CAPÍTULO XXVI

En todos los asuntos de la vida es preciso tener en cuenta la paciencia. Se suele decir que la violencia es la única norma de la existencia. Sin embargo, conviene pensar tres veces las cosas antes de hacerlas y tratar de arrancar del alma el orgullo y la ira. Como viene afirmándose desde hace muchísimo tiempo, los hombres respetables son los más pacíficos, y los más sabios siempre andan pensando en hacer el bien[1]. Ésta es una verdad que durará tanto como el tiempo. Es sabido que el hombre fuerte siempre termina enfrentándose a otro más fuerte que él, que, a su vez, acabará sus días a manos de un tercero.

Decíamos que el Gran Inmortal Chen Yüan agarró de la túnica al Peregrino y bramó, enfurecido:

—Había oído decir que tus poderes eran prácticamente dos, pero en esta ocasión has hecho un uso indigno de ellos. De todas formas, te advierto que jamás lograrás escapar de mis manos. Es posible que consigas llegar al Paraíso Occidental y que, incluso, te entrevistes con el Patriarca Budista, pero te aseguro que no te dejaré tranquilo hasta que no me hayas devuelto un nuevo árbol de ginseng. Así que déjate, de una vez, de jugar a los magos.

—¡Cuidado que eres mezquino! —exclamó el Peregrino, riendo—. No hay ninguna dificultad en conseguir otro árbol. Si lo hubieras dicho antes, nos habríamos ahorrado todos estos problemas.

—¡Déjate de hablar de problemas! —replicó el Gran Inmortal—. ¿Crees que voy a dejarte escapar después de lo que has hecho?

—Desata a mi maestro y prometo que te daré otro árbol. ¿De acuerdo? —dijo el Peregrino.

—Si realmente tienes poder para hacer revivir el árbol —respondió el Gran Inmortal—, me inclinaré ocho veces seguidas ante ti y sellaré contigo un pacto de hermandad.

—Cálmate y vayamos por partes —sugirió el Peregrino—. Suelta a mis hermanos en religión y te aseguro que tendrás tu árbol nuevo.

El Gran Inmortal consideró que no tenían forma de escapar y a accedió a sus deseos, mandando liberar al instante a Tripitaka, a Ba-Chie y al Bonzo Sha.

—Me pregunto —dijo este último a su maestro— qué clase de trucos estará planeando esta vez nuestro hermano.

—¿Cómo que qué clase de trucos? —repitió Ba-Chie—. Esto es lo que se llama vendarle a uno los ojos con un trozo de lana. El árbol está ya seco. ¿Cómo va a hacerlo revivir? Se trata simplemente de un engaño. Con el pretexto de ir en busca de algún remedio para el árbol se marchará de aquí y, si te he visto, no me acuerdo. ¿Tú crees que se preocupa de nosotros?

—Jamás nos abandonará —afirmó Tripitaka—. Vamos a preguntarle adónde piensa ir a por el remedio ese. —Llamó a continuación a Wu-Kung y le preguntó—: ¿Cómo te las has arreglado para engañar al Inmortal y conseguir que nos pusiera en libertad?

—Diciéndole la verdad —contestó el Peregrino—. Yo siempre lo hago. ¿Qué quieres decir con eso de que le he engañado?

—¿Quieres explicarme dónde vas a encontrar una cura para el árbol? —replicó Tripitaka.

—Según un viejo proverbio —respondió el Peregrino—, «todas las curas provienen de los mares». He decidido, por tanto, llegarme hasta el Gran Océano Oriental y recorrer de cabo a rabo las Tres Islas y los Diez Islotes. Allí me entrevistaré con todos los Inmortales y los Sabios Ancianos y les pediré que me enseñen algún método de reanimación, que aplicaré después al árbol.

—¿Cuánto tiempo calculas que estarás fuera? —preguntó Tripitaka.

—Sólo tres días —contestó el Peregrino.

—Está bien —dijo Tripitaka—. Te concedo tres días. Si vuelves en ese tiempo que tú mismo acabas de fijar, no ocurrirá nada. Pero, si no cumples tu palabra y te retrasas más de la cuenta, recitaré el conjuro que tú y yo sabemos.

—De acuerdo —protestó el Peregrino—. No necesitáis recordármelo a cada paso.

A toda prisa se estiró la túnica de piel de tigre y se dirigió hacia puerta. Allí se topó con el Gran Inmortal, al que dijo:

—No te preocupes. Muy pronto estaré de vuelta. Lo único que pido es que cuides de mi maestro. Procura que no le falten tres comidas ni seis tés al día. Si se le arruga o ensucia la ropa, lávasela y dale un poco de almidón. No repares en gastos. Ya echaremos cuentas cuando vuelva. Si a mi vuelta le veo pálido o más delgado, te agujerearé todas las sartenes que tengas y no me marcharé jamás.

—Puedes irte tranquilo —dijo el Gran Inmortal, tratando de calmarle—. Procuraré que no se muera de hambre.

El Rey de los Monos dio un acrobático salto y, tras abandonar el templo de las Cinco Villas, se dirigió hacia el Gran Océano Oriental. Viajando por el aire a la velocidad de un meteoro, no tardó en llegar a inmortal región de Peng-Lai. A toda prisa bajó de la nube y echó una cuidadosa mirada a su alrededor. Se trataba, en verdad, de un lugar de extraordinaria belleza, sobre el que disponemos de un poema que de dice:

El archipiélago de Peng-Lai calma los vientos y domina la fogosidad de las olas. No en balde es una tierra divina habitada exclusivamente por sabios. Sus caprichosas torres de jaspe se pierden en el seno del cielo, mientras el reflejo de sus gráciles arcos parece flotar en la bravía superficie del mar. Neblinas de cinco colores velan el verdor jade del firmamento, en el que brillan sin cesar el oro de las estrellas y la plata añeja de la luna. La Reina del Oeste acude con frecuencia a tan paradisíaco lugar a llevar melocotones a los Tres Inmortales que allí moran.

El Peregrino no se detuvo mucho en la contemplación del paisaje, adentrándose en seguida en él. A los pocos pasos se topó con tres ancianos que estaban jugando al ajedrez a la sombra de unos pinos junto a la boca de la Caverna de la Nube Blanca. Uno de ellos, la Estrella de la Longevidad, estaba, en realidad, mirando cómo jugaban los otros dos, la Estrella de las Bendiciones y la Estrella de la Riqueza. El Peregrino se llegó hasta ellos y, levantando la voz, los saludó, diciendo:

—Recibid todos mis respetos, hermanos.

