CAPÍTULO XCVII
No hablaremos, de momento, del monje Tang y sus tres discípulos, que pasaron una noche de continuos sobresaltos en el ruinoso santuario de la Luminosidad Perfecta, obligados por la inesperada fuerza de la lluvia. Sí lo haremos, sin embargo, de un grupo de hombres malvados que habitaban en la Prefectura de la Terraza del Bronce, que, como queda ya dicho, formaba parte del Distrito de la Tierra de la Luz. Todos ellos habían dilapidado en muy pocos meses sus, en otro tiempo, envidiables fortunas, acostándose con prostitutas y entregándose con ardor a la bebida y al juego. Cuando se encontraron con las bolsas vacías, no se les ocurrió mejor manera de subsistir que crear una banda de malhechores. Buscando fondos para sus interminables francachelas, se sentaron un día a deliberar cuáles eran las dos familias más ricas que habitaban en la ciudad y uno de ellos dijo:
—No hay necesidad de perder el tiempo en averiguaciones. No existe en toda la prefectura un hombre con más dinero que el noble Kou. ¿No habéis visto, acaso, la fortuna que ha dilapidado para despedir a ese monje procedente de la corte de los Tang? La lluvia que está cayendo es tan intensa, que esta noche ni los soldados se atreverán a salir a patrullar las calles. ¿Qué os parece si vamos a hacerle una visita y, con lo que consigamos, nos pasamos después por el lupanar y las salas de juego?
Todos los bandidos se mostraron encantados con el plan. Tomaron a toda prisa sus cuchillos, sus mazas, sus palos, sus cuerdas y sus antorchas y, sin importarles para nada la lluvia, echaron abajo las puertas de los Kou. Al oír sus gritos, todos cuantos moraban en la mansión sin importar ni el sexo ni la edad, se dieron a la fuga. La esposa del noble se escondió debajo de la cama, mientras que él buscó refugio detrás de una puerta, viendo, apenado, cómo Kou-Liang, Kou-Dung y los demás familiares huían, despavoridos, por donde buenamente podían. Los ladrones destrozaron las alacenas y los cofres, arramplando con todo el oro, la plata, las joyas y demás objetos de valor que pudieron encontrar. Angustiado ante semejante despojo, el noble abandonó su escondite y, poniendo en claro peligro su vida, suplicó a los bandidos:
—Llevaos lo que deseéis, pero, por lo que más queráis, en consideración a mis muchos años no os llevéis mis ropas. Mirándolo bien, no os van a servir de ningún provecho.
Los bandidos no estaban, por supuesto, dispuestos a perder el tiempo en conversaciones inútiles y le propinaron una tremenda patada en la ingle, que le hizo rodar por el suelo como un muñeco. El golpe fue, de hecho, tan fuerte, que sus tres espíritus[2] iniciaron de inmediato el viaje a las Regiones Inferiores y sus siete almas abandonaron lentamente el mundo de los vivos. Una vez cumplidos sus propósitos, los bandidos abandonaron la mansión de los Kou y escaparon de la ciudad, valiéndose de unas cuerdas que descolgaron diestramente de sus muros. Amparados por la impiedad de la lluvia, pudieron escapar, sin ser molestados, en dirección oeste. Al ver que los bandidos habían huido, los deudos y criados de los Kou se fueron acercando poco a poco a la mansión.
No tardaron en descubrir el cadáver del anciano y, echándose encima de él, empezaron a llorarle, gritando a voz en grito:
—¡El maestro ha sido asesinado! ¿Por qué el cielo se muestra siempre tan cruel con los más débiles?
A eso de la cuarta vigilia la anciana empezó a pensar con desprecio del monje Tang, creyendo que todo cuanto había ocurrido era culpa suya, por negarse a aceptar la hospitalidad que tan generosamente se le ofrecía. Pronto su ira se transformó en odio y comenzó a maquinar la forma de vengarse de los peregrinos. Guiada por tan loco impulso, se volvió hacia Kou-Liang y le dijo:
—¿A qué viene tanto llorar? Tu padre se pasó la vida dando de comer a los monjes, creyendo que, de esa forma, alcanzaría la perfección, pero lo único que consiguió fue perder la vida a manos de esos cuatro desagradecidos.
—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó uno de los jóvenes, intrigado.
—Cuando esos asesinos entraron en nuestros aposentos —contestó la mujer—, me metí debajo de la cama. Aunque el miedo me hacía temblar como una hoja de bambú sacudida por el viento y el aire agitaba con fuerza las llamas de las antorchas, pude ver claramente sus rostros. ¿Queréis saber quiénes eran? El monje Tang sostenía la tea, Chu Ba-Chie llevaba un cuchillo en las manos y el Bonzo Sha arrastraba el saco con la plata y el oro. El que acabó con vuestro padre fue ese al que llamaban Peregrino.
—No hay que darle más vueltas a la cabeza —concluyeron los dos jóvenes, creyendo a pie juntillas en las palabras de su madre—. ¡Esos monjes son los asesinos! Después de pasar más de medio mes con nosotros, conocían perfectamente la casa, sus entradas, sus habitaciones, sus pasillos…, en fin, todo. No cabe duda que no existe nada más goloso que la riqueza. Eso explica que se hayan aprovechado de la oscuridad de una noche de tormenta como ésta para privarnos no sólo de nuestras posesiones, sino hasta de nuestro propio padre. ¿Cómo es posible que puedan ser tan malvados? En cuanto amanezca, iremos al palacio del prefecto y presentaremos una acusación en toda regla.
—¿Qué vamos a decir en ella? —preguntó Kou-Dung.
—Exactamente lo que acaba de decirnos nuestra madre —contestó Kou-Liang y escribió de su puño y letra—: «Mientras el monje Tang sostenía la antorcha, Ba-Chie incitaba al crimen, el Bonzo Sha cargaba con el oro y la plata y el Peregrino consumaba el asesinato».
Toda la familia se hallaba en un estado de agitación. En cuanto hubo amanecido, pidieron a los parientes más cercanos que se encargaran de la preparación del funeral y de la compra del ataúd. Kou-Liang y su hermano se dirigieron, por su parte, al palacio del prefecto y presentaron los cargos. El magistrado era una persona justa que se había dedicado toda su vida a la práctica del bien. Durante su juventud no había hecho otra cosa que estudiar y, así, había conseguido aprobar con cierta facilidad los exámenes celebrados en el Salón de los Carillones de Oro. Aunque pronto había dado pruebas de su inquebrantable amor a los principios legales, su comprensión y su misericordia eran proverbiales en toda la comarca. Nadie dudaba de que su fama habría de durar más de mil años, como si se tratara de un nuevo Kung o Huang[3]. Su nombre, como el de los virtuosos magistrados Che y Lu[4], estaba destinado a resonar para siempre en los salones dedicados a la práctica de la justicia. Una vez atendidos los asuntos ordinarios, ordenó mostrar públicamente la placa que daba a entender su disponibilidad para solucionar otros casos más privados. Después de colgarse la placa en el pecho, los hermanos Kou entraron en la sala de audiencias y, postrándose de hinojos, anunciaron:
—Estos humildes servidores vuestros desean someter a vuestra consideración un gravísimo caso de robo y asesinato.
