CAPÍTULO LIX

A pesar de su inmensa variedad, inabarcable como el cosmos o el mar, todo proviene de la misma fuente. De nada valen ante ella los pensamientos y las cuitas, porque no existe ninguna diferencia entre los géneros y las formas. Al auténtico dharma sólo se llega por el esfuerzo y el sacrificio diarios. Para ello es preciso mantenerse firme y no vagar de este a oeste ni de norte a sur[1]. Entra después en el brasero del elixir y refínate hasta que estés rojo y brillante como el mismo sol. Únicamente entonces podrás cabalgar a lomos de un dragón y dirigirte adónde te plazca.

Decíamos que, siguiendo los deseos de la Bodhisattva, Tripitaka volvió a acoger en su compañía al Peregrino. Con la ayuda de Ba-Chie y el Bonzo Sha consiguió poner freno a los desmanes de las dos Mentes y logró mantener bajo control al Caballo y al Mono.

Unidos, de esta forma, en un solo espíritu, prosiguieron su camino hacia el Paraíso Occidental. El tiempo pasó a la velocidad de una flecha y las estaciones se sucedieron unas a otras con la rapidez con que se mueve la rueca de un tejedor. Al calor insoportable del verano le sucedieron las primeras heladas del otoño tardío. Las masas de nubes erraban sin sentido por el cielo a merced de los caprichos del viento del poniente. En los montes se escuchaban los lamentos lejanos de las garzas, mientras todo se iba revistiendo de los caprichosos bordados de los hielos. Una nota de melancolía se dejaba escuchar en aquella sucesión interminable de elevaciones y cursos de agua.

Bandadas de patos volaban hacia las tierras del norte, mientras regresaban al sur millares de pájaros de colores oscuros. ¡Cuánta soledad se abatía sobre los caminantes!

El tiempo había cambiado de tal forma, que las túnicas de los monjes se veían en seguida invadidas por el frío. No obstante, a medida que el maestro y sus discípulos continuaban hacia delante cada vez sentían más calor. Sorprendido, Tripitaka tiró de las riendas al caballo y dijo:

—¡Qué extraño! Estamos ya en otoño. ¿Cómo es posible que haga de repente tanto calor?

—Quizás no lo sepáis —contestó Ba-Chie—, pero existe, camino del Oeste, un reino que responde al nombre de Su Ha-Li y en el que se refugia el sol, tras ponerse todos los días. Eso explica que sea conocido entre la gente como el Reino del Fin de los Cielos. A la hora del crepúsculo el señor que lo rige manda a las almenas de su palacio a grupos de guerreros con tambores y clarines, para que, con su estruendo, ahoguen el ruido terrible que hace el sol al sumergirse en el mar. No necesito recordaros que está hecho totalmente de fuego y que, al entrar sus llamas en contacto con las aguas del Océano Occidental, produce una especie de silbido realmente ensordecedor. Si los tambores y clarines no amortiguaran sus efectos, morirían a causa del ruido todos los niños de la ciudad. Este mismo calor que ahora sentimos debe de ser producto de la puesta del sol.

Al oírlo, el Gran Sabio soltó la carcajada y dijo:

—No sabes ni lo que te traes entre manos. Ese Reino de Su Ha-Li del que hablas está mucho más adelante. Se encuentra, de hecho, a tal distancia de aquí, que, al paso que lleva el maestro, pasaría varias vidas seguidas en el camino y aún no conseguiría llegar a su destino.

—Si no estamos acercándonos al lugar en el que se pone el sol —replicó Ba-Chie—, ¿cómo explicas que haga tanto calor?

—Aquí el clima debe de ser distinto que en otras partes —respondió el Bonzo Sha—. De suerte que, cuando aquí es verano, en los demás lugares es otoño.

Cuando más enfrascados estaban en esa discusión, vieron junto al camino un grupo de edificios con las tejas rojas, los muros rojos y las puertas y las ventanas de ese mismo color. Todo en ellos era, precisamente, rojo. Sin saber explicarse a qué obedecía semejante preferencia, Tripitaka se bajó del caballo y dijo a Wu-Kung:

—Vete a una de esas casas y pregunta a ver a qué obedece todo este calor.

El Gran Sabio dejó a un lado la barra de los extremos de oro, se estiró un poco las ropas y, adoptando un aire de persona civilizada, se dirigió hacia la casa que acababa de señalarle el maestro. Justamente en ese momento salió de ella un anciano, que vestía una túnica de hierbas ni amarilla ni roja, llevaba cubierta la cabeza con un sombrero de bambú ni negro ni azul, sostenía en las manos un bastón de caña rugosa ni retorcido ni recto, y calzaba un par de botas de cuero de vaca ni viejas ni nuevas. Su rostro poseía el tinte rojizo del bronce, mientras que su barba parecía, por su reciedumbre, estar hecha de cadenas blancas. Sus ojos, por el contrario, emitían un vivo destello de luz y sus labios dejaban entrever, al reírse, unos cuantos dientes de oro. Pareció desconcertado al ver al Peregrino y, apoyándose con fuerza en su bastón, gritó:

—¿Qué clase de extraño ser eres tú y de dónde procedes? ¿Se puede saber qué es lo que te ha traído hasta mi puerta?

—No os asustéis, por favor —contestó el Peregrino, inclinándose, respetuoso—. No soy ningún ser extraño, sino un monje enviado por el Gran Emperador Tang de las Tierras del Este en busca de escrituras sagradas. Conmigo viajan otros dos hermanos y un maestro. Al entrar en la noble región en la que vivís, nos percatamos del desconcertante clima que en ella reina, particularmente este horrible calor que todo lo invade, y decidí venir a preguntaros a qué obedecen estas temperaturas tan altas y cuál es el nombre de tan digno lugar.

—Espero que me disculpéis —contestó el anciano, sonriendo aliviado—. Mi vista no es todo lo buena que quisiera y al principio no os había reconocido.

—No os preocupéis por eso —respondió el Peregrino.

—¿Dónde está vuestro maestro? —volvió a preguntar el anciano.

—Allí —contestó, una vez más, el Peregrino—. Es aquel que está junto al camino.

—Decidle que se acerque, por favor —pidió el anciano—. En mi casa siempre hay un lugar para los caminantes.

