CAPÍTULO XXIV
Los tres monjes no tardaron en encontrar al Idiota atado a un árbol. Ba-Chie no dejaba de chillar, como si fuera presa de un dolor insoportable. El Peregrino se acercó a él y exclamó, soltando la carcajada:
—¡Mi querido yerno, con lo tarde que es y todavía no has vuelto a comunicar a tu maestro la nueva de tu matrimonio! ¿Cómo es, además, que no has dado las gracias a tus antepasados? Cuesta trabajo creer que estés aquí divirtiéndote, ajeno a las ceremonias y ritos. ¿Dónde se han metido tu suegra y tu esposa? ¡Es inconcebible encontrar al novio atado y apaleado!
El Idiota se sentía tan avergonzado que apretó con fuerza los dientes para no dejar escapar ningún lamento más. El Bonzo Sha, por su parte, no pudo resistir verle de aquella manera y, dejando el equipaje en el suelo, corrió a desatarle. En cuanto se hubo sentido libre, el Idiota se echó rostro en tierra y comenzó a golpear frenéticamente el suelo con la frente. La vergüenza le corroía el alma. Sobre él tenemos un poema «tsu» que se acompaña con la música del «Sin-Chiang-Yüe» y que dice:
La pasión carnal es un arma peligrosa. Quien vive por entero dedicado a ella termina presa de su acero. Todas las doncellas, a pesar de lo tierno de su edad, son más peligrosas que un yaksa.
Más adelante se afirma:
Sólo disponemos de una suma importante y nadie puede añadir más ganancia a su bolsa. Es preciso guardar con cuidado tan preciado capital y no malgastarlo jamás.
Ba-Chie cogió un poco de tierra, lo esparció como si fuera incienso y se inclinó después ante el cielo.
—¿Cómo es posible que no reconocieras a las bodhisattvas? —le preguntó el Peregrino.
—Estaba ciego —reconoció Ba-Chie—. ¿Cómo iba a reconocer a nadie?
El Peregrino le entregó la tira de papel y él bajó la vista, avergonzado.
—No te puedes quejar de tu suerte —dijo el Bonzo Sha para animarle—. Eres tan apuesto que nada menos que cuatro bodhisattvas querían casarse contigo.
—No me vuelvas a hablar de eso, por favor —le suplicó Ba-Chie—. De ahora en adelante prometo no volver a tocar esos temas. Cargaré con el equipaje del maestro sin rechistar, aunque su peso me parta el espinazo antes de llegar al Oeste.
—Me alegra oírte hablar con esa cordura —afirmó Tripitaka.
El Peregrino tiró entonces de las riendas y condujo al maestro al camino principal. Tras varias horas de viaje se toparon con una montaña extremadamente alta. Tripitaka se sintió tan impresionado al verla que al punto tiró de las riendas y dijo:
—A partir de ahora debemos andar con mucho cuidado, ya que lo más seguro es que tras esos riscos se escondan monstruos empeñados en buscarnos la ruina.
—¿A qué tenéis miedo? —le increpó el Peregrino—. Vuestros tres discípulos están dispuestos a sacrificar su vida por defender la vuestra.
Esas palabras calmaron un tanto la ansiedad del monje Tang, que pudo abandonarse a la contemplación de la belleza de la montaña que tenía ante sí. La rugosidad de sus laderas era impresionante. No en balde poseía las mismas raíces que la cordillera Kun-Lun[2] y sus cumbres llegaban hasta el mismísimo cielo. Garzas blancas a menudo venían a posarse en sus enebros, mientras monos de pelajes negruzcos se columpiaban tranquilamente en sus parras. Cuando el sol iluminaba los impenetrables bosques que la cubrían, se veía elevarse sobre ellos volutas de niebla rojiza. A veces era el viento, al sopla encajonado por los acantilados, el que arrancaba de las profundidades retazos de nubes rosáceas. Extraños pájaros cantaban a sus anchas entre el verdor de los bambúes, mientras los faisanes se perseguían con indescriptible alboroto entre los espontáneos canteros de las flores silvestres. Desde la posición en la que se encontraba el maestro era posible ver las siluetas impactantes del Pico de los Mil Años, de la Cumbre de las Cinco Bendiciones[3], del Alto del Hibisco, de la Roca Sin Edad, del Risco de los Dientes de Tigre y del Peñasco de los Tres Cielos, de los que fluye sin cesar el viento sagrado. Más allá de los acantilados se apreciaban la fragilidad de la hierba nueva, la fragancia de los ciruelos, la pálida pureza de las orquídeas y las punzantes espinas de las rosas silvestres. En el corazón del bosque el fénix reunía a millares de aves, mientras en la oscuridad de una inmensa caverna el unicornio hacía otro tanto con los monstruos y bestias. El torrente, con su curso irregular, parecía volver la cabeza hacia el lugar del que procedía. Las cumbres formaban una especie de circo que se repetía constantemente más allá de lo que la vista abarcaba. Por doquier la vegetación se mostraba exuberante. Frondosos eran, en verdad, los árboles huai[4], los bambúes, los pinos, los blancuzcos perales, los rojizos melocotoneros y los verdosos sauces. Todos parecían rivalizar entre sí con sus tonalidades de triple primavera. A lo lejos se escuchaban el canto de los dragones, el rugido de los tigres, los graznidos de las garzas, los gritos de los simios, los berridos de los ciervos, al desplazarse por entre los macizos de flores, y los cantos de los fénix al mirar de frente el sol. Sin duda alguna aquélla era una montaña sagrada, una tierra de bendiciones, un lugar escogido trasunto de Peng-Lai. Adondequiera que se dirigiera la vista se veían plantas en flor y bandadas de nubes escalando pacientemente las cumbres. Impresionado ante tanta belleza, Tripitaka dijo a sus discípulos:
—Muchas han sido las regiones por las que he pasado desde que inicié mi viaje hacia el Oeste. Pero puedo aseguraros que ninguna de ellas poseía una belleza tan extraordinaria como la que ahora estamos contemplando. Eso me hace suponer que no andamos muy lejos del Templo del Trueno, en cuyo caso deberíamos prepararnos para encontrarnos con el Ser más Respetable del Mundo.
