CAPÍTULO XXXII
Decíamos que, una vez reintegrado al grupo el Peregrino Sun, el monje Tang y sus discípulos continuaron el camino hacia el Oeste, tan unidos en cuerpo y espíritu como si se tratara de un solo ser. Tras haber liberado a la princesa del Elefante Sagrado y recibir todos los honores de su agradecido padre, caminaron sin parar durante días enteros, alimentándose cuando el hambre y la sed los atacaban, viajando de día y descansando cuando el sol se ponía. No tardó en llegar la temporada de la Triple Primavera, una temporada en la que la brisa sacude las verdosas hojas de los sauces con la suavidad de la seda y todo parece estar cargado de poesía. El aire se llena de los trinos de los pájaros y la dulzura de las flores, cuyos capullos se abren sin cesar. Es un tiempo para gozar del esplendor de la primavera, cuando las golondrinas acuden a los árboles hai-tang[1], como si fueran cortesanos convocados por el emperador. Las calles de la ciudad imperial se llenan de un polvo rojizo[2], se oye por doquier el sonido de flautas y otros instrumentos de cuerda, los viandantes visten sus mejores galas de seda, y las callejuelas se ven inundadas de juegos y de gentes que no paran de brindar.
Mientras discípulos y maestro caminaban con lentitud, gozando de la serena belleza del paisaje, se toparon con una montaña altísima, que hizo exclamar al monje Tang:
—¡Extremad cuanto podáis la precaución! O mucho me equivoco o en esa enorme mole que tenemos ante nosotros se esconde una gran cantidad de lobos y tigres, dispuestos a no dejarnos seguir adelante.
—Maestro —replicó el Peregrino—, quien ha renunciado a la familia no debe hablar como quien aún goza de ella. ¿Acaso habéis olvidado ya las palabras del Sutra del Corazón que os entregó el Monje del Nido del Cuervo? «Los obstáculos no tienen ninguna entidad, de ahí que el temor y el terror carezcan totalmente de sentido. Quien así obra no conoce las sendas del error». Cuanto debéis hacer para lograr tan alto fin es limpiar de toda broza vuestra mente y lavar con cuidado el polvo que se ha ido acumulando en vuestros oídos. Nunca seréis un hombre entre los hombres, si no llegáis a probar el más insoportable de los dolores. No debéis preocuparos, maestro, porque, teniéndome a vuestro lado, todo os saldrá bien, aunque desaparezca el mundo y los cielos se derrumben. ¿A qué viene, pues, ese temor a los tigres y lobos?
—Tras mi partida de Chang-An, siguiendo el deseo imperial —contestó el maestro, tirando de las riendas del caballo—, mi único propósito ha sido contemplar la imagen de oro de Buda que se alza en la sagrada pagoda de Sari y gozar de la serenidad de sus cejas de jade blanco[3]. Con tal fin, no he dudado en vadear incontables ríos y escalar montañas que jamás había hollado el pie humano. Las neblinas han penetrado al interior de mis huesos y las olas me han cubierto, al romper, con su espuma. ¿Cuándo podré descansar de tanta fatiga?
—Si lo que deseáis es descansar, no hay cosa más fácil de conseguir —replicó el Peregrino, soltando la carcajada—. Cuando hayáis conseguido la perfección, dejarán de existir para vos las Doce Causas[4] y reinará por doquier la nada. Entonces afluirá hacia vos el descanso como la cosa más natural del mundo.
Al oír tan reconfortantes palabras, el monje Tang no pudo por menos de dejar de lado la inquietud que le embargaba y espoleó su caballo. De esa forma, comenzaron la ascensión de la montaña, que era, en verdad, abrupta y encerraba mil y un peligros. Su cumbre era altísima y tenía una desazonadora forma puntiaguda, que contrastaba abiertamente con la profundidad de una oscura garganta labrada durante siglos por un serpenteante torrente. Sus aguas levantaban montañas de espuma, que se perdían inútilmente en la altura. Por encima de los acantilados podía verse los tigres moviendo tranquilamente la cola, y, un poco más arriba, la hoja de piedras del pico atravesar el verdor de los cielos. El cañón que se abría a sus pies, por el contrario se mostraba tan profundo y oscuro como el mismo empíreo. Ascender por montaña tan peculiar era como hacerlo por una escalera, y, descender por ella, como adentrarse poco a poco en una fosa. Se trataba de una elevación tan abrupta que hasta el buscador de hierbas medicinales encontraba difícil caminar por ella y el leñador se mostraba incapaz de avanzar un solo centímetro con facilidad. Las cabras montesas, los caballos salvajes, las liebres y los toros de montaña se veían precisados a moverse en manadas por los empinados riscos. La altura de aquella mole era tal que a veces obnubilaba el sol y las estrellas. ¿Qué había de raro que en ella moraran lobos blancos y criaturas extrañas? El caballo de Tripitaka se movía con manifiesta dificultad por aquella maraña de arbustos y rocas. Sus esfuerzos eran tales que uno se preguntaba cómo se las arreglaría para llevar a su dueño al Templo del Trueno y presentar allí sus respetos a Buda.
Mientras el maestro luchaba por mantenerse a lomos de su cabalgadura, levantó la vista y vio a un leñador unos cuantos pasos más adelante. Llevaba un sombrero viejo de fieltro azul para la lluvia y una túnica de monje de lana negra. Semejante vestimenta no dejaba de ser totalmente inapropiada, ya que difícilmente podía guarecerse contra la humedad y el sol con un sombrero y una túnica de esa especie. ¿Dónde se había visto, por otra parte, que un monje usara una prenda tan extraña? Parecía más una burla que una señal de respeto. Llevaba en las manos un hacha de acero bruñida con singular esmero y en el cinto lucía un machete de cortar ramas. No resultaba difícil colegir, por su estilo de vida, que no le abrumaban las cuitas y sí, en cambio, gozaba de la bendición de las Tres Estrellas[5]. Aquél era hombre que había aceptado su suerte y al que no le importaban la gloria o los fracasos de este mundo.
El leñador estaba cortando troncos junto al camino, cuando, al ver acercarse al monje Tang, dejó el hacha a un lado y corrió decidido hacia él, sin dejar de gritar a grandes voces:
—Deteneos un momento, maestro que os dirigís al Oeste, porque tengo algo importante que deciros. Existe en esta montaña una banda de monstruos sin entrañas que se dedican a devorar a cuantos viajeros osan pasar por aquí camino del Poniente.
Al oír eso, Tripitaka sintió que le abandonaban las fuerzas y el espíritu se le salía del cuerpo. Estaba tan alterado que apenas podía mantenerse sobre el lomo del caballo. Se volvió inmediatamente hacia sus y les preguntó:
—¿Habéis oído lo que acaba de decir el leñador sobre esos monstruos que nos aguardan un poco más adelante? ¿Quién se atreve a indagar más pormenores?