La acusación pasó inmediatamente a manos del magistrado, que, una vez que la hubo leído, dijo:
—Habíamos oído comentar que vuestra familia había concluido, por fin, su promesa de alimentar monjes. Había llegado, igualmente, hasta nuestros oídos que ayer mismo habíais despedido, con un extraordinario despliegue de tamborileros y músicos que terminaron atascando todas las calles, a los cuatro últimos, que eran, en realidad, unos arhats procedentes de la corte de los Tang. ¿Cómo es posible que por la noche se cebara la desgracia en vosotros con tal saña?
—Como todo el mundo sabe —respondieron los dos hermanos, golpeando el suelo con la frente—, Kou-Hung, nuestro padre, pasó veinticuatro años de su vida alimentando monjes. Precisamente esos cuatro que acabáis de mencionar completaron el número de diez mil que se había fijado y, por eso mismo, se les pidió que se quedaran con nosotros medio mes y fueran testigos de la ceremonia que había de poner fin a la promesa.
Desgraciadamente, durante todo ese tiempo se familiarizaron con la distribución de las habitaciones y los salones de nuestra mansión y ayer mismo, amparados en la oscuridad de la noche y en la inclemencia de la lluvia, volvieron a ella con antorchas y armas. No les resultó difícil arramplar con todo el oro, la plata y las cosas de valor que contenía, asesinando a nuestro padre y dejándole abandonado, como a un animal, en el suelo. Su falta es tan horrenda, que exigimos una inmediata reparación.
Sin pérdida de tiempo, el magistrado organizó un pequeño ejército de ciento cincuenta hombres, entre caballeros e infantes, reforzado con voluntarios y otras gentes de armas.
Bien pertrechados, abandonaron la ciudad por la puerta occidental y salieron en persecución del monje Tang y sus tres compañeros, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, de los peregrinos, que esperaron pacientemente la llegada de la aurora en el ruinoso Palacio Temporal de la Luminosidad Perfecta, para proseguir su marcha hacia el oeste. Los bandidos que habían acabado con la vida y la fortuna del viejo Kou se lanzaron, igualmente, por ese camino, una vez que hubieron abandonado la ciudad. Cuando amaneció, buscaron refugio en un valle que había cuarenta kilómetros más allá del santuario medio derruido. Allí repartieron el botín, pero su avaricia era tanta, que ninguno de ellos se sintió satisfecho con lo que había obtenido. En esto, vieron acercarse por el camino al monje Tang y a sus tres discípulos y se preguntaron, esperanzados:
—¿No son ésos los tipos a los que despidieron ayer con tanta fanfarria? ¡Bienvenidos sean! Mirándolo bien, en nuestra profesión no hay lugar para los distingos. Esos monjes vienen desde muy lejos y han pasado en la mansión de los Kou yo qué sé la de tiempo. Seguro que van cargados de riquezas. Seríamos tontos si no les saliéramos al paso y no les quitáramos el caballo y todo lo que llevan encima. Eso aumentaría nuestra parte y dejaríamos de discutir entre nosotros como tontos.
Blandiendo sus armas, los bandidos formaron una fila a lo ancho del camino y gritaron en tono amenazador:
—¡No huyáis y entregadnos todo lo que lleváis! Si lo hacéis, os perdonaremos la vida. De lo contrario, acabaremos con vosotros en un abrir y cerrar de ojos.
El monje Tang se llevó tal susto, al verlos, que por poco no se cae del caballo. Ba-Chie y el Bonzo Sha, por su parte, temblaban como si fueran hojas de árbol.
—¿Qué podemos hacer? —preguntaron, volviéndose hacia el Peregrino—. En verdad, la desgracia siempre llama dos veces a la misma puerta. Después de la nochecita de lluvia que hemos pasado nos encontramos con estos malhechores.
—Tranquilizaos y no tengáis miedo —dijo el Peregrino—. Voy a hacerles unas cuantas preguntas a ver si logro averiguar algo más sobre ellos —y, ajustándose la piel de tigre y la camisa de seda, se llegó hasta los ladrones y les preguntó con los brazos cruzados—:
—¿Qué es lo que deseáis, en definitiva?
—¡Está visto que este tipo no entiende nada! —exclamó uno de los bandidos—. ¿Es que no tienes ojos para ver que os estamos asaltando? Entregadnos todo el dinero que lleváis y os dejaremos seguir adelante.
—¡Así que sois salteadores de caminos! —concluyó el Peregrino haciéndose el tonto.
—¿A qué esperamos para matar a este imbécil? —gritaron algunos de los bandidos.
—¡No lo hagáis, por favor! —suplicó el Peregrino, simulando estar muerto de miedo—. No soy más que un monje ignorante que no sabe hablar con el respeto exigido. Perdonadme, si os he ofendido Respecto al dinero, os diré que yo soy el encargado de la bolsa; esos tres ni siquiera conocen cuántas libras de plata llevamos encima. Todo lo que sacamos de las limosnas, los servicios religiosos y la salmodia de los sutras lo llevo yo en esta bolsa. Mis compañeros son demasiado tontos para ocuparse de las entradas y los gastos. El del caballo, sin ir más lejos, se hace pasar por maestro sólo porque recita los sutras de una forma admirable. En lo tocante a mujeres o a oro, no tiene ni idea. El del rostro negruzco es una especie de esclavo que contraté en el camino, para que se hiciera cargo del caballo. Lo mismo me pasó con ese otro del morro saliente. Alguno tenía que cargar con el equipaje, ¿no os parece? Si los dejáis proseguir la marcha, os prometo entregaros hasta la túnica de los oficios y el cuenco de pedir limosnas.
—¡Vaya! Se nota que eres más comprensivo de lo que habíamos pensado —concluyeron los bandidos, complacidos—. Di a esos que tiren todo al suelo y sigan andando.
El Peregrino se volvió en seguida hacia sus hermanos y les guiñó el ojo. Sin pérdida de tiempo el Bonzo Sha se deshizo del equipaje y, agarrando de las riendas al caballo, se dirigió hacia el oeste, en compañía de Ba-Chie y del maestro. El Peregrino se acercó a las bolsas y se agachó para desatarlas, pero, en vez de hacerlo, cogió un puñado de polvo, lo lanzó hacia arriba y recitó el conjuro de la inmovilización total, al tiempo que gritaba:
—¡Deteneos!
Los treinta y tantos bandidos que componían la banda se quedaron quietos en el sitio, como si fueran estatuas, con los dientes apretados, los ojos bien abiertos y las manos sosteniendo sus armas.
—¡Eh, maestro! —gritó el Peregrino, cuando se percató de que ni hablaban ni se movían para nada—. ¡Volved aquí inmediatamente!
—¡Las cosas se están poniendo mal! —exclamó Ba-Chie, al oírlo—. Ese mono ha decidido sacrificarnos a todos para seguir con vida. Como no tiene dinero encima, quiere entregarles el caballo y hasta las ropas que llevamos puestas.
