CAPÍTULO XXV
En cuanto llegaron al salón principal, los tres Peregrinos se inclinaron respetuosamente ante su maestro y le preguntaron:
—¿Por qué nos habéis hecho llamar? El arroz no está todavía preparado.
—No es de comida de lo que quiero hablaros —replicó Tripitaka—, sino de algo más serio. En este templo crece una fruta muy extraña, a la que llaman ginseng y que tiene la forma de un niño recién nacido. ¿Ha probado una alguno de vosotros?
—Yo no sé nada de eso —contestó Ba-Chie—. Ni siquiera he visto una fruta como la que decís en toda mi vida.
—¡Ha sido el que se está riendo! —gritó Brisa Límpida, apuntando al Peregrino.
—Yo nací con una propensión a la sonrisa —se defendió Wu-Kung—. Estás muy equivocado si crees que, porque has perdido algo, tienes derecho a prohibirme reír.
—No pierdas la compostura, por favor —le aconsejó Tripitaka—. A los que hemos renunciado a la familia no nos está permitido mentir ni probar comida robada. Si alguno de vosotros lo ha hecho, que se disculpe y asunto concluido. ¿A qué viene eso de negarlo con tanta insistencia?
El Peregrino consideró que era razonable la argumentación de su maestro y confesó, diciendo:
—Lo siento, maestro. Me temo que fui yo quien lo hizo. De todas formas la culpa no fue sólo mía. Ba-Chie oyó comer a esos dos jóvenes un par de frutas de ginseng y quiso ver a qué sabían. Así que me convenció para que arrancara una para cada uno. Ya las hemos comido. ¿Qué otra cosa podíamos hacer con ellas?
—¡Cuidado que eres mentiroso! —exclamó Luna Brillante—. Robaste cuatro frutas y ¿todavía pretendes no ser un ladrón? ¿Quieres explicarme qué es lo que entiendes tú por latrocinio?
—Si es verdad lo que dice este joven, ¿cómo es que sólo repartiste tres entre nosotros? —le echó en cara Ba-Chie—. ¡Cuidado que eres! Siempre tienes que estar engañando a todo el mundo —y empezó hacer aspavientos inútiles.
Cuando los jóvenes inmortales descubrieron la verdad, arreciaron aún más en sus insultos, cosa que terminó sacando de quicio al Gran Sabio. Sin poderse contener, empezó a apretar los dientes y a hacer gestos amenazadores con la boca, mientras blandía, amenazante, la barra de hierro.
—¡Malditos jóvenes! —bramó, luchando por controlar sus instintos—. Se ve que saben zaherir a la gente con su sucia lengua. ¡Estoy hasta las narices de su arrogancia! ¿Quieren que nadie más coma del fruto del ginseng? Pues les voy a ayudar a conseguirlo.
Se arrancó un pelo del cogote y, echando sobre él una bocanada de aire mágico, gritó:
—¡Transfórmate!
Y al instante se convirtió en una imagen exacta del Wu-Kung obediente y sumiso, que recibía sin rechistar los insultos. Pero mientras esa falsa imagen se mantenía al lado de Wu-Ching, Wu-Neng y el monje Tang, el auténtico Peregrino se elevó por las nubes y fue a parar al huerto en el que crecía el árbol del ginseng. Furioso, levantó la barra por encima de su cabeza y descargó sobre él un golpe terrible, que sacudió hasta los mismos cimientos de la montaña. El árbol sufrió un daño irreparable, perdiendo todas sus hojas y ramas y dejando al descubierto sus preciadas raíces. La planta del azufre transformado quedó, de esta forma, convertida en una auténtica ruina.
Pese a todo, el Gran Sabio buscó entre las ramas caídas unas cuantas frutas, pero no pudo hallar una sola. Como los extremos de la barra no eran de oro y su cuerpo de hierro —uno de los elementos metálicos—, el ginseng se desprendió por sí solo y se diluyó en la tierra, apenas hubo tocado el suelo. De ahí que resultaran inútiles los esfuerzos del Peregrino.
—Mejor así —se dijo, satisfecho—. Ahora podremos seguir tranquilamente nuestro viaje.
Se guardó en la oreja la barra de hierro y regresó a la parte anterior de la casa. Allí sacudió el cuerpo, recuperando, de esta forma, el pelo que había perdido. Nadie se dio cuenta de lo que realmente había pasado, ya que todos ellos poseían ojos de carne.
—Estos monjes tienen una voluntad de acero —comentó, asombrado Brisa Límpida con Luna Brillante—. Les hemos estado reprendiendo como si fueran vulgares polluelos y no nos han replicado ni una sola vez. ¿Será verdad que ellos no han robado las frutas? El árbol Ginseng es muy alto y su ramaje muy denso. Es posible que nos hayamos equivocado y que estemos regañando a quien no debemos. ¿Qué te parece si volvemos al huerto e investigamos más detenidamente todo este asunto?
—Es lo menos que podemos hacer —replicó Luna Brillante y los se dirigieron al jardín de los frutales.
Lo que vieron les llenó el alma de una profunda congoja. El árbol yacía en el suelo con las ramas partidas y las hojas desperdigadas. No se veía ni uno solo de sus frutos. Brisa Límpida estaba tan abatido que sus piernas no pudieron seguir sosteniéndole y cayó en tierra como planta tronchada. Luna Brillante, por su parte, se balanceaba como si fuera un borracho. Los dos estaban tan asustados que no daban crédito a lo que veían. De tan singular momento tenemos un poema, que dice:
En su vagar hacia el Occidente Tripitaka se topó con la Montaña de la Longevidad, donde Wu-Kung derribó el árbol del azufre transformado. Todas sus ramas se quebraron y sus hojas fueron pasto del poder dispersor de los vientos. Brisa Límpida y Luna Brillante quedaron horrorizados al ver arrancadas las raíces divinas.
