CAPÍTULO LXV

Con este capítulo se pretende persuadir a quien lo lea, a que obre en todo momento el bien y renuncie a las obras del mal. No debe olvidarse jamás que los dioses conocen hasta los pensamientos más íntimos. La astucia y la inteligencia no sirven de nada, porque la salvación estriba en renunciar a la mente. Mientras se vive, es preciso cultivar el Tao sin desfallecer. Trata de hallar la fuente de todos los males y renuncia con determinación a ella. No hay otro camino para lograr una vida longeva. Quien desee alcanzar la Iluminación debe dejarse ungir con el aceite sagrado. Cuando nada entorpezca a la luz el paso por los tres senderos y el océano de sombras haya sido completamente drenado, podrá el hombre virtuoso cabalgar a lomos de los fénix y las garzas. Entonces alcanzará la misericordia y su felicidad será completa.

Decíamos que no existía hombre más piadoso ni más sincero que Tripitaka Tang. Por eso, era protegido en todo momento por los dioses. Hasta los espíritus de las plantas y los árboles se ofrecían, gustosos, a custodiar su marcha. Tras una noche de discusión poética, consiguió escapar a la amenaza de los abrojos y las espinas y al enmarañamiento homicida de las enredaderas y los zarcillos de las vides. Fortalecidos por tan magnífica experiencia, continuaron su camino en dirección al Oeste. Pronto tocó a su fin el invierno y la primavera volvió a dejarse sentir por doquier. Adondequiera que se dirigiera la vista podía apreciarse la pujanza de la vida. ¿Cómo podía ser de otra forma, si la vara del carro de la Osa Mayor marcaba la dirección del yin?[1]. La tierra aparecía cubierta de un manto de verdor, que realzaban los sauces llorones a lo largo de las márgenes de los ríos. En las pendientes los rojos capullos de los melocotoneros hacían pensar en bordados hechos por inmortales. Todos los arroyos parecían haberse contagiado del color verdoso del jade. A veces la lluvia Y el viento ponían una nota de melancolía en el paisaje, pero pronto hacía el sol renacer la belleza de las flores y las golondrinas tornaban a transportar en sus picos pequeñas briznas de musgo. Toda la montaña aparecía sumida en un juego de luces y sombras, que hacía pensar en las pinturas de Wang-Wei[2]. En las copas de los árboles los pájaros conversaban entre sí con la misma finura con que lo hacía Chi-Tse[3]. Nadie, sin embargo, se deleitaba en tanta belleza, a excepción de las mariposas y las laboriosas abejas. El maestro y sus discípulos preferían el lánguido aroma de las flores y el blando mullido de los prados. No tardaron en divisar a lo lejos una montaña tan alta que parecía tocar el cielo.

—¿Sabes qué altura tiene esa montaña? —preguntó Tripitaka a Wu-Kung, señalándola con la fusta—. Jamás había visto nada igual. Es como si perforara el azulado techo de los cielos.

—Ahora que lo mencionáis —respondió el Peregrino—, recuerdo un antiguo poema, que decía: «El cielo todo lo cubre y ninguna montaña es capaz de igualar su altura». Pensándolo bien, esos versos debían de referirse a esa mole que tenemos delante. No creo que exista otra como ella. ¿Cómo es posible, de todas formas, que se adentre en los cielos?

—Si eso es tan raro —replicó Ba-Chie—, ¿por qué dice la gente que el Monte Kun-Lun es el sostén de lo alto?

—¿No has oído comentar que el Cielo presenta un gran vacío en el noroeste? —contestó el Peregrino—. Como bien sabes, el Monte Kun-Lun se eleva precisamente en ese punto y ha hecho creer a muchos que es él el que llena ese hueco. De ahí que se afirme que es el sostén de lo alto.

—No le des tantas explicaciones, por favor —exclamó el Bonzo Sha, soltando la carcajada—. ¿No comprendes que las usará después para dárselas de listo ante los demás? Sigamos hacia delante. Cuando hayamos escalado esa montaña, sabremos realmente la altura que tiene.

Furioso, Ba-Chie trató de echarle mano, pero el maestro no le dio ninguna importancia. Espoleó al caballo y, de esa forma, no tardaron en llegar a las primeras estribaciones de la montaña. A medida que ascendían, la vegetación se iba haciendo más espesa y el aire arrancaba a los árboles un murmullo de hojas que dejaba el ánimo en suspenso. Como telón de fondo, se escuchaba un rumor de aguas torrenciales. Pero, lejos de traer la paz al espíritu, lo sumía en una profunda intranquilidad, Quizás contribuyera a ello el hecho de que no se viera por ninguna parte pájaro alguno, algo a lo que ni los mismos inmortales estaban acostumbrados. La ascensión resultaba tan peligrosa, que podía afirmarse con toda seguridad que jamás se había atrevido nadie a poner los pies en aquel lugar. Las rocas poseían unas formas extrañas, que llenaban el espíritu de zozobra. Sólo las nubes, con la transparencia de su brillo, ponían una nota de serenidad en el paisaje, que pronto rompían los chillidos desagradables de unos pájaros invisibles. De vez en cuando, no obstante, se veían ciervos con hojas de agárico en la boca, o monos cargados de melocotones, o zorros y tejones agazapados en el borde mismo de los acantilados, o antílopes saltando de risco en risco. De pronto se oyó el rugido de un tigre, tan estremecedor que les puso los pelos de punta a los caminantes, y apareció en el camino una manada de lobos y leopardos. Al verlos, Tripitaka sintió que el cuerpo se le quedaba sin fuerzas. Sólo el Peregrino conservó la compostura. Sacudió ligeramente la barra de hierro y lanzó un grito tan espeluznante, que al instante huyeron, despavoridos, todos aquellos animales salvajes. Para evitar otro encuentro como aquél, abrió un nuevo camino que los llevó directamente hasta la cumbre. Después de trasponerla, iniciaron un descenso en dirección oeste, que los condujo hasta una pequeña meseta bañada por una luz espiritual, que emitía destellos de muchos colores. En uno de sus extremos se levantaba un espléndido edificio, del que salía una música de campanas tan armoniosa como la que se escucha en el palacio del Señor de Jade.

