CAPÍTULO LV
Veníamos diciendo que el Gran Sabio y Chu Ba-Chie se disponían a hacer uso de su magia para inmovilizar a las mujeres, cuando oyeron los gritos del Bonzo Sha y el ruido ensordecedor del tornado. Volvieron a toda prisa la cabeza y vieron que el monje Tang había desaparecido.
—¿Quién se ha llevado al maestro? —preguntó el Peregrino.
—Ha sido una muchacha —contestó el Bonzo Sha—. Ha provocado un tornado y se le ha llevado por los aires.
Al oírlo, el Peregrino dio un salto y se elevó por encima de las nubes. Haciendo visera con la mano, miró a su alrededor y vio una enorme masa de viento y polvo, que se dirigía hacia el noroeste. Sin pérdida de tiempo, gritó a los de abajo:
—¡Montad en seguida en vuestras nubes y salgamos en persecución del maestro! —y Ba-Chie y el Bonzo Sha, tras sujetar bien el equipaje en el caballo, se elevaron hacia lo alto y desaparecieron. Al verlo, las mujeres del reino del Liang Occidental, desde la reina a la más humilde de sus súbditas, empezaron a temblar de miedo y, cayendo de rodillas, gritaron, aterradas:
—¡Esos hombres que han subido a los cielos a plena luz del día eran, en verdad, arhats!
—No os sintáis ofendida, señora —dijeron, entonces, a la reina unas cuantas funcionarias—. Está claro que el hermano del Gran Emperador de los Tang tenía que ser, por fuerza, un monje que ha alcanzado ya la Iluminación. Ninguna de nosotras podíamos saber quiénes eran realmente esos hombres. ¿Cómo íbamos a averiguarlo, si carecíamos de los suficientes elementos de juicio? De ahí que todos nuestros planes se hayan venido estrepitosamente abajo. Lo mejor que podéis hacer ahora es montar en la carroza y regresar, cuanto antes, a palacio.
Al entrar en la capital, rodeada de todas sus funcionarías y oficialas, la reina parecía un tanto avergonzada, pero de momento no volveremos a hablar más de ella. Sí lo haremos, sin embargo, del Gran Sabio Sun y sus dos compañeros, que partieron en persecución del tornado a lomos de una nube. No tardaron en toparse con una montaña muy alta, en la que el remolino de viento y polvo perdió, finalmente, fuerza y desapareció del todo.
Sin saber exactamente dónde se había refugiado el monstruo, los tres monjes bajaron de la nube y empezaron a buscar algún rastro de él. Fue así como descubrieron, a un lado de la montaña, una losa de piedra verde tan enorme y brillante, que parecía un biombo gigante. Tomando el caballo de las riendas, se acercaron a ella y comprobaron que se trataba, en realidad, de dos puertas de piedra, sobre las que había sido grabada la siguiente inscripción: «Montaña del Enemigo Venenoso, Caverna del Laúd». Impulsivo como siempre y sin detenerse a considerar las consecuencias de lo que hacía, Ba-Chie cogió su rastrillo y trató de derribarlas a golpes. Afortunadamente, el Peregrino logró detenerle a tiempo, diciendo:
—¿A qué viene tanta precipitación? Hemos perseguido al tornado hasta aquí y lo único que hemos encontrado, después de perder su rastro y de buscarlo infructuosamente por todas partes, han sido estas pruebas. Aún no sabemos nada sobre ellas. Imagínate que no tengan nada que ver con el secuestro de nuestro maestro. ¿No provocarías las iras de su dueño con tu estúpida precipitación? Creo que lo mejor es que vosotros dos os quedéis aquí cuidando del caballo, mientras yo voy dentro a echar un vistazo. Es lo más prudente que podemos hacer ¿No os parece?
—De acuerdo —contestó el Bonzo Sha, visiblemente complacido por dicho plan—. Eso es lo que se llama precaución ante la temeridad y mantener las formas ante lo imprevisto.
Los dos agarraron de las riendas al caballo y lo escondieron entre unas ramas.
El Gran Sabio, por su parte, recurrió una vez más a la magia y, tras hacer un signo con los dedos y recitar el correspondiente conjuro, se convirtió en una abeja tan ágil y ligera como el movimiento que, antes de todo eso, hizo el Peregrino con el cuerpo. A pesar de la fragilidad de sus alas, era capaz de hacer frente al viento y, vista a la luz, su cintura era tan fina como un hilo de seda. Su boca conservaba aún el dulzor de las flores, aunque era capaz de mantener a raya con su aguijón a los mismísimos sapos. ¡Qué modestia la de sus orígenes, cuando conocía el secreto maravilloso de cómo hacer miel!
A pesar de tantas maravillas, el Peregrino diseñó un plan, mientras se metía en la caverna por la pequeña hendidura que formaban los dos batientes de la puerta. Tras dejar atrás un segundo portón, llegó a un jardín, en el que estaba sentada una diablesa.
No paraban de servirla grupos de muchachas con vestidos de seda de colores y el cabello partido en dos vertientes. Todas parecían estar de un humor excelente, hablando atropelladamente de algo que al principio el Peregrino no pudo entender. A pesar de ello, procuró hacer el menor ruido posible y fue a posarse en el tronco del árbol bajo el cual se hallaban todas reunidas. Aguzó cuanto pudo el oído y en ese mismo momento vio acercarse hacia el árbol a otras dos muchachas con el pelo totalmente revuelto.
Llevaban en las manos sendos platos de bollos cocinados al vapor.
—Aquí tenéis, señora —dijeron con inesperado respeto—, los bollos que nos ordenasteis preparar. Unos están rellenos de trocitos de carne humana y otros, de puré de alubias.
—Traed al hermano del Emperador de los Tang —ordenó, entonces, la diablesa.
Las muchachas de los vestidos de seda se dirigieron a los aposentos de la parte posterior y sacaron a la fuerza al monje Tang. Su rostro había adquirido un alarmante color amarillento y a sus labios les faltaba el color, mientras que sus ojos parecían tan rojos como brasas. Por el brillo que emitían, se notaba que había llorado.
—¡Está claro que le han drogado! —se dijo en seguida el Peregrino.