—Es demasiado pronto para eso —afirmó el Peregrino, soltando la carcajada—. Aún nos queda muchísimo camino.
—¿A qué distancia en concreto está de aquí el Templo del Trueno? —preguntó el Bonzo Sha.
—A ocho mil millas, de las cuales no hemos cubierto ni siquiera la décima parte —contestó el Peregrino.
—Si lo que dices es verdad, ¿cuántos años calculas que nos llevará llegar al final de nuestro viaje? —preguntó, a su vez, Ba-Chie.
—Si habláramos de vosotros dos —respondió el Peregrino—, no tardaríais más de diez días. Yo haría en una sola jornada cincuenta viajes de ida y vuelta y aún me sobrarían algunas cuantas horas de luz. Pero, llevando con nosotros al maestro, es difícil calcular el tiempo que invertiremos.
—Todo eso está muy bien —insistió el monje Tang—, pero ¿cuándo llegaremos a nuestro destino?
—Repito que no es nada fácil determinarlo —dijo el Peregrino—. La distancia es tan grande que muy bien podríais haber empezado a caminar en vuestra juventud y, cuando llegarais a viejo, aún estaríais de viaje. Serían, tal vez, necesarias mil reencarnaciones para alcanzar vuestro objetivo. Pero cuando, por vuestra propia fuerza de voluntad, seáis capaz de percibir la naturaleza búdica en todo cuanto existe y vuestros pensamientos se retrotraigan a la fuente misma de vuestra memoria, entonces, y no antes, llegaréis a la Montaña del Espíritu.
—De todas formas —se atrevió a decir el Bonzo Sha—, aunque ésta no sea la región del Templo del Trueno, por fuerza tiene que ser la morada de algún hombre santo. De lo contrario, no se explica tanta belleza.
—Así es —admitió el Peregrino—. Ni a duendes ni a demonios les estaría permitido habitar en un lugar como éste. Si no me equivoco, aquí reside un inmortal o un monje realmente virtuoso. En todo caso, gocemos cuanto podamos de su belleza.
Aquélla era, en efecto, la Montaña de la Longevidad. En ella se levantaba un templo taoísta, conocido por el nombre de las Cinco Villas, en el que habitaba un inmortal llamado Chen Yüan-Tse[5], aunque gozaba del título de Señor, Sosia de la Tierra. En dicho templo crecía un extraño tesoro: una raíz espiritual formada justamente después de que el caos hubiera sido dividido y antes de que el Cielo y la Tierra se hubieran separado. Por una extraña cadena de circunstancias había ido a parar al Continente Occidental de Aparagodaniya, donde precisamente se hallaba enclavado el mencionado templo. Tan preciado tesoro había recibido el nombre de planta del mercurio alterado o fruto del ginseng. Aproximadamente tardó tres mil años en florecer, le llevó un tiempo similar dar fruto y permaneció maduro durante un período exactamente igual. Hubieron de transcurrir en total diez mil años antes de que alguien pudiera probarlo. Así se explica que sólo existieran treinta de esos frutos. Tenía la forma de un recién nacido, al que no le faltaban ni los cuatro miembros ni los cinco sentidos. Con sólo olerlo, un hombre podía vivir más de trescientos sesenta años, y quien tuviera la fortuna de comerlo alcanzaría con toda exactitud la edad de cuarenta y siete mil años.
Precisamente aquel día el inmortal Chen Yüan-Tse había recibido una carta del Primero de los Seres Celestes, en la que le invitaba a asistir a una conferencia en el Palacio Mi-Le del Cielo de la Suprema Pureza. El tema de la disertación era precisamente «El Fruto Taoísta del Origen Caótico». A lo largo de su vida el Gran Inmortal había enseñado a incontables discípulos a alcanzar el misterio de la inmortalidad, aunque, a decir verdad, sólo cuarenta y ocho de ellos habían conseguido la perfecta iluminación del Tao. Quizás por eso, o porque pertenecían a la Secta de la Verdad Completa, había aceptado vivir en su compañía. Aquel día ascendió a las Regiones Superiores a escuchar la conferencia, acompañado por cuarenta y seis de estos discípulos aventajados. Los dos más jóvenes hubieron de quedarse, pues, al cuidado del templo. Uno se llamaba Brisa Límpida y el otro Luna Brillante. Brisa Límpida tenía solamente dos mil doscientos veinte años, mientras que Luna Brillante acababa de cumplir los mil doscientos. Antes de partir, Chen Yüan-Tse convocó a los dos jóvenes y les dijo: No puedo rechazar la invitación del Primero de los Seres Celestes. Aunque no quiera, debo asistir a la conferencia que va a celebrarse en el Palacio Mi-Le. Vosotros quedaos aquí y tened bien abiertos los ojos, ya que espero la visita de un viejo amigo. No necesito deciros que debéis tratarle lo mejor que podáis. Tanto que os doy permiso para que arranquéis dos frutos de ginseng y se los ofrezcáis en recuerdo de nuestra pasada amistad.
—¿Podéis decirnos quién es ese amigo vuestro? —preguntó uno de jóvenes—. Sabiéndolo de antemano, podremos tratarle con mayor herencia.
—Es un monje muy virtuoso procedente del Gran Imperio de los Tang, en las Tierras del Este —explicó el inmortal—. Se llama Tripitaka y se dirige al Paraíso Occidental en busca de las escrituras de Buda.
—Según Confucio —replicó uno de los jóvenes—, «no es aconsejable mantener contactos con quienes siguen un camino distinto al nuestro»[6]. ¿Para qué relacionarnos con un monje budista, cuando nosotros pertenecemos al Misterio de la Gran Mónada?