—¿Qué será aquel edificio? —preguntó Tripitaka.

El Peregrino levantó la cabeza y comprobó que se trataba de un lugar francamente excepcional. A pesar de la riqueza que lo envolvía, se notaba que era un monasterio. El paraje en el que se encontraba enclavado no podía ser más hermoso ni más apto para la vida de contemplación. Junto a las torres que lo flanqueaban se erguía, majestuoso, un grupo de pinos, cuyo verdor parecía competir con el de los bambúes que crecían a la entrada del salón de las enseñanzas. Un aura de espiritualidad envolvía todo el conjunto, haciéndolo parecer el palacio de un dragón o la sede de algún santo budista. Tanto sus columnas como sus barandillas y sus vigas, abigarradas de relieves, estaban pintadas de rojo, color que contrastaba con el del jade de todos sus arcos. Una vez concluidas las explicaciones de los sutras, el incienso se extendía por todos los salones y la luna llenaba de luz los biombos que delimitaban los diferentes espacios. En su espléndido jardín las flores formaban tapices multicolores, que pisaban las garzas camino de los estanques en los que abrevaban. Los pájaros ponían una nota bulliciosa en aquel ambiente sellado por el silencio y la meditación. Las campanas sagradas no dejaban de lanzar su melancólico tañido por las laderas de la montaña hacia la que estaba orientado el monasterio. Una brisa suave penetraba por todas sus ventanas, meciendo levemente los cortinajes y deshaciendo las caprichosas volutas del incienso. Aquél era un paraíso para el ascetismo de los monjes, un oasis de paz que no lograban mancillar las realidades profanas ni los afanes del mundo. En la tranquilidad de aquel monasterio se mimaba la frágil planta de la Verdad.

—Como habíais supuesto —dijo el Peregrino a Tripitaka, después de inspeccionar con atención tan extraordinario lugar—, se trata de un monasterio. De todas formas, no sé por qué, pero junto al aura de santidad que rodea todos los centros donde se cultiva el Zen, me parece percibir cierta atmósfera de hostilidad. Lo más sorprendente es que me recuerda al Monasterio del Trueno, aunque el camino que conduce hasta él es completamente distinto. Creo que lo mejor será que no nos detengamos en este lugar. Percibo algo siniestro que puede volverse en cualquier momento contra nosotros.

—¿Es posible que se trate de la Montaña del Espíritu? —preguntó el monje Tang, entusiasmado—. No estaría bien que jugaras con mi impaciencia y trataras de demorar adrede la conclusión de nuestro viaje.

—¡Por supuesto que no! —exclamó en seguida el Peregrino—. He visitado infinidad de veces la Montaña del Espíritu y puedo aseguraros que no es ésta.

—En ese caso —concluyó Ba-Chie—, debe de ser la morada de alguna persona realmente virtuosa.

—¿A qué viene tanta suspicacia? —dijo, por su parte, el Bonzo Sha—. Querámoslo o no, el camino pasa justamente por delante de su puerta. ¿Qué importa que no sea el Monasterio del Trueno? Lo mejor que podemos hacer es echar un vistazo.

—Me parece razonable lo que acaba de decir Wu-Ching —opinó el Peregrino.

El maestro espoleó al caballo y no tardó en llegar a las puertas del edificio. En el dintel de la entrada principal había una placa monumental con estas tres palabras: «Monasterio del Trueno». La impresión fue tan fuerte, que por poco no se cae del caballo.

—¡Maldito mono! —exclamó, ofendido—. Casi no me mato por tu culpa. ¿Por qué has tratado de engañarme, sabiendo positivamente que éste era el Monasterio del Trueno?

—No os enfadéis conmigo, por favor —suplicó el Peregrino, tratando de calmarle con una sonrisa—. Si miráis con más atención, veréis que en la puerta de dentro hay otra placa con cuatro caracteres, en lugar de los tres que se leen aquí.

Sin poder contener la emoción, el maestro volvió la vista hacia donde se le indicaba y comprobó que, en efecto, de allí colgaba otra placa con un carácter más, que decía: «Pequeño Monasterio del Trueno».

—¡Sólo es el Pequeño Monasterio del Trueno! —suspiró Tripitaka, desilusionado—. Dentro debe de haber, de todas formas, algún patriarca budista. Los sutras afirman que existen más de tres mil budas y cabe suponer que no todos habitan en el mismo lugar. La misma Kwang-Ing, sin ir más lejos, mora en los Mares del Sur, Visvabhadra tiene establecida su morada en el Monte O-Mei y Manjusñ vive en la Montaña de los Cinco Estrados. Me pregunto qué buda imparte sus enseñanzas en el interior de este monasterio. Los antiguos afirmaban que donde hay budas hay escrituras y que sin templos no existen tesoros. Entremos a ver cuáles son los que encierra éste.

—No deberíais hacerlo —le aconsejó el Peregrino—. Aunque no lo creáis, este lugar encierra más maldad que bondad. Si os topáis con algo desagradable, no me echéis a mí las culpas.

—Aunque aquí no viva un buda —contestó Tripitaka—, habrá por lo menos una imagen suya. Recuerda que, al iniciar este viaje, prometí presentar mis respetos a todos los budas con los que me encontrara. ¿Cómo voy a echarte la culpa de lo que es exclusivamente responsabilidad mía?

