CAPÍTULO XXXI
El dharma recobra su auténtico modo de ser, cuando el justo obrar se hermana con los sentimientos más nobles. Entonces el dócil metal y la madera gentil se compenetran de una manera tan perfecta que producen el mismo fruto. El Mono de la Mente y la Madre Madera constituyen, así, el auténtico elixir, alcanzando ambos la suprema felicidad y llegando juntos a las puertas de la Verdad Absoluta[1]. No existe camino más seguro para alcanzar la perfección que los sutras. Quien los recita se hace uno con el espíritu universal de Buda. Los hermanos son como ramas de un mismo árbol, mientras que los demonios y monstruos son seres sujetos al sufrimiento de las Cinco Fases. Sólo quien sea capaz de poner fin al sendero de las bifurcaciones[2] será capaz de alcanzar el Gran Palacio del Trueno.
Decíamos que, en cuanto los monos dieron alcance al Idiota, le destrozaron la túnica y le llevaron a la caverna de su antiguo hermano. Ba-Chie estaba tan aterrado que no dejaba de murmurar:
—Todo se ha acabado. El Peregrino tiene un carácter tan colérico que no parará hasta que me haya reducido a pulpa con su barra.
Los monos eran tan ágiles que no tardaron en llegar a la entrada de la cueva. El Gran Sabio estaba sentado en lo alto de una roca y, al ver aparecer al Idiota, gritó, enfurecido:
—¡Jamás imaginé que pudieras ser tan tonto! ¿Por qué has tenido que insultarme? ¿Es que no te parecía suficiente continuar tranquilamente tu camino?
—Yo nunca te he insultado —se defendió Ba-Chie, echándose rostro en tierra—. Si lo hubiera hecho, ten por seguro que ahora mismo me arrancaría la lengua. Sólo he dicho que, si no querías venir conmigo nadie podía obligarte a hacerlo. Estás en tu derecho al quedarte aquí, y no soy yo quién para juzgarte. ¿De dónde has sacado que yo te he insultado?
—No trates de engañarme —le aconsejó el Peregrino—. Sabes muy bien que con el oído izquierdo tapado soy capaz de oír cualquier conversación que tenga lugar en el Trigésimo Tercer Cielo y que, si me tapo el derecho con la mano, puedo descubrir lo que estén discutiendo ahora mismo los Diez Reyes del Infierno con sus funcionarios. Sé que, mientras caminabas, no dejabas de despotricar contra mí. ¿Cómo puedes pretender que no lo haya oído con mis propias orejas?
—No, no. A mí no me engañas —contestó Ba-Chie, sacudiendo la cabeza—. Te conozco demasiado bien y sé que no hay hombre más astuto que tú. Lo más seguro es que te hayas convertido en cualquier criatura y me hayas seguido. ¿A qué viene eso de tu finura de oído? ¡No es más que una burda patraña!
—Coged una caña y dadle, para empezar, veinte golpes en las piernas —ordenó el Peregrino a sus subalternos—. Después propinadle otros veinte en la espalda. Yo mismo me encargaré de redondear el castigo con mi barra de hierro.
Ba-Chie estaba tan aterrado que empezó a golpear el suelo con la frente, sin dejar de gritar:
—¡Perdonadme, por el recuerdo de nuestro maestro!
—¡Qué me importa ya el maestro! —exclamó el Peregrino—. ¡Otro que tal!
—Si no lo hacéis por él —insistió Ba-Chie—, hacedlo, al menos, por la Bodhisattva. ¡Perdonadme, os lo suplico!
Al oír hablar de la Bodhisattva, el Peregrino pareció amainar su furor y dijo:
—Si retiras de buen grado todo lo que has dicho en mi contra, no te azotaré de momento. Pero debes decirme la verdad y no tratar de engañarme más. ¿A qué clase de prueba está sometido el monje Tang, para que te hayas decidido a venir a solicitar mi ayuda?
—A ninguna —contestó Ba-Chie—. Como te he dicho antes, no para de pensar en ti. Eso es todo.
—Eres tan idiota que parece como si te gustara ser azotado una y mil veces —exclamó el Peregrino—. ¿Por qué te empeñas en hacerme ver lo que no es? Aunque mi cuerpo ha regresado a la Caverna de la Cortina de Agua, mi corazón sigue al lado del buscador de escrituras. Su empresa es tal que, a cada paso que da, le sale al encuentro un peligro insalvable. Es su sino sufrir sin medida en cada uno de los lugares por los que va pasando. Así que, si no quieres ser despellejado con estos vergajos, lo mejor es que me digas cuanto antes de qué se trata.
