CAPÍTULO IV
La Estrella de Oro del Planeta Venus abandonó la caverna acompañada por el Hermoso Rey de los Monos y juntos se remontaron por encima de las nubes. A Wu-Kung, sin embargo, le pareció que viajaban demasiado despacio y dio su famosa voltereta. Pronto adquirió una tremenda velocidad que le permitió dejar muy atrás a la Estrella de Oro y llegar primero a la Puerta Sur de los Cielos. Cuando, después de bajar de su nube, se disponía a entrar en el palacio, aparecieron el Devaraja Virudhaka, Pang, Liu, Kou, Pi, Tang, Hsin, Chang, Tao y otros héroes celestes con espadas, cimitarras, hachas y espadas en las manos. Con ademán fiero se llegaron hasta él, cortándole la entrada e impidiéndole seguir adelante.
—¿Qué clase de estafador es ese tal Estrella de Oro? —exclamó, malhumorado, el Rey de los Monos—. Si, como dice, he sido invitado a venir aquí, no comprendo cómo todos éstos vuelven contra mí sus espadas y lanzas, negándose a dejarme entrar.
No había acabado de airear tan justa protesta, cuando la Estrella de Oro llegó jadeando. Wu-Kung se volvió, furioso, contra él y le recriminó, diciendo:
—¿Por qué me has engañado? Si estoy aquí, es porque tú mismo me informaste de que el Emperador de Jade te había entregado un decreto de reconciliación para mí. Si eso es cierto, ¿cómo es posible que me cierren éstos la entrada y se empeñen en no dejarme pasar?
—Ante todo tratad de calmaros —le aconsejó la Estrella de Oro, sonriendo—. Puesto que antes no habéis estado en el Palacio Celeste ni poseéis un nombre apropiado, es natural que no os conozcan los guardianes. ¿Cómo van a dejaros pasar, si sois un perfecto desconocido para ellos? En cuanto os hayáis entrevistado con el Honorable Veda y éste os haya confiado una responsabilidad oficial, vuestro nombre aparecerá en las listas de los inmortales y podréis entrar y salir cuando buenamente os plazca. ¿Quién va a atreverse entonces a cortaros la entrada?
—Todo eso me parece muy bien —admitió Wu-Kung, más calmado—. Pero, visto cómo me han tratado, no pienso entrar solo.
—En ese caso, lo haré yo con vos —concluyó la Estrella de Oro, agarrándole de la mano. De esta forma, se dirigieron hacia la puerta. Cuando estaban a pocos pasos de ella, la Estrella de Oro levantó la voz y dijo con todas sus fuerzas—: ¡Abrid las puertas, guardianes del Palacio Celeste, y dejad entrar a este respetable inmortal! Procede de la Región Inferior y ha sido llamado por el Emperador de Jade en persona para hacerle entrega de un decreto de reconciliación.
El Devaraja Virudhaka y los otros héroes celestes depusieron al punto las armas y se hicieron a un lado para dejar pasar a visitantes tan ilustres. De esta forma, el Rey de los Monos terminó creyendo lo que se le había dicho. Guiado por la Estrella de Oro, entró, por fin, en el palacio, quedándose admirado ante tanta belleza. Era la primera vez que visitaba la Región de lo Alto y le impresionó vivamente la magnificencia del Salón Celeste, donde diez mil dardos de luz dorada giraban, como un torbellino, formando un impresionante arco iris de coral. La atmósfera poseía una delicada tonalidad azul, producida por miles de capas de aire sagrado. ¡Qué espléndida era, en verdad, la Puerta Sur! Estaba cubierta de brillantes teselas de color verde oscuro y coronada por impresionantes almenas de jade. A sus dos lados se veían apostadas veintenas de centinelas, algunos tan altos que sus cuerpos sobresalían por encima de los bastiones y, todos, armados con arcos y otras armas arrojadizas. Adondequiera que se dirigiera la vista podían verse seres celestes protegidos por armaduras de oro y sosteniendo en sus aguerridas manos hachas, látigos, cimitarras y espadas.
Pero si impresionante era el exterior de la corte, su interior lo superaba con creces. Sus salones parecían jardines en los que sólo crecían enormes pilares, en los que habían sido esculpidos dragones de un color rojo brillante con escamas de oro puro que relucían al sol. En sus amplios espacios abiertos se habían levantado puentes llamativamente largos, sobre los que revoloteaban fénix de cabeza rojiza y plumaje de vivos y múltiples colores. A ratos una neblina brillante reflejaba la trémula luz del cielo, para tornarse verde a continuación y hacerse tan densa que llegaba a oscurecer el tímido parpadeo de las estrellas.
En tan maravilloso lugar se elevaban las treinta y tres mansiones celestes[1], que poseen nombres tan significativos como Nube Desperdigada, Vaisravana, Pancavidya, Suyama, Nirmanarati… y en cuyo caballete del tejado se apreciaba la presencia de una bestia de oro. También podían verse allí las setenta y dos salas del tesoro, designadas con nombres tales como Reunión Matutina, Vacío Sobrenatural, Preciosa Luz, Rey Celeste, Divino Maestro… y cuyas columnas poseían frisos de unicornios de jade. Allí, igualmente, crecían flores que llevaban abiertas sin marchitarse más de mil milenios, y hierbas exóticas, usadas en la preparación de diferentes elixires, que no habían perdido su verdor durante los últimos diez mil años.
Wu-Kung pasó junto a la Torre Dedicada al Gran Sabio, donde pudo ver las túnicas de seda de color púrpura, brillantes como estrellas relucientes, las gorras con forma de reptil, cargadas de oro y de piedras preciosas, las horquillas de jade, los zapatos de nácar, los fajines bermellones y los ornamentos dorados. Cuando se escuchaba el tañir de las campanas de oro, cruzaban el patio color escarlata brillante los uniformes de los Tres Jueces del Reino Inferior[2], mientras que, cuando se oía el redoble de los tambores celestes, lo hacían diez mil sabios de la corte, prestos a servir al Emperador de Jade.
Wu-Kung pasó también junto al Salón del Tesoro de la Niebla Divina, donde las puertas y marcos eran de jade, y las puntas y clavos que los unían, de oro puro. Sus pasillos y corredores se contaban por millares y por doquier se veían esculturas y relieves de una perfecta y elegante hechura. Poseía tres y cuatro aleros, tan espaciosos que en cada uno de ellos cuidaban de sus crías los dragones y los fénix. En su punto más amplio se abría una espléndida cúpula redonda, gigantesca calabaza de oro color púrpura, bajo la que las diosas protectoras tendían sus abanicos y las doncellas de jade colgaban sus velos de inmortales.
