CAPÍTULO LXX
Decíamos que el Peregrino Sun, valiéndose de sus extraordinarios poderes, se elevó hacia lo alto, blandiendo con fuerza la barra de hierro. Con increíble valentía se dirigió de frente hacia el monstruo y le preguntó:
—¿De qué lugar procedes, bestia maldita? ¿Quién te ha dicho, además, que puedes ir de un lugar a otro, haciendo lo que te plazca?
—Yo —contestó el monstruo con una voz sorprendentemente sonora— no soy otro que un servidor del Competidor del Señor de los Dioses, dueño de la Caverna de Xie-Tsai, que se halla ubicada en la Montaña del Unicornio. Por orden suya he venido hasta aquí con la intención de llevarme a dos doncellas, que puedan servir a la Sabiduría de Oro. ¿Quién eres tú para atreverte a interrogarme de esta manera?
—Sun Wu-Kung, el Gran Sabio, Sosia del Cielo —contestó el Peregrino—. Si me encuentro ahora en este reino, es porque voy de camino hacia el Paraíso Occidental, acompañando al monje Tang, de las Tierras del Este. Al enterarme de que tipos malvados como tú estáis sumiendo este lugar en una confusión total y absoluta, decidí poner a prueba mis poderes para librarle de vuestras fechorías y devolverle su antiguo esplendor. Por cierto, estaba preguntándome dónde podría encontrarte, cuando tú mismo te presentas a ofrecerme tu vida.
A pesar de lo contundente de tales palabras, al monstruo no se le ocurrió nada mejor que embestir con su lanza al Peregrino, que desvió oportunamente el golpe con su barra de hierro. De esta forma, dio comienzo un combate realmente extraordinario. La barra de hierro era no obstante, un auténtico tesoro que en su día perteneció al rey de los dragones, mientras que la lanza estaba hecha de un acero templado por manos humanas.
¿Cómo podía compararse un arma mortal con otra celeste, que tenía el poder suficiente para reducir a añicos el espíritu? El gran Sabio, por otra parte, era una deidad de la Gran Mónada contra la que nada podía un monstruo que sólo ostentaba la categoría de demonio. ¿Cómo iba a prevalecer un diablo contra un ser de bien? Aunque parezca lo contrario, a la larga la bondad siempre triunfa sobre el mal. ¿Qué importaba que uno de los contendientes levantara torbellinos de polvo para asustar al rey? El otro era capaz de caminar por encima de las nubes y hacer desaparecer la luna y el sol. Los dos, empeñados por igual en conseguir la victoria, desplegaron toda su sabiduría bélica.
Quien dé muestras de debilidad jamás logrará arrogarse el nombre de héroe. No podía negarse, sin embargo, que el Gran Sabio fuera el más fuerte. Sus golpes adquirieron tal precisión, que la lanza terminó saltando por los aires, partida en dos. Presa del pánico, el monstruo cambió la dirección del viento y huyó, despavorido, hacia el oeste. El Peregrino renunció por el momento a darle caza y, descendiendo de la nube, se dirigió hacia la puerta del refugio y gritó con voz victoriosa:
—¡Ya podéis salir! ¡El monstruo acaba de abandonar el campo!
No tardaron en aparecer en la boca del agujero el monje Tang, el rey y todos sus cortesanos. El cielo estaba tan limpio como antes de que se produjera el ataque. No había ni sombra del monstruo. Emocionado, el rey se llegó hasta una de las mesas del banquete y, llenando una copa de oro, se la entregó al Peregrino.
—Esto —dijo con voz temblorosa— es en prueba de agradecimiento.
El Peregrino tomó la copa en sus manos, pero, antes de llevársela a los labios se presentó un funcionario, que informó, visiblemente alterado:
—¡Está ardiendo la puerta occidental de la ciudad!
Al oírlo, el Peregrino lanzó hacia arriba la copa llena de vino. Al chocar contra el suelo, emitió un sonido metálico, que hizo exclamar a toda prisa al rey, al tiempo que inclinaba la cabeza con respeto:
—Perdonadme, por favor. La culpa ha sido mía. La etiqueta exigía que os expresara mi agradecimiento, no aquí, sino en el salón principal. Comprendo que estéis enojado y que hayáis arrojado la copa al aire. Éste no es lugar apropiado para las ceremonias. ¿Seguís enfadado?
—No, no, de ninguna manera —se apresuró a contestar el Peregrino, sonriendo—. Habéis malinterpretado mi gesto.
No había acabado de decirlo, cuando se presentó otro funcionario, que informó, a su vez:
—¡Qué suerte más extraordinaria! Es cierto que acaba de producirse un fuego de grandes proporciones en la puerta occidental, pero casi al mismo tiempo ha empezado a caer una lluvia tan torrencial, que lo ha apagado por completo. Las calles están, de hecho, llenas de agua que huele, en realidad, a vino.
—Al ver que tiraba la copa hacia arriba —explicó el Peregrino—, pensasteis que estaba enojado, pero no fue así. El monstruo huyó hacia el oeste, y al ver que no le perseguía, se entretuvo provocando ese fuego del que os han informado. Si arrojé el vino, fue con el fin de extinguirlo cuanto antes y evitar que perecieran las familias que habitan en esa parte de la ciudad. Eso es todo.
Semejante explicación aumentó la admiración y el respeto del rey, que pidió a Tripitaka y a sus tres discípulos que regresaran al salón principal del palacio, dispuesto a abdicar en favor de tan extraordinarios personajes.
—Ese monstruo —dijo el Peregrino, sonriendo— no era más que un enviado del Competidor del Señor de los Dioses, que había venido en busca de dos doncellas más. Lo más seguro es que haya corrido a informar a su señor de tan vergonzosa derrota y que éste no dejará las cosas como están. Al contrario, tratará de enfrentarse conmigo, por lo que me temo que no tardará en regresar al frente de todas sus tropas. Cuando lo haga, será inevitable que tanto vos como vuestros súbditos caigáis presa del pánico. Para evitarlo, desearía enfrentarme a ellos en el aire, pero desconozco la dirección por la que vendrán. ¿Os importaría decirme qué distancia hay entre esta ciudad y su montaña?
—En cierta ocasión —respondió el rey— enviamos allí a un grupo de exploradores y tardaron exactamente cincuenta y cinco días en volver, por lo que calculo que se encuentra a unos siete mil kilómetros al sur de aquí.
—No os mováis de este lugar, mientras voy a echar un vistazo a esa caverna —dijo el Peregrino, volviéndose hacia Ba-Chie y el Bonzo Sha.