Al oír esa confesión, Ba-Chie aceleró el ritmo de sus inclinaciones de cabeza y dijo, asombrado:
—Reconozco que estaba tratando de hacerte venir conmigo, sirviéndome de una mentira vulgar. Si lo he hecho, ha sido porque no sabía lo inteligente y noble que eres. Ahórrame el castigo y déjame ponerme de pie. Así podré contarte lo que ha sucedido.
—Está bien —concluyó el Peregrino—. Ponte de pie y habla de una vez.
Los monos soltaron al Idiota al mismo tiempo y empezaron a mirar a derecha e izquierda con ademán salvaje. Ba-Chie, por su parte, comenzó a estudiar detenidamente el terreno, haciendo una serie de gestos extraños.
—¿Se puede saber para qué haces esas tonterías? —le increpó el Peregrino.
—Para ver por dónde puedo escapar mejor —contestó Ba-Chie con inesperada sinceridad.
—¿Y adónde crees que ibas a ir? —replicó el Peregrino—. Te alcanzaría, aunque me llevaras tres días de ventaja. Así que es mejor que hables cuanto antes, porque, si me haces perder la paciencia de nuevo, ten por seguro que te mandaré azotar.
—Está es la verdad, hermano —respondió Ba-Chie—: después de dejarnos, seguimos adelante y no tardamos en llegar a un bosque de pinos muy oscuros. El maestro desmontó y me ordenó que fuera a mendigar un poco de comida vegetariana. Aunque anduve como un loco, fui incapaz de hallar una sola alquería. Lo peor fue que el paseo me cansó más de la cuenta y hube de tumbarme en la hierba a echar una pequeña siesta. Al ver que tardaba en regresar más de lo esperado, el Bonzo Sha salió en mi busca, dejando solo al maestro. Ya sabes que es un hombre que no puede estarse quieto ni un segundo y empezó a andar por el bosque sin rumbo alguno. Fue así como llegó ante una especie de pagoda tan luminosa que parecía estar cubierta de oro y piedras preciosas. Él creyó que se trataba de un monasterio y no tomó ningún tipo de precauciones. A decir verdad, resultaba difícil imaginar que aquélla fuera la morada de un monstruo llamado de la Túnica Amarilla, que le capturó sin ninguna dificultad con el fin de comerle aquella misma noche. Cuando el Bonzo Sha y yo regresamos al punto en el que le habíamos dejado, sólo encontramos el equipaje y el caballo. Del maestro no había el menor rastro. Preocupados, le buscamos por todas partes, hasta que también nosotros fuimos a parar a la puerta de la caverna, donde nos enfrentamos con el monstruo. Mientras luchábamos, el maestro tuvo la suerte de toparse con una estrella salvadora, que resultó ser, nada más y nada menos, que la tercera princesa del Reino del Elefante Sagrado. Hacía muchos años que había sido secuestrada por la bestia, que la obligó a casarse con él. A toda prisa escribió una carta para los suyos y pidió al maestro que se la llevara personalmente. Por esa razón persuadió al monstruo para que renunciara a devorarnos y nos dejara marchar. Cuando llegamos al Reino del Elefante Sagrado, cumplimos lo mejor que pudimos el encargo de la princesa. Pero la cosa se complicó, al pedir el rey a nuestro maestro que apresara al monstruo. Pero ¿cómo iba a hacer una cosa así un monje tan timorato como él? Tuvimos que encargarnos nosotros de cumplir los deseos de su majestad, retando a la bestia y enfrentándonos a ella en singular batalla. Sin embargo, sus poderes mágicos eran incalculables y el Bonzo Sha cayó presa de sus artes. Yo logré escapar a duras penas, escondiéndome oportunamente entre la hierba. Envalentonado, el monstruo se transformó en un literato de aspecto tan distinguido y atractivo que fue aceptado de inmediato en la corte, donde obtuvo el reconocimiento imperial. El maestro, por otra parte, fue convertido en un tigre tan fiero que hubo de ser inmediatamente encerrado en una jaula. Fue una suerte que aquella misma noche el caballo-dragón fuera en su busca. Por supuesto, no pudo llegar hasta donde él estaba, pero, al pasar por el Salón de la Paz de Plata, vio al monstruo emborrachándose y se transformó en una doncella. Le sirvió todo el vino que pudo, llegando incluso a bailar la danza de la espada con la intención de darle muerte en cuanto se descuidara. Las cosas, sin embargo, no salieron como había previsto y recibió un golpe terrible con un candelabro muy pesado. Fue el dragón el que me sugirió que viniera a buscarte. Dijo que eras una persona de sentimientos nobles a la que repugna el mal obrar, y que, en cuanto te enteraras de lo sucedido, acudirías sin duda alguna a liberar al maestro. Eso mismo es lo que yo pienso de ti. Por eso, ahora te pido que recuerdes el dicho de que «quien ha sido una vez tu maestro se convierte en padre tuyo para toda la vida», y vayas sin pérdida de tiempo a ayudarle.
