CAPÍTULO XXXIV

Los dos diablillos se pelearon por tener la calabaza en sus manos y analizarla a sus anchas. Cuando menos lo esperaban, levantaron la cabeza y vieron que el Peregrino había desaparecido.

—Me temo que ese inmortal se ha burlado de nosotros —dijo entonces Gusano Astuto—. Prometió enseñarnos el camino de la inmortalidad, una vez que hubiéramos intercambiado nuestros regalos, y se ha esfumado sin despedirse siquiera de nosotros.

—¿A qué viene preocuparse de esa forma? —le regañó Demonio Taimado—. Al fin y al cabo, somos nosotros los que hemos salido ganando. ¿Qué más da que se haya marchado? Déjame la calabaza para practicar un poco cómo meter el Cielo dentro de ella.

En cuanto la tuvo en sus manos, la lanzó hacia lo alto, pero volvió a caer en seguida, sin obtener el menor resultado.

—¿Por qué ahora no funciona? —exclamó, desconcertado, Gusano Astuto—. ¿Es posible que el Peregrino Sun se haya disfrazado de inmortal para cambiarnos una calabaza auténtica por otra falsa?

—¡No digas tonterías, anda! —le reconvino Demonio Taimado—. El Peregrino Sun se halla prisionero bajo el peso de tres montañas altísimas. ¿Cómo va a haberse escapado sin la ayuda de nadie? Déjame probar a mí. Voy a recitar el conjuro que él empleó y ya verás cómo esta vez el Cielo no se nos resiste.

De nuevo volvió a lanzarla hacia lo alto, pero esta vez añadió:

—Si se opone a mis planes, subiré al Salón de la Niebla Divina y comenzaré otra guerra.

Sin embargo, no había acabado de decirlo, cuando la calabaza dio con todo su peso en el suelo.

—¡No funciona! —gritó, desesperado, el otro diablillo—. ¡Tiene que ser un engaño por fuerza!

El Gran Sabio escuchó sus quejas desde lo alto. Temiendo que, de tanto probar, pudieran terminar descubriendo la verdad, sacudió ligeramente el cuerpo y al instante recuperó el pelo que horas antes había convertido en una calabaza. Los dos diablillos se encontraron, de esta forma, con las manos totalmente vacías.

—¡Devuélveme inmediatamente la calabaza! —exigió Demonio Astuto a su compinche.

—¿Cómo que te la devuelva? —protestó Gusano Taimado—. Eras tú el que la tenías en las manos. ¡No me digas que ha desaparecido así como así!

Desesperados, buscaron como locos por todas partes, incluidas sus ropas, pero no lograron dar con ella.

—¿Qué podemos hacer? —se preguntaron, temblando de pies a cabeza—. Nuestros señores nos confiaron esos tesoros con el fin de capturar al Peregrino Sun, cosa que no sólo no hemos hecho, sino que jamás podrá nadie llevar a efecto. ¿Qué vamos a decir a nuestros amos? Cuando se enteren de que hemos perdido el jarrón y la calabaza, seguro que nos muelen a palos. ¿Qué podríamos hacer?

—Es mejor que nos vayamos —decidió Gusano Astuto al cabo de un rato de reflexión.

—¿Adónde? —exclamó Demonio Taimado.

—Eso no tiene ninguna importancia —respondió Gusano Astuto—. Lo importante es escapar, porque, si volvemos y confesamos que hemos perdido los tesoros, con toda seguridad perderemos nuestras vidas.

—No, no —protestó Demonio Taimado—. Opinó que debemos regresar. Tú eres un protegido de nuestro segundo señor y eso nos ayudará a solucionarlo todo. Me echaré la culpa de lo ocurrido. Si está de buen humor, nos perdonará la vida. En cualquiera de los casos, prefiero morir en mi casa a tener que pasar el resto de mis días vagando de acá para allá. Soy de la opinión, por tanto, de que la huida no solucionará nuestro problema.

Tras discutirlo seriamente, decidieron regresar juntos a la caverna de la que habían partido. El Peregrino, que había seguido desde el aire sus deliberaciones, sacudió ligeramente el cuerpo y se convirtió en una mosca. De esta forma, pudo seguirlos sin ser visto. Os preguntaréis dónde guardó todos sus tesoros, porque es claro que, si los dejaba junto al camino o los escondía entre la hierba, alguien podía cogerlos y todos sus esfuerzos hubieran resultado en vano. Por eso, decidió llevárselos escondidos entre las ropas. Sin embargo, ¿cómo podía cargar con ellos, ya que, en definitiva, el cuerpo de una mosca, no es mucho mayor que un guisante? Muy sencillo. Como ocurría con la barra de los extremos de oro, los tesoros de los monstruos poseían el carácter de complacientes, ajustándose de buen grado al tamaño e intenciones de la persona que tenía la suerte de ser su dueño. De ahí que pudiera con ellos una mosca tan diminuta como la que acababa de adoptar el Peregrino como disfraz. El insecto siguió a los dos diablillos hasta que llegaron a la caverna. Los monstruos estaban todavía bebiendo, cuando los vieron entrar y sintieron cómo se arrojaban, respetuosos, a sus pies. El Peregrino se posó en el marco de la puerta y esperó a ver lo que ocurría.

—Grandes señores… —dijeron los dos diablillos, temblando de pies a cabeza.

—¿Así que ya habéis vuelto? —comentó el monstruo segundo, poniendo la copa sobre la mesa.

—Sí, gran señor —contestaron los diablillos.

—¿Habéis capturado al Peregrino Sun? —volvió a preguntar el monstruo segundo.

Los dos diablillos comenzaron a golpear el suelo con la frente, sin atreverse a decir nada. El monstruo repitió la pregunta, pero obtuvo la misma respuesta que la vez anterior. Los diablillos parecían haberse olvidado de todo menos de sacudir como locos la cabeza. El monstruo insistió ofendido una y otra vez, hasta que finalmente logró que dijeran:

—¡Suplicamos vuestro perdón, porque nos hemos hecho acreedores de más de diez mil muertes seguidas! Al llegar aproximadamente a la mitad de la montaña, nos topamos con un inmortal procedente de la mismísima isla de Peng-Lai. Nos preguntó que adónde íbamos y nosotros le respondimos que a capturar al Peregrino Sun. Eso pareció agradarle sobremanera, ya que, según nos explicó, tenía contra él viejos pleitos, y se decidió a prestarnos su colaboración. Le explicamos que no precisábamos de ayuda alguna, porque poseíamos unos objetos capaces de almacenar en su interior a la gente.

