CAPÍTULO XLIII

En cuanto la Bodhisattva dejó de recitar el conjuro, el dolor desapareció del todo. El monstruo descubrió entonces que tenía unas cuantas arandelas de oro alrededor del cuello, las muñecas y los tobillos. Desesperado, trató de arrancárselas, pero no pudo moverlas ni un solo milímetro. Se habían clavado en su carne y cuanto más trataba de arrancárselas, más se le clavaban en la carne, produciéndole un dolor cada vez mayor.

—Es inútil que te rebeles contra tu suerte —le aconsejó el Peregrino—. La Bodhisattva ha comprendido que es muy difícil hacerte entrar en razones y te ha regalado ese collar y esos brazaletes que ahora llevas puestos.

El joven volvió a perder la paciencia y, echando, una vez más, mano de la lanza, trató de alcanzar al Peregrino, que tomó refugio detrás de la Bodhisattva, al tiempo que suplicaba:

—¡Recitad otra vez el conjuro, por favor!

La Bodhisattva metió la ramita de sauce en el jarrón y aspergió al joven con el rocío azucarado, diciendo:

—¡Ciérrate!

El monstruo dejó caer al instante la lanza, mientras las manos se le pegaban al pecho con tanta firmeza que no podía separarlas. Éste es el origen de la postura conocida como «torsión de Kwang-Ing», en la que aparece siempre representado, incluso en nuestros días, el servidor de la Bodhisattva. Al ver el joven que era incapaz de mover las manos y hacerse con la lanza, comprendió que era imposible rebelarse contra el dharma, ya que su poder era, en verdad, misterioso y profundo. No le quedó, pues, más remedio que agachar la cabeza y aceptar su derrota. La Bodhisattva recitó entonces unas cuantas palabras mágicas y sacudió ligeramente el jarrón. Las aguas del océano volvieron a meterse en él, sin que se desperdiciara una sola gota.

—Como ves —dijo la Bodhisattva al Peregrino—, este monstruo ha sido dominado, pero aún conserva algo de su primitivo natural. Es preciso, por tanto, que le lleve conmigo a la Montaña Potalaka y le haga hacer una promesa con cada paso que dé. Tú vete a la caverna libera, y libera de una vez, a tu maestro.

—Gracias por haber aceptado venir a un sitio tan alejado de vuestra residencia —contestó el Peregrino, echándose rostro en tierra y golpeando repetidamente el suelo con la frente—. Si esperáis un poco os acompañaré, al menos en parte, en el viaje de vuelta.

—No hay necesidad de que lo hagas —respondió la Bodhisattva—. Puedo defenderme yo sola y es preciso que tú cuides de tu maestro. ¿Para qué volver a poner en peligro su vida?

Encantado por esa decisión, el Peregrino se despidió de la Bodhisattva, no sin antes inclinarse respetuosamente ante ella. El monstruo consiguió, finalmente, someterse a Kwang-Ing e iniciar el camino de la verdad, tras hacer exactamente cincuenta y tres votos[1]. No seguiremos, por tanto, ocupándonos de él. Sí lo haremos, sin embargo, del Bonzo Sha, que esperó en vano la aparición del Peregrino, sentado pacientemente en los bosques. Por fin, no pudo aguantarlo más y, agarrando el caballo y el equipaje, abandonó el bosque de pinos y se dirigió hacia el sur. Afortunadamente, no tardó en toparse con el Peregrino y le preguntó en tono recriminatorio:

—¿Cómo has tardado tanto en volver? Casi me muero de impaciencia, de tanto esperar en balde.

—¿Se puede saber de qué estás hablando? —replicó el Peregrino—. No es tanto lo que he tardado, máxime teniendo en cuenta que no sólo he conseguido la ayuda de la Bodhisattva, sino también la liberación de nuestro maestro —y le contó con todo lujo de detalles cómo la Bodhisattva había desplegado su poderoso dharma.

—En ese caso, ¿a qué esperamos? —exclamó el Bonzo Sha, loco de contento—. Vayamos cuanto antes a liberar a nuestro maestro.

Después de dejar atrás el arroyo, se dirigieron a toda velocidad hacia la entrada de la caverna, una vez atado el caballo en un sitio seguro. No tardaron en exterminar a todos los diablillos, lo cual les permitió bajar la bolsa de cuero, en la que estaba encerrado Ba-Chie, que preguntó al Peregrino después de darle las gracias:

—¿Dónde está ese monstruo? Me gustaría clavarle unas cuantas veces mi tridente, por todo lo que me ha hecho sufrir.

—Creo que es mejor que liberemos primero al maestro —opinó el Peregrino y los tres se dirigieron a la parte de atrás de la caverna, donde encontraron al monje Tang atado, desnudo y llorando lastimosamente.

El Bonzo Sha corrió a desatarle, mientras el Peregrino buscaba unas ropas decentes. En cuanto se hubo vestido, los tres se echaron rostro en tierra y dijeron:

—¡Cuánto debéis haber sufrido, maestro!

—Y vosotros, ¡con cuánto empeño habéis tenido que dedicaros par obtener mi liberación! —replicó Tripitaka, dándoles las gracias—. ¿Cómo os las habéis arreglado para dominar a ese monstruo?

El Peregrino relató cuanto había hecho la Bodhisattva y el maestro se arrodilló en seguida, mirando hacia el sur.

—No debéis agradecérselo sólo a ella —dijo el Peregrino—. También nosotros hemos tenido una buena parte en la derrota de ese monstruo.

Ésta es, en líneas generales, la historia que aún hoy suele escucharse de cómo un muchacho hizo cincuenta y tres votos a Kwang-Ing, obteniendo la visión de Buda después del tercero.

El Bonzo Sha recogió todos los tesoros que había en la caverna, mientras los otros dos preparaban algo de comer, sin importarles que el maestro les debiera la vida o que, sin su ayuda, jamás pudiera alcanzar sano y salvo el Paraíso Occidental. Hacia allá se dirigieron, en cuanto hubieron saciado el hambre. Al cabo de un mes de camino oyeron un ruido de aguas caudalosas y Tripitaka exclamó, sorprendido:

—¿De dónde viene ese ruido?

—¡Siempre os estáis preocupando por nada! —le regañó el Peregrino, luchando por dominar una sonrisa burlona—. En total somos cuatro y sólo vos oís esa agua misteriosa. Me parece que os habéis olvidado del Sutra del Corazón.