Al verle, las Tres Estrellas dejaron a un lado el tablero de ajedrez y respondieron con idéntica cortesía a su saludo, para preguntarle a renglón seguido:

—¿Podéis decirnos qué os ha traído hasta aquí, Gran Sabio?

—Nada en particular —contestó el Peregrino—. Sólo he venido a divertirme un poco con vosotros.

—He oído decir —comentó la Estrella de la Longevidad— que habéis abandonado el taoísmo en favor del budismo y que os habéis convertido en el protector del monje Tang en su largo viaje hacia el paraíso Occidental en busca de las escrituras. Por cierto, me figuro que habréis llegado ya a las altas montañas. ¿Cómo os ha dado por venir a pasar un buen rato con nosotros?

—A decir verdad —reconoció el Peregrino—, a mitad de camino me he topado con un pequeño obstáculo y he decidido solicitar vuestra colaboración para solventarlo. No sé, de todas formas, si estaréis dispuestos a ayudarme.

—¿De qué clase de obstáculo se trata y en qué punto concreto ha surgido? —preguntó la Estrella de las Bendiciones—. Decídnoslo sin ningún rodeo, para que podamos tomar una decisión en un sentido o en otro.

—Nuestro viaje —explicó el Peregrino— ha sufrido una inesperada interrupción en el Templo de las Cinco Villas, que se halla ubicado en la Montaña de la Longevidad.

—El Templo de las Cinco Villas es la morada del Gran Inmortal Chen Yüan —informó uno de los ancianos, muy sorprendido—. ¿No será que habéis comido sin permiso sus frutos de ginseng?

—Así es —reconoció el Peregrino, sonriendo—. Los he comido todos. Mirándolo bien, no eran tan valiosos, ¿no os parece?

—¡Qué mono más loco! —exclamó otro de los ancianos—. ¿Es que no te das cuenta de lo que has hecho? Quien huela uno de esos frutos puede llegar a alcanzar trescientos sesenta años de vida, y quien lo coma puede vivir más de cuarenta y siete mil. Por eso precisamente el árbol que los produce es conocido por el nombre de «Planta de la Vida Perdurable del Mercurio Metamorfoseado». No es de extrañar que el dominio que tiene del Tao el Gran Inmortal sea muy superior al de todos nosotros juntos. Al ser dueño de un tesoro como ése, puede alcanzar sin esfuerzo alguno la misma edad que los Cielos, mientras que nosotros nos vemos obligados a luchar cada día por fortalecer nuestra esencia espermática, dominar la respiración, fortalecer nuestro espíritu, conseguir la armonía entre el tigre y el dragón y equilibrar el cúmulo de contrarios que pululan en nuestro interior. Estamos forzados, en definitiva, a gastar no pocas energías y esfuerzo para obtener la inmortalidad. ¿Cómo os atrevéis, por tanto, a decir que esos frutos no son tan valiosos como afirmamos? Es la única raíz espiritual que existe en todo el mundo.

—¡¿Qué raíz espiritual y qué cuernos?! —exclamó el Peregrino—. Yo mismo la he arrancado con mis manos.

—¿Qué queréis decir con eso de que la habéis arrancado? —preguntó otro de los ancianos, visiblemente alarmado.

—Cuando llegamos el otro día al templo ese —explicó el Peregrino—, el Gran Inmortal había salido, por lo que se encargaron de dar la bienvenida a mi maestro dos de sus jóvenes discípulos. En prueba de amistad, le ofrecieron un par de frutos de ginseng, pero él no cayó en la cuenta de que se trataba de algo vegetal y lo rechazó de plano. Pensaba que eran niños que no habían cumplido todavía los tres días de existencia. Así que los jóvenes se comieron a escondidas los frutos y no nos dijeron absolutamente nada. Tanto secretismo me sacó de mis casillas. Fui, pues, y robé tres frutos, uno para cada uno de los seguidores del monje Tang. Sin embargo, los jóvenes lo descubrieron y, haciendo gala de un extraño sentido de la propiedad, nos insultaron cuanto quisieron, llamándonos ladrones y bandidos. Tanta desconsideración me enfureció aún más y derribé el árbol de un golpe. En cuanto hubo tocado el suelo, los frutos desaparecieron, las ramas se quebraron, las hojas se cayeron y las raíces quedaron al descubierto, secándose al instante. Los jóvenes trataron de retenernos, pero yo me las arreglé para romper los candados y escapar a toda prisa. A la mañana siguiente muy temprano el Gran Inmortal regresó a su mansión y, al ver lo ocurrido, salió en nuestra persecución. Al darnos caza, intercambiamos unos cuantos insultos que pronto degeneraron en lucha abierta. No obstante, en un abrir y cerrar de ojos abrió cuanto pudo las mangas y nos metió a todos dentro. Aunque durante todo aquel día fuimos encadenados, sometidos a un duro interrogatorio y posteriormente azotados, nos las arreglamos para volver a escapar aquella misma noche. Al amanecer, sin embargo, de nuevo nos dio caza y, una vez más, nos capturó. Lo más asombroso fue que para ello no se sirvió de arma alguna, sino de un simple rabo de yak. Con él esquivó todos nuestros golpes, saliendo incólume del ataque que montamos contra él los tres seguidores de Tripitaka. Lo más desazonador, sin embargo, fue que volvió a capturarnos, envolviendo a mi maestro en una pieza de tela cubierta de laca y lanzándome a mí al interior de una sartén llena de aceite hirviendo. Afortunadamente me las arreglé para escapar, no sin antes dejarle la sartén con más agujeros que un colador. Al comprender que iba a resultarle extremadamente difícil echarme mano, decidió avenirse a razones. Logré convencerle para que dejara en libertad al monje Tang y a sus seguidores, pero a cambio me exigió que le devolviera un árbol nuevo. Se inició, así, un período de tregua. Fue entonces cuando recordé el dicho que reza «la curación procede de los océanos» y decidí venir a haceros una visita a este lugar tan encantador en el que tenéis la suerte de habitar. Si disponéis de algún remedio para hacer revivir el árbol del ginseng, os ruego me lo transmitáis, pues me resulta extremadamente duro ver a mi maestro sufriendo por algo que no ha comedido.