Esa confesión no pareció sorprenderle lo más mínimo, pues él mismo era dueño una calabaza en la que podía encerrarse todo el Cielo. Movidos por la avaricia y otras falsas esperanzas, decidimos intercambiar nuestros tesoros. Al principio sólo teníamos pensado hacer el trueque de las calabazas, pero Gusano Astuto fue del parecer de añadir también el jarrón de jade. Lo que menos esperábamos es que el tesoro del inmortal no soportara el contacto de manos impuras y que desapareciera, cuando estábamos tratando de repetir el portento que habíamos visto realizar al inmortal. Él mismo se desvaneció, apenas cerramos el trato. Por todo ello, suplicamos humildemente vuestro perdón.

El monstruo primero se puso furioso al oír esa confesión, y exclamó con voz potente:

—¡Maldita sea! Eso es obra del Peregrino Sun, que se hizo pasar por un inmortal con el fin de engañarlos. Ese mono tiene muchísimos poderes y una gran cantidad de amigos. Seguro que se ha servido de la ayuda de algún diosecillo para hacerse con nuestros preciados tesoros.

—No te pongas así, por favor —le aconsejó el monstruo segundo—. Jamás pensé que ese mono pudiera ser tan insolente. Comprendo que quisiera escaparse de la prisión de rocas en que le encerré, pero ¿por qué habría de codiciar nuestros preciosos tesoros? Tengo que capturarle de nuevo; de lo contrario, nuestro buen nombre sufrirá un serio revés.

—¿Quieres explicarme cómo vas a echarle mano esta vez? —inquirió el monstruo primero.

—Muy sencillo —respondió el segundo—. Aunque el Peregrino Sun se ha hecho con dos de nuestros tesoros, todavía nos quedan tres. Malo será que uno de ellos no termine derrotándole.

—¿Se puede saber de qué tres tesoros estás hablando? —volvió a preguntar el monstruo primero.

—Dos los tenemos aquí con nosotros —contestó el monstruo segundo—. Ya sabes, la espada de las siete estrellas y el abanico de hojas de palma. El tercero, la cuerda de oro, se encuentra en la Caverna del Dragón Aplastado, ubicada en la montaña del mismo nombre y que constituye la morada de nuestra anciana madre. Opino que deberíamos enviar a dos diablillos a invitarla a venir a comer un poco de carne del monje Tang. Podemos aprovechar la ocasión para pedirle que traiga la cuerda de oro con la que habremos de atar al Peregrino Sun.

—¿A quién te parece que debemos enviar esta vez? —preguntó, una vez más, el monstruo primero.

—Por supuesto no a estos dos inútiles —gritó el segundo, señalando a Demonio Taimado y Gusano Astuto—. ¡Poneos de pie, de una vez!

—¡Menuda suerte hemos tenido! —comentaron, aliviados, los diablillos—. No sólo no nos han mandado azotar, sino que, incluso, hemos escapado a una buena regañina. ¡Vamonos, antes de que nuestros señores se vuelvan atrás!

—¿Por qué no hacemos venir a Tigre de la Montaña y a Dragón del Océano, que, como bien sabes, me acompañan en todas mis correrías? —sugirió el segundo monstruo.

Los dos diablillos no tardaron en aparecer. Se echaron rostro en tierra y el monstruo se apresuró a advertirles:

—Debéis tener muchísimo cuidado.

—Siempre lo tenemos, señor —contestaron ellos, respetuosos.

—Debéis extremarlo en esta ocasión —insistió el monstruo.

—Así lo haremos. Estad tranquilos —repitieron ellos.

—¿Sabéis dónde está la mansión de nuestra madre? —preguntó el monstruo.

—Sí, señor —respondieron ellos.

—En ese caso —concluyó el monstruo—, id a verla y decidle que está invitada a probar un poco de carne del monje Tang. Pedidle, así mismo, que traiga la cuerda de oro, para atrapar con ella al Peregrino Sun.

Los diablillos salieron disparados de la caverna. Su ansia de obediencia era tal que ni siquiera se detuvieron a pensar que el Peregrino pudiera haber oído toda la conversación que habían mantenido con sus señores. Nada más verlos abandonar la cueva, el Gran Sabio remontó el vuelo y se posó en el hombro de uno de ellos. En un principio había pensado matarlos, cuando se hubieran alejado tres o cuatro kilómetros, pero después recapacitó y se dijo:

—No será muy difícil acabar con ellos, pero la verdad es que no sé dónde vive esa Anciana Dama que parece ser la dueña de la cuerda de oro. Creo, por tanto, que, antes de darles muerte, lo mejor será que les haga unas cuantas preguntas.

Zumbando como un moscardón, se adelantó a los monstruos unos cien metros aproximadamente. Sacudió ligeramente el cuerpo y se convirtió en un pequeño monstruo con una gorra de piel de zorro en la cabeza y una túnica de piel de tigre. Dejó que los diablillos pasaran de largo y después corrió tras ellos, gritando:

—¡Eh, esperadme! ¡No vayáis tan deprisa!

—¿Se puede saber de dónde sales tú? —preguntó Dragón del Océano, dándose la vuelta.

—¿Cómo que de dónde salgo? —repitió el Peregrino—. Parece mentira que no reconozcas a uno de tu propio grupo.

—Tú no perteneces a nuestro grupo —sentenció el diablillo.

—¿Cómo que no? —protestó el Peregrino—. Mírame bien.

—No me resultas muy conocido —insistió el diablillo—. Me temo que es la primera vez que te veo por aquí.

—Es posible, porque yo pertenezco a la sección de afuera —explicó el Peregrino—. ¿Se puede saber adónde vais tan deprisa?

—A invitar a la Anciana Dama, de parte nuestro señor, a probar un poco de carne del monje Tang y, al mismo tiempo, pedirle que nos deje la cuerda de oro para capturar al Peregrino Sun —contestó el diablillo.

—Ya lo sé —dijo el Peregrino—. Os lo he preguntado para ver qué respondíais.

—¿Qué quieres decir con eso? —exclamó el diablillo, ofendido.

—Que vengo precisamente de parte de nuestros señores a deciros que os deis prisa y no os retraséis por ahí —respondió el Peregrino—. Bien saben ellos lo mucho que os gusta jugar y no quieren que perdáis inútilmente el tiempo, porque la empresa que os han confiado es de vital importancia.

Los diablillos no vieron nada extraño en lo que les decía el Peregrino y eso terminó convenciéndoles de que se trataba, en efecto, de un miembro de su mismo grupo.