La apariencia de los mariscales celestes que supervisaban la marcha de la corte era feroz, y digna la de los diez mil oficiales entre cuyas responsabilidades sobresalía la de proteger el trono. Ninguno prestaba, sin embargo, atención especial a una fuente de cristal llena hasta rebosar de píldoras del elixir de la Gran Mónada, junto a la que había varios jarrones de cornalina con ramas retorcidas de coral sobresaliendo por la grácil apertura de sus bocas. En aquel salón celeste podía contemplarse todo género de objetos extraños, absolutamente diferentes de los que pueden encontrarse en la tierra, tales como arcadas de oro, carrozas de plata, capullos de coral, plantas de jaspe con brotes tiernos de jade… Para mayor asombro, un conejo de lapislázuli se acercó al trono para presentar sus respetos al Rey de los Cielos, mientras un cuervo de oro[3] vino volando a rendir pleitesía al Gran Sabio. ¡Qué inmensa suerte la del Rey de los Monos, al ser admitido en los misterios del reino celeste, él, que en nada era tenido en el mundo de los hombres!
La Estrella de Oro del Planeta Venus condujo al Hermoso Rey de los Monos a la Sala del Tesoro de la Niebla Divina, de donde fueron llevados, sin dilación alguna, a la presencia del Señor del Cielo. Al verle, la Estrella se echó inmediatamente rostro en tierra. Wu-Kung, por su parte, permaneció de pie, rascándose irrespetuosamente la oreja, mientras su compañero de viaje informaba a su señor del resultado de sus gestiones.
—Vuestro humilde siervo —dijo la Estrella de Oro— ha traído consigo, según vuestro deseo, al inmortal caprichoso.
—¿Quién es ese inmortal caprichoso del que hablas? —preguntó el Emperador de Jade, condescendiente.
Sólo entonces se avino Wu-Kung a hacer una pequeña inclinación y respondió con altanería:
—¿Quién otro podía ser más que yo?
Los funcionarios celestes enmudecieron, escandalizados, y comentaron entre sí, malhumorados:
—¡Qué mono más maleducado! No sólo no se ha postrado ante el trono, sino que, encima, tiene la desfachatez de responder sin que nadie le haya preguntado. ¡Habráse visto tanta insolencia! ¡Es digno de pena de muerte!
—Sun Wu-Kung es un inmortal caprichoso, procedente de las Regiones Inferiores, que ha adquirido hace muy poco la apariencia humana —dijo el Emperador de Jade, saliendo al paso de sus comentarios—. Es lógico, por tanto, que desconozca la etiqueta de la corte, por lo que opino que esta vez debemos pasar por alto su insolente ignorancia.
—Nos parece acertada la decisión de su majestad —replicaron los funcionarios celestes.
Dándose cuenta de lo difícil de su situación, Wu-Kung dobló las manos sobre el pecho e hizo una profunda inclinación, al tiempo que musitaba una ininteligible expresión de gratitud. El Emperador de Jade se volvió entonces a sus subordinados y les ordenó que miraran si había algún puesto vacante que pudiera ocupar Sun Wu-Kung. Al punto se adelantó el Espíritu Estrella de Wu-Chü, que informó con tembloroso respeto:
—En todas las dependencias del Palacio Celeste no hay una sola posición vacante, gran señor. Sólo en los establos parece haber necesidad de un supervisor.
—En ese caso —concluyó el Emperador de Jade—, que se haga cargo de las caballerizas imperiales[4] y que cuide lo mejor que pueda de los caballos.
Todos los cortesanos alabaron la sabia decisión del emperador, menos, por supuesto, el propio Mono, al que, sin embargo, no le quedó más remedio que hacer una profunda reverencia y expresar en voz alta la incondicionalidad de su gratitud. El Emperador de Jade se volvió entonces al Espíritu del Planeta Júpiter y le ordenó que acompañara a su nuevo oficial a los establos.
El Rey de los Monos siguió al Espíritu hasta las caballerizas, dispuesto a cumplir con sus nuevas responsabilidades lo mejor que pudiera. En cuanto la Estrella de Júpiter le hubo dejado solo, convocó a todos sus subordinados —caballerizos, mozos y palafreneros— y les pidió que le pusieran al tanto de la situación de los establos. Pudo comprobar, así, que el número de caballos celestes superaba con mucho el millar, contándose entre ellos animales de la valía de Hua-Lian, Chr-Ching, Lu-Ar, Hsien-Li, Tzu-Hsiang, Chüe-Te, Yao-Niao, Esposas de Dragón, Golondrinas Rojas, Alas Dobladas, Cascos de Plata, Amarillos Voladores, Castañas, Más-rápidos-que-las-flechas, Liebres Rojas, Más-veloces-que-la-luz, Luces Saltarinas, Sombras de Bóveda, Dispersadores de Niebla, Perseguidores de Viento, Destructores de Distancia, Alas Voladoras, Provocadores de Vientos, Brisas Huracanadas, Relámpagos Deslumbrantes, Gorriones de Cobre, Nubes Flotantes, Libélulas Multicolores, Tigres Pinteados, Quitadores de Polvo, Escamas Púrpura[5] y ejemplares procedentes de todos los rincones de la región de Ferghana[6]. Eran animales que, como los ocho corceles y los nueve sementales, carecían totalmente de rival en un radio de mil kilómetros a la redonda. Los caballos celestes superaban en finura a todos los demás, a pesar de asemejarse su relincho al ulular del viento y poseer su galope la indescriptible fortaleza del trueno. Sin cesar hollaban la escarcha y se remontaban por encima de las nubes con inalterable brío.
El Rey de los Monos repasó cuidadosamente las listas de los animales a su cargo y realizó una detenida inspección de todas las instalaciones. Las personas a su cargo eran incontables, encargándose unos de obtener las provisiones; otros de lavar y cepillar a los caballos, cortar el heno y prepararles la comida; y otros, finalmente, de velar por la buena marcha de todo el establecimiento. Desde el primer día el nuevo «pi-ma-wen»[7] no descansó ni un solo momento, supervisando personalmente el cuidado de los animales, preocupándose durante el día de su estado y velándoles con paternal diligencia por la noche. A los que querían dormir los hacía espabilarse y después les daba de comer, mientras que a los que deseaban galopar los hacía entrar en los establos y no los dejaba salir. De esta forma, consiguió que, en cuanto le veían, se comportaran con una docilidad inexplicable y todos engordaron al cabo de muy poco tiempo.
Así transcurrió aproximadamente medio mes y los oficiales encargados de los otros departamentos decidieron que había llegado ya la hora de felicitarle por sus logros y admitirle definitivamente en su círculo de inmortales. Le ofrecieron, pues, un espléndido banquete, al que no faltó ninguno de los personajes más famosos de la corte. Cuando llegó el momento de los brindis, el Rey de los Monos aprovechó la ocasión para preguntarles:
—¿Qué lugar ocupa dentro del funcionariado ese cargo de «pi-ma-wen» que yo ostento?