Los dos monjes taoístas se quedaron tumbados en el suelo, abatidos por la terrible desgracia que acababan de contemplar. Su lenguaje se tornó inconexo y sólo eran capaces de repetir una y otra vez:
—¿Qué vamos a hacer ahora? Ha desaparecido la raíz del Templo de las Cinco Villas y se ha secado la semilla que mantenía viva esta santa morada. ¿Qué vamos a decir a nuestro maestro, cuando regrese?
—Deja de lamentarte como una plañidera —reconvino a Brisa Límpida Luna Brillante—. Lo que debemos hacer ahora es no alertar a esos monjes desalmados. Por fuerza han tenido que ser ellos los autores de este destrozo. Yo me inclino por el de la cara peluda y el aspecto de dios del trueno. Seguro que se ha servido de algún tipo de magia para llegarse hasta aquí sin ser visto y destrozar nuestro tesoro. Es inútil que tratemos de arrancarle una confesión. Lo negará todo y eso nos llevará a una nueva discusión, que muy bien puede terminar en una lucha bastante desigual. Mal que nos pese, nosotros somos dos y ellos cuatro. Lo mejor que podemos hacer es tratar de engañarlo diciendo que no falta ninguna de las frutas, que todo fue un error do cálculo y que, por lo tanto, les debemos una disculpa. Su arroz está ya casi a punto. Podemos ofrecerles unas cuantas viandas más y, cuando tengan los platos en las manos, cerramos las puertas de golpe y así no podrán escapar. Que nuestro maestro decida después lo que hay que hacer con ellos. Es muy posible que los perdone, teniendo en cuenta que el monje Tang y él fueron grandes amigos. Pero, al menos, nosotros quedaremos libres de toda responsabilidad y nadie podrá echarnos en cara que no hemos hecho cuanto hemos podido.
—Tienes razón —asintió Brisa Límpida—. Me temo que, si no hacemos como dices, vamos a recibir una buena reprimenda.
Se arreglaron las ropas lo mejor que pudieron y regresaron con caras sonrientes al salón principal. Se llegaron hasta donde estaba el monje Tang e, inclinándose ante él, dijeron con ademán humilde:
—Esperamos que no os haya ofendido nuestro lenguaje vulgar y rastrero. No debíamos haberlo empleado jamás.
—¿A qué se debe este cambio en vuestra actitud? —preguntó, sorprendido, Tripitaka.
—A que hemos cometido una grave equivocación —respondió Brisa Límpida—. No faltaba ninguna de nuestras preciadas frutas. Lo que pasó es que nos equivocamos al contar, porque el árbol que las produce es muy frondoso y hay que tener una vista muy aguda. Precisamente venimos de echar una nueva cuenta, que ha puesto de manifiesto lo infundado de nuestras acusaciones.
—¡Qué impulsiva es la juventud! —exclamó Ba-Chie—. Siempre condena sin averiguar antes lo que hay de verdad o mentira en el asunto. Es vergonzoso lanzar acusaciones sin fundamento contra personas inocentes. Espero que aprendáis la lección para la próxima vez.
El Peregrino comprendió, sin embargo, que estaban tratando ganar tiempo y, aunque no dijo nada, pensó:
—¡Qué forma más descarada de mentir! ¿Cómo se atreverán a decir tonterías, cuando la verdad es que no quedó ni una sola fruta? A no ser, claro está, que ese árbol tenga poderes especiales y hay recuperado su perdido esplendor antes de lo que esperaba.
—En ese caso —concluyó Tripitaka, volviéndose hacia sus discípulos—, traed el arroz. Reanudaremos el viaje en cuanto hayamos comido.
Ba-Chie fue a por la cazuela, mientras el Bonzo Sha acercaba una mesa y unas sillas. Los dos jóvenes, por su parte, trajeron siete u ocho platos más, entre los que se contaban berenjenas en vinagre, rábanos en salsa de vino, alubias verdes en aceite, raíces de loto en salazón y platas secas de mostaza. También sacaron un puchero con el té más fino que pueda imaginarse y dos tazas. Después se colocaron discretamente a cada lado de la puerta. En cuanto los cuatro monjes cogieron las escudillas, abandonaron el salón a toda prisa, cerrándolo de un sonoro portazo. No contentos con eso, dieron dos o tres vueltas a la llave.
—¡Qué tontos son esos jóvenes! —exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada—. ¿A qué viene eso de cerrar la puerta sin haber probado bocado? A no ser, claro está, que se trate de una costumbre de este lugar.
—Así es —se burló Luna Brillante—. De aquí nadie sale hasta que no haya llenado la panza.
—¡Malditos ladrones glotones! —gritó, a su vez, Brisa Límpida—. Robasteis nuestras frutas y debéis pagar por vuestro atrevimiento, no os contentáis con coméroslas, sino que, encima, tuvisteis que derribar el árbol sagrado y destrozar su raíz. Vais a recibir tal escarmiento que, si queréis ir al Paraíso Occidental a presentar vuestros respetos a Buda, tendréis que esperar a la próxima reencarnación para hacerlo.
Al oír eso, Tripitaka dejó caer su escudilla de arroz y se quedó sentado con los hombros caídos, como si sobre ellos descansara un peso insoportable. Los dos jóvenes, mientras tanto, cerraron todas las puertas del monasterio. Sólo cuando estuvieron seguros de que nadie podía escapar, regresaron al salón principal y empezaron a insultar una vez más a los monjes, llamándoles ladrones y bandidos. Así continuaron hasta que el hambre terminó venciéndoles y se retiraron a llenar la barriga.
—¿Ves lo que has conseguido? —regañó el monje Tang al Peregrino—. No sabes más que buscar problemas. Deberías haber previsto todo esto, a la hora de robar y comer esas dichosas frutas. Además ¿por qué tuviste que derribar el árbol? Has obrado con tal desprecio hacia las normas establecidas que, de ser llevado ante el juez, no podrías escapar al castigo ni aunque fuera tu padre el presidente del tribunal.
—No me regañéis con tanta dureza, por favor —le suplicó el Peregrino—. ¿Qué nos importa que esos mozalbetes se hayan retirado a llenar la panza y a descansar? Nosotros seguiremos adelante con nuestro plan y partiremos esta misma noche.