Al oír eso, las Tres Estrellas se mostraron muy preocupadas y exclamaron:

—¡Qué poco conoces a la gente! Chen Yüan-Tse es un patriarca de los inmortales terrestres, mientras que nosotros pertenecemos al grupo, más antiguo, de los inmortales celestes. Tú mismo disfrutas de una posición envidiable en los cielos. Sin embargo, no puede decirse que seas un auténtico miembro del clan de la Gran Mónada. ¿Cómo piensas librarte de la inevitable venganza del Gran Inmortal? Si hubieras dado muerte a un animal, o a un pájaro, o a un insecto o a un simple pez, podrías hacerlo revivir con una gota de elixir de mijo. El árbol del ginseng, por el contrario, es la raíz de todas las plantas sagradas. ¿Cómo vas a restañar sus heridas, si no hay nada superior a él? Simplemente, no tiene curación.

Cuando el Peregrino oyó que no había curación posible, frunció el ceño y apretó, agresivo, los dientes.

—Que no haya curación aquí no quiere decir que no exista en otra parte —se apresuró a decir la Estrella de las Bendiciones—. No es necesario que te muestres tan abatido.

—No me importaría ir al lugar que fuera en busca de ese remedio —explicó el Peregrino—. Para mí no supone esfuerzo alguno llegarme hasta el extremo mismo del océano o recorrer de cabo a rabo los Treinta y Seis Cielos. Lo que ocurre es que el monje Tang no es muy magnánimo que digamos y sólo me ha concedido un plazo de tres días. Si no vuelvo con algo en ese tiempo, empezará a recitar su conjuro y mi cabeza se verá sometida a un tormento terrible.

—¡Eso es fantástico! —exclamaron las Tres Estrellas, soltando la carcajada—. Si no llega a ser por ese conjuro del que hablas, seguro que a estas alturas habrías sumido ya el Cielo en una tremenda confusión.

—No te preocupes, Gran Sabio —le aconsejó la Estrella de la Longevidad—. Aunque el Gran Inmortal está por encima de nosotros, en realidad no nos conoce. Hace muchísimo tiempo que no vamos a verle, pero haremos por ti una excepción e iremos inmediatamente a visitarle. De esta forma, haremos llegar al monje Tang tu preocupación y le pediremos que no recite el conjuro que tanto te atormenta. Mirándolo bien, tres o cuatro días vienen a ser lo mismo. Para que estés más tranquilo, nos quedaremos allí hasta que vuelvas con el remedio.

—No sabéis cuánto os lo agradezco —exclamó el Peregrino, aliviado—. Ahora, con vuestro permiso, voy a continuar la búsqueda —y, tras despedirse de ellos, se elevó por los aires.

Las Estrellas, por su parte, montaron en sus nubes y se dirigieron directamente al Templo de las Cinco Villas. El monasterio parecía sumido en una gran actividad. Todos los inmortales levantaron la cabeza cuando en lo alto se escucharon los gruñidos de las garzas, anunciando la llegada de los Tres Ancianos. Una luz de buenos augurios se extendió por doquier, mientras el aire se llenaba de un penetrante aroma. Las nubes en las que viajaban tan ilustres visitantes adquirieron un vivísimo fulgor que desdibujó la pureza del plumaje de las garzas. Los inmortales flotaban en el aire sostenidos por una espesa neblina, que, de alguna forma, recordaba los pétalos. Por encima del sus cabezas revoloteaban bandadas de fénix verdes y rojos. De sus amplias mangas surgía una brisa aromatizada que en seguida se extendió por toda la tierra. Una alegría indescriptible manaba de sus cayados, que, más que ramas, parecían dragones suspendidos en el aire. Sus barbas eran tan luengas que se bamboleaban como si fueran livianos medallones de jade. Todo en ellos denotaba felicidad, juventud y total ausencia de preocupaciones o pena. ¿Cómo podía ser de otra forma, si su fortaleza era la de los auténticos bienaventurados? En sus manos sostenían rosarios de estrellas, que llenaban los palacios marinos y que contrastaban vivamente con la rugosidad de las calabazas y los valiosísimos pergaminos que llevaban enrollados a la cintura. Su edad era tan avanzada que superaba con mucho las diez mil décadas. Así eran los habitantes de las Tres Islas y los Diez Islotes. A menudo descendían a la tierra a ofrecer sus favores a los mortales y a multiplicar por cien la felicidad de los hombres. De esta forma, a lo largo y ancho del mundo florecían la dicha y la riqueza. ¡Hermoso sino el de estos Tres Ancianos, poseedores de una bienaventuranza y una vida sin fin!

Los tres se llegaron hasta el salón principal del templo y al instante todo él se vio invadido de una calma y una paz imperecederas. Al verlo, uno de los jóvenes inmortales corrió a informar a su maestro, diciendo:

—Acaban de llegar las Tres Estrellas de los Mares del Sur.

Chen Yüan-Tse estaba en aquel mismo momento hablando con el monje Tang y sus discípulos. Al oírlo, dio por terminada la charla y corrió al patio a dar la bienvenida a visitantes tan ilustres. En cuanto vio Ba-Chie a la Estrella de la Longevidad, le agarró de la manga y exclamó, soltando la carcajada:

—¡Vaya con el vejestorio este! La cantidad de tiempo que hacía que no le veía y todavía sigue tan fresco y lozano como siempre. ¡Si ni siquiera lleva gorro!

Se quitó a continuación el suyo de monje y se lo puso a la Estrella, al tiempo que palmoteaba con las manos como un chiquillo y no dejaba de gritar entre sonoras carcajadas:

—¡Fantástico! Te cae de maravilla. Como muy bien reza el dicho, «no hay cosa mejor para aumentar las riquezas que ponerse un sombrero».

La Estrella de la Longevidad se quitó el gorro de un manotazo y replicó:

—¡Sirviente estúpido! ¿Es que no tienes ni pizca de educación?

—Yo no soy ningún sirviente —se defendió Ba-Chie—. Aunque, mirándolo bien, ¿qué otra cosa se podía esperar de unos bravucones como vosotros?

—He dicho que eres un sirviente estúpido y no retiro ni una palabra —afirmó la Estrella de la Longevidad—. ¿A qué viene eso de llamarnos bravucones?

—Por supuesto que lo sois —reafirmó, a su vez, Ba-Chie, sin dejar de reír—. ¿Quién que no sea un engreído puede llamarse Incrementador de Edad, Incrementador de Felicidad e Incrementador de Riqueza?