—Tranquilizaos, maestro —le aconsejó el Peregrino—. Yo mismo me llegaré hasta ese hombre y le pediré más detalles sobre tan descorazonador anuncio.
Se adelantó a sus hermanos y, dirigiéndose al leñador como «hermano mayor», dobló las manos y le saludó con inesperado respeto. El leñador le devolvió el saludo, diciendo:
—¿Se puede saber qué propósito os ha traído hasta aquí?
—A decir verdad —contestó el Peregrino—, hemos recibido del Señor de las Tierras del Este el encargo de hacernos con las escrituras del Paraíso Occidental. Aquel que veis a lomos de un caballo es mi maestro. Se trata de una persona bastante timorata y, al oíros hablar de demonios y monstruos, se ha puesto a temblar y me ha pedido que os pregunte más detalles sobre ello. ¿Cuántos años llevan viviendo aquí esas bestias, por ejemplo? ¿Se trata de auténticos profesionales o de simples aprendices? Es preciso que lo sepa con exactitud, para poder solicitar del espíritu local y del dios de la montaña que los aleje de aquí cubiertos de cadenas.
El leñador levantó los ojos al cielo y, tras soltar una sonora carcajada, exclamó:
—¡Se ve que estás loco de remate!
—Yo no estoy loco —protestó el Peregrino— y lo que acabo de decirte es la pura verdad. Deberíais haberos percatado de que soy una persona honrada.
—No te adules tanto, por favor —se burló el leñador—. Si fueras tan honrado como pretendes, no hablarías de alejar a nadie de aquí cubierto de cadenas.
—¿Estás relacionado con esos monstruos? —indagó el Peregrino.
—¿Qué te hace pensar semejante cosa? —replicó el leñador.
—La forma como ponderas sus poderes y el modo como nos has echado el alto —contestó el Peregrino—. Si no eres pariente de estas bestias, por fuerza debes de ser vecino o amigo suyo.
—¡Estás completamente loco! —repitió el leñador, arreciando en sus carcajadas—. No sabes ni lo que dices. Yo soy un hombre que siempre procura hacer el bien. Por eso, he hecho todo lo posible para haceros llegar el mensaje que ya sabéis. Es preciso que obréis siempre con prudencia y toméis todas las precauciones que podáis. Por lo que se ve, tú has malinterpretado mis intenciones y, en vez de agradecérmelo echas en cara mi modo de actuar. En fin, supongamos que conozco el origen de esos monstruos. ¿Quieres explicarme qué vas a hacer para apartarlos de tu camino? Me gustaría saber cuáles son tus planes.
—Si son monstruos celestes —contestó el Peregrino—, les ordenaré que vayan a ver al Emperador de Jade. Si, por el contrario, su origen es terrestre, les haré ir al Palacio de la Tierra. De esta forma, los del Oeste volverán junto a Buda, los del Este regresarán al lado de los sabios, los del Norte retornarán al de Chen-Wu[6], y los del Sur correrán al encuentro del Dios del Fuego[7]. Si son espíritus de dragones serán enviados sin demora ante los Señores de los Océanos, y, si se trata de ogros, deberán comparecer ante el mismísimo Rey Yama. Cada clase de monstruo posee su propio lugar y puedo aseguraros que estoy familiarizado con todos ellos. Lo único que tengo que hacer es promulgar una orden y todos partirán inmediatamente hacia su destino, aunque sea de noche y no se vea nada.
Lejos de apaciguar la risa del leñador, esas palabras la avivaron aún más.
—¡No me cabe la menor duda! —exclamó, una vez más, el leñador—. ¡Estás totalmente loco! Lo más seguro es que hayas visitado algunos lugares sagrados y hayas aprendido un poco de magia y algún que otro conjuro con agua. No lo pongo en duda. Es más, admito que seas capaz de dominar monstruos y expulsar espíritus. Pero te advierto que en toda tu vida te has encontrado con bestias tan crueles como ésas de las que te he hablado.
—¿Qué te hace insistir tanto en su crueldad? —inquirió el Peregrino.
—Esta cordillera —respondió el leñador— posee una longitud que supera con mucho los seis mil kilómetros y es conocida por doquier por el nombre de la Montaña Altísima. En ella se abre una caverna llamada de la Flor de Loto, donde habitan dos monstruos, auténticos maestros en el arte del engaño, que se han empeñado en devorar al monje Tang. Si venís de una región que no tenga nada que ver con ese imperio, no tenéis nada que temer. Pero, como estéis asociados de alguna manera con la palabra «Tang», tened por seguro que de aquí no pasaréis.
—Nuestro viaje se inició precisamente en la corte de los Tang —confesó el Peregrino.
—Es a vosotros a los que están esperando para matar su hambre —afirmó el leñador.
—¡No me digas! —exclamó el Peregrino, burlón—. ¿Quieres explicarme cómo piensan devorarme?
—¿Por qué preguntas eso? —replicó el leñador.
—Porque, si piensan empezar a comernos por la cabeza —contestó el Peregrino—, la cosa no es tan seria como si deciden hacerlo primero por los pies.
—¿Qué diferencia existe en eso? —preguntó el leñador, sorprendido—. Se empiece por donde se empiece, el resultado es siempre el mismo.
—Se ve que no tienes mucha experiencia en eso —comentó el Peregrino—. Si nos comen empezando por la cabeza, después del primer mordisco no sentiremos dolor alguno, aunque a continuación nos frían, nos asen o nos cuezan a fuego lento. Si, por el contrario, comienzan por los pies, pasan acto seguido a las piernas y, de ahí, a las pantorrillas y a la pelvis, mastica que te mastica y roe que te roe; es muy posible que, cuando lleguen a la cintura, todavía no hayamos muerto. ¿Te imaginas el sufrimiento que eso puede producir? Como ves, la diferencia es grande.
—No te preocupes por eso —respondió el leñador—. Esas bestias no van a tomarse tantas molestias. Mirándolo bien, no son tan refinadas como parecen. Lo que harán será atarte a un poste y ponerte al fuego. Cuando estés bien churruscadito, te comerán entero y asunto concluido.
—¡Eso es mejor de lo que me esperaba! —exclamó el Peregrino, aliviado—. ¡Mucho mejor! No nos dolerá nada. La pena será que estaremos un poco tiesecitos y duros.
—No seas tan caradura, por favor —le aconsejó el leñador—. Esos monstruos tienen en su poder cinco tesoros que poseen un gran caudal de poderes mágicos. Aunque seas el pilar de jade que sostiene los Cielos o el puente de oro que une las dos orillas del océano, esas bestias te harán perder el equilibrio, cuando trates de pasar al monje Tang sano y salvo por sus dominios.
—¿Quieres decirme cuántas veces me marearé? —inquirió el Peregrino.
—Tres o cuatro —contestó el leñador.