—¿Cómo vamos a poder salir de aquí, si todas las puertas han sido cerradas a cal y canto? —protestó el Bonzo Sha.
—¿Eso qué importa? —replicó el Peregrino—. Ya encontraremos una manera de hacerlo.
—Desde luego, no te costará mucho —convino Ba-Chie—. Sólo tienes que transformarte en un insecto y salir volando por cualquier resquicio de la ventana. Pero ¿y nosotros? Nosotros no tenemos tus poderes y nos veremos obligados, por tanto, a permanecer aquí encerrados.
—Si hace eso y nos abandona a nuestra suerte —sentenció el monje Tang—, te aseguro que me pongo a recitar el Sutra del Tiempo Perdido y a ver si puede salir tan airoso del trance como pretende.
—¿Se puede saber de qué estáis hablando? —preguntó Ba-Chie, a punto de soltar la carcajada—. He oído hablar del Sutra Surangama, del Loto, del Pavo Real, del de Kwang-Ing, del Diamante y de otros muchos más, pero jamás del Tiempo Perdido.
—Se ve que no estás al tanto de nada —contestó el Peregrino—. ¿Ves esta escama que llevo en la cabeza? Se la entregó al maestro la Bodhisattva Kwang-Ing en persona. Yo, como un tonto, accedí a probarla y echó raíces en mi cabeza, como si fuera una planta. Por mucho que quiera, ya no puedo arrancármela. Lo peor del caso es que el maestro conoce unos cuantos conjuros que me producen un insoportable dolor de cabeza, en cuanto salen de sus labios. Es una forma estupenda de atormentarme —se volvió a continuación hacia Tripitaka y le suplicó, diciendo—: No los recitéis, os lo suplico. Prometo no traicionaros jamás. Pase lo que pase, saldremos de aquí todos juntos.
Mientras hablaban, se hizo noche cerrada y la luna apareció por oriente. El Peregrino miró entonces hacia lo alto y dijo:
—Cuando todo está en calma y la bola de cristal parece más brillante, es la hora más apropiada para escapar.
—Deja de decir tonterías —le urgió Ba-Chie—. ¿Cómo vamos a salir, si todas las puertas están cerradas?
—Si no me crees, mira —dijo el Peregrino y, cogiendo la barra de hierro realizó el acto mágico de abrir candados. Para ello no tuvo más que apuntar a las puertas con sus extremos de oro y todas las cerraduras saltaron al mismo tiempo, como si hubieran sido abiertas por una mano invisible.
—Qué maravilla! —exclamó Ba-Chie—. Ni un herrero podría haberlo hecho con más limpieza.
—Esto no es nada —dijo el Peregrino—. Al fin y al cabo, se trata de puertas vulgares y corrientes. Donde verdaderamente puede apreciarse el valor de mi barra es abriendo el mismísimo Puerta Sur del Cielo.
Sin pérdida de tiempo pidieron al maestro que montara en el caballo, mientras Ba-Chie cargaba con el equipaje y el Bonzo Sha abría el camino con paso ligero.
—No vayáis muy deprisa —les urgió el Peregrino—. Tengo pensado hacer dormir a esos taoístas durante más de un mes.
—No les hagas el menor daño —le ordenó Tripitaka—. De lo contrario, serás culpable no sólo de latrocinio, sino también de asesinato.
—No os preocupéis —replicó el Peregrino y volvió a entrar en la mansión.
No tardó en dar con la habitación en la que los dos jóvenes estaban descansando. Todavía le quedaban algunos insectos provocadores de sueño, que había ganado en su día al Devaraja Virupaksa jugando a las adivinanzas en la Puerta Este del Palacio Celeste. Sacó dos y los metió por una rendija que había en la ventana. Los insectos en seguida picaron a los jóvenes en la cara, sumiéndolos en un sopor tan profundo que nada ni nadie sería capaz de despertarlos. Satisfecho, el Peregrino volvió sobre sus pasos y no tardó en alcanzar al monje Tang. De esta forma, pudieron continuar todos juntos el camino hacia Oeste. Caminaron sin parar durante toda la noche, hasta que por fin, cuando Ya empezaba a clarear por el oriente, el monje Tang se quejó, diciendo:
—Me estás matando, mono inútil. Si no llega a ser por tu bocaza, hubiera dormido toda la noche de un tirón.
—No os quejéis tanto, por favor —le urgió el Peregrino—. Aún no ha amanecido del todo. Si queréis, podéis tumbaros a descansar junto camino. Continuaremos la marcha en cuanto hayáis recobrado las fuerzas.
Al monje no le quedó más remedio que desmontar y usar como almohada una rugosa raíz de pino. El Bonzo Sha tampoco tardó en a quedarse dormido, lo mismo que Ba-Chie, que encontró fácil acomodo en el hueco de una roca. El Peregrino, por su parte, tenía cosas más importantes que atender. Se subió a un árbol y empezó a saltar de rama en rama, divirtiéndose como un auténtico mono.
Mientras tanto, el Gran Inmortal abandonó el Palacio Tushita, un vez terminada la conferencia. Acompañado por los otros inmortales de rango inferior, montó en las nubes sagradas y, dejando atrás el Cielo del Jaspe Verde, no tardó en llegar a la Montaña de la Longevidad, donde se alzaba el Templo de las Cinco Villas. Se extraño de ver las puertas abiertas de par en par, pero pensó:
—Se ve que Brisa Límpida y Luna Brillante no son tan perezosos como había pensado. Normalmente no suelen levantarse hasta que el sol está muy alto, pero hoy han madrugado para abrir los portones y barrer los patios. Me alegra comprobar que, cuando yo no estoy, son tan responsables como cualquiera.
Los inmortales de rango inferior se mostraron igualmente satisfechos. Pero, al llegar al salón principal, no encontraron señal alguna de incienso, fuego o ser humano. Ni siquiera Brisa Límpida y Luna Brillante estaban allí.
—Esos dos han debido de aprovecharse de nuestra ausencia para robar todo lo que han querido —dijeron, enfurecidos, los inmortales.