Loco de contento, el Peregrino hizo señas a Tripitaka para que se acercaran y al punto se pusieron en camino hacia la casa, Ba-Chie tirando de las riendas al caballo y el Bonzo Sha cargado con el equipaje. Todos se inclinaron con respeto ante el anciano, quien, al ver lo distinguido que parecía Tripitaka y el raro aspecto que ofrecían Ba-Chie y el Bonzo Sha, se sintió a la vez complacido y temeroso. No tuvo, sin embargo, más remedio que invitarlos a todos a entrar en su casa y tomar asiento, mientras los sirvientes preparaban un poco de té y algo de comer. Tras darle las gracias, Tripitaka preguntó:

—¿Cómo es que en esta distinguida región hace tanto calor en el otoño?

—Este lugar —explicó el anciano— es conocido como la Montaña de Fuego y en él no existen ni la primavera ni el otoño.

—¿Dónde está situada exactamente? —volvió a inquirir Tripitaka—. ¿Se encuentra dentro de la ruta que conduce hacia el Oeste?

—Por aquí es imposible llegar al Oeste —contestó el anciano—, porque aproximadamente a ochenta kilómetros de aquí se levanta esa terrible montaña que cierra el paso a todos los caminantes. Sus llamas devoran todo a su alrededor. Eso explica que en mil kilómetros a la redonda no crezca ni una sola brizna de hierba. No necesito deciros que, si osáis acercaros a ella, os derretiréis como la cera, aunque poseáis una cabeza de bronce y un cuerpo de hierro.

Tripitaka cambió de color y no se atrevió a preguntar nada más. En ese mismo instante pasó por delante de la puerta un joven con un carrito pintado de rojo, gritando:

—¡Tortas de arroz! ¡Vendo tortas de arroz!

El Gran Sabio se arrancó un pelo y, tras convertirlo en una moneda de cobre, salió a la calle e hizo gestos al vendedor para que se acercara. Sin preocuparse de comprobar el valor del dinero, el hombre sacó una torta de arroz cocida al vapor y se la entregó al Peregrino. Estaba tan caliente, que el desprevenido Wu-Kung tuvo la sensación de que le habían puesto en las manos un trozo de carbón ardiendo o un clavo al rojo vivo recién sacado de la fragua de un herrero. Incapaz de mantenerla mucho tiempo en una mano, comenzó a pasársela de la una a la otra, al tiempo que decía, bufando como si fuera un carabao en pleno esfuerzo:

—¡Parece de fuego! ¡Estoy seguro de que nadie puede comer una cosa tan caliente!

—Si tanto miedo te da el calor, no sé a qué has venido a esta región —respondió el hombre soltando la carcajada—. No existe lugar más caliente que éste.

—No te lo discuto —contestó el Peregrino—, pero creo que te has pasado un poco. Como muy bien afirma el proverbio, «sin frío ni calor no hay cosecha». Sin embargo, esto es auténtico fuego. ¿Quieres decirme de dónde sacas la harina para hacer estas tortas?

—Aquí solemos decir que, si deseas harina para las tortas, tienes que ir a pedírselo al Inmortal del Abanico de Hierro —respondió el hombre.

—¿Qué tiene que ver ese inmortal con la cocina? —preguntó el Peregrino.

—Da la casualidad de que el inmortal del que te hablo —explicó el hombre— posee un abanico muy especial. Cuando lo sacude una vez, se apaga el fuego; si lo hace dos veces, se levanta el viento, y a la tercera empieza a llover. Sólo entonces podemos cultivar nuestros campos y conseguir las magras cosechas de las que obtenemos esta harina. Sin la ayuda del inmortal y su abanico, no crecería absolutamente nada en esta región.

Al oír eso, el Peregrino corrió al interior de la casa y dijo, entregando la torta de arroz a Tripitaka:

—Tranquilizaos y no os preocupéis más, maestro. Acabo de enterarme de algo realmente importante, pero es preciso que comáis primero.

El maestro ofreció la torta al cabeza de familia, diciendo:

—Probad esto, por favor.

—¿Cómo voy a aceptarlo, si aún no os he ofrecido ni siquiera té? —replicó el anciano.

—No es preciso que os molestéis —contestó el Peregrino, sonriendo—. Podemos pasarnos muy bien sin comer ni beber. Lo que sí desearía preguntaros es dónde vive el Inmortal del Abanico de Hierro.

—¿Para qué queréis saberlo? —inquirió el anciano.

—Acaba de decirme el vendedor de tortas —respondió el Peregrino— que ese inmortal posee un abanico tan especial, que apaga el fuego cuando lo sacude una vez, convoca a los vientos cuando repite la acción, y trae la lluvia cuando lo hace por tercera vez. Sólo entonces pueden las gentes que habitan este país cultivar sus campos y conseguir las cosechas de las que viven. Me gustaría ir a verle para pedirle que apague las llamas de esa montaña. Así podremos proseguir nuestro viaje y ustedes llevarán una vida más acorde con el normal discurrir de las estaciones.

—Lo que os ha dicho ese vendedor es cierto —confirmó el anciano—. Pero, según veo, no tenéis nada que regalarle y me temo que el inmortal no atenderá vuestros deseos, si os presentáis ante él con las manos vacías.

—¿Qué clase de presentes son los que le agradan? —preguntó Tripitaka.

—Las gentes de aquí suelen entrevistarse con él cada diez años —contestó el anciano—. En esas ocasiones acostumbran llevarle cuatro cerdos, otras tantas ovejas, algo de dinero envuelto en papeles de color rojo, unos cuantos ramilletes de flores exóticas, varios kilos de frutas del tiempo, pollos, patos y vino dulce. Antes de dirigirse a la montaña del inmortal a pedirle que venga aquí a ejercitar su enorme poder, se bañan con esmero y se ponen sus mejores galas.

—¿Cómo se llama esa montaña y a qué distancia está de aquí aproximadamente? —volvió a preguntar el Peregrino.

—Se encuentra hacia el sudoeste y todo el mundo la conoce por el nombre de Montaña de la Nube de Jade. En ella hay una caverna llamada de la Hoja de Palma. Los que van desde aquí tardan aproximadamente un mes en volver, ya que nos separa de ella una distancia que ronda los dos mil quinientos kilómetros.

—Eso no es ningún problema —dijo el Peregrino, sonriendo—. Estaré de vuelta en un abrir y cerrar de ojos.