—Exactamente el mismo que su título —respondieron ellos, burlones.
—Sí, pero ¿cuál es su grado? —insistió él.
—Tu cargo carece totalmente de grado —explicaron ellos.
—¿Queréis decir que es tan alto que los supera a todos y no hay ninguno sobre él? —volvió a preguntar el Rey de los Monos.
—¡De ninguna manera! —exclamaron ellos, soltando la carcajada—. Tu posición es… ¿cómo diríamos…? reacia a toda clasificación.
—¿Qué implicáis con eso de que es reacia a toda clasificación? —inquirió, una vez más, el Rey de los Monos.
—Nada —contestaron ellos—. Sólo que es la última de todas. Consideradlo fríamente y os daréis cuenta de que vuestra responsabilidad consiste en cuidar exclusivamente de caballos, cosa que, en realidad, puede hacer cualquiera. Ya veis, desde vuestra llegada os habéis dedicado en cuerpo y alma a esa tarea y ¿qué recompensa habéis recibido hasta la fecha? ¡Ninguna! Si lográis que los animales engorden, como máximo os dirán que no está mal. Pero, si adelgazan o sufren algún tipo de lesión, os echarán una buena bronca y hasta es posible que os lleven ante el juez y os hagan pagar una multa considerable.
Al oír eso, al Rey de los Monos le dio un vuelco el corazón y exclamó, rechinando los dientes con amargura:
—¿Cómo es posible que se me trate con tanto desprecio? En la Montaña de las Flores y Frutos se me tenía por un rey y era respetado como un patriarca. ¿A quién se le ocurrió traerme hasta aquí con engaños para cuidar simplemente de animales y caballos? ¿Por qué han tenido que tratarme así, cuando todo el mundo sabe que poseo cualidades para ser más que un vulgar mozo de cuadra, un trabajo de rango inferior que sólo desempeñan los menos inteligentes y los más jóvenes? ¡No volveré a ejercerlo nunca más! ¡Me niego a ello! ¡Ahora mismo me marcho!
Ciego de cólera, dio una tremenda patada a la mesa sobre la que había sido servido el banquete y se sacó de la oreja la barra de hierro, que, en un abrir y cerrar de ojos, adquirió el grosor de un cuenco de arroz. Repartiendo golpes a diestro y siniestro, salió de los establos imperiales y se dirigió hacia la Puerta Sur. Como sabían que ahora ostentaba el grado de «pi-ma-wen», los guardianes celestes no se atrevieron a echarle el alto y le dejaron abandonar libremente el Palacio Celeste.
En menos de lo que uno mueve un dedo, se montó en la nube y regresó a toda prisa a la Montaña de las Flores y Frutos. Desde el aire vio a los cuatro comandantes ejercitando a las tropas, en compañía de los Reyes Monstruos de las otras cavernas, y, levantando la voz, les gritó:
—¡Abridme paso! ¡Vuestro rey acaba de llegar!
Al instante todos los monos se echaron rostro en tierra y empezaron a golpear el suelo con la frente. Después le condujeron con gran fanfarria al interior de la cueva, donde le ofrecieron un espléndido banquete de bienvenida. Complacido, el Rey de los Monos se sentó en su trono y los representantes de sus súbditos le dijeron, respetuosos:
—Recibid nuestra más sincera enhorabuena, gran señor. Habiendo residido más de diez años en las regiones de lo alto, es natural que demos por supuesto que hayáis obtenido infinidad de honores allá arriba, honores que, de alguna manera, a todos nos afectan.
—¿Cómo que diez años? —exclamó el Rey de los Monos, sorprendido—. Sólo he estado ausente algo más de medio mes.
—Cuando uno vive en el Cielo, gran señor —le hicieron recapacitar algunos de sus súbditos—, pierde totalmente la conciencia del tiempo. Un día allá arriba equivale, por lo menos, a un año de la tierra. ¿Podemos preguntaros qué cargo habéis desempeñado durante vuestra ausencia?
—¡No me habléis de eso! —contestó el Rey de los Monos, sacudiendo las manos—. ¡Me da vergüenza decíroslo! El Emperador de Jade no sabe apreciar el valor de las personas. Al ver mi apariencia de mono, me confió un cargo llamado «pi-ma», que en realidad significa caballerizo mayor de sus establos. Se trata de un trabajo tan poco considerado que ni siquiera entra dentro de la categoría de funcionario imperial. Por supuesto, yo no lo sabía, cuando me hice cargo de él; incluso llegué a pasármelo bien en los establos. Pero, cuando hoy pregunté a los otros inmortales sobre la consideración que merecía y descubrí que se trataba de una posición que no inspiraba el menor respeto, me puse tan furioso que de un solo golpe derribé la mesa del banquete que me estaban ofreciendo y renuncié a mi cargo. Ésa es la razón por la que ahora me encuentro de vuelta entre vosotros.
—Nos alegramos de que así sea —dijeron, entusiasmados, los monos—. ¡Bienvenido a vuestro hogar! En esta cueva sagrada encontraréis el respeto y la felicidad que se os han negado en ese otro sitio. No tiene sentido abandonarla para convertiros en un simple mozo de cuadra.
—¡Traed vino inmediatamente y brindemos a la salud de nuestro gran rey! —gritaron otros.
Cuando más animados estaban, bebiendo y charlando alegremente, se presentó uno de sus súbditos y le informó, diciendo:
—Ahí fuera, gran señor, hay dos demonios con un solo cuerno, que desean veros.
—Hacedlos pasar —ordenó el Rey de los Monos.
En cuanto los demonios lo oyeron, se arreglaron un poco las ropas y se precipitaron al interior de la caverna, postrándose respetuosamente al ver a Sun Wu-Kung.
—¿Se puede saber para qué queréis verme? —les preguntó el Hermoso Rey de los Monos.
—Hace ya bastante tiempo que deseábamos entrevistarnos con vos, pero no nos atrevíamos a solicitar una audiencia —confesaron los dos demonios—. Hoy, por fin, hemos oído que el Emperador Celeste os ha ofrecido un importantísimo cargo en su corte y que habéis regresado con más honores de los que un día partisteis. Eso nos ha animado a venir a regalaros esta túnica roja y gualda y a unirnos, así, a vuestra celebración. Si no tenéis inconveniente en tratar con gente tan vulgar y rastrera como nosotros, nos encantaría entrar a vuestro servicio, aunque sólo fuera como perros o animales de carga.
Gratamente complacido por su sinceridad, el Rey de los Monos aceptó el regalo, que se puso allí mismo, mientras los demás le rendían pleitesía. Su satisfacción era tan grande que, sin pensarlo dos veces, nombró a los demonios Comandantes de la Vanguardia y Mariscales de los Regimientos de Choque.
—¿Podemos preguntaros —dijeron humildemente sus dos nuevos subordinados, después de darle las gracias— qué cargo habéis desempeñado en el Cielo durante todo este tiempo que allí habéis pasado?