—Has de saber —contestó el Gran Inmortal— que ese monje no es otro que la reencarnación de la Cigarra de Oro, segundo discípulo de Tathagata, el Anciano Sabio del Oeste. Entablé relación con él hace aproximadamente quinientos años en la Fiesta del Ullambana. En aquella ocasión varios seguidores de Buda me presentaron sus respetos y él tuvo la delicadeza de servirme el té con sus propias manos. Desde entonces no he dejado de tenerle por un amigo auténtico.
Tras esa explicación los dos jóvenes inmortales no pusieron más reparos a los deseos de su maestro, que les recalcó a la hora de marcharse:
—No olvidéis que esos frutos están contados. Podéis ofrecerle dos, ninguno más.
—La última vez que abrimos el jardín —comentó Brisa Límpida— comimos dos de esos frutos, así que deben de quedar unos veintiocho. Estad tranquilos. No cogeremos ni uno más de los que habéis dicho.
—Me temo, de todas formas —les advirtió el Gran Inmortal—, que los discípulos de Tripitaka son un poco maleducados. Sería conveniente, por tanto, que no se enteraran de la existencia de estos frutos.
Tras repetir sus recomendaciones, el Gran Inmortal subió a las Regiones Superiores, seguido del resto de sus discípulos.
Mientras esto sucedía, el monje Tang y sus tres discípulos habían iniciado ya la ascensión de la montaña. Jadeantes, levantaron la cabeza y vieron un grupo de altas construcciones que se confundían con el verdor de los bambúes y los pinos.
—¿Qué clase de lugar te parece que es aquél, Wu-Kung? —preguntó el monje Tang.
—No es ni un templo taoísta ni un monasterio budista —contestó el Peregrino después de larga meditación—. Lleguémonos hasta él y descubramos algo más.
No tardaron en llegar a la puerta, desde la que se veía un pequeño otero cubierto de pinos y un sendero festoneado de frescos y exuberantes bambúes. Las garzas blancas entraban y salían sin cesar de aquel recinto, mientras familias enteras de simios vagaban por doquier en busca de frutas. Justamente al otro lado de la puerta había un estanque, sobre el que árboles centenarios dejaban caer el peso de sus sombras alargadas. Las rocas que delimitaban su perímetro aparecían totalmente cubiertas de líquenes y musgos, como si estuvieran empeñados en reducirlas a polvo con su frágil verdor. Los salones de la mansión poseían un atractivo color púrpura y sus torres parecían descender, como la lluvia, de las rojizas neblinas. No cabía duda de que aquélla era una región santa. Por doquier se apreciaba una espiritualidad que, de alguna manera, recordaba la caverna de nubes de Peng-Lai. La tranquilidad y el silencio que allí reinaban eran ideales para el entrenamiento de la mente en los difíciles caminos del Tao. A veces se tenía, de hecho, la impresión de que extraños pájaros azulados traían nuevas de Wang-Mu y de que los fénix portaban en sus picos rollos escritos por el propio Lao-Tse. La riqueza de aquel noble paisaje taoísta era tal que la vista no se cansaba de recorrerlo una y otra vez. Sin lugar a dudas, aquélla era una morada de auténticos inmortales.
Al bajar del caballo, el monje Tang vio a su izquierda una enorme laja de piedra, sobre la que se había grabado la siguiente inscripción: «La Tierra Sagrada de la Montaña de la Longevidad. Caverna Celeste del Templo de las Cinco Villas».
—¡Así que se trata de un centro taoísta! —exclamó Tripitaka.
—A juzgar por el lugar en el que está enclavado —afirmó el Bonzo Sha—, debe de estar habitado por personas realmente virtuosas. ¿Por qué no entramos a echar un vistazo? Si nos gusta, podemos detenernos aquí en nuestro viaje de vuelta, aunque, a decir verdad, con la belleza de su paisaje es más que suficiente.
—Tienes razón —concedió el Peregrino y entraron en el interior.
A ambos lados de la segunda puerta había un par de tiras de año nuevo, en las que podía leerse: «Casa inmortal en la que la juventud es la única dueña y señora. Esta mansión posee la misma edad que los cielos».
—Con el fin de impresionar a la gente, estos taoístas son capaces de decir cualquier cosa —dijo, riendo, el Peregrino—. ¡Menuda forma de hablar! Cuando hace aproximadamente quinientos años sumí el Palacio Celeste en una total confusión, no encontré tan grandilocuentes palabras ni siquiera en la puerta de Lao-Tse.
—¿Eso qué importa? —exclamó Ba-Chie—. Ahora lo que tenernos que hacer es entrar cuanto antes. ¿Quién sabe? A lo mejor estos taoístas tienen guardado ahí dentro algo realmente valioso.
No habían transpuesto la segunda puerta, cuando les salieron al encuentro dos jóvenes de aspecto saludable tanto corporal como espiritualmente. En la cabeza lucían unos extraños copetes de pelo y las túnicas que vestían eran tan amplias que parecían estar envueltos, en realidad, en neblinas. Poseían la ligereza de las plumas. Sus amplias mangas recordaban de alguna forma el vuelo de ciertas aves. Por si eso no bastara, sus fajas aparecían adornadas con cabezas de dragones. Viendo lo selecto de sus vestimentas, era fácil colegir que no se trataba de vulgares muchachos. Eran, en efecto, dos mancebos divinos que respondían a los nombres de Brisa Límpida y Luna Brillante. Con inusitado respeto se inclinaron ante los caminantes y les dijeron:
—Perdonadnos por no haber salido antes a daros la bienvenida. Sentaos, por favor.
El maestro siguió a los dos jóvenes hasta el salón principal, que estaba constituido por cinco grandes compartimentos orientados hacia el sur y separados por grandes paneles cubiertos de relieves. En su parte superior eran totalmente traslúcidos, mientras que en la inferior eran tan sólidos como una roca. Los dos jóvenes descorrieron una sola de estas particiones e hicieron entrar al monje Tang en el compartimiento del centro. De una de las paredes colgaba un larguísimo rollo, en el que habían sido bordados, a cinco colores, los caracteres del Cielo y la Tierra. Justamente debajo de él había una mesa lacada de cinabrio rojo para el ofrecimiento de incienso, sobre la que descansaba una urna de oro amarillo. Junto a ella se veían varias varillas de productos aromáticos.
