CAPÍTULO III

Después de haber dado muerte al Monstruoso Rey de los Desastres y de arrebatarle su enorme cimitarra, Wu-Kung comenzó a practicar a diario el arte de la guerra con sus súbditos, enseñándoles a hacer lanzas con bambúes afilados, a fabricar espadas de madera, a confeccionar banderas y estandartes, a formar patrullas, a avanzar y retirarse, y a montar campamentos. Durante mucho tiempo estuvo adiestrándoles en estas artes, pero un día dejó de hacerlo de repente. Se volvió taciturno y callado y, tras mucha deliberación, llegó a la siguiente conclusión:

—De momento esto no es más que un simple juego, pero la cosa puede llegar a ponerse realmente seria. Supongamos que, sin nosotros saberlo, ofendemos a los reyes de los hombres o a los líderes de las bestias, o que, simplemente, toman estos ejercicios militares como una amenaza y se levantan en armas contra nosotros. ¿Cómo vamos a poder hacerles frente con lanzas de bambú y espadas de madera? Por fuerza, debemos poseer armas auténticas. ¿Qué podríamos hacer para conseguirlas?

Wu-Kung había hecho estas reflexiones en voz alta y el nerviosismo se apoderó inmediatamente de todos sus súbditos.

—Opinamos que vuestros puntos de vista son totalmente acertados —dijeron, alarmados—. ¿De dónde podríamos sacar las armas que necesitamos?

No habían terminado de decirlo, cuando se adelantaron cuatro de los monos más ancianos —dos hembras vestidas con túnicas rojas y dos machos con el torso descubierto—, se inclinaron ante su rey y dijeron con respeto:

—Si es eso lo que os preocupa, no hay cosa más sencilla de resolver.

—¿De verdad? —exclamó Wu-Kung, sorprendido.

—Así es, señor —contestaron los cuatro monos—. A doscientas millas de nuestra montaña, viajando en dirección este, se encuentra el país de Ao-Lai. En él hay un rey cuyo ejército lo componen infinidad de soldados y hombres, de lo cual deducimos que los herreros de su reino deben de contarse a millares. Si fuerais allí, podríais comprarle las armas que necesitemos o, en último caso, encargárselas. De esa forma, no os sería muy difícil instruirnos después en su uso y, así, defenderíamos esta montaña contra cualquier intruso y la legaríamos en su día a nuestra descendencia.

Esas palabras devolvieron la alegría a Wu-Kung, que se apresuró a decir a sus súbditos:

—Vosotros quedaos aquí divirtiéndoos. Creo que voy a hacer un pequeño viaje.

No había acabado de decirlo, cuando dio un acrobático salto y, en menos de lo que canta un gallo, cubrió las doscientas millas que le separaban del lugar del que le habían hablado sus consejeros. Allí se levantaba, en efecto, una ciudad de calles anchas, mercados llamativamente grandes, casas prácticamente incontables y arcadas numerosas. Un enjambre de gente llenaba hasta su último rincón, totalmente ajeno a la pureza del cielo y a la dureza del sol.

—No muy lejos de aquí tiene que haber infinidad de armas —se dijo Wu-Kung—. Lo mejor sería bajar a comprarlas, pero eso me resultaría mucho más penoso que obtenerlas por medio de mis artes mágicas.

En seguida hizo el signo que tan buen resultado le había dado en ocasiones anteriores y recitó el embrujo que lo completaba. Después se volvió hacia el suroeste y, tras llenar los pulmones de aire, sopló con todas sus fuerzas. Al punto se levantó un viento huracanado que arrastraba piedras y rocas, como si estuvieran hechas de paja. Su potencia era terrible. Al mismo tiempo, se formó sobre el mundo una densa capa de nubes, que oscureció por completo la tierra. De los mares y ríos surgieron unas nubes tan altas que hasta los peces y los cangrejos sintieron el peso del terror. En los bosques de la montaña las ramas se quebraron a millares, infundiendo pánico a tigres y lobos. Los mercaderes y comerciantes abandonaron sus tiendas y almacenes y huyeron despavoridos. No se veía un solo hombre en todo el espacio que la vista abarcaba. Incluso el mismo rey abandonó la sala del trono, retirándose a sus aposentos a todo correr. Para no ser menos, todos los oficiales del reino se encerraron en sus casas a cal y canto. El viento era tan fuerte que hizo tambalear el trono milenario de Buda y sacudió los cimientos de la Torre de los Cinco Fénix.

En el país de Ao-Lai todo el mundo, desde el rey al más insignificante de sus súbditos, estaba aterrorizado. Por doquier las familias se encerraban tras la seguridad de las puertas de sus casas, sin que nadie se atreviera a salir. Wu-Kung redujo la velocidad de la nube en la que viajaba y entró en el palacio imperial por la principal de sus puertas. No le costó mucho trabajo dar con la sala de armas. De un solo golpe derribó el pesado portón que la cerraba y vio que en su interior se apilaban incontables armas de todas clases y tamaños: cimitarras, lanzas, espadas, hachas de guerra, guadañas, látigos, baquetas, tambores, arcos, flechas y otras armas arrojadizas. Semejante visión satisfizo plenamente a Wu-Kung, que volvió a decirse:

—No sé por dónde empezar. Hay tanto material aquí que lo mejor será que me valga de mi magia para transportarlo.

Se arrancó un puñado de pelos, los masticó hasta reducirlos a diminutos cachitos y después los escupió, al tiempo que recitaba el embrujo y gritaba con todas sus fuerzas:

—¡Transformaos!

Al instante se convirtieron en monos pequeñitos, que empezaron a adueñarse de las armas. Los más fuertes cargaron con seis o siete, mientras que los más débiles sólo pudieron hacerlo con dos o tres. Pero todos actuaron con tanta efectividad que a los pocos segundos estaba vacía la que había sido la mayor armería del mundo. Wu-Kung volvió a montarse en la nube y, tras recitar las palabras mágicas, convocó a un viento recio, que transportó a todos los monos al lugar del que habían partido.

Los que se habían quedado, divirtiéndose, en la cueva de la Montaña de las Flores y Frutos oyeron el silbido del viento y levantaron, sorprendidos, la cabeza. Al ver venir por el aire aquel inmenso ejército de monos diminutos, cayeron presa del pánico y huyeron en todas direcciones. Afortunadamente, Wu-Kung descendió de su nube, sacudió graciosamente el cuerpo y todos los trocitos de pelo se reincorporaron a él, como si nunca le hubieran abandonado. Las armas quedaron apiladas justamente enfrente de la montaña.

—¿Se puede saber de qué tenéis miedo? —preguntó Wu-Kung, levantando la voz—. Salid a recoger vuestras armas.