—¡Qué estúpido eres! —le regañó el Peregrino—. ¿No te advertí la hora de despedirme que, si el maestro caía presa de un monstruo, debías decirle que yo era discípulo suyo? ¿Se puede saber por qué no lo hiciste?
Antes de contestar, Ba-Chie se dijo:
—Provocar a un guerrero es mucho más efectivo que hablar con él. Así que voy a tratar de irritarle un poco.
Levantó después la voz y añadió:
—Hubiera sido mucho mejor no hablarle de ti, porque, en cuanto oyó tu nombre, se puso aún más fanfarrón.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el Peregrino.
—Cuando vi aparecer al monstruo —contestó Ba-Chie—, le dije: «Deja tu orgullo a un lado y permite marchar a mi maestro, porque el mejor de sus discípulos es el Peregrino Sun. No necesito recordarte que sus poderes mágicos son inigualables y que, por lo tanto, puede dominar a cuantos monstruos se le pongan por delante. Si no haces lo que te digo, te hará picadillo antes de que hayas elegido el lugar de tumba». Pero, lejos de amedrentarse, el monstruo se puso todavía más furioso y replicó: «¿Quién es ese Peregrino Sun? Te juro que, si aparece por aquí, le despellejaré vivo, le arrancaré los tendones y los huesos y después le comeré el corazón. Me trae sin cuidado que ese maldito mono esté gordo o delgado, porque, tras hacerle picadillo, pienso freírle en mi sartén».
Al oír eso, el Peregrino se puso tan furioso que empezó a saltar como un loco y a arañarse las mejillas de rabia, mientras gritaba:
—¿Quién es ese monstruo que osa burlarse de esa forma de mí?
—Cálmate, por favor —le aconsejó Ba-Chie—. Te he dicho ya antes que se trataba del Demonio de la Túnica Amarilla.
—Levántate, anda —ordenó el Peregrino—. Tengo que enfrentarme cuanto antes a esa bestia. No estaré tranquilo hasta que no le haya derrotado. ¡Jamás me ha tratado nadie con tan poco respeto como él! Hace quinientos años, cuando sumí al Cielo en la confusión que ya sabes, todos los guerreros celestes se inclinaban ante mí en cuanto me veían. Me tenían tanto respeto que me llamaban Gran Sabio. ¿Cómo se atreve ese monstruo fanfarrón a burlarse de esa forma de mí? Sólo capturándole y reduciéndole a picadillo podré reparar mi honor ofendido. Regresaré aquí en cuanto lo haya hecho.
—Eso es exactamente lo que acabo de pedirte —respondió Ba-Chie—. Atrapa primero al monstruo y, cuando hayas lavado tu buen nombre, vuelve a tus dominios, si es eso lo que deseas.
De un salto el Gran Sabio bajó de la roca en la que estaba sentado y entró a toda prisa en la caverna. Allí se despojó de sus vestimentas de monstruo, cambiándolas por su camisa de seda y su túnica de piel de tigre. Vestido de esa guisa, salió al poco rato con la barra de hierro en las manos. Desconcertados, los monos se negaban a dejarle partir, preguntándole con insistencia:
—¿Se puede saber adónde vais? ¿No es mejor para todos que os quedéis aquí a nuestro lado, protegiéndonos y disfrutando cuanto queráis?
—Tened cuidado con lo que habláis —les aconsejó el Peregrino—. No es un asunto sin importancia que me haya convertido en protector del monje Tang. El Cielo y la Tierra están enterados de que yo, Sun Wu-Kung, soy su discípulo. Cuando me alejó de su lado, no lo hizo para siempre, sino que me encargó que descansara cuanto pudiera y me uniera después de nuevo a su empresa. Las cosas están así y no hay vuelta de hoja. Cuidad de todo esto y no os olvidéis de plantar sauces y pinos. Regresaré a vuestro lado cuando el monje Tang haya conseguido las escrituras y las haya llevado, sano y salvo, a las Tierras del Este. Sólo entonces habré alcanzado un mérito imperecedero y podré volver a vuestro lado a gozar de los placeres de la naturaleza.
Ante tales razones los monos no se atrevieron a seguir oponiéndose a sus planes. El Gran Sabio montó entonces en una nube y, abandonando la caverna en compañía de Ba-Chie, cruzó el Gran Océano Oriental. Al alcanzar la orilla occidental, detuvo de pronto la luminosidad en la que viajaba y dijo a su hermano:
—Permíteme detenerme un momento, para que pueda purificarme en las aguas del océano.