—¡Bah, eso no es nada! —exclamó, una vez más, el Peregrino—. ¿Qué son tres o cuatro veces para quien se marea al cabo del año setecientas u ochocientas veces? Un pequeño vahído y ¡ya está! ¡Atrás quedó el peligro para siempre!
El Gran Sabio no sentía, en verdad, miedo alguno. Estaba tan ansioso por servir de guía al monje Tang que dejó al leñador y, de dos grandes zancadas, se llegó hasta donde estaba parado el caballo y dijo al maestro:
—No se trata de nada serio. Sólo un par de monstruos sin ninguna importancia. Lo que ocurre es que la gente de por aquí es bastante miedosa y se asusta por cualquier cosa. Además, me tenéis a vuestro lado. Así que lo mejor es que prosigamos nuestro camino.
A Tripitaka no le quedó más remedio que seguir adelante. Pero, al pasar junto al leñador, éste se desvaneció de pronto y el maestro preguntó, sobresaltado:
—¿Cómo es posible que la persona encargada de traernos ese mensaje tan desalentador haya desaparecido tan de repente?
—¡Qué mala suerte la nuestra! —se quejó Ba-Chie—. ¡Hasta a plena luz del día nos topamos ya con los espíritus!
—¿Cómo puedes decir tantas tonterías? —le regañó el Peregrino—. Lo más seguro es que ese hombre se haya escurrido al interior del bosque en busca de madera. Voy a echar un vistazo.
El Gran Sabio abrió cuanto pudo sus ojos de fuego y sus pupilas de diamante, pero, aunque escudriñó la montaña con sumo cuidado, no pudo hallar ni rastro del leñador.
Sorprendido, levantó después la cabeza y vio al Centinela del Día sentado sobre una franja de nubes. Montó a toda prisa en una y salió en su persecución, sin dejar de gritar:
—¡Maldito espíritu!
Cuando llegó a su altura, le reconvino, diciendo:
—Si tenías algo que advertirnos, ¿por qué no lo hiciste con toda claridad? ¿A qué viene eso de disfrazarte y tomarnos descaradamente el pelo?
El Centinela estaba tan asustado que sólo acertó a inclinar respetuosamente la cabeza y a responder:
—Perdonad, Gran Sabio, mi tardanza en transmitiros el mensaje, pero esos monstruos poseen extraordinarios poderes mágicos y son capaces de transformarse en lo que les venga en gana. Ahora os corresponde a vos valeros de vuestra portentosa inteligencia para proteger a vuestro maestro de la forma que estiméis más oportuna. Os advierto que, si no obráis con presteza, no podréis pasar de aquí y jamás alcanzaréis el Paraíso Occidental.
El Peregrino dejó al Centinela proseguir su camino, aunque tomó buena cuenta de su advertencia. Al regresar, sin embargo, a la montaña y ver al maestro, a Ba-Chie y al Bonzo Sha avanzar entre las rocas con no poca dificultad, se dijo:
—Si les cuento cuanto acaba de relatarme el Centinela, con toda seguridad se echarán a llorar. ¡Posee el maestro un espíritu tan débil! Por otra parte, si no le digo la verdad, puede seguir adelante sin tomar ningún tipo de precauciones. Como muy bien afirma el proverbio, «al adentrarse en un pantano, nadie puede asegurar si es profundo o no». Si el maestro cae en poder de esos monstruos, tendré que emplearme a fondo y gastar yo qué sé la de energía. Creo que lo mejor será enviar a Ba-Chie por delante a ver cómo se desenvuelven esos monstruos. Si sale vencedor del trance, toda la gloria será suya. Pero, si fracasa y cae en poder de esas bestias, ya dispondré después de tiempo para ponerle en libertad. Su desgracia me brindará la ocasión de mostrar mis poderes y eso aumentará aún más mi fama.
Mientras calibraba la viabilidad de estos planes, interrogando a la inteligencia con la mente, volvió a decirse:
—De todas formas, Ba-Chie es tan vago que a buen seguro se negará a hacer de avanzadilla. Eso sin contar con que el maestro le protege de una forma increíble. Tendré que servirme, pues, de la astucia para convencerle.
¡A cuántos engaños hubo de recurrir el Gran Sabio! Se frotó los ojos durante un buen rato y, de esta forma, logró que las lágrimas fluyeran copiosas por sus mejillas, mientras se dirigía con paso inseguro a donde se encontraba su maestro. Al verle tan abatido, Ba-Chie exclamó en seguida:
—Deja la pértiga en el suelo, Bonzo Sha, y pon ahí el equipaje. Creo que ha llegado la hora de dividirlo.
—¿Se puede saber por qué lo vamos a dividir? —preguntó, sorprendido, el Bonzo Sha.
—¡Haz, de una vez, lo que te digo! —gritó Ba-Chie—. Cuando tengas la parte que te corresponda, vuelve al Río de Arena y conviértete en monstruo. Por mi parte, pienso regresar al pueblo de Gao a ver qué tal sigue mi esposa. Venderemos el caballo y con lo que saquemos compraremos un ataúd para el maestro. Ha llegado la hora de dispersarnos. No tiene ningún sentido sacrificarnos por llegar al Paraíso Occidental.
—Maldito esclavo! —bramó Tripitaka sobre el caballo—. Aún no hemos concluido el viaje. ¿Se puede saber a qué viene tanta tontería?
—Sólo los niños las dicen —replicó Ba-Chie—. ¿No veis al Peregrino Sun que viene hacia aquí llorando como una doncella? Como bien sabéis, es un luchador experimentado, que no tiene miedo ni al hacha ni al fuego y que es capaz de adentrarse tanto en el Cielo como en la Tierra. Sin embargo, se le ve decaído y sin ánimo alguno. Una actitud así sólo se explica por lo infranqueable de esta montaña y lo peligroso de los monstruos que la habitan. ¿Cómo queréis que sigamos adelante nosotros, que somos mucho menos fuertes que él?
—¡Te repito que dejes de decir tonterías! —insistió el maestro—. En realidad, no sabemos lo que le pasa. Vamos a preguntárselo, antes de tomar cualquier decisión.
Cuando comprendió que el Peregrino estaba lo suficientemente cerca para poder oírle, levantó la voz diciendo:
—Si hay algo que te desazona, no estaría de más que lo compartieras con nosotros. ¿Se puede saber por qué te muestras tan abatido? No querrás asustarnos con esa cara tan lúgubre que traes, ¿verdad?
—Acabo de descubrir que el mensajero que nos ha anunciado todas esas desgracias era nada más y nada menos que el Centinela del Día. Me ha confirmado que los monstruos que nos esperan más adelante son tan crueles que no dejan pasar a nadie por sus dominios. Éstos, por otra parte, son tan abruptos que hasta la fecha no ha podido trasponerlos ningún ser humano. Creo que tampoco nosotros seremos capaces de hacerlo, así que lo mejor es que lo dejemos para otra ocasión.