—No es verdad —se defendió Tripitaka—. Lo sé de memoria. No en balde me fue transmitido por el maestro Zen del Nido del Cuervo, que, como recordarás, habitaba en la Montaña de la Pagoda. Ese sutra que dices consta de cincuenta y cuatro frases y un total de doscientos setenta caracteres. De memoria lo aprendí y no he perdido ni una sola de sus frases, porque lo recito con bastante frecuencia. Según tú, me he olvidado de una. ¿Quieres decirme de cuál?

—La que habla de «ni el ojo, ni el oído, ni la nariz, ni la lengua, ni el cuerpo, ni la mente». Los que hemos renunciado a la familia debemos ver sin apreciar formas, oír sin sonidos, oler sin aromas, gustar sin sabores, no prestar atención al frío o al calor, y expulsar de nuestras mentes todos los pensamientos ociosos. Eso es lo que se llama la aniquilación de los Seis Bandidos[2]. Vos, sin embargo, os encontráis de camino en busca de las escrituras sagradas y no hacéis más que abandonaros a pensamientos vanos. Al temer a los monstruos, dais a entender que no estáis dispuesto a renunciar a vuestra vida; al anhelar comida vegetariana, os abandonáis a la tiranía del gusto; al desear la fragancia de los olores, os rendís al dominio del olfato; al prestar atención a los sonidos, aceptáis la supremacía del oído, y al mirar con detenimiento cuanto ocurre a vuestro alrededor, os convertís en esclavo de la vista. Os rendís, en resumen, a los Seis Bandidos. ¿Cómo vais a conseguir, de esa forma, llegar al Paraíso Occidental y entrevistaros cara a cara con Buda?

Tripitaka meditó en eso durante largo rato, y al final, dijo:

—Tras partir del lado de mi señor no he hecho otra cosa que viajar día y noche. Tanto que mis sandalias han barrido las neblinas de las montañas y mi sombrero de monje ha alcanzado alturas mayores que las de las crestas más encumbradas. Por la noche oigo los continuos gritos de los monos y los inaguantables cantos que algunas aves dirigen a la luna. ¿No es eso suficiente? ¿Cuándo veré cumplidas las penalidades del Tres Doble y podré conseguir, así, los extraordinarios escritos de Tathagata?

—¡Vamos, maestro! —exclamó el Peregrino, sacudiendo como un loco las manos y riendo a carcajada limpia—. ¡No me digáis que aún echáis de menos vuestro hogar! Mirándolo bien, las penalidades del Tres Doble no son muy difíciles de soportar. Como muy bien afirma el proverbio, «el éxito sólo se obtiene cuando se ha hecho algo grande».

—Pero, si hemos de hacer frente a tantos peligros —objetó Ba-Chie—, no alcanzaremos la perfección ni en mil años.

—Tú y yo, Ba-Chie, nos parecemos mucho y no está bien que importunemos a nuestro hermano con semejantes ocurrencias sin sentido —le aconsejó el Bonzo Sha—. Lo nuestro es cargar con el equipaje. Ya llegará el día en el que también nosotros alcanzaremos la perfección.

Hablando de esta forma, no tardaron en toparse con una enorme masa de agua negra, que impedía al caballo continuar adelante. Sus olas eran tan oscuras que parecían estar hechas de aceite negruzco o de una extraña savia oscura. Nada se reflejaba en aquella agua. Los árboles parecían haber huido de los márgenes por los que discurría. Era como si se hubiera vertido sobre la tierra un enorme cuenco de tinta, o un inmenso caudal de cenizas, o una lluvia torrencial de carbón de todas las clases. ¿Cómo iban a atreverse a abrevar en sus aguas las ovejas y el ganado? Todos los animales temen lo negro. Hasta las picazas y los cuervos se negaban a volar sobre ellas, al percatarse de su extraña opacidad. Los juncales y espadañas habían desaparecido de sus orillas, lo mismo que los arretes de flores silvestres y los retales de hierba verde. En el mundo existe infinidad de lagos, arroyos y ríos de todas formas y tamaños, sin embargo, ¿quién ha visto jamás algo parecido al Río Negro del Oeste?

—¿Por qué tiene el agua negra? —preguntó el monje Tang a sus discípulos, desmontando del caballo.

—Lo más seguro es que más de uno haya vertido en él barriles enteros de tintura —comentó Ba-Chie.

—O sus pinceles o la tinta de escribir —añadió el Bonzo Sha.

—Dejad de perder el tiempo en especulaciones inútiles —sugirió el Peregrino—. Lo que tenemos que hacer es llevar al maestro a la otra orilla.

—A mí no me costaría gran cosa cruzar este curso de agua —dijo Ba-Chie—. Sólo tendría que montar en una nube y, en menos que uno se traga un grano de arroz, estaría ya en la otra orilla.

—¡Anda éste! —exclamó el Bonzo Sha—. También yo podría hacerlo e incluso más rápido que tú.

—Es claro que para nosotros no entraña la menor dificultad —confirmó el Peregrino—. Pero no es ése el caso de nuestro maestro.

—¿Sabéis qué anchura tiene este río? —preguntó Tripitaka.

—Alrededor de diez kilómetros —respondió Ba-Chie.

—Bueno no es tanto como yo creía —afirmó Tripitaka—. ¿Habéis decidido ya quién de vosotros va a cargar conmigo?

—Ba-Chie —contestó el Peregrino, sin rechistar.

—Yo no puedo —se defendió Ba-Chie—. Con él a las espadas no podría elevarme ni tres cuartas del suelo. No en balde afirma el proverbio que «un mortal pesa más que una montaña». ¿Os dais cuenta de lo que ocurriría si llegara a tocar, aunque fuera ligeramente, el agua con el pie? Los dos caeríamos en ella de cabeza.

Mientras discutían de esa forma, vieron acercarse a un hombre montado en un bote pequeño. El monje Tang dio un salto de alegría y dijo:

—Ahí viene la solución a todos nuestros problemas. Pedidle a ese hombre que nos lleve en su barca a la otra orilla.

—¡Eh, tú, barquero! —gritó el Bonzo Sha con todas sus fuerzas—. ¡Pásanos a la otra parte del río!

—Ésta no es una barca de pasajeros —respondió el hombre—. ¿Cómo quieres que cargue con todos vosotros?

—No hay cosa mejor bajo las estrellas que hacer el bien a los demás —afirmó el Bonzo Sha con cierta solemnidad—. Admito que tu barca no sea de pasajeros, pero tampoco nosotros somos personas corrientes. Como habrás observado, pertenecemos a la familia de Buda y vamos en busca de escrituras sagradas por expreso deseo del Emperador de las Tierras del Este. Si accedes a llevarnos a la otra parte del río, gozarás para siempre de nuestra gratitud.

El hombre remó entonces hacia la orilla y, cogiendo el remo en una mano, dijo en tono respetuoso:

—Mi barca es muy pequeña y vosotros sois muchos. ¿Cómo voy a transportaros a todos a la otra orilla?

