CAPÍTULO XXXVI

El Peregrino descendió de lo alto y relató a su maestro lo que la Bodhisattva había exigido a los dos jóvenes y cómo se había visto obligado a devolver a Lao-Tse sus tesoros. Tripitaka se sintió tan emocionado que al punto decidió redoblar sus esfuerzos por llegar hasta el Oeste sin escatimar sacrificios ni esfuerzos. Esperanzado, montó en el caballo, mientras Ba-Chie cargaba con el equipaje, el Bonzo Sha tomaba de las riendas el caballo y el Peregrino abría la marcha montaña abajo con su indestructible barra de hierro. Nos falta espacio para relatar cómo descansaban junto a los cursos de agua y comían a campo abierto, cómo la escarcha los cubría por las noches y el rocío empapaba sus ropas al amanecer. Recorrieron un largo camino y de nuevo se encontraron con que una altísima montaña les cerraba el paso.

—¿Os habéis fijado en lo alta y rugosa que es esa montaña? —preguntó Tripitaka a sus discípulos, levantando la voz—. Creo que deberíamos extremar las precauciones, pues no me cabe la menor duda de en ella habitan manadas enteras de monstruos, deseosas de acabar con nosotros.

—Dejad de pensar en esas cosas —le sugirió el Peregrino—. No os rindáis pánico y evitad a toda costa que vuestra mente divague por los tortuosos caminos del temor. Tened la seguridad de que no os sucederá nada.

—¿Por qué resulta tan penoso llegar hasta el Paraíso Occidental? —suspiró Tripitaka—. Desde que abandoné la ciudad de Chang-An el verano ha seguido a la primavera y el invierno al otoño yo qué sé de veces. Han debido de transcurrir por lo menos cuatro o cinco años. ¿Cómo es que todavía no hemos alcanzado nuestro destino?

—Aún es demasiado pronto para eso —contestó el Peregrino, soltando la carcajada—. Puede decirse que todavía no hemos cruzado la puerta principal de la mansión de la que hemos partido.

—¡Deja de decir tonterías, por favor! —le reconvino Ba-Chie—. En el mundo no existen palacios tan grandes.

—Quieras o no admitirlo —replicó el Peregrino—, hasta ahora no hemos hecho otra cosa que vagar de un salón a otro.

—No sigas hablando así, o de lo contrario vas a lograr meternos a todos el miedo en el cuerpo —le suplicó el Bonzo Sha, sonriendo nerviosamente—. Es un hecho que no existen mansiones tan extensas como de las que tú hablas. Además, caso de existir, carecerían totalmente de techumbre, porque ¿dónde iban a encontrarse vigas tan enormes?

—En lo que a mí respecta —respondió el Peregrino—, el cielo es mi techo, el sol y la luna mis ventanas, y las cinco montañas sagradas las columnas que sostienen todo el edificio. Mirándolo bien, el Cielo y la Tierra no son más que un amplísimo salón.

—Si es verdad lo que dices —suspiró Ba-Chie, apesadumbrado—, lo mejor que podemos hacer es darnos la vuelta y regresar al lugar del que procedemos.

—Es mejor que no sigamos hablando de eso —sugirió el Peregrino—. Si tenéis miedo, lo único que podéis hacer es cerrar los ojos y seguirme.

Decidido, el Gran Sabio se pasó la barra por los hombros y se lanzó en línea recta montaña arriba, seguido del monje Tang. Más tranquilo, el maestro miró a su alrededor y contempló un paisaje realmente extraordinario. Las rugosas cumbres acariciaban el titilar de las estrellas y las copas de los árboles parecían unir, como si fuera nubes, la tierra con el cielo. Una neblina azulada cubría hasta donde alcanzaba la vista. De los valles lejanos llegaba el griterío de los monos, que no lograban apagar los cantos de las grullas que fluían, como un río de sombras verdosas, de debajo de los pinos. En los arroyos se agazapaban espíritus que se mofaban con sus gritos de los leñadores. Otro tanto hacían con los cazadores las almas de los zorros desde lo más escarpado de los riscos. ¡Aquélla era, en verdad, una montaña fuera de lo común! ¡Sus laderas no podían ser más empinadas ni más profundos sus precipicios! Los pinos que en ella crecían eran portadores de doseles verdes, bajo los que brotaban incontables enredaderas y viñas.

Donde menos se esperaba surgía un curso de agua, cuya humedad penetraba, como un cuchillo acerado, en los huesos de los caminantes. La rocosidad era tan majestuosa que sumía a quien la contemplara en un estado de temeroso sobrecogimiento. De vez en cuando se oía el rugido de bestias salvajes, mezclado con el sosegador de canto de las aves. Manadas de ciervos cruzaban los claros, saltando como locos, en busca de algo que llevarse a la boca. La presencia humana había desaparecido de aquellos parajes. En los cañones se escondían los monstruos y los lobos corrían en manadas por los desfiladeros. En semejante mundo de aves y bestias ni el mismo Buda sería capaz de concentrarse y meditar. Sobrecogido ante tal espectáculo, el maestro se puso a temblar, pero no dijo nada, mientras se adentraba en aquel mundo de sombras y malos augurios.

A medida que avanzaban, sin embargo, la melancolía se iba apoderando de él. Al final no pudo aguantarlo más y, tirando de las riendas, exclamó:

—¡Qué duro es este peregrinaje, Wu-Kung! Nadie me forzó a emprenderlo. Yo mismo me lancé a él voluntariamente, abandonando de buen grado familia y patria. He cruzado llanuras y valles cubiertos juncos, haciendo reventar de cansancio a mi caballo. Por poseer el espíritu de Buda y hacerme con las escrituras no he renunciado a vadear ríos inmensos ni a trasponer elevadísimas cumbres. ¿Cuándo podré dar por terminado este viaje y regresar al punto del que partí? ¡Ansío tanto inclinarme ante mi augusto hermano y presentarle mis respetos!

—¡No seáis tan impaciente, maestro! —exclamó el Gran Sabio, soltando la carcajada—. Tranquilizaos y seguid caminando. Os aseguro que, «cuando hayáis hecho los suficientes méritos, el triunfo acudirá a vos de una forma totalmente natural». Para cada cosa existe su tiempo maestro. No lo olvidéis.