—¿Qué necesidad tienes de bañarte? —le regañó Ba-Chie—. Andamos muy cortos de tiempo.
—No lo comprendes —le explicó el Peregrino—. Aunque no son muchos los días que llevo lejos de vosotros, he adquirido un hedor de monstruo que ni yo mismo lo soporto. Sé lo mucho que el maestro valora la limpieza y temo que, si me presento ante él de esta forma, vaya a enfadarse conmigo.
Sólo entonces cayó Ba-Chie en la cuenta de cuan honrado y sincero era el Peregrino. El Gran Sabio no empleó mucho tiempo en bañarse, por lo que no tardaron en proseguir su viaje en dirección oeste. Al poco de reanudada la marcha, vieron el brillo cegador de lo que parecía ser una pagoda de oro. Ba-Chie la señaló con el dedo y dijo:
—Ésa es la morada del Monstruo de la Túnica Amarilla. No necesito recordarte que el Bonzo Sha está todavía en su interior.
—Quédate aquí, mientras yo voy a enfrentarme con ese maldito demonio —ordenó el Peregrino—. Ya es hora de que le dé su merecido.
—No lo hagas —sugirió Ba-Chie—. El monstruo no está ahora en casa.
—Ya lo sé —contestó el Peregrino y, pese a todo, saltó de la nube.
En cuanto hubo tocado tierra, se dirigió directamente a la entrada de la cueva, donde se encontró con dos muchachos jóvenes jugando a la pelota. Uno tenía entre ocho y nueve años, mientras que el otro no hacía mucho que había cumplido los diez. El Peregrino se llegó hasta ellos y, sin importarle la edad o la familia a la que pudieran pertenecer, los agarró por los pelos, levantándolos en alto. Aterrados, los niños empezaron a gritar de tal manera que los diablillos que guardaban la entrada de la Caverna de la Corriente Lunar corrieron a informar a la princesa de lo sucedido, diciendo:
—Alguien se ha llevado a los dos jóvenes príncipes, señora. Los niños eran, en efecto, los hijos de la princesa y el monstruo. Al oír aquélla tan alarmantes nuevas, corrió, desesperada, al exterior de cueva. El Peregrino estaba de pie en lo alto de un acantilado con los chicos fuertemente agarrados y, según todos los indicios, dispuesto a dejarlos caer entre la rocalla.
—¡Eh, tú! —gritó la princesa, espantada—. ¿Por qué has atrapado a esas criaturas, si no ha mediado entre nosotros conflicto alguno? Te advierto que su padre es muy colérico y que, si llega a pasarles algo, te lo hará pagar muy caro.
—¿No me reconoces? —preguntó el Peregrino—. Soy Sun Wu-Kung el discípulo más antiguo del monje Tang, y sé que tenéis prisionero a mi hermano, el Bonzo Sha. Si le pones en libertad, te devolveré estos dos niños. Sales ganando con el cambio. Al fin y al cabo, te ofrezco dos por uno.
La Princesa corrió al interior de la cueva y ordenó a los monstruos que guardaban la puerta que se hicieran a un lado. Ella misma se encargó después de desatar al Bonzo Sha.
—Es mejor que no lo hagas, princesa —le aconsejó éste—. Si tu marido vuelve a casa y exige entrevistarse conmigo, seguro que va a ponerse otra vez como una fiera contigo.
—Sois mi benefactor —afirmó la princesa—. No sólo enviasteis la carta que os pedí, sino que incluso me salvasteis la vida. Estaba tratando de encontrar la forma de liberaros, cuando se ha presentado Sun Wu-Kung exigiéndome que os libere.
Al oír el nombre de Sun Wu-Kung, el Bonzo Sha sintió como si la cabeza le estuviera dando vueltas a causa del licor y su corazón se hallara inmerso en un baño de dulce rocío. La alegría parecía desbordarle por todos los poros de su cuerpo y el rostro se le iluminó como si fuera parte del milagro de la primavera. Su reacción no fue la de quien oye anunciar la llegada de alguien, sino la de quien acaba de descubrir un lingote de hierro o un bloque de jade. Sin dejar de sacudirse el polvo con las manos, salió fuera de la caverna e, inclinándose ante el Peregrino, dijo, alborozado:
—¡Habéis venido que ni llovido del Cielo! Tened compasión de mí, os lo suplico.
—¡Cuidado que eres inconstante! —exclamó el Peregrino, sonriendo—. Cuando el maestro recitó su conjuro, no dijiste ni una sola palabra en favor mío. ¿Por qué no lo hiciste? Además, ¿se puede saber qué es lo que haces aquí vagueando, en vez de acompañar al maestro en su largo periplo hacia el Oeste?