Aceleraron el paso cuanto pudieron, manteniéndolo constante durante ocho o nueve kilómetros.

—Me parece que vamos demasiado deprisa —comentó el Peregrino, aparentando un cansancio que, en realidad, no sentía—. ¿Cuánto llevamos recorrido?

—Alrededor de dieciséis kilómetros —contestó uno de los diablillos.

—¿Tanto? —exclamó el Peregrino—. ¿Cuánto nos queda todavía para llegar?

—No mucho —respondió Dragón del Océano, señalando hacia delante con la mano—. ¿Ves aquel bosque tan frondoso? Pues allí es.

El Peregrino levantó la cabeza y no muy lejos de donde se encontraban vio un bosque llamativamente oscuro. Eso le hizo comprender que no muy lejos de allí se encontraba la morada de algún viejo monstruo. Pensando que había llegado el momento de actuar, dejó que los diablillos le pasaran y descargó sobre ellos un tremendo golpe con su barra de hierro. Los dos desgraciados quedaron reducidos al instante a una masa informe de carne, que el Peregrino se apresuró a esconder entre unos arbustos que crecían a lo largo del camino. Se arrancó después un pelo y, soplando sobre él una bocanada de aire mágico, gritó:

—¡Transfórmate! —y al instante se convirtió en la imagen exacta de Tigre de la Montaña, al tiempo que él adquiría la de Dragón del Océano.

Los dos falsos monstruos se dirigieron entonces a la Caverna del Dragón Aplastado a hacer entrega de su invitación a la dama que la habitaba. ¡Qué amplios poderes mágicos poseía el Gran Sabio, para el que no representaban secreto alguno las setenta y dos formas de metamorfosis! De dos o tres saltos se adentró en lo más espeso del bosque.

No tuvo que caminar mucho para descubrir dos enormes puertas de piedra a medio abrir. Sin atreverse a entrar sin llamar, tentó la voz y dijo:

—¡Abran la puerta, por favor!

Al poco tiempo apareció un monstruo femenino, que preguntó:

—¿De dónde vienes?

—De la Caverna de la Flor de Loto, que, como sabéis, se halla enclavada en la Montaña Altísima —contestó el Peregrino—. Traemos una invitación para la Anciana Dama.

—En ese caso, pasad —les ordenó la monstruo.

Después de trasponer una segunda puerta, el Peregrino aguzó la vista y vio a una mujer entrada ya en años, sentada en el centro mismo de una amplia habitación. Su cabello, blanco como la nieve, aparecía totalmente alborotado y sus ojos poseían un brillo tan intenso que parecían estrellas. Su rostro estaba surcado por profundas arrugas y resultaba llamativa su casi total ausencia de dientes, pero era claro que su espíritu no había perdido ni un ápice de la viveza de la juventud. Poseía, de hecho, la elegancia de un crisantemo cubierto por la escarcha y la rugosidad de un tronco de pino después de la lluvia. En la cabeza lucía un turbante de seda blanca, cuya belleza parecía competir con la de los pendientes que adornaban sus frágiles orejas.

El Gran Sabio no se atrevió a entrar inmediatamente, sino que se quedó cabizbajo junto a la puerta, sollozando en silencio. Os preguntaréis que por qué hacía semejante cosa.

¿Es que le había aterrado, acaso, tan repentina visión? De todas formas, quien siente miedo no suele llorar; eso sin contar con que el Gran Sabio era valiente en extremo y acababa de dar muerte a dos diablillos extremadamente peligrosos. ¿Por qué sollozaba entonces? Era capaz de meterse de buena gana en un recipiente de aceite hirviendo y no derramar una sola lágrima, aunque estuvieran friéndole siete u ocho días. Lo que le movía al llanto era la cantidad de sacrificios que debía aceptar por acompañar al monje Tang en su intento por conseguir las escrituras sagradas.

—Si me he convertido en un diablillo con el único propósito de invitar a esta dama a ir a la mansión de mi supuesto señor —se dijo el Rey de los Monos—, no hay razón alguna que justifique que le dirija la palabra de pie. Tendré que arrodillarme ante ella y golpear después el suelo con la frente. Toda mi vida he sido un héroe y únicamente me he arrodillado ante tres personas desde que existo: Buda del Paraíso Occidental, Kwang-Ing de los Mares del Sur y mi Maestro. Ante éste lo hice cuatro veces seguidas, tras librarme del terrible castigo al que estaba sometido en la Montaña de los Dos Reinos. Por él he aceptado toda clase de sacrificios y renunciado a la posición que por mi origen me correspondía. ¿Tanto vale un simple rollo de escritura? ¿Por qué tengo que renunciar a mi orgullo y postrarme ante un monstruo que no merece mis respetos? Si no lo hago, descubrirá mi impostura y todo el plan se vendrá abajo. ¡Qué horrible dilema! En último caso, es la vida de mi maestro la que está en juego y, por salvarla, no debo ahorrarme ninguna humillación, por dura que pueda parecerme.

Al llegar a este punto de su reflexión, entró con decisión en la habitación en la que se encontraba la monstruo y, arrodillándose ante ella, dijo:

—Recibid, señora, mis respetos.

—Levántate, por favor —dijo la monstruo a toda prisa.

—Eso está bien —se dijo el Peregrino más animado—. Se ve que es más honrada de lo que creía.

—¿De dónde vienes? —preguntó la monstruo.

—De la Caverna de la Flor de Loto, que se halla ubicada en la Montaña Altísima —contestó el Peregrino—. Mis dos señores me han ordenado venir a invitaros a ir a probar un poco de carne del monje Tang. Al mismo tiempo, os suplican que llevéis con vos la cuerda de oro para capturar al Peregrino Sun.

—¡Qué piedad la de mis hijos! —exclamó, complacida, la monstruo y al instante ordenó traer su silla de manos.

—Quién lo hubiera pensado! —volvió a decirse el Peregrino—. ¡Hasta los monstruos viajan en esas sillas!

Al poco rato aparecieron dos monstruos femeninos con una litera de madera aromática y a la que no faltaban ni cortinas de seda. La monstruo anciana salió de la caverna, seguida de un grupo de diablesas que portaban perfumes y cosméticos, espejos, toallas y todo lo necesario para el maquillaje.

—¿Por qué os empeñáis todas en acompañarme? —preguntó la anciana—. Al fin y al cabo, no voy a una casa ajena. ¿Acaso pensáis que allí no va a haber nadie que pueda servirme? No necesito vuestra ayuda. Volved al interior de la cueva y cerrad bien las puertas.

