CAPÍTULO XLVI
En cuanto el rey vio la autoridad que el Peregrino tenía sobre los dragones y otros dioses, plasmó, sin dudarlo, el sello imperial sobre el permiso de viaje. Pero, cuando se disponía a entregárselo al monje Tang, para que pudiera proseguir tranquilamente el viaje, los tres taoístas dieron un paso al frente y cayeron rostro en tierra. El rey se levantó a toda prisa del trono y corrió a levantarlos con sus propias manos, al tiempo que les preguntaba:
—¿Se puede saber por qué os mostráis hoy tan ceremoniosos?
—Durante los últimos veinte años no hemos hecho otra cosa que velar por la paz de vuestro reino y la seguridad de todos vuestros súbditos —respondieron ellos—. Tan altos servicios se han visto hoy minimizados por la burda magia de un monje sin escrúpulos. Sólo porque ha sido capaz de producir una tormenta, habéis olvidado los crímenes que cometió en vuestro propio reino. ¿Cómo podéis tratarle con tanta deferencia, echando en saco roto todos los sacrificios que por vos hemos hecho? Nos gustaría que retuvierais un poco más su permiso de viaje y nos permitierais medir, una vez más, sus poderes con los nuestros, a ver lo que pasa.
En toda la tierra no existía un hombre más inconstante que aquel rey. Si oía hablar del este, se aliaba en seguida con él, y, si alguien le mencionaba el oeste, sellaba de inmediato con él un pacto. Dejó, pues, a un lado el permiso de viaje y preguntó:
—¿En qué pruebas estáis pensando?
—Para empezar —contestó el Inmortal Fuerza de Tigre—, en una de Meditación.
—No me parece muy acertado —comentó el rey—. Este monje es representante de una religión que otorga precisamente una gran importancia a lo que tú sugieres. Además, su poder de concentración debe de ser extraordinario; si no, no hubiera sido enviado en busca de escrituras. Tenlo por seguro. ¿De verdad estás decidido a competir con él en ese terreno?
—La prueba que propongo no es nada corriente —respondió el Gran Inmortal—. De hecho, recibe el nombre de «prueba de santidad junto a la columna de nubes».
—¿Queréis explicarme de qué se trata? —volvió a preguntar el rey.
—Para llevarla a cabo —contestó el Gran Inmortal—, se necesitan cien tablillas. Poniendo una encima de otra, se construirá un altar con la mitad de ellas, al que se ascenderá con la ayuda de una nube. No estará permitido servirse de las manos ni de ningún tipo de escaleras. La prueba la ganará quien permanezca más tiempo meditando en lo alto del altar.
El rey comprendió que se trataba de una prueba, en verdad, muy difícil y, volviéndose a los Peregrinos, les dijo:
—¡En, monjes! Nuestro respetable preceptor sugiere la celebración de una prueba de meditación llamada de la «santidad junto a la columna de nubes». ¿Está dispuesto alguno de vosotros a medir con él sus fuerzas?
En contra de lo que en él era habitual, el Peregrino permaneció callado del todo, cosa que sorprendió vivamente a Ba-Chie, que le preguntó:
—¿Por qué no dices nada?
—Si he de serte sincero —contestó el Peregrino—, soy capaz de derribar los cielos, dar la vuelta a los pozos, sacudir los océanos, poner boca abajo los ríos, transportar montañas sobre las espaldas, perseguir a la luna, y alterar el curso de las estrellas y planetas. No tengo miedo tampoco a que me partan el cráneo, me corten la cabeza, me rajen el estómago, me arranquen el corazón, o me mutilen salvajemente. Pero soy absolutamente incapaz de sentarme en silencio y empezar a meditar. Es algo superior a mis fuerzas. ¡Yo no me puedo quedar quieto en ningún sitio! Aunque se me encadenara a una columna de acero, trataría al instante de ponerme en libertad, subiendo y bajando por ella como si fuera un insecto. ¿Qué quieres que te diga? ¡Mi naturaleza es así!
—Quizás tú no puedas —comentó el monje Tang—, pero yo sí.
—¡Fantástico! —exclamó el Peregrino, aliviado—. ¿Durante cuánto tiempo sois capaz de hacerlo?
—De joven —explicó Tripitaka— me enseñaron los principios de la aquiescencia y la meditación, con el fin de alcanzar la perfección espiritual. Confinado en la Meditación del Sentido de la Vida y la Muerte, he llegado a estar sin moverme hasta dos o tres años, por lo menos.
—¡Fantástico! —volvió a repetir el Peregrino—. El único problema es que a ese ritmo jamás lograremos llegar al Paraíso Occidental. Pero, en fin, creo que no estaréis ahí arriba más de dos o tres horas.
—Todo eso está muy bien —admitió Tripitaka—. Pero ¿cómo voy a subir ahí arriba?
—No os preocupéis por eso —trató de tranquilizarle el Peregrino—. Dad un paso al frente y aceptad el reto. Yo me encargaré de todo lo demás.
Sin pensarlo dos veces, el maestro juntó las manos a la altura del pecho y dijo:
—Este humilde monje sabe cómo meditar de la forma que habéis mencionado.
El rey ordenó al punto que se prepararan los altares. La presteza con que se cumplieron sus órdenes puso de manifiesto que la fuerza de un país es capaz de derribar montañas.
En menos de media hora estuvieron listos dos altares: uno a la izquierda del Salón de los Carillones de Oro, y el otro a su derecha. Con paso solemne el Gran Inmortal Fuerza de Tigre se llegó hasta el centro del inmenso patio. Allí dio un o salto y al instante se formó bajo sus pies una alfombra de nubes, que le llevó hasta lo alto del altar construido en la parte oeste, donde tomó asiento. Mientras eso sucedía, el Peregrino se arrancó un pelo y lo hizo convertirse en una copia exacta de si mismo, que ocupó el sitio que hasta entonces había mantenido junto a Ba-Chie y el Bonzo Sha. Su auténtico yo se transformó en una nube de cinco colores, que elevó al monje Tang por los aires y le colocó suavemente en lo alto del altar del este. Se metamorfoseó a continuación en un pequeño grillo, que se posó suavemente en el hombro de Ba-Chie y le susurró al oído:
—Observa con atención al maestro y no trates de hablar con el falso mono que hay a tu lado.
—No te preocupes —contestó el Idiota, riéndose—. Ya me había dado cuenta del cambio.