El monje Tang tomó un poco de incienso con la mano izquierda y lo depositó en el quemador. Se inclinó después tres veces seguidas y, volviéndose hacia los jóvenes, les dijo:
—No hay duda de que vuestro Templo de las Cinco Villas forma parte del Paraíso Occidental. ¿Cómo es posible, por tanto, que no prestéis culto a los Tres Puros, a los Reyes de los Cuatro Puntos Cardinales o a los diferentes Señores del Cielo Superior? ¿Podéis explicarme por qué junto al recipiente del incienso sólo están escritos los caracteres del Cielo y la Tierra?
—A decir verdad —contestó uno de los jóvenes, sonriendo—, eso más que una deferencia por parte de nuestro maestro, porque, mirándolo bien, sólo el Cielo es merecedor de nuestro reconocimiento.
—¿Qué quieres decir con eso de que se trata de una pura deferencia? —volvió a preguntar Tripitaka.
—Muy sencillo —contestó el joven—. Los Tres Puros son amigos de muestro preceptor, los Cuatro Reyes sus feudos, los Nueve Planetas sus compañeros, y el Dios del Año Nuevo una especie de huésped no muy bien recibido.
Al oírlo, el Peregrino se echó a reír de tal forma que apenas podía mantenerse en pie.
—¿Se puede saber de qué te ríes? —le reconvino Ba-Chie.
—¡Y decías que yo me las daba de grande! —exclamó a duras penas el Peregrino—. ¿Has oído la prosopopeya de este jovencito taoísta?
—¿Dónde está vuestro maestro? —indagó Tripitaka.
—Ha sido invitado por el Primero de Todos los Seres a asistir a una conferencia sobre «El Fruto Taoísta del Origen Caótico» en el Palacio Mi-Le del Paraíso de la Pureza.
El Peregrino no pudo resistirlo más y exclamó:
—¡Déjate de tanto título rimbombante! ¿Es que no sabes con quién estás tratando? ¿A quién quieres engañar con tanta palabrería altisonante? ¿Quién es ese Inmortal del Palacio Mi-Le que se ha dignado invitar a ese maestrucho vuestro? Además, ¿qué clase de conferencia es esa de la que hablas?
Al ver lo acalorado que estaba el Peregrino, Tripitaka temió que los jóvenes fueran a incomodarse y reconvino a Wu-Kung, diciendo:
—Deja de mostrarte tan descortés, por favor. Si abandonamos este palacio nada más llegar, pueden tomarnos por maleducados. Como muy bien afirma el proverbio, «las garzas no comen carne de garza». ¿Para qué importunar a estos jóvenes, si su maestro no está aquí? Lleva el caballo a pastar, mientras el Bonzo Sha se encarga del equipaje y Ba-Chie va en busca de un poco de grano. Nosotros mismos nos encargaremos de preparar la comida. Sólo necesitamos unos cuantos pucheros y un poco de leña. Venga, cada cual a lo suyo. Yo voy a quedarme aquí descansando un poco. Proseguiremos nuestro camino en cuanto hayamos terminado de comer.
Los tres obedecieron sin rechistar. Brisa Límpida y Luna Brillante se sintieron tan admirados por lo bien organizados que se mostraban que no pudieron por menos de comentar entre sí:
—¡Qué determinación la de este monje! Con razón es la reencarnación de un Sabio del Oeste. Ahora debemos hacer lo que nos dejó encargado nuestro maestro y entregarle unos cuantos frutos de ginseng. Menos mal que sus tres discípulos se han marchado. De lo contrario, tendríamos serios problemas con ellos. ¿Te has dado cuenta de lo rudos que son sus modales?
—No vayamos tan deprisa —sugirió Brisa Límpida—. Mirándolo bien, no sabemos si es este monje el amigo de nuestro maestro. Deberíamos asegurarnos, antes de dar cualquier paso en falso.
Se llegaron, pues, hasta Tripitaka y le preguntaron:
—¿Sois vos el monje Tang, hermano del emperador y eterno buscador de escrituras?
—Así es —contestó él, inclinando la cabeza—. ¿Cómo es que dos inmortales como vosotros conocen un nombre tan vulgar como el mío?
—Antes de marcharse —respondió uno de los jóvenes—, nuestro maestro nos dejó encargado que saliéramos a recibiros a los pies de esta montaña. Lo que menos esperábamos es que fuerais a aparecer tan pronto. Sentaos, por favor, y permitidnos que os sirvamos un poco de té.
—No merezco tantas atenciones —protestó Tripitaka, pero Luna Brillante se había retirado ya a la parte de atrás de la casa y no tardó en regresar con una taza de té aromático.
En cuanto Tripitaka la hubo bebido, dijo Brisa Límpida:
—No debemos desobedecer a nuestro maestro. Así que, cuanto antes le entreguemos la fruta, mejor.
Los dos jóvenes se despidieron de Tripitaka y se retiraron a sus aposentos. Uno de ellos sacó un mazo de oro, mientras el otro se hizo con una bandeja de madera para servir elixir. Antes de salir hacia el Huerto del Ginseng, colocaron sobre ella varios mantelitos de seda.
Brisa Límpida se subió a un árbol y agitó con el mazo las ramas. Luna Brillante estaba debajo con la bandeja y logró hacerse con dos de las frutas que cayeron. Satisfechos, regresaron al salón principal y se las ofrecieron a Tripitaka, diciendo:
—El Templo de las Cinco Villas se encuentra ubicado en un paraje agreste y de difícil acceso. No son muchas, pues, las cosas de que disponemos para festejar vuestra llegada, pero, si queréis saciar vuestra sed, no hay cosa mejor que estas frutas que crecen en nuestro huerto.
