CAPÍTULO XLIV

No se detienen en su camino hacia el Oeste, decididos a hacerse con las escrituras y obtener, así, la libertad auténtica. No parece importarles que las pruebas sean muchas y su fama sea incrementada con cada paso que dan. Los días se suceden con la rapidez de liebres que corren o picazas que huyen. Las flores se van marchitando y los pájaros dejan de cantar, dando paso a una nueva estación. En un simple grano de polvo el ojo es capaz de descubrir más de tres mil mundos diferentes, pero a los Peregrinos no parece importarles. Con tal de ver cumplido su sueño, no dudan en alimentarse del viento y descansar sobre el rocío. Lo más desesperante es que no saben cuándo lo verán hecho realidad.

Decíamos que, en cuanto cruzaron el Río Negro, el maestro y sus discípulos prosiguieron su marcha hacia el occidente, enfrentándose al rigor del viento y a la cegadora luminosidad de la nieve. La luna los arropaba con cariño y las estrellas parecían querer abrigarlos. Eso les dio nuevos ánimos para seguir adelante y no tardó en llegar de nuevo la primavera. El año nuevo[1] hizo su aparición, puntual, y todo pareció revivir de pronto. Los cielos parecían formar parte de una pintura cargada de luz y la tierra se vio cubierta del delicado brocado de las flores. La nieve se derretía sobre los ciruelos y el firmamento se veía surcado por infinitos rebaños de nubes. El hielo se iba fundiendo y la montaña era surcada por incontables torrenteras. Por doquier comenzaban a germinar las semillas. Una vez más se hacia realidad el dicho de que, cuando hace su aparición el dios del año nuevo, el de los bosques revive de su letargo.

La brisa esparce entonces el aroma de las flores y las nubes no se oponen a que la luz solar las traspase con toda su pureza. Los sauces muestran en toda su pujanza la frágil curvatura de sus verdes ramas y la lluvia se encarga de ir sembrando la vida por donde pasa. Adondequiera que se dirija la vista se aprecia la pujanza de la primavera.

El maestro y los discípulos estaban gozando de la belleza del paisaje, cuando oyeron un grito tan fuerte que parecía emitido por más de diez mil gargantas. Tripitaka Tang se sintió tan sobrecogido que tiró al punto de las riendas y se negó a seguir adelante. Se volvió hacia Wu-Kung y le preguntó, temblando de pies a cabeza:

—¿Sabes de dónde proviene ese estruendo?

—Parece como si la tierra se hubiera abierto, de pronto, y se hubiera tragado todas las montañas que hay por aquí cerca —comentó Ba-Chie.

—A mí me parece, más bien, un trueno —dijo, a su vez, el Bonzo Sha.

—Pues yo creo que se trata de voces humanas o de relinchos de caballos —afirmó Tripitaka.

—Me parece que ninguno habéis dado en el clavo —dijo el Peregrino, sonriendo—. Deteneos aquí, mientras yo voy a echar un vistazo.

No había acabado de decirlo, cuando dio un gran salto y se elevó por los aires. Miró en todas las direcciones y no tardó en descubrir una ciudad protegida por un foso. Aguzó aún más la vista y vio que sobre ella descansaba un aura de beatitud.

—¡Qué raro! —se dijo el Peregrino—. ¿Cómo es posible que surjan de ahí esos gritos, si no se trata de un lugar maldito? Además, no se aprecian estandartes ni lanzas, por lo que hay que concluir que ese ruido no proviene del rugir de los cañones. ¿A qué se debe tanta algarabía?

Mientras calibraba todas esas posibilidades, vio a un grupo considerable de monjes, que estaba tratando de subir una carreta, al parecer muy pesada, por una empinada pendiente, que había fuera de las puertas de la ciudad. Con el fin de empujar todos al mismo tiempo, repetían al unísono el nombre del Bodhisattva Poderoso y ésas eran, precisamente, las voces que tanto habían sobrecogido al monje Tang.

El Peregrino descendió de la nube en la que se había sentado para ver con más claridad y comprobó que la carreta estaba llena de maderas, tejas, ladrillos, adobes y cosas por el estilo. La pendiente era muy pronunciada y el camino por el que trataban de conducir la carreta discurría por entre dos enormes moles de piedra, que hacían extremadamente difícil la marcha. Los esfuerzos de los monjes parecían, en verdad, condenados al fracaso. Había, sin embargo, otro dato que llamó poderosamente la atención del Peregrino: el día era muy cálido y resultaba normal que la gente vistiera sus ropas más livianas, pero aquellos monjes ¡sólo lucían harapos! El Peregrino jamás había visto monjes más pobres.

—¡Qué extraño! —volvió a decirse—. Por fuerza tienen que estar reparando un monasterio y no han podido encontrar a nadie que los ayude, quizás porque es la época de la siega y todo el mundo está trabajando en sus campos.

Mientras cavilaba de esta forma, vio salir de la ciudad a dos taoístas jóvenes. En la cabeza lucían unos gorros tan luminosos como estrellas, vestían unas túnicas llenas de bordados, calzaban unas botas con la parte superior de seda y llevaban ceñida la cintura con unas fajas de seda de la mejor calidad. Sus rostros, redondos como la luna llena, exudaban salud por todos sus poros. Su prestancia era tal que parecían, de hecho, criaturas procedentes del Paraíso de Jade.

Lo más desconcertante, sin embargo, fue que, cuando los monjes vieron a los dos taoístas, se pusieron a temblar de miedo, redoblando desesperadamente sus esfuerzos por hacer entrar la carreta en la ciudad. Cayendo en la cuenta de lo que sucedía, el Peregrino exclamó, indignado:

—¡Eso lo explica todo! Había oído decir que en la ruta hacia el Oeste existía un lugar en el que el taoísmo goza de todos los privilegios, mientras que al budismo se le niega el simple derecho a la existencia. Creo que, sin quererlo, hemos dado con él. Debo informar inmediatamente al maestro de todo esto. Sin embargo, con el fin de evitar interpretaciones erróneas, es preciso que investigue con más detenimiento lo que aquí está ocurriendo. Voy a bajar a preguntarles. No hay mejor método de averiguar la verdad que interrogar directamente a las partes implicadas.

Bajó de la nube y, tras sacudir ligeramente el cuerpo, se transformó en un taoísta mendicante de la Secta de la Verdad Absoluta. En el hombro izquierdo llevaba colgada una cesta de exorcista. Sin dejar de golpear con las manos un pez de madera ni de recitar textos sagrados, se dirigió hacia los dos taoístas y les dijo:

—Este humilde hermano vuestro os presenta sus respetos.

