CAPÍTULO XXX
Una vez que hubo capturado al Bonzo Sha[1], el monstruo se negó a torturarle o a matarle. Es más, ni siquiera le insultó, cubriéndole de improperios, como suelen hacer con sus prisioneros los guerreros vencedores. En vez de eso, agarró la cimitarra y se dijo:
—El monje Tang es miembro de una noble nación, que, por fuerza, ha de poseer un sentido muy desarrollado de la justicia. No acabo de comprender cómo ha podido enviar a sus discípulos a capturarme después de haberle perdonado la vida. No encaja con su modo de ser. ¡Ahora caigo! —exclamó, de pronto—. Todo esto es obra de mi mujer, que se las ha arreglado para enviar una carta a sus padres por medio de esos monjes. No puede ser de otra forma. Ahora mismo voy a preguntarle.
Sentía tal indignación que su único deseo era acabar cuanto antes con la princesa, que no sabía nada sobre lo ocurrido. Después de acicalarse se disponía a dar un paseo, cuando vio acercarse al monstruo con los ojos saliéndole de las órbitas, el ceño totalmente fruncido y los dientes rechinándole de rabia. La mujer estaba acostumbrada a repentinos cambios de humor y no se asustó. Al contrario, sonrió dulcemente y le preguntó:
—¿Se puede saber qué es lo que os preocupa de esa manera?
—¡Maldita puta! —gritó el monstruo por toda respuesta—. ¿Es que no tienes en ninguna estima las relaciones humanas? Cuando te traje aquí, no proferiste ni una palabra de protesta. Te encantaba vestirte de seda y cubrirte de adornos de oro. Si deseabas algo, me faltaba tiempo para traértelo, como si fuera esclavo tuyo. Todo me parecía poco con tal de hacerte feliz. Has disfrutado de cuanto pueda desear una mujer y jamás te ha faltado de nada. ¿No te he tratado, acaso, con comprensión absoluta y perfecto cariño? ¿Por qué sigues pensando todavía en tus padres, sin valorar en nada a tu actual familia?
Al oír eso, la princesa se dejó caer en tierra y, presa del pánico, preguntó con entrecortada voz:
—¿Por qué habláis así? Parece como si hubierais decidido separaros de mí.
—La única que ha pensado eso has sido tú —replicó el monstruo—. Capturé al monje Tang y me sentí la bestia más feliz de todo el mundo, porque desde siempre había soñado con probar la tierna carne de un bonzo. ¿Por qué prometiste liberarle antes, incluso, de que hubieras tratado el asunto conmigo? ¡Yo sé bien por qué lo hiciste! Escribiste en secreto una carta a tus padres y le pediste que hiciera de mensajero. De lo contrario, ¿cómo explicas que se hayan presentado esos dos monjes ante mi puerta, exigiéndome que te deje regresar a tu hogar de soltera? ¡No puedes negarlo! ¿Lo hiciste o no?
—Estáis muy equivocado en lo que decís —contestó la princesa—. ¿Queréis decirme cuándo he enviado yo carta alguna sin vuestro consentimiento?
—No va a servirte de nada tratar de engañarme —afirmó el monstruo—, porque acabo de capturar a alguien que va a testificar en contra tuya.
—¿De quién habláis? —preguntó la princesa, visiblemente alterada.
—Del Bonzo Sha, el discípulo segundo del monje Tang.
Nadie está dispuesto, sin embargo, a aceptar la muerte de buen talante, aun siendo plenamente consciente de su inminencia. Eso explica que la princesa continuara insistiendo en su inocencia, diciendo:
—Calmaos y vayamos a interrogarle, como parece ser vuestro deseo. Si se demuestra la existencia de la carta que decís, me prestaré de buen grado a ser muerta a palos. Pero, si jamás ha existido ese escrito del que habláis, ¿no cometeréis una gran injusticia condenándome a muerte?
El monstruo aceptó sin más dilación esa propuesta. Alargó su mano azulada del tamaño de un bieldo y, agarrando a la princesa del pelo, la arrastró hasta la parte delantera de la caverna. Al llegar frente al prisionero, la tiró sin ningún miramiento al suelo y, con la cimitarra en la mano, interrogó al Bonzo Sha, diciendo:
—¿Por qué habéis venido, tú y tu compañero, a retarme a las puerta de mi propia casa? ¿Os envió el padre de esta mujer, enterado de su paradero por la carta que ella misma le remitió por medio vuestro?
Al ver lo furioso que estaba el monstruo, que hasta quería matar a su esposa con la cimitarra, el Bonzo Sha pensó:
—Es cierto que envió una carta, pero también salvó a mi maestro y ése es un favor que nadie podrá devolverle jamás. Si admito que lo hizo, esa bestia le dará muerte sin pensarlo dos veces y, en vez de una recompensa, recibirá un castigo ejemplar. En fin, llevo yo qué sé la de tiempo siguiendo a mi maestro y todavía no he hecho nada que valga realmente la pena. Ahora que estoy prisionero y cargado de cadenas es una buena ocasión para devolverle una ínfima parte de todo lo que hecho por mí.
Levantó, pues, la voz y reprendió al monstruo, diciendo:
—¿Cómo puedes ser tan bruto? ¿Quieres decirme qué había en esa carta que, según tú, escribió tu mujer, para que ahora desees quitarle la vida? Yo jamás he visto ese documento del que hablas. El motivo de haber venido a exigirte la liberación de la princesa es, de hecho, otro. Cuando mi maestro se encontraba en la misma situación que yo ahora, tuvo oportunidad de verla varias veces. No le fue difícil, por tanto, identificar en ella a la muchacha de la que continuamente hablaba el Rey del Elefante Sagrado, cuando llegamos a sus dominios y le solicitamos permiso para transitar por ellos. Nos hizo muchas preguntas sobre ella e incluso nos mostró un retrato suyo. Todo su afán era saber si la habíamos visto o no. Nuestro maestro describió entonces a la dama que había visto en este mismo palacio y el rey supo enseguida que se trataba de su hija. Nos invitó a brindar con él y nos ordenó que viniéramos aquí a capturarte y a liberar a la princesa, a la que debíamos conducir sin dilación alguna a su palacio. Te juro que esto fue lo que ocurrió. ¿A qué viene sacarte de la manga una carta que no existe? Si quieres matar a alguien, mátame a mí y no hagas daño a un inocente que nada tiene que ver en todo este asunto. ¿Qué necesidad tienes de aumentar a lo bobo el caudal de tus crímenes?
Al ver con cuánta determinación había hablado el Bonzo Sha, el monstruo arrojó a un lado la cimitarra y levantó a la princesa del suelo con sus dos manos, diciendo:
—Me temo que me he mostrado muy rudo contigo. Por fuerza he tenido que ofenderte más de la cuenta. Te suplico, por tanto, que me perdones.