Se volvió a continuación hacia Ba-Chie y le pidió que le sacara la túnica de los bordados. En cuanto hubo terminado de atar sus cintas, se ajustó el gorro monacal y se dirigió hacia la puerta. Nada más poner el pie en el monasterio, se oyó una voz que decía:

—Venís desde las Tierras del Este con el propósito de entrevistaros con nuestro buda. ¿Cómo podéis mostrar tan poco respeto, después de haber hecho un sacrificio tan grande?

Al oírlo, Tripitaka se echó en seguida rostro en tierra, Ba-Chie empezó a golpear el suelo con la frente y el Bonzo Sha se postró de hinojos. Sólo el Gran Sabio permaneció de pie con el caballo y el equipaje Tras expresar, de esa forma, su respetuosa sumisión, traspusieron una segunda puerta y entraron en el gran salón de Tathagata. En su exterior y debajo mismo del trono sagrado podía verse a los Quinientos Arhats, a los Tres Mil Protectores de la Fe, a los Cuatro Reyes Diamantinos, a las monjas mendicantes y a los upasakas, así como a las incontables legiones de monjes sabios. En la atmósfera flotaba un penetrante aroma de flores. El aura de la santidad era allí tan intensa, que los peregrinos tenían que andar con la vista agachada. Sobrecogidos por tan magnífico espectáculo, el maestro, Ba-Chie y el Bonzo Sha no daban un paso sin echarse, primero, rostro en tierra y tocar el suelo con la frente. Únicamente el Peregrino siguió de pie, viendo cómo sus hermanos se iban acercando, poco a poco, al estrado del espíritu. De lo alto del trono de loto surgió una voz furiosa, que dijo:

—¿Cómo te atreves a no postrarte ante Tathagata, Sun Wu-Kung?

Pero el Peregrino no se dejó intimidar. Miró directamente a los ojos del que había hablado y descubrió que se trataba de un buda falso. Dejando a un lado al caballo y el equipaje, agarró con las dos manos la barra de hierro y gritó con una furia incontenible:

—¡Malditas bestias! ¡Sois vosotras las que deberíais mostraros más respetuosas con el nombre de Buda y no profanar la inalcanzable santidad de Tathagata! ¡No huyáis y probad el sabor de mi barra!

Sin esperar respuesta alguna, se lanzó a la refriega. En ese mismo momento se oyó un sonido metálico y cayeron sobre el Peregrino dos címbalos de oro, que formaron una especie de caja hermética de la que no podía salir. Chu Ba-Chie y el Bonzo Sha trataron de coger sus armas, pero se les echaron encima aquellos falsos arhats, protectores y monjes sabios. Hasta Tripitaka fue atrapado y cubierto de cadenas, como si fuera un criminal. Quedó claro, entonces, que el que se había hecho pasar por Buda era un monstruo, y todos los demás, los diablillos a sus órdenes. En cuanto hubieron capturado a los viajeros, se manifestaron tal cuales eran y los encerraron, sin ninguna consideración, en la parte posterior del monasterio. El Peregrino quedó aprisionado entre los címbalos de oro, de donde no habría, de salir jamás. Al cabo de tres días y tres noches su cuerpo se convertiría en una masa informe de sangre y pus y el maestro y sus otros dos discípulos serían cocinados al vapor, antes de ser servidos en un espléndido banquete. Como afirma un antiguo poema:

Aunque el Mono de ojos verdosos fue capaz de distinguir lo falso de lo auténtico, el Espíritu del Zen se postró ante una simple figura dorada. Otro tanto hicieron la Madre Madera y su acompañante, cegados por el brillo humilde del oropel. Sucedió, así, que el monstruo se hizo poderoso, y el virtuoso, débil. ¡Con qué facilidad logró engañar el demonio al hombre de bien! Su triunfo hizo parecer el Tao inútil, y la maldad, tan poderosa como un ser de lo alto. Pero no debe olvidarse que, cuando se cae en el error, desaparece todo el bien que se haya hecho hasta entonces.

De la triste suerte de los viajeros no escapó ni el mismo caballo, que fue atado junto al monje Tang y sus discípulos. Los demonios celebraron con grandes muestras de júbilo la victoria obtenida. Era tal su alegría, que no repararon en el valor de la túnica bordada que lucía el maestro. Se la arrancaron del cuerpo y la guardaron con el resto del equipaje en una habitación sin ventanas. De momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que continuaba encerrado en el interior de los címbalos de oro. La oscuridad era total y hacía un calor tan asfixiante que el sudor cubrió pronto todo su cuerpo. Trató de separarlos, empujando con sus fortísimos brazos, pero no consiguió despegarlos ni la diezmilésima parte de un milímetro. Intrigado, cogió la barra de hierro y los golpeó como si se hubiera vuelto loco, pero no logró hacerles ni una muesca. Decidió, entonces, recurrir a la magia. Recitó un conjuro y al instante alcanzó una altura que superaba los cuarenta metros; sin embargo, los címbalos crecieron con él y no dejaron filtrar ni un solo rayo de luz. Volvió a hacer otro signo mágico y se redujo hasta un tamaño mucho más pequeño que una semilla de mostaza. Los címbalos se encogieron con él, tornando imposible todo intento de fuga. El Peregrino cogió, una vez más, la barra de hierro, exhaló sobre ella un soplo de aliento sagrado y gritó:

—¡Transfórmate! —y al punto se convirtió en una pértiga, que se ajustó a los extremos de los címbalos. Se arrancó a continuación dos pelos de la cabeza y, tras hacer con ellos la misma operación que con la barra de hierro, los metamorfoseó en un extraño instrumento de cinco puntas, que recordaba una flor de ciruelo. Con él trató de hacer un agujero justamente en el punto en el que se apoyaba la barra de hierro. Pero, tras intentarlo más de mil veces seguidas, no consiguió hacer en el oro ni un solo rasguño. Desesperado, repitió el signo mágico y recitó el siguiente conjuro:

—Que Om y Ram purifiquen el reino del dharma. Chien[4]: origen penetración, armonía y firmeza.