Mientras disfrutaban de la belleza del paisaje, el sol se fue ocultando tras la línea del poniente. No se veía ningún caminante, pero resultaba apaciguador contemplar el tímido titilar de las estrellas. A aquella hora regresaban al punto del que partieron todos los barcos que surcaban los Ocho Ríos y cerraban sus puertas los siete mil poblados que existían sobre la tierra. Los Señores de las Seis Mansiones y los Cinco Departamentos se habían retirado ya a descansar y los Pescadores de los Cuatro Mares y los Tres Ríos habían recogido sus redes. Las dos torres altas emitían una continua sinfonía de tambores y gongs, mientras el círculo brillante de la luna llenaba con su luz el universo entero.

El maestro no dejaba de atisbar el paisaje. Fue así como descubrió, en un recodo de la montaña, un conjunto de edificaciones de varios pisos. Esperanzado, se volvió hacia sus discípulos y les dijo:

—Nuestra suerte es mejor de lo que pensábamos. Se está haciendo de noche y ante nosotros se alza un inesperado refugio. O mucho me equivoco o esos edificios de ahí delante son un templo taoísta o un monasterio budista. Creo que deberíamos descansar y proseguir mañana el viaje. Espero que no se nieguen a darnos alojamiento.

—Vuestro plan es magnífico —comentó el Peregrino—. De todas formas, no conviene precipitarse. Es mejor que nos cercioremos antes de que se trate de un lugar seguro.

No había acabado de decirlo, cuando el Gran Sabio se elevó por los aires. Tras un detenido reconocimiento llegó a la conclusión de que, en verdad, se trataba de un monasterio budista. Poseía un muro curvo de ladrillo pintado de rojo, sus puertas aparecían claveteadas en oro y se apreciaba que parte de sus dependencias habían sido excavadas en la roca. La Torre de los Diez Mil Budas[2] se elevaba frente al Salón de Tathagata, mientras que la del Sol Naciente se erguía junto a la Puerta del Gran Héroe[3].

Las nubes descansaban sobre la Torre de la Pagoda, sirviendo de oportuno fondo a los rayos de luz beatífica que emitían los tres budas sagrados. Frente a las dependencias de los monjes se erguía el Estrado de Manjusri, alzándose un poco más allá el Salón de Maitreya, que parecía estar unido con el de la Gran Misericordia. Una luz azulada se cernía sobre el Pabellón de la Contemplación, mientras que sobre la Torre del Vacío se veían enjambres de nubes color púrpura. Los aposentos del abad y de los restantes monjes se a adivinaban limpios y bien cuidados. Por fuerza, los oficios que se celebraban en aquel monasterio debían de ser solemnes y carentes de a artificio, lo mismo que el continuo meditar de sus moradores. Los monjes se adentraban en el conocimiento del Zen en las salas de estudio y profundizaban en el dominio de instrumentos musicales en las de arte. Ante el estrado de la Extraordinaria Profundidad caían sin cesar pétalos de udumbara[4] y bajo la Plataforma para la Explicación de la Ley crecían exuberantes, las hojas de parra. Jamás bosque alguno había protegido tierra tan sagrada como esta de las Tres Joyas. La montaña en la que se hallaba enclavado el monasterio constituía una extraordinaria protección contra todo intento de hollar un reino sánscrito tan puro como éste. De sus paredes colgaban incontables hachones, cuyo humo parecía competir en fragancia con las nubes de incienso de los pebeteros.

El Gran Sabio bajó a toda prisa de la nube en la que había estado sentado e informó a su maestro de cuanto había visto, diciendo:

—No estabais equivocado. Se trata, en verdad, de un monasterio budista. Creo, por tanto, que no corremos ningún peligro solicitando alojamiento.

El maestro espoleó el caballo y se dirigió a toda prisa hacia la puerta principal.

—¿Sabéis qué monasterio es éste? —preguntó el Peregrino.

—¿Cómo se te ocurre preguntar eso? —replicó Tripitaka—. ¿No ves que todavía tengo los pies en los estribos y el caballo aún no se ha parado? ¡No comprendo cómo puedes ser tan poco considerado!

—Puesto que toda vuestra vida habéis sido un monje —se defendió el Peregrino—, doy por sentado que habréis estudiado los clásicos confucianos, antes de pasar al aprendizaje de los dharmas y sufras. Además, sólo quien conoce a fondo la literatura y la filosofía es capaz de recibir favores tan altos como los que os ha otorgado el Emperador de los Táng. ¿Cómo es que, entonces, no sabéis leer los caracteres que aparecen escritos en el dintel de la puerta de este monasterio?

—¡Qué poco respetuoso eres! —le increpó el maestro—. De tres palabras que dices dos son tonterías. ¿No te has dado cuenta de que el sol me daba en los ojos y me impedía ver con claridad? Además, esas letras de las que hablas estaban totalmente cubiertas de polvo y no he podido descifrarlas con la suficiente precisión. ¿Comprendes ahora por qué no he podido leer el nombre de este lugar?

Al oír eso, el Peregrino se estiró cuanto pudo y al instante adquirió una altura que superaba con mucho los veinte pies. Limpió con cuidado las letras y dijo:

—Me figuro, maestro, que ahora no tendréis la menor dificultad en descifrarlas. ¿Os importaría echar un vistazo?

Se trataba de siete caracteres llamativamente grandes, que decían: «Monasterio de la Gruta Sagrada, construido por orden imperial».

Tras recuperar su tamaño habitual, el Peregrino volvió a preguntar al maestro:

—¿Quién queréis que entre a pedir alojamiento?

—Yo mismo lo haré —contestó Tripitaka—. Me temo que vuestra apariencia es un tanto repulsiva, vuestro modo de hablar muy poco respetuoso, y vuestros ademanes demasiado engreídos. Es de suponer que, si los monjes se sienten, de alguna manera, ofendidos, se negarán a brindarnos la protección de su techo y nuestros esfuerzos habrán resultado inútiles.

—En ese caso, entrad cuanto antes —sugirió el Peregrino—. No hay necesidad de malgastar más palabras.