—¿Por qué no dejas de decir tonterías, de una vez? —le regañó el Bonzo Sha—. ¿Crees que, después de haber aniquilado todo tipo de bestias y monstruos a nuestro hermano le meten miedo esos bandidos de pacotilla? Cuando quiere que volvamos, por algo será. Venga. Vamos a ver de qué se trata.
El maestro se mostró del mismo parecer y, dando la vuelta al caballo, se llegó hasta donde estaba Wu-Kung y le preguntó:
—¿Se puede saber para qué nos has hecho volver?
—Para que oigáis la confesión de estos bandidos —respondió el Peregrino.
—¡Eh, tú! —dijo Ba-Chie, acercándose a uno y dándole un empujón—. ¿Por qué estás tan quieto? ¿Es que no te sabes mover? ¡Debe de haberse vuelto estúpido! —concluyó, al ver que no decía nada.
—¡Qué va! —explicó el Peregrino, soltando la carcajada—. Lo que ocurre es que los he inmovilizado a todos con mi magia.
—Me parece muy bien que no se puedan mover —reconoció Ba-Chie—. Pero ¿por qué no pueden hablar?
—Bajad del caballo y sentaos ahí, maestro —dijo el Peregrino, volviéndose hacia Tripitaka—. Como muy bien afirma el proverbio, «se puede equivocar uno a la hora de detener a alguien, pero no cuando se decide ponerle en libertad». Empujad hacia allá a todos estos bandidos y atadlos bien. No tardaremos en averiguar si son aprendices o ladrones experimentados.
—¿Cómo quieres que los atemos, si no tenemos cuerdas? —se quejó Ba-Chie.
El Peregrino se arrancó unos cuantos pelos y, después de insuflarles su aliento inmortal, se convirtieron en tantas sogas como ladrones había. De esta forma, no les resultó difícil atarlos a todos. El Peregrino recitó, entonces, otro conjuro y los bandidos fueron recobrando, poco a poco, el conocimiento. Pidió a continuación al monje Tang que tomara asiento en un lugar destacado, como si se tratara de un juez, y, blandiendo amenazador su espléndida barra, preguntó:
—¿Cuántos sois en total y cuánto tiempo lleváis dedicados a esto? ¿Habéis obtenido buenos botines o habéis matado alguna vez a alguien? ¿Es ésta la primera vez que actuáis juntos o lo habéis hecho en otras ocasiones más?
—¡Perdonadnos la vida, por lo que más queráis! —suplicaron los ladrones en grupo.
—¡Dejad de lamentaros como plañideras y decid la verdad! —exigió, enérgico, el Peregrino.
—Aunque os cueste trabajo creerlo —contestaron los bandidos—, no estamos muy duchos en esto de asaltar a los viandantes, ya que todos pertenecemos a familias honradas. Lo malo es que nos hemos ido dejando arrastrar por las prostitutas, la bebida y el juego y en muy poco tiempo hemos acabado con todas nuestras propiedades y herencias. Al no disponer de otro medio de subsistencia que la fuerza bruta, decidimos asaltar ayer por la noche, amparados por la oscuridad y la lluvia torrencial que caía, el hogar del noble Kou. A decir verdad, no nos costó mucho hacernos con todo su oro, su plata, sus ropajes y sus joyas. Precisamente estábamos repartiendo el botín, cuando os vimos venir por el camino. Alguien dijo que erais los monjes a los que el viejo Kou acababa de despedir de una forma tan espléndida y eso nos hizo creer que traeríais grandes riquezas con vosotros. No teníamos más que mirar lo abultado de vuestros fardos y la alegría con la que trotaba vuestro caballo blanco. Jamás supusimos que pudierais poseer unos poderes mágicos tan extraordinarios. ¡Mostraos compasivos con nuestros errores! Quedaos con todo lo que hemos robado, pero, por lo que más queráis, perdonadnos la vida.
Al oír que la familia Kou había sido su víctima principal, Tripitaka se puso inmediatamente de pie y, dirigiéndose a Wu-Kung, preguntó:
—¿Cómo ha podido caer semejante desgracia sobre un hombre tan bueno y virtuoso como ése?
—Todo obedece a su afán por despedirnos de la forma como lo hizo —contestó el Peregrino—. Los estandartes, los tambores y la música atrajeron la atención de gente como ésta, que siempre trae de la mano la calamidad. En medio de todo, ha sido una suerte que nos topáramos con ellos. Así podremos restituir a su auténtico dueño todo este oro, esta plata, esas ropas y esas joyas.
—Me parece una idea excelente —contestó Tripitaka, entusiasmado—. Hemos gozado de la hospitalidad de los Kou durante más de medio mes y no hemos respondido con nada a tanta magnanimidad. Justo es que ahora le devolvamos lo que es suyo.
Sin pérdida de tiempo Ba-Chie y el Bonzo Sha se dirigieron al pequeño valle en el que los bandidos habían dejado el botín y lo cargaron sobre el caballo. Como la cantidad de plata y oro sustraída era enorme, Ba-Chie se vio obligado a buscar una pértiga y a cargársela al hombro. El Peregrino hubiera querido acabar con todos aquellos bandidos de un solo golpe de su barra de hierro, pero temió que el monje Tang pudiera acusarle de ser poco respetuoso con la vida humana y desistió de su empeño. Sacudió ligeramente el cuerpo y recuperó todos los pelos que se habían convertido en sogas. En cuanto sintieron las manos y los pies libres, los ladrones se pusieron de pie y huyeron por donde buenamente pudieron. Aliviado, el monje Tang ordenó a sus discípulos dar la vuelta y devolver al noble todo lo que había perdido, sin percatarse de que aquella decisión era como una polilla que se lanza contra la llama, algo que conducía directamente a la desgracia más vergonzosa. Sobre todo esto disponemos de un poema, que afirma:
No es frecuente que la bondad encuentre un eco de buenas intenciones. Lo más corriente es que se convierta en puro odio. Cuando te encuentres con alguien que se está ahogando, piénsatelo tres veces antes de actuar, pues es posible que estés poniendo en juego toda tu felicidad futura.
Acababan de reemprender el camino de vuelta con el botín, cuando vieron acercarse hacia ellos un auténtico bosque de espadas, sables y lanzas. Tripitaka comprendió en seguida que venían contra ellos y exclamó, preocupado:
—¿Qué buscarán con todas esas armas? ¿No se dan cuenta de que nosotros somos hombres de paz?
—Seguro que son esos bandidos a los que acabamos de dejar en libertad —opinó Ba-Chie, cambiando de color—. Han ido en busca de otros malhechores peores que ellos y vienen a apalearnos por la vergüenza que les hemos hecho pasar.
—A mí no me parecen bandidos —comentó, por su parte, el Bonzo Sha—. ¿Por qué no miras tú con más detenimiento? —añadió, volviéndose hacia Wu-Kung.