La ayudó a arreglarse el cabello y a poner en orden sus vestido con inesperadas muestras de afecto y ternura. A continuación la abrazó y, sin dejar de bromear con ella, la llevó al interior de la caverna. Allí le pidió que se sentara en la silla que ocupaba su centro y se disculpó lo mejor que pudo. La princesa era una mujer de carácter muy voluble y, al ver lo sumiso que se mostraba el monstruo, se arrepintió de lo sucedido y le suplicó con voz melosa:
—Si en algo valoras nuestro amor, haz que le aflojen un poco las cuerdas al Bonzo Sha.
El monstruo ordenó al instante desatar al monje y encerrarle en una mazmorra. Al sentirse solo, el Bonzo Sha recapacitó sobre lo ocurrido y se dijo, esperanzado:
—Como muy bien afirmaban los antiguos, «la consideración hacia los demás es, en realidad, consideración hacia uno mismo». Si no me hubiera mostrado amable con esa dama, seguro que no habrían ordenado desatarme.
Para congraciarse con la princesa y apaciguar todos sus temores, el monstruo pidió que les sirvieran vino y algo de comer. Cuando estaban medio borrachos, la bestia se puso una túnica roja brillante y se ciñó a la cintura una espada dorada.
—Tú quédate en casa bebiendo un poco más —pidió a la princesa, acariciándola con una mano—. Cuida de nuestros dos hijos y no dejes escapar al Bonzo Sha. Ahora que el monje Tang está todavía por aquí, voy a congraciarme con los míos.
—¿A congraciarte con quién? —repitió la princesa.
—Con tu padre el rey —contestó el monstruo—. Mirándolo bien, soy su yerno, y él, suegro mío. ¿Existe alguna razón que me impida congraciarme con él?
—No puedes hacer eso —exclamó la princesa.
—¿Se puede saber por qué no? —preguntó el monstruo.
—Mi padre —explicó la princesa— no ganó su imperio a lomos de un caballo, sino que lo recibió en herencia de sus antepasados. Desde que ascendió al trono, ni siquiera una vez ha abandonado las puertas de la ciudad. Además, no tiene a su cargo hombres de aspecto tan terrible y fiero como el tuyo. Si te entrevistas con él, lo único que conseguirás será asustarle y eso no te traerá provecho alguno. Opino, por tanto que no es aconsejable que vayas ahora a congraciarte con él.
—Si es eso lo que te preocupa —concluyó el monstruo—, me transformaré en un tipo guapo y asunto concluido.
—De acuerdo —consintió la princesa—. Transfórmate en un caballero y déjame ver qué tal quedas.
El monstruo sacudió allí mismo el cuerpo y se convirtió en una persona de aspecto gentil. Sus rasgos eran atractivos en extremo y completaban la indescriptible belleza de su cuerpo. Hablaba con la elegancia de un mandarín y se movía con la gracia de un joven noble. Estaba tan dotado para la rima como Tsao-Chr[2] y superaba en belleza al mismísimo Pan-An[3], cuando las mujeres lanzaron sobre él cestos enteros de fruta. En la cabeza lucía un gorro con forma de cola de corneja, que resaltaba el atractivo de su luenga cabellera. Vestía una túnica de seda blanca con amplias y ondulantes mangas. Calzaba unas botas de cuero negro, que contrastaban con el brillo del cinturón de cinco colores que llevaba ceñido a la cintura. Era, en definitiva, el Arquetipo del hombre atractivo: guapo, alto, respetable y lleno de fortaleza. La princesa pareció tan complacida con el cambio que el monstruo soltó la carcajada y preguntó:
—¿Te parece bien así?
—Por supuesto —contestó la princesa—. Es francamente maravilloso. Pero debes tener siempre esto presente: puesto que mi padre es un hombre que nunca rechaza a sus parientes, todos los funcionarios de la corte, tanto civiles como militares, te invitarán a infinidad de banquetes. Debes tratar de ser comedido y no beber más de la cuenta. De lo contrario, puedes mostrar sin darte cuenta la forma que te es habitual y todo el mundo huirá despavorido.
—No tengo necesidad de esos consejos —respondió el monstruo—. Ya sé yo lo que tengo que hacer.
Montó en una nube y no tardó en llegar al Reino del Elefante Sagrado. Se dirigió directamente a la corte y anunció al oficial que guarda la puerta:
—El tercer yerno del emperador solicita ser recibido por su augusto suegro. Os ruego tengáis la bondad de anunciarme.
El Guardián de la Puerta Amarilla corrió a las escalinatas de jade blanco e informó a su señor, diciendo:
—El tercer yerno de vuestra majestad solicita ser recibido por vos. Se encuentra ahí fuera a la espera de vuestra decisión.
El rey se encontraba en aquellos momentos hablando con el monje Tang. Al oír que se trataba de su tercer yerno, se volvió hacia sus ministros y les comentó, sorprendido:
—Sólo tengo dos yernos. ¿De dónde ha podido salir ese otro?
—No nos cabe la menor duda —explicaron varios ministros— de que se trata del monstruo que raptó a vuestra hija.
—¿Pensáis que es prudente hacerle entrar? —volvió a preguntar el rey.
—¡Se trata de un monstruo, majestad! —exclamó el monje Tang temblando de pies a cabeza—. Por si eso fuera poco, es extremadamente inteligente. Tanto que es capaz de viajar a lomos de las nubes y de predecir el futuro. Estoy seguro de que entrará cuando le deis permiso para ello, pero, si se lo denegáis, no os hará el menor caso y se presentará ante vos de todas las maneras. Opino, por tanto, que lo mejor es que otorguéis vuestro consentimiento.
Así lo hizo el rey, que dio órdenes para que el monstruo fuera conducido ante los escalones dorados. La bestia presentó sus respetos al monarca de una forma tan elegante que todos quedaron gratamente impresionados. Es más, al ver los funcionarios lo guapo que era, no se atrevieron a considerarle un monstruo. Fiándose de sus ojos mortales, le tomaron por un hombre de bien. El mismo rey, al comprobar lo comedido de sus ademanes, pensó que se trataba de un hombre de inigualables cualidades que le capacitaban para regir con justicia el mundo. Complacido, el monarca le preguntó:
—¿De qué región eres y dónde tienes establecido tu hogar? ¿Cuándo te casaste con la princesa y por qué no has venido antes a conocer a tu familia?
—Vuestro humilde servidor —contestó el monstruo, rostro en tierra— es oriundo de una región situada al este de esta ciudad, concretamente en la Caverna de la Corriente Lunar, la cual se halla enclavada en la Montaña de la Cacerola.