El Gran Inmortal Fuerza de Ciervo, mientras tanto, al ver que los dos contendientes parecían tener una capacidad de concentración muy parecida, decidió ayudar a su correligionario. Sin que nadie se diera cuenta, se arrancó un pelo del cogote, lo enrolló con los dedos lo arrojó contra la cabeza del monje Tang. El pelo se convirtió en chinche, que empezó a picar salvajemente al maestro. Al principio éste sólo pareció sentir un pequeño picor, pero, a medida que pasaba los segundos, se fue transformando en un dolor insoportable. Lo malo era que una de las normas de las pruebas de meditación establecía que quien moviera las manos, aunque sólo fuera para rascarse, quedaba automáticamente eliminado. La molestia era tan inaguantable que al maestro no le quedó otro remedio que frotar suavemente la cabeza contra el cuello de su túnica.
—¡Santo cielo! —exclamó, preocupado, Ba-Chie—. Parece que al maestro le va a dar un ataque.
—No, no —le corrigió el Bonzo Sha—. Yo más bien creo que le está entrando dolor de cabeza. No todo el mundo está capacitado para la meditación.
—Lo raro es que el maestro es una persona honrada —comentó el Peregrino—. Si ha dicho que sabe meditar, es porque es verdad. De eso estoy seguro. Jamás le he oído decir una sola mentira. Lo mejor será que nos dejemos de especulaciones y vaya a ver qué es lo que pasa.
El Peregrino reemprendió el vuelo y fue a posarse sobre la cabeza del monje Tang, donde descubrió un chinche del tamaño de un guisante, que estaba cebándose en él con envidiable delectación. El Peregrino lo cogió a toda prisa con la mano y rascó con suavidad al maestro, hasta que las molestias hubieron desaparecido del todo. De esta forma, pudo continuar la meditación, sin tener que mover un solo dedo.
—¡Qué raro! —se dijo el Peregrino—. La calva de un monje es tan lisa que ni un piojo puede agarrarse a ella. ¿Cómo habrá venido a parar un chinche a la de mi maestro? ¡Ahora caigo! Lo más seguro es que uno de esos taoístas haya buscado la forma de hacernos perder. Pues anda fresco, porque ahora mismo le voy a enseñar yo lo que son los trucos.
Inició de nuevo el vuelo y fue a parar al tejado del palacio, sacudió ligeramente el cuerpo y se convirtió en un ciempiés de más de siete centímetros de alto. Sin pensarlo dos veces, se dejó caer y fue a parar justamente debajo de las narices del taoísta, propinándole una picadura tan terrible que se cayó del altar. El golpe fue tan fuerte que casi se mata. Fue una suerte que los funcionarios imperiales se lanzaran a cogerle; de lo contrario, hubiera perdido la vida allí mismo. Atemorizado, el rey pidió a sus consejeros que le acompañaran al Salón Wen-Hua a peinarse y lavarse un poco. El Peregrino volvió a convertirse, entonces, en una nube y ayudó al maestro a bajar del altar, siendo declarado vencedor de la prueba. El rey quiso entregarle el permiso de viaje, pero volvió a impedírselo el Gran Inmortal Fuerza de Ciervo, diciendo:
—Mi hermano ha sido incapaz de vencer la prueba, porque es muy sensible al frío, ni más ni menos. En cuanto asciende a un lugar elevado, se ve afectado por el frescor del viento y pierde irremediablemente el sentido. Si no llega a ser por eso, el monje no habría podido derrotarle jamás. Permitidme enfrentarme a él con la prueba de «adivinar lo que hay guardado en un baúl».
—¿En qué consiste eso? —preguntó el rey.
—En lo que indica su mismo nombre —contestó Fuerza de Ciervo—. Se trae un baúl y el que acierte lo que encierra gana la prueba. Si son ellos los vencedores, dejadlos marchar. De lo contrario, castigadlos como mejor os parezca, continuad considerándonos vuestros hermanos y tened presentes los servicios que os hemos prestado durante los últimos veinte años.
De nuevo volvió el rey a quedar sumido en una profunda confusión. Incapaz de apreciar el engaño que se escondía tras esas palabras ordenó traer del Palacio Interior un baúl de laca roja. Antes de ser conducido ante los escalones de jade blanco, se pidió a la reina que metiera en él algo de valor. El rey llamó a los budistas y a los taoístas a su presencia y les dijo:
—Quiero que adivinéis lo que hay dentro de ese baúl.
—¿Cómo voy a averiguar yo lo que encierra? —preguntó Tripitaka al Peregrino en voz muy baja.
Wu-Kung volvió a convertirse en un pequeño grillo y, posándose en la cabeza del monje Tang, le susurró al oído: tranquilizaos, ahora mismo voy a echar un vistazo.
Sin que nadie se percatara de ello, se llegó hasta el baúl, encontró una pequeña rendija en su base y se metió a toda prisa en su interior. Fue así como descubrió que había una blusa y una falda, que solía ponerse la reina en las grandes solemnidades. Las estiró lo mejor que pudo, se hizo un poco de sangre en la lengua y, escupiendo sobre ella, gritó:
—Transformaos —y se convirtió al instante en una jarra de barro llena de desconchones, sobre la que vertió su fétida orina.
Volvió a salir después por la rendija y fue a posarse sobre el hombro del monje Tang, al que dijo en tono muy bajo:
—Dentro de ese baúl sólo hay una jarra de barro llena de desconchones.
—No es posible —repuso Tripitaka—. El rey dijo que se trataba de algo de valor. ¿Quieres decirme cuánto cuesta una jarra vieja?
—Ni lo sé ni me interesa —contestó el Peregrino—. Lo importante es que acertéis.
El monje Tang dio un paso al frente, dispuesto a hacer público lo que contenía el baúl, pero se lo impidió el Gran Inmortal Fuerza de Ciervo, diciendo:
—Yo soy el primero. Dentro de ese baúl hay una blusa y una falda de la reina.
—¡No, no! —gritó el monje Tang—. Ahí dentro no hay más que una jarra de barro llena de desconchones.
—¿Cómo se atreve a despreciar de esa forma nuestro reino? —bramó el rey—. ¿Acaso piensa que aquí no tenemos nada de valor? ¿Cómo se le ocurre hablar de una jarra llena de desconchones? ¡Apresadle inmediatamente!
Los guardias del palacio se movieron hacia el monje Tang con gesto amenazante, pero, antes de que le pusieran la mano encima, juntó las manos a la altura del pecho e, inclinándose respetuosamente ante el rey, dijo:
—Perdonad mi indiscreción, pero ¿no os parece que deberíais abrir el baúl para ver quién se ha equivocado? Es posible que estéis acusando a un inocente.
A regañadientes, el rey accedió a hacer lo que se le pedía. Ordenó sacar a la luz lo que contenía el baúl y casi se desmaya al ver que, en efecto, en su interior no había más que una jarra de barro llena de desconchones.
—¿Quién ha metido esto aquí? —bramó el rey, furioso, volviéndose hacia el biombo que había detrás del trono.
Con paso indeciso la reina se llegó hasta él y confesó:
—Yo misma coloqué en su interior una blusa y una falda de incalculable valor. No comprendo cómo se ha convertido en algo tan repugnante.