—Por lo que veo —concluyó el Peregrino a toda prisa—, la estrella de la desgracia está a punto de posarse de nuevo sobre el maestro. Ésas de ahí son tropas de la prefectura, que han salido a la caza de los bandidos.
No había acabado de decirlo, cuando les cayeron encima un grupo de soldados armados hasta los dientes, que exclamaron en tono feroz:
—¡Está visto que los monjes no valéis para esto! Cuando alguien se apodera de lo que no es suyo, huye a toda prisa, no vuelve sobre sus pasos —y obligaron a bajar del caballo al monje Tang.
Antes de que hubiera puesto los pies en el suelo, le habían cubierto de cuerdas, lo mismo que al Peregrino y a sus dos hermanos. Por si eso no fuera suficiente, les pasaron una pértiga por los brazos y, de esa forma, los soldados pudieron transportarlos cómodamente sobre los hombros, como si fueran animales de caza. Al entrar en la ciudad, el monje Tang temblaba de la cabeza a los pies y lloraba desconsoladamente, incapaz de articular la menor palabra. Chu Ba-Chie, por su parte, gruñía y se quejaba como un caballero ofendido, pero estaba claro que la vergüenza se había apoderado de su espíritu. Más indeciso se mostraba el Bonzo Sha, que también murmuraba una retahíla de palabras ininteligibles. Sólo el Peregrino parecía seguro de sí mismo y sonreía abiertamente, dando muestras inconfundibles de su gran poder. Sin pérdida de tiempo los soldados condujeron a los detenidos al salón amarillo del palacio prefectual y comunicaron con indecible satisfacción:
—¡Aquí tenéis a los bandidos que salimos a perseguir!
El aspecto del magistrado no podía ser más solemne, cuando se volvió hacia las tropas y las recompensó generosamente. Examinó a continuación el botín recuperado y se lo entregó a la familia Kou, para que se lo llevaran cuanto antes a su mansión. Sólo entonces se avino a hacer entrar a Tripitaka y a sus discípulos para interrogarlos.
—Aunque afirmáis ser monjes procedentes de las Tierras del Este con el propósito de alcanzar el Paraíso Occidental y presentar vuestros respetos a Buda —empezó diciendo el magistrado—, la verdad es que no sois más que un grupo de inteligentes ladrones, que recurrís al engaño para familiarizaros con una casa y someterla después al pillaje.
—Si me permitís hablar, señor —replicó Tripitaka—, os diré que este humilde servidor vuestro no es ningún bandido, sino un monje indigno que va en busca de escrituras. Si no me creéis, podéis consultar el documento de viaje que llevo conmigo. Si accedimos a gozar de la hospitalidad del noble Kou durante cerca de medio mes, fue porque así nos lo pidieron tanto él como su esposa e hijos. El hecho de que tuviéramos en nuestro poder las cosas robadas obedece a que, después de arrebatárselas a los auténticos ladrones, nos disponíamos a devolvérselas a su legítimo dueño, como muestra de gratitud, cuando vuestras tropas cayeron sobre nosotros, confundiéndonos con vulgares ladrones. Os suplico que deis muestras de vuestro gran discernimiento, separando la verdad de lo que no lo es.
—Si no te hubieran atrapado, no habrías recurrido a ese cuento increíble de la gratitud —replicó el magistrado—. Si es verdad que os topasteis con los ladrones, ¿quieres explicarme por qué los dejasteis marchar y no los entregasteis a las autoridades? Ésa hubiera sido una forma pública y legal de expresar al noble vuestra gratitud. ¿Cómo es que no había ni sombra de esos bandidos, cuando os hallaron los soldados? Además, conmigo tengo una acusación, presentada por Kou-Liang, que implica directamente a ti y a los tuyos. ¿Cómo te atreves a seguir negando los cargos?
Tripitaka se quedó de una pieza y tan tambaleante como alguien que se encuentra en una barca. Con voz insegura se volvió hacia Wu-Kung y le suplicó:
—¿Por qué no nos defiendes tú?
—¿De qué vale la defensa, cuando se tiene delante el botín? —replicó el Peregrino.
—Exactamente —confirmó el magistrado—. ¡No comprendo cómo puedes negarte a confesar, cuando todo te apunta como culpable! Traed el cepo —ordenó a sus subordinados— y pasádselo por esa cabezota calva que tiene, antes de azotarle.
—Aunque todo apunta a que el maestro ha de pasar por esta prueba —pensó el Peregrino, alarmado—, no existe ninguna razón para que sufra más de lo debido.
Al ver que los ayudantes estaban preparando los cepos, levantó la voz y dijo:
—¿A qué viene atormentar a ese pobre monje? Durante el asalto a la mansión de los Kou ayer por la noche fui yo el que empuñó el cuchillo y la antorcha, yo el que cargó con lo que no era mío, y yo el que dio muerte al inocente. Soy, de hecho, el jefe de todos éstos. Si queréis azotar a alguien, azotadme a mí. Éstos no tienen que ver absolutamente nada con lo ocurrido.
—En ese caso —concluyó el magistrado—, que se aplique primero el tormento a éste.
Los ayudantes metieron la cabeza del Peregrino entre dos bloques de madera, que ataron con cuerdas muy tensas, estirándolas aún más con ayuda de un torniquete. Lo hicieron con tal saña, que el invento saltó inmediatamente por los aires, pero lo más asombroso fue que la piel del Peregrino ni siquiera se arrugó. Lo intentaron tres o cuatro veces más, pero los resultados no variaron. Cuando se disponían a cambiar las cuerdas por quinta vez, se presentó alguien, que informó al prefecto:
—Acaba de llegar, procedente de la capital, el Honorable Chen. Es preciso que salgamos todos a las afueras de la ciudad a darle la bienvenida.
—Encerrad a esos bandidos en las mazmorras y custodiadlos bien —ordenó el magistrado—. Proseguiremos los interrogatorios, cuando haya concluido la visita del enviado imperial.
Los funcionarios judiciales cumplieron inmediatamente las órdenes del magistrado y encerraron bajo llave al monje Tang y a sus tres discípulos, aunque permitieron a Ba-Chie y al Bonzo Sha que llevaran su propio equipaje.
—¿Cómo vamos a salir de ésta? —preguntó Tripitaka a la misma puerta, suspirando con pena.
—¡Entrad, entrad! —le urgió el Peregrino, echándose a reír—. Ahí dentro no hay perros y, según tengo entendido, la comida es bastante buena.
Desgraciadamente, tan pronto como pusieron el pie en la mazmorra, los tumbaron en el potro, les aplicaron pesos enormes en el estómago y les apretaron la cabeza con tenazas.
A continuación les pasaron unas correas por el pecho y empezaron a azotarlos. El dolor era tan insoportable, que Tripitaka preguntó, angustiado, a Wu-Kung:
—¿Qué vamos a hacer para librarnos de ésta?
—Sólo quieren sacarnos un poco de dinero —contestó el Peregrino—. Como muy bien afirma el dicho, «cuando llegues a un buen lugar, quédate en él; pero ofrece todo el dinero del que dispongas, cuando te halles en el interior de una mazmorra». Estoy seguro de que se mostrarán más humanos con nosotros, cuando les ofrezcamos algo de oro.