—¿A qué distancia se encuentra de nuestro palacio? —volvió a preguntar el rey.
—No muy lejos, señor —respondió el monstruo—. Creo que alrededor de trescientos kilómetros.
—¿Trescientos kilómetros? —exclamó el rey, asombrado—. ¿Cómo se desplazó la princesa hasta allí para desposarse contigo?
El monstruo era sumamente inteligente y trató de confundir a su locutor, diciendo:
—Desde su más temprana juventud vuestro siervo ha gozado de los placeres del tiro con arco y las grandes galopadas, ya que siempre se ha dedicado a la caza. Hace trece años, cuando me disponía en compañía de decenas de criados a dejar sueltos a los halcones y mastines, vi cerca de mí a un enorme tigre. Venía montaña abajo y llevaba en las fauces a una muchacha. Vuestro servidor abatió a la bestia con una sola flecha y llevó a la joven a su residencia, donde fue reanimada con la ayuda de diferentes remedios. Al preguntarle sobre su procedencia, ni siquiera una sola vez mencionó la palabra princesa. Si hubiera afirmado que era la hija tercera de vuestra majestad, tened por seguro que no habría cometido la insolencia de casarme con ella sin haber obtenido antes vuestro consentimiento. Me habría llegado hasta este palacio dorado y habría tratado de entrevistarme con vos con el fin de hacerme digno de su amor, a pesar de la indiscutible humildad de mis orígenes. Sin embargo, ella me hizo creer que era la hija de unos campesinos y eso me animó a suplicarle que se quedara para siempre a mi lado. Parecíamos estar hechos el uno para el otro y los dos deseábamos compartir nuestras vidas. Llevamos casados, de hecho, trece años. Tras la ceremonia nupcial quise dar muerte al tigre y ofrecer a mis parientes su carne, pero la princesa pidió que no lo hiciera, expresando con estos versos la razón de tan extraña decisión: “El Cielo y la Tierra nos han convertido en marido y mujer, sin que hayan mediado casamenteras ni testigos. Desde tiempos remotos nuestros pies han estado unidos con cintas de seda roja[4], de ahí que el tigre haya sido, en realidad, nuestro mediador”. Ante tales razones vuestro súbdito liberó al tigre y le perdonó la vida. La bestia escapó a prisa con la flecha clavada en el cuerpo, las zarpas extendidas y el rabo estirado. Poco sospechaba yo entonces que unos años más iba a convertirse en un espíritu de montaña con ayuda de la meditación. Lejos de dominar su fiero natural, eso le avivó aún más, atrayendo gente incauta a su guarida y devorándola después. Vuestro siervo oyó hablar de ciertos Peregrinos, todos ellos monjes, que habían sido enviados en busca de escrituras sagradas por el Gran Emperador de los Tang y decidió esperar su llegada para agasajarles como merecían. Desgraciadamente, esa noticia llegó también a oídos del tigre, que los devoró sin piedad alguna. No contento con eso apoderó de sus documentos de viaje y, tras adoptar su personalidad se llegó hasta vuestro palacio con el fin de engañaros. Creo que es mi deber informaros, señor, que ese que está sentado junto a vos en un cojín cubierto de brocados no es otro que el tigre que arrancó la princesa de vuestro lado hace exactamente trece años. De monje sólo tiene la apariencia. Nada más.
Los ojos carnales del rey no sólo no fueron incapaces de reconocer al monstruo, sino que, encima, aceptaron como verdadero cuanto decía. Sumamente agradecido, le preguntó:
—¿Qué razones tienes para afirmar que este monje es el tigre que apartó de mi lado a la princesa?
—Vuestro siervo se pasa la vida entre tigres —contestó el monstruo—. De ellos se alimenta y se viste, con ellos duerme y se levanta a la misma hora que ellos. ¿Cómo no voy a reconocerlos, en cuanto los veo?
—En ese caso —concluyó el rey—, haz que adquiera la forma que le es habitual.
—Dadme una taza llena de agua hasta la mitad —dijo el monstruo— y veréis complacido vuestro deseo.
Sin pérdida de tiempo el rey ordenó traer un poco de agua para su yerno. El monstruo la tomó en sus manos y se dispuso a poner en práctica la magia conocida por el nombre de «oscurecedora de ojos y transformadora de cuerpos». Para ello recitó un conjuro, escupió sobre el monje Tang un poco de agua y gritó:
—¡Transfórmate!
El cuerpo del monje se hizo totalmente invisible, apareciendo en su lugar la figura feroz de un tigre. Su cabeza era redonda y sus ojos tan amenazadores que parecían emitir centellas y rayos. Tenía las zarpas abiertas y poseía veinte garras tan afiladas que parecían guadañas de guerra. Su boca aparecía llena de dientes que superaban en finura al acero de los puñales. Sus orejas eran puntiagudas y sus cejas formaban una línea continua por encima de sus amenazadores ojos. Su apariencia no podía ser más salvaje, aunque no se diferenciaba mucho de la de un gato de grandes proporciones. Su alzada era, de hecho, la de un ciervo macho, pero era claro que no poseía su mansedumbre de rumiante. Al contrario, estaba tan furioso que tenía todos los pelos de punta, su lengua había adquirido una escalofriante tonalidad rojiza y fétido aliento encerraba premoniciones de muerte cierta. Jamás había visto nadie en aquel palacio una bestia más aterradora y feroz. Su intensa respiración se extendía, amenazante, por todos los corredores, llenando a los cortesanos de un irreprimible terror.
El rey sintió que le abandonaba el espíritu, aunque tuvo la entereza de no huir en busca de cobijo, como hicieron muchos de sus subalternos. Sólo unos cuantos oficiales se armaron del valor suficiente para agarrar las armas y acosar al tigre. Si no llega a ser porque la hora del monje Tang no había llegado aún, hubiera sido reducido allí mismo a auténtico picadillo. Afortunadamente desde el aire gozaba de la secreta protección de los Dioses de la Luz y las Tinieblas, los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales y los Protectores de la Fe, y no sufrió daño alguno. Las armas se mostraron incapaces de infligirle el menor rasguño ante la desesperación de los que las blandían. El alboroto duró hasta la caída de la tarde, momento en que los oficiales decidieron capturarle vivo, cargarle de cadenas y encerrarle en una jaula de hierro, que fue colocada en la cámara más segura de todo el palacio.