—¿De dónde venís? —le preguntó uno de ellos, devolviéndole el saludo.

—Ni yo mismo lo sé —respondió el Peregrino—. He recorrido hasta el último rincón de los mares y alcanzado el mismo límite de los cielos. Si me he llegado hasta aquí, ha sido con el único propósito de obtener unas cuantas limosnas. ¿Podríais indicarme qué calle de esta ciudad es la más piadosa y respetuosa con los seguidores del Tao? Me gustaría sentarme en ella y pedir a los viandantes un poco de comida.

—¿Por qué habláis de esa forma tan poco elegante? —le echó en cara uno de los taoístas.

—¿Qué queréis decir con eso? —volvió a preguntar, sorprendido el Peregrino.

—No hay cosa más carente de elegancia que mendigar la comida que uno se lleva a la boca —contestó el taoísta.

—Los que hemos renunciado a la familia vivimos de la limosna —replicó el Peregrino—. ¿De dónde voy a obtener mi sustento, si renuncio la mendicidad?

—Se ve que venís desde muy lejos y no conocéis nuestra ciudad —dijo el taoísta, sonriendo—. Aquí no sólo son partidarios del Tao los funcionarios tanto civiles como militares, sino que hasta la gente ordinaria, sin distinción de estado o edad, se mata por darnos de comer, en cuanto nos ve. En esta ciudad tenemos asegurado el sustento. Por si esto no bastara, el hombre que la gobierna es extremadamente piadoso y no deja de favorecer a los que nos esforzamos por seguir los senderos del Tao.

—Reconozco que vengo desde muy lejos y que, dados mis pocos años, desconozco cuanto ocurre en esta ciudad —admitió el Peregrino—. ¿Os importaría decirme cómo se llama y explicarme por qué su rey se muestra tan benigno con los que nos hemos entregado en cuerpo y espíritu a la práctica del Tao?

—Esta ciudad es conocida como Reino de la Carreta Lenta y el hombre que se sienta sobre su trono es pariente nuestro —informó el taoísta.

—¿Queréis decir que un taoísta fue promovido al cargo real? —inquirió el Peregrino con grandes gestos de asombro.

—No, no —contestó el taoísta—. Lo que sucedió fue lo siguiente: hace aproximadamente veinte años esta región se vio azotada por una sequía tan terrible que del cielo no cayó ni una sola gota de lluvia y se secaron todas las plantas, incluido el arroz. Desde el rey hasta el último de sus súbditos elevaban continuas plegarias a los cielos, para que se apiadaran de su desesperada situación. Cuando parecía que todo estaba perdido para siempre, bajaron de lo alto tres inmortales y nos salvaron a todos.

—¿Tres inmortales? —exclamó el Peregrino—. ¿Quiénes eran?

—Tres de nuestros maestros, por supuesto —explicó el taoísta.

—¿Cómo se llamaban? —insistió el Peregrino.

—El primero —contestó el taoísta— respondía al nombre de Gran Inmortal de la Fuerza de Tigre; el segundo, Gran Inmortal de la Fuerza de Ciervo; y el tercero, Gran Inmortal de la Fuerza de Cabra.

—¿Qué clase de poderes mágicos poseían tan destacados maestros? —inquirió, una vez más, el Peregrino.

—Para ellos —explicó el taoísta, condescendiente— producir lluvia era tan fácil como dar palmadas. Podían, además, levantar vientos a voluntad, producir aceite con sólo apuntar con el dedo al agua, y transformar las piedras en oro simplemente con tocarlas. Todo ello lo hacían con la misma rapidez con que uno se da la vuelta en la cama. Con semejantes poderes no les costó mucho hacerse con el genio creador del Cielo y la Tierra, dominando a placer la influencia que sobre todo ejerce en las estrellas y constelaciones. A la vista de cuanto hicieron, no es extraño que el rey haya declarado a todos los taoístas como pertenecientes a una casta real.

—¡Qué suerte la de ese gobernante! —exclamó el Peregrino—. Con razón afirma el proverbio que «la magia mueve a los señores y ministros». Esos maestros poseen tales poderes que no me extraña que el rey los haya considerado como pertenecientes a su propia casta. ¿Creéis que también yo puedo entrevistarme con ellos?

—Si deseas ver a nuestros maestros —concluyó el taoísta, sonriendo—, puedes hacerlo con toda libertad. Precisamente nosotros somos sus discípulos más aventajados. Eso sin contar con que están tan volcados sobre el mundo taoísta que, si ahora mismo pronunciaras la palabra Tao, saldrían al instante a darte la bienvenida. Para nosotros presentarte a ellos es tan fácil como soplar un poco de ceniza.

—Os lo agradezco de todo corazón —respondió el Peregrino—. Vamos, entremos cuanto antes en la ciudad.

—No sea tan impaciente, por favor —le aconsejó el taoísta—. Siéntate un poco, mientras concluimos el encargo que hasta aquí nos ha traído.

—¿Qué queréis decir con eso de encargo? —exclamó el Peregrino, escandalizado—. Los que hemos renunciado a la familia somos libres del todo y no tenemos preocupaciones o lazos que nos aten a nada.

—Todo lo que tú quieras —dijo el taoísta, señalando con el dedo al grupo de monjes—, pero vivimos del trabajo que realizan esos de ahí. Es preciso, por tanto, que nos cuidemos de que no se abandonen a la holgazanería.

—Creo que estáis equivocados —comentó el Peregrino, sonriendo—. Por doquier se afirma que budistas y taoístas son hermanos, ya que ambos han renunciado a la familia. ¿Cómo es que ahora trabajan para nosotros? ¿A qué se reduce la hermandad, cuando existe la sumisión?

—No tienes ni idea de lo sucedido en los tiempos de la sequía —dijo el taoísta—. Cuando todos gemíamos por la lluvia, los monjes suplicaban a Buda y los taoístas dirigíamos nuestras plegarias a la Estrella Polar, interesados ambos únicamente en el bien de todo el reino. Lo sutras y los cánticos de los monjes se mostraron totalmente ineficaces, mientras que los nuestros consiguieron su objetivo. En cuanto nuestros maestros hicieron su aparición, se levantó el viento y la lluvia cayó con tal abundancia que las gentes dejaron de preocuparse por su futuro. El trono tomó buena cuenta de lo ocurrido y acusó de ineptitud a los monjes, afirmando que merecían que sus monasterios fueran arrasados hasta los cimientos, sus imágenes de Buda destruidas sin ninguna consideración, y ellos mismos deportados a algún país lejano. Su majestad lo pensó, sin embargo, mejor y nos los entregó como esclavos. Son ellos, de hecho, ahora los que se encargan en nuestros templos de avivar el fuego, barrer los suelos y cerrar las puertas. Últimamente hemos decidido terminar un edificio que se levanta en la parte posterior de la ciudad, y hemos ordenado, consiguientemente, a estos monjes traer tejas, ladrillos y madera, para poder concluirlo cuanto antes. De todas formas, no nos fiamos mucho de ellos y hemos venido a echar un vistazo, porque, aunque no lo creas, en un principio se negaban a tirar de la carreta. Alguno ha debido de escaquearse. Por eso, hemos traído esta lista.