Tripitaka ordenó a Ba-Chie que se apartara, mientras él se arreglaba las ropas lo mejor que podía y saludaba con respeto a las Tres Estrellas. Éstos, a su vez, antes de tomar asiento, se volvieron hacia el Gran Inmortal y le presentaron sus respetos. En cuanto se hubieron sentado, la Estrella de la Riqueza dijo:

—Debemos disculparnos por haber dejado pasar tanto tiempo sin venir a presentaros nuestros respetos. Si nos hemos decidido por fin hoy a abusar de vuestra hospitalidad, ha sido porque hemos tenido noticia de que el Gran Sabio Sun ha estado por aquí haciendo de las suyas.

—¿Ha ido a veros también a Peng-Lai? —preguntó el Gran Inmortal.

—Así es —contestó la Estrella de la Longevidad—. Dado que ha destrozado vuestro árbol de cinabrio, acudió a nosotros en busca de un remedio, pero al descubrir que no disponíamos de ninguno, se marchó en seguida a otro lugar. Se le notaba muy nervioso. Tenía miedo, de hecho, de que su búsqueda pudiera llevarle más de tres días, porque, según nos explicó, si no regresaba en ese tiempo, el monje Tang recitaría un conjuro que le produce un terrible dolor de cabeza. Otra de las razones de haber venido hoy —añadió, volviéndose hacia Tripitaka— es porque queremos pediros que ampliéis el plazo.

—Dadlo por hecho —replicó en seguida Tripitaka.

Mientras hablaban, se acercó Ba-Chie y empezó a importunar otra vez a la Estrella de las Bendiciones. Exigiendo que le dieran algo de comer, comenzó a mirar por las amplias mangas de la Estrella, a palparle la cintura y a levantarle indecorosamente la túnica.

—¿Se puede saber por qué eres tan maleducado? —le regañó Tripitaka, sin poder contener la risa.

—¿Maleducado yo? —protestó Ba-Chie—. Lo único que estoy haciendo es seguir el proverbio que dice: «A cada vuelta que uno da se topa con las bendiciones del cielo».

Pese a todo, Tripitaka le ordenó que se retirara. Cuando se dirigía hacia la puerta, el Idiota se dio de pronto la vuelta y empezó a mirar a Estrella de las Bendiciones con ojos cargados de extraña fiereza.

—¡Sirviente estúpido! —exclamó la Estrella, molesta—. ¿Quieres explicarme qué te he hecho de malo para que me mires de esa manera?

—Yo no estoy enemistado contigo —replicó Ba-Chie—. Lo único que estoy haciendo es poner por obra el dicho que afirma: «No tengas miedo en volver la cabeza y mirar las bendiciones de frente».

Al salir, el Idiota se topó con un joven que sostenía cuatro cucharillas en una mano, mientras con la otra se afanaba por colocar otras tantas tazas de té sobre una bandeja. De un manotazo Ba-Chie se hizo con las cucharillas y regresó corriendo al salón principal. Valiéndose de una piedra, empezó a golpearlas con fuerza, mientras bailaba como un loco alrededor de los comensales.

—Este monje se está portando cada vez peor —exclamó el Gran Inmortal, visiblemente molesto.

—Yo no me estoy portando mal —se defendió Ba-Chie, sonriendo—. Esto es lo que se llama «festejar a los huéspedes de la suerte».

Mientras Ba-Chie se dedicaba a bromear, el Peregrino llegaba a la Montaña Fang-Chang. Se trataba de un lugar encantador, sobre el que existe un poema, que afirma:

La encumbrada Fang-Chang, un auténtico remedo del cielo donde los inmortales acostumbraban reunirse. En ella se levanta un palacio de cuyas torres color púrpura parten tres rayos de luz potente que alumbran otros tantos senderos. El penetrante aroma de las flores que crecen a su vera llega hasta la neblina de cinco colores que usan los inmortales en sus desplazamientos. En los arcos de nácar del palacio se posan a veces fénix de oro. ¿Qué duda cabe que allí se esconde el zumo del jade[2]? Los melocotones rosados y las ciruelas rojizas recién maduras anuncian que un león acaba de transformarse en dios.

El Peregrino bajó de la nube, pero su estado de ánimo le impidió gozar de la belleza del paisaje que se extendía ante él. Mientras se adentraba en él, sintió el embriagador aroma de la brisa y oyó el extraño canto de las garzas negras. Poco después vio a lo lejos a un inmortal, del que manaban diez mil rayos multicolores que se esparcían por todo el cielo. Parecían querer rivalizar en fulgor con las neblinas sagradas, que flotaban sin cesar por lo alto. No existía ser con mas suerte que aquel inmortal, cuya edad era la misma que la de la montaña. Pese a todo, su apariencia era la de un joven robusto y sano. No en balde era el guardián del elixir que tornaba inmortal al mismísimo cielo. De su cintura colgaba un sello tan viejo como el mismo sol. En muchas ocasiones había traído la felicidad al género humano Y había salvado al mundo de indecibles desgracias. El Rey Wu le invitaba muchas veces a su palacio y no faltaba jamás al Festival de los Melocotones. Él mismo enseñó a no pocos monjes a romper sus lazos mundanos, mostrándose como luz y guía de su empeño. En más de una ocasión cruzó los mares con el único propósito de desear larga vida a un mortal. Por todo ello, se entrevistaba a menudo con Buda en la Montaña del Espíritu. Nada tiene de extraño que poseyera el título de Supremo Señor del Este, el primero entre todos los inmortales.

Sorprendido por su inesperada aparición, el Peregrino Sun se llegó hasta él y le saludó respetuosamente, diciendo:

—Os presento mis respetos con las manos en alto, Señor del Este.

—Perdonadme por no haber salido a recibiros, Gran Sabio —dijo el Patriarca después de devolverle el saludo—. Hacedme el honor de venir a mi palacio a tomar un poco de té —y, tomando al Peregrino de la mano, le condujo al interior de su mansión.

Se trataba, en verdad, de un lugar sagrado, en el que podían apreciarse infinidad de arcos tachonados de conchas de ostras, estanques de jaspe y terrazas de jade. Tan pronto como hubieron tomado asiento, surgió de detrás de un biombo de piedra un joven vestido de una forma muy peculiar. Lucía una túnica taoísta de llamativos colores, una faja de seda pura, un sombrero del mismo material y unas llamativas sandalias de paja para recorrer las guaridas de las hadas. Durante mucho tiempo había refinado su personalidad, hasta conseguir arrojar de ella toda impureza[3]. De esa forma, alcanzó grandes méritos y obró como buenamente le vino en gana. ¿Qué otra cosa podía esperarse de quien había descubierto la auténtica fuente del espíritu, el esperma y la respiración? Gozó de la plena confianza de su maestro y caminó muy lejos por el sendero del conocimiento. A gusto renunció a la fama, feliz de poseer una vida a la que no le afectaban el paso del tiempo, el discurrir de los meses, la eterna alternancia de las estaciones o la danza imparable de los minutos. Recorriendo una y otra vez las ascendentes rampas en caracol que conducían a lo alto de las torres, logró encontrar en tres ocasiones melocotones sagrados caídos del cielo. Tan singular inmortal se llamaba Dung Fang-Shuo[4] y, al abandonar su escondite tras las mamparas de jade, dejó tras sí un penetrante aroma que llenó toda la estancia.