Aliviado, el rey ordenó entonces al encargado de organizar las fiestas de la corte que preparara un espléndido banquete para agradecer, así, a su yerno que le hubiera salvado de las garras del falso monje. Cuando todos los oficiales hubieron abandonado la corte, el monstruo pasó al Salón de la Paz de Plata, donde fue agasajado por las dieciocho damas más jóvenes y atractivas de todo el palacio. Las muchachas cantaron y bailaron sin desfallecer para él, y le sirvieron licores y vinos. El monstruo no podía sentirse más satisfecho. Sentado en el lugar de honor y rodeado de tan espléndidas beldades, bebió sin medida, gozando de ellas cuanto pudo. A la hora de la segunda vigilia la embriaguez se apoderó de su cuerpo y se mostró incapaz de seguir adelante con el engaño. De un salto se puso de pie, lanzó una escalofriante risa histérica y adquirió el aspecto que le era habitual. Eso hizo que renacieran en él sus antiguos instintos y, agarrando con su enorme mano de bieldo a una de las muchachas que estaban tocando el pipá[5], le arrancó la cabeza de cuajo. Las otras diecisiete estaban tan aterradas que huyeron como locas a esconderse donde buenamente pudieron. Sus expresiones de pánico recordaban el ruido de la lluvia nocturna golpeando sin piedad los hibiscos. Sus carreras alocadas traía a la mente los movimientos de las peonías cuando son sacudidas por fuerte viento de primavera. Ansiosas por escapar con vida, redujeron a polvo los pipás y destrozaron las cítaras. Estaban tan aturdidas que no sabían si daban al norte o al sur las puertas por las que huían, o sí se hallaban orientados al este o al oeste los salones por los que corrían despavoridas. En su intento por salvar la vida se empujaban unas a otras sin piedad y sin preocuparse por las que quedaban tendidas en el suelo. A pesar de todo, conservaron la suficiente serenidad para no levantar la voz y evitar, así, despertar a su majestad. Temblando como hojas sacudidas por el viento, buscaron el refugio bajo los aleros del palacio.
El monstruo, por su parte, se quedó tranquilamente en el salón bebiendo una copa tras otra. Antes de servirse de nuevo, cogía el cadáver cubierto totalmente de sangre y le daba un par de mordiscos. Mientras se divertía de esta forma en el interior del palacio, la gente de fuera empezó a esparcir el rumor de que el monje Tang era, en realidad, un monstruo. Tan absurda historia no tardó en llegar a la casa de postas, en la que se habían hospedado los bonzos a su llegada a la ciudad. Estaba totalmente vacía, a excepción del caballo blanco, que se encontraba en los establos comiendo plácidamente paja y heno. Como se recordará, había sido el Príncipe Dragón del Océano Occidental, pero, al no acatar el mandato del cielo, le fueron arrancados los cuernos y las escamas. Posteriormente fue transformado en un brioso corcel blanco, para que el monje Tang pudiera hacer sobre sus lomos el largo viaje hacia el Oeste. Al oír comentar a la gente que su dueño era un tigre, se dijo, alarmado:
—Mi maestro es un hombre sin tacha. No me cabe la menor duda, por tanto, de que todo esto es obra de ese monstruo, que le ha convertido en un tigre con el único fin de buscarle la ruina. ¿Qué podría hacer? Sun Wu-Kung hace mucho que se marchó y no sé qué ha sido del Bonzo Sha ni de Ba-Chie.
Intranquilo, esperó hasta la segunda vigilia y volvió a decirse:
—Si no hago ahora algo para rescatar al monje Tang, no lo haré nunca, porque las oportunidades se habrán acabado.
Incapaz de contener por más tiempo su impaciencia, se arranco las riendas de un mordisco y se sacudió de encima la silla de montar. Tras adoptar, una vez más, la forma de dragón, montó en una nube y se elevó hacia lo alto. De tan espléndido momento tenemos un poema que dice:
El digno monje partió hacia las Tierras del Oeste a presentar sus respetos al Ser-más-digno-del-mundo. Incontables demonios y fieras trataron de bloquearle el camino, ninguna tan salvaje como aquella que le transformó en un tigre blanco. Afortunadamente el caballo se deshizo de sus riendas y partió a liberar a su maestro.
Desde lo alto el joven Príncipe Dragón vio que el Salón de la Paz de Plata estaba profusamente iluminado. En su interior había ocho candelabros enormes con todas sus velas encendidas. Tras saltar de la nube, el dragón miró con cuidado y vio al monstruo sentado en la cabecera de la mesa, hartándose de vino y de carne humana.
—¡Qué tipo más despreciable! —pensó el dragón, sonriendo conmiserativamente—. Ahora está demostrando precisamente lo que vale. Siempre he pensado que no era muy elegante comer gente. En fin, como no sé dónde se halla el maestro, creo que lo mejor que puedo hacer es entrar a preguntar a esa bestia. No me será muy difícil controlarla. Si todo se me da bien, es muy posible que logre capturarla y, así, abriré a mi señor las puertas de la libertad.
El dragón sacudió ligeramente el cuerpo y al instante se convirtió en una doncella de fina figura y atractiva apariencia. Con ademán decidido se dirigió hacia donde estaba el demonio e, inclinándose ante él, dijo con inesperado respeto:
—No me hagáis ningún daño, por favor. Sólo he venido a serviros un poco de vino.
—En ese caso, no pierdas el tiempo y sírveme —ordenó el monstruo.
El joven dragón cogió la jarra y empezó a llenar una copa. Cuando estuvo totalmente llena, continuó echando vino, pero, lejos de derramarse el licor siguió aumentando de volumen, como si se encontrara en el interior de un recipiente de cristal. Para ello el dragón se sirvió de la magia conocida por el nombre de «sumisión de los líquidos». Asombrado, el monstruo exclamó:
—¡Vaya! Se ve que no te faltan habilidades.
—Si lo deseáis —contestó el dragón—, puedo echar un poco más. El aire es capaz de contenerlo todo.
—¡Sí, sí, hazlo! —volvió a exclamar el monstruo, complacido—. Sigue echando hasta que yo te lo ordene.
El joven dragón así lo hizo. Pronto la altura del vino superó la de una pagoda de treinta pisos, incluido su remate. Lo más asombroso fue que no cayó al suelo ni una sola gota. Satisfecho, el monstruo se llevó la copa a los labios y bebió de un trago tan espléndida construcción. Dio después un nuevo mordisco al cadáver y preguntó:
—¿Sabes cantar?
—Un poco —contestó el dragón y al instante empezó a interpretar una melodía cargada de ternura. En cuanto la hubo concluido, ofreció otra copa al monstruo, que volvió a preguntarle, complacido:
—¿Sabes bailar?
—Me temo que sólo un poco —contestó el dragón—. De todas formas, hacerlo con las manos vacías puede resultar un poco aburrido para vos.