—Creo que he perdido todo interés en conocer a vuestros maestros —dijo, de pronto, el Peregrino con los ojos anegados en lágrimas.

—¿Se puede saber por qué? —preguntó el taoísta, sorprendido.

—Muy sencillo —contestó el Peregrino—. Porque, si me he lanzado a recorrer el mundo, ha sido con el propósito de hallar a un familiar.

—¿De qué familiar se trata? —volvió a preguntar el taoísta.

—De un tío —respondió el Peregrino—. De joven se rapó el pelo y se hizo monje. Hace algunos años el hambre se enseñoreó de nuestra ciudad y él hubo de emigrar a otra parte en busca de limosnas. Desde entonces no hemos vuelto a verle. Soy consciente de las obligaciones que me atan a mis mayores y ése es el motivo que me ha inducido a recorrer el mundo en su busca. Es muy posible que se encuentre entre esos desgraciados de ahí abajo. Si me lo permitís, me gustaría ir a comprobarlo, antes de entrar con vosotros en la ciudad.

—No hay ningún problema —afirmó el taoísta—. Baja tú a pasar lista si quieres. En total tiene que haber quinientos. Mira a ver si tu tío está entre ellos. Si es así, le dejaremos en libertad. No en balde eses tú uno de los nuestros. Si te parece, nosotros nos quedaremos sentados aquí y después entraremos en la ciudad, ¿de acuerdo?

El Peregrino se lo agradeció con grandes aspavientos y se despidió de ellos, no sin antes inclinar ampulosamente la cabeza. Sin dejar de golpear el pez de madera, se dirigió hacia donde estaban los monjes tratando desesperadamente de hacer subir la carreta. Al verle aparecer por el estrecho pasillo que conducía al pie de la ladera, todos se echaron al suelo, diciendo con voz temblorosa:

—Ninguno de nosotros se ha rendido a la indolencia, seguimos siendo quinientos y todos estamos tratando de llevar esta carreta a la ciudad.

—Estos monjes —se dijo el Peregrino con pena— han debido de pasarlo muy mal a manos de esos taoístas. Hasta de alguien tan poco autoritario como yo se asustan. ¿Qué harían si se toparan con un taoísta de verdad? Seguro que se morían de miedo.

Se acercó más a ellos y añadió, agitando la mano, para darles confianza:

—Levantaos y no temáis. No he venido a inspeccionar vuestro trabajo, sino con el ánimo de encontrar a un pariente.

Al oír que estaba buscando a un familiar, todos se lanzaron sobre él, estirando la cabeza y saltando, con la vaga esperanza de que pudieran ser la persona en cuestión.

—¿Quién de nosotros es vuestro pariente? —preguntaban, ilusionados.

El Peregrino se les quedó mirando durante un rato y después soltó una sonora carcajada.

—¿Por qué os reís de esa forma, si, según parece, habéis sido incapaz de encontrar a la persona que buscáis?

—¿Queréis saber por qué me río así? —repitió el Peregrino—. ¿De verdad queréis saberlo? Me río, porque, a pesar de vuestra edad, sois tan inmaduros como críos. Vuestro nacimiento se produjo en un momento tan poco favorable que vuestros padres decidieron deshacerse de vosotros, antes de que vuestra mala suerte afectara a toda la familia, incluidos vuestros hermanos y hermanas. ¿Por qué no seguís el camino que conduce a las Tres Joyas ni respetáis las leyes de Buda? ¿Cómo habéis renunciado al recitado de las letanías y a la lectura de los sutras? ¿Por qué servís a los taoístas de buen grado, aceptando ser esclavos suyos? ¡Es increíble que os sometáis a este trato, como si fuerais vulgares siervos!

—¿Os estáis burlando de nosotros? —exclamaron, asombrados, los monjes—. Por fuerza tienes que venir desde muy lejos, para no estar al tanto de lo que aquí ocurre. ¿Crees que no presentamos de continuo quejas y súplicas?

—Es verdad que procedo de un lugar muy lejano —reconoció el Peregrino—. Por lo que respecta a vuestras quejas, hasta ahora no he oído ni una sola.

—El señor que rige los destinos de nuestra ciudad es tendencioso y malvado —confesaron de improviso los monjes, echándose a llorar—. Sólo se preocupa de los taoístas y odia a los budistas.

—¿A qué obedece una actitud tan extraña? —preguntó el Peregrino.

—Hace cierto tiempo —explicaron ellos— este lugar necesitaba con urgencia de lluvia, porque la sequía había destrozado prácticamente todos los campos. De pronto, se presentaron esos tres inmortales, engañaron al rey y le obligaron a derribar nuestros monasterios, prohibiéndonos, al mismo tiempo, regresar a nuestros puntos de origen. Es más, nos negó todos los derechos que, como ciudadanos de este reino, nos correspondían, entregándonos como esclavos a esos falsos maestros. ¡No podéis haceros idea de lo insoportable que es nuestra situación! Si aparece por aquí un taoísta, solicitan una audiencia con el rey y conceden al viajero una sustanciosa suma en metálico. Sí, por el contrario, se trata de un monje, es detenido y enviado al palacio de esos miserables como un simple siervo, sin importarle su edad o que sea ciudadano de otro reino.

—¿Queréis decir que esos taoístas poseen poderes mágicos especiales, con los que de continuo embaucan al rey? —volvió a preguntar el Peregrino—. Mirándolo bien, producir lluvia es la cosa sencilla más del mundo. Con un simple truco es más que suficiente. ¿Cómo han conseguido engañar durante todo este tiempo a vuestro señor?