—Os creo —comentó el rey, desconcertado—. Sé bien que en este palacio todo está hecho de seda y de materiales de primerísima calidad. Tampoco puedo explicarme yo cómo ha llegado hasta aquí una cosa tan repugnante. Retiraos a vuestros aposentos, señora.
—Traed otra vez ese baúl. Yo mismo voy a esconder en él algo de valor a ver lo que ocurre.
A toda prisa se dirigió al jardín imperial, arrancó un melocotón del tamaño de un cuenco de arroz y lo metió en el baúl. Al verle aparecer, el monje Tang comentó con sus discípulos, muy preocupado:
—¿Qué vamos a hacer? Su majestad quiere que repitamos el juego.
—No os preocupéis por eso —trató de tranquilizarle el Peregrino—. Ahora mismo voy a echar otro vistazo.
De nuevo se introdujo en el baúl por la rendija y comprobó, complacido, que guardaba un espléndido melocotón. El Peregrino era un devorador insaciable de frutas y, tras adoptar la forma que le era habitual se sentó en un rincón y dio buena cuenta de la que tenía delante. La saboreó con tal fruición que a punto estuvo de ronchar el hueso. Al final, renunció a tan extraño placer y, convirtiéndose de nuevo en un grillo, volvió volando junto a su maestro y le dijo:
—Esta vez se trata del hueso de un melocotón.
—¿Te estás burlando de mí? —exclamó el maestro—. Ya has visto lo que acaba de pasar. Si no llego a andarme listo, el rey me hubiera mandado azotar. Es un hombre obsesionado con la prosperidad y la riqueza. ¿Cómo va a haber ordenado esconder un simple hueso?
—No tengáis ningún miedo —replicó el Peregrino, sonriendo—. Lo importante es que ganéis. Fiaos de mí y dad la respuesta que os he dicho.
Tripitaka tomó aliento para hablar, pero se le adelantó el Gran Inmortal, diciendo: A los taoístas siempre nos ha correspondido el primer lugar. Afirmo, por lo tanto, que ahí dentro hay un espléndido melocotón.
—No un melocotón, señor —le corrigió Tripitaka—, sino el hueso de un Melocotón.
—Has perdido —anunció el rey—. Yo mismo me encargué de meter en el baúl una fruta entera. ¿Cómo va a haber sólo un hueso?
—Todo lo que queráis —replicó Tripitaka—, pero os aseguro que la fruta ha desaparecido. Si no me creéis, abridlo y lo veréis.
El principal sirviente real se llegó hasta el baúl, lo abrió y vio que, efectivamente, allí no había más que un simple hueso. El rey se sintió tan sobrecogido que exclamó, volviéndose a los taoístas:
—Renunciad, por lo que más queráis, a competir con esta gente. Es mi deseo que se vayan de aquí cuanto antes. Yo mismo arranqué el melocotón con mis manos y lo puse en ese malhadado baúl. ¿Cómo es que ahora sólo queda el hueso? Por fuerza estos monjes gozan del favor de los dioses y espíritus; si no, no me explico.
Ba-Chie sonrió con malicia y susurró al Bonzo Sha:
—¡Éste no sabe lo que le gustan los melocotones a nuestro hermano!
En ese mismo instante entró, después de haberse lavado y peinado en el Salón de Wen-Hua, el Gran Inmortal Fuerza de Tigre. Con la solemnidad que le era habitual se llegó hasta el trono y dijo:
—Lo que acaba de ocurrir tiene una explicación muy sencilla: este monje domina la magia para cambiar unos objetos por otros. Si me prestáis el baúl unos momentos, acabaré con su maléfica influencia y podrá celebrarse una prueba con todas las garantías.
—¿Qué es lo que pretendéis hacer? —preguntó el rey.
—Está visto —explicó el Inmortal Fuerza de Tigre— que su magia es capaz de cambiar objetos inanimados, pero dudo que pueda hacer lo mismo con los seres humanos. Propongo que permitáis a este joven taoísta meterse dentro del baúl, y, así, nadie podrá cambiar lo que se introduzca en él. Es más —añadió, bajando la voz—, sugiero que sea ese hermano nuestro el objeto que se ha de descifrar en esta ocasión. Veréis cómo su pronóstico choca estrepitosamente contra la realidad.
El rey aceptó la sugerencia y ordenó al joven que se metiera en baúl. Hizo después que fuera llevado al salón del trono y, volviéndose hacia el monje Tang, le increpó, diciendo:
—¡Eh, tú, monje! ¿A que no averiguas lo que hay aquí dentro?
—¡Otra vez estamos en las mismas! —exclamó Tripitaka, descorazonado.
—No os preocupéis —le tranquilizó, una vez más, el Peregrino—. Voy a echar otra miradita.
De nuevo voló hacia el baúl y se introdujo en él a través de la rendija, descubriendo, no sin cierta sorpresa, que se trataba de un taoísta. Pero la mente del Gran Sabio poseía una agilidad sorprendente y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, adoptó la apariencia de uno de los maestros del Tao que habían quedado fuera. Se acercó al joven y le preguntó en un susurro:
—¿Qué tal te encuentras?
—¿Cómo habéis logrado entrar aquí? —replicó el muchacho, vivamente sorprendido.
—Muy sencillo —contestó el Peregrino—. Valiéndome de la magia de la invisibilidad.
—¿Tenéis alguna orden nueva que darme? —volvió a preguntar el joven.
—Así es —respondió el Peregrino—. Uno de esos monjes te ha visto entrar en el baúl. Eso le facilita las cosas y nosotros volveremos, desgraciadamente, a perder de nuevo. Es preciso, por tanto, que te afeites la cabeza. Así podremos decir que eres un monje y ellos fallarán estrepitosamente.
—Con el fin de ganar, estoy dispuesto a hacer lo que sea —comentó en el joven—. Está claro que una nueva derrota nos supondría una pérdida total de confianza entre los miembros más destacados de esta corte. De producirse, nuestra reputación quedaría arruinada para siempre.
—Eso es —reconoció el Peregrino—. Acércate y no temas nada. Cuando hayamos terminado con ellos, te recompensaré generosamente. De eso no te quepa duda.
En un instante transformó la barra de los extremos de oro en una cuchilla de afeitar y, abrazando al muchacho, añadió:
—Sé que va a ser un poco duro para ti, pero te aconsejo que no te muevas y, sobre todo, que no hagas ningún ruido. Inclínate un poco, para que pueda afeitarte la cabeza.
En pocos segundos el joven quedó tan calvo como un anciano. El Peregrino formó una bola con el pelo y la distribuyó con cuidado por las paredes del baúl. Guardó después la cuchilla y, sin dejar de acariciar la cabeza del joven, agregó:
—Tu cabeza es, ciertamente, la de un monje, pero no puede decirse lo mismo de tus ropas. Quítatelas y ponte estas otras.