Tripitaka se acercó a la embarcación y comprobó que se trataba de una simple canoa hecha de un trono horadado de árbol. Difícilmente podían sentarse en él dos personas, aparte del barquero.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Tripitaka, un tanto desalentado.

—Tendremos que hacer dos viajes —comentó el Bonzo Sha.

—Wu-Ching y tú —sugirió al punto Ba-Chie, dirigiéndose al Peregrino—, quedaos aquí con el caballo y el equipaje, mientras acompaño al maestro a la otra orilla. Después cruzará el Bonzo Sha con todas nuestras cosas. Tú puedes hacerlo por el aire, ¿de acuerdo?

—Me parece perfecto —comentó el Peregrino, sacudiendo la cabeza.

El Idiota ayudó al monje Tang a montar en el barco y el barquero se dispuso a cruzar la corriente de agua. Cuando llegaron justamente al centro del río, se levantó un viento tan huracanado que el agua saltó por los aires, oscureciendo el cielo y sumiendo el sol en una profunda oscuridad. Las olas, de hecho, eran tan altas como edificios más de mil plantas y se adentraban, orgullosas, en el oscuro mundo de las nubes de tormenta. Los remolinos de arena que levantaba eran como saetas que iban, poco a poco, arrancando al sol su luminosidad. A ambos lados del río los árboles se desplomaban, produciendo un ruido desgarrador, que hacía estremecer al mismísimo cielo. Los mares y océanos se vieron forzados a abandonar sus lindes y hasta los dragones tuvieron que abandonar sus mansiones, presa del pánico. Por doquier flotaba el barro y las flores se desvanecían, como seres de otro mundo. El rugido del viento recordaba las tormentas primaverales.

Era tan intenso que a veces traía a la mente la fiereza de un tigre atacado por el hambre.

Los cangrejos, tortugas, gambas y peces hubieron de abandonar a toda prisa sus guaridas, mientras las aves salvajes veían, desesperadas, cómo sus nidos desaparecían a lomos del viento. Todos los marineros de los Cinco Lagos perecieron en aquel vendaval. Los habitantes de las costas de los Cuatro Mares siguieron mejor suerte, aunque sus vidas se vieron constantemente en peligro. Los barqueros que cruzaban en aquel momento los ríos parecían pajas aventadas por un torrente. ¿Cómo podía ser de otra forma, si hasta los pescadores se veían incapaces de recobrar sus anzuelos? Las tejas y ladrillos abandonaban las casas a las que pertenecían, como si de hijos desagradecidos se tratara, y muchas de ellas se derrumbaban lastimosamente. El huracán era tan fiero que el Cielo y la Tierra se echaron a temblar y el Monte Tai vio sacudidas sus raíces.

Tan formidable viento fue levantado por el barquero, que, en realidad, era un monstruo que moraba en aquel extraño Río Negro. Impotentes el Peregrino y el Bonzo Sha vieron cómo Ba-Chie y el monje Tang se hundían en el agua, junto con la barca y el hombre que la gobernaba. Al poco rato no quedaba de ellos el menor rastro.

—¿Qué podemos hacer? —exclamaron con dolor, clavados literalmente en la orilla—. A cada paso que da el maestro se topa con una dificultad mayor que la anterior. Apenas acaba de librarse de un monstruo sanguinario y ya está otra vez en manos de una criatura desconocida que mora en estas extrañas aguas negras.

—A lo mejor no se trata de un monstruo y el barco se ha hundido sin más —sugirió el Bonzo Sha—. Es posible que un poco más abajo encontremos rastros de tan peculiar naufragio.

—No lo creo —contestó el Peregrino—. Ba-Chie es un excelente nadador y, si la barca se hubiera simplemente hundido, habría salvado al maestro, trayéndole a la orilla. Creo haber descubierto en ese barquero algo realmente malvado. No me cabe la menor duda de que fue él el que levantó ese viento con el único propósito de arrastrar al maestro hasta su guarida.

—Si tan seguro estabas de ello —le echó en cara el Bonzo Sha—, ¿por qué no lo dijiste? Quédate tú cuidando del equipaje y el caballo mientras me lanzo al agua a ver lo que ha ocurrido realmente.

—No creo que debas hacerlo —le aconsejó el Peregrino—. Tiene un color muy peculiar y puede resultar un poco peligroso.

—No tanto como el Río de Arena, te lo aseguro —replicó el Bonzo Sha—. Estoy capacitado para lanzarme ahí y adónde sea.

No había acabado de decirlo, cuando se había quitado ya la camisa y las medias. Con idéntica rapidez se hizo con su báculo de dominar monstruos y se lanzó valientemente a la corriente. No le costó abrirse camino por el agua, haciéndolo con tanta seguridad como si se hallara en tierra firme. Al poco rato le pareció oír a alguien hablando y dirigió sus pasos al lugar del que provenían las voces. Fue así como descubrió una construcción, en cuya puerta podía leerse escrito en grandes caracteres: «Garganta de Hang-Yang, morada del Dios del Río Negro». Era la voz de tan singular personaje la que decía a sus súbditos:

—He pasado por tiempos realmente difíciles, pero puedo aseguraros que acabo de encontrar algo auténticamente valioso. El monje que he capturado es alguien que se ha dedicado a la práctica de la virtud durante más de diez reencarnaciones seguidas. Con tal de que pruebe un poco de su carne, veré alargada considerablemente mi vida y jamás envejeceré. He estado esperándole durante muchísimo tiempo y hoy, por fin, he visto satisfecho mi sueño. Traed las jaulas de hierro y cocinad al vapor a estos monjes, mientras voy a cursar una invitación a uno de mis tíos, que cumple los años uno de estos días.

Al oírlo, el Bonzo Sha no pudo controlarse y, echando mano de báculo, empezó a aporrear la puerta, sin dejar de gritar:

—¡Maldito monstruo! ¡Deja en libertad inmediatamente a mi maestro, el monje Tang, y a mi hermano Ba-Chie!

Los diablillos que guardaban la puerta se sintieron tan desconcertados que corrieron a informar a su señor, diciendo:

—¡La desgracia se ha abatido sobre nosotros!

—¿Se puede saber de qué desgracia estáis hablando? —les preguntó el monstruo.

—Ahí afuera —contestaron ellos— hay un monje de aspecto muy extraño que no deja de aporrear la puerta de vuestra mansión, exigiendo que pongáis inmediatamente en libertad a esos dos que habéis capturado.