Las diablesas obedecieron sin rechistar. Sólo quedaron dos para cargar con la litera. La anciana se volvió entonces hacia el Peregrino y su sombra y les preguntó:

—¿Cómo os llamáis vosotros?

—Éste —respondió el Peregrino a toda prisa— es Tigre de la Montaña, y yo, Dragón del Océano.

—Id delante de mí —ordenó la anciana—. Necesito que alguien me vaya abriendo el camino.

—¡Qué mala suerte! —se dijo el Peregrino—. Para conseguir las escrituras, me tengo que convertir hasta en esclavo de un monstruo.

Pero no se atrevió a negarse a complacer a la anciana. Tras recorrer cuatro o cinco kilómetros, se sentó en una piedra a esperar a las Bestias que portaban la litera. Cuando llegaron a su altura, les preguntó:

—¿No queréis descansar un poco? Me figuro que debéis de tener los hombros hechos polvo.

Las diablesas no sospecharon nada y en seguida dejaron la litera en el suelo. El Peregrino se puso detrás de ellas. Se arrancó un pelo del pecho y lo convirtió en una torta de gran tamaño, que empezó a masticar con fingida fruición.

—¿Se pude saber qué estáis comiendo? —le preguntó una de las diablesas.

—Me da vergüenza decíroslo —contestó el Peregrino—. La verdad es que hemos recorrido un camino muy largo para transmitir la invitación de nuestros señores a la Anciana Dama y no se ha dignado darnos la menor recompensa. ¿Qué hay de extraño en que nos hayamos detenido a recobrar fuerzas antes de reanudar la marcha? El hambre no perdona a nadie.

—¿Os importaría compartir con nosotras vuestra torta? —volvieron a preguntar las diablesas.

—Por supuesto que sí —respondió el Peregrino—. ¿A qué viene tanto miramiento? Al fin y al cabo, pertenecemos a la misma familia.

Las diablesas se acercaron al Peregrino para recoger su parte, pero en vez de la torta prometida, recibieron un tremendo golpe en la cabeza. El Gran Sabio las golpeó con tal fuerza que una de ellas quedó reducida a una pulpa informe, mientras la otra agonizaba a su lado gimiendo lastimosamente. La anciana sacó la cabeza para ver lo que pasaba y el Peregrino volvió a descargar sobre ella todo el peso de su barra de hierro. La sangre manó a borbotones y las cortinas de la litera quedaron tiznadas de masa cerebral. El Peregrino la sacó arrastras de la silla de manos y vio que se trataba de un zorro de nueve colas[1].

—¡Maldita bestia! —exclamó el Peregrino, soltando la carcajada—. ¿Se puede saber quién eres tú para que todo el mundo te llame Anciana Dama? Si eres merecedora de tal título, yo soy uno de tus antepasados.

Tras registrarla con cuidado, no tardó en descubrir entre sus ropas la cuerda de oro, que guardó a toda prisa entre las mangas.

—Es posible que esos demonios sean muy poderosos —se dijo, satisfecho—, pero ya tengo en mi poder tres de sus más preciados tesoros.

Se arrancó otros dos pelos, que al punto se convirtieron en Tigre de la Montaña y Dragón del Océano, mientras que los de antes adoptaron la figura de las diablesas. Él mismo se disfrazó de anciana y tomó asiento en la litera. De esta forma, prosiguieron el viaje como si nada hubiera ocurrido. Al poco rato llegaron a la Caverna de la Flor de Loto y los diablillos que abrían la marcha —pelos, en realidad, del Peregrino— gritaron con todas sus fuerzas:

—¡Abrid la puerta!

—¿Sois Tigre de la Montaña y Dragón del Océano? —preguntaron los que hacían guardia en el interior de la cueva.

—Así es —respondieron los pelos.

—¿Dónde está la Anciana Dama a la que fuisteis a invitar? —volvieron a preguntar los diablillos.

—Ahí está dentro, en su litera —contestaron los pelos—. ¿Es que no la veis?

—Quedaos aquí —dijo uno de los guardianes—, mientras voy a comunicar vuestra llegada a nuestros señores.

En cuanto los dos monstruos oyeron que había llegado la Anciana Dama, ordenaron preparar incienso, cosa que satisfizo enormemente al Peregrino, que se dijo:

—La suerte no me ha abandonado del todo. Ahora me toca a mí recibir toda clase de honores. Cuando me disfracé de diablillo para ir a invitar a esa vieja monstruo, hube de inclinarme respetuosamente ante ella. Ahora, sin embargo, que he adoptado su figura, convirtiéndome en progenitura de estas bestias, les corresponde a ellas presentarme sus respetos. Posiblemente no sea gran cosa, pero últimamente no es corriente que se incline ante mí un par de cabezas.

El Gran Sabio descendió de la litera y, tras sacudirse el polvo, volvió a recobrar los cuatro pelos que se había arrancado. Los diablillos que hacían guardia a la puerta cargaron con la silla de manos y se dirigieron al interior de la caverna. El Peregrino los siguió con paso lento, imitando el modo pausado de caminar de la anciana. Dentro le estaba esperando un auténtico enjambre de monstruos de todas las edades, que corrieron a darle la bienvenida batiendo tambores y haciendo sonar sus flautas, mientras se elevaban volutas de humo aromático del pebetero de Po-Shan[2]. Sin dejar de responder a sus saludos, el Peregrino se llegó hasta el salón principal, donde tomó asiento, mirando hacia el sur. Los dos monstruos se arrodillaron ante él y dijeron respetuosos, mientras golpeaban sin cesar el suelo con la frente:

—Os damos la bienvenida, madre.

—Levantaos, hijos míos —les urgió el Peregrino.

En ese mismo momento Chu Ba-Chie, que estaba colgado de una viga soltó la carcajada y el Bonzo Sha le regañó, diciendo:

—¡Esa sí que es buena! Te condenan a muerte y no se te ocurre otra cosa que echarte a reír como un loco.

—Si me río —se defendió Ba-Chie—, es porque tengo razón para ello, ¿no te parece?

—¿Qué razón puedes tener en una situación como ésta? —volvió a preguntar el Bonzo Sha.

—Hasta hace un rato —explicó Ba-Chie— esperábamos con aprensión la llegada de la Anciana Dama, porque eso iba a suponer nuestra muerte. Pero ahora veo con alivio que esa vieja no es tal, sino nuestro querido salvaje.

—¿De qué salvaje estás hablando? —exclamó el Bonzo Sha, sorprendido.