El maestro se arregló las ropas lo mejor que pudo y atravesó la puerta principal con las manos respetuosamente dobladas. Tras unas verjas pintadas de rojo se topó con dos guardianes Vajra, cuya apariencia no podía ser más terrorífica. Uno poseía un rostro de aspecto metálico y unas barbas tan aceradas que daban la impresión de ser auténticas y no simplemente labradas. Lo mismo les ocurría a los ojos y a las cejas del otro, llamativamente pobladas éstas y extrañamente redondeados aquéllos. El de la izquierda tenía unos puños tan membrudos que parecían estar hechos de mineral de hierro, mientras que las palmas del de la derecha eran tan rugosas que recordaban el bronce a medio fundir. Sus armaduras, de oro pulido, brillaban con luminosidad propia de astros y sus fajas de seda jugueteaban libremente en las alas del viento. Ante ellos había generosas ofrendas, cuyo aroma se entremezclaba con el del incienso que ardía sobre trípodes de piedra. Al verlo, Tripitaka movió la cabeza, dio un suspiro y exclamó con cierta tristeza:

—Si en las Tierras del Este hubiera personas capaces de modelar bodhisattvas tan grandes como éstos y lo suficientemente generosas como para presentar ofrendas tan espléndidas como las que aquí se muestran, no tendría necesidad de viajar al Paraíso Occidental.

Pensando en esto, no tardó en trasponer la segunda puerta. En su interior se alzaban, majestuosas, las imágenes de los cuatro Devarejas: la de Dhrtarastra, la de Vaisravana, la de Virudhaka y la de Virupaksa. Todas ellas ocupaban el lugar que les correspondía según su rango y estaban orientadas, respectivamente, hacia el este, el norte, el sur y el oeste. Cada una sostenía los símbolos de su extraordinario poder, capaz de amainar la fuerza del viento y de distribuir a su debido tiempo la lluvia. En cuanto hubo dejado atrás la segunda puerta, vio cuatro pinos altísimos, cuyas copas recordaban a un dosel de extraordinarias proporciones. Levantó la cabeza y comprobó, con cierta sorpresa, que se hallaba ante el Salón del Gran Héroe. Dobló las manos con sumo respeto y, echándose rostro en tierra, oró con indescriptible devoción. Después se levantó y continuó caminando hasta alcanzar la puerta de atrás. Allí se encontró con una imagen yacente de Kwang-Ing, la protectora de todos los seres de los Mares del Sur. Las paredes estaban cubiertas de bajorrelieves de peces, gambas, tortugas y cangrejos, realizados con inimitable maestría. Todos tenían las cabezas y las colas fuera del agua y saltaban, felices, de ola en ola. El maestro sacudió de nuevo la cabeza y volvió a suspirar, diciendo:

—¡Qué pena más grande! ¿Cómo es que los hombres se niegan a someterse al dictamen de la fe, cuando hasta las criaturas del mar no dudan en reconocer la supremacía de Buda?

Mientras pensaba en eso, apareció por la tercera puerta un criado del monasterio. Al ver los atractivos rasgos del rostro de Tripitaka, se dirigió a toda prisa hacia él y le preguntó, tras saludarle respetuosamente:

—¿Podéis decirme de dónde venís?

—De las Tierras del Este —contestó Tripitaka— y me dirijo al Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas por deseo expreso del Gran Emperador de los Tang. Al pasar por estos parajes, comenzó a hacerse de noche y decidí llegarme hasta este lugar de recogimiento a suplicar que me sea concedido pasar aquí la noche.

—No toméis a mal mis palabras —suplicó el sirviente—, pero yo no puedo asumir la responsabilidad de lo que solicitáis. En realidad, no soy más que un vulgar criado encargado de barrer los suelos y de tañer la campana. El guardián del monasterio es un anciano que se encuentra ahí dentro. Si me lo permitís, voy a ir inmediatamente a verle y, si accede a vuestra petición, saldré inmediatamente a comunicároslo. En caso contrario, me temo que tendréis que buscar otro lugar para pasar la noche.

—Lo entiendo perfectamente —respondió Tripitaka— y os pido disculpas por causaros tantas molestias.

El sirviente se retiró a toda prisa a los aposentos del abad y le informó de la llegada del maestro, diciendo:

—Ahí fuera hay un hombre que desea veros.

El monje se levantó al punto y se cambió a toda prisa de ropas, vistiendo una espléndida túnica y ordenando que le trajeran el sombrero Vairocana. De esta guisa, caminó, solemne, hacia la puerta con el ánimo de dar la bienvenida a personaje tan distinguido. Pero al llegar a ella se detuvo, boquiabierto, y preguntó, despectivo, al sirviente:

—¿Es ése el hombre que decías, el que está justamente detrás del salón principal?

Tripitaka no podía ofrecer un aspecto más lamentable. Su cabeza estaba totalmente rapada, su túnica de bodhidharma se había convertido en auténticos harapos, y sus sandalias aparecían mojadas y cubiertas de barro. Al verle apoyado contra la puerta, el monje se puso furioso y vituperó al sirviente, diciendo:

—¡Mereces que te mande azotar! ¿Todavía no sabes que un monje de mi categoría sólo sale a dar la bienvenida a ricos caballeros de la ciudad que se llegan hasta aquí a ofrecer incienso? Por monjes tan andrajosos como ése yo no muevo jamás un solo dedo. ¿Cómo se te ha ocurrido hacerme creer que se trataba de una persona importante? Basta mirar su cara para darse cuenta de que ése no es un hombre respetable, sino uno de esos despreciables mendicantes, que, en cuanto ven que se está haciendo de noche, se llegan a la primera casa que encuentran y piden, sin más, alojamiento. No estoy dispuesto a dejarle trasponer esta puerta. Así que, si quiere dormir, que se acomode lo mejor que pueda en uno de esos pasillos. ¿Para qué molestarme en dirigirle siquiera la palabra? —y, dándose la vuelta, se retiro inmediatamente a sus aposentos.

Pese a la distancia, el maestro no pudo evitar escuchar esas palabras y pronto las lágrimas se agolparon en sus ojos, al tiempo que se decía, profundamente apenado:

—¡Qué lástima! Con razón reza el dicho que «un hombre alejado de su hogar no vale gran cosa». Desde mi más temprana edad renuncié a la familia para hacerme monje. Puedo afirmar que mis pocos años no me indujeron a atiborrarme de carne, mientras aparentaba llevar una vida de ascesis y sacrificios. Jamás he recitado con odio las escrituras, ni he arrojado piedras contra la imagen de Buda o arrancado el oro del rostro de un arhat. ¡Qué pena me produce, pese a todo, ser tratado así! Desconozco en qué reencarnación ofendí de tal manera al Cielo y a la Tierra que ahora sólo me topo con personas sin sentimientos ni entrañas. Si no quieres ofrecerme alojamiento, estás en tu derecho de hacerlo. ¿Pero por qué tienes que decir cosas tan desagradables como esa de que sólo soy digno de dormir en los pasillos? Es mejor que no se lo diga al Peregrino, de lo contrario, es capaz de reducir todo esto a ruinas con su invencible barra de hierro. En fin, de nada sirve lamentarse. Como muy bien afirma el proverbio, «el hombre debe anteponer a todo la etiqueta y el decoro». Creo que lo mejor que puedo hacer es entrar ahí dentro y suplicarle, una vez más, que nos permita pasar la noche bajo su techo.