—Son maestros en el arte de refinar el mercurio y practicar la meditación —explicaron los monjes—. Si quieren aceite, no tienen más que apuntar al agua, y, si tocan una piedra, al instante se convierte en oro. Su ascendencia sobre el rey es tal que han decidido erigir un templo enorme dedicado a los Tres Puros, en el que poder realizar a sus anchas los ritos en honor del Cielo y la Tierra, entonar ensalmos y leer noche y día las escrituras. Según dicen, eso hará que el rey alcance una edad superior a los diez mil años, cosa que, como comprenderéis, ha complacido sobremanera a nuestro soberano.

—¡Eso lo explica todo! —exclamó el Peregrino—. ¿Por qué no os habéis escapado y asunto concluido?

—No podemos hacerlo —respondieron los monjes—. Esos inmortales han obtenido permiso del rey para exponer en todos los rincones de su reino nuestros retratos. Aunque su territorio es inmenso, están presentes en los mercados y lugares más concurridos de todas las aldeas, ciudades y pueblos de este malhadado Reino de la Carreta lenta. En la parte de arriba llevan una inscripción en la que se dice que cualquier militar que capture a un monje será ascendido tres grados. Si es una persona vulgar y corriente quien lo hace, será recompensada con cincuenta onzas de plata. Ése es el motivo por el que nunca hemos tratado de escapar. Lo curioso es que no sólo somos los monjes los que tenemos problemas con los militares, sino también los que llevan el pelo corto. Es una auténtica obsesión la que se ha apoderado de este reino. Por todas partes hay espías y soplones, que hacen prácticamente imposible todo intento de fuga. No nos queda, pues, más alternativa que permanecer aquí sufriendo.

—Para vivir así es mejor morir —opinó el Peregrino.

—Muchos de nosotros han muerto ya —confesaron los monjes—. Al principio éramos alrededor de dos mil monjes. Seiscientos o setecientos perdieron la vida, incapaces de aguantar la pena de haber visto esfumarse su libertad, o a causa del frío y de los rigores del clima. Otros setecientos u ochocientos se suicidaron, y los que quedamos, alrededor de quinientos, simplemente no hemos podido morir.

—¿Qué queréis decir con eso? —exclamó, sorprendido, el Peregrino.

—Algunos —respondieron los monjes— tratamos de colgarnos, pero las cuerdas se rompieron; otros intentamos abrirnos las venas, pero los cuchillos que teníamos eran demasiado romos; otros nos arrojamos, sin más, al río, pero flotábamos, como si estuviéramos hechos de madera; otros, finalmente, tomamos veneno, pero no nos hizo el menor efecto.

—Debéis consideraros afortunados —afirmó el Peregrino—. Eso quiere decir que el Cielo quería proteger vuestras vidas.

—No habéis estado muy afortunado en vuestra expresión —le recriminaron los monjes—. En vez de vida, deberíais haber dicho tormento. Nuestro alimento se reduce a una simple sopa hecha de salvado. Por la noche descansamos al aire libre, dejándonos caer al suelo, como sacos abandonados. De todas formas, en cuanto cerramos los ojos, vemos a los dioses que están aquí para protegernos.

—¿Queréis decir que el trabajo del día es tan duro que por la noche veis fantasmas? —inquirió el Peregrino.

—¡De ninguna manera! —exclamaron los monjes—. No son fantasmas, sino los Seis Dioses de la Luz y las Tinieblas y los Protectores de nuestros monasterios. En cuanto cae la noche, se llegan hasta nosotros y reaniman a los que están a punto de morir.

—No son muy razonables que digamos —comentó el Peregrino—. Lo que tenían que hacer es dejaros morir y permitiros, así, alcanzar cuanto antes el Mundo Superior. ¿A qué viene protegeros de esa forma?

—En nuestros sueños —contestaron los monjes— tratan de animarnos, aconsejándonos que desistamos de buscar la muerte y hagamos todo lo posible por aguantar un poco más, porque no va a tardar en llegar, procedente del Reino de los Gran Tang, de las Tierras del Este, un monje santo que se dirige hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras. Según nos han comunicado los dioses, viaja con él, como discípulo, el Gran Sabio, Sosia del Cielo, que posee enormes poderes mágicos. Pese a todo, se trata de una persona sensible y recta, que vengará todas las injusticias que se cometen en el mundo, protegerá a los que se hallan oprimidos y consolará a los huérfanos y a las viudas. Se nos insta a que esperemos con paciencia su venida, pues desplegará todo su poder, destruirá a los taoístas y hará que las enseñanzas del Zen y de la pobreza absoluta recuperen el lugar de honor que corresponde.

Al oír esas palabras, el Peregrino sonrió y se dijo, complacido:

—No puede decirse que no tenga poderes, cuando hasta los mismos dioses se encargan de ir pregonando por ahí mi fama.

Sin más, se dio media vuelta y, golpeando otra vez con la mano el pez de madera, se dirigió hacia los dos taoístas, que le preguntaron:

—¿Habéis encontrado a vuestro pariente?

—Sí —contestó el Peregrino, sonriendo con malicia—. Todos esos de ahí abajo son mis familiares.

—¿Los quinientos? —exclamaron los taoístas—. ¿Cómo es posible que tengáis tantos parientes?

—Cien son vecinos míos, que viven a mi izquierda —explicó el Peregrino—. Otros cien viven a mi derecha. Cien más son familiares míos por parte de mi padre, y otros tantos por la de mi madre. Los cien que quedan son nuestros sirvientes. ¿Satisface eso vuestra curiosidad? Si los dejáis marchar, entraré con vosotros en la ciudad; de lo contrario, jamás pondré el pie en ella.

—¿Estás bien de la cabeza? —le regañaron los taoístas—. ¡No sabes lo que dices! Esos monjes son un regalo del rey. Como mucho, podemos dejar en libertad a dos o tres, en cuyo caso habremos de comunicar a nuestros maestros que están enfermos y posteriormente enseñarles el certificado de defunción, para que el asunto quede zanjado para siempre. ¿Cómo vamos a liberar a todos? ¡Es imposible! Eso sin contar con que nos quedaremos sin sirvientes y esclavos, y que hasta la misma corte puede sentirse ofendida. Con toda probabilidad el rey enviará a sus oficiales a ver qué tal marchan las obras y, al comprobar que no hay nadie, se pondrá hecho una fiera. ¿Cómo vamos a dejarlos marchar?

—O sea —concluyó el Peregrino—, que no pensáis ponerlos en libertad.

—No —repitieron ellos.