Más animados, los monos sacaron las cabezas de sus refugios y vieron a Wu-Kung, solo, de pie sobre terreno firme. Venciendo su timidez, se acercaron a él y, tras saludarle con sumo respeto, le preguntaron qué había pasado. Wu-Kung les explicó que se había servido, simplemente, de un viento poderoso para poder transportar hasta allí las armas. Emocionados, le dieron las gracias y en seguida se lanzaron sobre el preciado acero recién traído del lejano país de Ao-Lai. Mientras unos agarraban las cimitarras, otros echaban mano de las espadas, hachas y lanzas, tensaban los arcos y dejaban volar libremente las flechas. Los monos pasaron todo aquel día jugando con las armas, tan excitados que no dejaron de chillar ni un solo segundo.

A la mañana siguiente formaron filas y Wu-Kung los fue contando uno por uno. De esta forma, pudo comprobar que su ejército estaba compuesto por cuarenta y siete mil infantes. Semejante fuerza impresionó vivamente a todas las bestias de la montaña —lobos, insectos, tigres, leopardos, ciervos de todas las clases, zorros, gatos salvajes, leones, elefantes, simios, osos, antílopes, jabalíes, búfalos verdes de un solo cuerno, yeguas salvajes y mastines gigantes—. Encabezados por los reyes de los demonios de más de setenta y dos cavernas, acudieron todos en tropel a presentar sus respetos al Rey de los Monos. A partir de entonces le pagaron tributos todos los años y acudieron a su llamada al principio de cada estación. Algunos de ellos se unieron, incluso, a sus maniobras, mientras que otros prestaron más atención al aprovisionamiento de tan vasto ejército. De esta forma, toda la Montaña de las Flores y Frutos se fue haciendo tan fuerte como un recipiente de hierro o una ciudad de metal. Los reyes de los demonios se encargaron de ofrecerle tambores, cascos y estandartes de mil y un colores. En ningún momento se descuidó la formación militar, que se prolongó durante días y días.

Pero el Hermoso Rey de los Monos no se sentía satisfecho. Reunió a todos sus seguidores y les dijo:

—Todos sois ahora auténticos maestros en el uso del arco y las flechas. Las armas no encierran para vosotros ya secreto alguno. Comprenderéis, por tanto, que esta cimitarra no acabe de gustarme. Más que una ayuda, es un completo engorro. ¿Qué puedo hacer?

Los cuatro monos ancianos se acercaron a él y le dijeron:

—Vos sois un sabio celeste y es natural que no encontréis de vuestro agrado las armas de la tierra. Nos preguntamos, sin embargo, si seríais capaz de emprender un largo viaje a través de los mares.

—Dado que domino a la perfección los secretos del Tao, no ofrecen para mí ningún misterio las setenta y dos transformaciones. El salto por encima de las nubes posee, además, un poder sin límites. Eso sin contar con que estoy totalmente familiarizado con la magia de las apariciones y el arte de la ubicuidad. Eso me permite caminar libremente por los cielos, penetrar en el interior de la tierra, moverme bajo el sol y la luna sin proyectar sombra alguna e incluso introducirme en el corazón de los minerales y piedras. El agua no puede ahogarme y el fuego es incapaz de abrasarme. ¿Cómo va a existir un lugar al que yo no pueda ir?

—Es una suerte que poseáis esos poderes, porque el agua que discurre bajo este puente de hierro va a desembocar directamente en el Palacio del Dragón del Océano Oriental. Si os atrevierais a llegar hasta allí, tened por seguro que el viejo dragón os proporcionaría el arma que necesitáis y que, sin duda alguna, será de vuestro total agrado.

Al oír esto, se le iluminó el rostro a Wu-Kung, que exclamó decidido:

—Estoy dispuesto a hacer ese viaje cuanto antes.

Sin pensarlo dos veces, se encaramó a la baranda del puente, determinado a hacer uso de la magia de la división de las aguas. Hizo el signo mágico con los dedos y se lanzó a la corriente del río, que se abrió como una puerta ante él. De esta forma, no le fue difícil llegar hasta el mismísimo fondo del Océano Oriental. Caminó por él un corto trecho, topándose con un oficial que le preguntó, sorprendido:

—¿Se puede saber qué clase de sabio eres tú, que apartas las aguas como si fueran mieses en sazón? Dímelo claramente para que pueda anunciar tu llegada.

—Soy el sabio Sun Wu-Kung de la Montaña de las Flores y Frutos —respondió el Rey de los Monos—, uno de los vecinos de tu señor, el viejo dragón. Me cuesta trabajo creer que no me hayas reconocido.

El oficial corrió entonces al interior del Palacio de Cristal de Agua e informó a su rey, diciendo:

—Ahí fuera está un sabio que dice llamarse Sun Wu-Kung, de la Montaña de las Flores y Frutos, y que pretende ser vecino vuestro. Dado lo impulsivo de sus modales, no me extrañaría lo más mínimo que se presentara ante vos sin ser invitado a entrar.

Al oír eso, Ao-Kuang, el Rey Dragón del Océano Oriental, se levantó en seguida de su trono y salió a dar la bienvenida a huésped tan ilustre, acompañado por incontables hijos y nietos de dragones de la más alta estirpe, una cohorte de gambas-soldado y lo más selecto de sus generales-cangrejo.

—Entrad, inmortal, y honradnos con vuestra compañía —dijo su excelencia.

El cortejo se dirigió al interior del palacio y, tras ofrecer a Wu-Kung el sitio de honor y un vaso de té, el rey le preguntó con suma cortesía:

—¿Cuándo fuisteis instruido en los misterios del Tao y qué clase de magia celeste habéis recibido?

—Al poco de nacer, abandoné mi familia para dedicarme a la práctica del Gran Arte —contestó Wu-Kung—. No es extraño, por tanto, que ahora posea un cuerpo sin principio ni fin. Últimamente he estado adiestrando militarmente a mis súbditos con el fin de proteger la montaña que habitamos, pero desgraciadamente no he podido encontrar un arma apropiada para mí. Ha llegado, sin embargo, hasta mis oídos que mi honorable vecino, que lleva viviendo en este palacio de jade verde y pórticos de nácar desde tiempo inmemorial, por fuerza ha de poseer alguna arma celeste de sobra. Precisamente me he tomado la libertad de molestaros, para ver si eso es cierto o no.

El Rey Dragón no podía desoír una petición tan justa. Se volvió, pues, a uno de sus comandantes y le ordenó traer una cimitarra con la empuñadura llamativamente larga, que deferentemente regaló a tan ilustre visitante.

—Si no os importa —dijo entonces Wu-Kung—, me gustaría otro tipo de arma, porque, a decir verdad, no soy muy diestro con las cimitarras.

El Rey Dragón volvió a ordenar a un teniente-pescadilla y a un sirviente-anguila que trajeran un tridente de nueve puntas. Al verlo, Wu-Kung saltó de su asiento, lo cogió con las dos manos y ensayó unos cuantos golpes. Pero se lo devolvió casi inmediatamente, diciendo, decepcionado:

—Lo encuentro demasiado ligero. No se ajusta como debiera a mi mano. ¿Os importaría traerme otra arma?

—¿Estáis seguro de lo que decís? —exclamó el Rey Dragón, soltando la carcajada—. Este tridente pesa más de tres mil seiscientos kilos.