—¡¿Por qué no esperáis un día más?! —exclamó el rey, tirándole de la manga—. Es preciso que, antes de que partáis, os preparemos algo de comida seca, un poco de dinero y los caballos más veloces que podamos encontrar. Sólo entonces os permitiremos partir.
—Esa forma de viajar que sugerís —replicó el Peregrino, riendo— es la más lenta y penosa de escalar montañas y cumbres. Si he de seros sincero, puedo recorrer esos siete mil kilómetros antes de que llenéis esa copa de vino y se haya enfriado un poquito.
—No toméis a mal lo que voy a deciros —se disculpó el rey—, pero la verdad es que, más que un hombre, parecéis un mono. ¿Cómo es posible que dominéis una magia capaz de haceros viajar a tanta velocidad?
—Aunque es cierto que pertenezco a la familia de los monos —reconoció el Peregrino—, desde mi más temprana juventud he conseguido cortar los lazos que me ataban a la reencarnación y a la muerte. He buscado con ahínco las enseñanzas del Tao y he pasado muchísimos años dedicado exclusivamente a la práctica de la virtud. Tomando la Tierra por brasero y el Cielo por tapadera, he destilado dos tipos diferentes de elixir que me han purificado el corazón y los riñones. Así, he conseguido aunar el yin y el yang, haciendo copular el agua y el fuego y logrando atravesar las puertas mismas del misterio. Eso me ha permitido viajar por las estrellas[1], siendo la Osa Mayor testigo de mis andanzas. Para mí no encierra misterio alguno el arte de avivar o de amortiguar el fuego para purificar el mercurio o transformar el plomo. Está claro que, cuando las Cinco Fases se encuentran, se desatan los poderes creativos, de la misma forma que, cuando las cuatro estaciones[2] se hallan en equilibrio, el tiempo fluye más uniformemente. La práctica constante de los dos tipos de respiración[3] conduce al dominio de la respiración embrional y, de esa manera, las tres mansiones[4] llegan a estar unidas por el sendero del elixir de oro. Son estos principios los que, materializados, dirigen los movimientos de los miembros de mi cuerpo. No es extraño, pues, que de un solo salto pueda trasponer la cumbre del Monte Tai-Hang[5] y que sea capaz, incluso, de llegar más allá del Arroyo-que-supera-a-las-nubes[6]. No me asustan los diez mil pliegues de las cordilleras más escarpadas ni los incontables kilómetros de los ríos más anchos. Nada puede poner coto a mis poderes metamórficos; un solo movimiento de mi cuerpo es capaz de llevarme a una distancia de más de diez mil kilómetros.
Asombrado por lo que acababa de oír, el rey volvió a tomar una copa de vino y se la entregó al Peregrino, sonriendo satisfecho.
—Vais a emprender un viaje muy largo —dijo, respetuoso—. Acepta, al menos, esto como preparativo del mismo.
Pero ¿cómo iba a entretenerse bebiendo vino, cuando se disponía a partir en busca de un monstruo? Todo lo que pudo decir como excusa fue:
—Por favor, dejadlo para cuando vuelva —y, tras despedirse de todos los presentes, desapareció a gran velocidad, dejando tras él un penetrante silbido, por lo que, de momento, no hablaremos más del rey ni de sus asombrados subalternos.
Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, quien, tras elevarse hacia lo alto, no tardó en descubrir una montaña que se elevaba por encima de las masas más altas de nubes. En seguida descendió sobre su cumbre y echó una mirada curiosa a su alrededor. La vista no podía ser más maravillosa. El pico de la montaña se adentraba en los cielos, mientras sus laderas se precipitaban hacia el seno de la tierra, formando un rimero interminable de pliegues. Sus bosques espesos de pinos de increíble grosor oscurecían el sol. Por otra parte, la rugosidad caprichosa de sus rocas y barrancos atrapaba las nubes y no las dejaba proseguir su viaje. El verde frescor de los pinos permanecía invariable las cuatro estaciones del año, de la misma forma que las masas de las rocas habían seguido inalterables durante más de diez mil años. En el corazón de los bosques podían oírse los gritos de los monos, el multicolor alboroto de las aves y los gritos y rugidos de las bestias de la montaña, mientras serpientes de enorme tamaño se deslizaban, amenazantes, por las orillas de los arroyos. Parejas de ciervos y antílopes cruzaban, como flechas, los claros, al tiempo que bandadas de cuervos y picazas oscurecían los cielos con sus continuas idas y venidas. Adónde quiera que se dirigiera la vista podían verse flores exóticas y plantas de todas las clases, junto con el atractivo color de los melocotoneros y las frutas más variadas. Sólo el peligro que entrañaba atravesar ciertos barrancos daba a entender claramente que aquélla era la montaña de un falso inmortal.
Tras gozar a sus anchas de la belleza del paisaje, el Gran Sabio se disponía a buscar la entrada de la caverna, cuando en uno de los repliegues de la montaña vio alzarse, de pronto, un fuego realmente extraordinario. En un abrir y cerrar de ojos el cielo se vio invadido por el color rojizo de las llamas, de cuyo seno surgió una espesa columna de humo más terrible que el mismo fuego. Poseía un brillo superior al de diez mil lámparas encendidas, de tal forma que se tenía la impresión de estar contemplando un millar, por lo menos, de arcos iris de color rojo. Estaba claro que aquel humo no provenía de hogar ni de horno alguno, ni era producto de la combustión de la hierba o la madera, pues poseía, de hecho, cinco colores: verde, rojo, blanco, negro y amarillo. Su fuerza destructora era tal, que muy bien podía arrasar las columnas de la Puerta Sur de los Cielos, llenando de luz el mismísimo Palacio de la Niebla Divina. El calor que desprendía era tan fuerte, que las bestias veían, aterradas en sus cubiles, cómo la piel se les desprendía del cuerpo, mientras las aves perdían sus plumas, como si jamás las hubieran poseído. ¿Cómo iba a osar alguien atravesar aquella masa de humo avasallador para enfrentarse al señor de aquellas tierras?
El Gran Sabio estaba contemplando, asombrado, semejante espectáculo de destrucción, cuando en el corazón mismo de la montaña se levantó una impresionante tormenta de arena, tan espesa, que los Cielos perdieron su luminosidad y la Tierra quedó sumida en una densa oscuridad. Sus partículas eran tan finas, que se filtraban por los párpados cerrados, al tiempo que las cenizas que las acompañaban, diminutas como granos de sésamo, cubrían toda la colina. Juntas formaban una espesa cortina de materia terrosa, que impedía que el leñador encontrara el camino de su casa y que el joven que había salido a recoger hierbas medicinales supiera dónde estaba su compañero. Aunque se sostuviera en las manos una perla luminosa, era prácticamente imposible abrirse camino por aquel mundo de sombras crecientes.