Tres veces más volvió el Peregrino a hacerles la misma pregunta, aumentando su furia a cada una de ellas. Se sacó entonces de la oreja la barra de hierro, la sacudió ligeramente en la dirección del viento y al punto adquirió el grosor de un cuenco de arroz. Antes de descargarla con todas sus fuerzas sobre las cabezas de los taoístas, la probó con su mano. El golpe fue tan terrible que el cráneo se les quebró, la sangre fluyó en abundancia, saltaron trozos de seso, la piel se les rasgó, el cuello se les rompió y su cuerpo cayó, exánime, al suelo. Al ver desde lejos cómo había acabado con los taoístas, los monjes abandonaron la carreta y corrieron hacia él, sin dejar gritar, alarmados:

—¡Qué desgracia más grande! ¡Acabáis de matar a alguien de familia real!

—¿De qué familia real estáis hablando? —preguntó el Peregrino con desprecio.

—Cuando entran en la corte, sus maestros no se inclinan ante el rey, y, cuando la abandonan, ni siquiera se despiden de él —le explicaron los monjes, rodeándole apelotonadamente—. Su majestad se dirige a ellos con los respetuosos nombres de preceptores reales, hermanos mayores y respetables maestros. ¿Cómo podéis afirmar que lo que acabáis de hacer no es algo terrible? Además, ¿por qué los habéis matado, si en nada os han faltado al respeto? Simplemente habían salido a supervisar nuestro trabajo. ¿Qué será de nosotros, si esos inmortales se empeñan en decir que fuimos nosotros los que acabamos con sus vidas? Sintiéndolo mucho, nos vemos en la obligación de entrar en la ciudad e informar a las autoridades de vuestro crimen.

—¡Dejad de quejaros como plañideras, de una vez! —les urgió el Peregrino—. Yo no soy un taoísta de la Secta de la Verdad Absoluta, sino vuestro libertador.

—Acabas de matar a dos hombres y tienes que pagar por ello —sentenciaron los monjes—. No quieras implicarnos también a nosotros. No queremos saber nada de tus afanes libertadores.

—Soy el Peregrino Sun Wu-Kung —declaró entonces él—, discípulo del monje Tang, y estoy aquí para salvaros la vida.

—¡No, no! —gritaron ellos—. Es imposible. Tú no te pareces en nada al hombre que ha de salvarnos.

—¿Cómo lo sabéis, si jamás le habéis visto? —replicó el Peregrino.

—En sueños —explicó uno de los monjes— hemos visto a un anciano que se hace llamar la Estrella de Oro del Planeta Venus y nos ha explicado con todo detalle cómo es ese Peregrino Sun. Nos lo ha repetido tantas veces que no podemos fallar. En cuanto le veamos, le reconoceremos sin ninguna dificultad.

—¿Qué os ha dicho ese anciano? —inquirió, curioso, el Peregrino.

—Que el Gran Sabio posee unos ojos tan vivos que parecen e rayos, unas cejas protuberantes y bien pobladas, una cabeza redonda, un rostro velludo y carente de mentón, unos dientes llamativamente separados, una boca puntiaguda y un carácter juguetón y astuto. Su apariencia es tan extraña como la de un dios del trueno. Es, por otra parte, un experto luchador. Maneja con tal perfección una barra de hierro con los extremos de oro que en cierta ocasión logró dominar con ella todo el Cielo. Ahora, sin embargo, es un protector de la Verdad y discípulo del monje más virtuoso que imaginarse pueda. Su mayor obsesión, de hecho, es librar de sus angustias a quien se encuentra en peligro.

Al oír esa descripción, el Peregrino se sintió a la vez satisfecho y ofendido. Satisfecho, porque los mismos dioses se habían encargado de extender su fama, y ofendido, porque esos bribones —según su propia manera de pensar— habían revelado a simples mortales su auténtica forma originaria.

—En fin —concluyó, hablando en voz alta—, he de reconocer que mi descripción no concuerda en nada con la del Peregrino Sun. Tengo que confesaros, no obstante, que soy discípulo suyo y, como acabáis de ver, me encanta ir en busca de problemas. Pero, esperad un poco y mirad hacia allí. ¿No es ese que se acerca por allí el Peregrino Sun?

Señaló hacia el este con el dedo y los monjes volvieron, curiosos, la cabeza, momento que aprovechó para recobrar la forma que le era habitual. Los monjes le reconocieron en seguida y, arrodillándose ante él, dijeron, emocionados:

—Os mirábamos con nuestros ojos mortales y éramos incapaces de ver más allá del disfraz que llevabais puesto. Vengad este trato vejatorio y expulsad a nuestros enemigos de esta ciudad, que siempre ha sido nuestra.

—¡Seguidme! —gritó el Peregrino, y los monjes obedecieron, seguros de la victoria.

Sirviéndose de sus extraordinarios poderes, el Gran Sabio hizo subir por la pendiente la carreta. Pero, antes de llegar a la cima, la abandonó a su suerte y cayó dando tumbos, hasta que se deshizo totalmente tras chocar con una pared rocosa. Los ladrillos, la madera y las tejas quedaron desperdigados por las laderas.

—Ahora dejadme solo —ordenó el Peregrino a los monjes—. Es preciso que no nos vean juntos. Mañana iré a ver al rey y terminaré con esos taoístas.

—No podemos ir muy lejos —dijeron ellos—. Si lo hacemos, los militares nos echarán mano y, tras propinarnos una terrible paliza, nos entregarán a las autoridades. La recompensa nos ha convertido, de hecho, en enemigos de todo el mundo.

—En ese caso —concluyó el Peregrino—, precisáis de una protección especial.

Se arrancó un puñado de pelos, los masticó con cuidado y entregando un trocito a cada uno de los monjes, les ordenó:

—Pegáoslo en la uña del anular y cerrad bien el puño. Podéis ir donde buenamente os plazca. Si alguien trata de echaros mano, apretad el puño con fuerza y gritad: «Gran Sabio, Sosia del Cielo». En un abrir y cerrar de ojos, acudiré a vuestro lado.

—Pero si nos vamos lejos de aquí —objetaron algunos—, podréis oírnos. ¿Qué será, entonces, de nosotros?

—No os preocupéis por eso —trató de tranquilizarlos el Peregrino—. Os aseguro que, aunque os encontréis a más de diez mil kilómetros de aquí, no os ocurrirá nada.

Uno de los monjes, que parecía más atrevido que los demás, cerró de improviso el puño y gritó:

—¡Gran Sabio, Sosia del Cielo!