Siguiéndole los pasos, el maestro llegó hasta la mismísima puerta de los aposentos del abad. El monje se había despojado ya de sus vestiduras y, a juzgar por lo ceñudo de su expresión, era claro que seguía tan furioso como antes. No es extraño que no hubiera comenzado a recitar sutras ni a redactar ningún tipo de oración. No debía de ser, de todas formas, muy aficionado a dichos menesteres. El monje Tang, de hecho, sólo podía ver junto a él una mesa sobre la que descansaba una altísima pirámide de papeles. Pese a todo, Tripitaka no se atrevió a molestarle y, en vez de entrar de improviso, prefirió esperar fuera, al tiempo que decía levantando la voz:

—Jamás me ha cabido tanto honor como el que ahora tengo de saludaros.

El abad se sintió molesto por el hecho de que Tripitaka le hubiera seguido, pero no le quedó más remedio que tragarse su orgullo y hacer como si le devolviera el saludo, preguntando a su vez:

—¿De dónde venís?

—De las Tierras del Este —contestó Tripitaka—. Por deseo expreso del Gran Emperador de los Tang me dirijo hacia el Paraíso Occidental en busca de las escrituras del Buda Viviente. Al pasar por estos respetables parajes, comenzó a hacerse de noche y creí conveniente venir a pediros alojamiento. Mi intención es proseguir el viaje tan pronto como haya amanecido. Os suplico, dignísimo abad, que tengáis a bien concederme tan nimio favor.

—¿Así que vos sois Tripitaka Tang? —volvió a preguntar el abad, levantándose de su asiento.

—Así es —admitió Tripitaka.

—Sí, como decís, os dirigís al Paraíso Occidental —objetó el monje—, ¿cómo explicáis que os halléis tan alejados del camino que allí conduce?

—Me temo que es la primera vez que hago un trayecto semejante —se disculpó Tripitaka.

—Opino que deberíais regresar cuanto antes a la carretera principal —insistió el monje—. Precisamente pasa a cuatro o cinco kilómetros al oeste de aquí. No tenéis pérdida, porque allí se levanta una posada llamada de las Treinta Millas, en la que podréis descansar y comer lo que os plazca. Para vos es mucho más conveniente que os hospedéis allí. Eso sin contar que yo no sabría cómo tratar a una persona de vuestro calibre, que, para colmo, ha recorrido un larguísimo camino hasta llegar aquí.

—Los antiguos solían decir —replicó Tripitaka con las manos respetuosamente recogidas— que «los templos taoístas o los monasterios budistas son el hogar de todo monje que a ellos acude y que, por el mero hecho de serlo, tiene derecho a un poco de comida». ¿Por qué os empeñáis en negarme vuestra hospitalidad?

—¡Maldito monje mendicante! —gritó el abad, perdiendo la paciencia—. ¿Es que no sabéis hacer otra cosa que adular y colmar de halagos a quien tiene la mala fortuna de escucharos?

—¿Qué queréis decir con eso? —inquirió Tripitaka.

—¿Acaso habéis olvidado lo que decían los antiguos? —contestó el abad—. «Cuando un tigre llega a una aldea, todo el mundo cierra en seguida las puertas de su casa. De esta forma, no puede expresar su fiero natural y su fama declina a ojos vista».

—¿Podéis explicarme el significado de ese dicho? —insistió Tripitaka.

—Hace unos cuantos años —respondió el abad— llegó inesperadamente a este monasterio un grupo de monjes mendicantes. Se sentaron delante de la puerta principal y a mí me dio lástima verlos tan pobres, con las cabezas rapadas del todo, descalzos y a medio vestir. En seguida los invité a entrar, les hice sentarse en los puestos de honor y les di de comer cuanto quisieron. No contento con eso, les di túnicas nuevas y les pedí que se quedaran hasta que hubieran recuperado todo las fuerzas. Poco me imaginaba yo que su avaricia era tal que, en vez de quedarse unos cuantos días, fueron ocho los años que pasaron antes de que se decidieran a marcharse. A decir verdad, no me hubiera importado demasiado, si no se hubieran entregado a toda clase de desenfrenos y conducta censurable.

—¿Qué fue lo que hicieron? —preguntó, una vez más, Tripitaka.

—Cuando no tenían nada que hacer —explicó el abad—, se dedicaban tirar piedras contra las cercas, y, cuando se sentían aburridos, arrancaban uno a uno los clavos que tachonaban las puertas. En el invierno arrancaban las ventanas y hacían con ellas hogueras, mientras en el verano se llevaban las puertas y las dejaban tiradas por los caminos. No contentos con eso, destrozaron casi todos los estandartes, haciendo vendas que se ataban a los pies para defenderse del frío. Acabaron con casi todos nuestros nabos y nuestro aceite, argumentando que pasaban hambre y que lo que les dábamos de comer no les bastaba para hacerles recobrar las fuerzas perdidas. Su gula era desmedida y a veces daban la impresión de hacer apuestas entre ellos a ver quién comía más.

—Es una lástima que este hombre piense que soy tan desconsiderado como ellos —se dijo, entristecido, Tripitaka.

Era tal el abatimiento que sentía que a punto estuvo de ceder al llanto, pero temió que el abad pudiera burlarse de él y no dejó traslucir sus auténticos sentimientos. Se tragó lo mejor que pudo el orgullo y, limpiándose a escondidas las lágrimas con la orla de su túnica, se dirigió a toda prisa al encuentro de sus discípulos. Cuando el Peregrino vio lo enfadado que estaba, se acercó a él y le preguntó:

—¿Os han pegado los monjes de este monasterio?

—No —contestó el monje Tang.

—¿Cómo es que, entonces, tenéis la voz demudada? —replicó Ba-Chie.

—¿Os han regañado? —insistió el Peregrino.

—Tampoco —volvió a responder el monje Tang.