—El Emperador de Jade no sabe apreciar la valía de las personas que a él se acercan —contestó el Rey de los Monos—. No es de extrañar, por tanto, que sólo me nombrara «pi-ma» de sus establos.
—¿Cómo es posible? —exclamaron, escandalizados, los dos demonios—. Con los poderes que vos poseéis ¿y únicamente os confió el cuidado de sus caballos? No hay nada que pueda impediros asumir el rango de Gran Sabio, Sosia del Cielo.
El Rey de los Monos no podía ocultar su profunda satisfacción. Era, de hecho, tan grande que le resultaba prácticamente imposible refrenar su entusiasmo y no ponerse a aplaudir. Se volvió, sonriendo, a sus cuatro comandantes y les ordenó:
—Haced inmediatamente un estandarte que diga «El Gran Sabio, Sosia del Cielo», y colocadlo en un sitio bien visible. De ahora en adelante queda abolido el título de Gran Rey, debiendo hacer uso de esa otra denominación todo aquel que quiera dirigirse a mí. Que se informe de ello a los Reyes Monstruo de las otras cavernas y, así, se evitarán enojosos malentendidos.
Al día siguiente el Emperador de Jade convocó a sus cortesanos y se dispuso a escuchar los informes de los responsables de los diferentes departamentos. Apenas había tomado asiento, cuando hizo su aparición en el patio rojizo el Maestro Chang[8], seguido del encargado en funciones de las caballerizas imperiales y uno de sus ayudantes. Los tres se echaron rostro en tierra y dijeron a su excelencia:
—Ayer Sun Wu-Kung, el inmortal al que confiasteis el cuidado de vuestros establos, consideró que su posición no era adecuada a sus muchas cualidades y abandonó el Palacio Celeste con una actitud que no dudamos en calificar de auténtica rebeldía.
No había acabado de decirlo, cuando se presentó el Devaraja Virudhaka al frente de los guardianes de la Puerta Sur e informó a su señor, diciendo:
—Por razones que escapan a nuestra comprensión, el nuevo «pi-ma» abandonó ayer el palacio y aún no ha regresado.
Al oír eso, el Emperador de Jade montó en cólera y les ordenó:
—Vosotros y vuestros subalternos podéis regresar a vuestros puestos. Os aseguro que esa bestia no quedará sin castigo, porque pienso enviar un grupo de soldados a detenerle.
El Devaraja Li[9] y el Príncipe Nata dieron entonces un paso al frente y dijeron con indescriptible respeto:
—A pesar de no pertenecer al grupo de vuestros más destacados súbditos, solicitamos permiso para llevar a cabo la detención de ese monstruo.
Impresionado por su valentía, el Emperador de Jade nombró al Devaraja Li-Ching jefe supremo de la expedición y ascendió al Príncipe Nata a Presidente de la Asamblea de los Inmortales. Ambos quedaron constituidos, así, responsables de la fuerza que, sin dilación alguna, debía descender a las Regiones Inferiores y llevar a buen término el mandato del Emperador.
Tras golpear repetidamente el suelo con la frente, solicitaron permiso para retirarse y fueron a despedirse de los suyos. Pasaron a continuación revista a las tropas, nombrando al Dios Espíritu Todopoderoso, Jefe de la Vanguardia; al General Panza de Pez, Comandante de la Retaguardia, y al General de los Yaksas, Oficial de Enlace[10]. Sin más demora, abandonaron el Palacio por la Puerta Sur y se dirigieron directamente a la Montaña de las Flores y Frutos. Tras escoger un lugar adecuado para el asentamiento del campamento, el Dios Espíritu Todopoderoso recibió la orden de atacar. El general se ajustó la armadura, tomó su hacha, que sólo usaba en defensa de la virtud y el orden, y se dirigió, decidido, hacia la Caverna de la Cortina de Agua. Delante de ella vio una gran multitud de monstruos —entre los que se contaban lobos, insectos, tigres, leopardos y otras alimañas semejantes—, saltando, lanzando alaridos y agitando sin cesar sus espadas y lanzas.
—¡Malditas bestias! —gritó el Dios Espíritu Todopoderoso—. Id a informar al «pi-ma-wen» que acaba de llegar un general del Cielo con la orden específica de arrestarle. Decidle en nombre del Emperador de Jade que se rinda y salga lo más rápidamente posible. De lo contrario, todos vosotros seréis pasados por las armas.
Los monstruos se precipitaron en desbandada al interior de la cueva e informaron a voz en grito a su señor:
—¡Qué desgracia! ¡La mala fortuna está a punto de cebarse en nosotros!
—¿Se puede saber de qué estáis hablando? —preguntó, sorprendido, el Rey de los Monos.
—Ahí fuera —explicaron lo mejor que pudieron— hay un guerrero celeste que dice venir en nombre del Emperador de Jade a arrestaros. Exige, por tanto, que salgáis cuanto antes y os rindáis, si no queréis que sean sacrificadas todas nuestras vidas.
El Rey de los Monos se puso en seguida de pie y ordenó con gesto marcial:
—¡Traedme mis aparejos de batalla!
Sin pérdida de tiempo se ajustó sobre la cabeza el yelmo de oro rojo, protegió su pecho con la coraza de oro amarillo, se calzó los zapatos de andar por las nubes y tomó en sus manos la barra de hierro con los extremos dorados. En seguida reunió a todo su ejército, lo dispuso en orden de batalla y lo condujo al exterior de la caverna. Al verlo, el Dios Espíritu Todopoderoso se quedó mudo de espanto. La apariencia del Rey de los Monos era tan impresionante que no podía apartar los ojos de él. Jamás había visto una figura tan magnífica como la suya. La coraza de oro que cubría su cuerpo brillaba como si fuera un remedo del sol, lo mismo que el yelmo dorado que protegía su cabeza. Tan impresionante atuendo no desdecía en nada de la barra con los extremos de oro que sostenía en sus manos, ni de los zapatos de hollar nubes que calzaban sus pies. Para colmo, sus ojos brillaban con la furia de mil estrellas en llamas y por encima de sus hombros sobresalía la empinada dureza de sus dos orejas, que habían empezado ya, como todo su cuerpo, a metamorfosearse. Su voz sonaba, de hecho, a repique de campanas, resultando extremadamente difícil reconocer en ella al «pi-ma» de protuberante boca y dientes separados, que había cometido la osadía de autotitularse Sabio Sosia del Cielo. Pese a todo, el Dios Espíritu Todopoderoso no se arredró y preguntó con fuerte voz:
—¿Me reconoces, mono maldito?
—¿Qué clase de dios sin personalidad eres tú? —replicó en seguida el Gran Sabio—. Creo que jamás nos hemos visto, así que harías bien en decirme cuanto antes tu nombre.