—¿De dónde vamos a sacarlo, si no disponemos de una sola moneda? —replicó Tripitaka, más angustiado todavía.
—A falta de dinero buenos son los ropajes —sentenció el Peregrino—. ¿Por qué no le entregáis esa túnica tan valiosa que guardáis?
Tripitaka sintió como si un cuchillo le hubiera atravesado el corazón, pero, como se encontraba al límite de sus fuerzas, dijo:
—Haz lo que creas más conveniente, Wu-Kung.
—¡No nos peguéis más, por favor! —gritó, entonces, el Peregrino—. En una de esas bolsas hay una túnica bordada, que vale más de mil monedas de oro. Os la regalamos, pero, por lo que más queráis, dejad, de una vez, de azotarnos.
Los carceleros se abalanzaron sobre las bolsas y las desataron con manos avariciosas.
Dentro hallaron varias túnicas sin ningún valor, pero no tardaron en dar con algo envuelto cuidadosamente en papel perfumado que emitía un extraño resplandor. Eso los cercioró de que se trataba de algo realmente valioso. Lo desenvolvieron del todo y vieron que se trataba de una túnica cubierta de perlas y de bordados, que representaban escenas budistas. Aparte de ellas, se veían dos dragones enrollados y un fénix de seda.
Deslumbrados por semejante maravilla, empezaron a pelearse con tal saña por su posesión, que el ruido de los golpes terminó atrayendo al carcelero mayor, que preguntó, malhumorado:
—¿A qué viene todo ese alboroto?
—Como sabéis —contestaron los carceleros, postrándose de hinojos—, estos cuatro monjes pertenecen a una banda de salteadores. Cuando empezamos a azotarlos, nos ofrecieron estas dos bolsas, que lo único que contienen de valor es esa túnica. La verdad es que no sabemos qué hacer con ella, porque romperla sería una lástima; además, ninguno de nosotros está dispuesto a ceder la parte que le corresponde. En ésas nos hallábamos, cuando habéis aparecido vos, cosa que nos agrada, porque no nos cabe la menor duda de que vais a hallar una solución adecuada.
Después de inspeccionar la túnica, el carcelero mayor echó un vistazo a las ropas y descubrió el documento de viaje. Al ver la cantidad de sellos y firmas que contenía, exclamó:
—Menos mal que lo he visto antes que vosotros; de lo contrario, os habrías llevado una buena reprimenda. Esto demuestra que esos monjes no son ladrones. ¡No toquéis nada suyo! Con toda probabilidad, cuando el magistrado continúe los interrogatorios, saldrá la verdad a la luz.
Los carceleros volvieron a meter todo en las bolsas y se las entregaron al alcalde, para que las guardara. Para entonces había caído la noche y comenzó a oírse en las torres los gritos de los encargados de anunciar el paso de las vigilias. Entre la tercera y la cuarta el Peregrino se percató de que sus compañeros habían dejado de lamentarse y, poco a poco, habían ido rindiéndose al sueño.
—Estaba predestinado que el maestro habría de pasar una noche en la prisión —reflexionó el Peregrino en voz baja—. Por eso, no me avine a contradecir al juez ni a hacer uso de mis poderes mágicos. Ahora que, con la llegada de la cuarta vigilia, a punto está de concluir su vergüenza, es preciso que trace algún plan para abandonar esta cárcel en cuanto termine de amanecer.
Haciendo uso de la magia, redujo de tal manera el cuerpo, que los grilletes se le desprendieron por sí solos. Sacudió después ligeramente el cuerpo y al instante se convirtió en una pequeña libélula, que no tuvo ningún problema en salir de la prisión por las rendijas que dejaban las tejas. La noche era muy clara y el cielo estaba totalmente cubierto de estrellas, que competían en fulgor con la mismísima luna. El Peregrino decidió visitar la mansión de los Kou y hacia allí dirigió su vuelo. No tardó en atraerle el resplandor de una casa que se alzaba hacia el oeste. Al acercarse, vio que se trataba de una familia que se dedicaba a la fabricación de «dou-fu». Un anciano avivaba el fuego, mientras su esposa, tan entrada en años como él mismo, estrujaba el tejido que contenía la masa de la soja cocida.
—Ya ves —oyó comentar al anciano—. De poco le han servido los hijos y la riqueza al viejo Kou. Como ya sabes, aunque le sacaba cinco años, de jóvenes fuimos condiscípulos. Su padre se llamaba Kou-Ming y por aquel tiempo no poseían más de cuarenta hectáreas de tierra, que arrendaban a otros campesinos, que abusaban de ellos y jamás les pagaban. Cuando tenía veinte años, murió el padre y tuvo que empezar a encargarse él solo de la hacienda. Tuvo suerte, al casarse con la hija de Chang-Wang. Todo el mundo la llamaba «la costurera», pero atrajo las riquezas a la casa de su marido. Nada más poner el pie en ella, las cosechas fueron cada vez más abundantes y, sorprendentemente, los arrendatarios empezaron a pagar. ¡Era sorprendente! Cuanto compraban crecía inmediatamente de valor y todo lo que vendían producía un interés inmediato. Logró, así, acumular un capital que rondaba las cien mil monedas de oro. Al cumplir los cuarenta años, comenzó a dedicarse a las buenas obras, prometiendo dar de comer a diez mil monjes. ¿Quién iba a decir que iba a terminar sus días a manos de unos bandidos? ¡Qué pena! Sólo tenía sesenta y cuatro años, una edad sumamente apropiada para gozar de la vida y descansar de sus fatigas. Lo que no comprendo es cómo una persona tan virtuosa ha podido encontrar una muerte tan horrible. Da escalofríos de sólo pensarlo.
El Peregrino escuchó las palabras del anciano con suma atención. Era cerca de la quinta vigilia, cuando entró volando en la mansión de los Kou. El noble había sido colocado en el salón principal, para que todos pudieran ver al muerto. Habían puesto lámparas a la cabecera del féretro y a su alrededor se veía toda clase de flores y frutos. La esposa del difunto se hallaba a un lado llorando desconsoladamente, lo mismo que sus dos hijos, que se habían postrado de hinojos y no se atrevían a levantar la vista del suelo. Sus dos nueras, visiblemente más serenas, traían sin cesar tazones llenos de arroz, que servían de ofrenda. El Peregrino fue a posarse a la cabecera del féretro y tosió ruidosamente. Al oírlo, las dos muchachas se echaron a correr, asustadas, a una velocidad mayor de la que les permitían sus brazos y piernas. Postrados en el suelo, los dos hermanos no se atrevieron a moverse. Su sobresalto era tal, que únicamente podían decir:
—¡Pa… pa… padre!
Sólo la anciana tuvo la suficiente serenidad de ánimo para dar unos golpecitos en el féretro y preguntar:
—¿Estás volviendo a la vida?
—¡No! —respondió el Peregrino, imitando la voz del noble.