Con él convocó a los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales, a los Seis Dioses de la Luz, a los Seis Dioses de las Tinieblas y a los Dieciocho Protectores de los Monasterios, que acudieron en seguida a la parte exterior de los címbalos, diciendo:

—¿Para qué nos has hecho venir? ¿Acaso no sabes que estamos protegiendo a tu maestro, para que estos monstruos no le hagan el menor daño?

—¡Mi maestro no quiso escucharme y ahora está pagando las consecuencias de su tozudez! —exclamó el Peregrino—. ¡Me trae sin cuidado que muera o siga viviendo! Lo que quiero que hagáis ahora es que separéis estos dos címbalos, para que pueda salir. Ya nos ocuparemos después de esos otros asuntos. Aquí dentro no hay ni un solo rayo de luz y hace tal calor que a punto estoy de ahogarme. Los dioses trataron de separar los címbalos, pero estaban tan unidos, que todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Es más, pareció como si se hubieran fundido con mayor firmeza.

—No sabemos qué clase de magia poseen estos címbalos —dijo el Guardián de la Cabeza de Oro—. Están unidos de tal forma, que parecen un todo continuo. Nos tememos que nuestras fuerzas no son suficientes para separarlos.

—Yo tampoco lo he conseguido, aunque he puesto en juego todos mis conocimientos de magia —confesó el Peregrino.

Al oír eso, el Guardián ordenó a los Seis Dioses de la Luz que volvieran junto al monje Tang, mientras los Seis Dioses de las Tinieblas se encargaban de montar la guardia alrededor de los címbalos de oro. Para evitar sorpresas, a los Protectores de los Monasterios se les sugirió que patrullaran de continuo por los aires, a la espera de que volviera el Guardián, que se dirigió a toda prisa hacia la Puerta Sur de los Cielos. Sin pérdida de tiempo corrió al Palacio de la Niebla Divina y, postrándose rostro en tierra ante el Emperador de Jade, dijo:

—Vuestro humilde servidor es uno de los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales. Vengo a interceder en favor del Gran Sabio, Sosia del Cielo, que se encuentra acompañando al monje Tang en su viaje al Paraíso Occidental. Al pasar por una montaña, se toparon con un monasterio llamado del Pequeño Trueno y el maestro pensó que se trataba de la región del Espíritu. Cegado por su entusiasmo, corrió a presentar sus respetos a Buda, pero todo era una trampa ideada por un monstruo. El Gran Sabio se encuentra en estos momentos en el interior de unos címbalos de oro, de los que no hay manera de salir. Su vida corre un peligro cierto y eso me ha movido a suplicar vuestra ayuda en su favor.

Sin pérdida de tiempo, el Emperador de Jade emitió la siguiente orden:

—Que las Veintiocho Constelaciones partan de inmediato hacia la morada de los monstruos y liberen a los peregrinos.

Las Constelaciones no se demoraron. Acompañados por el Guardián, abandonaron los Cielos y se dirigieron hacia el monasterio. Cuando entraron en él, era cerca de la segunda vigilia. Los diablillos acababan de recibir de manos de su señor la recompensa por haber capturado al monje Tang y estaban empezando a retirarse a sus habitaciones.

Sin preocuparse de ellos, las Constelaciones se concentraron alrededor de los címbalos e informaron de su llegada al Gran Sabio, diciendo:

—Somos las Veintiocho Constelaciones y hemos venido a liberaros por orden expresa del Emperador de Jade.

—Romped inmediatamente esta prisión con vuestras armas —pidió el Peregrino, esperanzado—. Me muero de ganas por salir de aquí.

—No podemos hacerlo —contestaron las estrellas—. Esto está hecho de metal. En cuanto lo toquemos, empezará a vibrar y el monstruo se despertará. Eso entorpecerá muchísimo nuestra misión. Vamos a tratar de hacer un agujero. En cuanto apreciéis el menor rayo de luz, escapad de esa prisión.

—De acuerdo —respondió el Peregrino.

Las Constelaciones echaron, entonces, mano de sus lanzas, sus espadas, sus cimitarras y sus hachas y empezaron a golpear los címbalos por todas partes. Sonó la tercera vigilia y aún seguían descargando golpes, pero las piezas de oro continuaban sin separarse. Era como si desde siempre hubieran formado un todo único. En su interior el Peregrino inspeccionaba, una y otra vez, sus paredes, pero no lograba apreciar el más mínimo rayo de luz. Su impaciencia le llevó, incluso, a tratar de encontrar una hendidura con las manos; sin embargo, los resultados no fueron mejores.

—No perdáis la confianza, Gran Sabio —le aconsejó el Dragón de Oro[5]—. He llegado a la conclusión de que estos címbalos poseen una gran adaptabilidad y conocen a la perfección el difícil arte de las metamorfosis. Mirad a ver si encontráis con las manos la línea de unión. En cuanto la hayáis hallado, trataré de hacer palanca con mi cuerpo y vos podréis salir por el resquicio que deje. Por muy pequeño que sea, vuestros poderes metamórficos os permitirán atravesarlo sin ninguna dificultad.

El Peregrino se puso en seguida manos a la obra. Mientras buscaba con sumo cuidado los bordes de las dos piezas, la Constelación redujo de tal forma el tamaño del cuerpo, que su cuerno apenas era mayor que la punta de una aguja. El Peregrino no tardó en descubrir que el punto de unión se encontraba en la parte superior de la esfera que le tenía aprisionado. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, la Constelación consiguió encajar el cuerno y gritó, con ánimos de recobrar el tamaño que le era habitual:

—¡Crece!