—¿Por qué os mostráis tan duro conmigo? —protestó el Bonzo Sha—. Como todo el mundo afirma, un caballero auténtico siempre perdona y olvida. Nosotros no somos más que comandantes de un ejército totalmente aplastado. ¿De qué nos sirven ahora las razones? ¡Apiadaos de nosotros y salvadnos!
—Está bien —concluyó el Peregrino—. Sube aquí.
El Bonzo Sha se llegó de un salto hasta lo alto del acantilado. Al verle abandonar su prisión, Ba-Chie se dejó caer desde lo alto, gritando, loco de alegría:
—¡Qué mal has tenido que pasarlo! ¡Qué prueba más horrible!
—¿Se puede saber dónde te habías metido? —inquirió el Bonzo Sha.
—Después de ser derrotado —explicó Ba-Chie—, entré de noche en la ciudad, donde por medio del caballo me enteré de que el maestro se encontraba en un grave aprieto. El monstruo de la Túnica Amarilla le había convertido en un tigre y el alazán me sugirió que convenciera a nuestro hermano para que volviera.
—Dejémonos ahora de cotilleos —dijo el Peregrino—. Coged a estos críos y llevadlos a la ciudad del Elefante Sagrado. No dudo de que el monstruo se pondrá furioso al veros y os seguirá hasta aquí. Procurad provocarle, para que pueda darle muerte con más facilidad.
—¿Cómo quieres que le provoquemos? —preguntó el Bonzo Sha.
—Montad en una nube y colocaos exactamente encima del Palacio los Carillones de Oro —sugirió el Peregrino—. Después sólo tenéis que hacer una cosa: tirar a los niños, procurando que caigan lo más cerca posible de los escalones de jade blanco. Si alguien os pregunta de quién son hijos, responded simplemente que del Monstruo de la Túnica Amarilla y que los habéis capturado vosotros solitos. Cuando el monstruo se entere, tratará de daros caza y vosotros le traeréis aquí. No quiero enfrentarme a él en el interior de la ciudad, porque la lucha levantará oleadas de lodo y polvo, y toda la población y hasta la misma corte sufrirían las consecuencias.
—No sé cómo te las arreglas —respondió Ba-Chie, sonriendo—, pero siempre que haces algo, nos toca a nosotros la peor parte.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el Peregrino.
—Esos dos críos están que no caben en sí de miedo —contestó Ba-Chie—. Tú mismo puedes verlo. Han gritado tanto que están totalmente afónicos. Por si eso fuera poco, decides que mueran estrellados contra el suelo y convertidos en un amasijo irreconocible de carne. ¿Crees que el monstruo nos va a dejar escapar, en cuanto nos eche mano? ¡Ni lo pienses! En un descuido que tengas acabará con nosotros. Además, nadie nos garantiza que no tengas que retirarte en un momento dado. ¿No es eso dejarnos a nosotros con la peor parte?
—Si se vuelve contra vosotros, traedle hacia aquí —repitió el Peregrino—. Este paraje es ideal para una batalla. Recordad que aquí estaré esperándole.
—Tienes razón —admitió el Bonzo Sha—. Venga. Vayámonos cuanto antes.
No había acabado de decirlo, cuando echaron mano a los chicos, montaron en una nube y se dirigieron hacia la ciudad. El Peregrino, por su parte, saltó de la roca en la que estaba sentado y se encaminó hacia la puerta de la pagoda.
—¡Eh tú! —le gritó la princesa—. ¿Siempre cumples así tus promesas? No hay quien pueda fiarse de ti. Dijiste que soltarías a los niños en cuanto liberara a tu amigo. Yo he cumplido con mi parte, ¿por qué no has hecho tú lo mismo? Además, ¿adónde los has enviado?
—No os enojéis conmigo, princesa —respondió el Peregrino riendo—. Lleváis demasiado tiempo aquí y he pensado que sería conveniente confiar a su abuelo el cuidado de vuestros hijos.
—Debes andarte con cuidado, monje —le aconsejó la princesa—. Mi marido, el Monstruo de la Túnica Amarilla, no es una persona común. Si asustas a los niños, tendrás que calmarlos antes de que los vea.
—¿Sabéis cuál es el crimen mayor que puede cometer en este mundo un ser humano? —preguntó el Peregrino.
—Por supuesto que sí —contestó la princesa.
—¿Cómo puedes saberlo, si no eres más que una mujer? —volvió a preguntar el Peregrino.
—Me lo enseñaron mis padres en el palacio, cuando yo era muy pequeña —respondió la princesa—. Recuerdo que en un viejo libro se afirmaba: «Con los cinco castigos[3] pueden resarcirse más de tres mil crímenes, el mayor de los cuales es desoír las exigencias de la piedad filial[4]».