—¿Qué quieres dar a entender con eso de que no me conoces, mono engreído? —volvió a preguntar el enviado celeste—. Soy el Dios Espíritu Todopoderoso, Jefe de la Vanguardia del Ejército Celeste al mando del Honorable Li-Ching, enviado por el Emperador de Jade para obtener tu rendición. Así que despréndete cuanto antes de todas tus armas y sométete al beneplácito celeste, si no quieres que todas las criaturas de esta montaña sean pasadas a cuchillo. ¡Tú mismo quedarás reducido a polvo en unos segundos, si osas abrir la boca para decir un simple no!
—¿Qué tipo de imprudente inocentón eres tú? —bramó el Rey de los Monos, furioso—. ¡Deja de fanfarronear y de darle a la lengua, de una vez! Podría borrarte de este mundo con sólo tocarte con mi barra, pero, puesto que aún no te he dicho lo que tengo que decirte, te perdonaré de momento la vida. Regresa cuanto antes al Cielo y dile de mi parte al Emperador de Jade que no tiene el menor respeto por la auténtica valía. Mírame a mí, por ejemplo. Mis capacidades son prácticamente infinitas y, sin embargo, sólo accedió a confiarme el cuidado de sus caballos. ¿Has visto las palabras que he hecho bordar en mi estandarte? Expresan lo que de verdad soy. Te prometo, por tanto, que, si se me concede una posición acorde con lo que ellas significan, depondré mis armas y volverá a florecer la paz en el universo. Pero si, por el contrario, el Emperador de Jade no accede a mis peticiones, no pararé de luchar hasta que haya puesto mis pies en la Sala del Tesoro de la Niebla Divina y me haya sentado en su trono de dragones.
Al oír esas palabras, el Dios Espíritu Todopoderoso abrió los ojos cuanto pudo y se volvió en la dirección en la que soplaba el viento. Fue así como descubrió en el exterior de la caverna un enorme mástil del que colgaba un estandarte gigantesco en el que podía leerse: «El Gran Sabio, Sosia del Cielo». El dios soltó la carcajada y exclamó con mal contenido desprecio:
—¡Estúpido mono! ¡Es increíble lo fatuo y arrogante que has llegado a ser! ¿Cómo se te ha ocurrido arrogarte el título de Gran Sabio, Sosia del Cielo, cuando eres incapaz de hacer frente al poderío destructor de mi hacha? —y lanzó contra su cabeza un certero revés.
Pero El Rey de los Monos era un guerrero experimentado y no se arredró. Paró el golpe sin ninguna dificultad con la barra de hierro, dando así comienzo a un apasionante encuentro. Las dos armas eran, en verdad, inigualables. Una, la barra, se llamaba Complaciente y la otra, el hacha, había recibido el nombre de Proclamadora de la Virtud. Las dos se encontraron repetidamente y ninguna mostró la menor debilidad ni dio muestras de ser superior a la otra. Si la una poseía extraordinarios poderes secretos, la otra no le iba a la zaga, mostrando abiertamente su poderío y su fuerza. Quienes las usaban eran, en verdad, espléndidos guerreros. Su concentración en cada golpe era tanta que parecían sabios volcados sobre un códice. Pero no era menor su fiereza. En cada encuentro los dos resoplaban neblinas y nubes, levantando a su alrededor oleadas de barro y tormentas de arena. No podía ser de otra forma, ya que ambos eran guerreros celestes. Pero el poder metamorfoseador del Rey de los Monos no conocía límites y, a la postre, terminó imponiéndose a su rival. La barra de hierro parecía un dragón jugando en el agua y el hacha se asemejaba a un fénix rebanando flores con limpieza, pero el Dios Espíritu Todopoderoso, a pesar de ser conocido en todo el mundo, no era contrincante para el Gran Sabio. Con un solo golpe de su barra era capaz de hacer desaparecer al cuerpo más fornido.
El Dios Espíritu Todopoderoso comprendió pronto que no tenía nada que hacer contra un rival tan formidable. Sin embargo, continuó defendiéndose lo mejor que pudo. El Rey de los Monos lanzó un terrible mandoble contra su cabeza, que él detuvo oportunamente con su hacha; pero no pudo evitar que el astil se le partiera en dos y no le quedó más remedio que dejar el campo libre, huyendo vergonzosamente para salvar la vida.
—¡Estúpido! —gritó, despectivo, el Rey de los Monos—. No creas que has logrado escapar por tu propia industria. Si no te he rematado, ha sido porque quiero que regreses junto a tu señor y le transmitas mi mensaje.
Corrido de vergüenza, el Dios Espíritu Todopoderoso regresó al campamento y fue inmediatamente a ver al Devaraja Li-Ching. Resollando como un animal herido, se arrodilló ante él y dijo:
—Ese «pi-ma» posee, en verdad, extraordinarios poderes mágicos. Los ha usado en contra mía y me ha resultado imposible dominarle. Deshonrado y derrotado, suplico ahora vuestra clemencia.
—¡No hay perdón para quien no sabe comportarse con hombría en el campo de batalla! —exclamó el Devaraja Li con acrimonia—. Sacadle fuera y ejecutadle.
El Príncipe Nata dio entonces un paso al frente e, inclinándose respetuosamente ante su superior, suplicó clemencia, diciendo:
—Dejad apagar los rescoldos de vuestra ira y perdonad al Dios Espíritu Todopoderoso la parte de culpa que haya podido tener en su vergonzosa derrota. Permitidme, al mismo tiempo, entrar en combate y así descubriremos si lo que afirma es verdad o no.
Li-Ching no echó en saco roto su consejo y, volviéndose hacia el Dios Espíritu Todopoderoso, le ordenó que se retirara a su tienda y esperara allí la notificación de su decisión definitiva. El Príncipe Nata, mientras tanto, vistió su armadura y salió a toda prisa del campamento, camino de la Caverna de la Cortina de Agua.
Wu-Kung estaba licenciando a sus tropas, cuando levantó de pronto la vista y le vio acercarse con una fiereza que no cuadraba en absoluto con su extremada juventud. Su cabello apenas le llegaba, de hecho, a la altura de los hombros y los mechones que le caían por la frente aún acentuaban más su aspecto aniñado. Era meridianamente claro, sin embargo, que poseía una mente rápida e inteligente, que no desdecía en nada de la nobleza y elegancia de su porte. Quien le veía caía en seguida en la cuenta de que se trataba de un inmortal tan auténtico como el fénix o el unicornio, del que muy bien podía pasar por hijo. Por sus venas corría la sangre del dragón y eso le hacía poseedor de rasgos muy poco comunes incluso entre los inmortales. Lo tierno de su edad no era obstáculo para que dominara a la perfección seis clases de magia guerrera. Para él no encerraba secreto alguno volar, dar magníficos saltos y metamorfosearse en lo que buenamente le viniera en gana. No había nada de extraño en que el Emperador de Jade le hubiera nombrado Presidente de la Asamblea de los Inmortales.