En cuanto el Peregrino le vio, soltó la carcajada y exclamó:

—¡Así que está aquí este pequeño bribón! Cosa rara, teniendo en cuenta que en la mansión del Señor del Este no hay melocotones que robar.

—¡Viejo estafador! —gritó, a su vez, Dung Fang-Shuo, inclinándose ante él—. ¿Se puede saber a qué has venido? En el hogar de mi señor no hay ningún elixir del que tú puedas apropiarte.

—Deja de farfullar incoherencias, Man-Chien, y tráenos de beber —le ordenó el Señor del Este.

Hay que decir que el nombre religioso de Dung Fang-Shuo era Man-Chien, el cual obedeció sin rechistar, trayendo a los pocos segundos un par de tazas de té. Después de tomar la suya, el Peregrino levantó la vista y dijo:

—He venido a pediros un favor, que espero me concedáis.

—¿De qué se trata? —preguntó el Señor del Este—. Si está en mi mano, tened por seguro que así lo haré.

—Como supongo sabréis —empezó explicando el Peregrino—, últimamente me he comprometido a proteger al monje Tang en su viaje hacia el Oeste. Al pasar por el Templo de las Cinco Villas, que se halla enclavado en la Montaña de la Longevidad, fuimos vejados por dos jóvenes, que nos insultaron cuanto quisieron. Eso hizo que me pusiera furioso y de un golpe derribé el Árbol del Fruto del Ginseng. Eso condujo a la detención del monje Tang, que se halla prisionero en el lugar que acabo de deciros. Como comprenderéis, su liberación sólo se producirá cuando encuentre un remedio para el árbol abatido. Me he tomado la libertad de venir a pedíroslo, pues no dudo de que vos tendréis alguno por ahí guardado.

—Si no causáis problemas, no estáis contento —le reprendió el Señor del Este—. Da la casualidad de que ese tal Chen Yüan-Tse del Templo de las Cinco Villas, también conocido como Señor, Sosia de la Tierra, no es nada más ni nada menos que el patriarca de los inmortales terrestres. ¿Cómo os las arreglasteis para ofenderle de la forma en que lo habéis hecho? El Árbol del Fruto del Ginseng es, en realidad, la planta del cinabrio reconvertido. Bastante castigo hubierais merecido por haber robado tan sólo uno de sus extraños frutos. Así que no puedo ni imaginar siquiera la pena de la que os habéis hecho acreedor por haberlo arrancado de cuajo. ¿Creéis que vais a escapar así como así?

—Ya lo hemos hecho mis compañeros y yo en dos ocasiones —contestó el Peregrino—. Sin embargo, he de reconocer que no nos sirvió de mucho, porque nos dio alcance en seguida y nos metió por una de sus mangas, como si fuéramos vulgares pañuelos. Todo este asunto me está resultando demasiado enojoso. Me doy cuenta de que no puedo salir airoso de él sin la ayuda de alguien más poderoso que yo, porque he tenido que prometer al Gran Inmortal que iba a encontrar algún remedio para su árbol.

—Yo tengo una gota de la Gran Mónada del cinabrio reconvertido —confesó el Señor del Este—. Es capaz de curar a todos los seres del mundo menos los árboles, porque, como bien sabes, éstos son espíritus del suelo y la madera debe su origen a la unión del Cielo y la Tierra. A ello hay que añadir que el Árbol del Fruto del Ginseng es de origen celeste y que su existencia se remonta al momento mismo de la creación. ¿Cómo voy a poder curarlo yo? No dispongo de remedio para algo tan valioso. Por si esto no fuera suficiente, la Montaña de la Longevidad se halla enclavada en una región sagrada y el Templo de las Cinco Villas es una de las cavernas más santas que existen en el Continente de Aparagodaniya.

—Si es verdad que no disponéis del remedio que ando buscando —concluyó el Peregrino—, lo mejor que puedo hacer es despedirme.

El Señor del Este quiso ofrecerle una copa de néctar de jade, pero el Peregrino rechazó respetuosamente su invitación, diciendo:

—Disculpadme, pero no puedo entretenerme. El asunto que me tengo entre manos no admite la menor demora.

Se montó de nuevo en la nube y se dirigió hacia la isla de Ying-Chou, un lugar paradisíaco, sobre el que tenemos un poema que dice:

Entre neblinas de color rojizo se alza, brillante como el mismo sol, el árbol de las perlas[5]. Pese a su innegable rareza, no es el único tesoro de Ying-Chou. Los palacios y torres que llenan la isla llegan hasta el mismo cielo, compitiendo en belleza con sus colinas verdosas, sus aguas azules y sus capullos de fino coral. Allí abundan el néctar de jade, el acero rojo[6] y la indestructible piedra del hierro. Cuando el sol empieza a despuntar por encima de las olas, el gallo de jade de cinco colores rompe el silencio con sus cantos chillones. A esa misma hora puede verse al fénix rojo exhalar su aliento color de escarlata. En vano tratan los mortales de fijar tan mágico momento en sus toscas pinturas. La primavera eterna está más allá de las formas de este mundo.