—Me temo que vos no os habéis distinguido precisamente por esa virtud —comentó el Peregrino—. Recordad lo que dice el poema: «Mi padre me engendró y mi madre cuidó con esmero de mí. ¡Cuántas calamidades han padecido los dos por sacarme adelante[5]!». La piedad filial es, en efecto, la fuente de la moralidad y el firme cimiento sobre el que se asienta la virtud. ¿Cómo pudisteis entregaros por esposa a un monstruo, olvidándoos por completo de vuestros padres? ¿No cometisteis, al hacerlo, una falta terrible contra la piedad filial?
La princesa se sintió tan avergonzada que agachó la cabeza y se puso roja como la grana. Cuando, por fin, pudo reponerse a su turbación, dijo con timidez:
—Sé que vuestras palabras os las ha dictado un sentido profundo de la justicia. Os preguntáis, con razón, cómo he podido olvidarme de mis padres. Pero debéis recordad que todos mis problemas comenzaron cuando el monstruo me secuestró y me trajo aquí a la fuerza. Como comprenderéis, posee un carácter muy fuerte y no me permite viajar a lugar alguno. Aparte de eso, está el problema de la distancia. Es tan enorme que no pude pedir ayuda alguna. Al principio pensé en suicidarme, pero después recapacité y caí en la cuenta de que mis padres, lejos de sospechar la desgracia que se había abatido sobre mí, creerían que me había fugado con algún amante desconocido. Mirándolo bien eso les serviría de consuelo y yo opté por seguir viviendo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Sin embargo, sé que eso no me justifica y que en todo el mundo no hay una persona más malvada que yo.
—No tenéis necesidad de apenaros tanto —le aconsejó el Peregrino al ver el mar de lágrimas en el que poco a poco se había ido sumergiendo—. Chu Ba-Chie me contó que salvasteis la vida a mi maestro y le entregasteis una carta para vuestros padres. Eso demuestra que aún los lleváis en el corazón y que vuestro amor por ellos no ha desaparecido del todo. Puedo aseguraros que los días del monstruo están contados. En cuanto le haya dado su merecido, podréis regresar a la corte. Allí os desposaréis con un caballero digno de vos y cuidaréis de vuestros padres, cuando les llegue la hora amarga de la vejez.
—Me parece que estáis dando muchas cosas por seguras —replicó la princesa—. Ya veis. Vuestros hermanos poseen una constitución muy fuerte y, sin embargo, no pudieron dominar a mi marido, el monstruo de la Túnica Amarilla. ¿Cómo vais a hacerlo vos, que sois infinitamente más enclenque y os parecéis a un espíritu de lo flaco que estáis? Sois todo huesos, como un vulgar cangrejo o un esqueleto viviente. ¿Qué clase de poderes tenéis para pretender ser un cazador de monstruos?
—Se ve que no sabéis juzgar a las personas —exclamó el Peregrino, soltando la carcajada—. Como muy bien afirma el proverbio, «por muy larga que sea una burbuja de orina, no pesa nada, mientras que un trocito de hierro siempre resulta pesado». Eso mismo ocurre conmigo y mis hermanos. Es posible que parezcan muy fuertes, pero, en realidad, no valen para mucho. Son como montañas huecas totalmente por dentro. Las enormes cantidades de alimento que toman no les sirven de gran cosa, porque sus músculos están totalmente atrofiados. Yo, por el contrario, admito que tengo una constitución más débil, pero puedo aseguraros que soy infinitamente más duro que ellos.
—¿De verdad poseéis poderes especiales? —insistió la princesa.
—Como nunca los habéis visto —confirmó el Peregrino—. Sin embargo, mi especialidad es dominar monstruos y demonios.
—En ese caso —concluyó la princesa—, es mejor que no me busquéis más problemas de los que ya tengo.
—Podéis estar segura de que no lo haré —la tranquilizó el Peregrino.
—De todas formas, ¿queréis explicarme cómo vais a capturarle? —insistió la princesa.
—Cuando empiece la lucha, os aconsejo que os escondáis —contestó el Peregrino—, así me sentiré más libre. Me temo que todavía le queréis y no podré golpearle a mis anchas, sabiendo que vos estáis husmeando por ahí.
—¿Qué queréis decir con eso? —exclamó la princesa.
—Que ese monstruo y vos habéis sido marido y mujer durante más de trece años —contestó el Peregrino—. Un tiempo demasiado largo para que no sintáis por él un gran afecto. Os aseguro que, cuando me enfrente a él, no voy a andarme con contemplaciones. Mi barra de hierro es prácticamente indestructible y mis puños son capaces de desmoronar montañas. Con esto quiero deciros que, antes de llevaros de vuelta al lugar en el que nacisteis, tendré que matarle.