Al verle acercarse, Wu-Kung levantó la voz y le preguntó con visible sorna:
—¿Se puede saber de quién eres tú hermano y qué es lo que pretendes, viniendo a llamar a mi puerta?
—¡Maldito mono rebelde! —gritó el Príncipe—. ¿Acaso no me reconoces? Soy Nata, el tercer hijo del Devaraja Li-Ching, y me encuentro aquí no por voluntad propia, sino por expreso deseo del Emperador de Jade, que me ha ordenado venir a arrestarte.
—¿Arrestarme tú a mí? —replicó Wu-Kung, soltando la carcajada—. No sabes ni lo que dices, joven príncipe. Todavía no se te han caído los dientes de leche ni el lanugo se ha desprendido de tu cuerpo, y ¿te atreves a hablarme con esa insolencia? Debería darte un castigo ejemplar, pero no voy a hacerlo. No pienso pelear contigo. Lo que sí te pido es que eches un vistazo a las palabras que hay bordadas en mi estandarte, para que después se las transmitas al pie de la letra al Emperador de Jade. Si se aviene a concederme la posición que ellas reclaman, no tendréis que luchar contra mí, porque yo mismo depondré las armas. Pero, si se niega a satisfacer mis deseos, ten por seguro que mis armas me conducirán directamente hasta el mismísimo Salón del Tesoro de la Niebla Divina.
Nata levantó la vista y leyó con asombro la inscripción «El Gran Sabio, Sosia del Cielo». Semejante atrevimiento le hizo perder los estribos y exclamó con desprecio:
—¿Qué clase de poder tienes tú para arrogarte semejante título? Has de saber que no te tengo el menor miedo. Y lo que es más: voy a hacerte tragar mi espada.
—Eso no me asusta —contestó Wu-Kung, burlón—. Me quedaré quieto, cuanto tú lances tus estocadas contra mí, y estoy seguro de que ni siquiera me rozarás.
Semejante baladronada sacó fuera de sí al joven Nata, que gritó, furioso:
—¡Que mi cuerpo se transforme!
Y al instante se convirtió en un terrible personaje de tres cabezas y seis brazos, con los que blandía otras tantas armas: una espada para matar monstruos, una cimitarra para descuartizar bestias, una cuerda para atar espíritus rebeldes, un látigo para domar demonios, una bola afiligranada y una rueda de fuego, con las que organizó un mortífero ataque frontal.
—¡Vaya! —exclamó Wu-Kung, sorprendido ante tan inesperado despliegue de efectivos—. Se ve que el muchachito conoce unos cuantos trucos. Pero no hay por qué alarmarse. También yo soy un experto mago —y gritó con todas sus fuerzas—: ¡Transformación!
En un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en una horrenda criatura de tres cabezas y seis brazos, que sostenían, amenazadores, las tres barras de hierro en las que se mutó el arma de los extremos de oro que en su día le regaló el Rey Dragón del Océano Oriental. No es extraño que el encuentro fuera tan feroz; la tierra se puso a temblar y las montañas se vieron sacudidas hasta en sus raíces. ¡Jamás se había visto una batalla como la que aquel día ofrecieron el Príncipe Nata y el Hermoso Rey de los Monos! Los dos debían al mismo origen su fuerza y en ningún momento rechazaron el cuerpo a cuerpo. Rápida era la espada de matar monstruos, letal la cimitarra de descuartizar bestias, mortal como una serpiente voladora la cuerda de atar espíritus rebeldes, destructora como dardos ígneos la bola de fuego y enloquecedora la rapidez con la que giraba la bola afiligranada; pero las tres barras de hierro del Gran Sabio cubrieron con efectividad sus flancos y se mostraron invencibles en la defensa de su retaguardia. La batalla estaba tan igualada que era imposible pronosticar con certeza un vencedor. Con el fin de romper el punto muerto al que parecía haber llegado, la infatigable mente del Príncipe ordenó a sus seis armas mágicas que se convirtieran en cientos y miles de millones, y que atacaran, todas a una, la cabeza de su adversario. Impertérrito, el Rey de los Monos soltó la carcajada e instó a sus tres barras de hierro a que se multiplicaran primero por mil, después por diez mil y, finalmente, por un número que superaba todo cálculo. Así pudo hacer frente al ataque de su enemigo, llenándose el cielo de un enjambre tan numeroso de dragones danzarines que los Reyes Monstruos de las diferentes cavernas sintieron un pavor mortal y corrieron a refugiarse en sus bien protegidas guaridas. Su actitud no tenía, en realidad, nada de cobarde. El cansado aliento de los dos contendientes se semejaba a nubes espesas y el rápido movimiento de sus múltiples brazos recordaba al viento huracanado. Sus feroces gritos movían a espanto a todos cuantos los oían, incluidos los soldados de ambos bandos que sostenían los estandartes de sus señores. Si cabe, su pavor era aún mayor, porque nadie podía predecir el lado del que iba a caer la suerte ni a quién correspondería la gloria de la victoria.
Haciendo uso sin cesar de sus poderes sobrenaturales, el Príncipe y Wu-Kung resistieron sin desmayar más de treinta asaltos. Las seis armas de aquél se convirtieron en diez mil, pero otro tanto hicieron las tres barras de éste. Todas ellas desplegaron su mortífera efectividad en la altura, entrechocándose en el aire como meteoros o gotas de lluvia. Sin embargo, ni siquiera tan asombrosa táctica fue capaz de establecer un claro vencedor. A la larga, fue Wu-Kung quien dio muestras de poseer un ojo y una mano más certeros. Cuando más encarnizada parecía ser la batalla, se arrancó un pelo del pecho y gritó:
—¡Transfórmate!
Al instante se convirtió en una copia tan perfecta de sí mismo que terminó engañando al propio Nata. De un formidable salto, el auténtico Wu-Kung se colocó detrás de él y le asestó un golpe terrible en el brazo izquierdo con la barra. Dueño aún de todos sus poderes mágicos, Nata oyó el silbido del hierro y trató a toda prisa de esquivarlo, pero no logró hacerse a un lado con la suficiente rapidez y el arma terminó hiriéndole. El dolor le hizo perder la magia y, recogiendo como pudo sus seis armas, huyó, derrotado, hacia su campamento.
El Devaraja Li-Ching había estado contemplando desde lejos el desarrollo de la batalla y, al ver lo mal que se le estaban poniendo las cosas a su hijo, trató de acudir en seguida en su ayuda, pero el Príncipe se lo impidió, diciendo:
—Ese «pi-ma-wen» posee, en verdad, poderes extraordinarios. Ya has visto. Ni siquiera yo, que domino a la perfección las artes mágicas, he logrado dominarle. Es más, ha sido él quien me ha batido a mí, produciéndome esta herida horrorosa en el hombro.