Al oír eso, el maestro se puso tan nervioso que agarró, desesperado la túnica de piel de tigre del Peregrino y le dijo:
—Llevamos cubierta ya más de la mitad del viaje. ¿Cómo puedes hablar ahora de esa forma tan descorazonadora?
—Me debo totalmente a vuestra causa —afirmó el Peregrino—, pero me temo que esos monstruos son mucho más fuertes que nosotros y no podremos hacerles frente sin ayuda. Como muy bien reza el dicho, «aunque el hierro esté ya en el interior del horno, nunca se sabe los tornillos que se pueden sacar de él».
—En eso tienes razón —admitió el maestro—. Es muy difícil para una sola persona salir airosa de este trance, pues, como suelen afirmar los libros de tácticas militares, «unos pocos no pueden derrotar a un ejército completo». Pero aquí somos cuatro. Debes contar también con Ba-Chie y el Bonzo Sha. Te doy permiso para que dispongas de ellos como mejor te plazca. Me figuro que te servirán de mucha ayuda protegiéndote los flancos. En fin, tú sabes mucho más que yo de esas cosas. Lo que importa es que todos colaboremos y podamos llegar sin mayores tropiezos a la otra parte de esta montaña. ¿No habremos dado, así, un paso más para conseguir nuestros propósitos?
Toda la comedia del Peregrino estaba encaminada a arrancar del maestro precisamente esas palabras. Satisfecho de su triunfo, se limpió las lágrimas y dijo:
—Si deseáis, en verdad, cruzar esta montaña, es preciso que Chu Ba-Chie acepte llevar a cabo dos misiones que tengo pensadas para él. Sólo entonces dispondremos de un tercio de posibilidades de salir airosos de nuestro empeño. Si, por el contrario, no se aviene a ayudarme, podéis olvidaros de todo el asunto.
—¡No, no! —protestó Ba-Chie, sacudiendo la cabeza—. Es mejor que cada cual nos vayamos por donde hemos venido. No comprendo por qué ahora quieres liarme.
—No seas tan impulsivo, por favor —le aconsejó el maestro—. Enterémonos primero de qué es lo que quiere Wu-Kung que hagas.
—Está bien —replicó el Idiota, volviéndose hacia el Peregrino—. ¿Cuáles son esas dos misiones de las que hablabas?
—La primera —respondió el Peregrino—, que cuides del maestro, y la segunda, que vayas a patrullar la montaña.
—No me parecen muy compatibles —opinó Ba-Chie—. Cuidar del maestro implica quedarme aquí sentado, mientras que salir de patrulla exige que me aleje de su lado. No querrás que me siente unos minutos y camine otros pocos, ¿verdad? Es imposible que haga las dos cosas a un tiempo. ¿No lo comprendes?
—Claro que sí —reconoció el Peregrino—. Sin embargo, nadie ha pedido eso, sino que elijas una de las dos.
—Eso es fácil de decidir —comentó Ba-Chie, sonriendo—. De todas formas, antes necesito saber qué tengo que hacer para proteger el maestro o para salir por ahí a recorrer la montaña. Quien no conoce de antemano sus obligaciones no puede afirmar que vaya a ser capaz de llevarlas a buen término.
—Cuidar del maestro —explicó el Peregrino— implica permanecer a su lado cuando quiera hacer sus necesidades, acompañarle cuando desee moverse por ahí, e ir a mendigar algo de comida vegetariana cuando sienta hambre. Pero recuerda bien esto: si no te muestras diligente con él, recibirás una buena paliza, lo mismo que si su tez pierde algo de color o si sus fuerzas flaquean un poco.
—¡Pero eso es extremadamente difícil! ¡Dificilísimo! —protestó Ba-Chie, alarmado—. No separarme de él en ningún momento no implica dificultades mayores. Aunque tuviera que llevarle a cuestas de aquí para allá, no me costaría gran cosa. Pero, si me envía a mendigar comida y me encuentro con alguien incapaz de reconocer en mí a un monje en busca de escrituras sagradas, mi vida puede correr un grave peligro. No en balde soy un puerco sano y de una corpulencia llamativa. ¿Quién no va a intentar darme caza con horcas y estacas, al verme tan rollizo y bien criado? Lo más seguro es que, después de darme muerte, me lleven a sus casas y me dejen secar, para que pueda servirles de alimento durante un año completo. ¿No supone eso meterme yo mismo en la boca del lobo?
—En ese caso —concluyó el Peregrino—, deberás salir de patrulla.
—¿Y eso qué conlleva? —inquirió Ba-Chie.
—Adentrarte en la montaña y tratar de descubrir cuántos monstruos se esconden en ella —respondió el Peregrino—. De esa forma, podremos hacer planes para atravesarla sin problemas.
—Eso para mí no es nada —reconoció, aliviado, Ba-Chie—. Ahora mimo voy a salir de patrulla —y, agarrando su túnica y el tridente, se dirigió, decidido, hacia el interior de la montaña.
Al verle partir con aire tan despreocupado, el Peregrino no pudo evitar una sonrisa socarrona. Eso le valió una regañina del maestro, que exclamó, ofendido:
—¡Maldito mono sin entrañas! Ves a tu hermano marchar directamente hacia la muerte y, encima, te burlas de él. ¿Cuándo vais a dejar de envidiaros? Es vergonzoso haberte servido de esas artes para obligarle a salir en lo que tú has llamado de patrulla. ¿Por qué tienes que ser tan astuto y valerte de la palabrería y el engaño? Pero, lejos de contentarte con eso, te burlas y te ríes de él. ¿Cómo puedes ser así?
—Yo no me burlo de nadie —se defendió el Peregrino—. Mi risa obedece, en realidad, a otros motivos. Aunque Ba-Chie acabe de marcharse, os aseguro que ni patrullará esta montaña ni se enfrentará a monstruo alguno. Lo que hará será esconderse en algún lugar seguro y después volverá a contarnos alguna historia absurda que él mismo se haya inventado.
—¿Cómo puedes afirmar semejante cosa? —le reconvino, una vez más, el maestro.
—Algo me dice que es eso lo que hará —contestó el Peregrino—. Si no me creéis, podéis ir tras él y comprobarlo por vos mismo. De todas formas, es mejor que lo haga yo. Si por casualidad se topa con algún monstruo, puedo ayudarle y comprobar, al mismo tiempo, si es auténtico o no su compromiso de servir fielmente a Buda.
—Me parece una idea excelente —dijo el maestro, más tranquilo—. Pero, por favor, procura no burlarte más de él.
El Peregrino prometió que así lo haría y se lanzó corriendo montaña arriba. Sacudió después ligeramente el cuerpo y se transformó en una pequeña avispa. Sus alas se movían sin esfuerzo alguno en el seno del viento, contrastando su fuerza con la delicadeza de su cintura, tan delgada como un alfiler. La velocidad de sus movimientos era tal que se desplazaba por entre los juncos y plantas con la celeridad de un cometa.