El cuerno adquirió el grosor de un cuenco de arroz, pero, más que como un objeto metálico, los címbalos se comportaron como si estuvieran hechos de piel y carne. El cuerno del Dragón de Oro parecía estar sumido en una masa gelatinosa, en la que resultaba imposible realizar la menor presión. Desesperado, el Peregrino palpó el cuerno con las manos y dijo:

—Es inútil. No hay ninguna hendidura. Me temo que, si realmente estáis dispuesto a sacarme de aquí, tendréis que sufrir un poco.

Con ayuda de su barra de hierro hizo un pequeño agujero en la punta del cuerno y, transformándose en una semilla de mostaza, se introdujo en su interior y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Ahora! ¡Tirad del cuerno!

La Constelación forcejeó cuanto pudo, logrando con no poca dificultad su propósito.

Estaba tan agotado, que se dejó caer al suelo, resollando como un animal de carga. El Peregrino salió, entonces, de su cuerno y, tras recuperar el tamaño que normalmente tenía, descargo sobre los címbalos un tremendo golpe con la barra de hierro. Fue como si se hubiera derrumbado una montaña de cobre o hubiera saltado por los aires una mina de oro. Lo que había sido una de las posesiones más preciadas de Buda quedó reducida al instante a diminutos fragmentos dorados. Las Veintiocho Constelaciones y los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales se llevaron tal susto que los pelos se les pusieron de punta. El ruido alertó también a los diablillos, que abrieron, sobresaltados, los ojos. Hasta el mismo monstruo fue arrancado de la placidez de su sueño. Tras abandonar el lecho y vestirse a toda prisa, ordenó que todos los diablillos tomaran sus armas entre una barahúnda de gritos y el continuo batir de los tambores. Era cerca del amanecer, cuando se dirigieron al salón en el que habían dejado encerrado al Peregrino.

Al ver a las Constelaciones y los restos de sus preciados címbalos, se apoderó de ellos un pavor mortal. Sólo el monstruo tuvo la serenidad suficiente para ordenar a los suyos:

—¡Cerrad inmediatamente las puertas! ¡Que no salga nadie!

El Peregrino y las estrellas montaron a toda prisa en sus nubes y se elevaron hacia lo alto. Con increíble paciencia el monstruo recogió todos los trozos de oro, al tiempo que ordenaba formar a sus tropas en la explanada que había junto a la puerta del monasterio.

Vistió después su armadura y, cogiendo una maza con varias hileras de dientes de lobo, salió a arengar a los suyos, diciendo:

—¡El Peregrino Sun ha demostrado que es un cobarde! ¡Si no lo fuera, se habría enfrentado a mí, aunque no hubiera podido resistirme ni tres asaltos!

El Peregrino no pudo resistir el reto. Frenó la carrera de su nube y volvió sobre sus pasos, seguido de las estrellas. Pronto descubrieron que el monstruo tenía el cabello, crespo y enmarañado como el mar, sujeto con una diadema de oro. Sus ojos, enmarcados por unas cejas excesivamente pobladas, emitían un fulgor propio de brasas.

Le dominaba una furia tal, que las aletas de la nariz le vibraban, como si fuera una criatura acuática. Su boca, tan cuadrada que nunca podía cerrarla del todo, dejaba entrever unos dientes puntiagudos y afilados como cuchillos. Vestía una coraza de hierro y traía ceñida la cintura con una faja de seda sin teñir. Unas botas de piel de ternero protegían sus pies, dando a su figura un aire de bestia salvaje, que acentuaba aún más su maza de dientes de lobo. De todas formas, había en él algo que desmentía ese carácter selvático, como si fuera, a la vez, hombre y animal. Eso acrecentó la curiosidad del Peregrino, que gritó:

—¿Qué clase de monstruo eres tú, para hacerte pasar por el Patriarca Budista, enseñorearte de esta montaña y dar a este lugar el nombre de Pequeño Monasterio del Trueno?

—Así que no sabes cómo me llamo, ¿eh, mono estúpido? —contestó el monstruo—. Eso explica por qué osaste atravesar mis dominios sin el correspondiente permiso. Por si no lo sabes, este lugar es el Pequeño Paraíso Occidental. Durante años me he dedicado a la ascesis y a la meditación y, así, he alcanzado un estado tal de perfección, que el Cielo me ha concedido la gracia de habitar en un lugar tan extraordinario como éste. No en balde soy el Buda de las Cejas Amarillas, aunque la gente de estos contornos, ignorante como es, me llama el Gran Rey de las Cejas Amarillas o, también, el Santo de las Cejas Amarillas. Sabía que te dirigías hacia el Oeste y que tus poderes están por encima de los de muchos inmortales, Por eso monté la escena que a punto estuvo de engañarte. No había otra forma de atraer a tu maestro. Pero eso son cosas ya pasadas. Voy a decirte lo que estoy dispuesto a hacer. Si eres capaz de resistir mis ataques, os perdonaré a todos y dejaré que también vosotros alcancéis la perfección. En caso contrario, acabaré con vuestras vidas, me presentaré ante Tathagata y volveré con las escrituras a la tierra de la que partisteis, para ser yo solo quien disfrute de todo el mérito.

—¿Para qué seguir dándotelas de valiente? —replicó el Peregrino, soltando la carcajada—. Si quieres pelear, acércate y te enseñaré a qué sabe mi barra.

El monstruo levantó la maza de los dientes de lobo y, de esa forma, dio comienzo una de las batallas más fantásticas que jamás se haya visto. Entre las armas que entonces blandieron ambos contendientes existían grandes diferencias, aparte del material del que estaban hechas. Una era corta y se ajustaba perfectamente a la mano del buda que la manejaba. La otra, arrancada del fondo de los mares, poseía una mayor dureza, aunque, obviamente, su flexibilidad era menor. Ambas podían, sin embargo, metamorfosearse a voluntad y no estaban acostumbradas a ceder terreno ante nadie. No en balde la maza tenía incrustados, como si de joyas se tratara, infinidad de dientes de lobo y la barra de los extremos de oro estaba directamente emparentada con la fuerza de los dragones.