—De nuestro «pi-ma», por supuesto —respondió Ba-Chie, a punto de soltar la carcajada—. ¿No te das cuenta de que esa anciana es él?

—¿Cómo has podido reconocerle? —volvió a preguntar el Bonzo Sha.

—Al inclinarse para devolver el saludo a sus supuestos hijos y decirles «Levantaos, por favor», dejó ver un poco del rabo —contestó Ba-Chie—. Sólo yo he podido percatarme de ello, porque estoy colgado más alto que todos los demás.

—Es mejor que dejemos de hablar y escuchemos con atención lo que dice —sugirió el Bonzo Sha.

—Tienes razón —admitió Ba-Chie.

El Gran Sabio se sentó en medio de la sala y preguntó con voz zalamera:

—¿Por qué me habéis invitado a venir, hijos míos?

—Durante días enteros no hemos tenido oportunidad de cumplir con nuestros deberes filiales —contestó uno de los monstruos—. Esta mañana, sin embargo, la suerte nos sonrió y logramos echar mano al monje Tang, un hombre de probada virtud procedente de las Tierras del Este. Su santidad es tal que decidimos compartirle con vos, brindándoos la oportunidad de cocerle al vapor y, de esta forma, prolongar vuestra vida.

—Si he de seros sincera, hijos míos —dijo el Peregrino—, no me atrae mucho la idea de devorar al monje Tang. No obstante, tengo entendido que las orejas de su discípulo Chu Ba-Chie son, francamente, extraordinarias. ¿Por qué no se las cortáis y me las ofrecéis como aperitivo, acompañadas de un poco de vino?

—¡Maldito mono! —exclamó Ba-Chie, sorprendido ante lo que acababa de oír—. ¿Así que has venido aquí con el único propósito de hacerme cortar las orejas? Da gracias que no digo en alto quién eres tú, de lo contrario tu suerte no sería mucho mejor que la mía.

Desgraciadamente, tan estúpido comentario por parte del Idiota puso al descubierto todos los planes del Rey de los Monos. Precisamente en ese momento regresaron unos diablillos que habían salido a patrullar la montaña e informaron a sus señores de lo ocurrido, diciendo:

—¡Qué gran desgracia se ha abatido sobre nuestra familia! El Peregrino Sun ha dado muerte a la Anciana Dama y ha adoptado su figura para venir a burlarse de todos nosotros.

—El primero de los monstruos no quiso averiguar nada más. Sacó la espada de siete estrellas y lanzó contra el rostro del Peregrino un tajo mortal. Afortunadamente el Gran Sabio sacudió una sola vez el cuerpo y al instante la caverna se vio invadida por una luz rojiza y de un brillo extraordinario, que le permitió escapar a toda prisa de ella. Sus poderes eran tantos que este episodio no fue para él más que una ocasión de puro entretenimiento. Nadie, en verdad, dominaba como Wu-Kung el difícil arte de las transformaciones. Si entró en la cueva adoptando la figura de una anciana, de ella escapó diluyéndose en el éter. Cuantos moraban en la caverna se sintieron tan sobrecogidos que unos perdieron el sentido, mientras otros se mordían nerviosamente las uñas o sacudían, incrédulos, la cabeza. El mayor de los monstruos se volvió entonces hacia su hermano y le dijo:

—Coge al monje Tang, al Bonzo Sha, a Ba-Chie, el caballo y el equipaje y devuélveselos al Peregrino Sun. No quiero ver destruido para siempre mi hogar.

—¿Se puede saber qué te pasa? —le reconvino el monstruo segundo—. No tienes ni idea de lo mucho que me ha costado pergeñar este plan y traer hasta aquí a todos esos monjes. ¡Es ridículo devolvérselos ahora a esa bestia sin nada a cambio! ¿Qué te ocurre? ¿Es que ahora te meten miedo el brillo del acero y los mandobles de la espada? ¡No me digas que has perdido el juicio! Siéntate tranquilamente y déjame obrar a mí. Soy consciente de que el Peregrino Sun posee incontables poderes mágicos, pero aún no se ha enfrentado a mí cara a cara. Tráeme la armadura y permíteme cruzar tres veces mis armas con las suyas. Te aseguro que, si en esos tres intentos no logra derrotarme, el monje Tang se convertirá en nuestra cena. Si, por el contrario, es el sonreído por la fortuna, ya tendremos tiempo más adelante de llevar a término nuestros propósitos.

—Tienes razón —admitió el monstruo mayor y al punto ordenó que le trajeran la armadura.

En cuanto se la hubieron ajustado al cuerpo, el monstruo salió fuera de la caverna con la espada en la mano y, levantando voz, pregunto:

—¿Dónde te has metido, Peregrino Sun?

El Gran Sabio había transpuesto ya el mundo de las nubes, pero, al oírse llamado por su nombre, dio media vuelta y miró con detenimiento al monstruo. En la cabeza lucía un casco de fénix tan blanco como la nieve y llevaba protegido el cuerpo por una espléndida armadura de acero persa. Ceñía su cintura un ancho cinturón hecho de tendones de dragón y calzaba unas botas de piel de cabra, por las que sobresalían unas polainas que recordaban, por su forma, la flor del cerezo. Su porte era tan marcial como el del Señor de Kuan-Kou[3] y tan impresionante como el del Espíritu Poderoso. Sereno y alto como una torre, sostenía en sus manos, invicto, la espada de las siete estrellas.

—¡Peregrino Sun! —volvió a gritar—. Si ahora mismo me entregas a mi madre y todos los tesoros que me has robado, te prometo que dejaré partir al monje Tang en busca de las escrituras.

—¡Qué monstruo más estúpido estás hecho! —exclamó el Gran Sabio, incapaz de contener por más tiempo la carcajada—. Estás muy equivocado, si piensas que voy a dejarte marchar así como así. Si deseas salir bien parado de ésta, tendrás que entregarme no sólo a los míos, el equipaje y el caballo, sino también un poco de dinero para sufragar los gastos que se nos puedan presentar en nuestro camino hacia el Oeste. Si te atreves a darme un no por respuesta, ya puedes irte colgando de una cuerda, porque eso es precisamente lo que pienso hacerte.