—Esperad un momento —exclamó el anciano—. Es preciso que comáis antes y que llevéis algo de comida seca. Además, deberán acompañaros como mínimo otras dos personas, pues no hay ningún asentamiento humano por los alrededores y todo el camino está lleno de tigres y lobos. Es imposible hacer ese viaje en un solo día. Os advierto que no va a resultaros nada divertido.

—Os agradezco vuestro interés, pero no necesito nada de eso —contestó el Peregrino, riendo—. Ahora mismo voy a ir para allá.

No había acabado de decirlo, cuando desapareció de la vista de todos.

—¡Qué cosa más extraordinaria! —volvió a exclamar, una vez más, el anciano, asombrado—. ¿Cómo iba a saber yo que se trataba de un hombre santo, capaz de viajar por encima de las nubes?

No describiremos la forma como aquella familia agasajó al monje Tang y a sus discípulos tras el extraordinario portento que acababa de contemplar. Sí hablaremos, sin embargo, del Peregrino, que no tardó en llegar a la Montaña de la Nube de Jade.

Cuando más entretenido estaba buscando la entrada de la caverna, oyó que un leñador estaba cortando leña en lo más recóndito del bosque. Se acercó más a él y comprobó que estaba cantando:

Aunque los cantos rodados y las hierbas salvajes han borrado los senderos, yo conozco el bosque con más perfección que las nubes que navegan por encima de nuestras cabezas. Cuando veo por la mañana que la lluvia riega las cumbres que miran hacia el poniente, sé que al anochecer los arroyuelos que fluyen hacia el sur bajarán totalmente llenos de agua.

—Aceptad mi sincero saludo —dijo el Peregrino, inclinando levemente la cabeza.

El leñador dejó a un lado el hacha y le preguntó, después de saludarle de la misma forma:

—¿Adónde vais, maestro?

—¿Es ésta la Montaña de la Nube de Jade? —inquirió, a su vez, el Peregrino.

—Así es —respondió el leñador.

—Tengo entendido —prosiguió el Peregrino— que en ella existe una caverna llamada de la Hoja de Palma, en la que mora el Inmortal del Abanico de Hierro. ¿Podéis indicarme dónde se encuentra exactamente?

—Es cierto que hay aquí una caverna de la Hoja de Palma —confirmó el leñador—, pero en ella no habita el inmortal que acabáis de mencionar, sino la Princesa del Abanico de Hierro, también conocida por el nombre de Diablesa[2].

—Hay quien afirma —agregó el Peregrino— que ese inmortal o quien sea posee un abanico capaz de apagar las llamas de la Montaña de Fuego. ¿Es la dueña de semejante maravilla la dama que acabáis de mencionar?

—Efectivamente —contestó el leñador—. Si algunos la llaman la Inmortal del Abanico de Hierro, es porque posee un tesoro con el que apaga el fuego que se ceba, inmisericorde, en las familias de otras regiones. Para nosotros sus artes no nos valen de mucho. De hecho, la conocemos por el nombre de Diablesa. Mirándolo bien, no es más que la esposa del Poderoso Rey Toro.

Al oír eso, el Peregrino palideció de sorpresa y se dijo, preocupado:

—Enemigo tenemos a la vista. Si mal no recuerdo, hace años cuando derroté al Muchacho Rojo[3], éste afirmó que había sido criado por esa mujer. No puede decirse que su tío me recibiera con grandes muestras de cariño, cuando me topé con él en la Caverna de la Montaña de la Supresión de los Machos[4]. Sentía, de hecho, tal animosidad contra mí, que hasta se negó a darme un poco de agua. Si el tío reaccionó así, imagínate cómo lo harán sus padres. Es imposible que quieran prestarme de buena gana el abanico que he venido a buscar.

El leñador se percató en seguida del cambio que había experimentado la expresión del Peregrino y le dijo, sin dejar de sonreír:

—Los que habéis renunciado a la familia, no deberíais abandonaros al desaliento. Seguid este sendero en dirección este y no tardaréis en llegar a la Caverna de la Hoja de Palma. Se encuentra, de hecho, a menos de ocho kilómetros de aquí. ¿A qué viene ese aire de preocupación?

—A decir verdad —respondió el Peregrino—, soy el más antiguo de los discípulos del monje Tang, un hombre extremadamente piadoso, que ha sido enviado por el emperador de las Tierras del Este al Paraíso Occidental en busca de escrituras sagradas. Hace algunos años me topé en la Caverna de la Nube de Fuego con un diablillo llamado Muchacho Rojo, que da la casualidad de ser el hijo de esa dama de la que antes me habéis hablado. Me temo que no vaya a recibirme precisamente con los brazos abiertos y que se niegue a prestarme su abanico. ¿Comprendéis ahora mi intranquilidad?

—Cada cual trata a los demás según la impresión que le hayan causado —sentenció el leñador—. Lo mejor que podéis hacer es olvidaros del pasado y concentrar todas vuestras energías en conseguir ese dichoso abanico. Estoy seguro de que os costará mucho lograr vuestro propósito.

—Os agradezco esos consejos —contestó el Peregrino, inclinándose, respetuoso—. Siempre los tendré presentes.

Tras despedirse del leñador, se dirigió hacia la entrada de la Caverna de la Hoja de Palma. Sus puertas estaban cerradas a cal y canto, pero la belleza del paraje en el que se hallaba enclavada no podía ser más extraordinaria. Las rocas que daban cuerpo a la montaña poseían allí tal rugosidad, que parecían haber sido arrancadas del mismo corazón de la tierra. Una neblina azulada teñía de continuo sus empinadas laderas, sumiéndolas en una perenne humedad que alimentaba el verdor de los musgos y líquenes. Por lo escarpado recordaba a la isla de Peng-Lai, aunque su atmósfera estaba cargada de un aroma de flores a medio abrir, que sólo se respira en Ying-Chou. Grupos de grullas salvajes descansaban a la sombra de pinos retorcidos, mientras las oropéndolas desgranaban su canto posadas sobre sauces llorones. Se notaba que aquel lugar había sido la morada de inmortales durante más de diez mil años. Parejas de fénix se ocultaban entre los árboles y en las aguas retozaban dragones milenarios. Los senderos hervían con los tímidos zarcillos de las vides, que el viento sacudía a su antojo, como si fueran plantas tiernas de alubias silvestres. De los roquedales colgaban mechones de enredaderas, que se mecían al son de los gritos de los monos que poblaban las cumbres, entristecidos por la repentina aparición de la luna. Las copas de los árboles, por el contrario, bullían de trinos de aves, alegres por el resplandor del cielo. Hacia la izquierda se veían dos bosquecillos de bambú, que daban una sombra tan fresca como la lluvia. Todos los senderos aparecían recubiertos de alfombras de flores, que hacían pensar en complicados diseños para bordados. Manadas de nubes blancas corrían a posarse sobre las colinas lejanas, para ser dispersadas al poco tiempo por la brisa. Tras contemplar durante unos segundos un espectáculo tan maravilloso, el Peregrino gritó:

—¡Abre la puerta, hermano Toro!