¡Con qué extraordinaria facilidad se encogían y alargaban, aumentaban de grosor y se hacían tan finas como agujas! Con semejantes maravillas el demonio y el mono se lanzaron a una lucha encarnizada y feroz. Entre ellos existían también diferencias muy marcadas, pues, si éste había abrazado sin condiciones la fe, aquél no dejaba de burlarse de los Cielos, adoptando una personalidad que no le correspondía. La violencia que desplegaban era, sin embargo, la misma. Su estrategia era la de quien, a toda costa, está decidido a lograr la victoria. Por eso, descargaban sin ninguna piedad golpes terribles sobre la cabeza y los flancos de su adversario. Ninguno estaba dispuesto a ceder el menor palmo de terreno. La nube de tierra y de polvo que levantaban oscurecía el sol y cubría, como la niebla, toda la montaña. La barra y la maza bailaban una danza de muerte, en la que entraba en juego la suerte de Tripitaka. Más de cincuenta veces midieron sus fuerzas, pero ninguna alcanzó una diferencia apreciable.

A la puerta misma del monasterio los diablillos lanzaban gritos de ánimo entre el batir de los tambores, el estridente replicar de los gongs y el ondear multicolor de los estandartes. En el otro bando las Veintiocho Constelaciones, los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales y el resto de los sabios decidieron pasar a la acción. Tras lanzar un grito de guerra, agarraron sus armas y rodearon al monstruo. La acción cogió tan de sorpresa a los diablillos, que al punto enmudecieron los tambores y los gongs. El monstruo no dio ninguna muestra de nerviosismo. Al contrario, tomó en una mano la maza de los dientes de lobo e hizo frente con ella a los asaltantes, mientras se desataba con la otra una tira de tejido blanco, que llevaba anudada a la cintura. La lanzó hacia lo alto y, tras oírse un silbido muy penetrante, atrapó en ella al Gran Sabio, a las Veintiocho Constelaciones y a los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales. Con pasmosa facilidad, se los cargó a las espaldas, como si fueran un fardo, y regresó con ellos al monasterio. La facilidad del triunfo había envalentonado a los diablillos, que no dejaban de proferir gritos de alegría. El monstruo les ordenó traer varias docenas de cuerdas, que pasó, una y otra vez, por el atillo que llevaba al hombro. Lo hizo con tanta fuerza, que los dioses aprisionados entre la tela apenas podían respirar. Se sentían aturdidos y sin fuerza y ofrecían un aspecto demacrado. Lo peor fue que los diablillos los llevaron a la parte posterior del monasterio y los arrojaron al suelo sin ningún respeto. Para celebrar tan resonante victoria, el monstruo ofreció a sus súbditos un espléndido banquete, que duró hasta muy entrada la noche, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Gran Sabio, que quedó aprisionado entre las tiras de tejido blanco, como el resto de los dioses. A eso de la medianoche le pareció percibir que alguien estaba llorando y, aguzando el oído, descubrió que se trataba de Tripitaka, que se quejaba lastimosamente de su suerte, diciendo:

—¡Oh, Wu-Kung, si supieras cuánto me desprecio por no haber prestado atención a tus consejos y haber traído sobre nuestras cabezas una desgracia tan irreparable como ésta! Nadie sabe que estamos prisioneros aquí. Lo peor es que con mi inconsciente conducta he echado por tierra los más de tres mil méritos que llevábamos acumulados ¿Quién nos librará de estas ataduras, para que podamos proseguir nuestro viaje y alcancemos nuestra meta en el Oeste?

Emocionado por esas palabras, el Peregrino no pudo por menos de decirse:

—Aunque, por no creerme, nos ha metido a todos en este aprieto, en los momentos difíciles el maestro siempre piensa en mí. Dado que el monstruo está descansando y todo parece tranquilo, lo mejor que puedo hacer es aprovechar la ocasión y liberar a todos éstos.

Valiéndose de la magia de la invisibilidad, encogió de tal manera el cuerpo, que pasó por entre los nudos de las cuerdas con la misma facilidad con que el sol penetra por las ventanas. Se acercó a continuación al monje Tang y le susurró al oído:

—Maestro.

—¿Cómo has logrado entrar aquí? —exclamó el maestro, reconociendo en seguida su voz.

El Peregrino le contó, entonces, cuanto había sucedido.

—¡Líbrame, cuanto antes, de estas ataduras! —le suplicó el maestro, entusiasmado—. Te prometo que de ahora en adelante escucharé todo lo que digas y no me dejaré llevar por las apariencias.

Al Peregrino no le costó mucho trabajo desatarle. Tras liberar a Ba-Chie, al Bonzo Sha, a las Veintiocho Constelaciones y a los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales, tomó al caballo de las riendas y se dirigió sigilosamente hacia la puerta. Antes de llegar a ella, se acordó del equipaje y volvió a toda prisa sobre sus pasos. Desgraciadamente, le vio el Dragón de Oro y exclamó, despectivo:

—¿Cómo es posible que valores más las cosas que a las personas? ¿No te parece suficiente haber liberado a tu maestro? ¡No comprendo cómo puedes tener en tanta estima un vulgar equipaje!

—Por supuesto que las personas son importantes —respondió el Peregrino—, pero la túnica y la escudilla de las limosnas lo son aun más. ¿No te das cuenta de que, aparte de estar hechas de oro y poseer unos bordados bellísimos, son un regalo del propio Buda? Eso sin contar con que en una de esas bolsas está el documento de viaje que nos entregó el emperador.

—No le hagas caso y vete a por ello, de una vez —le aconsejó Ba-Chie—. Te esperaremos junto al camino.