Aterrorizados, los dos jóvenes intensificaron sus golpes de frente contra el suelo, al tiempo que continuaban diciendo en un débil susurro:
—¡Pa… pa… padre!
Sacando fuerzas de flaqueza, la anciana volvió a preguntar:
—¿Por qué hablas, si no se te ha permitido regresar a la vida?
—He vuelto, acompañado por un espíritu del Rey Yama, para hablar con todos vosotros —contestó el Peregrino—, pues la Costurera Chang se ha servido de su sucia boca y su lengua viperina para dañar la reputación de un inocente.
Al oírse llamar por su antiguo apodo, la anciana perdió la poca serenidad que le quedaba y, echándose rostro en tierra, empezó a golpear el suelo con la frente, al tiempo que decía:
—¡Tan viejo y todavía recuerdas mi apodo! ¿Qué quieres decir con eso de mi sucia boca y mi lengua viperina? ¿A qué inocente he dañado, además, con mi loca conducta?
—¿Tan pronto lo has olvidado? —replicó el Peregrino—. ¿No te suena eso de que el monje Tang sostenía la tea, Chu Ba-Chie llevaba un cuchillo en las manos y el Bonzo Sha arrastraba el saco con la plata y el oro, mientras el Peregrino acababa con la vida de nuestro querido noble? A causa de tan infortunadas e irreflexivas palabras, gente de buen corazón ha sufrido lo que no debía. Lo que hicieron esos tres monjes procedentes de la corte de los Tang fue atrapar a los auténticos ladrones y tratar de devolvernos lo que esos malhechores nos habían robado. Por puro agradecimiento se apresuraron a desandar el camino recorrido. En vez de agradecérselo, te sacaste de la cabeza ese plan perverso y convenciste a nuestros hijos para que presentaran esa acusación tan infamante. Sin detenerse a examinar con detalle el caso, el magistrado los ha enviado a la cárcel. Pero tamaña injusticia no ha pasado desapercibida ni al espíritu de la prisión, ni al dios de esta ciudad, ni al espíritu protector de esta comarca, que han informado oportunamente de ello al Rey Yama. Éste, a su vez, me ha enviado a exigirte que hagas todo lo posible para poner a esos monjes cuanto antes en libertad. Si no lo haces, se me ha ordenado que arrase de arriba abajo esta mansión, sin perdonar a los ancianos, a los niños y hasta a los pollos y perros.
—¡Regresad al sitio del que habéis venido! —suplicaron los dos hermanos, intensificando sus golpes contra el suelo—. No hagáis ningún daño a los miembros de esta casa, que es también la vuestra. Os prometemos que, en cuanto haya amanecido, iremos al palacio del prefecto y, después de presentar la correspondiente confesión, exigiremos la inmediata liberación de esos inocentes. Nuestro único deseo es que tanto los vivos como los muertos disfrutemos en todo momento de paz.
—Está bien —concluyó el Peregrino—. Me voy, pero antes tenéis que quemarme un poco de papel moneda.
Así lo hizo toda la familia. Satisfecho, el Peregrino batió las alas y se dirigió a la mansión del magistrado. Sus aposentos permanecían encendidos, porque, a pesar de lo temprano de la hora, se había levantado ya del lecho. El Peregrino se llegó al salón principal de la casa y vio un rollo de pintura colgado justamente en el centro. Representaba a un funcionario montado en un caballo moteado, tras el que corría un grupo de criados con una sombrilla azulada y un artístico sillón. El Peregrino no sabía quién pudiera ser aquel personaje ni por qué viajaba con semejante mueble. Pese a todo, trazó en seguida un plan y se posó justamente en el centro del cuadro. No pasó mucho tiempo antes que el magistrado saliera de sus aposentos y se inclinara sobre una palangana para lavarse. El Peregrino tosió entonces con tal fuerza, que el magistrado volvió a meterse a toda prisa en la habitación de la que había salido. Allí terminó de lavarse y peinarse. Se puso a continuación una túnica que le llegaba hasta los pies y, tomando unas cuantas varillas de incienso, las quemó delante del cuadro y dijo:
—A la memoria de mi fallecido tío, el nobilísimo Chiang Chien-I. Guiado por sus más sinceros sentimientos de piedad filial hacia todos sus antepasados, vuestro indigno sobrino, Chiang Kun-San, pasó con éxito los exámenes de segundo y tercer grado, siéndole asignado el puesto de magistrado en esta Prefectura de la Terraza del Bronce. ¿A qué se debe que, después de ofreceros día y noche sacrificios e incienso, no os hayáis decidido a hablarme hasta hoy? Os suplico, por el bien de toda la familia, que actuéis con benevolencia y no os comportéis como un monstruo vulgar.
—¡Así que éste es su tío! —se dijo el Peregrino, satisfecho, y, aprovechando la ocasión que se le brindaba, añadió en voz alta—: Kun-San, mi muy digno sobrino, todos tus antepasados nos sentimos orgullosos de ti por la forma tan justa en que siempre te has comportado. Por eso mismo, nos sorprende que hayas confundido a un grupo de dignísimos monjes con una banda de malhechores. Es más: sin llegar hasta el fondo del asunto, los has hecho encerrar en las mazmorras. Eso ha obligado al Rey Yama, ante las quejas de los dioses y espíritus de la prefectura, la ciudad y la cárcel, a enviarme a aconsejarte que estudies con detenimiento todos los aspectos del caso y pongas inmediatamente en libertad a esos inocentes. Si te niegas a hacerlo, tendrás que responder personalmente de ello en la Región de las Sombras.
—Podéis retiraros tranquilo —dijo el magistrado, excitado—. En cuanto haya puesto el pie en la corte, haré liberar a esos inocentes.
—En ese caso —concluyó el Peregrino—, no estaría de más que quemaras un poco de papel moneda, mientras voy a informar de todo ello al Rey Yama.
En señal de gratitud, el magistrado hizo lo que se le había ordenado, añadiendo incienso al papel para los difuntos. El Peregrino abandonó, entonces, la mansión y vio que estaba empezando a clarear por el oriente. Cuando, finalmente, llegó al Distrito de la Tierra de la Luz, comprobó que todos los funcionarios habían ocupado ya sus puestos y se dijo:
—Si alguien descubre que una libélula es capaz de hablar, me desenmascarará y todo mi plan se vendrá abajo.
Tras dotar a su cuerpo de su apariencia mágica, hizo descender desde lo alto una pierna tan enorme, que ella sola llenaba todo el palacio.
—¡Oídme bien, funcionarios! —gritó con una voz tan potente, que todo el edificio se tambaleó—. ¡Soy el Espíritu Mensajero del Emperador de Jade! Traigo contra vos una acusación de haber encarcelado en la prefectura que decís dirigir a un inocente hijo de Buda. Vuestra ceguera ha hecho temblar de rabia a los dioses y espíritus de las Tres Regiones. Os exijo, pues, que le pongáis inmediatamente en libertad. Si os negáis a hacerlo, bajaré mi otra pierna y os aplastaré primero a vosotros y después a todos los desafortunados qué habitan en esta comarca. ¡De vuestras ciudades no quedará más que cenizas y polvo!