Al llegar a Ying-Chou, el Gran Sabio pudo ver junto a los acantilados rojizos a varias personas sentadas bajo los árboles de perla. Todas ellas tenían el pelo y la barba inmaculadamente blancos, aunque, por tratarse de inmortales, poseían una complexión llamativamente juvenil. Carecían estar muy entretenidas jugando al ajedrez, bebiendo vino, contando chistes y cantando canciones. Por encima de ellas flotaban nubes sagradas, que emitían cegadores rayos de luz. Por doquier se aspiraba un aroma muy penetrante. Fénix de todos los colores revoloteaban a la entrada de la caverna, mientras en lo alto de la montaña danzaban garzas de negro plumaje. Algunos de los inmortales mezclaban con el vino melocotones y raíces de loto, que recordaban, de alguna forma, el jade. Otros masticaban perlas mágicas y dátiles de fuego capaces de alargar indefinidamente la vida. Ninguno de ellos respondía jamás a las llamadas imperiales, aunque figuraban sus nombres en los registros del cielo. Su vida era tan despreocupada que no hacían otra cosa que pasear y divertirse. Ninguna cuita oscurecía sus días. Siempre hacían lo que les venía en gana. Lo más envidiable no obstante, era que los meses y años jamás pasaban por ellos y, así nunca envejecían. Podían desplazarse a cualquier lugar de la tierra y su libertad era absoluta. Parejas de simios negros se llegaban hasta ellos e, inclinando respetuosamente la cabeza, les ofrecían docenas de frutas. Los ciervos blancos, totalmente sumisos, se tumbaban de dos en dos a su vera con ramilletes de flores en la boca.

Tan paradisíaca atmósfera fue de pronto rota por el Peregrino, que preguntó, levantando la voz:

—¿Qué os parece si me dejáis divertirme un poco con vosotros?

En cuanto los inmortales le vieron, se levantaron de sus asientos y corrieron a recibirle. Sobre ese momento disponemos de un poema, que dice:

Después de abatir el árbol espiritual del fruto del ginseng, el Gran Sabio se vio obligado a visitar a no pocos dioses en busca de un remedio que lo hiciera florecer de nuevo. Una cegadora luz escarlata fluía de la caverna sagrada, cuando los Nueve Ancianos de Ying-Chou corrieron a darle la bienvenida.

—¡Mis queridos amigos —exclamó el Peregrino, reconociéndoles a todos—, no sabéis cuánto me alegra veros tan felices!

—Si hubierais perseverado en la búsqueda del bien y no os hubierais rebelado contra el Cielo, ahora nos sentiríamos todavía más felices —replicaron ellos—. De todas formas, nos complace encontraros tan bien. Hemos oído decir que habéis vuelto al camino de la Verdad y que os dirigís hacia el Oeste en busca de las escrituras budistas. ¿De dónde habéis sacado tiempo para venir a hacernos una visita tan inesperada?

El Peregrino les contó entonces lo ocurrido, incluido su compromiso de encontrar algún remedio eficaz para el árbol. Desconcertados, los Nueve Ancianos exclamaron:

—¡Cómo podéis ser tan irresponsable! Siempre andáis metido en líos. Lo más lamentable, de todas formas, es que nosotros tampoco disponemos del remedio que andáis buscando.

—Si es así —concluyó el Peregrino—, lo mejor es que me despida cuanto antes de vosotros.

Los Nueve Ancianos le invitaron a beber un poco de néctar de jade y a comer unas cuantas raíces de loto, pero él no se quiso sentar. Por no desairarles, tomó lo que se le ofrecía de pie y, abandonando a toda prisa la isla de Ying-Chou, se dirigió hacia el Gran Océano Oriental. Dados sus poderes, no tardó en divisar la Montaña Potalaka. Descendió de la nube y se encaminó directamente a lo alto de la montaña, donde encontró a la Bodhisattva Kwang-Ing adoctrinando a los guardianes celestes, a las damas-dragón y a Moksa en la Caverna del Bambú de Color Púrpura. Sobre ese momento disponemos de un poema que afirma:

La ciudad de la dama del mar se asienta sobre un acantilado y se halla rodeada de un viento sagrado. En su interior se ocultan incontables tesoros que nadie ha logrado ver jamás. El más valioso, sin embargo, es un conjunto de sutras que hablan de la vacuidad de todo lo existente. Las cuatro verdades[7] darán fruto a su tiempo y los seis caminos[8] terminarán trayendo la libertad. En el bosquecillo que rodea la mansión de la diosa, los árboles están siempre cubiertos de flores y los frutos conservan eternamente su primigenia fragancia. Tal es la tierra de los placeres y la verdad.

La Bodhisattva se percató en seguida de la llegada del Peregrino y pidió al Gran Guardián de la Montaña que saliera a darle la bienvenida. En el límite mismo de la arboleda levantó la voz, diciendo:

—¿Se puede saber adónde vas, Sun Wu-Kung?

—¡Maldito oso! —exclamó el Peregrino, levantando la cabeza—. ¿Quién te ha dado permiso para pronunciar ese nombre? Deberías tener un poco más de respeto conmigo. Si no me hubiera mostrado compasivo contigo en la Montaña del Viento Negro, a estas horas no serías más que un putrefacto cadáver. Por suerte para ti, te has convertido en un ferviente seguidor de la Bodhisattva, lo cual te ha abierto las puertas de una vida virtuosa y te ha dado la oportunidad de habitar en una montaña tan sagrada como ésta. No todos los que tienen el privilegio de escuchar a diario las enseñanzas sobre el dharma. Ahora posees una inteligencia iluminada por el bien obrar. ¿Por qué te niegas, entonces, a llamarme venerable?

Al Peregrino no le faltaba razón. Si el Oso Negro ostentaba ahora el cargo de Gran Guardián de la Montaña Potalaka, se lo debía a él. A la antigua bestia no le quedó, pues, más remedio que sonreír y decir:

—¿A qué viene remover el pasado? Como muy bien afirmaban lo antiguos, «el hombre justo no tiene necesidad de recordar sus viejas culpas». Remitámonos, pues, al presente y dejemos en paz el tiempo muerto. Si he salido a recibirte, ha sido porque la Bodhisattva me lo ha ordenado. Nada más.

Al oír eso, el Peregrino adoptó una actitud solemne y siguió al Gran Guardián al interior del bosquecillo. No tardaron en llegar hasta donde la Bodhisattva. Wu-Kung la saludó inclinándose respetuosamente ante ella, pero Kwang-Ing no quiso saber nada de etiquetas y le regañó, diciendo:

—¿Es que nunca vas a aprender? ¿Por qué has vuelto a dejar solo al monje Tang? ¿En dónde está ahora?

—En la Montaña de la Longevidad —contestó el Peregrino—, que, como bien sabéis, se halla enclavada en el continente de Aparagodaniya.

—¿En la Montaña de la Longevidad? —repitió la Bodhisattva—. Allí se levanta el Templo de las Cinco Villas, donde tiene establecida su morada el Gran Inmortal Chen Yüan. ¿Os habéis topado con él?