—La diablesa se levantó de su asiento y, extendiendo hacia el maestro unos dedos tan delicados como brotes de cebollas de primavera, dijo, atrayéndole hacia ella:
—Descansad, hermano del emperador. Aunque esta humilde morada no posee ni las riquezas ni los lujos del palacio del País de las Mujeres del Liang Occidental, posee la ventaja de no estar sujeta a tanta etiqueta y ser mucho más cómoda. No dudo que la encontraréis totalmente adecuada para recitar el nombre de Buda y leer las escrituras sagradas. Yo os acompañaré a lo largo del camino que conduce a la Iluminación, y, así, alcanzaremos la vejez en un clima de total felicidad y armonía. —Tripitaka no abrió la boca—. No os preocupéis —añadió la diablesa—. Ya sé que no probasteis bocado en el banquete al que asististeis en el País de las Mujeres. Aquí tenéis dos clases diferentes de comida. Podéis coger la que más os guste. Una tiene carne y la otra es totalmente vegetariana. Escoge sin miedo.
—No puedo seguir callado todo el tiempo ni negándome a probar bocado —se dijo Tripitaka—. Esta diablesa no es como la reina. Al fin y al cabo, ella era un ser humano que respetaba escrupulosamente las reglas de la etiqueta, mientras que ésta es un monstruo que puede acabar conmigo tan pronto como quiera. ¡No sé qué hacer! Me pregunto si mis discípulos habrán descubierto ya que me encuentro encerrado aquí. ¿Será capaz de matarme, si sigo firme en mis trece?
Comprendiendo que no le quedaba más remedio que portarse con corrección, preguntó con la mayor cortesía de que fue capaz:
—¿De qué carne y de qué verduras están hechos esos bollos?
—De carne humana y de puré de alubias —respondió la diablesa.
—Yo he seguido toda mi vida una dieta vegetariana —confesó Tripitaka.
—En ese caso —concluyó la diablesa, dirigiéndose con una sonrisa a las muchachas que la servían—, traed un poco de té caliente, para que vuestro señor pueda comer los bollos vegetarianos.
Una de las muchachas sacó en seguida una taza de té aromático y se la puso delante al maestro. La diablesa cogió uno de los bollos vegetarianos, lo partió por la mitad y se lo entregó a Tripitaka. Éste, a su vez, tomó en sus manos otro de carne y se lo ofreció a la diablesa, que preguntó, soltando la carcajada:
—¿Por qué me lo has dado sin partir?
—A los que hemos abandonado nuestras familias no nos esta permitido partir la carne —contestó Tripitaka, juntando las palmas de manos.
—Si lo que dices es verdad —objetó la diablesa—, ¿cómo es que no tuviste ningún reparo en beber del agua del Río de la Madre y el Hijo? Es extraño que, habiéndolo hecho, aún insistas en comer de ese puré de alubias.
—Cuando la marea está alta —respondió Tripitaka—, los barcos se alejan rápidamente de la costa, mientras que, si se suelta un caballo en un arenal, apenas puede cabalgar.
El Peregrino escuchó todo desde el tronco. Temiendo que esa conversación pudiera terminar confundiendo al maestro, no pudo dominar por más tiempo su impaciencia y tomó la forma que le era habitual.
—¡Maldita bestia! —gritó, echando mano a toda prisa de la barra de hierro—. ¡Jamás había conocido a nadie con menos principios que tú!
Al verle aparecer tan de improviso, la diablesa arrojó por la boca un rayo de luz extremadamente luminosa, que cubrió por completo el árbol bajo el cual se encontraba, y ordenó a las muchachas que la servían:
—¡Llevaos de aquí al hermano del emperador!
Cogió a continuación un tridente de acero y, dando un salto tremendo, gritó con potente voz:
—¡Maldito mono sin principios! ¿Cómo te atreves a husmear por mi casa, sin haber sido invitado? ¡No huyas y prueba el sabor del tridente de tu abuelita!
El Gran Sabio paró el golpe con la barra de hierro y dio un paso hacia atrás. Sin dejar de intercambiar golpes, abandonaron el interior de la caverna. Ba-Chie y el Bonzo Sha seguían aguardando pacientemente junto al biombo de piedra. Al ver aparecer a los dos luchadores, Ba-Chie entregó al Bonzo Sha las riendas del caballo, diciendo:
—Cuida de él y del equipaje, mientras voy a estirar un poco las piernas.
Levantó el rastrillo con las dos manos y corrió hacia la refriega, gritando como un loco:
—¡Apártate, hermano! ¡Voy a partirle la cabeza a esta puta!
Al ver acercarse a Ba-Chie, la diablesa dio muestras de unos poderes realmente extraordinarios. Dando una especie de bufido, empezó a arrojar fuego por las narices, mientras de su boca salía una espesa masa de humo negro. Sacudió después ligeramente el cuerpo y aparecieron en el aire tres tridentes sostenidos por manos invisibles. De esta forma, no tuvo ningún reparo en lanzarse, como un tifón, contra Ba-Chie y el Peregrino, que se habían colocado estratégicamente a cada uno de sus lados.
—¡Se ve que no tienes ninguna prudencia, Sun Wu-Kung! —gritó, riendo como un salvaje—. Yo sé quién eres, pero tú eres incapaz de reconocerme. Hasta el mismo Tathagata del Monasterio del Trueno me tiene miedo. ¿Cómo os habéis atrevido, dos zoquetes como vosotros, a venir a retarme ante mi propia puerta? ¡Acercaos los dos a la vez y probad el sabor de la derrota!
Alguien podrá preguntarse cómo fue la batalla que entonces dio comienzo. La diablesa hizo acopio de todo su poder, mientras el Rey de los Monos desplegó el huracán irresistible de su fuerza y el Mariscal de los Juncales Celestes blandió con furia su rastrillo dispuesto a obtener toda la gloria que pudiera. Una luz cegadora envolvía a la luchadora de manos infinitas y tridentes más rápidos que el viento, contrastando su luminosidad con la neblina que protegía a los otros dos contendientes, impulsivos en extremo y dueños de armas terribles. La diablesa buscaba un compañero con el que copular, topándose con la firme determinación del monje, que se negaba a verter su esperma. Incapaces de reconciliarse, el yin y el yang se enzarzaron en una singular batalla, en la que desplegaron todo su poderío. El yin, pacífico por naturaleza y alimentador eterno de cuanto existe, experimentó la llamada de la lujuria y se tornó tan agresivo como una fiera. El yang, por su parte, amante de la concordia y protector sempiterno de la salud, naufragó en las ondas del deseo y se transformó en un monstruo sediento de sangre. Cuando el yin y el yang pierden su equilibrio, la armonía desaparece del universo. Por eso medían ahora su fuerza a golpes la barra invencible, el poderoso rastrillo y el tridente temible de la diablesa. Ninguno de ellos estaba dispuesto a ceder un solo palmo en aquella disputa que mantenían delante de la Caverna del Laúd, en la Montaña del Enemigo Venenoso. Para una estaba en juego el convertirse en la esposa del monje Tang, mientras que los otros estaban dispuestos a impedírselo para, así, poder proseguir su viaje en busca de las escrituras sagradas. Eso explica que la fiereza de la batalla sacudiera los Cielos y la Tierra, sumiera el sol y la luna en una densa oscuridad y los planetas huyeran despavoridos.