Presa del pánico, todos los funcionarios se echaron rostro en tierra y, golpeando repetidamente el suelo con la frente, dijeron:
—Podéis estar tranquilo, enviado celeste. Vamos a escribir inmediatamente un informe al magistrado, para que, sin la menor demora, ponga en libertad a ese prisionero del que nos habéis hablado. Os suplicamos que no prestéis atención a nuestra ceguera ni destruyáis a estos humildes siervos vuestros con vuestra otra pierna.
El Peregrino abandonó su cuerpo mágico y, tras adquirir nuevamente la forma de una pequeña libélula, se metió en la mazmorra por las hendiduras que dejaban las tejas y se echó a dormir tranquilamente, por lo que, de momento, no hablaremos más de él. Sí lo haremos, sin embargo, del magistrado, que, en cuanto hubo anunciado su disponibilidad para empezar a impartir justicia, se vio sorprendido por la llegada de los hermanos Kou, que se echaron rostro en tierra y pidieron a gritos la liberación de los cuatro monjes.
Furioso, el magistrado exclamó:
—¿Cómo podéis exigir que los ponga en libertad, cuando ayer mismo presentasteis una acusación contra ellos, que condujo a su captura y a la recuperación de todo cuanto os habían robado?
—Anoche —contestaron ellos en un mar de lágrimas— se presentó ante nosotros el espíritu de nuestro padre y nos dijo: «Fueron los monjes procedentes de la corte de los Tang los que capturaron a los bandidos y, movidos por el noble sentimiento de la gratitud, decidieron restituirnos cuanto nos había sido arrebatado. ¿Cómo habéis podido confundirlos con simples ladrones y hacer que los encerraran en una horrible mazmorra? Escandalizados por semejante injusticia, el espíritu de la ciudad y el dios de la comarca han presentado una queja al Rey Yama, que, a su vez, me ha ordenado venir a pediros que exijáis la inmediata liberación del monje Tang. Sabed que, si os negáis a cumplir tan justas demandas, todos los miembros de nuestra familia perecerán de una muerte horrenda». Eso nos ha movido a venir a suplicaros clemencia para los detenidos, gracia que no dudamos poder alcanzar de vuestra magnanimidad.
—El cuerpo de su padre todavía está caliente —se dijo el magistrado—. No es extraño que una persona que acaba de morir se aparezca a los suyos. Lo raro es que alguien que lleva muerto cinco o seis años, como mi tío, se me presente, de pronto, exigiendo la inmediata liberación de esos mismos detenidos. Por fuerza tienen que ser inocentes.
No había terminado de decírselo, cuando se presentó un enviado del Distrito de la Tierra de la Luz e informó, gritando en tono desencajado:
—¡Qué desgracia, señoría, qué estremecedora desgracia! Acaba de presentarse en nuestro palacio un enviado del Emperador de Jade exigiendo la inmediata puesta en libertad de ciertas personas inocentes que han sido injustamente encarceladas. Según nos dijo, esos monjes no son bandidos, sino respetuosos hijos de Buda, que se encuentran de camino en busca de escrituras. El emisario celeste nos anunció que, si echábamos en saco roto su exigencia, todas nuestras ciudades con sus respectivos habitantes quedarían reducidas a polvo y cenizas.
Presa del pánico, el magistrado ordenó traer inmediatamente a su presencia a los prisioneros. Al enterarse de su decisión, Ba-Chie comentó:
—Me pregunto qué tipo de torturas nos tienen reservadas para hoy.
—Te aseguro que hoy no te darán ni un solo azote —contestó el Peregrino, sonriendo—. Es más. No tendremos ni que inclinarnos ante ese magistrado; será él el que nos pida encarecidamente que ocupemos los puestos de honor. Como nos falte algo del equipaje o se niegue a devolvernos el caballo, te aseguro que seré yo el que le pegue una paliza.
No había acabado de decirlo, cuando llegaron al salón de las audiencias. Al verlos aparecer, todos los funcionarios de la prefectura y del distrito corrieron a darles la bienvenida, diciendo:
—Mucho nos tememos que ayer, cuando llegasteis a esta corte, no os interrogamos con la corrección que debíamos. Nos cegó, por una parte, la presencia del botín y, por otra, la anunciada visita del emisario imperial. Ahora, si no os importa, nos gustaría que nos contarais qué es lo que realmente ocurrió.
Tras juntar las palmas de las manos e inclinarse respetuosamente, el monje Tang relató de cabo a rabo lo que había sucedido en el camino.
—Nos precipitamos en nuestro juicio —se apresuraron a confesar los diferentes oficiales—. ¡Disculpad la precipitación con la que actuamos! —y preguntaron al monje Tang si habían dejado alguna cosa en la mazmorra.
—Aquí mismo se nos arrebató el caballo blanco que traíamos —contestó el Peregrino con voz potente—. Por lo que respecta al equipaje, nos ha sido sustraído por los carceleros. Devolvédnoslo inmediatamente, porque ha llegado el momento de que os interroguemos nosotros. ¿Qué crimen cometen quienes acusan en falso a alguien?
Al ver la energía con la que hablaba, todos los funcionarios se echaron a temblar y ordenaron que les devolvieran inmediatamente el caballo y el equipaje. A pesar de ello, los tres discípulos continuaron mostrándose arrogantes en extremo. Ante sus continuas preguntas los funcionarios sólo pudieron recurrir a la acusación de los Kou como excusa. El monje Tang trató de mostrarse más comprensivo y dijo:
—Si queremos llegar al fondo de la cuestión, lo que tenemos que hacer es ir a la mansión de los Kou y preguntar a algunos de los testigos. Así estableceremos, de una vez por todas, quién fue el que me vio robando.
—Tenéis razón —afirmó el Peregrino—. Por mi parte, increparé al muerto para que manifieste quién fue el desalmado que acabó con su vida.
Sin pérdida de tiempo el Bonzo Sha ayudó al monje Tang a montar en el caballo dentro mismo del salón de las audiencias públicas y abandonaron el palacio del prefecto, chillando y gritando. Varios funcionarios los siguieron hasta la mansión de los Kou.
Kou-Liang y su hermano salieron a darles la bienvenida, tocando repetidamente con la frente el suelo de la puerta principal. En uno de los salones de la casa vieron a varios familiares del difunto llorando desconsoladamente.
—¡Deja de llorar, vieja bruja, a la que sólo le preocupa hacer daño a la gente inocente! —le increpó el Peregrino—. He venido a preguntar a tu marido quién fue el que le mató. Yo que tú, me echaría a temblar, porque eso puede ponerte en un grave compromiso.
Los funcionarios pensaron que estaba fanfarroneando, pero él les dijo, muy tranquilo:
—Quedaos aquí un momento con mi maestro. Ba-Chie y el Bonzo Sha se encargarán de que no ocurra nada desagradable. Estaré de vuelta muy pronto.