—Santo cielo! —exclamó el monje, echándose hacia atrás y temblando de pies a cabeza—. ¿Cómo es posible que practiquéis el canibalismo en un lugar tan sagrado como éste? ¿Tan mal os van las cosas por aquí que lo único que tenéis para saciar mi sed son dos niños de apenas tres días de vida?
—¡Pobre monje! —se dijo Brisa Límpida—. Lleva tanto tiempo en este mundo que es incapaz de reconocer los preciados tesoros que aquí tenemos. Sólo se sirve de los ojos mortales para ver y de la mente corrupta para pensar. ¿Cómo es posible que haya caído tan bajo quien ocupó los puestos más altos del cielo?
Comprendiendo su turbación, Luna Brillante se acercó a él y le explicó:
—Esto que veis aquí, maestro, no son niños, sino un fruto llamado ginseng. No hay nada de malo en que comáis por lo menos uno.
—No puedo hacerlo —exclamó en seguida Tripitaka—. Sólo el cielo conoce la cantidad de penalidades que han tenido que pasar sus padres para traer a la vida a estas criaturas. ¡Es increíble que tratéis de convencerme de que son sólo frutas, cuando bien a la vista está que son niños de no más de tres días!
—Os doy mi palabra de que proceden de un árbol —afirmó Brisa Límpida, solemne.
—¡Tonterías! —volvió a exclamar Tripitaka—. ¿Cómo va la gente a crecer en los árboles? ¡Lleváoslos de mi vista! ¡No soporto los crímenes!
Comprendiendo que no había manera de convencerle, los dos jóvenes cogieron la bandeja y la llevaron a sus aposentos. Sabían que aquellos frutos eran tan especiales que, si no se comían en seguida, se volvían muy duros y no había manera de hincarles el diente. Se sentaron, pues, en las camas y empezaron a dar buena cuenta de ellos, desgraciadamente, sus aposentos colindaban con la cocina, de la que sólo les separaba un muro muy fino, y podía oírse todo lo que hablaban. Ba-Chie estaba preparando un poco de arroz y no pudo dejar de escuchar una conversación que llamó en seguida su atención, ya que giraba a cerca de un enigmático mazo de oro y una extraña bandeja para el elixir. Fue así como se enteró de que el monje Tang había rechazado, por ignorancia, los frutos del ginseng, obligando a los dos jóvenes a comérselos tranquilamente en sus aposentos. A Ba-Chie se le hizo la boca agua y se dijo, esperanzado:
—¿Cómo podría arreglármelas para comer también yo uno?
No sabía, sin embargo, qué hacer para conseguirlo y decidió tratar del asunto con el Peregrino. Se desentendió totalmente de la comida y empezó a sacar la cabeza por la ventana para ver si le veía aparecer. Wu-Kung no tardó, en efecto, en dejarse ver con el caballo. Lo ató a un árbol y empezó a andar hacia la parte de atrás de la casa, pero el Idiota llamó su atención, agitando las manos como un loco y diciendo:
—¡Ven aquí inmediatamente!
—¿Se puede saber por qué gritas tanto? —preguntó el Peregrino volviéndose y dirigiéndose hacia la puerta de la cocina—. ¿Acaso falta arroz? Si es así, que el maestro coma primero. Nosotros mendigaremos el sustento en las casas que vayamos encontrando a lo largo del camino.
—Pasa de una vez —le urgió Ba-Chie—. Lo que tengo que decirte no tiene nada que ver con el arroz. He averiguado que en este templo hay un tesoro de lo más extraño.
—¿Quieres decirme de qué se trata? —volvió a preguntar el Peregrino.
—Por supuesto que sí —contestó Ba-Chie, sonriendo—. Pero te advierto que es algo que no has visto jamás. Es posible, por tanto, que, si te lo pongo delante de las narices, no seas capaz de reconocerlo.
—No sabes ni lo que dices —le regañó el Peregrino—. Cuando hace aproximadamente quinientos años me dediqué a la búsqueda de la inmortalidad, recorrí hasta el último rincón del cielo y el océano, y puedo asegurarte que no hay misterio que no haya comprendido ni tesoro que no haya visto.
—Todo lo que tú quieras —replicó Ba-Chie—. Pero ¿a que no has visto nunca un fruto de ginseng?
—Me temo que no —reconoció el Peregrino, desconcertado—. Sin embargo, he oído decir que es la planta del azufre metamorfoseado y que quien la come ve prolongada considerablemente su vida. ¿Quieres decirme dónde puedo encontrar esa maravilla?
—Aquí mismo —contestó Ba-Chie—. Esos dos muchachos se la ofrecieron al maestro, pero él pensó que se trataba de un niño de apenas tres días y no se atrevió a probarla. Opino que esos mozalbetes son un poco desconsiderados con nosotros, ya que debían habernos tratado exactamente igual que a nuestro mentor. ¿A qué viene eso de andar con secretitos? Los muy caraduras se han comido un fruta de ésas cada uno en la habitación de al lado. Lo han hecho con tal fruición que he empezado a babear como un tonto, mientras mi mente cavilaba la forma de probarla yo también. Así, he caído en la cuenta de que no hay hombre con más recursos que tú. ¿Qué te parece si nos llegamos hasta su huerto y les robamos unos cuantos frutos de ésos?
—No hay cosa más fácil —afirmó el Peregrino—. Puedes tomarlo por hecho —y, dándose la vuelta, empezó a caminar hacia la parte delantera de la casa. Afortunadamente, Ba-Chie logró detenerle, diciendo:
—Espera un momento. Mientras hablaban, les oí mencionar no sé qué de un mazo de oro. Es preciso hacerlo todo con la debida corrección para que nadie se dé cuenta de nuestros planes.
—Estáte tranquilo —dijo el Peregrino—. Ya sé cómo hacerlo.