El monstruo dio un salto y, tras elevarse con inesperada rapidez entre las nubes, descargó sobre el Peregrino un mandoble de su espada, que fue oportunamente rechazado. La batalla que entonces se inició fue digna de auténticos maestros. Fue como si dos consumados artistas del ajedrez se hubieran enfrentado en una partida de imprevisible final o un general hubiera decidido medir sus armas con el mejor de sus guerreros. Ambos se sentían orgullosos de poder mostrar su poderío ante un rival de tanta categoría. El ardor que desplegaban les hacía parecerse a dos tigres de la Montaña del Sur enfrascados en una pelea, o a dos dragones pendencieros del Mar del Norte. Sus escamas relucían como brasas y sus zarpas y dientes buscaban con insistencia la carne del contrario, como si fueran garfios de plata. Uno se valía de mil formas de ataque, mientras el otro no daba cuartel a su pericia guerrera. La barra de los extremos de oro se acercaba a veces hasta una distancia inferior a tres décimas de centímetro de la cabeza de su enemigo, pero otro tanto hacía con el suyo la espada de las siete estrellas. La lucha se desarrolló durante más de treinta encuentros sin que de ellos saliera un claro vencedor. Eso alegró sobremanera al Peregrino que se dijo, satisfecho:

—Es francamente asombroso que este monstruo haya resistido todos los ataques de mi barra de hierro. Sin embargo, tengo en mi poder tres de sus más preciados tesoros. Si continúo luchando con tanta fiereza, es posible que las fuerzas me fallen y mi vida corra peligro. ¿Para qué demorar por más tiempo lo que tengo pensado hacer? La calabaza y el jarrón me servirán para atraparle y aplicarle el destino que él tenía previsto para mí.

Lo pensó, sin embargo, mejor y añadió al poco rato:

—No, no. No estaría bien. El proverbio afirma, con razón, que «cada cosa tiene su dueño». Si trato de derrotarle con sus propias armas, es muy probable que sea yo el que salga peor parado. Sacaré la cuerda de oro y, en cuanto se descuide, se la pasaré por la cabeza.

Así lo hizo. Pero el monstruo conocía dos conjuros —uno para librarse de la acción de la cuerda y otro para hacerla más efectiva— y se sirvió del que mejor cuadraba con su situación. Si hubiera sido él el atacante, habría recitado este último, pero se valió del primero para arrancarle al Peregrino la cuerda de las manos y volverla efectivamente contra él. El Gran Sabio decidió hacer uso de la magia para tornar el cuerpo lo más delgado posible, pero el monstruo recitó en ese mismo momento el segundo conjuro y todos sus esfuerzos resultaron inútiles. El Peregrino cayó en sus propias redes y no pudo liberarse de ellas. El lazo que le atenazaba el cuello se cerró con tanta firmeza que parecía como si se hubiera convertido en una férrea argolla de oro. El monstruo no tuvo más que tirar levemente de ella para que el Peregrino perdiera el equilibrio y cayera dando tumbos entre las nubes, momento que aprovechó la bestia para descargar sobre su desprotegida cabeza siete u ocho mandobles de espada. Sin embargo, no le produjeron el menor rasguño.

—¡Qué cabeza más dura tiene este mono! —exclamó, asombrado, el monstruo—. Es inútil seguir golpeándola. Le llevaré a la caverna y allí le torturaré cuanto quiera. Antes deberá entregarme, sin embargo, los dos tesoros que me ha robado.

—¿Quieres decirme cuándo te he robado yo algo? —preguntó el Peregrino, leyéndole el pensamiento—. No es justo exigir la devolución de lo que no se tiene.

Pero poco le sirvieron esos embustes, porque el monstruo le registro con cuidado y no tardó en encontrar la calabaza y el jarrón. Valiéndose después de la cuerda, le arrastró, como si fuera un animal hasta la caverna y, alzando la voz, anunció, orgulloso de su hazaña:

—¡Le he capturado, hermano! ¿No te lo dije?

—¿A quién has capturado? —preguntó el monstruo primero.

—Al Peregrino Sun —respondió el segundo—. Si te asomas, comprobarás que es verdad lo que te digo.

El monstruo primero así lo hizo y vio que, en efecto, se trataba del Peregrino. Su satisfacción fue tanta que gritó, sin poder contenerse:

—¡Es él, es él! Atémosle a uno de los postes y divirtámonos un poco a su costa.

Así lo hicieron, pero, en vez de mofarse de él, los dos monstruos se retiraron al interior de la caverna a brindar por su buena fortuna. El Gran Sabio quedó tendido junto al poste sin apenas espacio para moverse. Ba-Chie le vio en seguida y, soltando la carcajada, exclamó desde la viga a la que había sido atado:

—¿Así que pensabas comerme las orejas, eh? ¿Te gusta el plato que te han dado?

—¿Estás cómodo ahí arriba, Idiota? —replicó el Peregrino—. Si no es así, ahora mismo voy a subir a liberaros a todos.

—¿No te da vergüenza decir eso? —le regañó Ba-Chie—. ¿Cómo te atreves a hablar de liberar a los demás, cuando tú mismo eres incapaz de moverte? Deja de soñar y acepta, de una vez, tu destino. Vamos a morir todos juntos, así que lo mejor es que tratemos de encontrar el camino más directo que ha de llevarnos a la Región de las Sombras.

—¡Deja de decir tantas tonterías, por favor! —le urgió el Peregrino—. Mírame bien y verás cómo me escapo de aquí.

—Si tú lo dices… —replicó Ba-Chie, burlón.

Mientras hablaba con Ba-Chie, el Gran Sabio no apartaba los ojos de los dos monstruos. Los vio bebiendo en el salón más amplio de caverna, rodeados de un enjambre de diablillos que no paraban servirles licor y manjares sabrosísimos. En un momento de distracción de los guardias el Gran Sabio cogió la barra de hierro, sopló sobre ella y gritó:

—¡Transfórmate! —y al instante se convirtió en una lima de acero puro con la que logró deshacerse de la argolla que pugnaba por destrozarle el cuello.

En cuanto se vio libre de ella, se arrancó un pelo y le ordenó tomar su propia imagen. Acto seguido sacudió ligeramente el cuerpo, convirtiéndose en un diablillo, que se puso al lado del falso prisionero.

—¡Qué mala suerte! —exclamó, una vez más, Ba-Chie desde lo alto de la viga—. El atado es falso del todo, mientras que el que cuelga es auténtico.

—¿Se puede saber qué es lo que grita Chu Ba-Chie? —preguntó el monstruo primero, dejando a un lado la copa.

El Peregrino, que se había convertido en un diablillo, se acercó a él a toda prisa y contestó:

—Está tratando de convencer al Peregrino Sun para que se transforme en algo raro y se escape cuanto antes, pero parece ser que éste no está por la labor. De ahí que Chu Ba-Chie haya perdido la paciencia y esté gritando de esa forma.