Al instante apareció ante él un dios del trueno con una enorme barra de hierro en las manos. Su apariencia era tan terrible que ni diez mil jinetes se atreverían a hacerle frente. Animados, otros monjes siguieron su ejemplo y de nuevo se produjo el milagro de la aparición de aquellas réplicas exactas del Gran Sabio. Al ver semejante prodigio, los monjes se lanzaron rostro en tierra y exclamaron, agradecidos:

—¡Cuán inquebrantable es vuestra potencia!

—Cuando queráis que desaparezca esta visión —les informó el Peregrino—, no tenéis más que decir «¡para!» y se desvanecerá al instante en el aire.

Así lo hicieron ellos y se reincorporaron a sus uñas los trocitos de pelo. Reanimados por lo que acababan de ver, los monjes comenzaron a dispersarse en todas las direcciones, pero el Peregrino les aconsejo.

—No vayáis muy lejos y estad atentos a las nuevas de cuanto suceda en la ciudad. Si se proclama un edicto permitiendo a todos lo monjes regresar a ella, hacedlo sin dudar y devolvedme los pelos que os he prestado. ¿De acuerdo?

Los quinientos monjes prometieron regresar y corrieron, alborozados, por donde les vino en gana, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, en cambio, del monje Tang, que esperaba, impaciente, junto al camino la vuelta del Peregrino. Al ver que no regresaba, ordenó a Chu Ba-Chie que tomara el caballo de las riendas y continuara caminando hacia el oeste. Al poco tiempo se toparon con grupos de monjes, que corrían, alborozados, en todas direcciones; cerca ya de la ciudad, vieron al Peregrino, rodeado de docenas de religiosos, que, al parecer, se negaban a abandonarle.

El monje Tang detuvo al punto su cabalgadura y le regañó, diciendo:

—Te envié a investigar de dónde procedía el extraño ruido que oímos. ¿Quieres decirme por qué no has vuelto a informarme?

El Peregrino relató, entonces, lo sucedido y Tripitaka exclamó, sobrecogido:

—¿Qué podemos hacer ante una situación semejante?

—No temáis, maestro —le aconsejaron los otros monjes—. El Gran Sabio Sun es la reencarnación de un dios y nos protegerá de todo mal con extraordinarios poderes. Nosotros pertenecemos al Monasterio de la Profunda Sabiduría, un edificio construido por orden del padre del actual rey. Si se mantiene todavía en pie es porque en su interior conserva una imagen suya, que nadie se atreve a tocar. Así que, si lo deseáis podéis entrar con nosotros en la ciudad y honrar nuestra humilde residencia con vuestra presencia. El Gran Sabio Sun sabe muy bien lo que tiene que hacer, cuando se dirija a la corte mañana por la mañana.

—Tenéis razón —admitió el Peregrino—. Lo mejor que podemos hacer ahora es entrar con vosotros en la ciudad.

El maestro desmontó y se dirigió andando hacia sus puertas. El sol estaba ya poniéndose, cuando cruzaron el puente que conducía a ellas. Al ver la gente que deambulaba por las calles que los monjes del Monasterio de la Profunda Sabiduría andaban tranquilamente por ciudad, se separaron de ellos y trataron de evitarlos. Los caminantes no tardaron en llegar al monasterio. Encima de su puerta principal había una enorme placa de piedra en la que aparecía escrito con grandes letras de oro: «Monasterio de la Profunda Sabiduría, mandado construir por orden imperial».

Los monjes abrieron las puertas y condujeron a sus ilustres invitados a través del salón de Vairocana, al templo principal. El monje Tang vistió a toda prisa su túnica de los bordados y se echó rostro en tierra ante la imagen dorada de Buda. Sólo después de que hubiera terminado todo sus rezos, se decidió a seguir a sus anfitriones al interior del monasterio, que, levantando inesperadamente la voz, gritaron:

—¿Se puede saber dónde te has metido, guardián de la casa?

Al instante apareció un anciano, que, al ver al Peregrino, se echó a sus pies, gimoteando de emoción:

—¡Por fin habéis llegado, maestro!

—¿Quién soy yo, para que os dirijáis a mí de una manera tan respetuosa? —preguntó el Peregrino, sorprendido.

—Vos sois el Gran Sabio, Sosia del Cielo —respondió el anciano con extraña seguridad—. Todas las noches soñamos con vos, pues la Estrella de Oro del Planeta Venus se encarga de recordarnos en sueños que nuestras desgracias desaparecerán en cuanto vos aparezcáis. Os reconocería hasta con los ojos cerrados. ¡No sabéis lo contento que estoy de que hayáis venido! Si llegáis a tardar dos o tres días más, nos habríamos convertido todos en espíritus.

—Levantaos del suelo, por favor —le aconsejó el Peregrino, sonriendo—. Mañana hablaremos de todo lo que acabáis de decir.

Los monjes prepararon a toda prisa una comida vegetariana y adecentaron la habitación del abad, para que pudieran descansar dignamente en ella los Peregrinos. Pese a todo, Wu-Kung estaba tan preocupado que, cuando dio la segunda vigilia, no había podido conciliar todavía el sueño. Por si eso fuera poco, de algún lugar cercano llegaba el sonido de gongs y flautas, y le impedía concentrarse en sus planes. Sin que nadie se diera cuenta, abandonó el lecho y se puso la ropa. Se elevó a continuación por el aire y pudo ver, hacia el sur de donde se encontraba, un gran resplandor de antorchas y lámparas. Descendió de la nube y, aguzando aún más la vista, comprobó que los taoístas del Templo de los Tres Puros estaban dirigiendo sus súplicas y oraciones a las Estrellas.

El salón era amplio y tan alto como el mismísimo Monte Peng-Lai. Poseía, además, una dignidad que recordaba la del Palacio de la Alegría Transfigurada. A ambos lados se veían hileras de taoístas tañendo instrumentos. Los maestros, con tablillas de jade en las manos, ocupaban la parte central. En aquel momento se hallaban ocupados en la lectura del Tao-Te-King y en el recitado de la Letanía-para-alejar-a-los-enemigos. Al mismo tiempo, redactaban conjuros y oraban a lo alto con el rostro hundido en el polvo. Otros escupían un poco de agua sobre las antorchas y al instante se producía una llamarada que llegaba, sin ninguna duda, hasta las Regiones Superiores.

Aquellos taoístas preguntaban a las Estrellas sobre el destino de los hombres, quemando sin cesar incienso, cuyas volutas se confundían con el azul del firmamento, y presentando ofrendas espléndidas que descansaban sobre artísticas mesas. A ambos lados de la puerta habían desplegados dos rollos de seda amarilla, en los que había sido bordado lo siguiente:

Para obtener el beneficio de la lluvia en sazón, suplicamos de continuo la ayuda de los respetables inmortales, cuyo poder es inabarcable. Que nuestro rey y señor alcance los diez mil años de edad, ya que su imperio goza para siempre de paz y prosperidad.