—Aun así, no se ajusta como debiera a la mano —repitió Wu-Kung—. ¡No logro dominarlo a mi gusto!

El Rey Dragón empezó a impacientarse y, una vez más, ordenó a un almirante-brema y a un brigadier-carpa que trajeran un hacha enorme, que pesaba alrededor de siete mil doscientos kilos. Cuando Wu-Kung la vio, corrió hacia ella y la tomó en sus manos. De nuevo ensayó unos cuantos golpes, pero su impresión no parecía ser mejor que la de la vez precedente. Decepcionado, dio un golpe en el suelo con el astil y exclamó:

—Lo encuentro todavía ligero. ¡Demasiado ligero!

—¡Pero inmortal! —protestó el Rey Dragón, desconcertado—. En todo el palacio no hay un arma más pesada que esta hacha.

—¡Vamos, vamos! —replicó Wu-Kung, sonriendo—. Como reza el dicho antiguo, «al Rey Dragón nunca le faltan tesoros». Haced el favor de buscarme otra cosa distinta y, si lográis encontrar algo que realmente me guste, tened por seguro que os ofreceré un buen precio por ello.

—Os digo que aquí no tengo más armas —insistió el Rey Dragón.

Mientras estaban en ese tira y afloja, se presentaron la madre dragón y su hija, diciendo:

—Claramente se ve que éste no es un sabio cualquiera. No necesitamos recordaros que en el tesoro de nuestro océano hay una pieza de hierro mágico que marca la profundidad del Río Celeste[3]. Precisamente estos últimos días ha estado brillando de una forma muy rara. ¿No querrá decir eso que debe ser confiada a tan eminente sabio?

—Ésa —explicó el Rey Dragón— es la medida de la que se valió el Gran Yü[4] para determinar la profundidad de los ríos y océanos, cuando dominó a la Inundación. Se trata, ciertamente, de una pieza de hierro mágico. Pero ¿queréis decirme para qué le va a servir a nuestro vecino?

—Eso a nosotros ni nos va ni nos viene —replicó la madre dragón—. Dásela y que haga con ella lo que le plazca. Lo más importante ahora es hacerle salir del palacio cuanto antes.

El Rey Dragón se mostró totalmente de acuerdo con ella y, volviéndose de nuevo hacia Wu-Kung, le habló del origen de tan preciado tesoro.

—Si es verdad lo que dices, ¿a qué esperas para sacarla y dejármela ver? —preguntó Wu-Kung, impaciente.

—¡Ninguno de nosotros puede moverla! —exclamó el Rey Dragón, agitando las manos—. Es tan pesada que ni siquiera podemos moverla del sitio. Me temo que tendréis que ir vos personalmente a verla.

—¿Dónde está? —volvió a preguntar Wu-Kung, decidido—. Llevadme cuanto antes a su lado.

El Rey Dragón le condujo sin dilación al corazón mismo del tesoro del océano, donde vieron el cegador resplandor de mil rayos de luz dorada.

—Ahí la tenéis —dijo el Dragón, señalando el punto del que surgía tan extraordinaria brillantez—. Es eso que reluce como el mismísimo sol.

Ilusionado, Wu-Kung se arremangó las ropas y fue directamente a tocarla. Pudo comprobar, así, que se trataba de una barra de hierro de más de veinte pies de largo y tan gruesa como una cuba. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, la levantó con las dos manos y dijo:

—Es demasiado larga y un poco gruesa. Si fuera un poquitito más delgada y algo más corta, sería, francamente, ideal para mi propósito.

No había acabado de decirlo, cuando la barra se redujo por sí misma unos cuantos pies y se tornó misteriosamente más fina.

—Un poco más resultaría ideal —volvió a decir Wu-Kung, pasándosela de una mano a otra.

La barra se doblegó, una vez más, a sus deseos. Visiblemente complacido, Wu-Kung la sacó del tesoro del océano y se puso a examinarla detenidamente. De esta forma, descubrió que estaba hecha de hierro puro y negro y que sus dos extremos eran de oro sin mácula. En uno de ellos precisamente había sido grabada la siguiente inscripción: «La complaciente barra de las puntas de oro. Peso: trece mil quinientos kilos».

—Esto sin duda alguna quiere decir —pensó Wu-Kung, loco de alegría— que la barra es capaz de satisfacer todos mis deseos.

Mientras caminaba, no dejaba de susurrarse a sí mismo, al tiempo que cambiaba el tesoro de mano:

—Sería maravilloso, si sólo fuera un poco más corta y una pizca más delgada.

Cuando, por fin, abandonó la sala del tesoro del océano, la barra no sobrepasaba los veinte pies de largo y su grosor no era superior al de un cuenco de arroz. Wu-Kung la asió con las dos manos y empezó a dar pases y fintas, como si estuviera luchando contra un enemigo mortal. Tan absurdo combate duró hasta que de nuevo se encontró en el interior del Palacio de Cristal de Agua. El Rey Dragón estaban tan asustado que empezó a temblar de miedo; las princesas dragones, por su parte, no sabían dónde meterse. Hasta las tortugas escondieron sus cabezas dentro del caparazón y los peces, gambas y cangrejos huyeron a refugiarse en lugares que creían seguros. Wu-Kung, sin dejar de la mano un solo segundo su preciado tesoro, se sentó en el Palacio de Cristal de Agua y dijo, sonriendo, al Rey Dragón:

—Estoy en deuda con mi espléndido vecino por su extraordinaria amabilidad.

—No habléis así —le suplicó el Rey Dragón—. Al fin y al cabo, ¿qué es lo que he hecho por vos?

—Esta barra de hierro es, ciertamente, magnífica —replicó Wu-Kung—. Sin embargo, desearía pediros un nuevo favor.

—¿Qué clase de favor es ese que solicita un inmortal de vuestra categoría? —preguntó el Rey Dragón.

—Si no llego a tener esta espléndida barra de hierro —contestó Wu-Kung—, no habría sacado a relucir el tema. Pero ahora que me he convertido en su afortunado dueño, he caído en la cuenta de que las ropas que llevo no cuadran con arma tan magnífica. ¿Qué puedo hacer? Si tuvierais por ahí algún tipo de atavío guerrero que darme, tened por seguro que os lo agradecería de todo corazón.

—Me temo que en eso no podré complaceros —respondió el Rey Dragón.

—Un único invitado es incapaz de molestar a dos anfitriones —afirmó Wu-Kung—. Aunque pretendáis no tener lo que os pido, sabed que estoy dispuesto a quedarme aquí hasta que lo haya conseguido.

—¿Por qué no os tomáis la molestia de ir a otro océano? —le suplicó el Rey Dragón—. A lo mejor allí encontráis lo que deseáis.

—Visitar tres hogares es mucho más cansado que estar sentado en uno —sentenció Wu-Kung—. Os suplico, por tanto, que me facilitéis el ropaje que preciso.