Fascinado por tan inesperado espectáculo, el Peregrino no se dio cuenta de que el polvillo había empezado a metérsele por las narices, hasta que el picor le hizo estornudar un par de veces seguidas. Se agachó a toda prisa y, cogiendo un par de piedrecitas, se taponó los agujeros de las narices. Sacudió después ligeramente el cuerpo y se metamorfoseó en un gavilán capaz de atravesar el fuego, que se lanzo valientemente entre el humo y las llamas. En ese mismo instante, sin embargo, desaparecieron el polvo y la arena y hasta el mismo incendio pareció remitir de una forma considerable. El Peregrino volvió a recobrar la forma que le era habitual y se dejó caer en lo alto. Tan pronto como puso los pies en el suelo, se oyó el sonido estridente de un gong y se dijo, sorprendido:
—Debo de haberme equivocado de camino. Los monstruos no viven en lugares como éste. El vibrar de ese gong me recuerda el que usan los emisarios para anunciar su llegada. Lo más seguro es que un poco más arriba haya un pequeño reino y alguien se disponga en este mismo momento a entregar un documento. Lo mejor será que le haga unas cuantas preguntas.
No tardó, en efecto, en ver a un diablillo con un estandarte amarillo apoyado en el hombro y un bolsón de documentos a la espalda. En las manos llevaba un pequeño gong, que no dejaba de golpear con renovado entusiasmo.
—Así que éste es el tipo que está metiendo tanto alboroto —se dijo el Peregrino, riéndose—. Me pregunto qué clase de papeles llevará ahí dentro. Creo que lo mejor será que eche un vistazo.
Tras sacudir ligeramente el cuerpo, se transformó en un mosquito y se posó con toda la suavidad de que fue capaz sobre el bolsón de los documentos. A pesar del ensordecedor ruido del gong, le oyó murmurar entre dientes:
—¡Qué hombre más extraño es nuestro señor! Hace tres años que secuestró a la Reina Sabiduría de Oro del Reino Morado y ni siquiera la ha tocado. Las doncellas que trajo como sirvientas son las únicas que han ocupado hasta ahora su lecho. No puede decirse, sin embargo, que las haya acompañado la suerte, porque las dos primeras que llegaron murieron al poco tiempo, lo mismo que las otras cuatro que la siguieron. Pese a todo, el año pasado, el anterior y el que lo precedió insistió en conseguir más doncellas. Francamente parece insaciable. Ahora mismo, sin ir más lejos, desea tener a unas cuantas mujeres a su lado. Lo malo es que, según parece, le ha salido un competidor, porque el enviado que fue en busca de las muchachas regresó diciendo que había sido derrotado por un tal Peregrino Sun. Furioso, nuestro señor se ha empeñado en declarar la guerra a ese reino y me ha ordenado que lo haga saber cuanto antes al hombre que dirige sus destinos. Lo mejor que puede hacer es rechazar el reto, porque francamente no tiene nada que hacer contra nuestro rey. En cuanto deje escapar el fuego, el humo y la cortina de arena, ni él ni sus súbditos podrán conservar la vida. Ocuparemos entonces la ciudad, nuestro señor será declarado emperador y todos nosotros seremos funcionarios, sin importarnos para nada la posición o el grado. Lo malo es que, posiblemente, los Cielos no aprueben nuestra conducta.
—¡Qué cosa más asombrosa! —se dijo el Peregrino, al oírlo—. ¡Hasta los monstruos tiene buenas intenciones! Sólo un hombre justo es capaz de decir eso de que «posiblemente los Cielos no aprueben su conducta». No acabo de comprender, de todas formas, por qué no se ha atrevido a tocar a la Reina Sabiduría de Oro. Lo mejor será que le haga unas cuantas preguntas.
Inmediatamente levantó el vuelo y se alejó del diablillo unos cuantos kilómetros.
Cuando estuvo seguro de que no le veía, volvió a sacudir el cuerpo y se convirtió en un joven taoísta con dos mechones de pelo en la cabeza y una túnica tan raída como la de un monje. Llevaba en las manos un pequeño tambor con forma de pez, con el que se acompañaba al tiempo que cantaba un himno. Dando la vuelta a la montaña, no tardó en toparse con el diablillo, al que saludó con las manos en alto, antes de preguntarle:
—¿Se puede saber adónde vais y qué tipo de documentos son esos que lleváis en el bolsón?
El diablillo pareció reconocerle en seguida, porque dejó de tocar el gong y le devolvió el saludo con grandes muestras de alegría.
—Nuestro señor —explicó, en cuanto hubo dominado la risa— me envía al Reino Morado a entregar una declaración de guerra.
—¿Es verdad lo que dices? —exclamó el Peregrino, sorprendido—. ¿No se casó nuestro dueño con una mujer de ese reino que dices?
—Sí, pero el matrimonio no llegó a consumarse —respondió el diablillo—. Al poco tiempo de ser raptada un inmortal le regaló una túnica de cinco colores, que, en cuanto le hubo tocado el cuerpo, le hizo brotar de la piel una especie de espinas tan afiladas como agujas. A partir de entonces nuestro señor no ha podido ni tocarla, porque las espinas le producen un dolor insoportable en las manos. Esta misma mañana envió a un mensajero en busca de dos doncellas para compartir su lecho, pero fue derrotado por un tal Peregrino Sun. Eso ha enfurecido de tal forma a nuestro rey, que me ha encargado que entregue una declaración de guerra al hombre que dirige los destinos de ese otro reino, dispuesto a iniciar los combates mañana mismo.
—¿Tan enfadado está el señor? —preguntó el Peregrino.
—Así es —confirmó el diablillo—. Creo que no estaría de más que le levantaras el ánimo con unas cuantas canciones taoístas.
El Peregrino le agradeció la sugerencia doblando las manos y, tras despedirse de él, siguió tranquilamente su camino, mientras el diablillo volvía a tañer el gong y se disponía a reanudar el viaje. Pero apenas había dado unos cuantos pasos, cuando la furia se apoderó del Peregrino. Echando mano de la barra de hierro, asestó al diablillo tal golpe en la cabeza, que le reventó el cráneo, rasgándole la piel y partiéndole el cuello.