Sus ojos poseían un delicado brillo, que se conjugaba a la perfección con el casi imperceptible zumbido de su vuelo. A pesar de ser uno de los insectos más pequeños que existen, posee la inteligencia de otros mayores que él. Cuando se detiene a descansar en los parajes más recónditos del bosque apenas nadie se percata de su nerviosa presencia.
El Peregrino batió con fuerza las alas y no tardó en ponerse a la altura de Ba-Chie. Se posó después en su cuello y de ahí pasó a unas cerdas muy duras que tenía justamente en la terminación de las orejas. El Idiota ni siquiera se percató de que alguien había aterrizado en su cuerpo. Tras caminar durante siete u ocho kilómetros, dejó caer su pesado tridente, se volvió de improviso hacia donde se encontraba el monje Tang y, sin dejar de agitar cómicamente los pies y las manos, empezó a maldecir su suerte, diciendo:
—¡Qué bien se lo están pasando el loco de mi maestro, el desaprensivo «pi-ma-wen» y el mariquita del Bonzo Sha, mientras yo me veo obligado a hollar los caminos sin parar! Todos esperamos alcanzar la perfección y acumular méritos, consiguiendo las escrituras sagradas, pero soy sólo yo el que tiene que sacrificarse, saliendo a patrullar estas montañas. Si, en verdad, hay por aquí cerca unos monstruos terribles lo que teníamos que hacer era tratar de pasar totalmente desapercibidos. Pero no, ¡no es suficiente eso para ellos! Sin pedir mi opinión, me obligan a ir en busca de esas bestias. ¡Arreglados andan conmigo, porque ahora mismo voy a tumbarme a echar una siesta! Cuando me despierte, iré a contarles lo primero que se me ocurra y asunto concluido.
Todo parecía conjurarse para facilitar los planes del Idiota. A dos pasos de donde se encontraba, en un recodo de la montaña, abrió un manto de hierba rojiza y hacia allá se dirigió, arrastró el tridente. Inmediatamente se dejó caer en el suelo y exclamó, estirándose voluptuosamente:
—¡Qué comodidad! ¡Ni siquiera un «pi-ma-wen» puede gozar de placeres tan exquisitos como éste!
El Peregrino, que continuaba agarrado a una de sus cerdas de detrás de la oreja, no pudo contenerse al oír semejantes desatinos y voló hacia lo alto, dispuesto a estropearle sus planes. Volvió a sacudir ligeramente el cuerpo y al instante se convirtió en un pequeño pájaro carpintero. La dureza de su pico no tenía en nada que envidiar a la del acero, cosa que contrastaba con el brillo y la delicadeza de su plumaje. Sus uñas, por el contrario, eran tan afiladas como clavos de acero. De ellas se servía para agarrarse con fuerza a los troncos de los que se alimentaba, aunque, a decir verdad, le gustaban más los que habían sido ya carcomidos por los insectos y los que crecían, solitarios y viejos, en algún lugar apartado. Eran inconfundibles sus ojos redondos, su cola en forma de abanico, su manera de posarse en las ramas y el ruido monótono de su constante picoteo.
El pájaro en el que se convirtió el Peregrino no era ni demasiado grande ni demasiado pequeño, no pesando, de hecho, más de unas cuantas onzas. Con su pico rojo, duro como el bronce, y sus garras negruzcas, resistentes como el hierro, se dejó caer desde lo alto sobre el desprevenido Ba-Chie. El Idiota estaba ya roncando con la cabeza hacia arriba y recibió en el morro un picotazo tan terrible que se puso inmediatamente de pie, sin dejar de gritar como un loco:
—¡Un monstruo! ¡Acaba de alcanzarme un monstruo con su lanza! ¡Santo cielo, cómo me duele el morro!
Se lo frotó con una mano y descubrió que estaba sangrando. Eso le hizo quejarse de su suerte, diciendo:
—¡Qué mala pata! ¡Siempre me ocurre lo mismo! ¿Es que nunca va a quererme sonreír la fortuna?
Pero, pese a la sangre que teñía aparatosamente sus manos, nada se movía a su alrededor. Todo parecía estar tan tranquilo como antes.
—¡Qué raro! —volvió a exclamar—. No se ve a ningún monstruo. Si no ha sido una bestia, ¿quién ha podido darme un lanzazo en la boca?
En ese momento levantó la cabeza hacia arriba y descubrió a un pequeño pájaro carpintero revoloteando por encima de los árboles Rechinándole los dientes de rabia, gritó, enfurecido:
—¡Maldita bestezuela! ¡Como si no fueran suficientes los malos tratos del «pi-ma-wen» para que, encima, vengas tú a incordiarme! ¡Ahora me lo explico! Lo más seguro es que ese pájaro haya pensado que no soy humano, confundiendo mi morro con un tronco carcomido y lleno de gusanos. No me cabe duda de que está buscando insectos y por eso me ha dado ese picotazo. Será mejor, por tanto, que esconda cuando antes la jeta en el pecho —y de nuevo se dejó caer en el suelo para seguir durmiendo.
Pero el Peregrino volvió a lanzarse contra él desde lo alto, propinándole un tremendo picotazo en la misma base de la oreja. El Idiota dio un salto y exclamó, una vez más, furioso:
—¡Bestia maldita! ¡Se ve que la ha tomado conmigo! Debe de tener el nido por aquí cerca y se ha debido de creer que he venido a robarle los huevos o los polluelos. Eso explica su manía de atacarme. Está bien, está bien. Me marcho. Ya encontraré en otro sitio un lugar para dormir más tranquilo.
Cogió el tridente y, tras abandonar la placidez del prado de hierba roja, salió de nuevo al camino. El Peregrino, por su parte, se partía de risa, diciéndose, divertido:
—¡Qué tonto! ¡Ni con los ojos abiertos de par en par ha sido capaz de reconocerme!
Volvió a sacudir otra vez el cuerpo y se convirtió en un pequeño saltamontes, que se agarró con fuerza a las impresionantes cerdas que el Idiota tenía detrás de la oreja. Tras adentrarse en la montaña cuatro o cinco kilómetros, Ba-Chie llegó a un valle en el que se levantaban tres espigones cuadrados de roca verde, del tamaño de una mesa normal.
El Idiota dejó a un lado el tridente y se inclinó respetuosamente ante las piedras. El Peregrino no pudo evitar soltar la carcajada, diciéndose:
—¡Realmente está como una regadera! ¡Ni que estas rocas fueran hombres y pudieran hablar y devolver el saludo! ¿A qué viene, entonces de inclinarse ante ellas? ¡No tiene sentido mostrarles tanto respeto!
Pero el Idiota estaba haciendo como si aquellos bloques de piedras en realidad, fueran el monje Tang, el Bonzo Sha y el Peregrino. Se trataba de hecho, de una especie de ensayo de lo que pensaba decirles a su vuelta.