Los portones chirriaron, al girar sobre sus goznes, y apareció una muchacha con una cesta de flores en las manos y un pequeño rastrillo a la espalda. Ningún adorno embellecía su cuerpo, que aparecía cubierto totalmente de harapos. Se notaba, sin embargo, que su espíritu poseía una fuerza extraordinaria, pues su mente se hallaba embebida por los principios del Tao. El Peregrino la saludó, respetuoso, juntando las palmas de las manos y dijo:

—¿Os importaría anunciar mi llegada a la princesa? Soy un humilde monje que se dirige hacia el Occidente en busca de escrituras. Desgraciadamente, en mi camino me he topado con la Montaña de Fuego y he venido a suplicar a vuestra señora que me preste su abanico de hojas de palma, para poder proseguir el viaje.

—¿Cómo os llamáis y a qué monasterio pertenecéis? —preguntó la muchacha—. Es preciso que me lo digáis para poder anunciaros con toda la corrección exigida.

—Soy originario de las Tierras del Este y mi nombre es Sun Wu-Kung.

La muchacha volvió a entrar en la caverna y, arrodillándose ante la Diablesa, dijo:

—Ahí fuera, señora, hay un monje que dice llamarse Sun Wu-Kung y afirma dirigirse hacia las Tierras del Oeste en busca de escrituras. Desea que le prestéis vuestro abanico de hojas de palma, para cruzar la Montaña de Fuego y, así, poder proseguir su camino.

Al oír el nombre de Sun Wu-Kung, la Diablesa se puso roja de ira, como si alguien hubiera echado sal al fuego o hubiera vertido aceite en las llamas. Sus mejillas adquirieron un marcado tono carmesí, al tiempo que en su interior erupcionaba la sed de venganza.

—¡Maldito mono! —exclamó, fuera de sí—. ¿Cómo se ha atrevido a llegarse hasta mi puerta? ¡Tráeme inmediatamente las armas y la armadura!

La muchacha obedeció al instante y le ayudó a ajustársela. Tomó a continuación dos espadas con la hoja de un intenso color azul y salió de la caverna. El Peregrino se hizo a un lado para verla mejor. Llevaba cubierta la cabeza con una capucha de forma floral, que hacía juego con la túnica profusamente bordada que abrigaba su cuerpo. Traía ceñido el cuerpo con un cinturón hecho de tendones dobles de tigre, cuya tosquedad contrastaba con la suavidad de la seda de su falda, que llevaba ligeramente levantada por los lados, para dejar ver unos pantalones ribeteados en oro. Sus pies, tan pequeños que apenas alcanzaban los siete centímetros, escondían su desconcertante delicadeza en unos zapatos hechos de pico de fénix. Sin dejar de gritar ni de blandir las dos espadas, ofrecía un aspecto más feroz que el de la mismísima diosa de la luna.

—¿Dónde está ese tal Sun Wu-Kung? —gritó la Diablesa, saliendo de la cueva.

—Aquí mismo, respetable cuñada —contestó el Peregrino, inclinándose respetuosamente ante ella a manera de saludo.

—¡Yo no soy cuñada tuya! —replicó la Diablesa con desprecio—. Además, ¿de qué me valen a mí tus saludos?

—Respecto a lo primero, estáis muy equivocada —respondió el Peregrino—, porque en cierta ocasión hice un pacto de hermandad con vuestro esposo, el Rey Toro. Fuimos en total siete los hermanados. Que yo sepa, eso me da derecho a consideraros y llamaros cuñada.

—¡Maldito mono! —gritó, aún más enfurecida, la Diablesa—. Poco pensaste en esos lazos de hermandad, cuando apresaste a mi hijo. ¿Qué tienes que decir a ese respecto?

—¿Vuestro hijo? —repitió el Peregrino, aparentando sorpresa—. ¿Queréis explicarme quién es vuestro hijo?

—El Muchacho Rojo —contestó la Diablesa—, el Santo Niño de la Caverna de la Nube de Fuego, que se halla enclavada junto al Arroyo del Pino Seco. ¡Tú le privaste de sus posesiones en la Montaña Rugiente! ¿Cómo crees que voy a dejarte marchar, si llevaba tiempo buscando la manera de vengarme de su desgracia? Jamás pensé que tú mismo fueras a darme la ocasión de hacer realidad mi deseo.

—Me parece que no habéis comprendido bien lo que ocurrió —dijo el Peregrino, tratando de aplacarla con una sonrisa—. Antes de culparme con la crudeza con que lo hacéis, deberíais saber que vuestro hijo capturó a mi maestro y trató de comérselo, cocido al vapor. Afortunadamente la Bodhisattva Kwang-Ing se lo impidió y, en vez de castigarle, le concedió el título de Joven de la Riqueza de la Bondad. Desde entonces, habita en el mismo lugar que la Bodhisattva, lleva una vida de total dedicación a la práctica de la virtud y ni la enfermedad ni la muerte pueden nada contra él. Posee, de hecho, la misma edad que el Cielo y la Tierra y su longevidad no se distingue en nada de la del sol y la luna. ¿No creéis que, en vez de volver contra mí el volcán de vuestra ira, deberíais agradecerme lo que he hecho por vuestro hijo? No es justo dar muerte a quien nos ha salvado la vida.

—¡Qué locuacidad la tuya! —se burló la Diablesa—. Aunque lo que hayas dicho sea cierto, ¿qué adelanto con que no mataras a mi hijo, si ahora ni siquiera puedo verle?

—Si deseáis verle, no hay cosa más sencilla —contestó el Peregrino—. Prestadme vuestro abanico, para que pueda apagar el fuego. Después, en cuanto haya conducido al maestro al otro lado de la montaña, me desplazaré hasta los Mares del Sur y os traeré a vuestro hijo, para que le veáis. Entonces os devolveré el abanico. ¿Qué tiene de malo ese plan? Vos misma comprobaréis con vuestros ojos que el muchacho no ha sufrido el menor rasguño. Si no es así, podéis hacer conmigo lo que queráis. Pero, si le encontráis más joven y elegante que de costumbre, deberéis recompensarme con largueza.