La sangre brotó copiosa, entremezclada con sesos, arrancando la vida de aquel cuerpo maltrecho. El Peregrino se arrepintió en seguida de lo que había hecho y se dijo, apesadumbrado:
—¡Qué poca paciencia tengo! Ni siquiera le he preguntado cómo se llamaba. En fin, no queda tiempo ya para las lamentaciones —y, agarrando la declaración de guerra, se la metió entre las mangas. Cogió después el estandarte amarillo y el gong y lo escondió entre la hierba que crecía a lo largo del camino. El cadáver lo arrojó en un arroyo. Al tirarlo, se le desprendió de la cintura una placa de plata con una inscripción, que decía: «Este joven funcionario responde al nombre de Ida y Vuelta, una persona más bien baja, con el rostro picado de viruelas y totalmente imberbe. En todo momento ha de llevar consigo esta placa. Quien no lo haga será considerado como un impostor».
—¡Así que este tipo se llamaba Ida y Vuelta! —exclamó el Peregrino, sonriendo—. Pues yo le he metido la barra por la cabeza y no ha vuelto en sí.
Cogió después la placa y se la ató a la cintura. El arroyo llevaba tan poca agua, que el cadáver quedó totalmente al descubierto. El Peregrino recordó entonces la amenaza del humo y las llamas y decidió renunciar a la búsqueda de la morada del monstruo. En vez de seguir adelante, pinchó con la barra de hierro el cadáver del diablillo y se elevó por los aires, dispuesto a mostrar al rey que sus poderes eran más vastos de lo que todos creían. Durante el camino de vuelta reflexionó seriamente sobre la táctica que debía seguir. Ba-Chie estaba montando guardia a las puertas mismas del Salón de los Carillones de Oro, cuando le vio acercarse volando con el cadáver del diablillo pinchado de un extremo de la barra de hierro.
—¡Qué tonto he sido! —se dijo, entristecido—. Si llego a saberlo antes, habría ido yo solo a detener a ese monstruo. De esa forma, el mérito sería exclusivamente mío.
No había acabado de pensarlo, cuando el Peregrino bajó de la nube en la que había hecho todo el viaje y arrojó al suelo el cuerpo del diablillo. Ba-Chie se lanzó sobre él y le asestó unos golpes terribles con el rastrillo, al tiempo que gritaba:
—¡El mérito es sólo mío!
—¿Se puede saber de qué mérito estás hablando? —preguntó el Peregrino.
—No creas que vas a engañarme —respondió Ba-Chie en tono de triunfo—. Aquí tengo la prueba. Unos agujeros como ésos únicamente puede hacerlos mi rastrillo.
—¿Por qué no echas otro vistazo y te cercioras de si tiene cabeza o no? —replicó el Peregrino.
—¡Así que no tiene cabeza! —exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada—. Ya me parecía a mí que no se movía, cuando le asesté los golpes.
—¿Dónde está el maestro? —volvió a preguntar el Peregrino.
—Charlando con el rey ahí dentro —respondió Ba-Chie.
—Pues dile que salga inmediatamente —le ordenó el Peregrino.
Ba-Chie corrió hacia el salón e hizo un gesto con la cabeza, que Tripitaka comprendió en seguida. Sin pérdida de tiempo se levantó de la mesa y corrió al encuentro del Peregrino, que le metió a toda prisa entre la ropa la declaración de guerra, diciendo:
—Esconded esto con cuidado y no dejéis que el rey lo vea.
No había acabado de decirlo, cuando apareció el propio monarca, que dijo, nada más verle:
—¡Así que ya habéis vuelto! ¿Qué tal os ha ido el enfrentamiento con el monstruo?
—¿No es ese que veis ahí el cadáver de un diablillo? —respondió el Peregrino, señalándole con el dedo.
—Por supuesto que sí —reconoció el rey, mirándole con detenimiento—, pero no es el del Competidor del Señor de los Dioses. Lo se bien, porque le he visto con mis propios ojos un par de veces. Esa bestia tiene una altura superior a los seis metros y posee unos hombros por lo menos cinco veces más anchos que los de ese desgraciado. Eso sin contar con que su rostro es más brillante que un rayo de luz y su voz supera en potencia al estallido de un trueno. No se parece en nada a ese mosquito muerto que está ahí tumbado.
—Se nota que sois observador —reconoció el Peregrino—. Este desgraciado no es, en efecto, el Competidor del Señor de los Dioses, sino un simple mensajero que tuvo la mala fortuna de toparse conmigo. Le he traído conmigo, para que veáis que yo nunca hablo en balde.
—Me parece muy bien —exclamó el rey, visiblemente complacido—. Es la primera vez que alguien realiza una hazaña semejante. Yo qué sé la de veces que he enviado a soldados en busca de información y siempre han regresado con las manos vacías. Vos, por el contrario, no habéis hecho nada más que salir y volvéis con un enemigo muerto. He de reconocer, en verdad, que vuestros poderes mágicos son extraordinarios. ¡Calentad un poco de vino, para que podamos festejar a nuestro benefactor como se merece! —ordenó después, dirigiéndose a sus criados.
—No es el licor lo que ahora me preocupa —se apresuró a decir el Peregrino—. Lo que quisiera saber es si, a la hora de la partida, el Palacio de la Sabiduría de Oro os dejó algún escrito, en cuyo caso desearía echarle un vistazo.
Al oír la palabra «escrito», el rey pareció como si hubiera recibido una estocada mortal y, rindiéndose al llanto, contestó:
—No habíamos acabado de brindar por la felicidad y la prosperidad de aquel año, cuando apareció ese malvado monstruo dando gritos y se llevó por la fuerza a mi esposa, para que compartiera su tálamo. Si renuncié a ella, fue por el bien de mi pueblo.
La cosa ocurrió con tal rapidez, que no hubo tiempo para las despedidas ni para las frases de ánimo. Todo desapareció con ella. Salvo esta añoranza y esta amargura que me están destrozando, no me dejó recuerdo alguno; ni siquiera una simple bolsita de perfume.
—¿Para qué torturaros de esa forma, cuando vuestros sufrimientos están a punto de concluir? —replicó el Peregrino—. Si, como acabáis de decir, vuestra esposa no os dejó ningún recuerdo, ¿queda todavía en el palacio alguna cosa de la que fuera especialmente aficionada? De ser así, desearía que me la mostrarais.
—¿Para qué la queréis? —preguntó el rey.