—¡Tonterías! —replicó el Gran Inmortal—. ¿Cómo van a hacer semejante cosa dos seguidores del Tao? Lo más seguro es que se olvidaran de cerrar las puertas antes de irse a dormir ayer y todavía no se han despertado.
Como una exhalación, se dirigieron a los aposentos de los dos taoístas. Encontraron cerradas las puertas, pero pudieron oír claramente el sonido atronador de sus ronquidos. Golpearon con fuerza la puerta tratando de despertarlos, pero todo resultó inútil. No había forma de despertar a los jóvenes. Con no poco esfuerzo se las arreglaron, por fin, los inmortales para abrir la puerta y arrancar a los dormilones de sus lechos. Sin embargo, ni por ésas lograron sacarlos de su sopor.
—¡Mis queridos muchachos! —exclamó, divertido, el Gran Inmortal—. Quienes han alcanzado la inmortalidad no deberían ser tan esclavos del sueño, ya que sus espíritus están libres de toda congoja. ¿Cómo es posible que estéis tan cansados?
Cambió después de expresión y añadió en un tono más preocupado:
—¿No será que han sido víctimas de alguna suerte de encantamiento? Traedme inmediatamente un poco de agua.
Uno de los discípulos le puso en seguida en la mano una taza a medio llenar. El Gran Inmortal recitó un conjuro y después escupió un de líquido en el rostro de los dos durmientes, expulsando, así, de sus cuerpos al Demonio del Sueño. Los muchachos no tardaron en despertarse. Tras abrir los ojos con no poca dificultad y secarse la cara con las mangas, se mostraron muy sorprendidos de ver a su alrededor al Señor, Sosia de la Tierra, y a los otros inmortales. Totalmente despertados, no se les ocurrió otra cosa que echarse rostro en tierra y decir, al tiempo que golpeaban una y otra vez el suelo con la frente:
—Los monjes que vinieron del este, vuestros supuestos amigos, eran en realidad una banda de ladrones.
—Está bien, está bien —replicó el Gran Inmortal, tratando de tranquilizarlos—. Procurad calmaos y contadnos lo sucedido.
—Al poco tiempo de marcharos —explicó Brisa Límpida—, llegó, procedente de las Tierras del Este, un tal monje Tang. Le acompañaban tres discípulos y venía montado en un caballo. Siguiendo vuestros deseos, arrancamos dos frutos de ginseng y se los dimos a comer. Pero él los rechazó, incapaz de ver en ellos el preciado tesoro que durante milenios ha guardado este templo. Se empeñó en que eran niños renacidos y se negó de plano a probarlos, así que no tuvimos más remedio que comérnoslos nosotros. Lo que menos pensábamos es que uno de sus seguidores, un tal Sun Wu-Kung, fuera a descubrir nuestro secreto y a robar cuatro de nuestras valiosas frutas. Cuando lo descubrimos, tratamos de hacerle entrar en razón, pero él se negó a escucharnos y, valiéndose de la magia de abandonar el cuerpo en espíritu… ¡Oh!, me es imposible seguir contando lo que pasó. ¡Resulta tan penoso! y los dos se echaron a llorar, presas de una terrible angustia.
—¿Es que os pegó ese monje que decís? —preguntaron, sorprendidos otros inmortales.
—No —contestó Luna Brillante—. Fue peor que eso. ¡Derribó el árbol del ginseng!
Extrañamente, al oír tan grave noticia, el Gran Inmortal no se mostró enfadado. Trató de consolar a sus discípulos, diciendo:
—No lloréis más, por favor. Lo que no sabéis es que ese tipo del que habláis es un inmortal de la Gran Mónada. Es dueño de un extraordinario poder mágico y en su tiempo causó un gran revuelo en los Cielos. Ahora que nuestro árbol ha sido destruido, deseo que me digáis si podéis reconocer a esos monjes en cuanto los veáis.
—Por supuesto que sí —respondió Brisa Límpida.
—En ese caso —concluyó el Gran Inmortal—, venid conmigo. Los demás podéis ir preparando los instrumentos de tortura. Los azotaremos en cuanto regrese.
Los inmortales le obedecieron sin rechistar, mientras el Gran Inmortal, Brisa Límpida y Luna Brillante montaban en una nube y salían en persecución de Tripitaka. En un abrir y cerrar de ojos recorrieron mil kilómetros, pero no pudieron ver al monje Tang por ninguna parte. El Gran Inmortal miró entonces hacia el este y comprobó que le habían dejado novecientos kilómetros atrás. A pesar de galopar durante toda la noche sin parar, Tripitaka y los suyos sólo habían logrado avanzar ciento veinte kilómetros. El Gran Inmortal cambió la dirección de la nube y regresó sobre sus pasos.
—Aquel que está tumbado debajo de un árbol es el monje Tang —exclamó, muy excitado, uno de los jóvenes.
—Ya le veo —dijo el Gran Inmortal—. Vosotros regresad a preparar las cuerdas. Yo solo me encargaré de capturarle.
Brisa Límpida y Luna Brillante volvieron al templo sin decir una sola palabra. El Gran Inmortal, por su parte, bajó de la nube y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, se convirtió en un taoísta mendicante. Sus ropas parecían haber sido remendadas más de cien veces, lo mismo que su faja, que, de alguna manera, recordaba a la de Lü Dung-Ping[1]. En la mano llevaba un rabo de yak[2], con el que, de vez en cuando, hacía sonar un pequeño tambor en forma de pez. Calzaba unas sandalias de hierbas con tres lazos y en la cabeza lucía un aparatoso turbante. Sus amplias mangas se movían libremente al compás del viento. Canturreando una canción sobre luna nueva, se llegó hasta donde estaba el monje Tang y le dijo e voz alta:
—Este pobre taoísta os saluda, levantando respetuosamente las manos.
—Perdonadme por no haberos saludado yo el primero —contestó Tripitaka inclinándose ante él.