—¡Deja de decir tonterías, de una vez, maldito mono! —bramó la Diablesa—. Agacha la cabeza y déjame darte unos cuantos mandobles con la espada. Si eres capaz de aguantar el dolor, te prestaré el abanico. En caso contrario, te mandaré a ver al Rey Yama.

—No hablemos más —respondió el Peregrino, doblando las manos y acercándose a ella con gesto risueño—. Ahora mismo voy a doblar la cabeza, para que descarguéis sobre ella todos los golpes que queráis. Os permito que la golpeéis hasta que os fallen las fuerzas. Pero recordad que, en cuanto acabéis, debéis prestarme vuestro abanico.

Sin detenerse a discutir sobre detalles, la Diablesa levantó los brazos y dejó caer un tajo terrible sobre la cabeza del Peregrino, pero no le hizo el menor efecto. Catorce o quince veces repitió la acción, sin embargo los resultados no mejoraron. Para el Peregrino aquello era como un juego. La Diablesa, por su parte, comenzó a ceder terreno al miedo y, dándose la vuelta, trató de huir. Afortunadamente, el Peregrino logró agarrarla de la túnica y dijo:

—No es eso lo que habíamos convenido. ¿Adónde se supone que vas? ¡Préstame inmediatamente el abanico!

—No estoy dispuesta a prestártelo con tanta facilidad —contestó la Diablesa.

—En ese caso —concluyó el Peregrino—, prueba el sabor de la barra de hierro de tu cuñadito.

Con la mano que tenía libre se sacó de la oreja lo que parecía ser una pequeña aguja de bordar que al instante se convirtió en una barra del grosor de un cuenco de arroz. La Diablesa se las arregló, pese a todo, para zafarse de la mano que la tenía atrapada y, dándose la vuelta, se enfrentó a su adversario con las dos espadas. El Peregrino no rehuyó el combate y descargó sobre ella un golpe tremendo. De esta forma, cediendo al odio y dejando de lado todo sentimiento fraternal, dieron comienzo a un singular combate en el corazón mismo de la Montaña de la Nube de Jade. La princesa era una diestra conocedora de todas las artes mágicas, que odiaba al Mono, porque había derrotado a su hijo. El Peregrino, a pesar de poseer un carácter irascible, aguantó todos sus insultos, pensando en la suerte del maestro. Por conseguir el abanico de hojas de palma, adoptó una postura sumisa y su lenguaje se tornó tan fino y respetuoso como el de un cortesano. ¿Para qué recurrir a la fuerza, si la propia Diablesa propuso una prueba de la que el Rey Mono salió totalmente ileso? No se atrevía, además, a cruzar sus armas con las de una mujer, porque, aparte de estar emparentados, jamás se ha oído decir que una dama haya derrotado a un caballero. Todas estas consideraciones se disiparon, sin embargo, como la niebla, cuando la princesa se negó a cumplir su promesa. ¡Con qué fiereza blandió, entonces, su temible barra de los extremos de oro! A pesar de poseer el grosor de un árbol, su agilidad no tenía nada que envidiar a la de las dos espadas de hojas tan frías como el hielo. Buscando la cabeza y el rostro de su oponente, los dos se dejaban guiar por una misma sed de victoria. ¡Con qué habilidad avanzaban y retrocedían, golpeaban y paraban los golpes! Pocos guerreros había en el mundo capaces de compararse con ellos. Su concentración en el combate era tal, que ninguno se percató de que estaba empezando a anochecer. Cuando las sombras se hubieron extendido por doquier, la Diablesa comprendió que la barra del Peregrino era un arma formidable y que no existía nadie capaz de superar sus habilidades guerreras.

Consciente de que no iba a poder derrotarle, sacó su abanico de hojas de palma y, volviéndolo contra el Peregrino, lo sacudió una sola vez. Al instante se levantó un huracán, que le arrastró como si fuera una brizna de hierba. De esta forma, pudo regresar, triunfante, a su caverna.

El Gran Sabio hizo todo lo posible por escapar de aquella potentísima corriente de aire, pero ni siquiera consiguió rozar el suelo. El viento jugaba con él como si fuera una mota de polvo. Le hacía perder el equilibrio con la misma facilidad con que los tifones desnudan a los árboles de sus hojas o las corrientes de agua arrastran las flores marchitas. Una noche entera estuvo dando tumbos, hasta que finalmente, a eso del amanecer, logró escapar a la tiranía de aquel huracán, agarrándose con fuerza a la cumbre de una montaña. Cuando la fuerza del viento amainó, se tumbó a descansar. Fue así como descubrió que se encontraba en la Montaña del Pequeño Sumeru.

—¡Qué mujer más extraordinaria! —exclamó el Gran Sabio, dando un profundo suspiro—. No comprendo cómo ha conseguido traerme hasta aquí. Recuerdo que hace algunos años pedí en este mismo lugar ayuda al bodhisattva Ling-Chi para capturar al Monstruo del Viento Amarillo, que había capturado a mi maestro[5]. La cordillera del mismo nombre se encuentra a unos cinco mil kilómetros al norte de aquí. Eso quiere decir que he sido arrastrado yo qué sé la de decenas de miles de kilómetros en dirección sudeste. En fin, creo que lo mejor que puedo hacer es ir a visitar al bodhisattva Ling-Chi, a ver si me indica la forma más rápida de volver junto a mi maestro.

No había acabado de pensarlo, cuando oyó una algarabía de sonajas y címbalos. Se lanzó pendiente abajo y no tardó en llegar a la puerta del monasterio. Uno de los monjes le reconoció al instante y corrió a informar al bodhisattva, diciendo:

—Acaba de llegar el Gran Sabio del rostro peludo, que vino a pediros hace algunos años ayuda para capturar al Monstruo del Viento Amarillo.

Comprendiendo que se trataba de Wu-Kung, el Bodhisattva se levantó a toda prisa de su estrado y salió a dar la bienvenida a tan ilustre huésped, exclamando, emocionado:

—¡Enhorabuena por vuestra hazaña! Me figuro que habréis conseguido ya las escrituras, ¿no es así?