La diablesa, Ba-Chie y Wu-Kung lucharon durante horas y horas, pero ninguno de ellos consiguió una diferencia apreciable. Dando un salto tremendo, la diablesa adoptó la postura del «caballo que se siente envenenado» y propinó al Gran Sabio un golpe terrible en la cabeza.
—¡Ahhh! —gritó el Peregrino—. La suerte se ha vuelto contra nosotros y abandonó la lucha, quejándose lastimosamente.
Al ver cómo cambiaban las tornas, Ba-Chie decidió iniciar la huida, arrastrando tras él su preciado rastrillo. La diablesa recogió sus tridentes y regresó, triunfante, a su caverna. Con las manos agarradas a la cabeza, el ceño arrugado y el rostro contraído por el dolor, el Peregrino no dejaba de gritar:
—¡No lo aguanto más!
—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó Ba-Chie, acercándose a él—. Cuando más parecías estar disfrutando de la lucha, te das media vuelta y me dejas a mí empantanado.
—¡Este dolor es insoportable! —repitió el Peregrino, sin soltarse la cabeza.
—¿Es que tienes jaqueca? —inquirió, a su vez, el Bonzo Sha.
—¡No, no! —contestó el Peregrino a voces, dando saltos de loco.
—¿Cómo es que te duele tanto la cabeza, si no has resultado herido? —volvió a preguntar Ba-Chie.
—¡Es terrible! —se quejó el Peregrino con voz lastimera—. Mientras luchábamos, la diablesa comprendió que estaba perdiendo terreno y, de pronto, dio un salto tremendo. No sé de qué arma se sirvió, pero sí puedo afirmar que me alcanzó con ella la cabeza y ahora no puedo aguantar el dolor. ¿Comprendes ahora por qué me di a la fuga?
—Tú siempre te las has dado de poseer una cabeza durísima —replicó Ba-Chie, soltando la carcajada—. ¿Cómo es que ahora no puedes aguantar ni siquiera un golpe? ¿Es que la Iluminación que has recibido es tan pura como afirmas?
—Aunque te cueste creerlo —replicó el Peregrino—, nada puede dañarme la cabeza, tras haber alcanzado la inmortalidad, haber robado y devorado los melocotones de los inmortales, haber bebido el vino de los cielos y haber probado el Elixir de Oro de Lao-Tse. Cuando sumí los Cielos en un gran desorden, el Emperador de Jade ordenó al poderoso Rey de los Demonios y a las Veintiocho Constelaciones que me condujeran al Palacio de la Estrella Polar y me ejecutaran sin pérdida de tiempo. Pero no pudieron hacerme ni un solo rasguño ni las espadas, ni las hachas, ni las cimitarras, ni los rayos, ni el fuego de tan renombrados guerreros celestes. Posteriormente Lao-Tse me metió el Brasero de los Ocho Trigramas y, durante cuarenta días, me sometió a la acción directa de las llamas. Sin embargo, ni siquiera logró hacerme en la cabeza un rasguño diminuto. No sé de qué arma se ha servido hoy esa mujer. El caso es que ha conseguido hacerme daño.
—Quítate las manos y déjame ver si te ha abierto la piel —le aconsejó Ba-Chie.
—Aparentemente no me ha hecho herida alguna —contestó el Peregrino.
—Creo que lo mejor será que vaya al reino del Líang Occidental en busca de alguna medicina con la que aliviarte.
—¿Para qué vas a ir a por medicinas, si no tengo ni hinchazones ni heridas? —objetó el Peregrino.
—Tampoco llegué yo aquí embarazado y ya ves lo que ocurrió después —contestó Ba-Chie, sonriendo—. Nadie nos asegura que no te esté creciendo ahora mismo dentro de la cabeza un muñón.
—Deja de bromear, de una vez —le reconvino el Bonzo Sha—. Se está haciendo tarde, a nuestro hermano mayor le duele la cabeza y todavía no sabemos si el maestro sigue vivo o ha muerto. ¿Qué sugieres que hagamos?
—El maestro se encuentra perfectamente —explicó el Peregrino, lanzando un nuevo quejido—. Me convertí en una abeja y, así, pude meterme en el interior de la caverna. Dentro vi a esa mujer, con la que hemos luchado, sentada bajo un árbol y rodeada de una legión de sirvientas. Al poco rato dos de ellas sacaron un par de platos con bollos, unos rellenos de carne humana y otros, de puré de alubias. Después mandó que sacaran al maestro. Con el fin de tranquilizarle, le propuso convertirse en su compañera de viaje hacia el Reino de la Perfección. Al principio, el maestro ni probó los bollos ni respondió a la mujer. Después, debido quizás a la dulzura con la que hablaba o a cualquier otra causa que no acabo de colegir, dijo que siempre había seguido una dieta vegetariana y que no iba a cambiar ahora. La mujer partió, entonces, uno de los bollos vegetarianos y se lo dio al maestro, quien, a su vez, le ofreció a ella uno entero de carne. «¿Por que no lo has partido?», le preguntó la mujer y él respondió: «Porque a los que hemos abandonado a nuestras familias no nos está permitido partir la carne». «Si lo que dices es verdad», objetó ella, «¿cómo es que tuviste ningún reparo en beber del agua del Río de la Madre y el Hijo? Es extraño que, habiéndolo hecho, aún insistas en comer de ese puré de alubias». El maestro no comprendió bien lo que quería decir, y respondió: «Cuando la marea está alta, los barcos se alejan rápidamente de la costa, mientras que si se suelta un caballo en un arenal, apenas puede cabalgar». Yo lo oí todo escondido en el tronco, pero temí que ese modo de hablar pudiera terminar confundiendo al maestro y, tras recobrar la forma que me es habitual, ataqué a la diablesa con mi barra de hierro. Ella echó mano, entonces, del poder de su magia y envolvió el árbol, bajo el cual se encontraba sentada, en una luz cegadora, al tiempo que ordenaba a sus sirvientas que se llevaran al hermano del Emperador de los Tang. Con una rapidez increíble, tomó un tridente de acero y empezamos a batirnos.