El joven lucía una túnica-garza[1] de seda blanca, en la que habían sido bordadas varias nubes y otros motivos netamente taoístas. En cuanto se hubo despojado de ella, el Peregrino le insufló un poco de su aliento inmortal, al tiempo que decía:
—¡Transfórmate! —y al instante se convirtió en la túnica de un monje, que él mismo le ayudó a ponerse. Se arrancó a continuación dos pelos que metamorfoseó, con idéntica facilidad, en una carraca y en un pez de madera.
—Ahora escúchame con atención —le aconsejó el Peregrino, al tiempo que le entregaba la carraca y el pez—. Si oyes a alguien llamar a un joven taoísta, no salgas del baúl. Sólo debes hacerlo, cuando oigas mencionar la palabra monje. Haz saltar entonces la tapa del baúl y abandónalo, sacudiendo el pez de madera y cantando un sutra budista. Eso bastará para que nos sea reconocido el triunfo de una vez por todas.
—Todo eso está muy bien —comentó el joven tímidamente—, pero existe un pequeño problema: yo sólo sé recitar El Libro de los Tres Funcionarios, El Libro del Mirlo del Norte y El Libro para acabar con el dolor. Me temo que no conozco ningún sutra budista.
—Pero sí sabrás recitar de corrido el nombre de Buda, ¿no? —le increpó el Peregrino.
—¿Queréis decir Amitabha? —preguntó el muchacho—. Eso lo sabe todo el mundo.
—Bien. Entonces no se hable más —concluyó el Peregrino—. Limítate a repetir el nombre de Buda. Me hubiera gustado enseñarte algo un poco más largo, pero la verdad es que no disponemos de mucho tiempo. Recuerda lo que te he dicho y todo irá bien. Ahora tengo que marcharme.
De nuevo se transformó en un pequeño grillo, que voló hasta el hombro del monje Tang y le susurró al oído:
—Debéis decir que ahí dentro hay un monje.
—Sé que esta vez ganaré —exclamó Tripitaka, entusiasmado.
—¿Cómo podéis estar tan seguro? —le preguntó el Peregrino, sorprendido.
—Los sutras afirman —respondió Tripitaka— que «el buda, el dharma y el sangha son tres joyas»[2], de lo que se deduce que un monje es, en verdad, algo valiosísimo.
Mientras hablaban de esas cosas, el Gran Inmortal Fuerza de Tigre se acercó al rey y anunció con voz potente:
—Ahí dentro, majestad, hay un joven taoísta.
Desconcertado, repitió ese anuncio varias veces, pero no ocurrió absolutamente nada.
Nadie saltó, de hecho, la tapa del baúl. Tripitaka, por su parte, juntó las manos a la altura del pecho y proclamó con ademán humilde:
—Se trata de un monje.
Temiendo que no le hubieran oído bien, Ba-Chie gritó con todas sus fuerzas:
—¡Hay un monje dentro del baúl!
Al punto saltó del baúl un joven con un pez de madera en la mano, que no dejaba de repetir con sumo respeto el nombre de Buda. Los funcionarios, tanto civiles como militares, que llenaban la sala empezaron a aplaudir y a gritar, entusiasmados. Los tres taoístas, por su parte, se quedaron tan desconcertados que ni hablar podían.
—Por fuerza tienen que gozar estos monjes del favor de los dioses —concluyó el rey—. Lo que acabo de contemplar es, francamente, increíble. ¿Cómo es posible que se metiera un taoísta en el baúl y ahora salido de él un budista? No ha podido afeitarse él solo la cabeza en un espacio tan reducido. Además, ¿quién le ha enseñado en tan poco tiempo a recitar con tanta devoción el nombre de Buda? Opino que es aconsejable que los dejemos partir cuanto antes.
—Recapacitad sobre vuestra decisión —le aconsejó el Gran Inmortal Fuerza de Tigre—. Como muy bien afirma un proverbio, «el guerrero se ha topado con un oponente de su talla, y el jugador de ajedrez ha hallado a alguien digno de él». Opino que ha llegado el momento de poner en práctica lo que aprendimos en nuestra juventud en la sagrada Montaña de Chung-An y los retemos a una prueba de mayor envergadura.
—¿Qué fue lo que entonces aprendisteis? —preguntó el rey.
—Ciertas prácticas mágicas —respondió Fuerza de Tigre—, tales como cortarnos la cabeza y volver a colocárnosla en su sitio; abrirnos el pecho, arrancarnos el corazón y hacer que crezca otra vez por sí mismo; preparar una caldera de aceite hirviendo y tomar tranquilamente un baño… En fin, cosas así por el estilo.
—¡Esas son pruebas que conducen a una muerte cierta! —exclamó el rey, vivamente sorprendido.
—Para una persona corriente sí —reconoció Fuerza de Tigre—, pero no para nosotros, que somos maestros en el arte de la magia. No pensamos ceder, hasta que no hayamos medido nuestras habilidades con las suyas.
Entusiasmado, el rey levantó la voz y dijo:
—¡Monjes de las Tierras del Este! Nuestros hermanos taoístas se oponen a que os dejemos marchar, hasta que no hayáis competido con ellos en el arte de la decapitación, el destripamiento y los baños en un recipiente de aceite hirviendo.
Al oír eso, el Peregrino, que continuaba convertido en un grillo vulgar para cumplir mejor su misión, volvió a adquirir la forma que le era habitual y exclamó, satisfecho:
—¡Qué suerte la nuestra! No hay cosa que más me guste que ese tipo de competiciones.
—¿Cómo puedes decir eso, cuando lo más probable es que acabes con el cuerpo totalmente destrozado? —le increpó Ba-Chie.
—Se ve que no sabes de lo que soy capaz —replicó el Peregrino.
—Admito que posees una inteligencia fuera de lo común y una capacidad increíble para metamorfosearte en lo que te venga en gana —reconoció Ba-Chie—. Pero eso sobrepasa todas las fuerzas que un hombre puede dominar. ¿Quieres explicarme qué otras habilidades tienes tú que nosotros no conozcamos?
—Con mucho gusto —respondió el Peregrino—. Si se me corta la cabeza, puedo hablar; si me arrancan los brazos, puedo continuar pegando; si me amputan las piernas, soy capaz de seguir andando; si me abren las entrañas en canal, se regenerarán por sí solas… En fin, ¿qué voy a decirte? Para mí tomar baños de aceite hirviendo es todavía más fácil, pues son los únicos que logran arrancarme un poco de suciedad.
El Bonzo Sha y Ba-Chie no pudieron aguantar la risa y soltaron una sonora carcajada.