El monstruo ordenó que le trajeran al punto su armadura. Los diablillos se la ajustaron sin pérdida de tiempo y le pusieron en la mano una especie de fusta de acero con el mango hecho a base de algo que recordaba el bambú. Su porte no podía ser más aterrador. Poseía una cara llamativamente cuadrada, unos ojos redondos que emitían unos extraños rayos de mil colores, unos labios muy carnosos y ensortijados, y una boca que recordaba un cuenco de arroz lleno de sangre. Los escasos pelos que cubrían su cuerpo daban la impresión de estar hechos de acero, mientras que sus cabellos parecían de cinabrio. Era la imagen arquetípica de un dios del trueno enfurecido. Su traje había sido confeccionado con hierro y presentaba unos extraños adornos florales. Por contraste, el yelmo que protegía su cabeza era de oro puro y estaba adornado con infinidad de piedras preciosas. Portaba en sus manos una fusta de acero y, al andar, levantaba violentísimos remolinos de viento. Originariamente había sido una criatura acuática, pero aprendió pronto a desenvolverse con inimitable maestría por la tierra firme. Se trataba, de hecho, de una iguana.

—¿Quién osa apalear de esa forma mi puerta? —bramó la bestia.

—¡Maldito monstruo! —replicó el Bonzo Sha—. ¿Cómo te has atrevido a secuestrar a mi maestro, haciéndote pasar con ayuda de la magia por un simple barquero? Si quieres seguir con vida, te aconsejo que le dejes inmediatamente en libertad.

—¡Tú eres el que debieras preocuparte por la tuya! —contestó el monstruo, soltando una sonora carcajada—. No niego que he capturado a tu maestro. Al contrario, pongo en tu conocimiento que voy a cocinarle al vapor y voy a servirle después a mis invitados. Pero, para que veas que soy magnánimo, te propongo un trato: si resistes tres ataques, accederé a tus deseos y pondré en libertad a tu maestro. Si no lo logras, también tú terminarás sobre mi mesa. ¿De acuerdo? Te aseguro, por si piensas ganarme, que jamás conseguirás pisar el Paraíso Occidental.

Enfurecido, el Bonzo Sha levantó el báculo y lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre la cabeza del monstruo, que logró detener a tiempo el golpe con su fusta de acero. Dio comienzo así una terrible batalla en el fondo de aquel extraño río. Los dos se lanzaron a la lucha con inusitada fiereza, dispuestos a obtener la victoria. No en balde uno era el dios milenario del Río Negro, empeñado en probar la carne de Tripitaka y el otro, un inmortal del Palacio de la Neblina Celeste, comprometido en todo momento a cuidar de la vida del monje Tang. Su encuentro en el fondo del río sólo podía estar inspirado, pues, por un afán de victoria total. Fue tal el ardor que demostraron que las gambas, los cangrejos, las tortugas y los peces huyeron, despavoridos, hacia la rocalla en busca de refugio. Sólo los diablillos que habitaban las aguas se atrevieron a acercarse a ver lo que pasaba, batiendo tambores y lanzando gritos de ánimo a su señor. ¡Qué digna de encomio fue la valentía de que entonces dio muestras el humilde Wu-Ching! Pero, a pesar del agitamiento de olas y de la fiereza desplegada por ambos contrincantes, la batalla se mantuvo equilibrada desde el principio. La fusta y el báculo se medían una y otra vez, sin que ninguno pudiera arrogarse una ventaja efectiva. Pensándolo bien, no podía ser de otra manera, ya que estaba en juego el destino del monje Tang, un hombre virtuoso que se había comprometido a ir al Paraíso de Buda en busca de escrituras sagradas. Más de treinta veces cruzaron sus armas y, al final, el Bonzo Sha se dijo:

—Es increíble la fuerza de este monstruo. Jamás me había hecho frente nadie con tanta efectividad dentro del agua. Creo que lo mejor será que le haga salir del agua, para que el Peregrino acabe con él de un golpe.

No había acabado de pensarlo, cuando se dio media vuelta, aparentando estar al límite de sus fuerzas. El monstruo, sin embargo, renuncio a perseguirle, gritando, satisfecho:

—¡Márchate, si quieres! Estoy demasiado ocupado con las invitaciones para perder el tiempo contigo.

Hondamente preocupado, el Bonzo Sha saltó del agua y dijo al Peregrino con la respiración entrecortada:

—Esa criatura es de las más crueles que existen.

—¿A qué familia pertenece? —preguntó el Peregrino—. Me figuro que no tendrás ninguna dificultad en decírmelo, porque has estado ahí abajo yo qué sé la de tiempo. ¿Has conseguido ver al maestro?

—Ahí abajo —explicó el Bonzo Sha— hay una extraña construcción, en cuya puerta puede leerse escrito en grandes caracteres: «Garganta Hang-Yang, morada del Dios del Río Negro». Me llegué hasta ella y oí cómo alguien ordenaba a unos diablillos que metieran en una jaula de hierro a Ba-Chie y al maestro, y los cocinaran al vapor. La bestia parecía interesada en ofrecérselos como banquete de cumpleaños a un tío suyo. Tan descabellado plan me hizo perder la paciencia y me lancé contra la puerta, aporreándola con mi báculo sin para. No tardó en aparecer un terrorífico monstruo con una fusta de acero y un mango hecho con algo que recordaba el bambú. Más de treinta veces medimos nuestras armas, pero su conocimiento de la técnica militar es tan perfecto que no pude obtener ninguna ventaja sobre él. Eso me hizo concebir el plan de aparentar estar al límite de las fuerzas y arrastrarle hasta aquí con el fin de que tú le remataras. Pero es más inteligente de lo que yo creía y se negó a perseguirme, prefiriendo regresar a su mansión a cursar las invitaciones que tenía pensado hacer. Así que no me quedó más remedio que abandonar las aguas.

—¿Qué clase de monstruo es? —volvió a preguntar el Peregrino.

—Parece una tortuga o algo por el estilo —respondió el Bonzo Sha—. Aunque, pensándolo bien, debe de ser una iguana.

—Me pregunto quién será ese tío del que hablaba —dijo, interesado, el Peregrino.

No había acabado de decirlo, cuando de uno de los meandros que había corriente abajo apareció un hombre, que se arrodilló a considerable distancia, al tiempo que gritaba:

—¡Gran Sabio! El Dios del Río Negro os saluda respetuosamente.

—¿Cómo es eso? —exclamó el Peregrino—. No me digas que ese monstruo ha decidido venir a burlarse otra vez de nosotros.