Al oír tan larga relación, el Bonzo Sha se mordió las uñas y dijo: ¿yo qué sé cuánto tiempo lleva siguiéndonos esa maldita puta? Lo cierto es que conoce con exactitud todo lo que nos ha acaecido últimamente.
—Vistas así las cosas, no deberíamos descansar ni un solo minuto —decidió Ba-Chie—. Debemos llegarnos, cuanto antes, hasta su puerta y obligarla a medir sus armas con las nuestras, sin importarnos que sea de día o de noche. Así, le impediremos descansar y no podrá daño alguno a nuestro maestro.
—Yo no puedo acompañaros —dijo el Peregrino—. ¡La cabeza me va a explotar!
—No es preciso que nos enfrasquemos en una nueva batalla —opinó el Bonzo Sha—. En primer lugar, nuestro hermano tiene un dolor de cabeza terrible y, en segundo, nuestro maestro es un auténtico monje, por lo que ni la forma ni la nada serán capaces de hacerle mermar su virtud. Sentémonos y pasemos aquí la noche. Este lugar está resguardo de las corrientes. Mañana, cuando hayamos recuperado las fuerzas, decidiremos lo que haya de hacerse.
De esta forma, tras atar el caballo y asegurar el equipaje, se dispusieron a pasar la noche al sereno, protegidos de las corrientes de aire por un pequeño repecho. La diablesa, mientras tanto, desterró de su mente todo propósito violento y, así, recobró una apariencia dulce y atractiva.
—Cerrad bien las puertas —ordenó a sus sirvientas y al instante dos pequeñas diablesas se dispusieron a montar la guardia, con el fin de cerrar la entrada al Peregrino.
Se les advirtió que, en cuanto oyeran el menor ruido sospechoso, corrieran a informar de ello a su señora, que había llamado, mientras tanto, a unas cuantas doncellas y les había dicho:
—Adornad la habitación, encended unas cuantas velas y quemad algo de incienso. Después id a buscar al hermano del emperador e invitadle a venir aquí. Deseo hacer el amor con él.
Inmediatamente sacaron al maestro del cuarto en el tenían encerrado y le condujeron ante su señora. Ella, vestida con sus mejores galas, puso en juego todos sus atractivos, con el fin de seducirle. Le tomó de la mano y dijo:
—Como muy bien afirma el proverbio, «aunque el oro es valioso, aún lo es más nuestra felicidad». ¿Qué te parece si yacemos como marido y mujer y nos divertimos un poco?
Temblando de pies a cabeza, el maestro se mostraba indeciso sobre la actitud a seguir. Sabía que, si se negaba abiertamente, la diablesa podía acabar con su vida. No le quedó, pues, más remedio que seguirla al interior de la habitación, de donde salía un aroma que hacía enloquecer los sentidos. Él, sin embargo, permaneció con la cabeza inclinada y la vista baja, sin atreverse a mirar el lecho o a contar los muebles que había en el cuarto. Ni siquiera sabía dónde estaban colocados. Con una gran fuerza de voluntad se abstrajo, igualmente, de la declaración de amor y del encendido lenguaje de la diablesa. No escuchó ni una sola de sus palabras. ¡Qué monje más extraordinario! Era tal su determinación, que sus ojos nada veían ni oían nada sus oídos. Para él aquel rostro hermosísimo y tan suave como la seda era pura suciedad y consideraba como polvo y cenizas una belleza capaz de hacer enloquecer al hombre más virtuoso. La única pasión de su vida era la práctica del Zen; no existía para él mayor felicidad que morar en las cálidas tierras del budismo. ¿Cómo iba a dar consuelo y cariño a una mujer, cuando no conocía más que la virtud y la verdad? ¡Qué contraste el de los dos amantes! La diablesa vibraba de pasión, como una hoja de bambú en alas del viento, mientras que el maestro se veía cada vez más dominado por el celo de Buda. La mujer recordaba, por su voluptuosidad, la suavidad del jade y la tibieza del perfume; él, por su ascetismo, a la frialdad de las cenizas y la seriedad de los troncos secos. Incapaz de contener la crecida violenta de la pasión, ella se fue despojando, poco a poco, de sus vestidos; él, por el contrarío, resuelto a conservar su virtud, se ató aún más la túnica. La diablesa sólo ansiaba copular con los pechos unidos y las piernas entrelazadas. El monje trataba de hacer frente a sus deseos, clavando la vista en la pared y llenando su mente con el pensamiento de Buda. Cada vez le resultaba más difícil mantener firme su determinación. La mujer terminó de desprenderse de sus ropas, dejando al descubierto una carne sonrosada y perfumada. Al verlo, el monje Tang escondió a toda prisa la áspera piel de su rostro de caminante entre los pliegues canela de su túnica.
—Mis sábanas y almohadas están ya dispuestas —dijo la diablesa con voz seductora—. ¿Por qué no vienes a dormir?
—¿Cómo podría yacer junto a vos con mi cabeza totalmente rapada y mis extrañas ropas de mendicante? —replicó el monje Tang.
—Ven —insistió la diablesa—. Deseo convertirme en la nueva Liou Tsuei-Tsuei[1].
—Disculpadme, pero no estoy sediento de amor —contestó el monje.
—¿Cómo puedes decir eso, cuando mi belleza supera a la de la mismísima Hsi-Shr? —exclamó la diablesa, sorprendida.
—Llevo mucho tiempo dominando mis pasiones —confesó el monje Tang—. Más, quizás, que el rey Yüe.
—Recordad, hermano del emperador —dijo la diablesa—, que el espíritu de quien muere bajo las flores se convierte en un amante feliz.
—No poseo nada más valioso que mi yang —respondió el monje—. ¿Cómo voy a entregárselo, sin más, a un cadáver con el rostro empolvado?
Hasta bien entrada la noche se mantuvieron en este tira y afloja, pero el monje Tang no dio signo alguno de querer ceder a sus encantos. Aunque la diablesa tiraba de él, resistiéndose a dejarle marchar, el maestro rechazó todos sus avances. A eso de la medianoche la diablesa perdió, por fin, la paciencia y gritó furiosa:
—¡Traedme una cuerda!