Afortunadamente en ese mismo momento el Peregrino dio un paso al frente y dijo:
—Este humilde siervo vuestro está dispuesto a someterse a la prueba de la decapitación.
—¿Se puede saber en dónde adquiriste el conocimiento de una técnica tan difícil? —le interrogó el rey.
—Hace algunos años —contestó el Peregrino—, cuando me dedicaba de lleno a las prácticas ascéticas en un monasterio, conocí a un maestro mendicante del Zen que tuvo a bien enseñarme ese arte. No sé si su técnica funciona o no, porque nunca la he empleado; por eso quiero probarla ahora mismo.
—¡Este monje no sabe lo que dice! —exclamó el rey, soltando la carcajada—. No comprendo cómo puede someterse, así como así, a una prueba de la que no está totalmente seguro si va a salir airoso o no. ¿Acaso no sabe que la cabeza es la fuente de las seis clases de energía yang que existen en el cuerpo? Quien se ve privado de ellas muere al instante.
—Eso es precisamente lo que queremos —comentó Fuerza de Tigre con odio—. Así podremos resarcirnos de todas las humillaciones a las que nos han sometido.
Dejándose llevar por las palabras del taoísta, el rey ordenó que dispusieran todo lo necesario para llevar a cabo una decapitación. Al poco rato llegaron a la corte tres mil guardias imperiales. El rey se volvió hacia el Peregrino y dijo:
—Esta vez te toca a ti el primero. Vete y que te corten la cabeza, a ver lo que pasa.
—Está bien —contestó el Peregrino, sonriendo—. Iré yo. Se inclinó ante los taoístas y añadió:
—Disculpadme, respetables inmortales, que en esta ocasión os tomé la delantera —y se retiró a toda prisa. Al volverse, el monje Tang le agarró de la manga y le aconsejó, muy nervioso:
—Ten mucho cuidado. Recuerda que no es ningún juego lo que vas hacer.
—Tranquilizaos, maestro —contestó el Peregrino—. Soltadme y dejadme enfrentarme a lo que yo mismo he elegido.
Con paso seguro el Gran Sabio se llegó hasta el lugar en el que solían celebrarse las ejecuciones. Sin pérdida de tiempo el verdugo le ató con unas cuerdas y le obligó a poner el cuello sobre un tronco de madera. Antes de que el Peregrino hubiera abierto siquiera la boca, el verdugo dio un grito tremendo y, de un certero tajazo, le separó la cabeza del cuerpo. No contento con eso, le dio una patada y fue rodando, como si fuera un melón, hasta una distancia de más de diez metros. Pese a tanta brutalidad, ni una sola gota de sangre manó del cuello del Peregrino. Al contrario, de su estómago surgió una extraña voz que gritó con toda claridad:
—¡Vuelve aquí inmediatamente, cabeza!
Al ver lo que estaba ocurriendo, el Gran Inmortal Fuerza de Ciervo recitó un conjuro y ordenó al espíritu local:
—¡Impide que esa cabeza se mueva! Si lo haces, en cuanto haya derrotado a ese monje, persuadiré al rey para que construya un templo gigantesco en el lugar que ahora ocupa vuestra capilla, convenciéndole, al mismo tiempo, para que haga cincelar en oro vuestras imágenes.
El espíritu y el dios locales habían obedecido, sin rechistar, las órdenes del inmortal. Tampoco esta vez se atrevieron a defraudarle e impidieron que se moviera la cabeza del Peregrino.
—¡Vuelve acá inmediatamente! —gritó éste, una vez más.
Pero la cabeza continuó sin moverse, como si hubiera echado raíces en el suelo. El Peregrino lo intentó una y otra vez, pero sus esfuerzos resultaron totalmente inútiles.
Visiblemente preocupado, el Gran Sabio logró liberarse de las cuerdas y exclamó, sacudiendo el cuerpo con violencia:
—¡Crece! y al punto le creció en el cuello otra cabeza nueva.
El verdugo y los guardias imperiales se pusieron a temblar de miedo. Sólo el oficial responsable de la ejecución se armó del valor suficiente para regresar al lado del rey e informarle con voz temblorosa:
—Hemos cortado, como ordenasteis, la cabeza a ese monje, pero le ha vuelto a crecer otra nueva.
—No tenía idea de que nuestro hermano poseyera esos poderes —comentó Ba-Chie al Bonzo Sha.
—No sé de qué te extrañas —replicó el Bonzo Sha—. Puesto que domina las setenta y dos metamorfosis, es natural que disponga, por lo menos, de otras tantas cabezas.
No había acabado de decirlo, cuando apareció el Peregrino y, dirigiéndose hacia donde estaba el maestro, le informó:
—Aquí me tenéis otra vez para lo que tengáis a bien ordenarme.
—¿Te dolió mucho? —preguntó Tripitaka, profundamente satisfecho.
—Casi nada —respondió el Peregrino—. En realidad, no ha sido más que una diversión.
—¿Necesitas algo de aceite para la herida? —inquirió, a su vez, Ba-Chie.
—Tócame, ya verás como no tengo ninguna herida —contestó Peregrino.
—¡Es extraordinario! —exclamó el Idiota, incrédulo—. Esta totalmente curado. ¡Ni siquiera tienes cicatriz!
Mientras hablaban entre sí de esta forma, el rey levantó la voz y dijo:
—Tomad vuestro permiso de viaje y marchaos cuando queráis. No tengo nada de que acusaros.
—Gracias por el documento —se adelantó a decir el Peregrino—. Pero ¿no olvidáis una cosa? El Gran Inmortal no se ha sometido todavía a la prueba de la decapitación. En toda competición existen, por lo menos, dos bandos, ¿no os parece?
—Me temo que el monje tiene razón —comentó el rey a Fuerza de Tigre—. Vuestra fue la idea y no podéis rechazarla ahora. Eso sí, os agradecería que no nos asustarais tanto como el.
Fuerza de Tigre no tuvo, pues, más remedio que dirigirse al lugar de las ejecuciones, donde fue maniatado y forzado a arrodillarse por varios verdugos. Uno de ellos agarró la espada y le cortó la cabeza de un solo tajo. Después, como había hecho con la del Peregrino, le dio una patada y fue a parar a una distancia de más de diez metros.
Tampoco esta vez manó la sangre, limitándose a gritar el ajusticiado:
—¡Vuelve aquí inmediatamente, cabeza!
El Peregrino se arrancó a toda prisa un pelo y, tras insuflarle un poco de aliento sagrado, le ordenó:
—¡Transfórmate! —y al instante se convirtió en un mastín de pelaje claro.