—¡Y nosotros que pensábamos que ese Chu Ba-Chie no era un tipo astuto! —exclamó el monstruo segundo—. ¡Qué lengua la suya! Merecía que le diéramos en la boca veinte golpes seguidos con una caña. Ni corto ni perezoso, el Peregrino agarró un trozo de bambú y se dispuso a cumplir la orden.

—Es mejor que no me des muy fuerte —le suplicó Ba-Chie en voz baja—. De lo contrario, me pondré a vocear y descubriré quién eres.

—Lo hago por todos vosotros —contestó el Peregrino en el mismo tono—. Además, ¿quieres explicarme por qué me descubriste antes? Ningún monstruo de esta caverna es capaz de reconocerme. ¿Quieres explicarme cómo puedes hacerlo tú?

—Muy sencillo —contestó Ba-Chie, burlón—. Porque, aunque todos tus rasgos se han metamorfoseado, tu culo no lo ha hecho. ¿No te das cuenta de que sigues teniendo los mismos callos? ¿Cómo quieres que no te reconozca con esos dos trozos de carne roja al aire?

El Peregrino se escurrió a toda prisa hacia la cocina y, con un poco de hollín que logró arrancar de los pucheros, se ennegreció el culo lo mejor que pudo. Al verle regresar, Ba-Chie exclamó, a punto de soltar la carcajada:

—¿Dónde se habrá metido este mono para aparecer de golpe y porrazo con el culo totalmente negro?

El Peregrino no le prestó mayor atención, porque lo único quería era robarles a los monstruos sus valiosísimos tesoros. Como era extremadamente inteligente, se llegó hasta donde estaban sentados los monstruos y dijo, medio arrodillado:

—Perdonad que os interrumpa, pero ¿os habéis fijado cómo el Peregrino Sun no deja de dar vueltas alrededor de la columna a la que está atado? Si sigue así, va a terminar rompiendo la cuerda de oro ¿No opináis que deberíamos atarle con algo más sólido?

—Tienes razón —contestó el monstruo primero y se quitó el cinturón, que tenía una hebilla con forma de cabeza de león.

Loco de contento, el Peregrino fue hasta la columna y ató con él a su falsa imagen, al tiempo que se metía hábilmente la cuerda por una de las mangas. Se arrancó a continuación otro pelo, que, tras recibir el poder de su aliento, se transformó en otra cuerda de oro. Regresó con ella al salón donde los monstruos se divertían a sus anchas y se la ofreció al mayor con las manos estiradas, pero éste estaba más preocupado del vino que de otra cosa y la guardó sin mirarla siquiera. A esto se refieren los dos versos que hasta nosotros han llegado: «El Gran Sabio, hábil como el pensamiento, no se cansa de demostrar sus poderes. Cualquiera de sus pelos puede convertirse en una cuerda de oro».

En cuanto se hubo hecho con el tesoro, abandonó la caverna de un salto y, recobrando la forma que le era habitual, gritó con todas sus fuerzas:

—¡Monstruos!

—¿Se puede saber quién eres y por qué osas gritar de esa forma? —le reprendió uno de los diablillos que hacían guardia a la puerta.

—Entra a informar cuanto antes a tus señores que está aquí el está aquí el Peregrino Sun —contestó él.

El diablillo obedeció al instante y el monstruo primero exclamo, desconcertado:

—¿Cómo es posible? El Peregrino Sun está ya en poder nuestro. ¿Quiere explicarme alguien cómo puede haber otro ahí fuera?

—No debemos tenerle miedo —sugirió el monstruo segundo—. Al fin y al cabo, todavía no hemos perdido ninguno de los tesoros. Voy a por la calabaza y le atraparé en un abrir y cerrar de ojos.

—Ten cuidado —le aconsejó pese a todo el monstruo primero.

El segundo se llegó hasta la puerta, donde se encontró con alguien que parecía ser la imagen exacta del Peregrino Sun. La única diferencia estribaba en que, a primera vista, resultaba un poco más bajito.

—¿De dónde sales tú? —le preguntó con arrogancia.

—A pesar del anuncio que te he hecho llegar —contestó el Gran Sabio—, soy el hermano del Peregrino Sun. En cuanto me he enterado de que le habías capturado, he venido corriendo a pedirte cuentas.

—Yo mismo me he encargado de echarle mano —confesó, jactancioso, el monstruo—. Para tu información, te diré que está encerrado en el interior de la caverna y que tu viaje ha sido totalmente en vano, porque no pienso medir mis armas contigo. Eso sí, me gustaría pronunciar tu nombre una sola vez. Si lo hago, ¿estarías dispuesto a responderme?

—Yo no te tengo ningún miedo —contestó el Peregrino—. En caso de que mil veces pronuncies mi nombre, otras tantas responderé a tu llamada.

El monstruo se elevó entonces por los aires y, poniendo la calabaza boca abajo, gritó con todas sus fuerzas:

—¡Hermano del Peregrino Sun!

Wu-Kung no se atrevió a responderle, porque en seguida cayó en la cuenta de sus intenciones y se dijo:

—Si hago lo que me pide, la calabaza me absorberá en su interior y quedaré reducido a mera pulpa. Es mejor, por tanto, que me quede calladito.

—¿Se puede saber por qué no me respondes? —preguntó, ansioso, el monstruo.

—Soy un poco duro de oído y no logro escuchar con claridad lo que dices —contestó el Peregrino—. Lámame más fuerte, por favor.

—¡Hermano del Peregrino Sun! —volvió a gritar el monstruo.

El Peregrino comenzó a hacer cálculos con los dedos, al tiempo que se decía:

—Mirándolo bien, ésa no es mi auténtica identidad. Es claro que esa calabaza tiene poder para absorber a la gente, si se le dice la verdad, pero ¿ocurrirá lo mismo si se recurre a la mentira?

Pronto pudo comprobar, para desgracia suya, que sus cálculos habían resultado erróneos. En cuanto abrió la boca, la calabaza le tragó y no pudo salir de ella. A aquel tesoro le traía simplemente sin cuidado que la respuesta fuera verdadera o falsa. En cuanto alguien respondía a la pregunta que se le hacía, le tragaba y asunto concluido.