El monstruo se levantó la túnica, se quitó la espada que llevaba a la cintura y, sacándola de la vaina, se la ofreció al dragón. La falsa muchacha la cogió con cuidado y empezó a bailar delante de la mesa. Su técnica era francamente admirable. Con inusitada maestría movió el arma a derecha e izquierda y arriba y abajo, creando complicadísimos movimientos. Cuando pensó que el monstruo estaba totalmente mareado, se volvió contra él y le lanzó un golpe mortal. La bestia logró hacerse a tiempo a un lado, consiguiendo que el dragón marrara por muy poco el golpe. Sin desanimarse, el servidor del monje Tang lanzó un nuevo tajazo, que fue a estrellarse contra un candelabro de hierro puro, que el dragón levantó por encima de su cabeza, a pesar de tener un peso que sobrepasaba los ochenta o noventa kilos. No había ya lugar para los engaños. El dragón recobró la forma que le era habitual y, abandonando el Salón de la Paz de Plata, se elevó por los aires, donde se enzarzó con la bestia en un estremecedor y singular combate. La oscuridad era total, pero eso no impidió que la lucha alcanzara cotas raramente conseguidas.
No en balde uno de los contendientes era un monstruo originario de la Montaña de la Cacerola, y el otro, el dragón heredero de Océano Occidental. Éste lanzaba unos rayos de luz tan luminosa como la que pintan en los cielos los relámpagos, mientras aquel expelía aliento fétido que se expandía por el aire formando una nube rojiza. Eran tan radicalmente diferentes que el dragón recordaba a un elefante de blanquísimos colmillos, y el monstruo, a un tigre sanguinario con las zarpas de oro. Con razón uno había sido comparado con un pilar de jade sobre el que se sustenta el firmamento, y el otro, con el puente de oro que une las dos riberas del océano. El dragón de plata volaba con la gracia de una bailarina, mientras que el monstruo de tez amarillenta se limitaba a saltar grotescamente arriba y abajo. La espada no dejaba de lanzar tajos mortales, que eran repelidos por la precisión con la que se movía el candelabro.
Tras medir sus fuerzas durante ocho o nueve asaltos seguidos en el límite mismo de las nubes, el dragón empezó a sentir un desazonador entumecimiento en manos y brazos. Después de todo, el monstruo era extremadamente fuerte y poderoso. Sabiendo que no tenía nada que hacer, el dragón lanzó contra su adversario la espada como si se tratara de una lanza. La bestia había previsto tan desesperada táctica y, levantando una mano, la agarró por el filo, al tiempo que soltaba el candelabro con todas sus fuerzas. El dragón no pudo hacerse a un lado a tiempo y el hierro le golpeó de lleno en una de sus patas traseras. Se dejó caer de las nubes a toda prisa, yendo a parar al foso del palacio imperial, salvando, de esta forma, la vida. El monstruo trató de darle caza, pero él se hundió en el agua y se hizo invisible. La bestia desistió de su empeño y, cogiendo la espada y el candelabro de hierro, regresó al Salón de la Paz de Plata, donde continuó bebiendo hasta que perdió el sentido y rodó, como un fardo, por los suelos.
El dragón, mientras tanto, permaneció escondido en el fondo del foso. Al cabo de media hora de absoluto silencio apretó con fuerza los dientes para soportar el dolor que le atenazaba la pierna y saltó por encima de las nubes. De esta forma, pudo regresar a la casa de postas, donde, una vez más, se convirtió en un caballo, dejándose caer, abatido, en el suelo. Su estado no podía ser más lastimoso. Mojado hasta los huesos y con la pata herida, sólo podía inspirar compasión a quien lo viera. Como la empresa que había iniciado, hacía ya tanto tiempo, su Maestro.
El Caballo de la Voluntad y el Mono de la Inteligencia habían dejado de aunar sus esfuerzos, lo mismo que el Señor del Metal y la Madre Madera[6]. ¿Quién puede alcanzar sus propósitos, cuando la mente y la voluntad se encuentran tan divididas?
Es hora ya, de todas formas, de que dejemos de hablar de las desgracias de Tripitaka y de la derrota del dragón y pasemos a ocuparnos de Chu Ba-Chie. Tras abandonar a su suerte al Bonzo Sha, escondió la cabeza entre los arbustos y empezó a hozar en el barro como el cerdo que era. A pesar del miedo, no tardó en rendirse al cansancio, roncando como si se encontrara en el lecho mismo de un rey. Tan intempestiva siesta duró hasta bien entrada la noche. Cuando, por fin, abrió los ojos y recobró la consciencia, no sabía ni dónde estaba. Tuvo que frotarse varias veces los ojos para recordar lo ocurrido. Aguzó cuanto pudo los oídos y sólo escuchó el desazonante clamor del silencio Hasta aquella montaña no llegaban jamás los ladridos de los perros ni el alborotador canto del gallo. Más tranquilo, levantó los ojos al cielo y calculó que debía de ser alrededor de la tercera vigilia.
—Creo —se dijo, tranquilo del todo— que debería tratar de liberar al Bonzo Sha, pero, como suele decirse, «un hilo de seda no es lo mismo que una hebra». Además, tampoco «se puede aplaudir con una sola mano». Así que lo mejor será que vaya a ver al maestro. Si consigo convencer al rey para que mande refuerzos, mañana mismo trataré de rescatar al Bonzo Sha.
El Idiota montó a toda prisa en una nube y regresó a la ciudad. No tardó mucho, de esa forma, en llegar a la casa de postas. La luna había alcanzado su cenit y todo parecía tranquilo. Pero, a pesar de registrar con cuidado todas las habitaciones, fue incapaz de encontrar al maestro. Al único que vio fue al caballo tirado lastimosamente en el suelo. Tenía el cuerpo totalmente mojado y en una de sus patas traseras se apreciaba un moratón tan grande como un cacharro para cocer arroz.
—¡Esto sí que es extraño! —exclamó Ba-Chie, más sorprendido todavía—. Que yo sepa, este animal no se ha movido de aquí y, sin embargo, está sudando y herido, como si hubiera hecho un viaje larguísimo. Pero eso es imposible. Deduzco, por tanto, que el maestro ha debido de ser víctima de unos bandidos, que se han ensañado con este pobre bruto.
Al darse cuenta el caballo blanco de que era Ba-Chie, recobró la capacidad de hablar y dijo:
—Hermano…
Al oírlo, al Idiota le entró tal pánico que le abandonaron las fuerzas y cayó al suelo del susto. El mismo miedo le hizo ponerse de pie al poco rato. Pero, cuando se disponía a salir corriendo de allí, el caballo le agarró de la túnica con los dientes y volvió a decir:
—Hermano, no entiendo por qué me tienes tanto miedo.