—¿De dónde venís y por qué os habéis detenido a meditar en un lugar como éste? —preguntó el Gran Inmortal.
—Procedo de la tierra de los Tang y me dirijo al Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas —respondió Tripitaka.
—Si lo que decís es verdad —exclamó el Gran Inmortal, fingiendo sorpresa—, por fuerza habéis tenido que pasar por la montaña en la que habito.
—¿Qué montaña es esa de la que habláis? —inquirió Tripitaka.
—La de la Longevidad —contestó el Gran Inmortal—. Yo vivo en un monasterio que hay allí y que lleva el nombre de las Cinco Villas.
—No, no. Estáis equivocado —dijo el Peregrino, en cuanto lo oyó—. No hemos pasado por allí. Hemos seguido, de hecho, otra ruta.
—¡Maldito mono! —exclamó el Gran Inmortal, señalándole acusadamente con un dedo—. ¿A quién estás tratando de engañar? ¿Crees que no sé que fuiste tú el que derribó el árbol del ginseng y después aprovechó la oscuridad de la noche para escapar? ¿Por qué tratas de negarlo? Lo que tienes que hacer es traerme inmediatamente otro árbol.
El Peregrino se puso furioso al oír tales razones y echó mano de la barra de hierro. Sin mediar una sola palabra con el Gran Inmortal, descargó sobre su cabeza un golpe terrible. Afortunadamente el taoísta lo esquivó a tiempo, haciéndose a un lado y elevándose por los aires. El Peregrino montó en una nube y salió en su persecución, pero el Gran Inmortal recobró su forma habitual y le hizo frente. En la cabeza lucía un bonete de oro rojizo, que resaltaba la sencillez de su túnica adornada con plumas de garza. Llevaba ceñida la cintura con una faja de seda, cuyo color contrastaba con el de los zapatos que calzaban sus pies. Su cuerpo poseía la flexibilidad del de un muchacho y su rostro podría muy bien confundirse con el de una doncella, de no ser por su barba y sus llamativos bigotes. Unas cuantas plumas de curvo adornaban su cabello. Lo más llamativo, sin embargo, es que hizo frente al Peregrino sin valerse de arma alguna, excepción hecha de su abanico de cerdas de yak con el mango de jade que blandía, amenazador en sus manos.
El Peregrino descargó sobre él una andanada de golpes, pero el Gran Inmortal los fue esquivando uno tras otro con singular pericia. Después de dos o tres encuentros el taoísta recurrió al poder de su magia prodigiosa. Se encaramó en lo alto de una nube y, volviéndose cara al viento, abrió cuanto pudo una de las mangas. Era tan larga que llegó hasta el suelo y, con un movimiento circular que recordaba al de un criado barriendo, envolvió a los cuatro monjes y al caballo.
—¡Qué horror! —exclamó Ba-Chie, desconcertado—. Estamos en el interior de una bolsa de ropa.
—¡Cuidado que eres idiota! —le regañó el Peregrino—. Esto no es más que una manga.
—En ese caso, no nos será muy difícil salir de aquí —afirmó Ba-Chie—. Si quieres, puedo hacer un agujero con el tridente en esta tela. Después sólo tendremos que decir que fue incapaz de custodiarnos con el cuidado que de él se esperaba. Te aseguro que será el hazmerreír de todo el mundo.
Ni corto ni perezoso, el Idiota comenzó a agujerear el tejido con el tridente, pero no logró hacerle mella alguna. A pesar de tratarse de un material muy suave al tacto, era, en realidad, más duro que el acero del que estaba hecho el tridente.
El Gran Inmortal había, mientras tanto, dado la vuelta a la nube e iniciado el camino de regreso. En cuanto llegó al Templo de las Cinco Villas, se sentó en el salón principal y fue sacando a los Peregrinos uno por uno, como si fueran vulgares marionetas. El primero en salir fue el monje Tang, que no tardó en ser atado a una de las grandes columnas del salón. Idéntica suerte siguieron sus tres discípulos. El caballo fue conducido a un patio interior donde se le ofreció un poco de heno, mientras el equipaje era arrojado a uno de los corredores.
—Estos que veis aquí —dijo el Gran Inmortal a sus seguidores— son monjes, personas que han renunciado a una familia por seguir las sendas de la Verdad. No deben ser, pues, sometidos a la acción de hachas, lanzas o espadas. Sin embargo, han destruido nuestro árbol de ginseng y merecen un castigo ejemplar. Traedme el látigo, que pienso destrozarles las espaldas, para que aprendan a respetar los bienes ajenos.
Los inmortales obedecieron sin rechistar. El látigo que pusieron en sus manos no era de piel de vaca, ni de oveja, ni de carabao, sino que estaba hecho con siete correas de piel de dragón. El Inmortal las metió en el agua y espero a que adquirieran una extraordinaria flexibilidad. Cuando todo estaba dispuesto, preguntó uno de los inmortales más robustos:
—¿A quién queréis que azotemos primero?
—A Tripitaka, por supuesto —contestó el Gran Inmortal—. Al fin y al cabo es el responsable de todo el grupo.
—El maestro no podrá resistir semejante castigo —se dijo, alarmado el Peregrino—. Si muere, sólo yo seré el responsable.
Incapaz de dominar su agitación, levantó la voz y añadió:
—Estás muy equivocado. El monje Tang no ha tenido nada que ver en todo este asunto. Fui yo el que robó los frutos y después se los comió. Además, derribé vuestro preciado árbol con mis propias manos. ¿Por qué no me azotáis a mí primero, en vez de ensañaros con mi pobre maestro, que no ha hecho absolutamente nada?
—Se nota que eres valiente y que no te falta labia —exclamó, sonriendo, el Gran Inmortal—. Está bien. Azotadle primero a él.
—¿Cuántos latigazos le damos? —preguntó uno de los discípulos.
—Tantos como frutas había en el árbol —contestó el Gran Inmortal—. Treinta.