El maestro fue atado de tal manera, que, más que un hombre, parecía un mono enfermo.
La diablesa ordenó que le sacaran al pasillo y, tras apagar las luces, se retiraron todos a descansar. No tardó en cantar el gallo. En el repecho de la ladera de la montaña el Gran Sabio dio por terminado su descanso y, dijo, levantándose del suelo:
—El dolor de cabeza me duró casi toda la noche, pero ahora me encuentro perfectamente y sin esa extraña modorra que me aquejaba. A decir verdad, sólo noto una pequeña molestia.
—¿Cómo vas a ir a retar a la diablesa? —objetó el Idiota, soltando la carcajada—. Con esa molestia que dices te dará otro golpe de muerte.
—¡Quítate de aquí, anda! —dijo el Peregrino, dándole un empujón.
—Sí, sí, mucho quítate y ayer el maestro perdió la cabeza —replicó Ba-Chie, sin dejar de reír—. Cualquiera lo haría con una mujer como ésa.
—¡Dejad de decir tonterías, de una vez! —les reconvino el Bonzo Sha—. Ya se ha hecho de día. ¿A qué esperáis para ir a capturar a monstruo?
—Tú quédate aquí con el caballo y no te muevas —le aconsejó el Peregrino—. Irá conmigo Chu Ba-Chie.
Poniéndose de pie, el Idiota se estiró la camisa de seda negra y se dispuso a acompañar al Peregrino. Cogieron las armas y saltaron encima de una roca que había cerca del biombo de piedra.
—Quédate aquí —dijo el Peregrino a Ba-Chie—. Es posible que la diablesa haya hecho algún daño al maestro durante la noche. Antes de iniciar la lucha, sería conveniente que nos cercioráramos de ello. Voy a echar un vistazo. Si el maestro ha cedido a las seducciones de esa bestia y ha malgastado su yang, nos iremos cada uno por nuestro lado y asunto concluido. Si, por el contrario, ha resistido con firmeza todos sus avances y permanece intacta en su interior la naturaleza Zen, nos lanzaremos a la lucha y no pararemos hasta que no hayamos acabado con ese monstruo y rescatado al maestro. Sólo entonces proseguiremos nuestro viaje hacia el Oeste.
—¡No sabes ni lo que dices! —le regañó Ba-Chie—. Como muy bien afirma el proverbio, «¿acaso puede usarse un pescado seco como almohada de un gato?». Por mucho que intentemos lo contrario, terminará comiéndoselo.
—¡Deja de decir sandeces, de una vez! —exclamó el Peregrino—. Voy a ver lo que ha pasado.
Tras dejar a Ba-Chie junto al biombo de piedra, el Gran Sabio sacudió el cuerpo ligeramente y volvió a convertirse en una abeja. Dentro encontró a dos muchachas dormidas con la cabeza apoyada en las matracas que usaban para marcar las vigilias.
Con sumo cuidado voló hasta el árbol que había en el centro del jardín y echó un vistazo a su alrededor. Como la diablesa y sus sirvientas habían pasado en vela la mitad de la noche, estaban tan cansadas, que ni siquiera se habían dado cuenta de que había amanecido. Todas dormían profundamente en sus aposentos. El Peregrino se dirigió a la parte de atrás. Pronto empezó a escuchar los quejidos del monje Tang. Volvió la cabeza y le vio tirado en el pasillo, tan atado como si fuera una bestia peligrosa. El Peregrino se posó suavemente en su cabeza y le susurró:
—Maestro.
—¡Así que por fin has venido, Wu-Kung! —exclamó el monje Tang, reconociendo su voz—. ¡Sácame de aquí en seguida!
—¿Qué tal lo pasasteis anoche con esa mujer? —preguntó el Peregrino con intención.
—¡Antes que yacer con ella preferiría morir! —contestó el monje Tang, rechinándole los dientes.
—Ayer vi que os trataba con un cariño francamente extraordinario —insistió el Peregrino—. ¿Cómo es que hoy os ha sometido a un tormento tan espantoso?
—Estuvo solicitándome durante la mitad de la noche —explicó el Tang—, pero yo no me acerqué a su cama ni me desabroché la túnica. Cuando comprendió que no iba a ceder a sus deseos, ordenó me ataran de esta forma. ¡Devuélveme la libertad, para que proseguir el viaje en busca de las escrituras!
Mientras mantenían esta conversación, la diablesa se despertó. Aunque estaba enfadada con el monje Tang, todavía seguía enamorada de él. Al desperezarse oyó hablar de proseguir el viaje en busca escrituras y gritó, saltando de la cama:
—¿Quieres decir que te niegas todavía a casarte conmigo, prefiriendo seguir adelante con ese estúpido viaje?
El Peregrino se llevó tal sorpresa, que al punto abandonó a su maestro. Batiendo las alas a una velocidad increíble, abandonó la caverna y gritó:
—¡Ba-Chie!, ¿dónde te has metido?
El Idiota salió corriendo de detrás de la roca y preguntó:
—¿Ha tenido ya lugar lo que tanto te temías?
—No, no, aún no —contestó el Peregrino, sonriendo—. Durante media noche la diablesa trató de seducir al maestro, pero él la rechazó una y otra vez. Eso la hizo perder la paciencia y mandó que le ataran como si fuera una bestia. Estaba contándomelo todo hace un momento, cuando apareció de pronto esa bestia y tuve que escaparme a toda velocidad.
—¿Qué fue exactamente lo que dijo el maestro? —volvió a preguntar Ba-Chie.
—Dijo que no se había acercado a su cama ni se había desabrochado la túnica —respondió el Peregrino.
—¡Bien, muy bien! —exclamó Ba-Chie, entusiasmado—. Eso quiero decir que todavía sigue siendo un monje de verdad. ¡Vamos a rescatarle en seguida!
Poseedor de un carácter muy impulsivo, el Idiota jamás reflexionaba sobre lo que iba a hacer. Con el rastrillo en alto corrió hacia las puertas de piedra, les asestó un golpe tremendo y las redujo a trocitos no mayores que una esquirla. Las muchachas que estaban dormidas con la cabeza apoyada en las matracas de marcar las vigilias dieron un salto y corrieron, aterrorizadas, hacia los portones que había detrás gritando:
—¡Abridnos en seguida! ¡Acaban de presentarse los monstruos de ayer y han destrozado las puertas!