—¿Que si nos hemos topado? —exclamó el Peregrino, golpeando el suelo con la frente—. Todo ha sido culpa mía. Yo no sabía nada sobre ese inmortal y cometí la imprudencia de ofenderle arrancando de cuajo su árbol. Por eso se niega a dejar marchar a mi maestro, convirtiéndole en prisionero suyo.

—¡Habráse visto mono más malvado! —le regañó la Bodhisattva, que estaba ya enterada de todo lo ocurrido—. ¿Es que no puedes pasarte un solo día sin hacer alguna de las tuyas? El Árbol del Fruto de Ginseng poseía una naturaleza espiritual. No en balde fue plantado por el Cielo y cuidado con especial cariño por la Tierra. Eso sin cortar con que Chen Yüan-Tse es el patriarca de los inmortales terrestres. Hasta yo misma me veo a veces en la obligación de mostrarme respetuosa con él. No comprendo por qué tuviste que destrozar su árbol.

—Yo no sabía que fuera tan valioso —replicó el Peregrino, agachando aún más la cabeza—. Cuando llegamos al templo, Chen Yüan-Tse había ido y salieron a recibirnos dos jóvenes inmortales. Fue Chu Wu-Neng el que descubrió lo de los frutos del ginseng y se empeñó en probar uno. Yo me encargué de robar tres, que repartí galantemente entre mis hermanos. Cuando los jóvenes lo descubrieron, nos insultaron sin ningún respeto, hasta que no pude aguantar más su insolencia y eché abajo el árbol. Al día siguiente, cuando el maestro se enteró de lo ocurrido, salió en persecución nuestra. No tardó en darnos alcance, barriéndonos como si fuéramos basura y encerrándonos en el interior de su manga. No contento con eso, nos cubrió de cadenas y nos hizo azotar, interrogándonos y torturándonos durante un día completo. Logramos escapar a la caída de la noche, pero de nuevo volvió a darnos alcance y nos hizo regresar a su monasterio. Esto se repitió dos o tres veces, hasta que nos convencimos de que era prácticamente imposible escapar de sus garras y tuve que prometerle que, ocurriera lo que ocurriese, yo curaría su árbol. Me vi obligado, en consecuencia, a recorrer las Tres Islas en busca de un remedio apropiado, pero ninguno de los inmortales pudo facilitármelo. Por eso he venido a vuestros dominios a suplicaros humildemente que os apiadéis de mí y me otorguéis la medicina que ando buscando. Si no lo hacéis, el monje Tang no podrá proseguir su viaje y jamás llegará a las Tierras del Oeste.

—¿Por qué no viniste a verme antes, en vez de perder el tiempo saltando de isla en isla? —le reconvino la Bodhisattva. El tono de su voz era de auténtico reproche, pero el Peregrino se puso loco de contento y se dijo, esperanzado:

—¡Qué suerte la mía! Eso quiere decir que la Bodhisattva conoce algún remedio —y se echó rostro en tierra en señal de súplica.

Eso hizo que la Bodhisattva se mostrara más comprensiva y que dijera en un tono más calmado:

—El dulce rocío de mi florero sagrado puede curar los árboles espirituales y sanar las raíces santas.

—¿Lo habéis probado alguna vez? —preguntó el Peregrino.

—Así es —contestó la Bodhisattva.

—¿Cuándo? —insistió el Peregrino.

—Hace algunos años —explicó la Bodhisattva—, Lao-Tse cogió mi ramita de sauce y la metió en su estufa de refinar el elixir. Cuando estuvo totalmente seca y chamuscada, me la devolvió y yo volví a ponerla en mi florero. Al cabo de un día y una noche estaba tan verde como siempre y sus hojas parecían no haber sufrido el menor castigo.

—¡Qué suerte la mía! —exclamó, aliviado, el Peregrino—. ¿Qué dificultad hay para que un árbol vuelva a la vida, cuando una simple ramita de sauce resurgió de sus propias cenizas?

La Bodhisattva se volvió hacia sus discípulos y les ordenó:

—Quedaos aquí cuidando el bosquecillo. No tardaré mucho en volver —y se elevó por los aires con el jarrón sagrado en las manos.

Delante de ella volaba el loro blanco, mientras el Gran Sabio la seguía, respetuoso, un poco más atrás. De ese momento tenemos un poema testimonial, que afirma:

Nadie en el mundo es capaz de describir con exactitud su santidad y su pureza. Es la diosa de misericordia que dispersa a nuestros enemigos y nos cubre de bendiciones. Conoció la santidad de Buda y ahora posee un cuerpo sin mancilla. Sólo ella puede calmar el mar de la pasión, porque la profundidad de sus principios no conoce la sombra del egoísmo. ¿Qué hay de extraño, pues, en que su dulce rocío pueda devolver a la vida al árbol sagrado?

El Gran Inmortal estaba charlando amigablemente con los Tres Ancianos, cuando, al levantar la vista, vio descender de las nubes al Gran Sabio Sun, que no dejaba de gritar, muy excitado:

—La Bodhisattva se acerca. ¡Salid inmediatamente a darle la bienvenida!

Como un solo hombre, las Tres Estrellas, Chen Yüan-Tse, Tripitaka y sus discípulos se pusieron al punto de pie y salieron a toda prisa del salón principal. Antes de inclinarse ante las Tres Estrellas, la Bodhisattva saludó con inesperado respeto a Chen Yüan-Tse. Eso no fue obstáculo para que ocupara el puesto de honor. El Peregrino condujo entonces ante ella al monje Tang, a Ba-Chie y al Bonzo Sha, que se echaron rostro en tierra. Lo mismo hicieron a continuación todos los inmortales que habitaban en aquel templo.

—No perdamos más tiempo en ceremonias inútiles —sugirió el Peregrino al Gran Inmortal—. Preparad la mesa con el incienso, para que la Bodhisattva pueda curar cuanto antes vuestro árbol.

—¿Cómo os habéis tomado la molestia de venir hasta aquí? —preguntó el Gran Inmortal, inclinándose, una vez más, ante la Bodhisattva—. El asunto que nos traemos entre manos es demasiado trivial para que vos le prestéis vuestra valiosísima atención.

—El monje Tang es discípulo mío —explicó la Bodhisattva—. Si Sun Wu-Kung os ha ofendido, es lógico que yo responda por él y os devuelva vuestro incomparable árbol.

—En ese caso, no hay más que hablar —concluyeron las Tres Estrellas—. Vayamos cuanto antes al huerto y veamos lo que sois capaz de hacer.