Uno de los inmortales de menor rango cogió el látigo y se dispuso a cumplir la orden de su señor. Temiendo que el castigo fuera a ser más fuerte de lo que en un principio había previsto, el Peregrino abrió cuanto pudo los ojos para averiguar el lugar en el que tenía pensado descargar el golpe. Fue así como descubrió que iba a flagelarle las piernas. Movió ligeramente el cuerpo y gritó:
—¡Transformaos! —y al punto las dos piernas adquirieron la dureza del acero.
Rítmicamente el inmortal fue dejando caer sobre ellas los treinta latigazos. Cuando terminó, era cerca del mediodía y, levantando la vista al cielo, dijo el Gran Inmortal:
—Creo que deberíamos azotar ahora a Tripitaka por no saber dominar a sus discípulos y permitirles comportarse como auténticos bandidos.
El inmortal tomó de nuevo el látigo, pero el Peregrino le detuvo a tiempo, gritando:
—Eso que acabas de decir tampoco es muy exacto, porque, mientras yo robaba las frutas, mi maestro se encontraba en este mismo lugar hablando con tus dos discípulos, ajeno totalmente a lo que estaba ocurriendo. Posiblemente se le pueda acusar de no ser muy estricto con nosotros, pero de ninguna manera se le ha de culpar de algo que no ha cometido. Los únicos culpables de todo somos sus discípulos. Así que lo mejor que puedes hacer es azotarme otra vez.
—Aunque eres un mono que no siente respeto por nada —replicó el Gran Inmortal—, tienes sentimientos filiales y eso te honra. Que se cumpla, pues, tu deseo. ¡Azotadle otra vez! —y de nuevo volvió a recibir treinta latigazos.
En cuanto hubo concluido el castigo, el Peregrino bajó la vista comprobó que sus dos piernas brillaban como espejos. Sin embargo no sentía el menor dolor. Estaba empezando a anochecer y el Gran Inmortal ordenó:
—Meted el látigo en agua hasta mañana por la mañana. Las sesiones de castigo han terminado por hoy.
Los inmortales así lo hicieron. En cuanto hubieron terminado la colación vespertina, se retiraron a sus aposentos a descansar. El monje Tripitaka cayó entonces presa de la angustia y, con los ojos anegados en lágrimas, se quejó amargamente a sus discípulos de su suerte, diciendo:
—Siempre pasa lo mismo: vosotros quebrantáis la ley y después tengo yo que pagar las consecuencias. ¿Se puede saber cuándo vais a dejar de meterme en líos?
—Dejad de lamentaros de una vez —le urgió el Peregrino—. Al fin y al cabo, hasta ahora sólo me han azotado a mí. ¡No sé a qué viene tanta queja!
—Está bien —reconoció el monje Tang—. Te has sacrificado dos veces por mí. Pero esta cuerda me está destrozando las muñecas.
—Deberíais pensar que no sois el único que sufre —le echó en cara el Bonzo Sha—. Todos estamos en la misma situación.
—Dejad de discutir como mujerzuelas —les instó el Peregrino—. Dentro de muy poco estaremos en camino de nuevo.
—¡Cuidado que te gusta fanfarronear! —exclamó Ba-Chie—. Estas cuerdas son de cáñamo mojado. No pienses que te va a resultar tan fácil librarnos de ellas. Esto no es como abrir cerraduras.
—Te aseguro que no estoy dándomelas de fuerte —dijo el Peregrino—. Mi magia puede con todo tipo de cuerdas, incluidas las de cáñamo mojado. Para ella una maroma del grosor de un cuenco de arroz es como un soplo de brisa otoñal.
El monasterio yacía en un silencio absoluto. Comprendiendo que era arriesgado seguir hablando, el Peregrino sacudió el cuerpo y al instante se vio libre de las cuerdas que le mantenían atado.
—Vamos, maestro. Prosigamos nuestro viaje cuanto antes —dijo a Tripitaka.
—¿Es que a nosotros no piensas salvarnos? —preguntó, desconcertado, el Bonzo Sha.
—Por supuesto que sí —contestó el Peregrino—. Pero sería conveniente que hablaras un poco más bajo, ¿no te parece? —y desató a todos sus compañeros.
En seguida se vistieron, ensillaron el caballo y recogieron el equipaje, que aparecía desperdigado a lo largo de uno de los pasillos. Al llegar a la puerta del templo, el Peregrino se volvió hacia Ba-Chie y le dijo:
—Vete a aquel acantilado de allí y tráeme cuatro sauces pequeños.
—¿Para qué los quieres? —indagó el Idiota.
—Para algo será, ¿no crees? —respondió el Peregrino—. Tú haz lo que te digo.
El Idiota poseía la fuerza de un auténtico bruto e hizo lo que se le mandaba. Hozando con el morro en la tierra logró derribar cuatro sauces jóvenes, hizo con ellos un manojo y regresó junto a sus compañeros. Sin pérdida de tiempo el Peregrino les quitó las ramas y los metió en el salón principal, donde los ató con las mismas cuerdas que habían servido para amarrarlos a ellos. Recitó a continuación un conjuro y, mordiéndose la punta de la lengua, escupió un poco de sangre, al tiempo que gritaba:
—¡Transformaos!
Al instante uno se convirtió en el monje Tang, otro en el Peregrino y los otros dos tomaron la figura de Ba-Chie y del Bonzo Sha. Eran exactamente igual que ellos y lo más asombroso era que sabían sus nombres y lo que tenían que responder al ser preguntados. Terminada tan magnífica labor, Wu-Kung y el Idiota regresaron al lado de su maestro. Como había ocurrido la vez anterior, no se detuvieron a descansar ni una sola vez en toda la noche. Al amanecer Tripitaka estaba tan cansado que apenas podía mantenerse sobre la silla. Al verlo, el Peregrino se encaró con él, diciendo:
—¡Cuidado que sois blandengue! No comprendo cómo una persona que ha abandonado su hogar puede ser tan débil. Fijaos en mí.
Podría pasarme sin dormir mil noches seguidas y no sentiría el menor cansancio. Pero, en fin, cada cual es como es. Así que lo mejor que podéis hacer es bajar de ese caballo, para que no puedan reírse de vos los caminantes con los que nos crucemos. Hay que encontrar cuanto antes un lugar seguro en el que podáis descansar a vuestras anchas.