—Está claro que ese monstruo posee unos poderes mágicos francamente extraordinarios —contestó el Peregrino—. Deja escapar enormes masas de humo, fuego y arena, cosa que me ha hecho comprender que va a resultar sumamente difícil atraparle. Aun suponiendo que consiga detenerle sin mayores problemas, lo más seguro es que vuestra esposa se niegue a seguirme, pues, en medio de todo, no tiene noticia ni de mi existencia. Únicamente confiará en mí, si ve que llevo conmigo algo que ella apreciaba sobremanera, cuando aún vivía en este palacio. Ese es el motivo por el que os he pedido que me entregarais una cosa tan personal como ésa.
—Si no recuerdo mal —dijo entonces el rey—, en una de las alcobas del Palacio del Sol Brillante hay un par de pulseras de oro, que en su día pertenecieron a la Sabiduría de Oro. Si aún se conservan allí, fue porque el día de la fiesta se las quitó, con el fin de adornarse los brazos con unas cuantas cintas de colores. Tratándose de una de las cosas que más le gustaban, las tengo guardadas en un joyero, aunque, si he de decir la verdad, cada vez que las veo, no puedo reprimir el llanto. Es muy profundo el cariño que por ella sentía y demasiado trágicas las circunstancias en las que fue arrancada de mi lado.
—Es mejor que no sigáis hablando de eso —le aconsejó el Peregrino—. Traedme esas pulseras que decís. Si sois capaz de desprenderos de ellas, entregádmelas y partiré inmediatamente a liberarla. En caso contrario, me conformaré simplemente con una.
El rey se volvió hacia el Palacio de la Sabiduría de Jade y le pidió que fuera a por las joyas. Nada más verlas, se echó a llorar y exclamó, desconsolado:
—¡Mi querida señora! —pero tuvo la suficiente fuerza de ánimo para confiárselas al Peregrino, que en seguida se las ajustó en el brazo.
Tras negarse a tomar el vino, para no perder más tiempo, el Gran Sabio montó en una nube y, en un abrir y cerrar de ojos, llegó a la Montaña del Unicornio. Estaba demasiado ocupado esta vez para gozar de la belleza del paisaje y se puso en seguida a buscar la caverna. Tras dar unas cuantas vueltas, oyó el inconfundible cuchicheo de una conversación. Se dirigió al lugar del que parecían provenir las voces y vio a unos cuantos soldados alineados a la entrada misma de la Caverna de Xie-Tsai. Eran más de quinientos y parecían dispuestos a partir de campaña de un momento a otro, armados hasta los dientes de lanzas y espadas, que brillaban, como brasas, a la luz del sol. Los estandartes flameaban al viento, orgullosos como los generales tigre y los capitanes oso que mandaban aquellas huestes de guerreros leopardo y mariscales gato montes. ¡Qué valientes parecían los lobos grises, qué envidiable fortaleza la de los elefantes! El ejército estaba compuesto por la más heterogénea clase de animales. No era difícil ver liebres inquietas o ciervos, siempre alerta, blandiendo espadas y hachas, o culebras larguísimas y serpientes de enorme tamaño cargadas con arcos y aljabas. Las responsabilidades del mando recayeron sobre un chimpancé, que, al comprender el lenguaje humano, estaba más capacitado que nadie para esos menesteres.
El Peregrino no se atrevió a seguir adelante y, dándose la vuelta, regresó por donde había venido. Si lo hizo así, no fue porque tuviera miedo. De hecho, sus pasos le llevaron hasta el punto donde había dado muerte al diablillo. No tardó en encontrar el gong y el estandarte amarillo, tras lo cual se volvió cara al viento y, haciendo un signo mágico, se transformó en la imagen exacta de Ida y Vuelta. Sin pensarlo dos veces, empezó a golpear el gong y se dirigió con paso ligero hacia la Caverna de Xie-Tsai. Al llegar a ella, oyó preguntar al chimpancé:
—¿Cómo es que has regresado tan pronto, Ida y Vuelta?
—Ya ves —contestó el Peregrino, muy a su pesar.
—Entra a informar de tus gestiones a nuestro señor —le ordenó el chimpancé—. Te está esperando impaciente en el Pabellón de Descuartizar.
El Peregrino se lanzó hacia el interior, sin dejar de golpear el gong. Sorprendido, vio que dentro de la caverna había precipicios tan profundos y acantilados tan rugosos como los de fuera, junto a los que se abrían apacibles construcciones de piedra. A la sombra de sus muros se extendían espléndidas alfombras de plantas y flores exóticas, que rompían la retorcida pujanza de cedros y pinos centenarios. En cuanto hubo traspuesto una segunda puerta, el Peregrino se topó con una construcción octogonal con ocho arcadas transparentes. Justamente en su centro estaba colocado un trono de oro, sobre el que descansaba el monstruo, cuyo aspecto no podía ser más terrorífico. Por encima de su cabeza flotaba una nube multicolor, que se agitaba siguiendo el ritmo respiratorio de los potentes pulmones de la bestia. Por entre los labios le salían unos dientes tan afilados como espadas, que resaltaban aún más su aspecto demoníaco. Los cabellos, rojos como brasas, le caían sin ningún orden por la frente, produciendo la impresión de estar metida en una hoguera. Sus barbas, aceradas como flechas, desdibujaban la línea de sus labios, pareciendo una simple prolongación del espeso vello que le cubría todo el cuerpo. Como los del auténtico Señor de los Dioses, sus ojos poseían el brillo del cobre y la viveza del azogue. Sobre sus rodillas descansaba una porra tan larga como la distancia que media entre el cielo y la tierra.
Semejante aspecto no pudo por menos que impresionar al Peregrino que tuvo, no obstante, la suficiente fuerza de ánimo para tomárselo a la ligera. Haciendo caso omiso de la etiqueta, le dio descaradamente la espalda y continuó batiendo el gong, como si no le hubiera visto.
—¿Cuándo has vuelto? —le preguntó el monstruo, pero el Peregrino no se dignó contestarle—. ¡Te he preguntado que cuándo has regresado, Ida y Vuelta! —añadió, perdiendo la paciencia.
El Peregrino continuó sin abrir la boca. La bestia se levantó, furiosa, de su asiento y, agarrándole de las ropas, le sacudió sin ninguna consideración, gritando:
—¿Se puede saber por qué sigues golpeando ese maldito gong? ¡Te he hecho, además, una pregunta! ¿Por qué te niegas a responderme?