—¿Cómo es que hasta hoy no te ha dado por hablar? —exclamó Ba-Chie, temblando aún de pies a cabeza—. Ha tenido que suceder desgracia muy grande para que te hayas decidido a romper tu silencio.
—¿No sabes la prueba a la que ha sido sometido nuestro maestro? —preguntó, a su vez, el caballo.
—No —contestó Ba-Chie, intrigado.
—¡Claro que no! —exclamó el dragón con cierto resentimiento—. El Bonzo Sha y tú os pusisteis a alardear de vuestros poderes ante el rey, pensando que podíais capturar vosotros solos al monstruo, y en realidad os convertisteis en sus víctimas. No os culpo por ello, porque sé lo fuerte y poderoso que es. Pero podíais habernos avisado por lo menos de vuestra derrota. ¿Qué importa que ello os hubiera supuesto la pérdida de vuestra recompensa? ¡Teníais que haber venido a decírnoslo! Ese maldito monstruo se hizo pasar por un atractivo y elegante literato e irrumpió en la corte, afirmando ser el yerno del rey. Pero eso no fue lo peor, porque convirtió a nuestro maestro en un tigre feroz, que hubo de ser encerrado en una jaula de hierro. Al enterarme de lo ocurrido, sentí como si me hubieran atravesado el corazón con una espada. Hacía un par de días que os habíais marchado vosotros y temí que, de no actuar con rapidez, el maestro podía muy bien ser asesinado. Así que no me quedó más opción que ir a liberarle. En la corte no pude dar con él, topándome, por el contrario, con el monstruo en el Salón de la Paz de Plata. Adopté la forma de una doncella y traté de hacerle caer en la trampa. La cosa me fue al principio tan bien que él mismo me pidió que bailara la danza de la espada. Aprovechando su embeleso, intenté atravesarle con ella, pero fallé el golpe y logró derrotarme valiéndose de un pesado candelabro de hierro. En el último momento lancé la espada contra él con todas mis fuerzas, pero ese monstruo posee una agilidad endiablada y me hirió en una pata de atrás. Fue una suerte que cayera en el foso del palacio; de lo contrario, no sé cómo hubiera salvado la vida. No necesito decirte que el moratón que tengo en esta anca fue producido por el candelabro.
—¿Es verdad todo eso? —preguntó Ba-Chie, alarmado.
—¿Por qué iba yo a engañarte? —protestó el dragón.
—¿Qué podemos hacer? —exclamó Ba-Chie, profundamente preocupado—. ¿Puedes moverte?
—¿Para qué lo preguntas? —inquirió el dragón con cierto desprecio.
—Para ver si puedes regresar por tus propios medios al océano del que procedes —contestó Ba-Chie—. Esta empresa está totalmente arruinada. Por lo que a mí respecta, ahora mismo voy a coger todas mis cosas y voy a regresar en busca de mi esposa a la aldea del viejo Gao.
Al oír eso, el dragón tiró con fuerza de la túnica, impidiéndole seguir adelante con sus planes.
—No comprendo cómo puedes ser tan indolente —le echó en cara llorando de pena—. No está bien renunciar a lo que se ha emprendido.
—¿Por qué no? —protestó Ba-Chie—. El Bonzo Sha se halla en poder de ese monstruo y yo soy incapaz de derrotarle. Creo que ha llegado ya la hora de marcharnos cada cual por nuestro lado. No hay nada que podamos hacer para remediar esta situación.
El dragón reflexionó en silencio durante unos segundos y dijo después con los ojos anegados en lágrimas:
—Creo que no deberías hablar tan pronto de marcharnos al lugar del que procedemos. Si de verdad deseas salvar al maestro, no tienes más que ir en busca de una persona y traerla aquí.
—¿De quién se trata? —preguntó Ba-Chie, sorprendido.
—De nuestro hermano mayor —respondió el dragón—. Opino que deberías montar en una nube e ir cuanto antes a la Montaña de las Flores y Frutos. Es preciso que convenzas al Peregrino Sun de que venga aquí sin pérdida de tiempo. No cabe duda de que él posee un dharma lo suficientemente poderoso para dominar al monstruo y liberar a nuestro maestro. De esa forma, veremos vengada nuestra derrota.
—No, no —replicó Ba-Chie, sacudiendo la cabeza—. Es mejor que vaya otro. Ese mono y yo no nos llevamos muy bien que digamos, ¿sabes? Cuando dio muerte a la Dama de los Huesos Blancos en la Montaña del Tigre, se enemistó para siempre conmigo, porque aconsejé al maestro que recitara el conjuro que le produce esos terribles dolores de cabeza. Reconozco que obré muy a la ligera, pero la verdad es que en ningún momento pensé que iba a hacerme caso y, menos aún, que fuera a arrojar de su lado a nuestro hermano. Estoy seguro de que me odia con toda su alma y de que, diga lo que le diga, jamás se avendrá a regresar conmigo. Supón que nos ponemos a discutir. Ya sabes lo fuerte y pesada que es su barra de hierro. Si la vuelve contra mí y me arrea un porrazo con ella, mal me las veré para seguir con vida.
—Sabes que jamás hará una cosa así —contestó el dragón—. Mal que te pese, se trata de una persona recta y de nobles sentimientos. Cuando le veas, no le digas que el maestro está en peligro. Coméntale simplemente que no deja de pensar en él y haz todo lo que se te ocurra para hacerle volver. En cuanto venga y vea lo que está sucediendo, se pondrá furioso y retará a ese monstruo sin entrañas. Así, cuando le haya derrotado, salvará a nuestro maestro y podremos proseguir el viaje.
—Está bien —concluyó Ba-Chie—. Si no hago lo que dices, todo el mundo pensará que soy un irresponsable y un desagradecido. Así que iré en busca del Peregrino y, si no se niega a acompañarme, regresaré con él. Pero te advierto una cosa: si no accede a venir conmigo, no me esperes, porque yo tampoco pienso volver.
—Vete cuanto antes —le urgió el dragón—. Le conozco bien y sé que vendrá.
El Idiota puso a un lado el tridente y se arregló un poco la ropa. Se elevó después por los aires y, tras montar en una nube, se dirigió hacia el este. Era claro que la hora del monje Tang no había llegado todavía De ahí que el viento soplara con fuerza en la dirección que él llevaba. Era, de hecho, tan fuerte que el Idiota no tuvo más que desplegar sus enormes orejas para desplazarse a toda velocidad a través del Océano Oriental. Parecía como si dispusiera de velas y las hubiera izado de espaldas al viento.