La princesa consideró acertada la sugerencia del Peregrino y se retiró a un lugar apartado. Era como si hubiera comprendido que su matrimonio con el monstruo estaba a punto de acabar y no había ya nada que hacer por remediarlo. Los decretos del cielo, por muy duros que parezcan, siempre han de encontrar cumplimiento.
En cuanto la princesa se hubo escondido, el Rey de los Monos sacudió una sola vez el cuerpo y se convirtió en su réplica exacta. Disfrazado de esta guisa, entró en la caverna y se puso a esperar al monstruo.
Mientras tanto, Ba-Chie y el Bonzo Sha llevaron a los dos niños al Reino del Elefante Sagrado y los arrojaron sin ningún miramiento contra las escaleras de jade blanco. Sus cuerpos quedaron reducidos a pura papilla, manchándolo todo con su sangre.
—¡Qué cosa más espantosa! —gritaron, aterrados, los funcionarios reales—. Ahora, en vez de llover, caen niños de los cielos.
—Esos dos muchachos eran los hijos del Monstruo de la Túnica Amarilla —dijo Ba-Chie desde arriba—. Los hemos capturado el Bonzo Sha y yo.
El monstruo estaba durmiendo tranquilamente la borrachera en el Salón de la Paz de Plata, cuando le pareció oír de pronto que alguien gritaba su nombre. Se dio pesadamente la vuelta y, al mirar hacia arriba, vio a Chu Ba-Chie y al Bonzo Sha de pie sobre una nube sagrada.
—¡No puede ser! —se dijo el monstruo, desconcertado—. No tendría ningún reparo en admitir que se trata de Chu Ba-Chie, pero no del Bonzo Sha. De hecho, se encuentra en mi mansión atado y bien atado. ¿Cómo puede estar ahora aquí? Estoy seguro de que mi esposa no le ha dejado escapar así como así. Además, ¿cómo han ido mis dos hijos a parar a sus manos? ¿Será todo una argucia de ese Chu Ba-Chie para forzarme a luchar con él? Está bien. Si es eso lo que quiere, le daré el gusto. Pero ¡santo cielo!, tengo una resaca tan terrible que apenas puedo mantenerme en pie. En estas condiciones no puedo enfrentarme a su tridente. Si lo hago, sufriré una derrota cierta y todo mi prestigio se vendrá abajo en un abrir y cerrar de ojos. Lo mejor que puedo hacer es regresar a casa a ver si se trata realmente de mis hijos. Después ya veremos lo que puede hacerse con esos monjes.
Sin despedirse siquiera del rey, se dirigió a toda prisa hacia la montaña en la que estaba enclavada su caverna. Para entonces toda la corte sabía ya que se trataba de un monstruo. Para nadie era un secreto que durante la noche había devorado a una de las doncellas. De hecho, las otras diecisiete que habían logrado escapar informaron en seguida de lo ocurrido al rey, que tuvo noticia de hecho tan lamentable incluso antes de la quinta vigilia. Lo repentino de su partida no hizo más que confirmar lo que todo el mundo ya conocía. Al rey no le quedó, pues, más remedio que ordenar a sus soldados que guardaran con cuidado al tigre que permanecía encerrado en el interior del palacio.
El monstruo no tardó en llegar a la caverna. Al verle, el Peregrino trazó a toda prisa un plan. Apretó los párpados con tanta fuerza que las lágrimas fluyeron de sus ojos con la fuerza de un torrente. Al mismo tiempo, empezó a golpearse con fuerza el pecho, gritando como una loca y llenando toda la cueva con el escalofrío de sus alaridos. Al encontrarla en semejante estado, el monstruo no se percató de que no se trataba de su esposa y, llegándose hasta ella, la abrazó con cariño y le preguntó, preocupado:
—¿Se puede saber qué te pasa?
Haciendo acopio de su mucha imaginación, el Gran Sabio contestó, intensificando el ritmo de sus lamentos:
—¡Qué terrible desgracia, esposo y señor! Como muy bien afirma el proverbio, «un hombre sin mujer desperdicia sus riquezas, mientras que una mujer sin marido se encuentra a merced de todos los vientos». ¿Por qué no volviste después de saludar a mis parientes? Si hubieras regresado ayer mismo, habrías impedido que Chu Ba-Chie liberara al Bonzo Sha y, lo que es peor, que secuestrara a nuestros hijos. Con lágrimas en los ojos le supliqué que los dejara tranquilos pero él contestó que iba a llevárselos a mi padre para que se encargara de su educación. Ha transcurrido un día entero y no he recibido ninguna noticia de ellos, por lo que no sé si están vivos o muertos ¿Por qué has tardado tanto en volver? Si hubieras hecho lo que te dije no habría pasado eso y yo no estaría ahora tan intranquila.