En cuanto empezó a clarear, el Gran Inmortal saltó del lecho y, tras tomar un pequeño refrigerio, ordenó a los suyos:
—Sacad el látigo del agua. Hoy le toca ser azotado a Tripitaka.
—Te voy a destrozar —dijo el inmortal del látigo al monje Tang.
—Adelante —dijo el sauce y recibió sin rechistar los treinta azotes.
El inmortal se volvió entonces hacia Ba-Chie y le anunció:
—Ahora te toca a ti.
—Muy bien —dijo el otro sauce y sufrió un castigo idéntico.
Lo mismo le ocurrió al árbol que representaba al Bonzo Sha, pero, cuando le llegó el turno al que encarnaba al Peregrino, el auténtico Wu-Kung dio un grito de dolor y exclamó:
—Algo no va bien.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Tripitaka, intrigado.
—Que al transformar los sauces en nosotros mismos, pensé que no me iban a volver a azotar y no me protegí con un conjuro adecuado. Eso quiere decir que ahora siento en mi carne los golpes que están dando a la madera. De ahí que no pueda estarme quieto. ¡Tengo que detener inmediatamente la acción de la magia! —y recitó una fórmula para poner fin al hechizo.
Al ver la transformación experimentada por los reos, los taoístas se pusieron a temblar de miedo. El que estaba ejecutando el castigo arrojó el látigo y corrió a informar a su maestro, diciendo:
—Os juro, señor, que empecé azotando al monje Tang, pero ahora tanto él como los otros se han convertido en troncos de sauce.
—¡Eso es obra del Peregrino Sun! —exclamó el Gran Inmortal, riendo con amargura—. ¡Qué mono más extraordinario! Había oído decir que, cuando se rebeló contra el Cielo, se escapó incluso de las redes cósmicas, pero jamás lo creí. Ahora he de admitir que esos rumores eran totalmente ciertos. Nadie puede escapar así como así a mí poder. Ha sido muy ingenioso eso de hacer pasar unos sauces por personas, pero no por eso va a quedar sin castigo semejante atrevimiento. Ahora mismo voy a salir en su persecución.
No había acabado de decirlo, cuando se elevó por encima de las nubes de un salto. Miró con fijeza hacia el Oeste y no tardó en ver a los cuatro monjes fugitivos. Uno de ellos iba a caballo, mientras los demás cargaban con el equipaje. El Gran Inmortal se lanzó como un águila sobre ellos, al tiempo que gritaba:
—¿Adónde crees que vas, Peregrino Sun? ¡Devuélveme inmediatamente el árbol de ginseng!
—¡Estamos perdidos! —exclamó Ba-Chie—. Otra vez tenemos encima a nuestro enemigo.
—De momento olvidémonos de la palabra amabilidad —sugirió el Peregrino—. Me temo que, para acabar con este monstruo y continuar tranquilamente nuestro camino, tendremos que emplear un poco de paciencia.
Al oírlo, el monje Tang se puso a temblar, incapaz por completo de articular palabra alguna. Por su parte, el Bonzo Sha echó mano del báculo y lo mismo hicieron Ba-Chie con el tridente y el Peregrino con la barra de hierro. Como un solo hombre se elevaron por los aires y, rodeando al Gran Inmortal, empezaron a descargar sobre él furibundos golpes. De la batalla que entonces dio comienzo existe un poema, que dice:
Wu-Kung no conocía al Inmortal Chen Yüan, el escurridizo y poderoso Señor, Sosia de la Tierra. Sobre él descargaron su potencia las tres armas de origen divino, pero sus golpes resultaron impotentes contra el rabo de yak. Con extraordinaria facilidad cubrió los cinco puntos cardinales y el ímpetu de los guerreros chocó infructuosamente contra él. La noche se había esfumado, amaneció un nuevo día y los Peregrinos continuaban sin poder escapar. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar antes de que pudieran llegar a las Tierras del Oeste?
Blandiendo sus armas, los tres monjes se lanzaron a una sobre el Gran Inmortal, pero éste les hizo frente con su humilde abanico de cerdas de yak. Cuando llevaban luchando aproximadamente media hora, el taoísta volvió a abrir la manga y, una vez más, capturó a los cuatro monjes, junto con su equipaje y el caballo. A continuación dio la vuelta a la nube y regresó a su monasterio, donde fue recibido por los otros inmortales. Sin pérdida de tiempo se sentó en el salón principal y empezó a sacar a sus prisioneros uno a uno. Esta vez el monje Tang fue atado a un pequeño huai que había en el patio, mientras el Bonzo Sha y Ba-Chie fueron encadenados a otros dos árboles que crecían a su lado. El Peregrino, por su parte, fue dejado a su aire en el suelo, aunque fuertemente amarrado.
—Me figuro que piensan interrogarme a mí primero —pensó el Peregrino.
Pero, en cuanto terminaron de atar a todos, los inmortales sacaron diez grandes piezas de tela y eso hizo soltar la carcajada al Peregrino al tiempo que decía:
—Por lo que se ve, Ba-Chie, este tipo tiene la intención de hacernos unos cuantos trajes. Podríamos aprovechar la ocasión y pedirle que, de paso, nos confeccione unas cuantas túnicas de monje[3].
El Gran Inmortal no prestó atención a sus palabras. Cuando todas las piezas de tela estuvieron listas, se volvió hacia sus subordinados y les ordenó:
—Ahora envolved en ellas a Tripitaka Tang, a Chu Ba-Chie y al Bonzo Sha.
Los inmortales cumplieron sin dilación sus órdenes.
—¡Fantástico! —exclamó el Peregrino en el mismo tono irónico de antes—. No hay cosa que más nos atraiga que ser enterrados vivos.
Los taoístas trajeron entonces un bidón de laca que habían fabricado ellos mismos y, siguiendo las instrucciones del Gran Inmortal, cubrieron totalmente con ella a los Peregrinos. Sólo la cara les dejaron al descubierto.