El sol acababa de salir, cuando llegó al final del viaje y saltó de la nube. No había dado diez pasos, cuando creyó oír a alguien hablando. Miro con cuidado en la dirección en que venían las voces y vio al Peregrino sentado en una roca enorme que se levantaba en el centro mismo de un valle. Ante él había más de mil doscientos monos alineados en formación militar, que gritaban entusiasmados:
—¡Viva nuestro padre, el Gran Sabio!
—¡Qué maravilla! —exclamó para sí Ba-Chie—. Ahora comprendo por qué no quiere seguir siendo un monje. Aquí está mucho mejor servido que por los caminos. Basta mirar a esos monos para darse cuenta cariño y la devoción que le profesan. Si yo tuviera una granja tan espléndida como este lugar, también renunciaría al monacato, pero desgraciadamente no es ése mi caso. ¿Qué puedo hacer ahora? Creo que lo mejor será que me deje ver cuanto antes.
Pero el Idiota tenía miedo del Peregrino y no se atrevió a dejarse ver abiertamente. Se deslizó por la hierba a cuatro patas y, sin atreverse a levantar la vista del suelo, se adentró entre las abigarradas filas de los monos. Pero no había contado con la aguda vista del Gran Sabio que, se percató en seguida de su presencia y, levantando la voz, preguntó.
—¿Quién es ese salvaje que anda rompiendo el orden que reina en nuestras filas? ¿Puede saberse de dónde ha salido? ¡Traedle inmediatamente a mi presencia!
Apenas había acabado de decirlo, cuando los monos empujaron a Ba-Chie hacia delante con la efectividad de un enjambre de abejas y le forzaron a mantener el rostro pegado al suelo.
—¿Puede saberse de dónde eres, salvaje? —preguntó el Peregrino.
—No necesito deciros el gran honor que me hacéis, al dirigirme la palabra —contestó Ba-Chie, sin atreverse a levantar la cabeza—. De todas formas, he de advertiros que no soy ningún salvaje, sino un viejo conocido vuestro.
—¡No me digas! —exclamó el Peregrino—. Todos los monos bajo mi mando poseen unos rasgos muy parecidos que en nada recuerdan a ese rostro tan repulsivo que tú tienes. Por fuerza debes de ser algún monstruo de una región muy distante de aquí. Si deseas convertirte en súbdito mío, lo que tienes que hacer es escribir tu nombre, tu edad y todos tus demás datos en una tablilla y entregársela a cualquiera de mis subalternos. Ya te llamaremos a filas, cuando llegue el momento oportuno. Si te he llamado salvaje, ha sido porque te has presentado ante mí sin tener en cuenta la más mínima etiqueta. ¿Cómo te has atrevido a hacer una cosa así?
—Siento haberos ofendido —respondió Ba-Chie con la cabeza inclinada del todo—, pero, aunque no lo creáis, he sido hermano vuestro durante un buen número de años. Si me habéis tildado de salvaje, ha sido porque, simplemente, no me habéis reconocido.
—¿De verdad? —volvió a exclamar el Peregrino—. Levanta la cabeza para que te vea bien.
Tímidamente el Idiota levantó el morro y dijo, temblando de pies a cabeza:
—Espero que, aunque no os acordéis de mí, recordéis al menos mi inconfundible morro.
El Peregrino pudo aguantar la risa y exclamó:
—¡Chu Ba-Chie!
—Sí, sí. Chu Ba-Chie —gritó, a su vez, el Idiota, poniéndose de pie de un salto—. ¡Yo soy Chu Ba-Chie! —Después se dijo, más calmado—: Ahora, que me ha reconocido, no me costará tanto trabajo expresarme como es debido.
—¿Se puede saber por qué no estás acompañando al monje Tang en su noble intento de hacerse con las escrituras sagradas? No me digas que también tú le has ofendido y por eso te ha apartado, como a mí, de su lado. ¿Te ha entregado alguna carta de despido? Si es así, me gustaría verla.
—¿Por qué habría de entregarme una carta de ese tipo, si ni le he ofendido ni me ha expulsado de su compañía? —replicó Ba-Chie.
—En ese caso —insistió el Peregrino—, ¿por qué estás aquí y no junto a él?
—El maestro no ha dejado de pensar en ti ni un solo momento y me ha pedido que venga a rogarte que vuelvas a su lado.
—Eso no es verdad —protestó el Peregrino—. Ni ha pensado en mí ni te ha pedido hacer lo que afirmas. El día que me expulsó de su compañía juró ante el Cielo que no lo haría jamás. ¿Cómo va a volverse atrás ahora? Además, aunque fuera cierto, no estoy dispuesto a humillarme de nuevo ante él.
—¡Pero es cierto que te ha tenido presente en todo momento! —mintió Ba-Chie con vehemencia—. ¡Jamás ha dejado de pensar en ti!
—¿Puedes darme algún dato concreto de cuándo sucedió eso? —preguntó el Peregrino, incrédulo aún.
—Al poco de marcharte, el maestro iba montado en su caballo, levantó la voz y nos llamó a su lado, pero ni el Bonzo Sha ni yo pudimos oírle. Fue como si, de pronto, nos hubiéramos vuelto sordos. Eso le hizo al maestro acordarse de ti, tildándonos de inútiles y poniéndote por las nubes. Dijo que tú respondías al instante a sus llamadas y que poseías una inteligencia tan despierta que para cualquier tipo de problema siempre disponías por lo menos de diez soluciones. Fue así como te sacó a colación. No pasó después mucho tiempo antes de que me enviara a pedirte que regreses a su lado. Obedécele, por favor. Si quieres hacerlo por él, hazlo al menos por la molestia que me he tomado al venir desde tan lejos a transmitirte la orden del maestro.
Al oír eso, el Peregrino saltó de la enorme roca en la que estaba sentado y, agarrando de las manos a Ba-Chie, dijo:
—Lamento que por mi culpa hayas tenido que hacer un viaje tan largo. Creo que lo mejor que puedo hacer ahora por ti es festejarte como mereces.
—No, no —protestó Ba-Chie—. Este lugar está un poco apartado y no me gusta hacer esperar demasiado al maestro. Sería conveniente que nos fuéramos cuanto antes.
—Después de todo —insistió el Peregrino—, es la primera vez que vienes aquí. ¿Qué te cuesta echar un vistazo a mi montaña?