El Gran Sabio se valió de la técnica del ocultamiento corporal para introducirse sin ser visto en los aposentos de los taoístas. Los dos jóvenes no estaban ya allí. Después de comer las frutas regresaron al salón principal para mantener entretenido al monje Tang. El Peregrino buscó por todas partes el mazo de oro y sólo pudo hallar una varilla de oro rojizo colgada de una ventana. Tenía aproximadamente una longitud de dos pies y un grosor que no superaba el de un dedo. Uno de sus extremos terminaba en una bolita del tamaño de una cabeza de ajo; en el otro había un pequeño agujerito con una cinta de lana verde.
—Éste debe de ser el mazo de oro —se dijo el Peregrino y lo descolgó con cuidado.
Sin perder un solo segundo, se dirigió a la parte de atrás de la casa, abrió una puerta de doble batiente y se encontró de pronto ante un huerto esmeradamente cuidado. Sus barandas, primorosamente labradas, habían sido pintadas de un atractivo color rojizo, que contrastaba con lo escarpado de sus colinas artificiales. En ellas crecían exóticas flores, que rivalizaban en luminosidad con el sol, y pequeños bosquecillos de bambúes, cuyo verdor se compaginaba perfectamente con el límpido añil de los cielos. Tras un gracioso pabellón se apreciaba una banda de sauces fijadores de niebla, junto a los que se levantaba una tribuna para gozar de la contemplación de la luna. Por doquier se veían pinos de un atractivo color azulado. El huerto era, en realidad, un mosaico de vivos y atractivos colores: el rojo brillante de los granados, el delicado verde de la hierba, el exuberante azul de las orquídeas, la límpida transparencia de las aguas de un arroyo. No lejos del pozo dorado[7] crecían infinidad de árboles, entre los que destacaban los wu-tung[8], los huai y los melocotoneros de tupidas copas y atractivos colores. Los crisantemos esparcían por doquier el milagro otoñal de su penetrante fragancia. Junto al pabellón de las peonías crecían diez mil variedades de tan preciadas flores. Adondequiera que se dirigiera la vista podían contemplarse bambúes que desafiaban la escarcha y pinos cargados de nobleza que se mofaban de la nieve. No muy lejos del estanque cuadrado y del lago circular se habían construido nidos para las garzas y establos para los ciervos Al chocar contra las rocas, el agua de los arroyos parecía desintegrarse en diez mil esquirlas de jade. El viento invernal sacudía con fiereza la delicada blancura de los capullos del ciruelo, aunque se respiraba ya la cercanía de la primavera en la explosión de color de las begonias. Aquél era, en verdad, un auténtico paraíso, en el que el oro surgía del suelo como si fuera una planta más. Resultaba imposible imaginar que hubiera un lugar más hermoso que aquél en todo el occidente.
El Peregrino se sintió inmediatamente atraído por el embrujo de su belleza, pero continuó caminando y pronto se encontró con otra puerta. La abrió de par en par y se halló en un vergel, en el que crecía toda clase de verduras: espinacas, apio, colas de caballo, remolacha, jengibre, brotes de bambú, melones, berros, cebollinos, ajo, culantro, puerros, cebolletas, tallos de apio, flores de loto, su[9] amargo, calabaza, berenjenas, nabos blancos y verdes, espinacas rojas, repollos verdes y mostaza.
—Se ve que este taoísta consume lo que produce —se dijo, sonriendo, el Peregrino y continuó su camino.
Al otro extremo de este segundo huerto había una nueva puerta. La abrió y se encontró en un nuevo vergel, en cuyo centro crecía un árbol llamativamente alto. Sus ramas eran recias y bien proporcionadas, lo mismo que sus hojas, que, de alguna manera, recordaban las del llantén. Tanta perfección no dejaba de llamar la atención, ya que medía más de mil pies de alto y sesenta o setenta de grosor. El Peregrino se apoyó en su tronco y, levantando la vista, vio un fruto de ginseng en una de las ramas que miraban hacia el sur. Parecía, en verdad, un niño recién nacido. La brisa sacudía sin cesar sus miembros y su cabeza, otorgándole una indiscutible apariencia de vida. A veces se tenía incluso la sensación de que lloraba como si fuera un auténtico bebé.
—¡Qué cosa más maravillosa! —volvió a decirse, asombrado, el Peregrino—. Jamás había visto cosa igual —y, de un salto, se encaramó a lo alto del árbol.
Para él no encerraba secreto alguno robar fruta. De hecho, no era la primera vez que lo hacía. Sin pérdida de tiempo, sacó el pequeño mazo de oro y golpeó con suavidad la fruta, que se desprendió al instante de la rama. El Peregrino se dejó caer sobre la hierba, pero, por mucho que lo intentó, no consiguió encontrar el ginseng. No había, simplemente, rastro de él.
—¡Qué raro! —exclamó el Peregrino—. Me figuro que, al tener piernas, se habrá echado a correr. Sin embargo, ¿cómo se las habrá arreglado para saltar la tapia? ¡Ya sé lo que ha pasado! Seguro que lo ha escondido por alguna parte el espíritu de este huerto, para que no pueda comerlo.
En seguida hizo un signo mágico, al que añadió un conjuro que empezaba con la letra Om. Su gesto se tornó tan poderoso que no tardó en aparecer el espíritu del huerto, inclinándose respetuosamente y diciendo:
—¿En qué puede serviros este humilde esclavo vuestro, Gran Sabio?
—¿No sabes que soy el ladrón más famoso del mundo? —preguntó, a su vez, el Peregrino—. Nadie se atrevió a despojarme de mi botín cuando me apropié de los melocotones inmortales, del vino del emperador y de las píldoras de la longevidad. ¿Cómo has tenido tú el valor de llevarte el fruto que acabo de arrancar a este árbol? Me extraña que hayas obrado con tanta ligereza. Mirándolo bien, lo que crece en árboles es patrimonio de todas las aves. ¿Por qué has tenido que quedarte con mi parte?