—¿Por qué estáis tan inquieto, si es verdad que no os han tratado mal? —inquirió, una vez más, el Peregrino—. ¿Acaso seguís echando de menos el lugar del que partisteis?

—Me han dicho —afirmó Tripitaka con pena— que éste no es un lugar apropiado para mí.

—¿Queréis decir que los de ahí dentro son taoístas? —exclamó el Peregrino soltando la carcajada.

—Sólo hay taoístas en los templos del Tao —contestó el monje Tang con rabia—. Los de aquí son monjes.

—¿No digáis? —volvió a exclamar el Peregrino—. Si son monjes, no hay ninguna diferencia entre ellos y nosotros. Como muy bien afirma el proverbio, «los que se reúnen al lado de Buda son idénticos en todo». Sentaos aquí, mientras voy a echar un vistazo a este monasterio.

Tras arremangarse la túnica y ajustarse la corona que llevaba en la cabeza, el Peregrino se dirigió directamente hacia el Salón del Gran Héroe, sin soltar ni un solo segundo la barra de hierro. Con ella apuntó a los tres budas y dijo, amenazante:

—Vosotros no sois más que unas vulgares estatuas de barro y cubiertas de oro. Vuestro poder es, por tanto, nulo del todo, ¿o no? Yo como bien sabéis, me dirijo con mi maestro, el monje Tang, al Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas y desearía pasar aquí la noche. ¿Es eso tanto pedir? Así que os aconsejo que anunciéis mi llegada cuanto antes a la persona encargada de todo este tinglado Si no lo hacéis, tened la seguridad de que os reduciré a añicos con esta barra y dejaré al descubierto que no sois más que un montón de barro sin ningún valor.

Mientras el Gran Sabio profería esas amenazas, apareció un sirviente con unas varillas encendidas de incienso en las manos y las colocó en una urna que había delante de las imágenes de Buda. De un empujón, el Peregrino le lanzó rodando por el suelo. Cuando el sorprendido criado levantó la cabeza y vio su cara, sintió tal pavor que de nuevo volvió a caerse. El mismo pánico le hizo cobrar ánimos y, trastabillando una vez tras otra, logró llegar, con no poca dificultad, a los aposentos del abad.

—Ahí fuera —dijo temblando— hay un monje.

—¡Todos los sirvientes merecéis ser azotados! —bramó el abad—. ¿No os ordené antes que llevarais a toda esa gente a los pasillos y les dejarais pasar allí la noche? ¿A qué viene molestarme otra vez con lo mismo? ¡Si vuelves a abrir la boca, ten por seguro que te haré dar veinte latigazos!

—Éste es otro monje —se defendió el sirviente—. Además, su aspecto es francamente horroroso.

—¿Puedes describírmele? —preguntó el abad.

—Tiene los ojos redondos, las orejas puntiagudas, el rostro cubierto totalmente de pelos y una forma de hablar que recuerda la de un dios del trueno —explicó el aterrado sirviente—. Por si esto fuera poco, blande una pesadísima barra de hierro con la clara intención de apalear al primero que se le ponga delante. Rechina, además, los dientes de una forma francamente escalofriante.

—Voy a ver cómo es —dijo el abad y abrió un poco la puerta.

El Peregrino se había metido ya hasta allí sin ser invitado y el pobre abad se puso a temblar. Jamás había visto un rostro tan mal formado, unos ojos tan relucientes, una frente tan hundida y una mandíbula tan saliente. Parecía un cangrejo cocido. El monje sintió tal pánico que cerró a toda prisa la puerta. Pero en un abrir y cerrar de ojos el Peregrino la redujo a astillas y después ordenó:

—Date prisa y adecenta mil habitaciones, que quiero echar una siesta.

El abad, que todavía pugnaba por encontrar un sitio en el que esconderse, se volvió hacia el sirviente y exclamó:

—¡No me extraña que sea tan feo! Todos los que hablan con arrogancia terminan teniendo una cara tan horrible como la suya. Ya ves, aquí, como mucho, disponemos de trescientas habitaciones, y eso contando mis aposentos, los salones de Buda, las torres de los tambores y campanas, y los dos pasillos. Sin embargo, este tipo exige nada menos que mil para poder echarse una siesta. ¿De dónde vamos a sacar tantas habitaciones?

—Perdonadme que os diga que todo mi valor se ha esfumado —confesó el sirviente—. Me temo que tendréis que encontrar vos una respuesta a tan grande dilema.

Temblando de pies a cabeza, el abad levantó la voz y dijo:

—Os ruego que me escuchéis con atención. Este monasterio es tan humilde e insignificante que no podremos serviros como merecéis. Os sugiero, por tanto, que vayáis a otro lugar más adecuado para pasar la noche.

La barra del Peregrino adquirió el grosor de una palangana. Con tan poderosa el Gran Sabio golpeó tres veces el suelo y dijo:

—Eso que acabáis de decir tiene una fácil solución. Marchaos de aquí y asunto arreglado.

—Pero nosotros hemos residido en este monasterio desde que éramos jóvenes —protestó el abad—. Nuestros antepasados en la fe se lo confiaron a nuestros maestros y ellos a nosotros. Es nuestro deber hacérselo llegar a las personas que un día han de ocupar el puesto que ahora disfrutamos nosotros. ¿Qué clase de hombre sois para exigirnos, sin más ni más, que abandonemos la heredad de nuestros mayores?

—Es mejor que no discutamos con él —sugirió el sirviente—. ¿Por qué no nos vamos? Si no hacemos lo que dice, va a reducir todo a añicos con esa barra.

—¡Es imposible rendirnos a sus exigencias! —exclamó desesperado, el abad—. Entre jóvenes y ancianos hacemos un total de quinientos monjes. ¿Adónde puede ir una masa tan ingente de personas? Además, si nos marchamos de aquí, jamás encontraremos otro lugar en el que asentarnos.

—Comprendo vuestra situación —dijo el Peregrino, al oír eso—. Pero tengo una fácil solución. Aceptaré que os quedéis, si uno de vosotros se ofrece voluntario para recibir unos cuantos golpecitos de mi barra.

—Sal tú y recibe ese castigo por mí —ordenó el abad al sirviente, que replicó, muerto de miedo:

—¿Cómo se os ocurre pedirme una cosa así? ¿No veis lo enorme que es esa barra?