—Pero yo no dispongo de él —insistió el Rey Dragón—. Si lo tuviera, tened la seguridad de que ya os lo habría regalado.

—Así que ésas tenemos, ¿eh? —exclamó Wu-Kung, amenazante—. ¿Quieres que pruebe mi hierro en ti?

—No levantéis contra mí vuestra mano —suplicó, nervioso, el Rey Dragón—. No la levantéis. Permitidme ver si mis hermanos disponen de algún tipo de atavío militar que os guste. Si es así, os lo regalaremos con muchísimo gusto.

—¿Quiénes son tus respetables hermanos, si puede saberse? —preguntó Wu-Kung, despectivo.

—Ao-Chin, Rey Dragón del Océano Austral, Ao-Shun, Rey Dragón del Océano Septentrional, y Ao-Jun, Rey Dragón del Océano Occidental.

—No pienso ir a verlos —dijo Wu-Kung, decidido—. Como muy bien reza el dicho, «dos en mano son mucho mejor que tres en promesa». Lo único que quiero es que busques algo apropiado y me lo des. Eso es todo.

—Os aseguro que no tenéis necesidad de ir a parte alguna —trató de tranquilizarle el Rey Dragón—. Aquí mismo, en mi palacio, tengo un tambor de hierro y una campana de oro. Cuando preciso de algo, los hago sonar y al instante se presentan mis hermanos.

—Si es así —concluyó Wu-Kung—, cuanto antes toques el tambor y tañas la campana, mejor.

Un general-tortuga salió inmediatamente a sonar la campana, mientras un mariscal hacía otro tanto con el tambor. Apenas habían dejado de vibrar los instrumentos, cuando hicieron su aparición en el patio exterior del palacio los Reyes Dragón de los Tres Océanos.

—Querido hermano —preguntó Ao-Chin, alarmado—, ¿quieres explicarnos qué es lo que te ha hecho batir el tambor y tañer la campana?

—Es demasiado largo de contar, hermano —respondió el viejo dragón—. Tengo conmigo a cierto sabio procedente de la Montaña de las Flores y Frutos. Se presentó de improviso ante mí, afirmando que era vecino mío, y me pidió que le facilitara un arma apropiada a sus dotes militares. Le ofrecí un tridente de acero y un hacha de guerra, pero aquél le pareció demasiado pequeño y ésta, excesivamente ligera. Finalmente él mismo se apropió de la barra de hierro celeste que marcaba la profundidad del Río Celeste y empezó a hacer fintas y pases, como si se encontrara en el corazón mismo de una refriega. Ahora se ha sentado en el palacio y dice que no lo abandonará hasta que no le haya provisto de un ropaje apropiado para la batalla. Lo malo es que yo no dispongo de ninguno. Ésta es la razón por la que he hecho sonar el tambor y la campana y os he invitado a venir. Si alguno de vosotros tiene lo que ese sabio anda buscando, os agradecería que se lo dierais cuanto antes. Así podría deshacerme de él de una vez por todas.

Cuando Ao-Chin lo oyó, montó en cólera y dijo:

—Convoquemos a nuestro ejército y hagámosle prisionero.

—¡Ni se te ocurra hacer semejante locura! —exclamó, alarmado, el viejo dragón—. No quiero oír hablar de eso. Un pequeño golpe con su barra de hierro es prácticamente mortal. Simplemente con tocarla, la piel se desgarra y los músculos quedan reducidos a puros guiñapos. ¡Esa arma es invencible!

—Si es así —concluyó Ao-Jun, el Rey Dragón del Océano Occidental—, opino que lo más prudente será no mover ni un solo dedo en su contra. Démosle el atavío militar que busca y librémonos cuanto antes de él. Después presentaremos una queja formal ante el Cielo y él se encargará de darle el castigo que merece.

—Tienes razón —convino Ao-Shun, el Rey Dragón del Océano Septentrional—. Aquí tengo un par de zapatos para andar por las nubes del color de la raíz del loto.

—Yo he traído una coraza y una cota de malla de oro —confesó Ao-Jun, el Rey Dragón del Océano Occidental.

—Y yo un yelmo, también de oro, coronado por un manojo de plumas de fénix —dijo, a su vez, Ao-Chin, el Rey Dragón del Océano Austral.

Al viejo dragón se le iluminó el rostro de alegría y se metió a toda prisa en el Palacio de Cristal de Agua con tan singulares regalos. Wu-Kung se puso en seguida el yelmo con las plumas, la coraza de oro y los zapatos de andar por las nubes y, echando mano de la barra, se abrió paso entre los dragones, haciendo como si estuviera luchando y gritando con todas sus fuerzas:

—¡Lamento haberos molestado!

Los Reyes Dragón de los Cuatro Océanos estaban furiosos por tan desconsiderado comportamiento. Entraron en el palacio y redactaron una queja formal, de la que, por el momento, no hablaremos aquí.

El Rey de los Monos, mientras tanto, volvió a abrirse camino por las aguas y fue a parar directamente a la cabecera del puente de hierro. Los cuatro monos ancianos estaban esperando pacientemente, al frente de todos los demás, a su esforzado señor. Cuando más distraídos estaban, vieron saltar de pronto a Wu-Kung de las aguas. Su cuerpo estaba tan seco como si jamás se hubiera zambullido en ellas. Los monos se sintieron tan desconcertados que, echándose rostro en tierra, empezaron a gritar:

—¡Qué cosas es capaz de hacer nuestro gran rey! ¡Qué maravillas!

Radiante de satisfacción, Wu-Kung tomó asiento en su trono, colocando la barra de hierro justamente delante de él. Como no tenían otra cosa que hacer, los monos se acercaron, tímidos, y trataron de levantar el tesoro de su señor. Todo resultó inútil. Era como si una libélula se hubiera empeñado en sacudir las ramas de un árbol de hierro. Ni un solo milímetro lograron moverla. Desconcertados, empezaron a morderse los dedos y a chascar la lengua, diciendo:

—¡Qué pesado es esto! ¿Cómo te las has arreglado para traerlo hasta aquí?

Wu-Kung se llegó hasta la barra, extendió las manos y la cogió sin ninguna dificultad. Después, soltando la carcajada, respondió:

—A cada cosa le corresponde un dueño. Esta maravilla ha ocupado, durante nadie sabe cuántos miles de años, el centro mismo del tesoro del océano. Últimamente ha estado brillando con machacona insistencia, pero para el Rey Dragón no se trataba más que de un trozo de hierro negro, aunque para nadie era un secreto que había servido para marcar la profundidad del Río Celeste. Ni el Dragón ni sus súbditos podían moverlo del sitio y me pidieron que lo hiciera yo solo. Al principio esta pieza única medía más de quince pies y poseía un grosor mayor que el de una cuba, pero, una vez que hube manifestado mi deseo de que fuera un poco menor, así lo hizo ella. Y no en una sola ocasión o dos, sino en tres. Cuando, por fin, pude examinarla con cierto detenimiento, vi que en uno de sus extremos tenía grabada la siguiente inscripción: «La complaciente barra de las puntas de oro. Peso: trece mil quinientos kilos». Apartaos un momento, que voy a pedirle que cambie otro poco más.