El Idiota no se atrevió a negarse otra vez y siguió, sin rechistar a su hermano. Agarrados de la mano, se dirigieron hacia el punto más alto de la Montaña de las Flores y Frutos. Los otros monos siguieron en silencio sus pasos. La montaña había sufrido una completa remodelación después de la vuelta del Gran Sabio. Él mismo se encargó de devolverle su antiguo esplendor, trabajando duramente con sus propias manos. Aparecía, pues, tan cubierta de verdor que recordaba una pieza labrada de jade, y tan alta que su cumbre se perdía entre las nubes. Por doquier se veían tigres agachados y dragones enrollados, que escuchaban, impertérritos, los continuos gritos de los simios y las garzas. Al amanecer, las nubes parecían dormitar sobre la cima y a la caída de la tarde el sol daba la impresión de querer acostarse sobre el bosque. En la atmósfera flotaba un murmullo de aguas que recordaban el tintineante sonido del jade y las notas salteadas de un enorme salterio. Enfrente de la montaña se elevaban altísimas cordilleras de empinados acantilados, mientras que en su parte posterior se extendían interminables alfombras de flores y bosques impenetrables. Ella misma poseía una altura tal que su cumbre tocaba el recipiente celeste en el que se lava el cabello la Doncella de Jade, uniendo la tierra con un afluente del Río Celeste. La belleza de cuanto allí se contemplaba superaba con mucho a la de Peng-Lai. Se trataba, en verdad, de un habitáculo surgido del primer aliento que dio vida al cosmos. Era un lugar tan perfecto que ningún artista podía llevarlo al papel, resultando difícil, incluso para un inmortal, plasmarlo en un rollo de seda. Las extrañas formas de sus rocas parecían salidas de las manos de un afamado escultor, lo mismo que los colores que se apreciaban en la cumbre, obra indiscutible de algún maestro pintor. Hasta el sol parecía complacerse en su belleza, resaltando con la fuerza de sus rayos la perfección de todos los contornos. Una atmósfera de beatitud reinaba en aquel paraíso, en el que moraban las neblinas rojizas de la felicidad. Aquélla era, en verdad, una caverna un santo lugar sin comparación con ningún otro, una extraordinaria montaña llena de flores frescas y frondosos árboles. Embelesado ante el esplendor de cuanto veía, Ba-Chie no pudo por menos exclamar:
—¡Éste es un lugar ciertamente encantador! Dudo que halla en el mundo otra montaña como ésta.
—¿No te gustaría pasar aquí el tiempo? —le tentó el Peregrino.
—¡Vaya forma de hablar que tienes! —volvió a exclamar Ba-Chie, sonriendo—. Éste es un lugar en el que el cielo ha vertido todas sus bendiciones y ¿me hablas de pasar aquí el tiempo? ¡Debes de estar bromeando!
Durante horas y horas los dos charlaron amigablemente, sentados en la cumbre de aquella montaña sagrada. Cuando, por fin, se decidieron a bajar, se encontraron con una hilera interminable de monos que sostenían en sus manos bandejas llenas de uvas de color púrpura, aromáticas peras, melocotones de un atractivo dorado brillante y fresas de color rojo oscuro. Se arrodillaron a un lado del camino y, levantando la voz, dijeron:
—Tomad lo que queráis, Gran Sabio. Es la hora del desayuno y tono habéis tomado nada.
—Mi hermano Chu tiene un apetito insaciable, pero no le gusta desayunar fruta —replicó el Peregrino, soltando la carcajada—. Espero, de todas formas, que no lo tome a mal y acepte todo esto a manera de simple aperitivo.
—Si bien es cierto que poseo un extraordinario apetito, mi lema siempre ha sido amoldarme a las costumbres de los lugares que visito. Así que no os llevéis todo esto. Si no os importa, voy a probar un poco de estas frutas.
Sin más, los dos se pusieron a comer vorazmente. El sol estaba ya alto cuando acabaron de desayunar. Temiendo que no quedara mucho tiempo para salvar al monje Tang, el Idiota trató de meter prisa a su compañero, diciendo:
—Tenemos que darnos prisa. El maestro debe de estar esperándonos con cierta impaciencia.
—¿A qué viene tanta premura? —protestó el Peregrino—. Antes de partir, deseo que te diviertas un poco más conmigo en la Caverna de la Cortina de Agua.
—Te lo agradezco de veras —respondió Ba-Chie, declinando la invitación—, pero el maestro debe de estar muy intranquilo por nuestra tardanza. Ya entraremos en tu caverna la próxima vez que pase por aquí.
—En ese caso —concluyó el Peregrino—, no voy a demorar más tu marcha. Nos despediremos aquí mismo.
—¿Es que no piensas venir conmigo? —exclamó Ba-Chie, muy intranquilo.
—¿Adónde? —preguntó el Peregrino—. Éste es mi lugar. Ni el Cielo ni la Tierra tienen poder alguno sobre él. Aquí gozo de una libertad total. ¿Qué necesidad tengo de renunciar a todo esto para convertirme de nuevo en un monje sin futuro? Lo siento mucho, pero no pienso moverme de aquí. Me temo que tendrás que marcharte tan solo como has venido. Dile al monje Tang que no vuelva a pensar más en mí. Si no, que no me hubiera apartado de su lado de la forma como lo hizo.
El Idiota no se atrevió a insistir, por temor a que el Peregrino perdiera la paciencia y le diera unos cuantos golpes con su barra de hierro. No le quedó, pues, más remedio que despedirse de él e iniciar el camino de vuelta. Al verle partir tan cabizbajo, el Peregrino ordenó a dos monos que le siguieran y escucharan con atención lo que dijera. Apenas había cubierto tres o cuatro kilómetros montaña abajo, cuando el Idiota se dio de pronto la vuelta y, apuntando con un dedo en la dirección en la que debía de encontrarse el Peregrino, gritó con inusitada rabia:
—¡Maldito mono! ¿Así que renuncias a ser un monje para convertirte en un monstruo de mala calaña? ¡Está bien! ¡Allá tú! Yo he venido con toda intención a pedirte que volvieras, pero no has querido hacerme caso. Nadie podrá echarme jamás nada en cara. Yo he hecho lo que tenía que hacer. ¡Libre eres tú de obrar como te plazca!
Dio unos cuantos pasos más y de nuevo empezó con sus imprecaciones. Los dos monos corrieron junto a su señor y le informaron cuanto habían visto, diciendo:
—Ese Chu Ba-Chie anda un poco mal de la cabeza. No deja de injuriaros mientras camina.
—¡Traedle ante mí inmediatamente! —gritó el Peregrino, fue de sí.
Los monos salieron en persecución de Ba-Chie, que se vio sometido en un abrir y cerrar de ojos. Algunos le agarraron de los pelos, otros le tiraron sin ninguna consideración de las orejas y los más se cebaron con su frágil rabo. De esta forma, no tardó en quedar reducido, siendo posteriormente conducido a la caverna de su antiguo hermano.
No sabemos cómo fue tratado allí ni lo que le pasó. Quien desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.