—No, no, Gran Sabio —gritó el hombre, arreciando en sus gritos y en sus manifestaciones de respeto—. Yo no soy ningún monstruo, sino el auténtico dios de este río. El mes quinto del año pasado, aprovechándose de la marea alta, llegó hasta aquí procedente del Océano Occidental y me retó con insultos y amenazas. Como podéis apreciar, soy una persona débil y entrada ya en años, y me venció con suma facilidad. Tras mi derrota no le costó apoderarse de mi residencia oficial, la Garganta de Hang-Yang, matando a infinidad de criaturas a acuáticas que permanecían fieles a mi autoridad. No me quedó más remedio, pues, que presentar una querella contra él, sin sospechar que el Rey Dragón del Océano Occidental fuera nada más y nada menos que su tío carnal. No es extraño, por tanto, que no quisiera prestar oídos a mi querella, expulsándome de mala manera de su palacio y aconsejándome que dejara el camino libre a su sobrino. Sólo me quedaba acudir al Cielo, pero ¿cómo iba el Emperador de Jade a conceder audiencia a un dios tan insignificante como yo? Cuando más desesperado estaba, oí decir que andabais por aquí y decidí venir inmediatamente a veros. Os suplico, Gran Sabio, que no hagáis oídos sordos a mis quejas y me prestéis toda la ayuda que preciso para vengar la afrenta de la que he sido objeto.

—O sea —concluyó el Peregrino— que, según tú, el Rey Dragón del Océano Occidental es culpable de colaboracionismo. No sé si lo sabrás, pero ese monstruo acaba de apoderarse de mi maestro y de uno de mis hermanos con la intención de cocinarlos al vapor y ofrecérselos a su tío como regalo de cumpleaños. Ha sido una suerte que hayas aparecido en el momento más oportuno. Si no te importa, quédate aquí vigilando con el Bonzo Sha, mientras voy en busca del Rey Dragón. Espero que no se niegue a poner orden; de lo contrario, puede salir él mismo bastante malparado.

—No sabéis cuánto os lo agradezco, Gran Sabio —exclamó, emocionado, el Dios del Río.

El Peregrino montó en una nube y se dirigió directamente al Océano Occidental. No tardó en llegar a su destino y, tras hacer el signo para separar las aguas, se adentró en ellas con la misma facilidad que si se encontrara en tierra firme. Al poco tiempo vio surgir de las profundidades un pez negro que llevaba una pequeña caja de oro. El Peregrino cogió la barra de hierro y le asestó un golpe terrible en la cabeza. Fue tan certero que se le desencajaron las mandíbulas y se salieron los sesos, convirtiéndose en un cadáver, que arrastraron, inmisericordes, las olas. El Peregrino abrió la caja y vio que en su interior había una invitación, que decía:

Vuestro indigno sobrino, la Iguana Limpia, toca, en señal de respeto, cien veces seguidas el suelo con la frente y os hace llegar todo el cariño que siente por tan respetable señor. Son tantos los beneficios que de vuestra generosidad he recibido no podré devolvéroslos, aunque viva más de mil existencias. La suerte, sin embargo, me ha sonreído últimamente, trayéndome ante mi puerta a dos monjes procedentes de las Tierras del Este. Se trata de especimenes únicos en el mundo y no he creído conveniente disfrutar yo solo de ellos, particularmente sabiendo que vuestro cumpleaños está cerca. He decidido, por tanto, ofrecéroslos en un banquete, pues no dudo que su carne tiene la virtud de aumentar en más de mil años la vida de quien tenga la suerte de probarla. Espero tener el honor de gozar del placer de vuestra compañía.

—¡Qué tipo! —exclamó el Peregrino, sonriendo—. ¡Menos mal que este escrito ha caído primero en mis manos; si no, estaba aviado!

Metió la invitación en una de las mangas y continuó caminando. No tardó en ser avistado por un yaksa que se hallaba patrullando las aguas. A toda prisa regresó al Palacio de Cristal de Agua a informar al señor:

—Acaba de llegar el Gran Sabio, Sosia del Cielo.

El Dragón Ao-Jun se levantó al punto del trono y salió, seguido de todos los suyos, a dar la bienvenida a tan distinguido visitante.

—Pasad, Gran Sabio, y tomad asiento —dijo en tono cortés—. Me gustaría tomar el té juntos.

—Yo —replicó el Peregrino— aún no he probado vuestro té, mientras que vos habéis saboreado ya mi vino.

—¡Vamos, Gran Sabio! —exclamó el dragón, sonriendo—. Vos sois ahora un servidor de Buda y no os está permitido probar ni licor ni carne. ¿Se puede saber cuándo me habéis invitado a beber?

—No he querido decir que hayamos bebido juntos —explicó el Peino—, sino que habéis cometido un crimen, de alguna manera, relacionado con la bebida.

—¿De qué se trata? —preguntó el dragón, alarmado.

Ni ti corto ni perezoso, el Peregrino sacó la invitación y se la puso en sus manos. El dragón la leyó a toda prisa y sintió cómo le abandonaban las fuerzas. En el culmen de su abatimiento se dejó caer de rodillas y empezó a golpear el suelo con la frente, al tiempo que decía:

—¡Perdonadme, Gran Sabio! El autor de esa carta es el noveno hijo de mi hermana. Su padre cometió un error de cálculo a la hora de dejar sueltos los vientos y esparcir la lluvia, por lo que fue condenado por los jueces celestes a morir decapitado en un sueño a manos de Wei Cheng. Mi hermana no tenía adónde acudir y yo me hice cargo de ella. Hace dos años cogió una extraña enfermedad y murió dejando huérfano a ese pobre muchacho. Como no tenía ningún feudo, aconsejé que fuera al Río Negro y allí se dedicara a la práctica de la virtud, para que pudiera convertirse en un auténtico inmortal. Jamás sospeché que pudiera cometer crímenes tan espantosos como los que aquí se mencionan. Ahora mismo voy a enviar a alguien a arrestarle.

—¿Cuántos hijos tuvo vuestra hermana? —preguntó el Peregrino ¿Se ha convertido alguno en monstruo a lo largo de estos años?