—Si es tan poderoso como afirmas —replicó el Devaraja, perdiendo el color de su rostro—, nadie podrá derrotarle jamás.
—Aún hay abierta una puerta a la esperanza —dijo el Príncipe—. Delante de su caverna ha colocado un enorme estandarte, en el que puede leerse: «El Gran Sabio, Sosia del Cielo». Él mismo ha afirmado con insoportable fanfarronería que, si el Emperador de Jade se aviene voluntariamente a concederle ese título, al punto depondrá las armas Y la paz quedará restablecida. Pero, si se niega a ello, continuará luchando hasta poner su blasfemo pie en la mismísima Sala del Tesoro de la Niebla Divina.
—En ese caso —concluyó Li-Ching—, lo más aconsejable es suspender de momento las hostilidades e informar cuanto antes al Emperador de Jade de lo que ha dicho. Siempre habrá tiempo después de volver con más soldados y reducirle de la forma que sea.
El Príncipe sentía tal dolor en el hombro que no quería ni oír hablar de batallas. Estaba totalmente agotado y, con ayuda de su padre, inició el camino de vuelta a los Cielos para informar al Emperador Celeste de todo lo ocurrido.
El Rey de los Monos, mientras tanto, regresó victorioso a su montaña. No tardaron en venir a felicitarle los Reyes Monstruos de las otras setenta y dos cavernas y sus orgullosos seis hermanos, quienes festejaron su triunfo con un pantagruélico banquete.
—Si yo, que soy vuestro hermano menor —les dijo con mal contenida satisfacción—, ostento el título de Gran Sabio, Sosia del Cielo, no hay razón alguna para que no participéis vosotros también de mi gloria.
—¡Tenéis razón! —exclamó el Rey Toro—. A partir de ahora me llamaré el Gran Sabio, Reflejo del Cielo.
—Yo seré conocido como el Gran Sabio Señor del Océano —afirmó, a su vez, el Rey Dragón.
—Yo asumiré el título de Gran Sabio Unido al Cielo —anunció, entusiasmado, el Monstruo Garuda.
—Yo seré respetado como el Gran Sabio, Señor de la Montaña —proclamó, orgulloso, el Rey León.
—Yo seré recordado como Gran Sabio de la Brisa Serena —dijo la Reina de los Monos.
—Yo tomaré el nombre de Gran Sabio, Azote de los Dioses —declaró, sonriendo, el Simio Gigante.
A partir de entonces los Siete Grandes Sabios gozaron de total libertad para hacer lo que les viniera en gana y asumir los títulos que más les gustaran. Entre bromas y caprichos pasaron juntos el día y después cada cual se retiró a su morada.
Li-Ching y el Príncipe Nata se dirigieron en aquel mismo momento al Salón del Tesoro de la Niebla Divina, para presentar, en compañía de los oficiales de su ejército, un informe de lo ocurrido al Señor del Cielo.
—Siguiendo vuestros deseos —afirmaron con indescriptible respeto—, descendimos a las Regiones Inferiores al frente de un nutrido grupo de soldados con el fin de arrestar a Sun Wu-Kung, el inmortal rebelde. Lo que menos podíamos sospechar entonces era que poseyera una fuerza descomunal, que ha hecho inútiles todos nuestros esfuerzos por llevar a buen término la misión encomendada. Suplicamos, por tanto, a vuestra majestad que tenga a bien multiplicar nuestros efectivos, para que podamos, de esta forma, darle el castigo al que se ha hecho acreedor.
—¿Cómo es posible que solicitéis refuerzos para dominar a un vulgar mono? —preguntó el Emperador de Jade, sorprendido.
—Nuestro vergonzoso fracaso es, en verdad, merecedor de la pena de muerte —confesó el Príncipe, destacándose del grupo—. Ese mono vulgar, como vos mismo decís, posee una barra de hierro que le hace prácticamente invencible. Con ella derrotó primero al Dios Espíritu Todopoderoso e hirió después a vuestro siervo en un hombro. Se siente tan seguro con ella que ha hecho colocar un enorme estandarte a la puerta de su caverna en el que aparece escrito lo siguiente: «El Gran Sabio, Sosia del Cielo». Incluso llegó a decirme que, si vos accedéis a concederle un rango tan alto, depondrá en seguida las armas y establecerá una alianza con vuestro reino. De lo contrario, seguirá luchando y no parará hasta que no haya puesto su blasfemo pie en esta Sala del Tesoro de la Niebla Divina.
—¿Cómo se atreve ese mono rebelde a ser tan insolente? —exclamó el Emperador de Jade, sin creer del todo lo que oía—. Que se reúnan mis mejores generales y le ejecuten sin tardanza.
Apenas hubo acabado de decirlo, la Estrella de Oro del Planeta Venus dio un paso al frente y dijo:
—El mono rebelde tiene, ciertamente, una lengua muy ligera, pero no conoce la diferencia entre lo que está bien y lo que no lo está. Incluso si enviamos nuevos efectivos a luchar contra él, dudo mucho que logremos dominarle sin sufrir nosotros mismos cuantiosas pérdidas. Opino, por lo tanto, que lo más aconsejable sería que os mostrarais benigno y le hicierais llegar una nueva oferta de reconciliación. ¿Qué podéis perder, en definitiva, nombrándole Gran Sabio, Sosia del Cielo? Al fin y al cabo, se trata de un título carente totalmente de rango.
—¿Qué quieres decir con eso de que carece de rango? —preguntó, una vez más, el Emperador de Jade.
—Que por muy rimbombante que pueda sonar eso de Gran Sabio, Sosia del Cielo, no llevará aparejados ninguna responsabilidad oficial ni tipo alguno de compensación económica. Además, para nosotros supondrá una ventaja tremenda, ya que podremos controlarle con más facilidad y haremos cuanto esté de nuestra mano para hacerle desistir de la arrogante locura que ahora le domina. De esa forma, el universo y los océanos volverán a gozar de nuevo de la paz y la tranquilidad que siempre les ha caracterizado.
—Tus palabras son acertadas —reconoció el Emperador de Jade—. Seguiremos tus consejos al pie de la letra —y encargó a la Estrella de Oro que fuera él quien se encargara de hacer llegar a Wu-Kung su imperial decisión.
Sin pérdida de tiempo la Estrella abandonó el palacio por la Puerta Sur, encaminándose, una vez más, hacia la Montaña de las Flores y Frutos. Comprobó con sorpresa que habían cambiado bastante las cosas en el exterior de la Caverna de la Cortina de Agua y que todo había adquirido un marcado tono militar. Toda la región estaba, de hecho, llena de monstruos de la más variada especie, armados hasta los dientes de espadas, cimitarras, flechas y lanzas. En cuanto la vieron, empezaron a lanzar gruñidos y a saltar, al tiempo que algunos arrojaban contra él sus mortíferas armas. La Estrella de Oro tuvo, pues, que levantar la voz, diciendo:
—¡Escuchadme bien! Soy un enviado de lo alto y traigo un mensaje del Señor del Cielo para el Gran Sabio.