Entre todos los taoístas destacaban tres por lo lujoso de sus vestimentas y el Peregrino dedujo en seguida que se trataba de Fuerza de Tigre, Fuerza de Ciervo y Fuerza de Cabra. En una posición inferior respecto a ellos había no menos de setecientos u ochocientos de sus correligionarios. Estaban distribuidos en dos filas que se miraban de frente, y no dejaban de batir los tambores, ofrecer incienso y presentar sus súplicas.

Encantado, el Peregrino se dijo:

—Me gustaría mezclarme entre ellos y burlarme un poco de su credulidad, pero, como muy bien dice el proverbio, «no se puede aplaudir con una sola mano». Y otro más afirma: «Se requiere más de un hilo de seda para formar una hebra». Así que lo mejor será que vaya a buscar a Chu Ba-Chie y al Bonzo Sha. Nuestra fuerza será mayor y nos lo pasaremos más divertido los tres juntos.

Sin pérdida de tiempo se dirigió a los aposentos del abad, donde encontró profundamente dormidos a Ba-Chie y al Bonzo Sha. El Peregrino trató de despertar primero a Wu-Neng, pero fue el Bonzo Sha el respondió, diciendo:

—¿Todavía no te has dormido?

—Levántate —le urgió el Peregrino—. Creo que ha llegado el momento de divertirnos un poco.

—¿Divertirnos? —repitió, sorprendido, el Bonzo Sha—. ¿Dónde vamos a divertirnos con lo tarde que es? ¿No te cuesta, acaso, mantener los ojos abiertos? Yo tengo la boca muy seca, además.

—Acabo de encontrar el Templo de los Tres Puros —informó el Peregrino—. En este mismo momento los taoístas están celebrando una ceremonia y el salón principal está lleno, a rebosar, de ofrendas. Se ve que no les falta de nada. No te digo más que sus bollos son tan grandes como barriles y sus pasteles deben de pesar entre cincuenta o sesenta kilos. Eso sin contar los platos de arroz y las frutas de gran tamaño que descansan sobre las mesas. ¡Venga, levántate de un vamos a divertirnos!

Aunque estaba medio dormido, al oír que había tanta comida, Ba-Chie se despertó al instante y preguntó, vivamente preocupado:

—¿No pensáis llevarme con vosotros?

—Si quieres comer —le dijo el Peregrino—, levántate sin meter ruido y síguenos.

Los dos monjes se vistieron a toda prisa y salieron de la habitación con todo cuidado para no despertar al maestro. El Peregrino los estaba esperando en la puerta. Se montaron, sin decir nada, en la nube y se elevaron inmediatamente por lo alto. El Idiota no tardó en ver la luz de las antorchas y quiso bajar en seguida, pero se lo impidió el Peregrino, tirándole de la ropa y aconsejándole:

—Espera un poco. No seas tan impaciente. Descenderemos cuando se hayan retirado a descansar.

—¿Cuándo va a ser eso? —preguntó, vivamente preocupado, Ba-Chie—. Según parece, tienen para rato con esas ceremonias.

—No te preocupes —trató de calmarle el Peregrino—. Voy a hacer un poco de magia y ya verás como no queda aquí ninguno.

En efecto, no había acabado de decirlo, cuando hizo un gesto mágico con los dedos y recitó el correspondiente conjuro, mirando hacia el sudoeste. Al instante se levantó un torbellino que recorrió todo el Templo de los Tres Puros, derribando jarrones y candelabros, y haciendo añicos los exvotos que colgaban de las paredes. El templo quedó completamente a oscuras y los taoístas se sintieron tan sobrecogidos que el Inmortal Fuerza de Tigre hubo de terminar sugiriéndoles:

—Es mejor que cada uno se retire a sus aposentos, pues este viento, sin duda de origen divino, ha apagado todos nuestros hachones, antorchas y lámparas. Mañana nos levantaremos un poco más pronto de lo habitual y recitaremos otras cuantas escrituras más, para compensar, de alguna manera, la interrupción de esta noche.

Los taoístas obedecieron al instante y el Peregrino, Ba-Chie y Bonzo Sha pudieron, por fin, descender de la nube y dirigirse al interior del Templo de los Tres Puros. Sin preocuparse de comprobar si estaba cruda o cocida, el Idiota agarró una fuente de verdura y se la tragó de golpe. El Peregrino agarró entonces su barra de hierro y trató de darle un golpecito en la mano. Ba-Chie logró apartarla a tiempo y protestó, malhumorado:

—¿Por qué quieres pegarme, si todavía no sé a qué sabe esto?

—Debes cuidar un poco tus modales —le reprendió el Peregrino—. Antes de empezar a comer es preciso sentarse con educación.

—¡Cuidado que eres pesado! —protestó Ba-Chie—. Robas toda esta comida y todavía tienes la cara de hablar de modales. ¿Qué harías, si fueras un simple invitado?

—¿Quiénes son esos bodhisattvas que hay sentados allí? —preguntó de pronto el Peregrino.

—¿De quién estás hablando? —exclamó Ba-Chie.

—¿Es que eres incapaz de reconocer a los Tres Puros?

—¿Qué Tres Puros? —repitió Ba-Chie.

—El del medio —explicó el Peregrino— es el Respetable Inmortal de los Orígenes; el de la izquierda, el Señor de los Tesoros Espirituales; el de la derecha, Lao-Tse. Opino que, si queremos comer sin ser molestados, lo mejor que podemos hacer es adoptar sus figuras y hacernos pasar por ellos.

El aroma de las ofrendas era, en verdad, embriagador y el Idiota no pudo esperar más tiempo. De un salto se subió al estrado y, tras tirar al suelo la imagen de Lao-Tse con el morro, dijo:

—Lo siento, pero llevas ya mucho tiempo sentado aquí. Permíteme ocupar tu puesto durante un rato.

De esta manera Ba-Chie se convirtió en Lao-Tse, mientras el Peregrino adoptaba la forma del Respetable Inmortal de los Orígenes y el Bonzo Sha se transformaba en el Señor de los Tesoros Espirituales. Sus imágenes yacían lastimosamente por el suelo. En cuanto se hubo sentado, Ba-Chie empezó a engullir comida sin ningún miramiento, cosa que le valió una reprimenda del Peregrino.

—¿Es que no puedes esperar un poco? —le dijo éste.