—¡Por qué, por qué, por qué! ¿A qué viene tanto por qué? —exclamó el Peregrino, tirando el gong al suelo con rabia—. ¡Os dije que no quería ir, pero vos, insististeis en que lo hiciera! Nada más llegar a ese maldito reino, me encontré con un numerosísimo ejército de hombres a caballo y dispuestos para la lucha. En cuanto me vieron, empezaron a gritar, enardecidos: «¡Agarrad a ese monstruo! ¡No le dejéis escapar!». No pararon hasta que no me echaron mano y, entre empujones y golpes, me condujeron a presencia de su señor, que ordenó que me cortaran al punto la cabeza. Fue una suerte que uno de sus consejeros sacara a relucir esa vieja máxima que dice: «Cuando dos reinos se encuentran en guerra, hay que respetar la vida de sus mensajeros». Eso me salvó de la muerte, pero me quitaron los documentos que llevaba y me arrojaron sin ningún respeto de la ciudad, no sin antes darme más de treinta azotes en presencia de todo el ejército. Si, a pesar de todo, me dejaron con vida, fue con el único propósito de haceros saber que están dispuestos a entrar inmediatamente en combate.
—Puestas así las cosas —contestó el monstruo—, ha sido una suerte haber salido de la forma como tú lo has hecho. Ahora me explico por qué te negabas a responderme, cuando te pregunté que si ya habías vuelto.
—Si no contesté —le corrigió el Peregrino—, fue porque sentía demasiado dolor para abrir la boca.
—¿Contaste el número de caballos y hombres que han puesto en pie de guerra? —volvió a preguntar el monstruo.
—¿Cómo iba a contarlos, si estaba muerto de miedo y sus golpes no me dejaban ni ver lo que ocurría a mi alrededor? —se defendió el Peregrino—. Lo que sí puedo deciros, de todas formas, es que vi un auténtico bosque de arcos, flechas, sables, cotas de malla, armaduras, lanzas, espadas, hachas de doble filo, estandartes, bolas de hierro, espadas con forma de media luna, cascos, hachas de enorme tamaño, escudos redondos, catapultas, porras de todas las formas y tamaños, tridentes de acero y un sinfín de artilugios bélicos. Eso sin contar sus equipos de guerra, tales como botas altas, cascos, yelmos, corazas, petos, látigos, hondas y mazos de bronce.
—¿Qué es todo eso para mí? —se burló el monstruo, soltando la carcajada—. Con un poco de fuego me bastará para hacer desaparecer todas esas armas. Creo que deberías ir a decir a la Sabiduría de Oro que deje de preocuparse, de una vez. Al enterarse de que me disponía a entrar en combate, se ha puesto a llorar como una loca. Se alegrará de saber que los suyos han puesto en pie de guerra tan ingente cantidad de hombres y caballos. ¿Cómo no van a derrotarme con semejante despliegue de medios?
—Eso es precisamente lo que andaba buscando —se dijo el Peregrino, complacido, al oír tan inesperada sugerencia.
Como si conociera el camino que conducía a sus aposentos, empezó a abrir y a cerrar puertas y a dejar atrás salones y habitaciones. En la parte más profunda de la caverna se elevaban espléndidos edificios, que nada tenían que ver con los que había en su parte anterior. La Sabiduría de Oro habitaba en la sección posterior del palacio. El Peregrino lo comprendió en seguida, al ver el extraordinario colorido de las puertas que allí se alzaban. Tras dejarlas atrás, miró curioso a su alrededor, vio a dos grupos de zorras y ciervas ataviadas como doncellas. En medio de ellas se encontraba la mujer con la mejilla apoyada en la mano y llorando desconsoladamente. A pesar de todo, se apreciaba que poseía una arrebatadora juventud y que sus rasgos no podían ser más atractivos y seductores, a pesar de que llevaba el cabello recogido sobre la cabeza, estaba sin maquillar, no lucía horquillas ni pulseras, hacía tiempo que no se empolvaba el rostro, no se aplicaba carmín en los labios ni embellecía su pelo con aceites. Sus labios, rojos como una cereza, dibujaban un rictus de tristeza. La pena la hacía mantener apretados los dientes, blancos como la plata, mientras torrentes de lágrimas fluían de sus ojos, hermosos como las estrellas, y sus cejas, frágiles como una mariposa, se juntaban en un gesto típico de desesperación. Su corazón anhelaba al Señor del Reino Morado, al que echaba tanto de menos, que en su mente sólo anidaba la idea de escapar de aquella red que la tenía prisionera. ¡Qué dura ha sido siempre la suerte de las mujeres virtuosas y hermosas! Con gesto cansino y totalmente en silencio, tenía el rostro vuelto hacia el oriente. Llegándose hasta ella, el Peregrino se inclinó respetuosamente y dijo:
—Os presento mis respetos, señora.
—¡Maldito diablillo! —exclamó ella con desprecio—. ¿Cómo te atreves a dirigirme la palabra? Durante años y años, cuando la gloria del Señor del Reino Morado era también la mía, consejeros extremadamente sabios y primeros ministros se inclinaban ante mí, sin atreverse a levantar la vista del suelo. ¿Cómo osa una bestia como tú saludarme de la forma en que lo has hecho? ¿Se puede saber de dónde ha salido semejante paleto?
—No os enojéis con él, señora —le aconsejaron algunas de las doncellas que la atendían—. Se trata de uno de los funcionarios de más confianza de nuestro señor y responde al nombre de Ida y Vuelta. Por cierto, ha sido él el encargado de hacer entrega esta misma mañana de la declaración de guerra.
Al oír eso, la mujer dominó lo mejor que pudo su enfado y preguntó:
—¿De verdad llevaste esa declaración al Reino Morado?
—Así es —confirmó el Peregrino—. Entré en su capital y puse los pies en el mismo Salón de los Carillones de Oro. Tuve la oportunidad de ver incluso al rey. De hecho, fue él el que me encargó que trajera su respuesta.
—¿Qué te dijo? —exclamó, muy excitada.
—Que estaba dispuesto a luchar y que todas sus tropas se hallaban en pie de guerra, cosa de la que he informado oportunamente a nuestro señor —respondió el Peregrino—. Expresó también una gran añoranza por vos y me encargó que os transmitiera unas cuantas palabras de ánimo, pero me temo que hay demasiada gente a nuestro alrededor, para poderlas decir con la libertad deseable.