Las estrellas rodearon al monje Tang y, valiéndose de la magia de la ubicuidad, provocaron un remolino de viento, que los transportó al otro lado del muro. En cuanto llegaron al camino, se lanzaron a toda prisa montaña abajo y no pararon de correr hasta que no llegaron a la llanura. Cansados por el esfuerzo, se sentaron a esperar al Peregrino. Era aproximadamente la hora de la tercera vigilia, cuando el Gran Sabio regresó al interior del monasterio, pero todas sus puertas estaban cerradas a cal y canto.

Estaba decidido a no hacer el menor ruido y subió a una de las torres, con el fin de ver si habían dejado abierta alguna ventana. Todas tenían las persianas bajadas y los trancos echados. No le quedó, pues, más remedio que hacer un signo mágico con los dedos y sacudir ligeramente el cuerpo, convirtiéndose al instante en un murciélago con la cabeza puntiaguda como la de una rata y los ojos tan brillantes como ascuas. Era la réplica exacta de esas criaturas que se pasan el día durmiendo, escondidas entre las tejas, y salen al anochecer en busca de los mosquitos de los que se alimentan. Son, en definitiva, más amantes de la luz de la luna que de los rayos del sol, aunque poseen una pericia tal con sus alas, que no existe ave que vuele mejor que ellas.

Fue una suerte para el Peregrino que entre las tejas y las vigas hubiera una pequeña separación, por la que no le resultó difícil meterse. Tras dejar atrás varias puertas, llegó a la parte central del edificio, donde vio algo que brillaba de una forma extraordinaria. Su luz era completamente distinta a la que emiten las lámparas o las luciérnagas y superaba en intensidad al mismísimo resplandor del rayo. Atraído por semejante luminosidad, detuvo su vuelo y se acercó, para ver de qué se trataba. Sorprendido, descubrió que eran las bolsas del equipaje. Pronto comprendió que, tras quitar la túnica al monje Tang, el monstruo había vuelto a meterla sin doblar en una de ellas y por eso emitía un fulgor tan extraordinario. Mirándolo bien, había sido confeccionada con perlas que brillaban por la noche, piedras preciosas que respetaban la voluntad de sus dueños, perlas Mani, cuentas de cornalina, trozos de coral rojo y reliquias sagradas. ¿Qué menos podía esperarse de un tesoro que había pertenecido al propio Buda?

Loco de alegría, el Peregrino recobró la apariencia que normalmente tenía y cogió el equipaje. Sin preocuparse de mirar si las bolsas estaban atadas a la columna de la que estaban colgadas, se las cargó sobre el hombro y se dirigió hacia la puerta. Lo hizo con tanta fuerza que la columna de madera se vino abajo, produciendo un gran estrépito que terminó despertando al monstruo, que dormía justamente en la habitación de abajo.

—¿Quién anda por ahí? —preguntó, sobresaltado—. Id a mirar inmediatamente.

Los diablillos saltaron de sus lechos y corrieron a inspeccionar el monasterio con teas encendidas en las manos. No tardó en presentarse uno a informar:

—¡El monje Tang ha desaparecido!

—¡También se han escapado el Peregrino y los demás! —dijo otro, antes de que hubiera concluido el primero su informe.

—¡Cerrad inmediatamente todas las puertas! —ordenó el monstruo.

Al oírlo, el Peregrino, temió ser apresado de nuevo y, abandonando el equipaje a su suerte, montó en una nube y salió disparado por una de las ventanas. El monstruo revolvió hasta el último rincón del monasterio, pero no encontró ni rastro del monje Tang y sus acompañantes. Al ver que era ya casi de día, cogió su maza y salió en persecución de los evadidos, seguido de su ejército de diablillos. No tardó en descubrir en las últimas estribaciones de la montaña, protegidos por una nube luminosa, a las Veintiocho Constelaciones, a los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales y a los otros dioses, y gritó con voz potente:

—¿Adónde creéis que vais? ¡No es tan fácil escapar de mis garras!

—¡Aprisa, hermanos! —exclamó el Dragón de Madera—. ¡Se acerca el monstruo con los suyos!

Sin pérdida de tiempo el Dragón de Oro, el Murciélago de la Tierra, la Liebre del Sol, el Zorro de la Luna, el Tigre de Fuego, el Leopardo de Agua, el Unicornio de Madera, el Toro de Oro, el Tejón de la Tierra, la Rata del Sol, la Golondrina de la Luna, el Cerdo de Fuego, el Puerco espín de Agua, el Lobo de Madera, el Mastín de Oro, el Cerdo de la Tierra, el Gallo de Oro, el Cuervo de la Luna, el Mono de Fuego, el Simio de Agua, el Mastín de Madera, el Carnero de Oro, el Cierno de la Tierra, el Caballo del Sol, el Ciervo de la Luna, la Serpiente de Fuego y el Gusano de Agua se pusieron al frente de los Dioses de la Luz y de las Tinieblas, los Protectores de los Monasterios, Ba-Chie y el Bonzo Sha y salieron al encuentro de sus perseguidores, abandonando a su suerte a Tripitaka Tang y al caballo blanco. Todos se dispusieron a pelear con bravura, blandiendo sus mortíferas armas. Al verlos, el monstruo lanzó una carcajada despectiva y silbó con la fuerza con que pudiera haberlo hecho una serpiente gigante. Al punto cuatro o cinco mil diablillos, aguerridos y fuertes, se lanzaron a la lucha, dando comienzo a una feroz batalla en las estribaciones occidentales de la montaña. Fue, en verdad, un maravilloso combate. El ejército de los demonios se alzó en armas contra la auténtica Consciencia, tan dulce y serena que se horrorizaba de luchar. De nada le sirvieron los cientos de planes y los miles de proyectos ideados para escapar del Dolor.