La cogió a continuación en sus manos y gritó:

—¡Hazte más pequeña, más pequeña!

Al instante se redujo hasta adquirir el tamaño de una diminuta aguja de bordar, lo suficientemente pequeña para ser escondida en un oído sin ser vista. Al verlo, los monos exclamaron, atemorizados:

—¡Es extraordinario! ¿Por qué no te la sacas de la oreja y juegas un poco más con ella?

El Rey de los Monos así lo hizo. La colocó cuidadosamente en la palma de una mano y, de nuevo, le ordenó:

—¡Hazte mayor! ¡Más grande, más grande!

Ella le obedeció en seguida y volvió a adquirir el grosor de una cuba y una largura que superaba con creces los veinte pies de largo. Wu-Kung estaba tan encantado con ese juego que abandonó el puente a toda prisa y salió al exterior de la caverna. Agarró fuertemente la barra con las manos y se puso a practicar la magia de la imitación cósmica. Se inclinó con respeto y volvió a gritar con fuerza:

—¡Crece cuanto puedas!

En un abrir y cerrar de ojos, su cuerpo adquirió una altura de diez mil pies, su cabeza se hizo tan grande como el Monte Tai, su pecho se convirtió en rugosidad de escarpadas cumbres, sus ojos se transformaron en rayos, sus dientes en espadas y hachas, y su boca parecía un cuenco de sangre. La barra que sostenía en sus manos había alcanzado un tamaño tal que su extremo más alto tocaba el trigésimo tercer cielo y el más bajo se adentraba en el décimo octavo nivel del infierno. Los tigres, leopardos, lobos, toda clase de animales reptantes, los monstruos de la montaña y los reyes demonios de las setenta y dos cavernas estaban tan asustados, al ver semejante portento, que inmediatamente se tiraron rostro en tierra y presentaron sus respetos al Rey de los Monos, golpeando sin parar el suelo con la frente. Satisfecho de tanta sumisión, Wu-Kung volvió a adquirir la forma que le era habitual, reduciendo, al mismo tiempo, la barra de hierro al tamaño de una minúscula aguja de bordar, que se guardó inmediatamente en el oído. Sin más, regresó a la caverna que constituía su morada. Los reyes demonios de las otras cuevas estaban, sin embargo, tan asustados que continuaron durante un buen rato golpeando, sumisos, la tierra con la frente.

Para festejar el regreso de su señor, los monos desplegaron sus estandartes, batieron los tambores e hicieron sonar con toda su potencia las sonajas y los gongs. Al mismo tiempo, le ofrecieron un espléndido banquete, del que no faltó manjar exquisito alguno. Las copas rebosaban de vinos de frutas y del sabroso zumo de los cocos. El banquete duró varios días, hasta que, cansados de tanto comer, decidieron reanudar sus prácticas militares. El Rey de los Monos nombró comandantes de sus tropas a los cuatro ancianos, correspondiendo a Ma y a Liu, las dos hembras, el cargo de mariscales, y a los dos machos, Peng y Pa, el de generales. A los cuatro les fueron encomendadas tareas de tanta importancia como la defensa del campamento y el mantenimiento de la disciplina entre la tropa. De esta forma, el Rey de los Monos pudo dedicarse sin ninguna preocupación a caminar por las nubes, cabalgar en el rocío, visitar los cuatro mares y retozar a sus anchas por diez mil montañas. No obstante, no echó en saco roto sus aficiones militares, entrevistándose continuamente con los héroes y guerreros más afamados, con los que estableció lazos de profunda amistad, sirviéndose a veces del remedio infalible de su magia. Selló, al mismo tiempo, alianzas con otros seis monarcas tan poderosos como el Rey-Monstruo Toro, el Rey-Monstruo Dragón, el Rey-Monstruo Garuda, el Rey León de la Melena Larga, la Reina de los Monos y el Rey de los Simios Gigantes. Juntos formaron la Hermandad de los Siete. A diario se reunían a discutir de asuntos tanto militares como civiles, brindaban sin parar a la salud de todos ellos, cantaban delicadísimas canciones y bailaban al son de antiquísimos instrumentos. Se reunían al amanecer y se despedían en cuanto se hacía de noche. No había placer del que no se privaran, viajando a veces diez mil kilómetros para experimentar uno nuevo. Para ellos la distancia, simplemente, no existía. Como muy bien afirma el dicho, «un mero movimiento de cabeza supera los tres kilómetros, mientras que un giro del cuerpo equivale a ochocientos».

Un día los cuatro comandantes recibieron la orden de preparar en su caverna un espléndido banquete, al que fueron cumplidamente invitados los otros seis reyes. Sin pérdida de tiempo fueron sacrificados gran cantidad de caballos y vacas, que después se ofrecieron al Cielo y a la Tierra. Los comensales bebieron hasta caerse borrachos por el suelo, mientras grupos de diablillos no cesaban de cantar ni de bailar. El convite resultó tan perfecto que, después de despedir a sus ilustres huéspedes, recompensó a los comandantes con espléndidos regalos. Se tumbó después bajo un grupo de pinos que crecían, altivos, junto al puente de hierro y no tardó en quedarse dormido. Al verlo, los cuatro ancianos llamaron en seguida a todos los monos y les ordenaron que formaran un apretado círculo alrededor de su señor. Nadie se atrevía a levantar la voz por temor a despertarle.

El Hermoso Rey de los Monos vio acercarse en sueños a dos hombres con una citación en la mano en la que podían leerse estos tres caracteres: Sun Wu-Kung. Se llegaron hasta él y, sin mediar una sola palabra, le ataron con una cuerda y se lo llevaron a rastras. El espíritu del Hermoso Rey de los Monos forcejeó cuanto pudo, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. No tardaron en llegar a los lindes de una ciudad. Sin saber por qué, el Rey de los Monos levantó la cabeza y vio un letrero de metal en el que habían sido grabados los siguientes caracteres: «Ésta es la Región de la Oscuridad».

El Hermoso Rey de los Monos recobró del todo la consciencia y dijo:

—La Región de la Oscuridad es la morada de Yama, el Rey de la Muerte. ¿Se puede saber por qué me habéis traído aquí?

—Muy sencillo —respondieron los dos hombres—. Ha finalizado tu etapa en el Mundo de la Vida y hemos recibido la orden de arrestarte.

—Yo soy el Mono y estoy por encima de las Tres Regiones y de las Cinco Fases. Por lo tanto, Yama no tiene jurisdicción alguna sobre mí. ¿Cómo es posible que os haya ordenado arrestarme? ¡Carece de poder para ello!