Sin más dilación el Gran Inmortal ordenó que prepararan el incienso y barrieran la parte posterior del huerto. La Bodhisattva abría la marcha, seguida de los Tres Ancianos, Tripitaka, sus discípulos y todos los inmortales que habitaban en aquel templo. Todos lanzaron un grito de dolor, al ver el árbol por el suelo, sus raíces al aire, sus hojas ya secas y sus ramas tronchadas.

—Estira la mano, Wu-Kung —ordenó la Bodhisattva.

El Peregrino así lo hizo. Ella metió entonces la ramita de sauce en el jarrón, y usándola a manera de brocha, untó la palma izquierda de mi Sun Wu-Kung con el rocío que allí guardaba. Al instante el Peregrino adquirió un poder vivificador. La Bodhisattva le ordenó que pusiera la mano en la base del árbol muerto y la mantuviera allí hasta que notara que un manantial de agua estaba a punto de surgir de la tierra. El Peregrino cerró la mano y la colocó entre la maraña de raíces. No tardó en manar de la tierra un arroyuelo de agua límpida. Visiblemente satisfecha, la Bodhisattva anunció:

—Esta agua no debe ser tocada por ningún instrumento que contenga una sola de las Cinco Fases. Sólo puede ser recogida por un cucharón de jade. Poned el árbol en su posición original y verted sobre él el agua de este manantial sagrado. Eso bastará para que las raíces y la corteza recobren su perdida vitalidad, las hojas crezcan de nuevo y las ramas se tornen tan verdes como antes. Nada impedirá entonces que sus frutos se multipliquen como las flores en primavera.

—Traed inmediatamente un cazo de jade —pidió a los taoístas el Peregrino.

—Me temo que aquí no tenemos ningún cazo de ese material —respondió, apenado, Chen Yüan-Tse—. Al fin y al cabo, vivimos en el campo y no gozamos de las comodidades de la corte. ¿Os es lo mismo una taza o una copa de jade?

—Por supuesto que sí —contestó la Bodhisattva—. Están hechas del material que precisamos y, además, son capaces de contener líquidos. ¿Qué nos importa ahora su uso específico?

Aliviado, el Gran Inmortal pidió a sus discípulos que trajera treinta tazas de té y cincuenta tazas de vino, todas ellas de jade, y llenaran del agua que manaba de la tierra. Sin pérdida de tiempo el Peregrino, Ba-Chie y el Bonzo Sha colocaron el árbol en su posición original y taparon sus raíces con la arena que había alrededor. Ellos mismos se encargaron de ir entregando una a una las copas a la Bodhisattva, la cual, valiéndose de su ramita de sauce, fue vertiendo su contenido sobre el árbol seco, mientras recitaba un conjuro. No pasó mucho tiempo antes de que el verdor volviera a enseñorearse de todas sus hojas y ramas. En las más altas podía apreciarse con toda claridad la delicadeza de veintitrés frutos de ginseng. Tras contarlos con cuidado, Brisa Límpida y Luna Brillante exclamaron, sorprendidos:

—Cuando hace unos días descubrimos que faltaban unos cuantos, contamos exactamente veintidós frutos. ¿Cómo es que ahora ha revivido uno?

—El tiempo se encargará de poner al descubierto la razón que ahora indagáis —sentenció el Peregrino—. De todas formas, por si os sirve de algo, os diré que, aunque el otro día arranqué tres frutos, se me cayó otro al suelo, que desapareció antes de que pudiera echarle mano. El dios local me explicó que había sido absorbido por la tierra. Ba-Chie opinó, sin embargo, que me lo había comido a escondidas y empezó a dudar de mi honradez. Me alegro de que, por fin, todo se haya aclarado.

—Lo que acabas de decir es verdad —confirmó la Bodhisattva—. Las Cinco Fases se absorben mutuamente. Por eso he ordenado antes que no se empleara ningún instrumento que contuviera una sola de ellas.

Visiblemente complacido, el Gran Inmortal ordenó traer el mazo de oro y arrancó con él diez de sus preciados frutos. A continuación pidió a la Bodhisattva y a los Tres Ancianos que volvieran al salón principal, donde celebró en su honor un Festival de Frutos de Ginseng. Los inmortales pusieron en orden las mesas y sacaron las bandejas de cinabrio, mientras la Bodhisattva ocupaba el puesto de honor, los Tres Ancianos se sentaban a su izquierda, el monje Tang se colocaba a su derecha, y Chen Yüan-Tse, como anfitrión que era, se situaba en una posición de deferente respeto. Sobre tan brillante momento tenemos un poema que dice:

Los frutos del ginseng maduran cada nueve mil años en la mansión de un respetable inmortal que se levanta en la inaccesible Montaña de la Longevidad. ¡Qué pena sintieron todos sus moradores, cuando sus raíces quedaron al descubierto y sus hojas y ramas se secaron sin remedio! Afortunadamente fueron regadas por el dulce rocío de la diosa y los frutos sagrados volvieron a mostrar su pujante lozanía. Los Tres Ancianos pudieron, por fin, probarlos y los cuatro monjes recobraron su perdida libertad. Todos saborearon los frutos del ginseng y, así, se convirtieron en inmortales que no envejecen jamás.

La Bodhisattva y los Tres Ancianos comieron uno; el monje Tang, convencido, por fin, de que se trataba de una mera fruta, dio buena cuenta de otro, lo mismo que sus tres discípulos. Por no dejar solos a sus invitados, Chen Yüan-Tse se sirvió también uno y el último fue repartido entre todos sus seguidores. El Peregrino agradeció a la Bodhisattva y a las Tres Estrellas cuanto habían hecho por él. Sonriendo, las divinidades se despidieron de todos los representantes y regresaron respectivamente a la Montaña Potalaka y a la Isla de Peng-Lai. Cuando se hubieron marchado, Chen Yüa-Tse ordenó servir un banquete vegetariano, sellando a la conclusión del mismo un pacto de hermandad con el Peregrino. Con razón dice el proverbio que «para conocer bien a una persona es preciso haber luchado antes con ella». De esta forma, budistas y taoístas entraron a formar parte de una misma familia. La alegría se reflejaba en todos los rostros y maestro y discípulos pasaron en vela aquella noche. Todos habían tenido la enorme fortuna de haber probado el fruto del mercurio reconvertido, Preparándose, así, para hacer frente a las grandes pruebas por las que aún debían pasar.

De momento desconocemos si lograron, por fin, partir de aquel lugar a la mañana siguiente. Quien desee saberlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el próximo capítulo.