—El proverbio afirma con razón que «se requieren más de mil días para formar un ejército, pero sólo basta uno para destruirlo» —explicó el abad—. ¿Comprendes ahora por qué es preciso que salgas tú y no yo?

—¡Es inhumano que me ordenéis recibir un castigo semejante! —protestó con decisión el sirviente—. Esa barra es tan grande que, en cuanto me roce, quedaré reducido a puro picadillo.

—Así es —admitió el abad—. Y, si ese bruto se queda ahí con ella, cualquiera puede perder la vida, al chocar distraídamente contra ella por la noche.

—¿Y aún queréis que salga? —volvió a protestar el sirviente.

Su negativa produjo la indignación del abad, que empezó a regañarle con inusitada crudeza. Pero el sirviente se mantuvo en sus trece y se inició entre ellos una acalorada discusión. Al oírla, el Peregrino se dijo:

—Está claro que ninguno va a aceptar mi proposición. De un solo golpe podría matarlos a los dos, pero eso volvería al maestro en mi contra y no conseguiría nada. Creo que lo mejor es que descargue mi fuerza sobre cualquier otra cosa, para que comprendan esos tontos lo que soy capaz de hacer.

Levantó ligeramente la cabeza y vio que junto a la puerta de los aposentos del abad había un león de piedra. Sin encomendarse a nadie, levantó la barra y la dejó caer sobre la estatua, que al instante quedó reducida a polvo. Al ver lo ocurrido, el monje sintió tal pánico que se metió debajo de la cama, mientras el sirviente trataba de escurrirse al interior de la cocina por un agujero que allí había, sin dejar de gritar:

—¡Esa barra es demasiado pesada! ¡No puedo someterme de buen grado al castigo que me ordenáis! ¡Es excesivamente dura para mí!

—Sal de ahí, anda —ordenó el Peregrino al abad—. Si dices la verdad, te perdono la vida. ¿Cuántos monjes habitan en este monasterio?

—Hay un total de ochenta y cinco habitaciones, por lo que somos quinientas las personas que aquí residimos.

—Convócalos a todos y diles que salgan con sus mejores galas a recibir a mi maestro —le ordenó el Peregrino—. Si lo haces, te perdonaré la vida y no te rozaré con mi barra.

—Por eso soy capaz de llevarle yo mismo en hombros hasta el salón principal —exclamó, aliviado, el abad.

—No sé a qué esperas entonces —le urgió el Peregrino.

El abad se volvió al sirviente y le dijo:

—No me digas que no te queda ni rastro de valor, porque, aunque las piernas no te respondan y te haya dejado de latir el corazón, tienes que avisar a los demás para que salgan inmediatamente a recibir al Tang.

Al sirviente no le quedó, pues, más remedio que arriesgar su vida. No se atrevió, sin embargo, a salir por la puerta y hubo de hacerlo arrastrándose penosamente por un agujero que conducía directamente a la parte anterior del salón principal. Sin pérdida de tiempo empezó a tañer la campana del oeste y a batir el tambor del este. Los monjes se levantaron a toda prisa y se lanzaron en tropel a los pasillos, visiblemente alarmados. Al llegar al salón principal, preguntaron:

—¿Cómo es que estás batiendo el tambor y tañendo la campana, si todavía no ha amanecido?

—Cambiaos inmediatamente de ropa y salid a la puerta principal a dar la bienvenida a un ilustre maestro que acaba de llegar directamente de la corte del Gran Emperador de los Tang.

Así lo hicieron los monjes, alineándose según su dignidad. Algunos lucían esplendidas túnicas, mientras que otros vestían togas más humildes y los que carecían de rentas se limitaron a pasarse por encima de los hombros unas piezas de tela descolorida. Al verlos, les preguntó el Peregrino:

—¿Se puede saber qué clase de vestido es el vuestro?

—No nos maltratéis, por favor —suplicaron ellos, temblando de miedo al percatarse de la fealdad de su rostro y de la fiereza de su mirada—. Estas telas nos fueron regaladas hace tiempo por ciertas familias piadosas que habitan en la ciudad, pero, como aquí no hay sastres, hemos tenido que coserlas nosotros mismos. Como podéis apreciar, nuestra pericia con la aguja no es mucha, aunque a este estilo le llamamos «protección contra el infortunio».

El Peregrino no pudo por menos que sonreír y ordenó a los monjes que continuaran caminando hacia la puerta. Al llegar a ella, se arrodillaron y empezaron a golpear el suelo con la frente. El abad levantó entonces la voz y dijo:

—Respetable maestro Tang, hacednos el honor de ocupar los aposentos de nuestro abad y descansad en ellos cuanto deseéis.

—No creáis ni una palabra de lo que dice —le aconsejó Ba-Chie, al ver lo que pasaba—. Si mal no recuerdo, os han tratado con tanto desprecio que las lágrimas inundaban vuestros ojos y parecía como si os hubieran colgado de los labios dos recipientes pequeños de aceite. ¿Queréis decirme qué ha podido hacerles cambiar tan pronto de actitud? Con toda seguridad todo esto obedece a alguna artimaña de Wu-Kung, de lo contrario, no me explico que se arrodillen ante vos con tanto respeto.

—¡Qué tonto eres! —le reprendió Tripitaka—. Se ve que no tienes ni idea de lo que está pasando. No debes olvidar que, como bien reza el proverbio, «hasta los espíritus tienen miedo de los feos».

Al verlos arrodillados, el monje Tang se sintió muy intranquilo y, acercándose a ellos, les dijo con visible nerviosismo:

—Levantaos, por favor.

Pero los monjes continuaron golpeando el suelo, respetuosos, al tiempo que le suplicaban:

—Interceded por nosotros ante vuestro discípulo y pedidle por lo que más queráis que no nos pegue con esa barra de hierro que tiene. Si accede a ello, quizás nos atrevamos a miraros de frente a los ojos. En caso contrario, continuaremos arrodillados toda nuestra vida.

—No los pegues, Wu-Kung —ordenó el monje Tang.

—No pienso hacerlo —replicó el Peregrino—. Soy consciente de que podría acabar con todos ellos de un solo golpe.

Al oírlo, los monjes se levantaron a un tiempo. Algunos tomaron de las riendas al caballo, mientras otros cargaban con el equipaje y los más cogieron a hombros al monje Tang, a Ba-Chie y al Bonzo Sha y los llevaron con inesperado fasto al interior del monasterio. En cuanto hubieron tomado asiento, todos los monjes se acercaron a ellos y les rindieron pleitesía. Tripitaka se sintió muy incómodo ante tales muestras de respeto y, dirigiéndose al abad, dijo:

—No es preciso que os mostréis tan ceremoniosos conmigo. Al fin y al cabo no soy más que un pobre monje y todos servimos a un mismo maestro: Buda.