La diablesa estaba saliendo en aquel mismo momento de su habitación y ordenó a las muchachas que la rodeaban:
—Traedme un poco de agua caliente para lavarme. Después coged al hermano del emperador y escondedle en el cuarto de atrás, sin desatarle. En cuanto me haya aseado, saldré a luchar con esos entrometidos.
Cuando se hubo refrescado la cara, cogió el tridente, lo levantó por encima de la cabeza con las dos manos y salió gritando:
—¿Cuándo vais a aprender a controlaros, cerdo inmundo y mono loco? ¿Es que no sois capaces de respetar nada? ¿Cómo os habéis atrevido a destrozar mis puertas?
—¡Maldita puerca! —gritó, a su vez, el Peregrino—. Has secuestrado a nuestro maestro y ¿aún tienes la desvergüenza de venir a pedimos cuentas? ¡El monje Tang no es tu marido, sino tu rehén! Si le dejas salir, te perdonaremos la vida; de lo contrario, el Cerdo derribará con su rastrillo tu montaña hasta dejarla tan plana como un valle.
La diablesa no se arredró, por supuesto, ante tales palabras. Al contrario, haciendo acopio de una enorme energía, se lanzó contra sus atacantes con el tridente en ristre, lanzando humo y fuego por la boca y por las narices. Ba-Chie esquivó el golpe, haciéndose a un lado, y descargó sobre ella un tremendo mandoble. El Gran Sabio se mantuvo a la expectativa, sin soltar para nada su barra de hierro. La habilidad guerrera de la diablesa era, en verdad, extraordinaria. Parecía tener, no uno sino muchos pares de manos, lanzando golpes sin parar y deteniendo magistralmente los que caían sobre ella.
Después de varios asaltos volvió a hacer uso de su arma desconocida y le propinó a Ba-Chie un golpe tremendo en los labios. El Idiota no tuvo más remedio que abandonar la lucha, arrastrando penosamente el rastrillo y gritando de dolor. El Peregrino hizo ademán de continuar la batalla, pero también él se vio obligado a abandonar el campo.
La diablesa, por su parte, regresó triunfante a la caverna y ordenó a las muchachas que la atendían que taparan las puertas con rocas.
El Bonzo Sha estaba cuidando tranquilamente del caballo en el repecho de la montaña, cuando oyó los gemidos de un cerdo. Levantó la cabeza y vio a Ba-Chie caminando de espaldas con los morros hinchados y gritando como una parturienta.
—¡¿Cómo es posible que…?! —exclamó, sorprendido, el Bonzo Sha.
—¡Es tremendo! ¡Tremendo! —le atajó el Idiota—. ¡No hay quien aguante un dolor como éste!
No había acabado de decirlo, cuando apareció el Peregrino y se burló de él, diciendo:
—Ayer te reías de mí, afirmando que tenía un muñón de carne dentro de la cabeza. Hoy se te ha bajado a ti a los labios.
—¡No lo soporto! —continuó quejándose Ba-Chie—. ¡Este dolor es terrible! ¡Jamás había sentido nada igual!
Sin saber qué hacer, los tres se dejaron caer al suelo, desanimados. Al rato, vieron acercarse por el sur a una anciana con una cesta llena verduras en la mano. Al verla, el Bonzo Sha exclamó, esperanzado:
—¡Mira! Ahí viene una anciana. Déjame ir a preguntarle si conoce a esa diablesa o si sabe qué clase de armas usa para producir unas heridas tan terribles.
—Tú quédate aquí y no te muevas —lo ordenó el Peregrino—. Yo me encargo de eso.
El Peregrino clavó en la anciana sus ojos y vio que por encima de su cabeza flotaba una nube de buenos augurios y que todo su cuerpo aparecía inmerso en una neblina perfumada. No le costó trabajo reconocerla y gritó a toda prisa a sus hermanos:
—¡Venga, rápido, echaos al suelo! ¡Esa mujer es la Bodhisattva!
Olvidándose del dolor, Ba-Chie cayó de hinojos, mientras el Bonzo Sha, sin soltar el caballo de las riendas, se inclinó con respeto. El Gran Sabio, por su parte, juntó las palmas de las manos y dijo, arrodillándose:
—Ofrendamos cuanto somos a la misericordiosa y salvadora Bodhisattva Kwang Shr-Ing.
Al comprender la Bodhisattva que habían reconocido su luz primordial, se elevó inmediatamente en una nube y se manifestó tal cual era, adoptando la figura de la dama con la cesta de pescado. El Peregrino corrió hacia ella y dijo, inclinándose, respetuoso:
—Perdonadnos, Bodhisattva, por no haberos dado la bienvenida que merecéis. Estábamos tratando de liberar a nuestro maestro con tal dedicación, que no nos percatamos de vuestro descenso a la tierra La prueba a la que hemos sido sometidos esta vez es prácticamente insuperable, por lo que os suplicamos que nos echéis una mano.
—El poder de esa diablesa es, en verdad, extraordinario —reconoció la Bodhisattva—. Esos tridentes que maneja con tanta maestría son, en realidad, sus pinzas delanteras y el arma desconocida que tantos quebraderos de cabeza os ha dado no es ni más ni menos que su uña ponzoñosa. La lanza adoptando la postura del «caballo que se siente envenenado» y estirando su cola, pues se trata de un Espíritu Escorpión. Hace mucho tiempo, se metió en el Monasterio del Trueno, cuando Tathagata estaba enseñando. Al verla, trató de espantarla con la mano, pero ella, dándose la vuelta, le pegó un tremendo picotazo en el dedo. Incluso él sintió un dolor insoportable. Los arhats fueron incapaces de atraparla, aunque pusieron en ello todo su empeño. Si queréis rescatar al monje Tang, tendréis que acudir a uno de mis discípulos. Yo ni siquiera puedo acercarme a ella.
—Decidnos cómo se llama ese discípulo del que habláis —suplicó el Peregrino, volviéndose a inclinar—, así podremos solicitar, cuanto antes, su ayuda.
—Vete a la Puerta Este de los Cielos y pregunta por la Estrella de Orion[2] en el Palacio de la Luz —contestó la Bodhisattva—. Él os ayudará a atrapar a esa bestia.