—¡No hay quien te entienda! —se quejó Ba-Chie—. ¿A qué viene esperar? ¿Acaso no nos hemos convertido en esos inmortales que decías?

—Comer es lo de menos —sentenció el Peregrino—. Lo realmente importante es divertirse. ¿No te das cuenta de que esos taoístas se piensan levantar muy temprano para tañer la campana y barrer los suelos? ¿Qué pasará cuando vean tiradas estas sagradas imágenes? Si queremos que no descubran nuestro secreto, es preciso que las escondamos en algún sitio.

—Sí, pero dónde —replicó Ba-Chie—. No conocemos este lugar y no sabemos cuál es el mejor sitio para guardar cosas.

—Al entrar —explicó el Peregrino—, vi, por casualidad, una puerta que había a la derecha. A juzgar por el hedor que despedía, creo que debe de tratarse de las Dependencias para la Transmigración de los Cinco Granos. No estaría mal que los metiéramos allí.

El Idiota era excelente para las labores más penosas. Sin pensarlo dos veces, saltó al suelo, cargó con las imágenes y las sacó del salón. De una patada abrió la puerta que le había dicho el Peregrino y vio que se trataba de un simple retrete.

—¡Cuidado que le gusta tergiversar las palabras a ese «pi-ma-wen» de mala muerte! —se dijo Ba-Chie, ahogando una carcajada—. Hasta para un retrete dispone de un nombre religioso. ¡Mira que llamarlo Dependencias para la Transmigración de los Cinco Granos! ¡Sólo a él puede ocurrírsele semejante estupidez!

Antes de desprenderse de las imágenes, sin embargo, el Idiota sintió miedo y les dirigió la siguiente oración:

En vos confío, Tres Puros. Venimos desde muy lejos, derrotando a innumerables enemigos y arrostrando peligros sin cuento. A lo largo de nuestro viaje no hemos tenido ni un solo momento de comodidad. No os importará, por tanto, que os hayamos tomado prestados durante un rato vuestros tronos. Lleváis sentados mucho tiempo en ellos. De hecho, no los habéis abandonado ni para venir al retrete. ¡Qué triste suerte la vuestra, siempre apoltronados en esos asientos! Jamás os ha faltado de nada, caracterizándoos en todo momento por vuestra limpieza y pureza. Me temo que hoy tendréis que aguantar un poco de suciedad y que, cuando salgáis de ahí, seréis los Respetables Inmortales-que-peor-huelan.

En cuanto hubo concluido esta plegaria, los tiró sin ninguna consideración en el retrete.

Al caer en el centro de la letrina, saltó una ola de agua fétida, que manchó de mierda la mitad de su túnica.

—¿Los has escondido bien? —le preguntó el Peregrino, al verle entrar otra vez en el salón.

—Sí —contestó Ba-Chie—, pero se me ha manchado la túnica de mierda. ¿No lo hueles? Espero que resistáis el aroma.

—No te preocupes por eso —dijo el Peregrino—. Ahora ven a divertirte un poco. Me pregunto si vamos a salir con bien de ésta.

El Idiota volvió a adoptar la figura de Lao-Tse y, sentándose en los tronos, los tres comenzaron a darse la buena vida. Primero dieron cuenta de los enormes bollos, engullendo a continuación los platos de verdura, los condimentos de arroz, las empanadillas, las galletas, los pastelillos, las fritangas y los platos cocinados al vapor, sin importarles si estaban calientes o fríos. El Peregrino Sun no era muy amigo de ese Tipo de comida y tomó unas cuantas frutas, más por acompañar a los otros que por llenar la barriga. Ba-Chie y el Bonzo Sha, por su parte, fueron terminando un plato tras otro con la velocidad con que los cometas persiguen a la luna, o el viento dispersa las nubes. Al poco rato no quedaba absolutamente nada. Sin embargo, no parecieron desanimarse. Se sentaron tranquilamente en los tronos y empezaron a charlar a la espera de que comenzara a hacerles la digestión.

Pero ocurrió lo que tenía que ocurrir. Estaba escrito en las estrellas. En el ala este vivía un joven taoísta, que, en cuanto puso la cabeza en la almohada, volvió a levantarse de un salto, diciéndose, sobresaltado:

—¡Qué cabeza la mía! Creo que he dejado mi campanilla en el salón de las ofrendas. Si la pierdo, los maestros me echarán mañana una bronca terrible. Será mejor que vaya inmediatamente a por ella.

Se volvió, pues, hacia su compañero de habitación y le dijo:

—Tú duérmete. Tengo que ir a por una cosa que me he dejado olvidada.

Sin ponerse los calzoncillos siquiera, se cubrió con una túnica y se dirigió al salón de las ofrendas en busca de la campanilla. Estaba muy oscuro y tuvo que tantear en las sombras hasta que, finalmente, dio con ella. Pero, al darse la vuelta para regresar a su cuarto, oyó a alguien respirando y se puso a temblar de miedo. Sacó, no obstante, fuerzas de flaqueza y se lanzó a una alocada carrera, con tan mala suerte que pisó una pepita de lechíes, perdió el equilibrio y la campanilla se le hizo añicos. Al ver lo ocurrido, Ba-Chie no pudo aguantarse y soltó una sonora risotada, que asustó aún más al taoísta. El pobre muchacho logró levantarse lo mejor que pudo y, sin dejar de trastabillar lastimosamente, logró, por fin, llegar a los aposentos de sus maestros.

—¡Respetables Instructores! —se puso a gritar como un loco, al tiempo que golpeaba sin parar la puerta—. ¡Ha ocurrido una terrible desgracia!

Los tres taoístas no se habían dormido todavía y, abriendo la puerta, le preguntaron en tono recriminatorio:

—¿Se puede saber de qué desgracia estás hablando?

—Me dejé la campanilla en el salón de las ofrendas y, antes de acostarme, volví a por ella —explicó el joven taoísta, temblando de pies a cabeza—. Estaba muy oscuro, pero, al ir a cerrar la puerta, oí una tremenda risotada, que casi me hace perder la razón.

—Traed antorchas —ordenaron al punto los tres taoístas—. Es preciso que comprobemos en seguida de qué se trata.

Todos los taoístas que moraban a lo largo de los dos pasillos se levantaron a toda prisa de la cama y se dirigieron en tropel al salón de las ofrendas con lámparas y hachones en las manos.

No sabemos, de momento, qué resultó de todo esto. Quien desee averiguarlo tendrá que escuchar las explicaciones que se facilitan en el próximo capítulo.