—No exactamente —respondió Wu-Kung—. Todavía es un poco pronto para eso.

—¿Se puede saber qué os ha hecho regresar a esta humilde mansión, si aún no habéis alcanzado el Monasterio del Trueno?

—Hemos pasado muchas penas y calamidades, después de que vos nos ayudarais a capturar al Monstruo del Viento Amarillo. Ahora mismo, sin ir más lejos, nos hallamos detenidos en las cercanías de la Montaña de Fuego. Las gentes de allí nos han contado que únicamente puede apagar sus llamas el Inmortal del Abanico de Hierro. Cuando fui a verle, descubrí que se trata, en realidad, de una mujer, esposa del Rey Toro y madre del Muchacho Rojo. Como el joven entró al servicio de la Bodhisattva Kwang-Ing por causa mía, la dama me culpa de no haberle vuelto a ver desde entonces y me considera el mayor de sus enemigos. No es extraño, por tanto, que se haya negado a prestarme el abanico y se haya enzarzado conmigo en una batalla. Al ver que no podía nada contra mi barra, sacó su preciado tesoro y, tras sacudirlo una sola vez, se levantó un viento huracanado, que me ha traído arrastrando hasta aquí. Eso me ha movido a venir a visitaros y a pediros que me indiquéis cuál es la manera más rápida de regresar junto a mi maestro. ¿Sabéis cuál es la distancia que nos separa de la Montaña de Fuego?

—Esa mujer de la que habláis —dijo el bodhisattva Ling-Chi, soltando la carcajada— se llama Diablesa, aunque también es conocida como la Princesa del Abanico de Hierro. Aunque sólo está hecho de hojas de palma, es un auténtico tesoro creado por el Cielo y la Tierra en la parte de atrás del Monte Kun-Lun, en el momento mismo de la división del caos. Si posee la capacidad de apagar el fuego, es porque, pese a su humilde apariencia, encierra retazos de yin. El hombre que tenga la mala fortuna de abanicarse con él recorrerá más de ciento cincuenta mil kilómetros en el seno de ese viento destructor que produce. Si vos habéis sido arrastrado únicamente ochenta mil kilómetros, la distancia que nos separa de la Montaña de Fuego, es porque sabéis cabalgar a lomos de las nubes. Cualquier otra persona no hubiera salido con bien de una aventura así.

—¡Extraordinario! —exclamó el Peregrino—. ¿Existe alguna manera de contrarrestar sus efectos? Es preciso que mi maestro reanude la marcha cuanto antes.

—Tranquilizaos, Gran Sabio —le aconsejó Ling-Chi—. Si habéis llegado hasta aquí, es porque vuestra relación con el monje Tang es muy fuerte.

—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó el Peregrino.

—Hace algunos años —contestó Ling-Chi—, Tathagata me dio ciertas órdenes y me entregó el báculo del dragón volador y el elixir para detener el viento. Como recordaréis, el primero lo usamos para capturar al monstruo. Por lo que respecta al elixir, aún sigue tan intacto como cuando me lo confiaron. Creo que os será de cierta utilidad para contrarrestar los efectos de ese abanico. Así podréis haceros con él, apagaréis las llamas y conseguiréis la recompensa debida.

El Peregrino agradeció al Bodhisattva su generosidad, inclinando respetuosamente la cabeza. Ling-Chi sacó, entonces, de la manga una pequeña bolsita de seda, en cuyo interior se encontraba el elixir para detener el viento. Él mismo se encargó de coserla con aguja e hilo en el envés del cuello de la camisa del Peregrino.

—No tenéis tiempo que perder —le dijo el Bodhisattva, al despedirse—. Viajad en dirección noroeste y no tardaréis en llegar a la montaña en la que habita la Diablesa.

El Peregrino dio uno de sus formidables saltos y no tardó en regresar a la Montaña de la Nube de Jade. Inmediatamente se llegó a la puerta de la caverna y comenzó a golpearla con la barra de hierro, al tiempo que gritaba:

—¡Abrid, de una vez! ¡He venido a pediros prestado el abanico!

La muchacha encargada de abrir y cerrar la puerta corrió a informar a su señora, diciendo:

—Otra vez está ahí fuera ese monje que desea que le prestéis el abanico.

—¡Qué maravillosos poderes los de ese maldito mono! —exclamó la Diablesa, admirada—. Quien recibe la acción directa de mi abanico es arrastrado hasta una distancia que supera los ciento cincuenta mil kilómetros. ¿Cómo se las habrá arreglado para regresar tan pronto? Esta vez voy a abanicarle dos o tres veces seguidas a ver qué pasa. Seguro que tardará un poco más en volver.

Se levantó inmediatamente del trono y, tras ajustarse la armadura, se dirigió hacia la puerta, blandiendo diestramente sus dos espadas.

—¿Es que no tienes miedo a la muerte, Peregrino Sun? —gritó con sorna, cuando se hubo encontrado fuera de la caverna—. ¿Por qué te empeñas en rondarla, una y otra vez?

—No seas tan puntillosa y préstame tu abanico —respondió el Peregrino, sonriendo—. ¿A qué tienes miedo? Yo soy un hombre de palabra, que siempre devuelve lo que se le presta.

—¡Tú lo que eres es un mandril sin principios ni ideas! —exclamó la Diablesa, enfurecida—. ¿Cómo piensas que voy a prestarte el abanico, si aún no he vengado a mi hijo? ¡No huyas y prueba el sabor de mis espadas!

El Gran Sabio, por supuesto, no retrocedió ni un paso. Levantó la barra de hierro y consiguió desviar los golpes terribles de las espadas. El combate fue tan fiero como la primera vez. Sin embargo, tras siete u ocho encuentros, los brazos de la Diablesa comenzaron a acusar el esfuerzo, mientras que los del Peregrino no daban ninguna muestra de cansancio. Comprendiendo que la suerte se estaba volviendo en su contra, sacó el abanico y lo sacudió con fuerza en la dirección en la que se encontraba su adversario. El Peregrino, sin embargo, no se movió del sitio. Parecía tan seguro de sí mismo, que dejó a un lado la barra de hierro y dijo, sin dejar de sonreír:

—No pienses que va a repetirse lo de la última vez. Puedes abanicarme todo lo que quieras, pero te advierto que no vas a conseguir moverme ni un solo milímetro.