El animal se llegó hasta el lugar de las ejecuciones, cogió la cabeza del taoísta en la boca y corrió hacia el foso del palacio, donde la arrojó sin ninguna consideración. Tres veces más volvió el taoísta a llamar a su cabeza, pero no obtuvo la menor respuesta. No poseía los poderes del Peregrino y no pudo hacer que le creciera otra nueva. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a brotarle del cuello cercenado una especie de humor rojizo. Había quedado patente que era capaz de producir lluvia, pero entre él y un auténtico inmortal no existía punto de comparación. A los pocos segundos cayó, exánime, sobre el polvo, comprobando, horrorizados, cuantos se encontraban a su alrededor que no era más que un tigre descabezado con la piel amarillenta. El oficial responsable de la ejecución regresó junto al rey y le informó con voz temblorosa:
—El Gran Inmortal ha sido incapaz de recuperar su cabeza y ha fallecido tumbado sobre el polvo. Lo más desconcertante es que se ha convertido en un tigre sin cabeza.
El rey perdió del miedo el color del rostro y se quedó mirando fijamente a los dos taoístas que quedaban. Afortunadamente, Fuerza de Ciervo se adelantó a toda prisa del asiento que ocupaba y comentó con voz serena:
—Es muy posible que el día de hoy estuviera fijado desde el comienzo del tiempo para que nuestro hermano perdiera la vida. Pero me niego a aceptar que fuera un tigre. Todo esto tiene que ser obra de ese monje sin escrúpulos. Seguro que se ha servido de algún tipo de magia para convertir a vuestro insigne servidor en una bestia. A mí no podrá derrotarme, os lo aseguro. Insisto, por tanto, en que se siga adelante con la prueba del destripamiento y la extracción del corazón.
Esas palabras hicieron que el rey recobrara su aplomo y dijera en tono retante, dirigiéndose al Peregrino:
—¡Eh, tú, monje! El segundo inmortal quiere medir, una vez más sus fuerzas contigo.
—Está bien —replicó el Peregrino, aceptando el reto—. Pero debo advertiros que llevo sin comer como Dios manda yo qué sé la de tiempo La última vez que tomé algo que se pareciera a una comida en regla fue hace no muchos días. Un hombre piadoso nos invitó a bollos y, he de reconocerlo con vergüenza, tomé más de los que me cabían en la tripa. No es extraño que desde entonces haya tenido terribles retortijones de barriga. A veces tengo la impresión de que me están royendo los gusanos. La prueba que me proponéis no podía ser más oportuna, pues quiero saber si estoy o no libre de ellos. Os agradecería, por tanto, que me prestarais un cuchillo, para que pueda abrirme el estómago, sacarme las tripas y limpiarlas con cuidado. Eso me dará una gran tranquilidad, para proseguir el viaje hacia el Oeste y entrevistarme finalmente con Buda.
—Llevadle al lugar de las ejecuciones —ordenó el rey, al oír tantos desatinos.
Al punto se arrojó sobre el Peregrino una cohorte de oficiales y soldados, que trataron de levantarle en vuelo, pero él se lo impidió, diciendo:
—No necesito que nadie me agarre. Puedo caminar yo solo. Únicamente quisiera pediros una cosa: que no me atéis, para que pueda lavarme las tripas como Dios manda.
—Está bien —concluyó el rey. No le atéis.
El Peregrino se dirigió con paso decidido hacia el lugar de las ejecuciones, se apoyó en la enorme columna que servía para los ajusticiamientos y se desató la túnica, dejando al descubierto su estómago. El verdugo le sujetó a la columna por el cuello y las piernas con ayuda de una cuerda, le clavó un cuchillo en el pecho y le abrió en canal, como si fuera un animal degollado. El mismo Peregrino le ayudó en la tarea, abriéndose la barriga con las manos, sacándose las tripas y examinándolas una por una con sumo cuidado. Después de un rato bastante largo, las volvió a meter en su sitio, juntó los bordes de la herida, sopló sobre ella una bocanada de aire mágico y gritó:
—¡Únete! —y al instante se le cicatrizó la barriga.
El rey se quedó tan asombrado que él mismo se encargó de entregar al Peregrino el permiso de viaje, diciendo:
—Partid cuanto antes hacia el Oeste. No es preciso que demoréis más vuestra marcha. Aquí tenéis los documentos que solicitasteis.
—Si he de seros sincero —contestó el Peregrino—, lo que menos importa ahora es el permiso de viaje. Lo que de verdad deseo es que el segundo Gran Inmortal se someta a la misma prueba que yo. Creo que es justo exigirlo, ya que la idea partió de él, ¿no os parece?
—No nos eches la culpa de todo —replicó Fuerza de Ciervo—. Parte de la responsabilidad es también tuya —se volvió después hacia el rey y le dijo, bajando la voz—: No os preocupéis. Tengo la seguridad que voy a salir airoso de esta prueba.
Como había hecho el Peregrino momentos antes, Fuerza de Ciervo se llegó al lugar de las ejecuciones por su propio pie. Allí fue atado de la misma forma y el verdugo le abrió las entrañas a la misma altura del pecho que al Gran Sabio. Por si no bastara tanta coincidencia, se sacó las tripas con la mano y las estudió con cuidado una por una.
Cuando más distraído estaba con esa tarea, el Peregrino se arrancó un pelo, le sopló una bocanada de aire sagrado y gritó:
—¡Transfórmate!
Al instante se convirtió en un halcón hambriento, que, tras extender las alas y las garras, voló hasta donde se encontraba el taoísta y le arrebató las entrañas. Con ellas en el pico voló hacia algún lugar desconocido y apartado, donde pudiera devorarlas con toda tranquilidad. El taoísta quedó reducido, de esta forma, a un fantasma con el cuerpo vacío y la barriga abierta y llena de sangre. Quien había ostentado tanto poder se convirtió en un espíritu sin entrañas. El verdugo dio una patada al cadáver para ver lo que quedaba de él, y comprobó, horrorizado que se había convertido en un ciervo de cornamentas blanquecinas. El oficial responsable de la ejecución corrió, una vez más, hacia donde se encontraba el rey y le dijo:
—El segundo Gran Inmortal no ha seguido, majestad, mejor suerte que el primero. Logró abrirse las entrañas, pero se las arrebató un halcón hambriento y murió al poco tiempo. Lo más desconcertante, sin embargo, ha sido que su cadáver se ha convertido en un ciervo con las cornamentas blanquecinas.
—¿Cómo es posible? —exclamó el rey, cada vez más asustado—. ¿Cómo ha podido transformarse en un ciervo con cuernos?
—Eso mismo me pregunto yo —replicó en seguida el Gran Inmortal Fuerza de Cabra—. ¿Cómo es posible que mi hermano se haya convertido en una bestia nada más morir? Por fuerza, todo esto es obra de ese maldito monje. Os suplico, por tanto, me permitáis vengar la muerte de mis dos correligionarios.
—¿De qué magia vas a servirte para derrotarle? —le increpó el rey.