—Está muy bien que no nos hayáis tocado la cabeza —dijo Ba-Chie—. Pero ¿os importaría hacernos un agujero en la parte de abajo para poder aliviarnos cuando nos venga en gana?
Sin prestar la menor atención a semejante salida, el Gran Inmortal ordenó traer una sartén enorme.
—¡Qué suerte, Ba-Chie! —gritó el Peregrino, riendo—. Según parece, tienen pensado darnos de comer.
—Por mí no hay ningún inconveniente en que lo hagan —afirmó Ba-Chie—. Así, si morimos, seremos por lo menos unos espíritus bien alimentados.
Los inmortales colocaron la sartén ante las escalinatas del salón principal. A instancias del Gran Inmortal hicieron una hoguera con madera seca y casi no pierden la razón de alegría, cuando oyeron decir a su señor:
—Ahora llenad la sartén de aceite y, cuando esté hirviendo, meted en ella al Peregrino Sun y freídle bien. Así pagará por haber destruido el árbol del ginseng.
—Eso es precisamente lo que quiero —se dijo, muy complacido, el Peregrino—. Llevo muchísimo tiempo sin tomar un baño y la piel se me ha vuelto tan seca que a veces me produce insoportables picores Me sentará bien caldearme un poquito.
No pasó mucho tiempo antes de que el aceite empezara a hervir. El Sabio tomó, no obstante, sus preocupaciones. Temiendo que pudiera tratarse de alguna forma extraordinaria de magia a la que no podría controlar una vez que estuviera dentro de la sartén, echó un vistazo rápido a su alrededor. Al este vio un pequeño promontorio con un reloj de sol, mientras que en el oeste se levantaba un artístico león de piedra. De un salto se llegó hasta él, se mordió la punta de la lengua y le escupió encima la sangre, diciendo:
—¡Transfórmate!
Al instante se convirtió en su propia imagen. No le faltaba ni un solo detalle, incluidas las cadenas y su mirada de fuego. Satisfecho de tan espléndida obra, el auténtico Peregrino se elevó por los aires y se puso a contemplar lo que hacían los taoístas. Justamente en ese momento uno de los inmortales se llegó hasta donde estaba su señor y le informó, diciendo:
—El aceite está ya listo.
—En ese caso —concluyó el Gran Inmortal—, coged al Peregrino Sun y metedle dentro.
Cuatro de los jóvenes se dispusieron en seguida a cumplir la orden, pero, para su asombro, ni siquiera pudieron levantarle del sitio. En seguida se les unieron ocho más; sin embargo, el resultado fue idéntico. Desconcertados, solicitaron la ayuda de otros cuatro compañeros. Todo fue inútil. No lograron moverle ni un solo milímetro.
—Se ve que a este mono le gusta demasiado la tierra —comentó uno de los inmortales—. Si no, no me explico cómo no podemos levantarle del suelo, porque muy grande no es.
Tuvieron que venir cuatro más para conseguir a duras penas hacerse con él y lanzarle a la sartén. Su peso era tan enorme que el aceite saltó en todas las direcciones, quemando a los taoístas y produciéndoles horrorosas ampollas en la cara. Sin embargo, su atención se vio atraída por los gritos del que estaba atizando el fuego.
—¡La sartén gotea! —decía, desesperado—. ¡Está perdiendo aceite por todas partes!
Era verdad. No había acabado de decirlo, cuando quedó complemente vacía. Fue así como descubrieron que lo que la había llenado de agujeros era un pesado león de piedra.
—¡Maldito mono! —exclamó el Gran Inmortal, enfurecido—. Jamás he visto a nadie tan escurridizo como él. ¿Cómo es posible que se haya escapado delante de mis propias narices? Además, ¿por qué ha tenido que destrozar mi sartén? ¿No le bastaba con escabullirse? He de reconocer que no hay manera de echarle mano, porque, cuando uno cree que lo ha conseguido, lo más seguro es que esté agarrando una sombra. Es como manejar mercurio o tratar de atrapar el viento Está bien. Que se marche y nos deje tranquilos de una vez. Desatad a Tripitaka y traed una nueva sartén. Le freiremos a él para vengar la destrucción de nuestro árbol de ginseng.
Los inmortales obedecieron al instante. Se llegaron hasta donde estaba el monje Tang y empezaron a arrancarle la tela cubierta de laca.
—El maestro se encuentra en una situación francamente desesperada —se dijo el Peregrino, alarmado, desde el aire—. Si le meten en esa sartén, el primer hervor le matará, el segundo le churruscará y el tercero y el cuarto le convertirán en un trozo de carne totalmente irreconocible. No me queda otro remedio que tratar de salvarle cuanto antes.
A toda prisa bajó de la nube y se dirigió al salón principal.
—Dejad en paz a mi maestro —gritó, poniéndose en jarras—. Si estáis decididos a freír a alguien, ¿por qué no me metéis a mí en la sartén?
—¡Maldito mono! —exclamó, sorprendido, el Gran Inmortal—. ¿Cómo te atreves a mostrarte tan insolente después de haber arruinado mi otra sartén?
—Has tenido la mala suerte de toparte conmigo —respondió el Peregrino, soltando la carcajada—. Además, ¿a qué viene eso de echarme la culpa de todo? Justamente cuando estaba a punto de disfrutar de tu oleaginosa hospitalidad, me entraron ganas de mear. Temí que, de hacerlo en tu sartén, podría estropear el aceite y que después no serviría para cocinar. Por eso decidí escabullirme delante de tus propias narices. Pero ahora, que ya he hecho mis necesidades, no existe ese peligro y estoy dispuesto a zambullirme con mucho gusto en tu preciada sartén. ¿A qué viene eso de querer freír a mi maestro? Freídme a mí y ya está.
El Gran Inmortal soltó una risotada amenazadora y abandonó el salón dispuesto a echarle mano al Peregrino.
No sabemos qué tenía pensado decirle o si el Peregrino se las arregló para escapar de nuevo. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.