—Aunque nos aten los mismos vínculos de hermandad —contestó el abad—, vos sois un enviado imperial, que habéis hecho un penosísimo viaje para llegar hasta aquí. Todo lo que hagamos por vos será, en verdad, muy poco, sobre todo teniendo en cuenta que en un principio fuimos incapaces de reconocer en vos a una persona de indudable alcurnia. Permitidme preguntaros si deseáis tomar una comida corriente o preferís probar nuestros platos vegetarianos.

—Jamás he probado carne en mi vida —respondió Tripitaka.

—Ye habéis oído lo que ha dicho nuestro respetable maestro —dijo el abad, dirigiéndose a los suyos—. Id inmediatamente a preparar un banquete.

—También nosotros somos vegetarianos —anunció el Peregrino, levantando la voz—. Hemos mantenido, de hecho, esa dieta desde el momento mismo de nuestro nacimiento.

—¿Cómo es posible? —exclamó, sorprendido, el abad—. Jamás imaginé que hombres tan violentos como vosotros se alimentaran sólo de verduras.

El Peregrino arrugó el ceño, ofendido. Afortunadamente otro de los monjes se acercó en seguida a él y le preguntó:

—¿Cuánto arroz queréis que cozamos?

—¡Cuidado que sois tacaños! —exclamó, malhumorado, Ba-Chie—. ¿A qué viene preguntar eso? Nosotros no exigimos nada. Dadnos lo que creáis conveniente.

Los monjes inclinaron, respetuosos, la cabeza y corrieron a lavar los potes y las cazuelas. Algunos se retiraron al interior del monasterio y trajeron hachones y luces, mientras otros ponían la mesa.

En cuanto los Peregrinos hubieron saciado su hambre, los monjes retiraron las sobras y Tripitaka dio las gracias al abad, diciendo:

—Estamos en deuda con vos por vuestra inestimable hospitalidad.

—En absoluto —contestó el abad a toda prisa—. En realidad, no hemos hecho nada por vos.

—¿Tenéis la amabilidad de indicarnos el lugar en el que vamos a pasar la noche? —preguntó Tripitaka.

—No os preocupéis por eso, maestro —respondió el abad—. Lo tengo todo pensado —se volvió a uno de los sirvientes y le preguntó—: ¿Queda libre algún criado?

—Creo que sí, señor —contestó el sirviente.

—En ese caso —concluyó el abad—, que dos o tres se encarguen de dar de comer al caballo de nuestro huésped. Los demás que vayan a la parte delantera y adecenten tres de las habitaciones del Zen, sin olvidarse de las sábanas y los mosquiteros. Es preciso que nuestros hermanos se encuentren entre nosotros lo más cómodamente posible.

Los sirvientes obedecieron sin rechistar. En cuanto hubieron acabado su cometido, regresaron junto al monje Tang y le invitaron a retirarse a descansar. Al llegar a las habitaciones del Zen, vieron que estaban iluminadas como si formaran parte de un palacio y que las camas habían sido hechas con inusitado esmero. Pese a todo, el Peregrino ordenó a uno de los sirvientes que trajera el caballo y lo atara junto a sus lechos. Tripitaka tomó asiento en el lugar más iluminado y al instante se vio rodeado por los monjes del monasterio —quinientos en total—, que no se atrevían a retirarse a descansar hasta que no hubieran recibido su venia. Comprendiendo su estado de ánimo, Tripitaka se levantó y les dijo:

—Retiraos, por favor, a vuestros aposentos. Creo que entonces yo mismo podré abandonarme a un descanso reparador.

Pero ellos se negaron a marcharse, porque el abad les había ordenado que no se apartaran de su lado hasta que no hubieran provisto al monje Tang de cuanto necesitara.

Fue preciso, pues, que el maestro les dijera una vez más:

—No necesito nada más, gracias.

Ellos se levantaron entonces y, poco a poco, se fueron retirando: En cuanto se hubieron marchado, el monje Tang pareció sentirse más relajado. Se asomó a la puerta y, al ver el puro resplandor de la luna, llamó a sus discípulos, diciendo:

—Venid, acercaos.

Tanto el Peregrino como Ba-Chie y el Bonzo Sha dejaron lo que estaban haciendo y acudieron a su lado. Emocionado por el límpido resplandor de la luna, un disco brillante que iluminaba toda la tierra, Tripitaka compuso en estilo antiguo un largo poema, que dejaba traslucir, de alguna manera, su añoranza por las tierras de las que había partido.

El poema era como sigue:

Suspendido en lo alto, el globo de luz se asemeja a una piedra preciosa cuidadosamente tallada. Su fulgor es tal que nada de cuanto existe sobre la tierra escapa a él. Muros de jaspe y torres de jade se llenan de la claridad de su luz. Sus rayos se extienden normalmente durante más de diez mil millas, pero esta noche poseen una luminosidad mayor que la de todas las noches de un año juntas. Parece un enorme pastel de escarcha emergiendo de la azulada oscuridad del mar, o un disco de hielo suspendido con un inmenso clavo del verdor de jade del cielo. En una oscura posada que se alza junto a un camino el frío de la noche hace quejarse a uno de los huéspedes, mientras que en una aldea de la montaña un anciano descansa tranquilamente en la humildad de su cabaña. Todo lo contempla la luna con sus ojos de plata. Irrumpe con dureza en la corte de los Han, sumiendo en un extraño desasosiego a los ancianos, y hace que las prostitutas se maquillen con cuidado, cuando su luz comienza a ascender poco a poco por los muros de las Torres de Chin[5]. Por ella escribió Yü-Liang los poemas que contiene La Historia de Tsin, y Yüan-Hung[6] surcó en su bote innumerables ríos. Cuando se refleja en el borde de copas y tazas, su luz parece lánguida y fría, pero, cuando muestra todo su poder embriagador de luz en los claros de los bosques, recuerda la insuperable potencia de los dioses. Al contemplarla, detrás de cada ventana se escucha la canción de la bola de nieve y se oye en cada hogar el tañido de instrumentos musicales con las cuerdas de hielo[7]. Esta noche su sosegadora belleza viene a posarse sobre un monasterio. ¿Cuándo volveré a verla reclinada sobre el tejado de mi hogar?