No había acabado de decirlo, cuando se transformó en un rayo de luz brillante que se dirigió a toda velocidad hacia los Mares del Sur. El Gran Sabio bajó, entonces, de la nube y dijo a Ba-Chie y al Bonzo Sha:
—Dejad de preocuparos. Hay alguien que puede ayudarnos a liberar al maestro.
—¿En dónde está ese personaje? —preguntó el Bonzo Sha.
—La Bodhisattva acaba de decirme que vaya a buscar la ayuda de la Estrella de Orion —contestó el Peregrino—. Así que voy para allá en seguida.
—Pide a los dioses algún remedio contra el dolor —le suplicó Ba-Chie con los morros hinchados.
—No será necesario —contestó el Peregrino, riéndose—. Después de una noche en blanco no sentirás nada, como me ocurrió a mí.
—Deja de hablar y márchate cuanto antes —le urgió el Bonzo Sha.
El Peregrino dio un salto y en un abrir y cerrar de ojos llegó a la Puerta Este de los Cielos, donde fue recibido por el bodhisattva Virudhaka, que le preguntó, inclinándose respetuosamente:
—¿A dónde vais, Gran Sabio?
—En nuestra peregrinación hacia el Oeste en busca de las escrituras —contestó el Peregrino—, mi maestro se ha topado con un obstáculo demoníaco. Eso me ha obligado a venir al Palacio de la Luz a pedir la ayuda de la Estrella del Sol Naciente.
Mientras hablaba, se acercaron a él los Grandes Mariscales Tao, Chang, Hsin y Tang y volvieron a preguntarle que adónde iba.
—Tengo que ver a la Estrella de Orion y pedirle que me ayude a liberar a mi maestro de las garras de un monstruo —respondió el Peregrino.
—Ese dios del que hablas —respondió uno de los mariscales— salió de patrulla esta mañana por orden expresa del Emperador de Jade.
—¿Es verdad eso? —preguntó el Peregrino.
—Salimos del Palacio de la Estrella Polar al mismo tiempo que él —contestó el Gran Mariscal Hsin—. ¿Qué interés podemos tener en engañarte unos guerreros tan insignificantes como nosotros?
—Desde entonces ha pasado mucho tiempo —dijo el Gran Mariscal Tao—. Es posible que haya vuelto ya. Creo que lo mejor que puedes hacer es ir al Palacio de la Luz. Si no le encuentras allí, dirígete a la Explanada de la Contemplación de los Astros.
Agradecido, el Gran Sabio se despidió de ellos, no tardando en llegar al Palacio de la Luz. No se veía a nadie, pero, al darse la vuelta para marcharse, comprobó que se acercaba un grupo de soldados, detrás de los cuales venía cabalgando el dios. Todavía lucía su uniforme de gala, tejido totalmente con hilos de oro. Su gorro de cinco dobleces brillaba como si estuviera hecho del mismo metal. Parecía más pulido incluso que el espléndido medallón de jade que le colgaba del pecho. Alrededor de la cintura llevaba un espléndido cinturón con incrustaciones de ocho metales preciosos, del que colgaba una espada de siete estrellas con la empuñadura en forma de nube. Los adornos que lucía emitían, al entrechocar entre sí, un tintineo que recordaba el de una campana sacudida por el viento. Un grupo de criados portaba unos espléndidos abanicos hechos con pluma de martín pescador, pero se dispersó, en cuanto el Señor de Orion puso sus pies en la avenida que conducía al palacio. La atmósfera estaba cargada de la fragancia que por doquier se respira en los Cielos Al ver al Peregrino junto al Palacio de la Luz, los soldados que le acompañaban corrieron a informarle:
—Está aquí el Gran Sabio Sun, señor.
El dios detuvo en seguida su nube y ordenó a los guerreros que formaran en dos filas, mientras él iba a saludar a tan ilustre visitante.
—¿A qué se debe tanto honor? —preguntó, sonriente.
—He venido a pediros que salvéis a mi maestro de un terrible aprieto —contestó el Peregrino.
—¿De qué aprieto se trata? —volvió a preguntar el dios—. ¿En qué lugar concreto se ha visto entorpecido su peregrinar?
—En la Caverna del Laúd de la Montaña del Enemigo Venenoso, que se encuentra, como sabéis, en el país del Liang Occidental.
—¿Qué clase de monstruo habita en esa caverna, para haberos movido a visitar a una deidad tan insignificante como yo? —inquirió, una vez más el dios.
—No hace mucho la Bodhisattva Kwang-Ing ha tenido la delicadeza de decirnos que se trata de un Espíritu Escorpión —respondió el Peregrino—. Añadió que sólo vos sois capaz de dominarlo. Por eso, he tenido el placer de venir a veros.
—Ahora tengo que ir a informar al Emperador de Jade de las gestiones que he realizado —explicó el dios—. Después atenderé con mucho gusto vuestros deseos, ya que, entre otras consideraciones, venís de parte de la Bodhisattva. Me gustaría tomar el té con vos, pero soy consciente de la urgencia de la situación, por lo que, en contra de lo que acabo de deciros, bajaré a capturar a ese monstruo antes, incluso, de presentar mis informes al emperador.
Al oír eso, el Gran Sabio salió a toda prisa por la Puerta Este de los Cielos y se dirigió al país del Liang Occidental, seguido por el dios. Al ver la montaña, el Peregrino indicó a su acompañante:
—Es ahí.
El dios bajó de la nube y se dirigió hacia el biombo de piedra que se levantaba en la ladera de la montaña. Al verlos acercarse, el Bonzo Sha sacudió a Ba-Chie por el hombro y le dijo:
—¡Levántate! Están aquí la estrella y nuestro hermano mayor.
—Disculpad que no os salude con la ceremonia que merecéis —dijo Ba-Chie al recién llegado, con los morros casi tan hinchados como antes—, pero me encuentro enfermo y apenas puedo hablar.
—¿Cómo es posible que haya caído enfermo alguien que se dedica a la práctica de la virtud? —preguntó el dios, sorprendido—. ¿Qué enfermedad es la que os aqueja?
—En cuanto amaneció esta mañana —explicó Ba-Chie—, fuimos a luchar contra ese monstruo y me arreó un golpe tremendo en los labios. Desde entonces me duelen de una forma francamente insoportable.
—Acércate, que voy a curártelos —dijo el dios.
—Si lo hacéis —contestó el Idiota, quitándose la mano de los morros—, os estaré agradecido toda mi vida.