Desconcertada, la Diablesa sacudió el abanico dos veces más, pero él permaneció tan firme como la roca que estaba pisando. La Diablesa guardó a toda prisa el abanico y corrió a refugiarse en la caverna, cerrando firmemente todas las puertas. El Peregrino decidió, entonces, hacer uso de sus otros poderes. Se arrancó del cuello de la camisa la píldora del elixir para detener el viento y se la metió en la boca. Sacudió después ligeramente el cuerpo y se convirtió en un grillo tan diminuto, que no tuvo ninguna dificultad en meterse por una pequeña rendija que había en la puerta. La Diablesa parecía estar muy cansada y ordenó a una de sus sirvientas:

—Tráeme un poco de té, anda. Me estoy muriendo de sed.

La muchacha trajo en seguida una tetera llena de infusiones aromáticas y las vertió con tal rapidez en una taza, que se formaron unas cuantas burbujas en el borde. Con una agilidad increíble, el Peregrino se metió dentro de una. Como tenía una sed devoradora, la Diablesa se tomó la taza de dos sorbos. En cuanto hubo llegado al estómago, el Peregrino recobró la forma que le era habitual y gritó con todas sus fuerzas:

—¿Es que no piensas dejarme nunca el abanico?

—¿Habéis cerrado bien todas las puertas? —preguntó, asustada, la Diablesa a sus criadas.

—Sí, señora —respondieron las muchachas, tan desconcertadas como ella.

—Si es verdad lo que decís —repuso la Diablesa—, ¿cómo es que suena dentro de la casa la voz del Peregrino?

—A mí me parece que sale de vuestro cuerpo —dijo una de las muchachas, asustada.

—¡A mí no me vengas con trucos, Peregrino Sun! —exclamó la Diablesa, poniéndose blanca como la cera.

—Yo jamás hago trucos —contestó el Peregrino—. ¿Para qué, si todos mis poderes son auténticos? Ahora mismo, sin ir más lejos, me estoy divirtiendo de lo lindo en tu estómago. Puede decirse, como afirma el proverbio, que veo a través de tus ojos. Desde aquí dentro me es posible apreciar la sed devoradora que tienes, así que te voy a dar un vasito de algo que yo sé, para aliviártela —y golpeó con todas sus fuerzas las paredes del estómago en el que estaba metido.

La Diablesa comenzó a sentir un dolor tan insoportable en el vientre, que se retorció, dando alaridos, por el suelo, como si fuera un gusano.

—Veo que también estás hambrienta —añadió el Peregrino en el mismo tono burlón de antes—. Espero que te guste este pastelito. Si he de serte sincero, no me gusta que mis cuñadas pasen hambre —y dando un salto, golpeó con la cabeza el techo del estómago de su víctima.

La Diablesa sintió tal sacudida en el corazón, que la cara se le puso amarilla y los labios blancos.

—¡Perdóname la vida, por lo que más quieras! —gritó la Diablesa, revolviéndose entre el polvo—. Los cuñados sólo se deben cariño y comprensión.

—¡Así que por fin reconoces que somos cuñados! —exclamó el Peregrino, complacido—. Está bien, te perdonaré la vida en recuerdo de mi hermano el Rey Toro. De todas formas, deberás entregarme el abanico que he venido a buscar.

—¡Aquí lo tienes! —respondió en seguida la Diablesa—. Sal y cógelo.

—Déjamelo ver primero —dijo el Peregrino, desconfiado.

La Diablesa ordenó a una de las sirvientas que cogiera el abanico de las hojas de palma y se pusiera a un lado. El Peregrino gateó por el interior de su garganta y dijo, al verlo:

—En fin, puesto que hemos convenido que iba a perdonarte la vida, no te voy a hacer un agujero en las costillas, para salir. Lo haré por la boca. Así que, si no te importa, me gustaría que la abrieras tres veces.

La Diablesa así lo hizo y el Peregrino, convirtiéndose de nuevo en un grillo diminuto, dio un salto tremendo y fue a posarse sobre el abanico. Lo hizo con tanta rapidez, que nadie se dio cuenta de que había salido del cuerpo de la Diablesa. Ella misma no dejaba de repetir con ansiedad:

—Salid de una vez, cuñado. ¿Es que no pensáis hacerlo?

—Estoy aquí. ¿Es que no me ves? —contestó el Peregrino, recobrando la forma que le era habitual—. Te agradezco que me hayas prestado el abanico —y se dirigió hacia la puerta de la caverna.

Ni siquiera tuvo que molestarse en abrirla. Las sirvientas lo hicieron con el respeto que se debe a los príncipes. Satisfecho, el Gran Sabio montó en una nube y se dirigió hacia el este. En un abrir y cerrar de ojos, llegó a la casa de los ladrillos rojos. Al verle aparecer, Ba-Chie gritó, entusiasmado:

—¡Maestro, acaba de llegar Sun Wu-Kung!

Tripitaka salió en seguida a darle la bienvenida, seguido del anciano y el Bonzo Sha.

En cuanto se hubieron sentado alrededor de la mesa, el Peregrino sacó el abanico y preguntó al anciano:

—¿Es éste el abanico del que hablabais?

—Exactamente —confirmó el anciano, admirado.

—¡Cuántos méritos has acumulado con esta acción tan noble! —exclamó Tripitaka, agradecido—. Seguro que te ha costado un gran esfuerzo hacerte con ese tesoro.

—No vale la pena hablar de ello —respondió el Peregrino—. De todas formas, ¿sabéis quién es el Inmortal del Abanico de Hierro? La esposa del Rey Toro y la madre del Muchacho Rojo. Aunque todo el mundo la conoce por el nombre de Princesa del Abanico de Hierro. Cuando fui a su caverna a pedirle que me dejara su preciado tesoro, se negó de plano, sacando a relucir viejos pleitos de los que ya nadie se acuerda, y me golpeó varias veces con sus temibles espadas. Cogió miedo al comprobar la efectividad de mi barra de hierro y recurrió a la fuerza de su abanico. Con él levantó un viento tan huracanado, que me arrastró hasta el Monte Sumeru, donde tuve la fortuna de entrevistarme con el bodhisattva Ling-Chi. Fue él quien me regaló un elixir para detener el viento y me indicó el camino de vuelta hacia la Montaña de la Nube de Jade. De nuevo volví a enfrentarme con la Diablesa, pero, al comprender que su abanico no podía nada contra mí, se refugió en la caverna en la que habita. La cerró de tal manera, que para entrar en ella, hube de convertirme en un grillo diminuto. La suerte me sonrió de una manera muy especial, pues la Diablesa estaba tomando una taza de té y yo me escurrí hasta el interior de su estómago, metido en una burbuja. Allí la hice sufrir de tal manera, que empezó a retorcerse por el suelo y a suplicarme que le perdonara la vida, al tiempo que me llamaba cuñado. Sólo cuando accedió a prestarme el abanico, dejé de atormentarla con mis bromas y vine para acá corriendo. Le devolveré su preciado tesoro, en cuanto hayamos cruzado la Montaña de Fuego.