—Cuando vuelva junto al maestro —afirmó—, les diré que hay infinidad de monstruos. Si me preguntan qué clase de montaña es ésta, les responderé que ha sido moldeada con arcilla, a la que después se le ha añadido barro, se la ha envuelto en estaño y cobre y, finalmente, se le ha pintado con un pincel, no sin antes cubrirle los agujeros con papel y espolvorearle un poco de harina. Si responden que eso son tonterías, les diré que es una montaña extremadamente abrupta. Seguro que entonces me preguntarán de qué tipo es la caverna en la que habitan los monstruos y yo les contestaré que muy bien protegida por rocas prácticamente inaccesibles. Querrán saber a continuación de qué clase son sus puertas y yo les responderé que de láminas de acero reforzadas con clavos muy anchos. Eso reavivará su imaginación y les llevará a inquirir sobre la profundidad de la cueva, a lo que yo contestaré que consta de tres porciones bien definidas. Si insisten en que les diga más detalles, tales como cuántos clavos hay en cada uno los batientes de la puerta, me limitaré a aclararles que estaba demasiado nervioso para fijarme en detalles de tan poca importancia. Bueno, ahora que lo tengo ya todo preparado, creo que ha llegado el momento de volver a engañar a ese engreído «pi-ma-wen».
Satisfecho de su plan, el Idiota agarró el tridente y volvió lentamente sobre sus pasos.
Desgraciadamente, desconocía que el Peregrino lo había oído todo, escondido detrás de su oreja. Al ver que sus predicciones estaban a punto de cumplirse, Wu-Kung desplegó sus alas y se dejó llevar por el viento hasta donde estaba su maestro. Allí volvió a tomar la forma que le era habitual y saludó a sus dos hermanos.
—Así que ya has vuelto —comentó el maestro—. ¿Cómo es que no viene Wu-Neng contigo?
—Estará aquí dentro de muy poco —contestó el Peregrino, luchando por ahogar la risa—. Se ha retrasado un poco inventando algunas mentiras.
—Una persona como él, que tiene los ojos cubiertos totalmente por las orejas, por fuerza tiene que ser un estúpido —dijo el maestro—. ¿Se puede saber de qué mentiras se trata? Espero que no sea ninguno de tus planes para ponerle en ridículo ante mí.
—¿Por qué siempre tratáis de esconder todos sus defectos? —se quejó el Peregrino—. Yo no me he inventado lo que os he dicho, sino que lo he oído directamente de sus labios —y le relató con todo detalle cómo el Idiota se había tumbado en la hierba a echar una siesta cómo se lo había impedido el inoportuno ataque del pájaro carpintero, cómo se había inclinado ante las rocas del valle y había labrado aquella absurda historia de los monstruos de la montaña y de la caverna de puertas de acero en la que habitaban.
No había acabado de decirlo, cuando vieron a lo lejos acercarse al Idiota. Venía con la cabeza inclinada, repasando una y otra vez lo que tenía pensado decir, pues temía olvidar algún detalle de lo que él mismo se había inventado.
—¿Se puede saber qué es eso que vas murmurando? —le gritó el Peregrino, burlón.
Ba-Chie levantó en seguida las orejas y respondió, mirando a su alrededor:
—Nada, que es siempre un placer encontrarnos de nuevo con quienes constituyen nuestro hogar.
Acto seguido, se echó a los pies del maestro, que le levantó del suelo, diciendo:
—No seas tan educado. Me figuro que debes de estar muy cansado.
—Así es —reconoció Ba-Chie al punto—. No hay cosa más agotadora que subir y bajar montañas.
—¿Has averiguado si hay algún monstruo? —preguntó el maestro.
—Sí, sí —contestó Ba-Chie a toda prisa—. Hay una auténtica legión de ellos.
—¿Y qué tal te han tratado? —volvió a inquirir el maestro.
—Muy bien —mintió Ba-Chie—. Me tomaron por antepasado suyo llamándome respetuosamente Abuelo Cerdo. Me prepararon, incluso un poco de comida vegetariana y una sopa a base de tallarines, comprometiéndose a servirnos de escolta mientras atravesáramos esta montaña.
—¿Eso lo oíste cuando dormías tumbado sobre la hierba? —preguntó burlón, el Peregrino.
El Idiota se quedó tan sorprendido ante esa pregunta que perdió lo menos dos centímetros de su altura habitual.
—¿Cómo te has enterado de que he estado durmiendo? —balbuceó enfadado.
El Peregrino se llegó hasta él y, agarrándole de la ropa, exclamó:
—¡Ven aquí, que quiero preguntarte algo!
Eso alarmó aún más al Idiota, que replicó, temblando de pies a cabeza:
—Puedes preguntarme lo que quieras, pero no tienes ninguna necesidad de agarrarme de esta forma.
—¿Qué clase de montaña es ésta? —le preguntó el Peregrino sin ninguna consideración.
—Muy abrupta —contestó Ba-Chie.
—¿Y qué me dices de la caverna de los monstruos? —inquirió el Peregrino.
—Protegida con rocas prácticamente inaccesibles —respondió Ba-Chie, más sereno.
—¿Qué tipo de puertas posee? —insistió el Peregrino.
—De hierro guarnecido con clavos muy anchos —volvió a contestar Ba-Chie.
—¿Cuál es la profundidad de esa caverna? —continuó el Peregrino su interrogatorio.
—Mucha —aclaró el Idiota—. Posee, de hecho, tres porciones.
—No necesito preguntarte más —concluyó el Peregrino.
—La última porción la recuerdo con bastante claridad —dijo Ba-Chie, recuperado del todo.
—¡No sigas mintiendo, por favor! —le echó en cara el Peregrino—. Todo esto te lo he preguntado, para que viera el maestro que no estaba mintiendo. Ahora puedo proseguir tu informe, sin que tú digas una sola palabra.
—¡No comprendo cómo puedes ser tan engreído! —exclamó Ba-Chie a su vez—. ¿Cómo vas a terminar tú mi informe, si ni siquiera fuiste conmigo?
—¿Cuántos clavos había en las puertas? —preguntó de pronto el Peregrino, soltando la carcajada—. Bueno, digamos que estabas demasiado nervioso para recordarlo ahora con toda claridad. ¿No es así?
El Idiota estaba tan asustado que al punto se dejó caer sobre el suelo. El Peregrino continuó su ataque, diciendo:
—¿Te parece bonito inclinarte ante un grupo de rocas y hablarles con todo respeto, como si fuéramos nosotros tres? ¡Di! ¿Te parece justo? Además, ¿por qué tuviste que decir «ahora que ya tengo mi historia puedo volver a engañar a ese engreído de “pi-ma-wen”»? ¿Quieres explicarme qué forma de hablar es ésa?
—Por lo que has dicho —concluyó el Idiota, golpeando sin parar el suelo con la frente—, deduzco que no te apartaste de mí ni un segundo, cuando salí a patrullar la montaña.