—De la que me permitirá bañarme, como si nada, en un caldero de aceite hirviendo.
El rey ordenó preparar cuanto se precisaba para la prueba y pidió a los dos contendientes que no se demoraran en empezar.
—Debo agradeceros todas las atenciones que tenéis conmigo —dijo el Peregrino—. Llevo, de hecho, muchísimo tiempo sin tomar un baño y tengo la piel un poco seca; tanto, que me pica más de lo que estoy dispuesto a aguantar. Este aceite me ayudará, por cierto, a acabar con esa molesta irritación.
Los sirvientes imperiales habían encendido ya una gran hoguera y habían colocado el caldero de aceite hirviendo sobre un montón gigante de madera. El Peregrino se dirigió hacia la sartén con paso decidido pero, antes de meterse en ella, juntó las manos a la altura del pecho y preguntó:
—¿Se trata de un baño civil o de uno militar?
—¿Existe entre ellos alguna diferencia? —inquirió el rey.
—Por supuesto que sí —contestó el Peregrino—. Si es civil, no tendré que quitarme la ropa. Me pondré las manos en las caderas y saltaré dentro y fuera del caldero con tanta rapidez que los vestidos no se me mancharán lo más mínimo. Si aparece una sola gotita de aceite en ellos, querrá decir que no he realizado bien la prueba y que por lo tanto, he perdido. En el militar, por el contrario, tendré que despojarme de mis ropas y podré estar en el aceite cuanto quiera, permitiéndoseme retozar libremente en él.
—¿Qué clase de baño quieres tomar tú? —preguntó el rey al Inmortal Fuerza de Cabra—. ¿El militar o el civil?
—Si tomamos el civil —contestó Fuerza de Cabra—, cabe la posibilidad de que sus ropas hayan sido tratadas de antemano con alguna substancia que haga resbalar el aceite, por lo que nunca sabremos si se ha ajustado a las normas o no. Opino que lo más conveniente será tomar el militar.
—Perdonad, si, una vez más, pruebo yo el primero —se disculpó el Peregrino— pero poseo un carácter muy impulsivo para esperar mi turno.
No había acabado de decirlo, cuando se quitó la camisa y la túnica de piel de tigre, dio un salto y fue a parar al centro mismo del caldero, donde empezó a chapuzar, como si estuviera nadando.
Al verlo, Ba-Chie se llevó a la boca el dedo gordo y comentó con el Bonzo Sha:
—Me temo que hemos minusvalorado a ese mono. Cuando le propusieron esas pruebas y él aceptó, sin pensárselo dos veces, pensé que estaba fanfarroneando, pero ahora veo que posee de verdad los poderes que se arrogaba.
Su admiración era tan sincera que no podían dejar de comentarlo otra vez. Sin embargo, el Peregrino malinterpretó sus cuchicheos y, pensando que se estaban burlando de él, se dijo:
—Ni en estas circunstancias deja de reírse de mí ese Idiota. Esto es precisamente lo que quiere decir el proverbio que afirma: «La inteligencia nunca para, mientras que la idiotez siempre descansa». Es injusto que yo deba someterme a esta prueba, mientras él está ahí, tan tranquilo, sin hacer nada. Voy a hacerle una jugarreta, a ver si la próxima vez tiene un poco más de cuidado.
Cuando más satisfecho parecía estar del baño, se sumergió hasta el fondo del caldero, desapareciendo de la vista de los que le contemplaban admirados. Se había convertido, de improviso, en una tachuela y nadie podía dar con él. Dándole por muerto, el oficial responsable de sartén se llegó hasta donde estaba el rey y le informó:
—El monje que se sometió a la prueba del aceite ha perdido la vida, frito como un vulgar torrezno.
El rey ordenó que sacaran los huesos del caldero y se los llevaran a su presencia, cosa que trató de hacer el verdugo con una especie de espumadera de hierro. Como sus agujeros eran muy grandes y la tachuela en la que se había convertido el Peregrino era muy pequeña, no pudo y todos los intentos del verdugo se vieron condenados al más absoluto fracaso. Al oficial no le quedó, pues, más remedio que regresar junto a su señor y anunciar:
—Los huesos de ese monje parecen ser tan frágiles que todo su cuerpo se ha deshecho en la sartén, como si fuera de mantequilla.
—Muy bien —concluyó el rey—. En ese caso, atrapad a esos tres.
Los guardianes del palacio consideraron que Ba-Chie era el más peligroso y se lanzaron sobre él, haciéndole morder el polvo y atándole salvajemente las manos a la espalda.
Tripitaka estaba tan aterrado que no pudo por menos de levantar la voz, gritando:
—Os suplico, majestad, tengáis a bien perdonar a este humilde monje, que lo único que ha hecho a lo largo de su vida monacal ha sido acumular mérito tras mérito. El mayor de mis discípulos ha muerto y yo no pido para mí o los míos un trato mejor. ¿Cómo voy a negarme a enfrentarme a la muerte, si vos, que ostentáis el poder absoluto, habéis decretado que debemos morir? Por eso, el favor que ahora os pido no es para mí, sino para ese discípulo fiel que acaba de convertirse en espíritu. Sin duda alguna, está ahora vagando por el otro mundo, desconcertado y sin ayuda, y me gustaría echarle una mano. Os pido, pues, tengáis a bien traerme media taza de agua fría y un tazón de sopa. Permitidme, también, hacer caballos de papel y dadme vuestra venia para acercarme al caldero de aceite, con el fin de que pueda realizar una ofrenda funeraria. En cuanto haya presentado mis respetos al espíritu del discípulo muerto, me someteré de buena gana al castigo que hayáis pensado darme.
—De acuerdo —contestó el rey—. Se ve que los chinos sois un pueblo piadoso y leal. Adelante con tus ceremonias —y ordenó que se entregara al monje Tang una sopa de arroz y un poco de papel moneda para los espíritus.
El monje Tang y el Bonzo Sha se llegaron hasta el caldero por sus propios medios. Ba-Chie tuvo peor suerte, porque los soldados le agarraron de las orejas y le llevaron hasta allí a la fuerza. El monje Tang levantó la voz y dijo en tono solemne:
—¡Respetado discípulo Sun Wu-Kung! Jamás olvidaré el cariño que me has mostrado a lo largo de este interminable camino que conduce hacia el Oeste. Desde que accediste a seguir el camino del tu ejemplo y tu piedad han sido una guía para todos nosotros. Juntos esperábamos llegar a la Montaña del Espíritu, pero el destino ha querido que encontraras hoy la muerte. En vida todo cuanto hiciste encaminado a conseguir las escrituras sagradas. Es nuestro justo deseo que en la muerte tu mente esté solamente ocupada por la realidad de Buda. No dudamos, por tanto, que tu espíritu pasará pronto de las tinieblas al Templo del Trueno.