Tan pronto como hubo salido por la puerta, se elevó por los aires. Todos se quedaron asombrados de ver la casa envuelta en una neblina multicolor, que hizo sentir la presencia de un aire sagrado que había sido testigo de la separación del caos. Hasta el último sirviente comprendió entonces que el Peregrino era un inmortal capaz de andar por las nubes y cabalgar a lomos de la brisa, un sabio con el poder suficiente para devolver a un muerto la vida. Sobrecogidos, los Kou comenzaron a quemar varillas de incienso, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Gran Sabio, que, después de dar una serie de acrobáticos saltos, se dirigió a las Regiones Inferiores, irrumpiendo en el corazón mismo del Palacio de las Sombras.
Sorprendidos, los Diez Reyes Yama le saludaron, respetuosos, con las manos unidas, mientras los jueces de los Cinco Puntos Cardinales se echaron rostro en tierra y golpearon repetidamente el suelo con la frente. Al verle, los bosques de espadas se agitaron como hierbas silvestres sacudidas por la lluvia y las colinas de dagas se allanaron. Con su llegada a la Ciudad de la Muerte los monstruos hallaron la salvación y los espíritus volvieron a la vida, cruzando el Puente-sin-retorno. La Región de las Sombras se llenó de luz con aquella inesperada visita de un ser procedente de lo alto.
Después de los saludos de rigor los Diez Reyes Yama preguntaron al Gran Sabio el motivo de su visita y éste replicó, arrogante:
—¿Quién de vosotros se ha hecho cargo del espíritu de Kou-Hung el noble que dedicó los últimos años de su vida a dar de comer a los monjes en la Prefectura de la Terraza del Bronce, que pertenece al Distrito de la Tierra de la Luz? Es preciso que me entreviste inmediatamente con él.
—Kou-Hung es una persona virtuosa —contestaron los Diez Reyes Yama—. No tuvimos que enviarle ningún emisario para hacerle venir aquí; se presentó por su propio pie. No obstante, nada más llegar, hizo su aparición el Joven de la Túnica Dorada y se lo llevó a ver al Rey Ksitigarbha.
El Peregrino se despidió a toda prisa de ellos y se dirigió al Palacio de la Nube de Jade, donde saludó respetuosamente a Ksitigarbha y le relató brevemente lo que había ocurrido.
—Estaba fijado de antemano que Kou-Hung habría de abandonar el mundo sin padecer enfermedad. Dado que dedicó gran parte de su vida a la práctica de la virtud y al cuidado de los monjes, en cuanto murió, le tomé como secretario encargado de llevar la cuenta del buen karma. Puesto que os mostráis tan interesado en hacerle volver a la vida, no tengo ningún inconveniente en alargar sus días doce años más. Si queréis podéis llevároslo vos mismo.
En seguida se presentó el Joven de la Túnica Dorada con el espíritu de Kou-Hung, que suplicó al Peregrino:
—¡Ayudadme, maestro!
—Uno de los ladrones acabó con vuestra vida —explicó el Peregrino—. De hecho, os halláis en el palacio del Bodhisattva Ksitigarbha, en la Región de las Sombras. He venido a llevaros conmigo al Reino de la Luz para que atestigüéis en favor de mi maestro. El Bodhisattva ha tenido la amabilidad de alargar vuestra vida doce años, por lo que, de momento, no será necesario que volváis a este lugar.
El noble no sabía qué hacer para expresar su agradecimiento. Después de dar las gracias al Bodhisattva, el Peregrino sopló sobre el espíritu del noble y lo transformó en éter, que se metió oportunamente por una de las mangas. De esa forma, pudo abandonar el reino de la muerte y regresar con él al mundo de la luz. A lomos de una nube, no tardaron en avistar la mansión de los Kou. Ba-Chie levantó la tapa del ataúd y el espíritu del difunto regresó al interior de su cuerpo, que no tardó en empezar a respirar y a moverse. En seguida saltó del ataúd y, echándose rostro en tierra, dio las gracias al monje Tang y a sus tres discípulos, diciendo:
—Jamás podré agradeceros el inmenso favor de regresar a la vida, tras haber visitado la Región de las Sombras como consecuencia de una muerte violenta. Para mí es como si hubiera vuelto a nacer de nuevo.
Se volvió a continuación a los funcionarios y, tocando, una vez más, el suelo con la frente, les preguntó:
—¿Se puede saber a qué debo el honor de encontraros en mi casa?
—Vuestros hijos presentaron una acusación contra esos monjes, implicándolos en el robo de vuestras posesiones —contestó el magistrado—. Sin pérdida de tiempo, envié a todo un ejército en su persecución, sin caer en la cuenta de que, en su deambular hacia el oeste, se toparon con los bandidos que os habían dado muerte y les arrebataron lo que a vos os habían sustraído. Cuando se disponían a devolvéroslo, mis soldados cayeron sobre ellos y yo los hice encerrar, sin ahondar en las investigaciones. Ayer por la noche, no obstante, vuestro espíritu, el de mi difunto tío y un enviado del Emperador de Jade exigieron su inmediata puesta en libertad. Por si eso no fuera suficiente, vos habéis vuelto a la vida y todo ha quedado finalmente aclarado.
—Así es —confirmó el noble, postrado de hinojos—, porque no fueron estos monjes los que irrumpieron en mi mansión con antorchas y palos, sino una banda de treinta malhechores, con los que traté de entrar en razón, al ver que intentaban llevarse todo lo que poseía. Uno de ellos me propinó una tremenda patada en mis partes, que terminó por acarrearme la muerte. ¡Estos maestros no tienen que ver absolutamente nada con lo sucedido!
Llamó a continuación a su esposa y a sus hijos y los increpó, diciendo:
—Vosotros conocíais la forma como morí. ¿Por qué tuvisteis que acusar a estos inocentes? Vuestro crimen es tan horrendo, que voy a pedir al magistrado que os ponga la correspondiente condena.
Todos los miembros de la familia se echaron rostro en tierra y empezaron a golpear repetidamente el suelo con la frente, pero el magistrado se mostró magnánimo con ellos y los perdonó a todos. En agradecimiento Kou-Hung hizo preparar un espléndido banquete en el que tomaron parte todos los funcionarios de la prefectura y el distrito, aunque la mayoría de ellos regresaron de inmediato a sus respectivos puestos de responsabilidad. Al día siguiente hizo público un nuevo compromiso de dar de comer a todos los monjes con los que se topara e insistió en que Tripitaka se quedara con él cierto tiempo, cosa a la que el maestro se negó de plano. Comprendiendo sus motivos, el noble volvió a llamar a todos sus deudos y amigos y salió a despedir a los peregrinos con la misma fanfarria que la vez anterior.
Quedó claro, de esta forma, que, por muchas injusticias que existan en el mundo, el Cielo siempre sale fiador de la gente de bien. Los peregrinos pudieron proseguir, así, el camino que los conduciría hasta Tathagata, seguros de alcanzar finalmente las puertas de la Montaña del Espíritu.
No sabemos, de momento, qué les pasó, cuando se entrevistaron con Buda. El que quiera averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el siguiente capítulo.