—Estáis muy equivocado, Gran Sabio —contestó el espíritu del huerto—. Yo no os he quitado nada. Este tesoro es propiedad de un inmortal de la tierra y yo no soy más que un vulgar espíritu. ¿Cómo iba a atreverme a cometer semejante desacato? A mí ni siquiera me está permitido oler esos frutos, así que tú verás.
—Si tú no lo has cogido —interrogó el Peregrino—, ¿cómo es que a desaparecido nada más caer al suelo?
—Es muy posible que estéis al tanto de sus propiedades para alargar la vida —respondió el espíritu—. Pero se ve que desconocéis absolutamente todo sobre él.
—¿Qué quieres decir? —exclamó el Peregrino.
—Que este árbol tarda aproximadamente tres mil años en florecer, invierte otro tanto en dar fruto y lo conserva en sus ramas durante un período exactamente igual —explicó el espíritu—. Quien lo huela una sola vez puede vivir más de trescientos sesenta años, y quien tenga la fortuna de comerlo es capaz de alcanzar los cuarenta y siete mil años. Sin embargo, un fruto tan valioso se encuentra totalmente a merced de las Cinco Fases.
—¿Y eso qué significa? —volvió a indagar el Peregrino.
—Muy sencillo —dijo el espíritu—: que se desprende al contacto con el oro, se seca con el de la madera, se disuelve con el del agua, se marchita con el del fuego y se diluye con el de la tierra. Ése es el motivo por el que has tenido que valerte de un objeto de oro para arrancarlo. Tenías que haberte servido, además, de una bandeja cubierta con un mantelito de seda. De esa forma, hubieras evitado el contacto con la madera. Es más, a la hora de comerlo, es preciso disolverlo con un poco de agua en un recipiente de porcelana y mantenerlo alejado cuanto se pueda del fuego. Lo que ha ocurrido, en definitiva, ha sido que, al tocar la tierra, se ha asimilado totalmente a ella. Consiguientemente, esta porción de huerto se mantendrá lozana durante más de cuarenta y siete mil años. No deja de ser esto extraño, ya que en realidad es tres o cuatro veces más duro que el hierro y el acero no puede absolutamente nada contra él. Eso explica precisamente que quien lo coma pueda vivir tanto tiempo. Si no me crees, golpea el suelo todo lo fuerte que puedas y te convencerás.
El Peregrino cogió la barra de los extremos de oro y propinó un golpe terrible a la tierra. Pero rebotó como una gota de lluvia sobre la roca. En el suelo, sin embargo, no se apreciaba la menor señal.
—He de admitir que tienes razón —exclamó, sorprendido, el Peregrino—. Esta barra es capaz de hacer añicos una montaña entera y de producir una marca profunda en el mismo hierro. Sin embargo, no ha dejado la menor señal en el suelo. Perdona por haberte echado la culpa sin motivo. Si quieres, puedes marcharte.
Visiblemente complacido, el espíritu del huerto se inclinó y regresó a su morada oficial. El Gran Sabio volvió a subirse al árbol, hizo una especie de saco con su camisa de seda y, apartando cuidadosamente las hojas y las ramas, golpeó tres frutos con el pequeño mazo de oro, que fueron a parar al fondo del tejido. Loco de contento, saltó otra vez a tierra y corrió hacia la cocina.
—¿Los has traído? —le preguntó Ba-Chie, sonriendo.
—¿Son éstos los frutos de los que hablabas? —inquirió, a su vez, el Peregrino—. Ha sido más fácil conseguirlos de lo que esperaba. Así que llama al Bonzo Sha y que venga a probarlos. No está bien dejarle fuera de un banquete tan suntuoso como éste.
—¡Ven aquí, Wu-Ching! —gritó Ba-Chie, moviendo las manos.
—¿Se puede saber qué es lo que quieres? —preguntó el Bonzo Sha.
—Mira esto —le dijo entonces el Peregrino—. ¿Sabes lo que es?
—Frutos de ginseng —respondió el Bonzo Sha, sorprendido.
—Eso es —confirmó el Peregrino—. ¿Dónde los has probado?
—En ninguna parte —contestó el Bonzo Sha—. Cuando desempeñaba el cargo de Levantador de la Cortina, vi en cierta ocasión a varios inmortales regalárselos a la Reina Madre con motivo de su cumpleaños. Pero no los he probado jamás. ¿Piensas darme ahora esa oportunidad?
—Por supuesto —afirmó el Peregrino—. ¿Para qué crees que he traído tres?
Cada uno cogió el suyo. Ba-Chie poseía un enorme apetito y una boca que superaba toda medida. No esperó, pues, ni un solo segundo y se lo tragó, como si se tratara de una simple pepita de melón.
—¿Se puede saber qué es eso que estáis comiendo? —preguntó, volviéndose hacia sus dos hermanos.
—Frutos de ginseng —contestó, sorprendido, el Bonzo Sha.
—¿A qué sabe eso? —volvió a preguntar Ba-Chie.
—No le hagas caso, Wu-Ching —le aconsejó el Peregrino—. Él ya ha comido el suyo. ¿A qué viene tanta pregunta inútil?
—Me temo que lo he comido demasiado deprisa —confesó Ba-Chie—. Yo no soy tan comedido como vosotros, que os gusta saborearlo con fruición. A mí no me va eso de masticar. Lo triste es que no me lo he tragado y ni siquiera sé si tenía pepita. ¿Por qué no vas y me traes otro? Vamos, no te hagas de rogar. Al fin y al cabo, es culpa tuya haberme agitado de esta forma los gusanos del estómago. Te prometo que esta vez lo saborearé con cuidado.
—Se ve que no tienes remedio —exclamó el Peregrino—. Estos frutos no son como el arroz o los tallarines. En diez mil años sólo han madurado unos treinta. Deberías dar gracias al cielo por haberlos podido comer. Así que deja de decir tonterías de una vez.