Al oír eso, la mujer ordenó a las zorras y a las ciervas que se marcharan en seguida y cerró con cuidado la puerta del palacio. El Peregrino se pasó entonces la mano por la cara y, recobrando la forma que le era habitual, dijo:
—No os asustéis, señora. En realidad, no soy más que un monje enviado por el Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, al Monasterio de Trueno, en el Paraíso Occidental, en busca de escrituras sagradas. El maestro al que sirvo, Tripitaka Tang, es hermano del mismo emperador. Por mi parte, soy su discípulo más antiguo y respondo al nombre de Sun Wu-Kung. Al pasar por el reino del que sois originaria y tratar de obtener permiso para proseguir nuestro viaje, tuvimos noticia de una proclama imperial, en la que se convocaba a todos los médicos de la tierra, para devolver la salud a vuestro esposo. Haciendo uso de nuestros conocimientos terapéuticos, conseguimos liberarle tanto de su enfermedad como del estado de ansiedad que le aquejaba. Durante el convite que ofreció en nuestro honor, nos contó cómo habíais sido raptada por un monstruo. Eso avivó nuestros deseos de liberaros y devolveros al lugar del que nunca debíais haber salido, pues somos expertos en el arte de destruir dragones y domar tigres. Fui yo, de hecho, quien hizo huir, derrotado, al enviado del monstruo y posteriormente acabó con el diablillo, cuya personalidad he asumido. Me he visto obligado a hacerme pasar por Ida y Vuelta, al comprobar las enormes fuerzas que vuestro captor ha desplegado a la puerta de la caverna. Disculpadme, pero no disponía de otro medio para llegar hasta vos.
Extrañamente, la mujer permaneció en silencio. El Peregrino sacó, entonces, las dos pulseras y, entregándoselas respetuosamente con las dos manos, añadió:
—Si no me creéis, mirad bien estos objetos.
Al verlos, la mujer se echó a llorar y, dijo, echándose a los pies del Peregrino:
—Si, en verdad, sois capaz de librarme de esta prisión y de devolverme, sana y salva, a mi reino, tened la seguridad de que os estaré eternamente agradecida.
—Es preciso que antes me informéis de algo de vital importancia —contestó el Peregrino—. ¿Qué clase de objeto valioso es ese que arroja fuego, arena y humo?
—No se trata de ningún objeto de especial valor, sino de tres campanas de oro —explicó la mujer—. Cuando sacude la primera, arroja una masa de fuego de más de mil metros de larga, capaz de abrasar todo lo que encuentra por delante. Cuando mueve la segunda, la cantidad de humo que lanza supera el kilómetro de longitud y ahoga a cuanta criatura viviente se tope con él. Por lo que respecta a la tercera, vomita, hasta una distancia de mil metros, una cantidad increíble de ceniza amarilla, que termina haciendo perder el juicio a la gente. Aunque el fuego y el humo pueden parecer extremadamente peligrosos, la ceniza no tiene que nada envidiarles, ya que es extremadamente venenosa. En cuanto se le mete a alguien por las narices, perece al instante.
—¡Extraordinario! —exclamó el Peregrino—. Aunque, a decir verdad, tengo experiencia de sus formidables efectos. De hecho, me hizo estornudar como un loco. Me pregunto dónde tendrá guardadas esas campanas.
—¿Creéis que las tiene escondidas en algún sitio? —exclamó la mujer—. Ni lo penséis. Las lleva atadas a la cintura y no se desprende de ellas ni aunque esté dormido.
—Si aún amáis al Reino Morado y guardáis por su rey los mismos sentimientos que un día abrigó vuestro corazón, es preciso que renunciéis de momento a la tristeza y a la añoranza —le aconsejó el Peregrino—. Mostraos coqueta y alegre, permitiéndole incluso acostarse con vos. Cuando hayáis ganado su confianza, convencedle para que os confíe el cuidado de las campanas. Eso me facilitará el poder robárselas y conseguir, así, detenerle. De esa forma, podréis regresar junto a vuestro esposo y pasar a su lado una vida de felicidad y compenetración perfectas.
La mujer dio en seguida su consentimiento y el Peregrino, tras metamorfosearse de nuevo en el fiel servidor del monstruo, abrió las puertas del palacio y llamó a las doncellas. En ese mismo momento la mujer levantó la voz y dijo:
—Ida y Vuelta, no te olvides de comunicar al señor que deseo verle inmediatamente. Es preciso que hable con él de un asunto importante.
El Peregrino contestó a grandes voces que así lo haría y se dirigió a toda prisa al Pabellón de Descuartizar, donde informó al monstruo:
—El Palacio de la Sabiduría quiere que os reunáis con ella de inmediato.
—Normalmente la señora me trata con indiferencia y desprecio —comentó el monstruo, muy animado—. ¿Qué la habrá hecho cambiar tan de repente?
—Quizás el hecho de que, al preguntarme por el Señor del Reino Morado, yo le contesté que ya no la amaba y que había tomado como reina a otra mujer —contestó el Peregrino—. Al oírlo, dejó de pensar en él y me ordenó que viniera a transmitiros sus deseos.
—¡Qué gran servicio me has hecho! —exclamó el monstruo, visiblemente complacido—. Cuando haya acabado con ese maldito reino, te nombraré mi consejero personal.
Tras darle las gracias, el Peregrino le acompañó a la parte posterior del palacio, donde la mujer le recibió sonriendo coquetamente y con los brazos extendidos. El monstruo retrocedió, asombrado, e, inclinándose con respeto, dijo:
—Me siento francamente honrado. No sé cómo agradeceros vuestro amor. De todas formas, no me atrevo a tocaros. Aún recuerdo el dolor que sentía en las manos, al intentarlo.
—Sentaos, por favor. Deseo hablar con vos.
—Hacedlo sin dudar —replicó el monstruo.
—Desde el momento en que me expresasteis vuestro amor hasta ahora han transcurrido cerca de tres años —empezó diciendo la mujer—. Aunque en todo ese tiempo me he negado obstinadamente a acostarme con vos, ahora comprendo que estábamos predestinados a convertirnos en marido y mujer. Soy consciente, de todas formas, de que abrigáis contra mí sentimientos encontrados y no me consideráis realmente vuestra esposa. De hecho, cuando, siendo señora del Reino Morado, los embajadores extranjeros venían a ofrecer sus tributos, era yo la encargada de inventariarlos y guardarlos. No quiero decir con ello que vos poseáis muchas cosas de valor. De hecho, sólo vestís pieles y os alimentáis con carnes crudas. Jamás he visto por el palacio sedas, damascos, perlas u oro; hasta los cortinajes están hechos de pieles. Es posible que tengáis grandes tesoros, pero también lo es que vuestros sentimientos hacia mí os han impedido, no digo ya confiármelos, sino dejármelos ver. He oído comentar, por ejemplo, que poseéis una especie de campanas o gongs de gran valor. No sé concretamente lo que son; lo que sí puedo afirmar es que son tres y que no os desprendéis jamás de ellos. ¿No sería más cómodo que me los confiarais y yo los sacara cuando los necesitarais? Después de todo, somos marido y mujer y deberíais mostradme más confianza. De lo contrario, siempre me consideraré una advenediza.