—Me temo, maestro —dijo Ba-Chie—, que no habéis hecho la invocación adecuada. Decidle al Bonzo Sha que levante un poco la sopa, para que pueda proferir yo otra más apropiada.
Aunque estaba firmemente sujeto al suelo, el Idiota se las arregló para proferir las siguientes barbaridades:
—¡Maldito mono buscador de problemas! ¡Ignorante cuidador de caballos! Está visto que merecías la muerte y que habías de acabar tus días frito en una sartén. ¡Estás acabado, mono cuidador de caballos!
El Peregrino Sun, que permanecía agazapado en el fondo del caldero con el ánimo de dar un escarmiento a Ba-Chie, no pudo aguantar las impertinencias del Idiota y volvió a recobrar la forma que le era habitual. Desnudo como estaba, se puso de pie en el caldero y gritó, enfurecido:
—¿Se puede saber a quién estás insultando, esclavo inútil?
—¡Menudo susto nos has dado! —exclamó, aliviado, el monje, al verle.
—A nuestro hermano le gusta juguetear con la muerte —comentó, por su parte, el Bonzo Sha.
—Al ver lo ocurrido, los funcionarios, tanto civiles como militares, corrieron a informar al rey, diciendo:
—Ese monje no ha muerto todavía majestad. Acaba de sacar la cabeza del aceite.
—No, no. Eso no es verdad —gritó el oficial responsable de la sartén, temiendo ser acusado de negligencia o de algún cargo similar—. Está muerto. Lo que ocurre es que hoy es un día muy poco propicio y el espíritu de ese monje se resiste a hacer el viaje al otro mundo.
Furioso por tantas sandeces, el Peregrino saltó de la sartén, se secó el aceite y se vistió.
Se llegó después hasta el oficial, sacó la barra de hierro y le propinó tal golpe en la cabeza que al instante quedó reducido a una masa informe.
—¿Puede un fantasma hacer esto? —gritó, triunfante.
Al ver lo ocurrido, los soldados que tenían sujeto a Ba-Chie, le dejaron inmediatamente en libertad y, echándose rostro en tierra, suplicaron, aterrorizados:
—¡Perdonadnos! ¡No sabíamos lo que hacíamos!
Hasta el rey parecía dispuesto a abandonar el trono del dragón y lanzarse a una vergonzosa huida. Afortunadamente se lo impidió el Peregrino, diciendo:
—No os vayáis tan deprisa, majestad. Ordenad al tercer mortal que se meta en la sartén.
—Sálvame la vida, Gran Inmortal, y métete en el caldero —pidió el rey al taoísta, temblando de pies a cabeza—. Si no lo haces, ese monje acabará con todos nosotros.
Fuerza de Cabra bajó los escalones y se quitó las ropas como había hecho el Peregrino.
Saltó después en el aceite y comenzó a bañarse tranquilamente. El Peregrino se llegó hasta el caldero y ordenó a los que azuzaban el fuego que añadieran un poco más de madera. Metió a continuación la mano en el aceite y comprobó, para su asombro, que estaba tan frío como el hielo. Desconcertado, se dijo:
—¡Qué cosa más rara! Cuando entré ahí estaba realmente caliente, mientras que ahora está casi helado. Por fuerza tiene que andar por ahí cerca un dragón.
Sin pensarlo dos veces, se elevó hacia lo alto y recitó un conjuro que empezaba por la letra «Om». Al instante hizo su aparición el Rey Dragón del Océano Septentrional y el Peregrino le regañó, furioso:
—¡Maldito gusano con cuernos! ¿Cómo te atreves, lagarto cubierto de escamas, a prestar ayuda a ese taoísta, haciendo que se esconda en el fondo del caldero un dragón frío? ¿Por qué quieres que parezca más poderoso de lo que es y, así, pueda derrotarme?
El Rey Dragón estaba tan asustado que no se atrevía a abrir la boca. Por fin, tomó aliento y respondió con voz entrecortada:
—Jamás me atrevería yo a hacer semejante cosa. Sin embargo, es posible que no sepáis que esta bestia se ha dedicado durante mucho tiempo a la ascesis, consiguiendo desprenderse de la forma que le era, en un principio, substancial. Eso le capacitó para el dominio de la magia de los cinco truenos. Sus otros poderes mágicos fueron obtenidos a través de sendas equivocadas, que, de ninguna manera, conducen a la auténtica inmortalidad. Por eso pudisteis destruir vos a sus correliginarios, desenmascarando su naturaleza y obligándoles a mostrarse tal cuales eran. Con éste vais a tener muchos más problemas, ya que aprendió el Arte de la Gran Ilusión en la Montaña del Pequeño Mao[3] y consiguió dominar a un dragón frío. Es extremadamente inteligente y muy difícil de engañar, tanto que vos no podéis absolutamente nada contra él. Hay, sin embargo, un camino para que ese taoísta quede convertido en un vulgar torrezno: arrestar a ese dragón y llevármelo conmigo.
—Hacedlo y os veréis libre de mi cólera —replicó el Peregrino—. Si no, ya sabéis lo que os espera.
El Rey Dragón se convirtió al instante en un viento huracanado, que entró en lo más profundo del caldero y arrastró consigo al dragón frío. El Peregrino descendió de la nube y se quedó a pocos pasos de Tripitaka, Ba-Chie y el Bonzo Sha, viendo cómo el taoísta se debatía desesperadamente en el seno del aceite, sin conseguir librarse del tormento. Cada vez que intentaba escalar la pared de la sartén, resbalaba hacia el fondo.
Al poco rato su carne se desintegró, su piel se tostó y sus huesos nadaron libremente en la superficie del aceite. El nuevo oficial responsable de la ejecución se llegó hasta donde estaba su majestad y le informó, diciendo:
—Acaba de morir el tercer Gran Inmortal.
El rey no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. Después se agarró con fuerza a la mesa imperial que tenía delante y, llorando amargamente, exclamó:
—¡Qué difícil es de conseguir la vida humana! Cuando falta la auténtica vida de un maestro, el elixir no tiene ningún valor. El hombre tiene a mano infinidad de conjuros e innumerables ofrendas que presentar a los dioses, pero no dispone de ningún remedio que pueda alargarle la vida. ¿Cómo va a alcanzarse el estado del nirvana sin perfeccionar el espíritu? Frágil es la vida, y vanos todos los esfuerzos que la llenan. ¿Por qué no renunciamos a ellos, si sabemos de antemano cuál es nuestro auténtico sino? De nada sirve refinar el mercurio y buscar la falsa perfección del oro. ¿Qué valor tiene en esas circunstancias levantar el viento y producir lluvia?
No sabemos lo que les sucedió al maestro y a los discípulos, por lo que deberá prestarse atención a lo que se dice en el capítulo siguiente.