Sin decir nada, el dios le dio un golpecito en la boca y le roció los labios con una bocanada de aliento. El dolor remitió al instante. El Idiota cayó de rodillas y gritó, agradecido:
—¡Fantástico! ¡Realmente fantástico!
—¿Os importaría tocarme la cabeza? —pidió el Peregrino, sonriendo.
—¿Por qué habría de hacerlo? —replicó el dios—. Tú no has recibido ningún picotazo de ese escorpión.
—Hoy no, pero ayer sí —contestó el Peregrino—. El dolor se me fue diluyendo a lo largo de la noche, pero todavía siento como adormilado el sitio en el que me picó y temo que, cuando cambie el tiempo, me empiece a doler otra vez. Curadme también a mí, por favor. Como había hecho con Ba-Chie, el dios le tocó la cabeza y exhaló sobre ella su aliento. De esta forma, quedaron anulados los efectos del veneno y el Peregrino dejó de sentir las molestias que le hacían rascarse como si tuviera pulgas.
—¡Vayamos, de una vez, a acabar con esa puta! —urgió Ba-Chie al Peregrino con una ferocidad que no era habitual en él.
—Eso es precisamente lo que iba a sugeriros —afirmó el dios—. Hacedla salir de su escondite y ya me encargaré yo de atraparla.
Dando un salto tremendo, Ba-Chie y el Peregrino se colocaron justamente enfrente de la puerta de la caverna. No dejaban de lanzar improperios e insultos, mientras apartaban con las manos las rocas que cegaban la entrada. El Idiota fue el que más empeño puso consiguiendo abrir un boquete con ayuda de su rastrillo. Como un loco, se lanzó contra los portones que había detrás y los redujo a polvo de un golpe. Las muchachas que los guardaban corrieron, aterrorizadas, a informar a su señora, diciendo:
—¡Esos dos brutos acaban de destrozar los portones!
La diablesa estaba desatando en aquel mismo momento al monje Tang, para que pudiera tomar un poco de té y arroz. Al oír que los portones habían quedado hechos añicos, dio un salto increíble y arremetió con el tridente contra Ba-Chie. El Idiota detuvo su avance con el rastrillo, mientras el Peregrino le ayudaba con la barra de hierro. Tras intercambiar unos cuantos golpes, la diablesa se dispuso a lanzar su tremenda picadura, pero Ba-Chie y el Peregrino se apercibieron de sus intenciones y huyeron a toda prisa. Ella los persiguió hasta más allá del biombo de piedra, momento en el que el Peregrino gritó:
—¿Dónde te has metido, Orion?
El dios se manifestó, entonces, tal cual era: un enorme gallo con dos crestas y una altura, cuando mantenía erguida la cabeza, de más de dos metros y medio. Al ver a la diablesa, clavó en ella la mirada y cacareó una sola vez. Como si se hubiera tratado de una contraseña, ella recobró al punto la forma que le era habitual: la de un escorpión del tamaño de un laúd. El dios volvió a cacarear y el monstruo perdió toda su coordinación de movimientos, cayendo muerto pendiente abajo. Sobre tan mágico momento tenemos un poema, que dice:
El gallo poseía unos colores tan vivos que su cresta y su cuello parecían estar bordados de piedras preciosas. Se apreciaba su gallardía en la dureza de sus espolones y en la furia que manaba de sus ojos siempre alerta. Era el símbolo vivo de las Cinco Virtudes, por eso estuvieron teñidos sus dos cacareos de un aura que sólo poseen los héroes. Se comprendía en seguida que no era una más entre las aves de corral, sino una estrella de los Cielos comprometida a hacer respetar por doquier su santo nombre. ¡Qué poco le valieron al escorpión sus deseos por convertirse en un ser humano! En presencia del gallo celeste se derriten sus falsos encantos y aparece su auténtica naturaleza.
Ba-Chie corrió hacia donde había quedado tumbada la bestia y, poniéndole el pie en la parte de arriba del caparazón, exclamó:
—¡Maldito monstruo! Esta vez no podrás adoptar la postura del «caballo que se siente envenenado» —y, de un golpe, lo redujo a una masa informe.
El dios volvió a adoptar una forma humana y regresó a los Cielos, montado en su nube.
Al verle desplazarse por el aire a más velocidad que un rayo de luz, el Peregrino, Ba-Chie y el Bonzo Sha se inclinaron respetuosos, y dijeron:
—Disculpad todas las molestias que os hemos ocasionado. Cuando nos sea posible, iremos a vuestro palacio a agradeceros cumplidamente lo que hoy habéis hecho por nosotros.
Cogieron después el equipaje y entraron en la caverna con el caballo. Allí fueron recibidos por las muchachas, que, rostro en tierra, les dijeron:
—Nosotras no somos monstruos, sino mujeres del país del Liang Occidental que, hace ya muchos años, fuimos raptadas por ese espíritu maligno. Vuestro maestro se encuentra llorando en una de las habitaciones de la parte de atrás.
El Peregrino clavó en ellas la mirada y comprobó que, en efecto, ninguna poseía un aura maligna. Corrió, pues, al interior de la cueva y se puso a buscar al maestro.
—¡Cuántos problemas os he causado! —exclamó el monje Tang, muy emocionado, al verlos—. ¿Qué ha sido de esa mujer?
—Era un escorpión enorme —explicó Ba-Chie—. Tuvimos la suerte de que la Bodhisattva Kwang-Ing viniera a advertírnoslo. Wu-Kung fue, entonces, a los Cielos en busca de la Estrella de Orion y, con su ayuda, la hemos derrotado. Yo mismo, antes de entrar a liberaros, la he reducido a polvo. No hay, pues, nada que temer.
El monje Tang no sabía qué hacer para agradecérselo. En la caverna encontraron algo de arroz y unos pocos tallarines y los cocinaron de la mejor manera que sabían. Una vez recuperadas las fuerzas, devolvieron la libertad a las muchachas, que regresaron a sus hogares cantando y llorando de júbilo. Antes de reemprender el camino hacia el Oeste, los Peregrinos redujeron a cenizas la antigua morada del monstruo. Fue así como, renunciando a la forma y a la belleza, cortaron los últimos lazos que los ataban al mundo y, tras vaciar el enorme mar de los deseos, penetraron en la mente del Zen.
Desconocemos aún cuántos años más hubieron de pasar antes de alcanzar la perfección de la auténtica inmortalidad. Quien desee averiguarlo deberá escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.