Al final hubo de someterse a los horrores de la guerra. Afortunadamente, los dioses le prestaron protección y los sabios pusieron a su servicio sus armas. Es muy posible que la Madre Madera aún conservara su dulzura primitiva, pero la decisión estaba ya tomada. El fragor del combate hizo temblar el Cielo y la Tierra. El número de luchadores se incrementaba por momentos, como si fuera una red extendida por manos invisibles. En un bando los soldados gritaban y agitaban sus estandartes, mientras en el otro batían los tambores y golpeaban sin cesar los gongs. Las lanzas, las espadas y las hachas formaban un bosque de hierro que brillaba con fulgores de muerte. Las huestes de los diablillos dieron tales muestras de fiereza y bravura, que los guerreros celestes tuvieron serias dificultades a la hora de contenerlas. La nube de polvo de la batalla se hizo tan densa, que pronto quedaron oscurecidos el sol y la luna y los arroyos de la montaña se convirtieron en cauces de fango. Si el monje Tang hubiera renunciado a su propósito de ir a presentar sus respetos a Buda, jamás se habría producido un combate tan sangriento. Los dos bandos eran conscientes de ello; por eso, batallaban con el único ánimo de obtener la victoria. El monstruo lanzaba a sus tropas, una y otra vez, sobre las fuerzas celestes, pero no lograba conseguir una ventaja apreciable. Cuando más incierto parecía el resultado para los dos bandos, se oyó la voz del Peregrino, que decía:

—¡Apartaos, que viene el Mono!

—¿Dónde has dejado el equipaje? —le preguntó Ba-Chie, saliendo a su encuentro.

—¡No me hables ahora de equipajes! —respondió el Peregrino—. Casi pierdo la vida por su culpa.

—¡Dejad de hablar, de una vez, y unamos nuestras fuerzas para terminar con este monstruo! —les urgió el Bonzo Sha.

Las estrellas y los Dioses de la Luz y las Tinieblas habían sido rodeados por un destacamento de monstruos y estaban pasando por un mal momento. El mismo monstruo se estaba enfrentando a tres de ellos con su terrible maza. El Peregrino, Ba-Chie y el Bonzo Sha lograron romper el cerco e hicieron retroceder a la bestia, dando terribles mandobles con su barra, su báculo y su rastrillo. Lucharon sin desfallecer, hasta que el Cielo y la Tierra quedaron sumidos en la tiniebla, pero no pudieron acabar con el demonio. Aun así, continuaban peleando, cuando el sol se hundía ya por el oeste y surgía la luna por el este. Al ver que estaba empezando a oscurecer, el monstruo lanzó un penetrante silbido y al punto se reagruparon todas sus tropas. Sacó a continuación la tira de paño blanco, pero, cuando se disponía a agitarla, el Peregrino la vio y gritó, despavorido:

—¡Cuidado! ¡Que cada cual huya por donde pueda!

Sin preocuparse de la suerte que pudieran correr Ba-Chie, el Bonzo Sha y los otros devas, dio un salto tan espectacular, que fue a caer en el Noveno Cielo. Los demás no comprendieron las razones para una huida tan precipitada y fueron capturados, una vez más, por el monstruo. Sólo el Peregrino logró escapar al suplicio de las sogas. Nada más regresar al monasterio, el monstruo ordenó, en efecto, a sus súbditos que sacaran las cuerdas y volvió a atar a los prisioneros con la misma rudeza que la vez anterior. El monje Tang, Ba-Chie y el Bonzo Sha fueron colgados, por su parte, de las vigas, mientras el caballo blanco era conducido a la parte de atrás. Por si esto fuera poco, mandó encerrar a los dioses en una mazmorra, cuyas puertas fueron cuidadosamente selladas. Los diablillos cumplieron en seguida sus deseos, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que logró salvar la vida gracias al formidable salto que le llevó directamente hasta el Noveno Cielo. En cuanto vio que los diablillos abandonaban el campo con los estandartes arriados, comprendió que sus compañeros habían vuelto a ser capturados. Bajó de la nube y se dejó caer, desalentado, en la ladera oriental de la montaña. Sentía tal odio hacia el monstruo, que le rechinaban los dientes sin ningún control. El recuerdo del maestro, por el contrario, le hacía verter un torrente de lágrimas. Preocupado, levantó los ojos al cielo y exclamó con triste voz:

—¿Qué grave falta cometisteis en vuestra anterior reencarnación, para que os veáis sometido en ésta a los continuos ataques de los monstruos? ¿Por qué no podéis dar un solo paso, sin ser sometido a una prueba terrible? ¡Resulta tan penoso liberaros, una y otra vez, de ellas! ¿Qué podemos hacer?

Tras lamentarse de esta forma durante mucho tiempo, sintió que la luz de la serenidad volvía a posarse sobre su espíritu y, valiéndose de la mente para hacer frente a la realidad, se dijo:

—Me pregunto qué clase de tejido será ése, para que dentro de él puedan caber tantas cosas. Ha atrapado, incluso, a todos los guerreros celestes. Creo que lo mejor será que vaya a informar de lo ocurrido al Emperador de Jade, antes de que le llegue la noticia por otro conducto y se enfade conmigo. Ahora que recuerdo, en el Continente Austral de Jambudvipa, concretamente en el Monte Wu-Tang[6], vive un tal Chen-Wu del Norte[7], que también es conocido por el nombre de Honorable Conquistador de Demonios. Iré a hacerle una visita y le pediré que me ayude a liberar al maestro.

De todo lo que llevamos narrado se deduce que, en cuanto se abandona el género de vida de los inmortales, el Mono y el Caballo siguen su propio camino, de la misma manera que, cuando se disocian la mente y la voluntad, terminan secándose las Cinco Fases.

De momento desconocemos en qué pararon las nuevas gestiones del Peregrino. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.