—En total trajo al mundo nueve —contestó el dragón— y puedo aseguraros que ocho son virtuosos en extremo. El mayor, llamado Pequeño Dragón Amarillo, habita en el Río Hwai; el segundo que responde al nombre de Pequeño Dragón Negro, vive en el Río Chi, el tercero, el Dragón de la Espalda Azulada, mora en el Río Yang-Tse; el cuarto, el Dragón del Vello Rojo, tiene establecida su morada en el Río Amarillo; el quinto, el Dragón Infructuoso, es el encargado de tañer la campana al Patriarca Budista; el sexto, por su parte, el Dragón de la Bestia Acostada, tiene la responsabilidad de proteger los aleros del palacio del Patriarca Taoísta; el séptimo, el Dragón Respetuoso, tiene a su cargo la protección de los arcos conmemorativos del Emperador de Jade; y, por último, el octavo, el Dragón Serpiente de Mar, reside en el palacio de mi hermano mayor, estando encargado de proteger el monte Tai-Yüar, que se alza en la provincia de Shanshi. A su noveno hijo ya le conocéis: el Dragón Iguana. En principio no le fue asignado ningún cargo oficial, motivo por el que, como acabo de deciros, fue enviado al Río Negro a perfeccionar su naturaleza mortal. Tenía pensado trasladarse a un puesto de mayor responsabilidad, en cuanto hubiera avanzado lo suficiente por ese camino. Lo que no imaginé jamás es que fuera a desobedecerme, ofendiéndoos de la forma en que lo ha hecho.

—¿Cuántos esposos tuvo vuestra hermana? —preguntó el Peregrino, sonriendo con cierta malicia.

—Sólo uno —respondió Ao-Jun—, el Dragón del Río Ching, que, como acabo de informaros, murió decapitado. Durante toda su viudez mi hermana residió conmigo, muriendo alrededor de hace dos años.

—¿Cómo es posible que de una esposa y un marido haya salido una descendencia tan distinta y variopinta? —inquirió el Peregrino.

—Eso es precisamente lo que afirma el proverbio —contestó Jun—: «Un dragón puede tener hasta nueve hijos tan diferentes entre sí como el sol y la luna».

—He confesar —reconoció el Peregrino— que estaba tan furioso que ahora mismo iba a presentar una querella contra vos ante la Corte Celestial, aportando esta invitación como prueba. Tenía pensados ya los de conspiración y secuestro. Ahora veo que la culpa no es vuestra, de ese jovenzuelo, que se ha negado abiertamente a obedecer vuestras órdenes. Por esta vez os perdono, habida cuenta de la amistad que me une a vos y a vuestros hermanos y considerando, además, que ese dragón es joven y, por lo que se ve, bastante irreflexivo. Sin embargo, es preciso que enviéis cuanto antes a alguien a arrestarle y a liberar a mi maestro. Cuando lo hayáis hecho, decidiremos el siguiente paso a seguir.

Ao-Jun mandó venir al príncipe Mo-Ang y le ordenó:

—Coge a quinientos de nuestros mejores soldados y parte inmediatamente a arrestar a la iguana. Mientras lo haces, que alguien prepare un banquete para el Gran Sabio. No en balde le debemos una disculpa.

—No necesitáis ser tan cortés conmigo —replicó el Peregrino—. Ya os he dicho que no siento hacia vos la menor animadversión. No es preciso, por tanto, que os molestéis. Creo que lo mejor será que acompañe a vuestro hijo, pues estoy muy intranquilo por la suerte de mi maestro. Eso sin contar con que uno de mis hermanos me está esperando.

El dragón insistió en lo del banquete, pero, al comprender que el Peregrino estaba dispuesto a marcharse, ordenó a una de sus hijas que trajera un poco de té. Era muy aromático y el Peregrino no pudo resistirse a una taza. Tras despedirse del viejo dragón, se dirigió hacia Río Negro, acompañado de Mo-Ang, llegando en un abrir y cerrar ojos a sus orillas.

—Tened cuidado, príncipe —le aconsejó el Peregrino—. Mientras cumplís con vuestro deber, yo voy a salir del agua.

—No os preocupéis por mí, Gran Sabio —trató de tranquilizarle Mo-Ang—. En cuanto haya arrestado a ese monstruo, le conduciré a vuestra presencia y vos mismo os encargaréis de juzgarle. De todas formas, prometo no regresar al lado de mi padre, hasta que no haya puesto en libertad a vuestro maestro.

Satisfecho de su forma de hablar, el Peregrino se despidió de él y, tras hacer con los dedos un signo para apartar las aguas, saltó a la margen oriental del río, donde fue recibido por el dios y el Bonzo Sha, que preguntó, sorprendido:

—¿Cómo es que partisteis por el aire y ahora regresáis por el agua?

El Peregrino sonrió y les explicó cómo había dado muerte al pez mensajero, cómo se había hecho con la invitación, cómo había puesto en evidencia al Rey Dragón y cómo había conseguido que éste mandara una expedición de castigo. El Bonzo Sha estaba fuera de sí de contento y se puso a esperar, impaciente, la vuelta de su maestro.

El príncipe Mo-Ang, mientras tanto, envió un soldado al palacio del monstruo a decirle:

—Acaba de llegar el príncipe Mo-Ang por encargo del respetable Rey Dragón del Océano Occidental.

El monstruo estaba sentado en el interior y, al oír tan inesperado anuncio, se dijo:

—¡Qué raro! Por medio de uno de mis peces negros envié una invitación a mi tío y todavía no he obtenido ninguna respuesta. ¿Por qué habrá enviado a uno de mis primos, en vez de venir él personalmente?

Mientras deliberaba consigo mismo de esa forma, se presentó uno de los diablillos que se hallaban patrullando el río y le informó, sobresaltado:

—Hay acampado un ejército al oeste de vuestro palacio. Según parece, pertenece a vuestra familia, porque en uno de los estandartes puede leerse con toda claridad: «Mariscal Mo-Ang, príncipe heredero del Océano Occidental».

—¡Cuidado que es engreído este primo mío! —exclamó el monstruo—. Me figuro que su padre está muy ocupado y, por eso, ha enviado a ese fantoche. Sin embargo, no comprendo por qué ha venido acompañado de todos sus soldados y guerreros. Al fin y al cabo, se trata simplemente de un banquete. Por fuerza tiene que existir alguna otra razón. Opino que, por si acaso, no estaría de más que me trajerais la armadura y la fusta de acero. Quien comanda un ejército siempre termina lanzando sus huestes al ataque. Voy a salir a darle la bienvenida y a ver qué es lo que, en definitiva, quiere.

Sin que nadie les dijera nada, los diablillos se aprestaron también para la lucha. En cuanto abrieron las puertas del palacio, la iguana comprobó que, en efecto, a la derecha del mismo había acampado un ejército de bravos soldados marinos. Los estandartes ondeaban al ritmo que les marcaban las aguas, las lanzas formaban un bosque de acero, las espadas reflejaban la luz que llegaba hasta aquellas profundidades, los arcos recordaban la curvatura de la luna, las flechas destacaba como dientes de lobos hambrientos, las enormes cimitarras emitían rayos que se adivinaban mortales, y las porras daban cuenta de su acerada efectividad. El ejército estaba compuesto por serpientes marinas ostras, ballenas, cangrejos, tortugas, gambas y peces de toda clase y tamaño. Su porte era marcial y mostraban, orgullosos, sus mortíferas y bien cuidadas armas. Su formación era tan perfecta que ninguno sobresalía un solo milímetro de los demás.