—¡Vago asqueroso! —le regañó, fuera de sí, el Peregrino—. Éste es un lugar muy especial. Si no lo fuera, no te hubiéramos enviado a patrullarlo, pero tú, en vez de hacerlo, te echaste a dormir tranquilamente una siesta. Si el pájaro carpintero no se hubiera cebado en tu morro, seguro que a estas horas todavía estarías roncando. Sin embargo, no te conformaste con eso, sino que, encima, te inventaste esa patraña que acabas de contarnos. ¿No te das cuenta de que has estado a punto de arruinar una empresa tan importante como la nuestra? Súbete la túnica, que voy a darte como recuerdo cinco azotes en las piernas.
—¡Pero tu barra es demasiado dura! —exclamó, horrorizado, Ba-Chie—. Con apenas tocarla, la piel se desgarra y los tendones se quiebran, como si fueran viejos hilos de seda. Cinco golpes me supondrán con toda seguridad la muerte.
—¿Por qué mientes, si tienes tanto miedo al castigo? —le recriminó el Peregrino.
—Te prometo que no volveré a hacerlo nunca más —dijo Ba-Chie con voz llorosa.
—Está bien —concedió el Peregrino—. Por esta vez te daré tres golpes.
—¿Es que no lo comprendes? —gritó Ba-Chie, desesperado—. ¡Ni siquiera medio golpe seré capaz de soportar!
Comprendiendo que no tenía escapatoria, el Idiota agarró al maestro y le suplicó:
—¡Por lo que más queráis, interceded en mi favor!
—Cuando Wu-Kung me contó que habías urdido esa patraña —contestó el maestro—, me negué de plano a creerle. Pero ahora que se ha descubierto la verdad, mereces que se te aplique un castigo ejemplar. De todas formas, estamos tratando de cruzar esta montaña y precisamos de toda la ayuda que podamos obtener. Así que, Wu-Kung —añadió, dirigiéndose al Peregrino—, es aconsejable que de momento le perdones. Cuando hayamos atravesado estos parajes, haz con él lo que mejor te parezca. ¿De acuerdo?
—Los antiguos opinaban —contestó el Peregrino— que «obedecer a los propios padres es una expresión de piedad filial». Si el maestro quiere que no te azote, no lo haré de momento. Pero debes partir de nuevo a patrullar la montaña y ten presente que, si vuelves a echarte una siesta o a complicar las cosas, no rebajaré ni uno solo de los golpes que pienso darte.
Al Idiota no le quedó, pues, más remedio que ponerse de pie y hollar, una vez más, el camino. Esta vez, mientras caminaba, tenía la sensación de que el Peregrino seguía cada uno de sus pasos, convertido en algo que él mismo desconocía. Cuando se topaba con algo nuevo, en seguida pensaba que se trataba de Wu-Kung. De esta forma, recorrió siete u ocho kilómetros, hasta encontrarse con un tigre tremendo, que corría pendiente arriba. Sin perder la compostura, levantó el tridente y preguntó con cierto fastidio:
—¿Por qué has tenido que seguirme para escuchar mis mentirillas? ¿Acaso no he prometido cumplir esta vez con mis obligaciones?
Un poco más adelante un golpe de viento derribó un árbol ya seco, que fue rodando hacia donde él estaba. A punto de perder la paciencia el Idiota se golpeó en el pecho, diciendo:
—¿Por qué has hecho eso? ¿No dije que no iba a engañarte más? ¿Por qué has tenido que convertirte en un árbol y asustarme de la forma como lo has hecho?
Continuó caminando y a los pocos pasos vio en el aire una picaza con el cuello blanco que graznaba con insistencia y volvió a exclamar:
—¿No te da vergüenza? Te dije que no iba a mentirte más. ¿Por qué te has convertido en una picaza vieja? Es incomprensible tu afán de escuchar a escondidas cuanto digo.
Pero esta vez el Peregrino no le siguió. Todo era producto de su imaginación y sus sospechas, por lo que, de momento, no hablaremos más de él. Sí lo haremos, sin embargo, de la montaña que estaba a punto de explorar. Era conocida por el nombre de Altísima y en ella se hallaba enclavada la Caverna de la Flor de Loto, que servía de morada a dos monstruos: uno era conocido como el Gran Rey del Cuerno de Oro y el otro, el Gran Rey del Cuerno de Plata. Aquel día estaban sentados tranquilamente en la cueva, cuando Cuerno de Oro dijo de improviso a Cuerno de Plata:
—¿Cuánto tiempo hace que no salimos a patrullar la montaña?
—Por lo menos, medio mes —contestó Cuerno de Plata.
—En ese caso —concluyó Cuerno de Oro—, prepárate para hacerlo hoy.
—¿Por qué precisamente hoy? —protestó Cuerno de Plata.
—Últimamente he oído comentar —explicó Cuerno de Oro— que el Emperador de los Tang, cuyo imperio abarca las Tierras del Este, ha enviado a su hermano, el monje Tang, al Oeste en busca de las escrituras sagradas de Buda. Según tengo entendido, le acompañan otros tres monjes, que responden a los nombres de Peregrino Sun, Chu Ba-Chie y el Bonzo Sha. Si contamos al caballo, hacen un total de cinco personas. Sería fantástico que anduvieran por aquí cerca y pudieras capturarlos para mí.
—Si lo que deseas es comer carne humana, puedes cazar en otra parte a los hombres que quieras —le aconsejó Cuerno de Plata—. ¿Para qué molestar a esos pobres monjes? Déjales seguir tranquilamente su camino.
—Se ve que no estás al tanto de la importancia de esos viajeros —comentó Cuerno de Oro—. Al abandonar las Regiones Superiores, oí decir que el monje Tang es, en realidad, la reencarnación de la Cigarra de Oro, un hombre que se ha dedicado a la práctica de la ascesis durante más de diez existencias y que jamás ha malgastado un solo gramo de yang. Por tanto, si alguien logra probar un solo trocito de su carne, verá alargada ostensiblemente su edad.
—Si lo que dices es verdad —preguntó Cuerno de Plata, más interesado en la empresa—, ¿qué necesidad tenemos de practicar ejercicios, luchar por conciliar al dragón y al tigre, y esforzarnos por conseguir la unión de los principios masculinos y femeninos? Nos bastar con devorar a ese monje. Ahora mismo voy a capturarle.
—No seas tan impulsivo —le aconsejó Cuerno de Oro—. En asuntos como éste lo principal es no precipitarse. Si sales por esa puerta y echas mano del primer monje que encuentres, habrás violado la ley a lo tonto. Por cierto, aún recuerdo cómo es ese monje Tang. Mandaré hacer unos cuantos retratos suyos y de sus discípulos, y, así, no tendrás ningún problema a la hora de identificarlos. Cuando veas a algún bonzo, comparas su faz con la de las pinturas y, si se le parece, le traes en seguida para acá.