Los monstruos corrieron entonces al interior de la caverna y anunciaron al Rey de los Monos:
—Ahí fuera hay un anciano que dice venir de lo alto con un mensaje del Emperador de Jade para vos.
—Hacedle entrar en seguida —exclamó Wu-Kung, excitado—. Debe de ser el mismo emisario de la otra vez, o sea, la Estrella de Oro del Planeta Venus. El Cielo no es muy dado a los cambios. Aunque en mi anterior visita a ese reino no fui tratado con el respeto que merecía, llegué a familiarizarme con sus formas de actuar y pude comprobarlo en más de una ocasión. De todas formas, estoy convencido de que ha venido con mejores intenciones que la vez precedente.
Sin pérdida de tiempo ordenó a sus subalternos que cogieran los estandartes y dispusieran las tropas en línea de revista entre el batir de los tambores y el entrechocar de las armas. Se puso después el yelmo, se ajustó la coraza —que escondió oportunamente bajo su túnica roja y gualda— y, tras calzarse las botas de andar por las nubes, salió a la boca de la caverna. Allí se inclinó con inesperada cortesía y dijo, levantando la voz:
—Pasad, Estrella de Oro. Os pido disculpas por no haber salido antes a recibiros.
La Estrella respondió a sus saludos con una inclinación y entró decidido en la cueva, donde, sin dejar de mirar hacia el sur[11], informó a su anfitrión:
—Creo que es mi deber poneros al corriente de todo lo sucedido. Una vez que rechazasteis el cargo que os había sido encomendado y os ausentasteis por decisión propia de los establos imperiales, los responsables de las caballerizas se vieron en la precisión de informar de lo ocurrido al Emperador de Jade. Al oírlo, su majestad montó en cólera y exclamó, ofendido: «El funcionariado está montado de tal manera que a un cargo de rango inferior le siga al poco tiempo otro de orden superior. ¿Qué hay de malo en este sistema, para que él se atreva a subvertirlo tan descaradamente?». Vuestro abandono fue tomado, pues, como una rebelión abierta. De ahí que se organizara la campaña militar que contra vos dirigieron el Devaraja Li-Ching y el Príncipe Nata. Por supuesto, ambos desconocían vuestro tremendo poder y, consecuentemente, sufrieron una vergonzosa derrota, de la que oportunamente informaron al Cielo, junto con el hecho de que habíais hecho colocar a la puerta de vuestra cueva un estandarte en el que expresabais vuestro natural deseo de ser considerado el Gran Sabio, Sosia del Cielo. En honor a la verdad, he de deciros que muchos funcionarios se negaron a ceder a vuestra petición, así que, arriesgándome a levantar las iras del Señor del Cielo, me atreví a sugerirle que sería mucho más conveniente para todos renunciar al uso de la violencia y concederos el rango que vos mismo exigíais. Como era de esperarse de su portentosa inteligencia, el Emperador de Jade aceptó mi punto de vista sin reserva alguna, y ése es el motivo por el que ahora me cabe el inmenso placer de venir a veros.
—Bastantes quebraderos de cabeza os di ya la última vez que me visitasteis, para que de nuevo volváis a confiar en mí —contestó Wu-Kung, sonriendo—. Mi gratitud por lo que habéis hecho es, pues, inexpresable. De todas formas, perdonad que insista: ¿verdaderamente están dispuestos allí arriba a concederme el título de Gran Sabio, Sosia del Cielo?
—Puedo aseguraros que tan alto rango ha sido aprobado por el Emperador de Jade en persona —respondió la Estrella de Oro—. Lo hizo precisamente momentos antes de que partiera para acá. Lo único que puedo deciros para quebrar vuestra reticencia es que me hago responsable de todo lo que ocurra.
Wu-Kung se mostró muy complacido de sus palabras, aunque lamentó seriamente que la Estrella de Oro no aceptara el banquete que tenía pensado dar en su honor. No le quedó, pues, más remedio que montar en la nube sagrada de la Estrella de Oro y dirigirse a la Puerta Sur, donde fue recibido por una representación de generales y soldados celestes con las manos dobladas sobre el pecho en señal de respeto. Sin prestarles apenas atención, continuó su camino hacia la Sala del Tesoro de la Niebla Divina. Allí la Estrella de Oro del Planeta Venus se echó rostro en tierra e informó a su señor de sus gestiones, diciendo con el máximo respeto:
—Siguiendo vuestros deseos, vuestro humilde servidor ha traído hasta aquí al «pi-ma» Sun Wu-Kung.
—Que Wu-Kung se acerque —ordenó el Emperador de Jade, para añadir en un tono más formal—: Te concedo el título de Gran Sabio, Sosia del Cielo, posición de gran altura a la que ninguna otra aventaja en dignidad. Por ello debes tratar de controlar tus maleducados impulsos y hacer siempre gala de una conducta digna.
El Rey de los Monos se inclinó, respetuoso, y expresó su más sincero agradecimiento por la gracia recibida. El Emperador de Jade se volvió entonces hacia los dos arquitectos imperiales, los funcionarios Chang y Lou, y les ordenó levantar la residencia oficial del Gran Sabio, Sosia del Cielo, en la parte derecha del Jardín de los Melocotones Inmortales. La mansión que erigieron constaba de dos grandes salones —uno llamado de la Paz y el Silencio, y el otro de la Serenidad de Espíritu—, atendidos por un auténtico enjambre de sirvientes y funcionarios. El Emperador de Jade mandó, al mismo tiempo, a los Espíritus de los Cinco Polos que acompañaran a Wu-Kung a tomar posesión de su nuevo cargo, regalándole, en señal de amistad, dos botellas del mejor vino y diez ramilletes de flores de oro. A pesar de ello, le recordó con energía que debía dominar su natural rebelde y abstenerse de todo tipo de conducta indecorosa. El Rey de los Monos acató con inesperada sumisión esos consejos y se retiró con los cinco espíritus a tomar posesión de sus nuevas responsabilidades. Para celebrarlo, abrió las botellas de vino y brindó con ellos por el brillante futuro que se le avecinaba. Cuando los espíritus hubieron regresado a sus respectivos palacios, se dispuso a gozar sin medida de los innumerables placeres que el Cielo le ofrecía, libre ya por completo de toda cuita y preocupación. Su nombre figuraba para siempre en el Libro de la Vida Sempiterna, del que nunca sería tachado para caer en el infierno del olvido.
De momento desconocemos lo que ocurrió después. Quien quiera descubrirlo tendrá que escuchar con atención lo que se dice en el siguiente capítulo.