Impertérrita, la iguana se dirigió hacia la entrada del campamento y levantando la voz, dijo:

—Vuestro primo os da la bienvenida y os suplica respetuosamente le hagáis el honor de compartir su humilde morada.

Uno de los caracoles que se hallaba de patrulla corrió a la tienda del joven dragón a informarle:

—La iguana está ahí fuera, llamándoos a voz en grito, majestad.

Tras ajustarse el casco de oro y el cinturón de jade, el príncipe tomó su garrote de tres picos y, dando grandes zancadas, salió a la puerta del campamento, donde preguntó en tono arrogante:

—¿Se puede saber para qué me has mandado salir?

—Esta mañana —contestó la iguana, inclinando la cabeza— envié a vuestro padre una invitación y doy por supuesto que, al ser muchas sus obligaciones, os ha enviado a vos en su lugar. Sin embargo, ¿por qué habéis traído a vuestras tropas, si se trata simplemente de un banquete? Perdonadme, pero no acabo de entender por qué, en vez de entrar en mi humilde palacio, acampáis delante de él. Es más, salís a mi encuentro con la armadura ceñida y un arma mortal en vuestras manos. ¿A qué obedece semejante despliegue de fuerza?

—¿Quieres decirme qué te indujo a invitar a venir a tu tío? —preguntó, a su vez, el príncipe.

—Por supuesto que sí —respondió la iguana—. A él le debo cuanto soy y eso es algo que no olvidaré jamás. Además, hace muchísimo tiempo que no le veo y quería expresarle todo el cariño que por él siento, invitándole a participar de lo único valioso que poseo. El caso es que ayer cayó en mi poder un monje procedente de las Tierras del Este, que, según tengo entendido, se ha dedicado a la práctica de la virtud durante diez reencarnaciones seguidas. Es tan especial que, si alguien prueba su carne, verá alargada considerablemente su vida. Ése es el motivo por el que deseaba ofrecérsele a mi respetable tío con motivo de su cumpleaños.

—¡Cuidado que eres irresponsable! —le echó en cara el príncipe—. ¿Sabes quién es ese monje?

—Sí —admitió la iguana—. Proviene de la corte de los Tan y se dirige hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras sagrada.

—Ya veo que conoces algo de él —comentó el príncipe—. Pero ¿qué me dices de sus discípulos?

—Uno se llama Chu Ba-Chie y tiene el morro muy protuberante —contestó el monstruo—. Ha caído también en mí poder y tenía pensado servirle al mismo tiempo que al monje Tang. Otro responde al nombre de Bonzo Sha, un tipo cetrino y de aspecto un tanto siniestro, que posee un báculo muy especial. Precisamente vino a exigirme ayer liberación de su maestro y le eché del río a cajas destempladas. Me bastaron unos cuantos golpes de esta fusta para hacerle huir como un cobarde. ¿Quieres explicarme qué tienen de especial esos dos tipos?

—¡Qué mal informado estás! —exclamó, despectivo, el príncipe—. El monje Tang tiene otro discípulo; el Gran Sabio, Sosia del Cielo, un inmortal de la Gran Mónada, que hace aproximadamente quinientos años sumió el Palacio Celeste en una gran confusión. Ahora se ha convertido en el guardián del monje Tang en su intento de llegar al Paraíso Occidental y hacerse con las escrituras sagradas. Actualmente responde al nombre de Peregrino Sun Wu-Kung, pues fue convertido personalmente por la misericordiosa bodhisattva Kwang-Ing, que habita en la Montaña Potalaka. ¿Cómo se te ha ocurrido hacer lo que has hecho? ¿Acaso no sabes que el Peregrino Sun acabó con tu mensajero, tomó la invitación y la llevó personalmente al Palacio de Cristal de Agua, acusándonos a mi padre y a mí de conspiración y secuestro? Te aconsejo, por tanto, que dejes marchar a Ba-Chie y al monje Tang, para que el Gran Sabio Sun olvide sus querellas y la paz pueda seguir reinando en estas aguas. Si quieres seguir con vida, bastará con que le pidas disculpas. Te aseguro que, si te niegas a hacerlo, serás arrojado del lugar que ahora habitas y caerás en poder de la muerte.

—¿Cómo te atreves a decirme eso tú, que perteneces a mi misma familia? —bramó el monstruo, enfurecido—. ¡Es increíble que te pongas de parte de alguien totalmente ajeno a nosotros! ¡Estás loco, si crees que voy a dejar marchar al monje Tang así como así! ¿Cuándo se ha visto en el mundo semejante cosa? Es posible que ese tan Sun Kung te produzca un miedo terrible, pero ¿quién te ha dicho que yo sea tan cobarde como tú? Si posee tantos poderes como afirmas, que venga aquí y lo demuestre. Te prometo que, si me resiste tres ataques, pondré inmediatamente en libertad a su maestro. Pero, si falla, que se vaya despidiendo de esta vida, porque le echaré también el guante y le cocinaré después al vapor. Te aseguro que esta vez no enviaré ninguna carta a mis parientes. ¿Quién me mandará invitar a quien no sabe apreciar lo que vale un banquete? Cerraré las puertas de mi palacio y ordenaré a mis subalternos que canten y bailen, mientras yo ocupo el puesto de honor y como lo que me dé la gana. ¡Nadie me impedirá jamás que pruebe la carne de ese monje!

—¡Monstruo ignorante! —exclamó el príncipe—. Jamás he visto a nadie más inconsciente que tú. ¿Qué quieres? ¿Enfrentarte cara a cara con él?

—¿Piensas que iba a ponerme a temblar? —replicó el monstruo. Se volvió después a sus subordinados y les ordenó—: ¡Traedme la armadura!

Los diablillos que estaban tanto a su derecha como a su izquierda le ajustaron la armadura y le hicieron entrega de la fusta de acero. Viendo que todo era inútil, los dos primos se dieron la vuelta y ordenaron a los suyos que hicieran sonar los tambores. La batalla que a continuación tuvo lugar fue totalmente diferente de la que horas antes había protagonizado el Bonzo Sha. Las banderas y estandartes ondeaban, orgullosos, compitiendo en gallardía con las lanzas y hachas de guerra. Las puertas del palacio se abrieron de par en par, mientras se levantaba a toda prisa el campamento. La iguana y el príncipe Mo-Ang no tardaron en medir la fuerza de sus armas. Enardecidos por el bramido de los cañones y el continuo batir de los tambores, las fuerzas fluviales se enfrentaron en fiera batalla con las marítimas. Las gambas lucharon contra las gambas, los cangrejos se enfrentaron a los cangreja ballena tragó a la carpa rojiza, la brema acabó con el atún[3], el tiburón devoró al mújol y la caballa, horrorizada, se dio a la fuga, la ostra se apoderó de la almeja y, al verlo, el mejillón se puso a temblar. Los bigotes de la pastinaca se mostraron tan duros y efectivos como una barra de acero. El pez espada no le iba a la zaga con su afilado apéndice, que recordaba una cuchilla bien afilada. El esturión perseguía a la anguila, mientras el salmonete trataba de dar caza a la sardina.