El Gran Sabio se encontró en su interior con una oscuridad absoluta. Varias veces trató de sacar la cabeza, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Su boca era, de hecho, extremadamente angosta no podía asomar por ella ni uno solo de sus cabellos. Eso hizo que el nerviosismo se apoderara de él y se dijera, cada vez más intranquilo:

—Los diablillos con los que me topé en la montaña me confesaron que, si alguien caía en el interior de esta calabaza, podía quedar reducido a mero pus en una hora y tres cuartos. ¿Seguiré también yo una suerte así?

Él mismo se tranquilizó al poco rato, añadiendo:

—¡Es imposible! Simplemente no puedo ser destruido con tanta facilidad. Cuando hace aproximadamente quinientos años sumí en el caos el Palacio Celeste, fui refinado durante más de cuarenta y nueve días seguidos en el brasero de Lao-Tse. Eso me otorgó un corazón tan fuerte como el oro, unas entrañas tan duras como la plata, una cabeza tan resistente como el bronce, una espalda tan indomable como el acero, unos ojos tan penetrantes como el fuego y unas pupilas tan inquebrantables como el diamante. ¿Cómo puedo quedar reducido a pus en menos de una hora y tres cuartos? Será mejor que no haga nada hasta que me encuentre en el interior de la caverna y vea lo que hace.

El monstruo segundo entró en seguida en la cueva y dijo a su hermano:

—Acabo de capturarle.

—¿Capturar? —exclamó el monstruo primero—. ¿A quién acabas de capturar?

—Al hermano del Peregrino Sun —contestó el monstruo segundo—. Está ya metidito aquí dentro.

—Toma asiento, por favor, y no muevas de momento la calabaza —dijo, visiblemente satisfecho, el monstruo primero—. La sacudiremos después y levantaremos la tapa, en cuanto no se oiga nada dentro de ella.

Al oírlo, el Peregrino se dijo:

—Es preciso que me convierta cuanto antes en líquido. Ya se lo que voy a hacer. Mearé un poco y, así, parecerá que me he disuelto en esta impenetrable oscuridad. Cuando la sacudan, sonará como si todo en su interior fuera agua.

Sin embargo, lo pensó mejor y añadió:

—No, no. Mirándolo bien, ésa no es tan buena idea. Las meadas siempre producen ruido y lo dejan todo perdido. Es mejor que espere a muevan la calabaza. Cuando lo hagan, escupiré toda la saliva que pueda. Eso les hará creer que su magia ha surtido efecto sobre mi cuerpo y, en cuanto levanten la tapa, me escaparé.

El Gran Sabio se preparó con cuidado para ese momento, pero el monstruo estaba demasiado ocupado con la bebida y no volvió a acordarse para nada de la calabaza. Eso movió a Wu-Kung a idear un nuevo plan y a gritar de pronto con todas sus fuerzas:

—¡Cielo santo, han desaparecido mis pantorrillas!

Los monstruos no prestaron ninguna atención a esos gritos y el Gran Sabio se vio en la necesidad de gritar de nuevo:

—¡Madre querida, se me está disolviendo la cadera!

Esta vez su táctica surgió efecto, porque casi inmediatamente oyó decir al monstruo primero:

—En cuanto se le diluya la cintura, estará todo terminado y podremos levantar la tapa a ver lo que ha pasado.

El Gran Sabio se arrancó a toda prisa un pelo y gritó:

—¡Transfórmate! —y al instante se convirtió en medio cuerpo pegado al fondo de la calabaza, al tiempo que él mismo se metamorfoseaba en un insecto diminuto y se colocaba estratégicamente junto a la boca.

Tan pronto como el monstruo segundo levantó la tapadera, el Gran Sabio salió volando, tomando al poco rato la figura de Dragón del Océano, el diablillo que fue enviado en su momento en busca de la Dama. Mientras el monstruo primero miraba en el interior de la calabaza, él permaneció prudentemente a un lado. La bestia pudo ver con toda claridad un cuerpo disolviéndose penosamente en su fondo y, sin detenerse a pensar si era verdadero o no lo que veía, ordenó visiblemente nervioso, a su hermano:

—¡Vuelve a taparlo en seguida! Ese infeliz no se ha disuelto todavía del todo.

El monstruo segundo obedeció al instante, sin percatarse de que el Gran Sabio estaba precisamente a su lado, burlándose abiertamente le él.

—¡Qué ciego estás! —se dijo el Rey de los Monos—. Ni siquiera eres capaz de verme junto a ti.

El monstruo primero cogió una jarra de vino, llenó un vaso y se lo ofreció a su hermano con las dos manos, diciendo:

—Brindemos a tu salud.

—¿No te parece que ya hemos bebido bastante? —replicó el monstruo segundo—. ¿A qué viene eso de brindar otra vez a salud mía?

—Quizá no sea gran cosa capturar al monje Tang, a Ba-Chie y al Bonzo Sha —respondió el monstruo primero—, pero lo que sí tiene un mérito fuera de toda duda es capturar al Peregrino Sun y encerrar a su desdichado hermano en nuestra calabaza. Eso es una hazaña de tal magnitud que exige no sólo uno, sino mil brindis seguidos.

El monstruo segundo se sintió halagado por el honor que se le hacía y no se atrevió a rehusar la copa. Sin embargo, como tenía la calabaza en la mano, no podía agarrarla como exigía la etiqueta y hubo de entregar el tesoro a Dragón del Océano. Lo que no sabía es que éste fuera, en realidad, el Peregrino Sun, que no dejaba de estudiar con cuidado todas sus reacciones.

—¡No, no! ¡No es preciso que brindes por mí! —exclamó el monstruo primero—. No he hecho nada para merecerlo. Ahora, si deseas seguir bebiendo, puedo acompañarte a tomar otra copa.

Los dos monstruos continuaron cambiándose cumplidos durante bastante tiempo bajo la atenta mirada del Peregrino, que en ningún momento se desprendió de la calabaza.

Cuando se cercioró de que estaban más interesados en el vino que en lo que él pudiera estar haciendo, se la metió a toda prisa por una manga, se arrancó un pelo y lo convirtió en una copia exacta de tesoro tan preciado. Medio borracho, el monstruo se lo arrancó de las manos al poco rato, sin preocuparse de examinarlo con atención. Es más, volvió a levantar la copa y continuó brindando a la salud de su hermano. El Gran Sabio, por su parte, se dio la vuelta y se dijo, visiblemente satisfecho de su astucia:

—Aunque a este monstruo no le faltan recursos, el caso es que la calabaza todavía sigue en mi poder.

No sabemos, de momento, lo que tuvo que hacer para acabar con los monstruos y rescatar a su maestro. El que quiera descubrirlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se brindan en siguiente capítulo.