Cogió el pequeño mazo de oro y, sin decir nada más, lo dejó caer en la habitación de al lado a través de un agujero que hizo en la ventana. Pero el Idiota no se arredró y continuó murmurando insensateces. Al poco tiempo los jóvenes taoístas regresaron a sus aposentos en busca de un poco de té para el monje Tang y oyeron quejarse a Ba-Chie de no haber saboreado como debiera el fruto del ginseng y de que mejor hubiera sido no habérselo llevado a la boca.
—¿Has oído lo que acaba de decir el monje del morro saliente? —preguntó, intrigado, Brisa Límpida a Luna Brillante—. Ni más ni menos ha dado a entender que se ha zampado uno de nuestros preciados frutos. ¿Crees que habrán robado alguno esos bonzos zarrapastrosos? Con razón nos advirtió el maestro que tuviéramos cuidado con ellos.
—Todo esto me da muy mala espina —comentó Luna Brillante, dándose la vuelta—. Para empezar, el mazo de oro está en el suelo. Creo que lo mejor que podemos hacer es ir al huerto a echar un vistazo.
Los dos jóvenes corrieron a la parte de atrás de la casa y, para su sorpresa, encontraron abierta de par en par la puerta del jardín de las flores.
—¡Qué cosa más rara! —exclamó Brisa Límpida—. Recuerdo muy bien haberla dejado cerrada.
Visiblemente preocupados, corrieron hacia el huerto de las verduras y lo hallaron abierto también. Sin poder contener ya la impaciencia, entraron en el jardín en el que crecía el ginseng y empezaron a contar sus frutos, mirando con ansiedad hacia arriba. Repitieron varias veces la operación, pero siempre obtuvieron el mismo resultado: veintidós frutos.
—¿Has contado bien? —preguntó Luna Brillante.
—Sí. Y no sólo una, sino varias veces —contestó Brisa Límpida—. ¿Cuántos te salen?
—En un principio había treinta —respondió Luna Brillante—. Antes de marcharse, el maestro dividió dos entre todos nosotros, así que quedaban veintiocho. A ésos hay que restar los dos que ofrecimos al monje Tang. O sea, que en total debería haber veintiséis. ¿Cómo es posible que sólo hayamos contado veintidós? ¿Dónde están los otros cuatro? Aunque, mirándolo bien, la explicación no puede ser más clara: los ha robado ese grupo de ladrones. Vamos a pedir cuentas de todo ello al monje Tang.
Tras abandonar el jardín, se dirigieron al salón principal, donde pusieron de vuelta y media a Tripitaka, acusándole de ladrón y de amigo de ratas. Haciendo uso de un lenguaje irrespetuoso en extremo, continuaron insultándole durante mucho tiempo, hasta que finalmente el Tang no pudo aguantarlo más y dijo:
—¿A qué viene tanto alboroto? ¿Es que no podéis calmaros y tratar del asunto que sea como personas educadas? Si tenéis algo que decirme, hacedlo con más tranquilidad y sin usar un lenguaje tan ofensivo. No me explico qué clase de inmortales sois vosotros.
—Por lo que se ve, estás totalmente sordo —le regañó Brisa Límpida—. Si te hablamos con un lenguaje tan soez, es porque estamos convencidos de que es el único que entiendes. ¿De qué otra forma podemos dirigirnos a quien ha robado los frutos del ginseng? ¿Qué quieres? ¿Que, encima, te alabemos?
—¿Cómo son esos frutos que decís? —preguntó el monje Tang.
—Como un niño recién nacido —contestó Luna Brillante—. Al menos eso fue lo que tú mismo dijiste, cuando te los dimos a probar hace menos de media hora.
—¡Bendito sea Amitabha Buda! —exclamó, escandalizado, el monje Tang—. ¿Cómo voy a atreverme a robar eso que decís, si con sólo mirarlo me pongo a temblar como si fuera una hoja? Ni aunque estuviera muerto de hambre sería capaz de probarlo. Mucho me temo que os habéis equivocado de persona.
—Es posible que tú no lo hayas hecho —reconoció Brisa Límpida—, pero no estamos tan seguros de tus discípulos. A ellos sí que les gustaría probar una delicia como ésa.
—No lo niego —admitió Tripitaka—. Pero ¿a qué viene eso de gritar como locos? Ahora mismo voy a preguntárselo y, si son ellos los culpables, os juro que les obligaré a resarciros de alguna manera.
—¿Resarcirnos? —repitió, burlón, Luna Brillante—. No podrías hacerte con uno de esos frutos, ni aunque tuvieras todo el dinero del mundo.
—Si es verdad lo que dices —concluyó Tripitaka—, al menos podrán presentaros sus disculpas, pues, como muy bien dice el proverbio, «la honradez vale más que dos mil monedas de oro». Además, no estamos seguros del todo de que hayan sido mis discípulos los que han cogido vuestros frutos.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Luna Brillante—. Nosotros mismos les hemos oído discutir sobre el tamaño de los trozos que se estaban repartiendo tan tranquilamente.
—¡Venid aquí inmediatamente, discípulos! —gritó Tripitaka.
Al oírlo, el Bonzo Sha exclamó, preocupado:
—¡Vaya, lo que nos faltaba! Esos jovenzuelos taoístas nos han descubierto y han ido con el cuento a nuestro maestro. Por eso están armando todo ese alboroto.
—Nuestra situación es, ciertamente, comprometida —comentó el Peregrino—. De todas formas, se trata de un asunto de auténtica subsistencia. Si hemos robado, ha sido con el único propósito de matar el hambre. Así que lo mejor es negarlo de plano.
—Estoy de acuerdo contigo —asintió Ba-Chie—. Robar para comer no es delito —y, abandonando la cocina, se dirigieron hacia el salón principal.
No sabemos cómo se las apañaron para salir de aquel embrollo. Quien desee descubrirlo tendrá que escuchar las explicaciones que se ofrecen en el próximo capítulo.