No tardaron en estar listas las pinturas, a las que Cuerno de Oro añadió debajo su correspondiente nombre. Cuerno de Plata las guardó con cuidado en el bolsillo y abandonó la cueva, seguido de no menos de treinta diablillos.
La mala fortuna de Ba-Chie quiso que no tardara en toparse con ellos. Cuando más descuidado estaba, se vio rodeado por un grupo de demonios, que le preguntaron con energía:
—¿Quién eres? Detente y dinos tu nombre.
Sorprendido, el Idiota levantó la cabeza y echó en seguida las orejas para atrás. Al ver que se trataba de demonios, se puso a temblar de miedo y se dijo, muy alterado:
—Si les respondo que soy un monje que va en busca de escrituras, seguro que se apoderarán de mí en un abrir y cerrar de ojos. Así que lo mejor será que les diga que no soy más que un vulgar caminante.
Los demonios escucharon sin ninguna sorpresa su respuesta y volaron a informar a su señor, diciendo:
—Se trata de un simple caminante, señor.
Pero junto a los que no pudieron reconocer a Ba-Chie, había otros que encontraron su rostro muy familiar y, señalándole con insistencia, afirmaron, muy exaltados:
—Ese monje se parece muchísimo al retrato de Chu Ba-Chie. ¿No os parece, señor?
El viejo demonio ordenó que colgaran la pintura para poder examinarla con mayor atención. En cuanto Ba-Chie la vio, se dijo, muy alterado:
—Ahora me explico por qué últimamente me encuentro como sin fuerzas. ¡Estas bestias han encerrado mi espíritu dentro de ese retrato!
Mientras los demonios sostenían la pintura colgada de sus lanzas, Cuerno de Plata la estudió con detenimiento, murmurando para sí:
—Ese que va montado en un caballo blanco es el monje Tang, y ese otro que tiene la cara toda llena de pelos, el Peregrino Sun.
—¿Veis como yo no estoy ahí? —exclamó, un tanto aliviado, Ba-Chie—. Si me dejáis partir, os regalaré tres cabezas de cerdo y más de veinticuatro jarros del mejor vino que podáis imaginar.
El Idiota continuó prometiendo lo primero que se le venía a la cabeza, pero el monstruo no le prestó la menor atención.
—Ese otro —prosiguió, como si no hubiera sido interrumpido—, a juzgar por su pelo extremadamente largo, es el Bonzo Sha, y aquel de más allá no puede ser otro que Chu Ba-Chie. Su hocico y sus orejas son francamente inconfundibles.
Al oír eso, el Idiota agachó cuanto pudo el morro, tratando inútilmente de esconderlo en el pecho.
—¿Por qué escondes la boca de esa forma? —le interrogó el monstruo. Estírala un poco, para que podamos verla bien.
—No puedo —mintió Ba-Chie—. Se trata de un defecto de nacimiento. Espero que lo comprendáis, gran señor.
Impertérrito, el demonio ordenó a sus subalternos que cogieran unos ganchos y se lo sacaran a la fuerza. Ba-Chie sacó el morro a toda prisa y dijo a manera de excusa:
—Toda mi familia tiene una jeta como ésta. Si tanto os gusta mirarla, no tenéis más que decírmelo. ¿A qué viene usar garfios? ¡Aquí está a vuestra disposición, gran señor!
Al darse cuenta de que se trataba de Ba-Chie, el monstruo sacó su espada mágica y lanzó contra él un tajo terrible, que afortunadamente el Idiota esquivó, al tiempo que decía:
—¡No seas tan impulsivo, muchacho, y presta atención a mi tridente!
—A mí los hombres que se hacen monjes a mediana edad no me meten ningún miedo —se burló el monstruo, soltando la carcajada.
—¡Vaya con el muchacho! —exclamó Ba-Chie en el mismo tono—. Se ve que tiene un poquito de inteligencia. ¿Quién te ha dicho que yo me he hecho monje ya de mayorcito?
—Si sabes usar ese tridente —contestó el monstruo con desprecio—, es porque lo robaste, después de arar con él incontables jardines y campos.
—Estás muy equivocado, muchacho —replicó Ba-Chie—, porque esta maravilla jamás ha labrado la tierra. Mírala bien y te convencerás. Sus puntas tienen forma de garras de dragón y son de un oro purísimo. Pero si bella es su hechura, su efectividad en el combate no va a la zaga, porque es capaz de levantar un viento gélido y lanzar proyectiles de llamas luminosas. A mil monstruos ha vencido en su deambular hacia el Oeste, siempre al servicio del intrépido monje Tang. Cuando se la sostiene en las manos, emite una neblina que oscurece la luna y el sol. Si se la levanta por encima de la cabeza, la oscuridad que genera es tan densa que roba todo brillo a la estrella polar. Es capaz de derribar el Monte Tai, sumiendo en pánico a todos los monstruos que lo habitan, y de dar la vuelta a los océanos, haciendo que los dragones tiemblen de miedo. No dudo de que tú poseas poderes muy especiales, pero te aseguro que este tridente abrirá nueve heridas horrorosas en tu asqueroso cuerpo.
A pesar de la vehemencia de esas palabras, el monstruo no retrocedió. Al contrario, blandió su espada de siete estrellas y se lanzó contra Ba-Chie. La montaña fue testigo de su cruel encuentro. Más de veinte veces midieron sus armas, sin que se destacara un claro vencedor. Ba-Chie hizo gala de una creciente fiereza y de un desprecio total por su propia vida, que sumieron a su oponente en un progresivo temor. No podían dejar de impresionarle la forma como movía sus enormes orejas, ni la corriente de saliva que fluía de su boca, ni los gritos que sin cesar daba. El monstruo optó, pues, por abandonar el campo, encargando a los demonios que continuaran la batalla. Si se hubieran enfrentado a Ba-Chie uno a uno, habrían salido derrotados de su intento, pero eran demasiados para un solo contendiente. Así lo entendió el Idiota, que se dio la vuelta y trató de huir a toda prisa. El terreno era, sin embargo, muy accidentado y tropezó con cuantas vides y zarzas se topó en su camino. Eso aumentó aún más su ansiedad, hasta que, finalmente, uno de los demonios logró agarrarle de las piernas, haciéndole caer de cabeza en el suelo, como si fuera un perro tratando de comer mierda. Los otros demonios cayeron sobre él como un enjambre, agarrándole de las piernas y tirándole sin ningún respeto del rabo, las orejas y los pelos. De esta forma, cargaron con él y le llevaron a la caverna. ¡Qué suerte tan aciaga la del Idiota! Cuando los demonios se apoderan de un cuerpo, no hay quien pueda derrotarlos. Nadie es capaz ya de expulsarlos de él, aunque rara es la vez que no lo suman en más de diez mil enfermedades.
No sabemos qué peligros corrió la vida de Ba-Chie. Quien quiera descubrirlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se brindan en el próximo capítulo.