—La luz de la luna os trae la añoranza de vuestra tierra —dijo el Peregrino, acercándose a él—, pero no debéis olvidar que ella es también el símbolo de los muchos cambios que se producen en la naturaleza. El ser es, en realidad, una pura apariencia que cambia continuamente de forma. Cuando el ciclo lunar alcanza su trigésimo día, se disuelve todo el metal que contiene su yang, mientras que el agua de su yin alcanza tal nivel que termina desbordándose sobre todo el orbe. De ahí que a ese día se le conozca por el nombre de «oscuro», ya que la luna se ha visto despojada de toda su luz y yace en la más absoluta tiniebla. Es precisamente en ese momento cuando copula con el sol y durante dos días queda preñada de su incomparable luz. Al tercero surge una porción de yang, que se multiplica por tres, al llegar al octavo. Para entonces la mitad de su yang habrá invadido justamente la mitad de su yin, quedando su porción inferior completamente sumida en la oscuridad. De ahí que a este ciclo del mes se le llame «cuarto creciente» o «arco superior». Al cabo de otros siete días, es decir, al decimoquinto, habrán madurado otras tres porciones más de yang, obteniéndose, así, una unión absoluta y perfecta. Es el momento de la luna llena y en ese instante se dice que está mirando de frente al sol, conociéndose también ese período por este nombre. El día decimosexto, sin embargo, se habrá formado ya una porción de yin, que se multiplicará por dos en cuanto se alcance el vigésimo segundo día. En ese preciso instante, la mitad de su yin invadirá la mitad justamente de su yang, quedando su porción inferior completamente sumida en la oscuridad. De ahí que a este ciclo del mes se le llama «cuarto menguante» o «arco inferior». Al llegar al trigésimo día, estarán ya dispuestas todas las porciones de yin y la luna habrá alcanzado, una vez más, un estado de oscuridad total y absoluta. Todo esto es el símbolo del proceso de constante purificación que se lleva a cabo en el seno de la misma naturaleza. De hecho, en el momento que consigamos que los Dos Ochos se conviertan en el Nueve Veces Nueve[8], seremos capaces de ver cara a cara al mismísimo Buda y podremos regresar tranquilamente a nuestro hogar. Por eso, afirma el poema: «Entre el primero y el último cuarto se mezclan los elementos del elixir y se adquiere la suprema perfección. Antes, no obstante, hay que refinarlo todo en la retorta, de lo contrario, la constancia jamás dará su fruto y nunca podrá llegarse al Paraíso Occidental».

El maestro se sintió al punto iluminado y comprendió a la perfección el significado de estas palabras capaces de conseguir la inmortalidad. Su satisfacción era tal que no dejaba de agradecer a Wu-Kung lo que había dicho. El Bonzo Sha, sin embargo, sonrió enigmáticamente y dijo:

—Tengo que reconocer que nuestro hermano ha explicado con toda claridad que el primer cuarto lunar corresponde al yang y el segundo al yin, obteniéndose el metal de agua justamente en la mitad de tan extraordinario proceso. No obstante, no ha hecho mención alguna a la circunstancia de que, una vez mezclados el fuego y el agua, su atracción es prácticamente irresistible, dependiendo de la decisión de la Madre Tierra que dicha unión se lleve a efecto o no. Esto se produce sin ningún tipo de enfrentamiento, ya que el agua procede del Gran Río y la luna se encuentra suspendida en el cielo.

De nuevo volvió a hacerse la claridad en la mente del maestro, repitiéndose el fenómeno de que, en cuanto la verdad alcanza el corazón, se adueña de todo el ser. De la misma forma, cuando alguien logra resolver el problema del no-nacimiento, se convierte en un dio.

Ba-Chie se llegó entonces hasta su maestro y, tirándole de la manga dijo:

—No prestéis atención a tanta palabrería. Lo que le pasa a la luna es que después de borrarse del cielo, vuelve a hacerse de nuevo redonda. Vamos, que, mirándolo bien, es tan imperfecta como pueda serlo yo. Ya veis, a la hora de comer todo el mundo me echa en cara que tengo un hocico demasiado protuberante y que con él no se me escapa ni un gramo de arroz. Además dicen que soy un estúpido redomado, mientras que ellos poseen la bendición de la inteligencia y la comprensión. Una cosa tengo, sin embargo, lo suficientemente clara, y es que, en cuanto hayamos conseguido las escrituras, habremos dado por terminados los tres senderos del karma y podremos subir al cielo con un ligero movimiento de nuestras cabezas y rabos.

—En fin —suspiró Tripitaka, dando por terminada la discusión—. Debéis de estar extenuados. Id a dormir, mientras yo medito un poco más sobre las escrituras.

—Me parece que estáis equivocado —se atrevió a decir el Peregrino—. Toda vuestra vida habéis sido un monje, de lo que deduzco que debéis de estar familiarizado con todas las escrituras que estudiasteis en vuestra juventud. Posteriormente el Emperador de los Tang os pidió que hicierais el largo viaje que conducía al Paraíso Occidental y obtuvierais el auténtico Canon del Mahayana. ¿Queréis explicarme sobre qué porción de escritura deseáis meditar, cuando aún no habéis conseguido la perfección suficiente para ver a Buda cara a cara y no os habéis hecho, por consiguiente, todavía con sus escritos?

—Desde el momento en que abandoné Chang-An —contestó Tripitaka—, no he hecho otra cosa más que viajar. Eso me ha hecho temer a veces que pudiera olvidar lo que aprendí en mi juventud. Esta noche se presenta, por fin, una oportunidad única para meditar y no quisiera desaprovecharla.

—En ese caso —concluyó el Peregrino—, lo mejor será que nos vayamos a dormir primero nosotros.

No había acabado de decirlo, cuando los tres se retiraron a sus respectivos lechos. El maestro cerró entonces las puertas del salón del Zen y, tomando en su mano una luz, desenrolló un pergamino y comenzó a meditar sobre él. En la torre sonó la primera vigilia y al punto cesó por doquier toda actividad humana. Hasta en las orillas de los ríos se apagaron todas las luces que hasta entonces habían estado brillando sobre los barcos de los pescadores.

No sabemos cómo el maestro partió de aquel monasterio. Quien desee conocerlo, tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.