Pero los hombres no le hicieron el menor caso. Continuaron empujándole y tirando de él, decididos a hacerle entrar por la fuerza en la ciudad. El Rey de los Monos se puso furioso, al ver la desconsideración con que le trataban. Sacó la barra de hierro, la hizo crecer hasta que hubo alcanzado el grosor de un cuenco de arroz, la elevó por encima de su cabeza y la dejó caer sobre los dos desgraciados, que al punto quedaron reducidos a pura ceniza. Después se libró de la cuerda y, con las manos totalmente libres, entró a saco en la ciudad, blandiendo la barra. Al verlo, demonios con cabeza de toro se escondieron aterrorizados, mientras otros con cara de caballo encontraban refugio donde buenamente podían. Un destacamento de soldados fantasma lograron llegar al Palacio de la Oscuridad y gritaron, jadeantes por su empavorecida carrera:

—¡Se ha producido una gran calamidad! ¡Un incalificable desastre! Un dios del trueno, con la cara cubierta totalmente de pelo, ha entrado en la ciudad como un torbellino y se dirige hacia aquí.

La noticia alarmó de tal manera a los Diez Reyes del Mundo Inferior que se estiraron un poco las ropas y salieron a ver qué era lo que pasaba. Al ver la aguerrida y fiera figura de Wu-Kung, se pusieron en fila, siguiendo escrupulosamente el rango que ocupaban en el reino de la muerte, y, después de saludarle con inesperado respeto, le preguntaron:

—¿Os importaría decirnos cuál es vuestro nombre?

—Soy Sun Wu-Kung, sabio de origen celeste procedente de la Caverna de la Cortina de Agua, ubicada en la Montaña de las Flores y Frutos —contestó el Rey de los Monos—. ¿Se puede saber qué clase de funcionarios sois vosotros?

—Somos los Emperadores de la Oscuridad —respondieron, a su vez, los Diez Reyes, haciendo una reverencia—, los Señores del Mundo Inferior.

—Decidme cada uno vuestro nombre, si no queréis que os dé una paliza —amenazó Wu-Kung.

—Somos —replicaron los Diez Reyes a la vez— el Rey Chin-Kuang, el Rey del Río de los Orígenes del que todo surgió, el Rey del Imperio de los Sung, el Rey de los Espíritus Vengadores, el Rey Yama, el Rey de los Rasgos Idénticos, el Rey del Monte Tai, el Rey de los Mercados de la Ciudad, el Rey del Cambio Total y el Rey de la Rueda-que-no-cesa-de-girar.

—Puesto que todos sois miembros de la realeza —les increpó Wu-Kung—, deberíais ser un poco más inteligentes y saber a quién recompensáis y a quién castigáis. ¿Cómo es posible que seáis incapaces de distinguir el bien del mal? Yo he penetrado en los secretos del Tao y he recibido en recompensa la inmortalidad. Poseo, por tanto, la misma edad que los Cielos, encontrándome al otro lado de las Tres Regiones y de las Cinco Fases. ¿Por qué habéis ordenado, pues, mi arresto?

—Tratad de controlaros, por favor —le sugirieron los Diez Reyes—. Como comprenderéis, la cosa no es tan sencilla. En este mundo hay muchísima gente con el mismo nombre y el mismo apellido. ¿No se os ha ocurrido pensar que, quizás, nuestros emisarios os hayan confundido con otro?

—¡Tonterías! —exclamó Wu-Kung, más malhumorado todavía—. El dicho afirma que «yerran el magistrado y el funcionario, pero no el hombre del que éstos dependen». Enseñadme los libros en el que anotáis los nacimientos y las defunciones. Venga, rápido. No me hagáis perder el tiempo.

Los Diez Reyes le invitaron en seguida a entrar en el palacio a comprobarlo por sí mismo. Con paso decidido y sin soltar un solo segundo la barra, Wu-Kung se adentró en la Mansión de la Oscuridad y tomó asiento, mirando hacia el sur, en el principal de sus salones. Los Diez Reyes hicieron llamar al juez encargado del libro de registros y le ordenaron que lo trajera para examinarlo. Sin pérdida de tiempo, el oficial salió por una puerta lateral y regresó a los pocos segundos con cinco o seis volúmenes de documentos y legajos, en los que constaban todos los datos sobre las diez especies de seres vivos. Con inesperada destreza Wu-Kung los fue recorriendo uno por uno —animales de pelo corto, de pelo largo, con alas, reptantes, con escamas—, pero no pudo encontrar entre ellos su nombre. Con idéntico resultado revisó los datos sobre los monos, cosa que no le sorprendió en absoluto, ya que, aunque su apariencia era humana, no era propiamente un hombre; aunque poseía pelo corto, su morada trascendía a la de los animales de ese reino; aunque se parecía a las bestias, no era súbdito del unicornio; y aunque, de alguna forma, su apariencia recordaba a la de los seres que vuelan, su destino no estaba fijado por los caprichos del fénix. Tuvo, pues, que examinar con cuidado una serie de legajos aparte, entre los que encontró finalmente, bajo el epígrafe «espíritu mil trescientos cincuenta», el nombre de Sun Wu-Kung. En su expediente se leía: «Mono de piedra engendrado por el Cielo. Edad: trescientos cuarenta y dos años. Final feliz».

—Yo no sé exactamente la edad que tengo —afirmó Wu-Kung—, ni me interesa. Lo único que quiero es borrar cuanto antes mi nombre de aquí. Así que haced el favor de traerme un pincel.

El juez obedeció con presteza. En menos que pestañea un tigre le alcanzó un pincel, que él llenó en seguida de tinta. Tomó después los legajos de los monos y tachó los nombres de todos los que pudo, antes de tirar los papeles al suelo y decir con manifiesto desprecio:

—Espero no tener que volver a hacerlo. En modo alguno estoy sujeto a vuestro capricho. ¡Recordadlo! —y, agarrando su barra de hierro, abandonó la Región de la Oscuridad.

Los Diez Reyes no se atrevieron a impedírselo ni osaron dirigirle otra vez la palabra. Consideraron más oportuno acudir directamente al Palacio de la Nube de Jade y consultar al Rey Ksitigarbha sobre lo ocurrido. En su ánimo estaba informar al Cielo de tan desagradable incidente, asunto del que, por el momento, no trataremos.

El Rey de los Monos estaba a punto de abandonar la ciudad, cuando tropezó de pronto con unas zarzas y cayó lastimosamente al suelo. Eso hizo que se despertara al instante, dándose entonces cuenta de que todo había sido un sueño. Mientras se desperezaba a sus anchas, oyó que los cuatro comandantes y otros monos más gritaban, aliviados:

—¿Puede saberse cuánto vino bebisteis ayer? Habéis dormido toda la noche de un tirón. ¿Cómo es posible que no os hayáis despertado ni una sola vez?

—¿Qué tiene de especial dormir como un tronco? —replicó Wu-Kung—. Nada, ciertamente. Lo más desazonador, no obstante, ha sido que he soñado que dos hombres me arrestaban y que no me percaté de sus intenciones hasta que no estuvimos en la Región de la Oscuridad. Hice entonces una demostración de fuerza, llegándome hasta el mismísimo Palacio de la Muerte y encarándome directamente con sus Diez Reyes. Les exigí que me dejaran examinar los legajos de los nacimientos y defunciones y taché todos nuestros nombres. Así que esos tipos no tienen ya ningún poder sobre nosotros.