Tripitaka se mostró extremadamente agradecido con él. Se despidieron a continuación del anciano y continuaron caminando en dirección al oeste. Al cabo de unos setenta kilómetros de marcha comenzaron a sentir que el calor se hacía insoportable por segundos.

—¡Me estoy quemando los pies! —exclamó el Bonzo Sha, asustado.

—¡No puedo aguantarlo! —dijo Ba-Chie.

Hasta el caballo trotaba con más rapidez que de costumbre. La temperatura de la tierra iba creciendo a medida que avanzaban. Llegó un momento en el que no pudieron seguir adelante. El Peregrino dijo, entonces, al maestro:

—Desmontad y no os mováis. Voy a apagar el fuego con el abanico. El viento y la lluvia enfriarán la tierra y así podremos cruzar, de una vez, esta montaña.

El Peregrino cogió el abanico y lo sacudió con todas sus fuerzas. Al instante se levantó un viento huracanado, que avivó aún más las llamas. Volvió a agitarlo por segunda vez y el fuego cobró una intensidad por lo menos cien veces mayor. Al tercer intento, las llamas alcanzaron una altura de treinta mil metros y trataron de envolver al Peregrino. Aunque logró escapar de su cerco, le quemaron totalmente los pelos de las piernas.

Desesperado, corrió hacia donde se encontraba el monje Tang, gritando:

—¡Retroceded! ¡El fuego viene hacia acá!

El maestro se montó a toda prisa en el caballo y se dirigió en dirección oeste, seguido de Ba-Chie y el Bonzo Sha. La carrera duró cerca de veinte kilómetros.

—¿Qué ha pasado, Wu-Kung? —preguntó el maestro, cuando pudo, por fin, sentarse a descansar.

—¡Qué fracaso! —exclamó el Peregrino, tirando el abanico con rabia—. ¡Esa mujer me ha engañado!

—¿Qué podemos hacer? —volvió a preguntar Tripitaka, desalentado, mientras corrían por sus mejillas amargas lágrimas de impotencia.

—¿Por qué gritaste que retrocediéramos? —inquirió Ba-Chie.

—Porque la primera vez que abaniqué la montaña, las llamas se avivaron; la segunda, se hicieron aún más intensas; y la tercera, alcanzaron una altura que superaba los tres mil metros. Si no me hubiera dado prisa, me habría chamuscado todos los pelos del cuerpo.

—¿Cómo es que ahora tienes miedo del fuego? —se burló Ba-Chie, soltando la carcajada—. ¿No decías que ni los rayos ni las llamas pueden nada contra ti? ¿A qué obedece ese cambio?

—¡Qué poco piensas, Idiota! —exclamó el Peregrino—. El fuego no puede nada contra mí cuando estoy preparado, no cuando me encuentro desprevenido. Hace un momento estaba convencido de que el abanico iba a apagar las llamas, así que no hice ningún gesto mágico ni recité conjuro alguno. Eso explica que me haya quemado las piernas.

—¿Qué podemos hacer, si ese fuego es tan intenso y no existe otro camino que conduzca hacia el Oeste? —preguntó el Bonzo Sha.

—Lo mejor es que sigamos una dirección en la que no haya ninguna llama —contestó Ba-Chie.

—Sí, pero ¿cuál? —inquirió Tripitaka.

—¿Cómo que cuál? —repitió Ba-Chie—. La del norte, la del sur o la del este.

—¿Todas ellas conducen hacia las escrituras? —insistió Tripitaka.

—No, sólo la del oeste —respondió Ba-Chie.

—Yo únicamente quiero ir en la dirección en la que se encuentran las escrituras —remachó Tripitaka.

—Ciertamente nos encontramos ante un dilema —comentó el Bonzo Sha—. Donde hay escrituras hay fuego y donde no hay fuego no hay escrituras.

Mientras hablaban de esta forma, oyeron una voz que decía:

—¡No os mostréis tan abatido, Gran Sabio! Comed algo antes de decidir lo que debéis hacer.

Sorprendidos, volvieron la cabeza y vieron a un anciano vestido con una túnica agitada por el viento y un gorro con forma de media luna. Llevaba en las manos un bastón hecho con la cabeza de un dragón y calzaba unas botas de hierro. Detrás de él caminaba una extraña criatura con la cara de pez y el pico de un halcón. Llevaba en las manos una bandeja de cobre con tortas al vapor, pastelitos de arroz y mijo cocido. El anciano se inclinó ante los caminantes e, inclinándose respetuoso, dijo:

—Soy el espíritu de la Montaña de Fuego. Cuando me enteré que no podíais seguir adelante a causa de las llamas, me apresuré a prepararos algo de comer y aquí me tenéis.

—Lo que menos nos preocupa ahora es la comida —replicó el Peregrino—. ¿Existe alguna manera de apagar el fuego, para que pueda proseguir mi maestro el camino?

—Para ello deberéis pedir a la Diablesa que os preste su abanico de hojas de palma —respondió el anciano.

—¿No es éste el abanico del que habláis? —volvió a preguntar el Peregrino—. Para vuestra información os diré que no nos ha servido de nada. En cuanto abaniqué el fuego con él, las llamas alcanzaron unas proporciones increíbles. ¿Podéis explicarme por qué?

—Porque no es el auténtico —contestó el anciano, tras examinarlo con detenimiento—. ¡Me temo que os ha engañado!

—¿Hay alguna forma de conseguir el auténtico? —insistió el Peregrino, haciendo caso omiso de sus carcajadas.

—Si deseáis el abanico de las hojas de palma —dijo el espíritu de la montaña, inclinándose con respeto—, deberéis entrevistaros con el Rey Poderoso.

No sabemos, de momento, por qué habían de ir en busca de ese monarca. Quien desee averiguarlo deberá escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.