—¡Tenéis razón, señora! —exclamó el monstruo, ahogándose en sus propios bufidos—. Vuestras quejas no pueden ser más justas. Aquí tenéis las únicas cosas de valor que, en realidad, poseo. Os las confío, para que las guardéis —y empezó a levantarse las ropas, dispuesto a desprenderse de sus tesoros.
El Peregrino no le quitaba ojo. El monstruo vestía como si siempre fuera invierno, pero no tardó en dejar al descubierto las tres campanas. Se las desató con sumo cuidado y, tras taparles la boca con un manojo de algodón, las envolvió en una piel de leopardo.
—Aunque parecen objetos vulgares —dijo, al tiempo que se las entregaba a la mujer—, debéis guardarlas con mucho cuidado, sin agitarlas ni hacerlas sonar.
—No os preocupéis por eso —trató de tranquilizarle la mujer—. Las esconderé en mis aposentos y tened la seguridad de que nadie las tocará. Traednos un poco de vino —añadió a continuación, dirigiéndose a sus doncellas—. Deseo brindar con el rey por nuestro amor y nuestra felicidad.
Sin pérdida de tiempo las muchachas trajeron una mesa y la llenaron de frutas, verduras y carne de venado y conejo. Llenaron a continuación las copas de licor de coco y la mujer puso en juego todos sus encantos para hacer caer al monstruo en la trampa. El Peregrino Sun no perdió el tiempo. Sin ser visto, se dirigió hacia la alcoba y tomó con cuidado las tres campanas de oro. El corazón le latía con fuerza, cuando salió del palacio. Al llegar al Pabellón de Descuartizar, desplegó con cuidado la piel de leopardo y vio que la campana del medio no era mayor que una taza de té, mientras que las otras dos poseían el tamaño de un puño cerrado. Sin sospechar lo peligroso que era, les quitó el algodón. Al punto se oyó un ruido ensordecedor y empezaron a arrojar una cantidad increíble de fuego, humo y cenizas amarillas. En vano trató el Peregrino de taparles la boca con el algodón. En un abrir y cerrar de ojos, las llamas alcanzaron una altura sobrecogedora y devoraron el pabellón. Aterrados, los diablillos que había por allí cerca corrieron a la parte posterior del palacio a informar de lo ocurrido al monstruo, que gritó, fuera de sí:
—¡Apagad inmediatamente el fuego! ¿A qué esperáis? —y se lanzó en dirección al pabellón, seguido de todos los suyos. No tardó en ver a Ida y Vuelta con las campanas en las manos y, arrojándose sobre él, añadió, furioso—: ¡Maldito esclavo! ¿Cómo te has atrevido a hacerte con mis campanas y a jugar con ellas, como si fueras un crío sin imaginación? ¡Mereces un castigo ejemplar! ¡Agarradle!
Los guerreros tigre, los oficiales osos, los capitanes leopardo, los mariscales gato montes, los elefantes, los lobos grises, las liebres astutas, los ciervos siempre alerta, las serpientes de enorme tamaño, las culebras larguísimas y el chimpancé se abalanzaron con tal rapidez sobre el pabellón, que el Peregrino se vio obligado a arrojar las campanas a un lado y a recoger la forma que le era habitual. Echó mano a continuación de la barra de los extremos de oro e hizo frente con singular valentía a aquella turba de alocados animales. En cuanto el monstruo hubo recuperado sus preciados tesoros, ordenó, autoritario:
—¡Cerrad las puertas!
Los que estaban más cerca de la salida obedecieron al instante la orden, mientras el resto continuaba peleando bravamente. El Peregrino comprendió que iba a resultarle extremadamente difícil escapar de aquella encerrona. Tras guardar apresuradamente la barra de hierro, sacudió ligeramente el cuerpo y se transformó en una mosca diminuta, que fue a posarse sobre una de las pocas piedras que aún quedaban en pie. Al no encontrarle por ninguna parte, los diablillos dijeron, desconcertados:
—Ese ladrón ha conseguido escapar.
—¿Alguien le ha visto salir por la puerta? —preguntó el monstruo.
—Eso es prácticamente imposible —contestaron los diablillos—. La hemos cerrado a cal y canto.
—En ese caso —concluyó el monstruo—, removed la caverna de arriba abajo.
Mientras unos terminaban de apagar el fuego, otros buscaban afanosamente hasta debajo de las piedras, pero no consiguieron dar con el ladrón.
—¡Quién puede ser tan desvergonzado como para hacerse pasar por Ida y Vuelta, presentarse ante mí y permanecer a mi lado en busca de una ocasión propicia para hacerse con lo más valioso que poseo! —exclamó el monstruo—. Ha sido una suerte que no haya sacado las campanas de la caverna. De haberlo hecho y de haberlas expuesto al viento que sacude las cumbres de la montaña, habría acabado con todos nosotros.
—Ha sido, en verdad, una gran suerte —confirmó un general tigre, acercándose a él—. Está visto que aún no ha llegado nuestra última hora. Eso nos garantiza que aún estamos a tiempo de dar con él.
—Ese ladrón —afirmó, por su parte, el comandante oso— no puede ser otro que ese tal Sun Wu-Kung, que cubrió de vergüenza a vuestro primer emisario. Probablemente se encontró con Ida y Vuelta y, después de darle muerte, cogió el estandarte amarillo, el gong y la placa con su nombre y se hizo pasar por él con el fin de engañaros.
—Exactamente —confirmó el monstruo—. Así ha tenido que ser, por fuerza. No os desaniméis y seguid buscando. Es preciso que no salga de aquí.
Así resultó lo que sucede con harta frecuencia: cuando menos se espera, un plan realmente inteligente se convierte en algo ridículo y lo que empezó siendo imaginativo termina revistiéndose de vulgaridad.
Desconocemos de momento cómo se las arregló el Peregrino Sun para escapar de los dominios del monstruo. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se brindan en el capítulo siguiente.