Todos los monos se postraron rostro en tierra y empezaron a golpear el suelo con la frente en señal de gratitud. A partir de entonces muchos monos de la montaña dejaron de envejecer, manteniéndose siempre saludables y jóvenes, dado que sus nombres no estaban ya registrados en el Mundo Inferior. Cuando el Hermoso Rey de los Monos dio por concluido su relato de lo ocurrido, los cuatro comandantes se lo contaron, a su vez, a los reyes demonios de las otras cuevas, quienes vinieron al instante a expresarle su profundo agradecimiento. Lo mismo hicieron los restantes miembros de la Hermandad de los Siete a los pocos días. Todos estaban encantados de que sus nombres no figuraran ya en los registros de los Diez Reyes. En prueba de reconocimiento, ofrecieron un espléndido banquete a su esforzado hermano, de cuyo fausto no hablaremos aquí.

Sí lo haremos, por el contrario, del Venerable Sabio Celeste, el Emperador de Jade del Dignísimo Deva, quien a los pocos días convocó audiencia pública en la Sala del Tesoro de la Niebla Divina, situada en pleno centro del Palacio de Nubes de los Arcos de Oro. Apenas habían tomado asiento los oficiales celestes, cuando se presentó de improviso el inmortal taoísta Chiu Hung-Chr y anunció con segura voz:

—Majestad, Ao-Kuang, Rey Dragón del Océano Oriental, acaba de llegar al Palacio Transparente y solicita ser recibido inmediatamente por vos, para entregaros un informe urgente.

El Emperador de Jade ordenó que fuera conducido a su presencia y a los pocos segundos Ao-Kuang, solemne, hizo su entrada en el Salón de la Niebla Divina. Tras presentar sus respetos, un paje tomó el informe y lo puso directamente en manos del Emperador de Jade, quien lo leyó de un tirón de principio a fin.

—Procedente de la región del Océano Oriental, que se halla en Purvavideha, el Continente del Este, acude respetuosamente ante vos vuestro humilde siervo el dragón Ao-Kuang, con el fin de informar al Eminente Señor del Cielo de lo siguiente: Sun Wu-Kung, inmortal sin escrúpulos, originario de la Montaña de las Flores y Frutos y residente actualmente en la Caverna de la Cortina de Agua, ha ofendido seriamente a vuestro humilde servidor, entrando por la fuerza en su mansión de agua. Haciendo uso de la intimidación, exigió la entrega de un arma mágica. No contento con eso, demandó posteriormente, valiéndose de escalofriantes amenazas, un atavío militar apropiado. Sin ninguna consideración aterrorizó a toda mi familia e hizo huir a mis tortugas. No os digo más que el Dragón del Océano Austral se puso a temblar como una hoja sacudida por el viento, el del Océano Occidental cayó presa del más indescriptible horror, el del Océano Septentrional se vio obligado a inclinar la cabeza en señal de sumisión, y vuestro humilde servidor, Ao-Kuang, no tuvo más remedio que doblar el cuerpo en prueba de total sometimiento. Aparte de eso, hubimos de regalarle una barra mágica de hierro, un yelmo de oro coronado por plumas de fénix, una cota de malla del mismo metal y unos zapatos para andar por las nubes. Tratamos después de despedirle de la forma más cortés que conocemos, pero él, empeñado en demostrar sus conocimientos marciales y su dominio de la magia, tuvo la desfachatez de decirnos: «Perdonad, si os he molestado». He de reconocer que ninguno éramos un contrincante adecuado para él y que, ni aun juntando nuestras fuerzas, hubiéramos sido capaces de dominarle. Vuestro siervo solicita, por tanto, de vuestro incuestionable sentido de la justicia, cumplida venganza para nuestro agravio, suplicándoos humildemente que enviéis cuanto antes un destacamento de soldados celestes a prender a ese monstruo. De esta forma, volverá a florecer la tranquilidad en todos los océanos y la prosperidad se extenderá por todas las Regiones Inferiores. Éste, y no otro, ha sido precisamente el fin que nos ha movido a entregaros el presente informe.

Cuando el Emperador Celeste hubo concluido su lectura, se volvió hacia su súbdito y le ordenó:

—Podéis regresar a vuestro océano con la seguridad de que mis generales se encargarán de arrestar cumplidamente al culpable.

El Rey Dragón se despidió de su soberano, tocando el suelo con la frente en señal de gratitud, y abandonó el palacio. No había transpuesto la última de sus puertas, cuando el Inmortal Go, el Maestro Divino, se adelantó y anunció, solemne:

—Acaba de llegar a presentar un informe a su majestad el Rey Chin-Kuang, Oficial de la Oscuridad y protegido del muy venerable Rey Ksitigarbha, Alto Comisario del Mundo Inferior.

Una muchacha de jade se llegó hasta él, tomó el informe y se lo entregó al Señor del Cielo, quien lo leyó de cabo a rabo de un tirón.

—La Región de la Oscuridad —comenzaba afirmando el escrito— es la porción más inferior de la Tierra. De la misma forma que los Cielos están reservados para los dioses, la Tierra pertenece de lleno al dominio de los espíritus. De esta forma, la vida y la muerte se van sucediendo de una manera totalmente cíclica. Las bestias y los animales están continuamente naciendo y muriendo. El macho y la hembra son los encargados de tan extraordinario proceso, principios creativos en los que todo nacimiento y transformación tienen su origen. Tal es el orden de la naturaleza, que en modo alguno puede ser alterado. Pero de pronto ha irrumpido en nuestros dominios Sun Wu-Kung, un funesto mono de origen celeste, residente actualmente en la Caverna de la Cortina de Agua, en la Montaña de las Flores y Frutos, y cultivador asiduo de todo tipo de maldad y violencia, y se ha negado a aceptar nuestras irrevocables decisiones. Valiéndose de la magia, se libró de los espíritus mensajeros de la Oscuridad de los Nueve Pliegues, llegando a aterrorizar incluso, por pura fuerza, a los Diez Piadosos Reyes que la gobiernan. Pero fue aún mayor la confusión que trajo al Palacio de la Oscuridad, ya que, haciendo uso de tan censurables métodos, se apropió del Libro de los Nombres y borró de él todos los monos que pudo. Como consecuencia se ha perdido el necesario control sobre esa especie, que ahora goza de una desproporcionada vida larga, y la rueda de la transmigración se ha visto detenida con inesperada brusquedad, ya que han sido eliminados del mundo de los simios el nacimiento y la muerte. Sabemos que, al presentaros este informe, corremos el riesgo de atraer vuestro enfado sobre nuestras cabezas, pero hemos considerado que hacerlo era nuestro deber. Por tanto, humildemente nos atrevemos a sugeriros que enviéis cuanto antes vuestro ejército contra ese usurpador. De esa forma, la vida y la muerte quedarán, una vez más, bajo nuestro control y el Mundo Inferior volverá a recobrar la seguridad que desde siempre poseyó. Os presentamos este informe con el mayor de los respetos.