Las aguas del río bulleron con los continuos ataques de seres que debían considerarse como hermanos. El fragor de la batalla era tal que las olas crecieron considerablemente de altura. Entre todos los guerreros sobresalía, por su poder, el príncipe Mo-Ang, fuerte como el mismo Indra. Dando un grito, descargó un golpe terrible sobre la iguana, que había osado desafiar los designios del Cielo.

El príncipe había hecho un falso amago de huida y el monstruo se había lanzado inmediatamente en su persecución. Pero el hijo del dragón se había dado la vuelta al poco y había descargado sobre el brazo derecho de la bestia un golpe que le había derribado de inmediato al suelo. No contento con eso, le había propinado un segundo golpe que le había hecho rodar como una fruta madura. Los guerreros marinos no tuvieron más que atarle las manos a la espalda, agujerearle el esternón y cargarle de cadenas. De esta forma fue conducido hasta la orilla, para que le viera el Peregrino Sun.

—Gran Sabio —gritó, satisfecho, el Príncipe Dragón—, como os había prometido, acabo de capturar a la iguana. Decidid ahora lo que ha de hacerse con ella.

El Peregrino pareció meditar durante unos segundos lo que iba a decir y, dirigiéndose al monstruo, afirmó con voz solemne:

—No hiciste caso a lo que se te ordenó. Cuando tu respetable tío te dio permiso para vivir en este lugar, lo hizo con la intención de que te dedicaras a la práctica de la virtud y pudiera después confiarte un puesto de mayor responsabilidad. ¿Por qué expulsaste al dios del río de su palacio, maltratando a cuantos se opusieron a tus pretensiones? ¿Cómo se te ocurrió valerte de la magia para engañar a mi maestro? Merecías que te apaleara con esta barra de hierro. Es tan pesada que bastaría un simple golpecito para acabar con tu vida. Sin embargo, quisiera preguntarte antes algo. ¿En dónde has encerrado a mi maestro?

—No tenía ni idea de vuestra justa fama, Gran Sabio —contestó la iguana, golpeando respetuosamente el suelo con la frente—. La verdad es que parece como si hubiera perdido el juicio. Ya veis, hace un momento me he enfrentado con mi primo, desoyendo a la moralidad y a la razón. Jamás olvidaré el gesto que habéis tenido conmigo, al perdonarme la vida. Vuestro maestro se encuentra atado en el interior de mi palacio. Si me libráis de estas cadenas, prometo ir a liberarle, considerándome honrado de poder devolvérosle sano y salvo.

—No accedáis a esa petición, Gran Sabio —le aconsejó el príncipe Mo-Ang—. Es un monstruo para el que la palabra honor no encierra ningún sentido. Si le dejáis en libertad, maquinará algo realmente terrible.

—Yo conozco bien su palacio —dijo el Bonzo Sha—. Si queréis, puedo ir a buscar al maestro.

El Peregrino no tuvo nada que objetar. El Bonzo Sha saltó a las aguas seguido del dios del río y entraron juntos en el antiguo palacio del monstruo. Las puertas estaban abiertas de par en par. Todos los diablillos parecían haber desaparecido. Penetraron en el salón principal y vieron al monje Tang y a Ba-Chie con las manos atadas a espalda y totalmente desnudos. El Bonzo Sha desató a toda prisa al maestro, mientras el dios del río hacía otro tanto con Ba-Chie. Cargaron después con ellos y se lanzaron hacia la superficie. En cuanto Ba-Chie vio en la orilla al monstruo cargado de cadenas, levantó el tridente, gritando furioso, con ánimo de acabar con él:

—¡Maldita bestia! ¿Todavía quieres devorarme?

Afortunadamente el Peregrino se lo impidió, diciendo:

—No le mates. Hazlo por Ao-Jun y su hijo.

—Me temo que no puedo quedarme más tiempo a vuestro lado —dijo el príncipe Mo-Ang, después de darle las gracias—. Vuestro maestro ha sido felizmente liberado y debo volver junto a mi padre con el prisionero. Aunque vos os habéis mostrado misericordioso con él, no dudo que mi padre le dará un castigo ejemplar. Os mantendremos informados al respecto, Gran Sabio. No podéis figuraros cuánto nos ha afectado este incidente.

—Está bien —concluyó el Peregrino—. Puedes marcharte cuando quieras. Saluda en mi nombre a tu padre y dale las gracias por su inestimable cooperación.

En un abrir y cerrar de ojos el príncipe se lanzó a las aguas, seguido del prisionero y de todas sus huestes. Mientras regresaban a toda velocidad al Océano Occidental, el Dios del Río Negro se volvió hacia el Peregrino y le dio las gracias, diciendo:

—Estoy en deuda con vos, Gran Sabio, por haberme devuelto mi reino de agua.

—Veo que todavía continuamos en la orilla oriental —comentó el monje Tang con sus discípulos—. ¿Podéis decirme cómo vamos a cruzar a la otra margen?

—No os preocupéis por eso —le aconsejó el dios del río—. Montad en vuestro caballo y seguidme. Con vuestro permiso voy a abrir un sendero en las aguas, para que podáis vadearlas con seguridad.

El Maestro se encaramó en el caballo blanco, mientras Ba-Chie asía las riendas, el Bonzo Sha cargaba con el equipaje y el Peregrino cerraba la marcha. El dios del río hizo un gesto mágico y al instante el agua se detuvo, formando una gran muralla y permitiendo a los viajeros atravesar el cauce a pie enjuto. De esta forma, lograron llegar sanos y salvos a la orilla occidental. Tras dar las gracias a la deidad acuática, prosiguieron, sin más, su camino. Fue una suerte que el cauce del Río Negro se volviera tan sólido como un camino empedrado, porque eso permitió al maestro Zen reanudar su marcha hacia el Oeste.

No sabemos cómo se las arreglaron para contemplar el rostro de Buda y hacerse con las escrituras. Quien desee enterarse tendrá que escuchar lo que se dice en el capítulo siguiente.