoeste una bocanada de aliento mágico. Al momento se levantó un viento huracanado que dispersó a todos los presentes. Sólo entonces pudieron los caminantes proseguir su viaje. Purificados por las aguas de la gracia, regresaron a la causa primera[7] y, abandonando el mar de las pasiones, sumieron su espíritu en la auténtica nada.

No sabemos, de momento, cómo era el camino que aún les quedaba por recorrer. El que quiera averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.