En cuanto el Emperador de Jade lo hubo leído, se volvió a su súbdito y le ordenó:

—Podéis regresar al Mundo Inferior. Os aseguro que mis generales detendrán a ese culpable y le darán su merecido.

El Rey Chin-Kuang volvió a tocar el suelo con la frente, en señal de gratitud, y abandonó el palacio de su señor. En cuanto se hubo marchado, el Gran Deva convocó a su consejo de inmortales y les preguntó:

—¿Sabe alguno de vosotros cuándo nació ese mono alborotador y en qué reencarnación comenzó su largo camino hacia la perfección? ¿Cómo es posible que haya llegado en tan poco tiempo a alcanzar un dominio semejante del Gran Arte?

Apenas había acabado de hablar, cuando dieron un paso al frente el Ojo de los Mil Kilómetros y el Oído del Viento Férreo y dijeron a coro:

—Ése es el mono de piedra que nació bajo la acción directa del Cielo hace aproximadamente trescientos años. A pesar de su origen, no parecía tener poderes especiales, por lo que desconocemos dónde ha podido adquirir el conocimiento del que ahora hace gala y que ha terminado convirtiéndole en un inmortal. Para él no encierra secreto alguno amaestrar tigres y dominar dragones[5], a la luz de lo cual no resulta tan sorprendente que altere por la fuerza los Registros de la Muerte.

—¿Quién de mis generales está dispuesto a bajar a detenerle? —volvió a preguntar el Emperador de Jade.

No había acabado de hacerlo, cuando dio un paso al frente el Espíritu Sempiterno del Planeta Venus y, postrándose rostro en tierra, dijo:

—Altísimo Soberano, todos los seres de las Tres Regiones que disponen en sus cuerpos de nueve aperturas son capaces de alcanzar la inmortalidad a través del simple ejercicio. No es raro, por tanto, que ese mono lo haya logrado, máxime cuando el mismo Cielo y la Tierra colaboraron en la formación de su cuerpo, el sol y la luna fueron los encargados de modelar sus rasgos y él mismo posee una cabeza que señala directamente a los Cielos, unos pies que se apoyan en la Tierra Para andar y se alimenta de neblinas y rocío. ¿En qué se diferencia de un ser humano, ahora que incluso puede dominar dragones y amaestrar tigres? Permitid a vuestro siervo recordaros que siempre os habéis mostrado generoso con todos los seres. ¿Por qué no hacéis público, pues, un decreto de reconciliación, le ordenáis después venir a estas Regiones Celestes y le concedéis algún cargo de tipo oficial? De esta forma, su nombre quedará consignado en el registro y podremos controlarle mejor. Si se muestra respetuoso con vuestras decisiones, será recompensado convenientemente y adquirirá una posición más alta. Si, por el contrario, se rinde a la desobediencia, le arrestaremos sin pérdida alguna de tiempo. De esta forma, nos ahorraremos, en primer lugar, una expedición militar y, en segundo, daremos entre nosotros la bienvenida a un inmortal con el decoro que merece.

—Vuestros puntos de vista son acertados y prudentes —comentó, complacido, el Emperador de Jade—. Tened por seguro que los seguiremos al pie de la letra.

Se volvió a continuación al Espíritu Sideral de las Canciones y le ordenó que redactara inmediatamente el decreto, nombrando acto seguido mensajero del mismo a la Estrella de Oro del Planeta Venus. En cuando el documento estuvo concluido, éste lo tomó en sus manos y abandonó el Palacio Celeste por su Puerta Sur. Sin pérdida de tiempo se montó en su nube santa y descendió, como una exhalación, hasta la Caverna de la Cortina de Agua en la Montaña de las Flores y Frutos. Allí se encontró con varios monos, a los que informó:

—Soy un mensajero celeste, enviado directamente desde lo alto, y traigo conmigo una orden imperial en la que se invita a vuestro rey a acudir sin pérdida de tiempo a las Regiones Superiores. Así que, cuanto antes se lo comuniquéis, mejor para todos.

Los monos se fueron pasando unos a otros la orden, hasta que llegó al corazón mismo de la caverna y uno de ellos pudo, por fin, informar a su señor:

—Ahí fuera hay un hombre con un escrito en sus manos, que dice ser un enviado del Cielo y afirma traer una invitación de parte del Emperador para vos.

Al oírlo, el Hermoso Rey de los Monos se sintió profundamente halagado y dijo:

—Precisamente estos dos últimos días he estado cavilando sobre la posibilidad de hacer un pequeño viaje a los Cielos y resulta que ahora viene un enviado de lo alto a invitarme. No puede decirse que mi suerte sea mala.

A toda prisa se arregló un poco las ropas y salió a dar la bienvenida a tan ilustre huésped. La Estrella de Oro se llegó hasta el centro mismo de la caverna y se mantuvo todo el tiempo de pie, sin dejar de mirar hacia el sur.

—Yo —anunció, solemne— soy la Estrella de Oro del Planeta Venus y he descendido a la Tierra para entregaros en mano este decreto de reconciliación de parte del Emperador de Jade e invitaros a ascender al Cielo, donde recibiréis uno de los nombramientos más altos reservados a los inmortales.

—Agradezco sobremanera la inesperada visita de la Estrella de Oro —replicó Wu-Kung, sonriendo. Se volvió después a sus súbditos y les ordenó—: Preparad un banquete para nuestro ilustre visitante.

La Estrella de Oro, sin embargo, rechazó tan halagadora invitación, diciendo:

—Como portador de un documento imperial, no me está permitido permanecer aquí mucho tiempo. Me temo que debo pediros que vengáis conmigo inmediatamente. Ya tendremos más adelante ocasión de charlar y divertirnos juntos, cuando hayáis sido ascendido a la alta posición que el Emperador os tiene reservada.

—Vuestra presencia entre nosotros es un incalificable honor —dijo, ceremonioso, Wu-Kung—. Me da no sé qué dejaros marchar con las manos vacías.

Poco más podía hacer. Convocó a sus cuatro comandantes y les exhortó:

—No os olvidéis de adiestrar a los más jóvenes y, ante todo, estad tranquilos. Voy a subir al Cielo a ver si encuentro allí un lugar en el que podamos vivir todos juntos.

Los cuatro comandantes se inclinaron ante él en señal de acatamiento y el Rey de los Monos, montándose en la misma nube que la Estrella de Oro, se elevó a toda prisa. Guiado por su acompañante, ascendió hasta el punto más alto del Cielo, el reservado a los inmortales de mayor rango, donde se encontró con la sorpresa de que su nombre había sido escrito en los incontables rollos de papel que cubrían las columnas de nubes.

Desconocemos qué cargo le fue confiado por la benevolencia del Emperador Celeste. Quien desee saberlo deberá escuchar atentamente las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.