—¿Es verdad todo eso? —preguntó el monstruo, fuera de sí.
—¡Por supuesto que sí! —contestó el Peregrino—. Ba-Chie se llevó a nuestros hijos.
—¡Maldito sea mil veces su espíritu! —bramó el monstruo, loco de dolor y saltando desesperado de un lugar a otro—. Ese imbécil ha matado a nuestros hijos, tirándolos desde una altura increíble. ¡Nada hay ya que pueda devolverlos a la vida! Lo único que puedo hacer es capturar a ese monje y darle su merecido. Es inútil llorar y lamentarse. Las lágrimas no conducen nunca a nada. Trata de sobreponerte y descansa un poco.
—Me encuentro bien —respondió el Peregrino—. Pero no puedo remediar echar de menos a los niños ni apaciguar esta pena que me está destrozando el corazón. Espero que mis lágrimas no te molesten.
—No te preocupes —trató de tranquilizarle el monstruo—. Ponte de pie. Aquí tengo un remedio infalible contra el dolor. Frótatelo en el punto exacto en el que sientas la molestia y al instante te sentirás aliviada. Debes evitar, sin embargo, tocarlo con el dedo pulgar; de lo contrario, me mostraré ante ti como verdaderamente soy.
—¡Qué monstruo más estúpido! —se dijo el Peregrino, sonriendo—. Nunca sospeché que pudiera ser tan sincero. Ya ves. Sin ser sometido a tortura, ha confesado más de lo que quería. En cuanto me traiga ese remedio tan maravilloso del que habla, meteré en él mi dedo gordo y, así, descubriré la clase de monstruo que es.
El monstruo abrazó al Peregrino y le condujo al interior de la cueva. Allí abrió con cuidado la boca y sacó una cosa, que, por la forma y el tamaño, parecía un huevo de gallina. Se trataba, en realidad, de un elixir tan blanco y cristalino como las cenizas de un buda después de ser purificadas por el fuego[6].
—¡Qué cosa más extraordinaria! —exclamó para sí el Peregrino, profundamente satisfecho—. Sólo el Cielo sabe la cantidad de horas de meditación, de años de pruebas y sufrimientos, de uniones de los principios masculinos y femeninos que han tenido que transcurrir antes de que esta maravilla tomara forma. Está visto que hoy es mi día de suerte.
El mono cogió con cuidado el remedio y, aunque no sentía dolor alguno se frotó con él todo el cuerpo. En cuanto hubo concluido, estiró el pulgar y lo metió entero en tan benéfico ungüento. Aterrado, el monstruo alargó el brazo y trató de quitárselo de las manos. Pero el mono era muy ágil y escurridizo y, metiéndoselo a toda prisa en la boca, se lo tragó en un abrir y cerrar de ojos. El monstruo levantó el puño y lo dejó caer contra el Peregrino, que lo paró sin ninguna dificultad con el brazo. Se pasó a continuación la mano por la cara, recobrando, así, la forma que le era habitual, y gritó:
—¡No seas tan desconsiderado, monstruo! ¡Mírame bien! ¿Sabes quién soy?
—¡Santo cielo! —exclamó el monstruo, aterrado de ver lo que veía—. ¿Cómo te las has arreglado, esposa mía, para cambiarte el rostro de esa forma?
—¡Cuidado que eres crédulo! —se burló el Peregrino—. ¿Quieres decirme quién es tu esposa? Eres tan tonto que ni a tus antepasados puedes reconocer.
—Creo que ya sé quién eres —replicó el monstruo, cayendo en la cuenta de lo que estaba sucediendo.
—Voy a darte otra oportunidad, antes de molerte a palos —dijo el Peregrino—. Mírame con cuidado.
—He de reconocer que tu cara me resulta muy familiar, aunque, a decir verdad, de momento no recuerdo tu nombre —contestó el monstruo—. ¿Quieres decirme tú mismo quién eres y de dónde procedes? ¿Por qué has adoptado, además, la forma de mi mujer y has tenido la osadía de robarme mi preciado ungüento? Tienes que admitir que eso no está nada bien.
—Así que no me reconoces, ¿eh? —repitió el Peregrino, un tanto defraudado—. Soy el primer discípulo del monje Tang y me llamo el Peregrino Sun Wu-Kung. Por lo que veo, soy también antepasado tuyo, puesto que mi edad supera con mucho los quinientos años.
—¡Eso no es verdad! —protestó el monstruo—. Cuando capturé al monje Tang, me dijo que sólo tenía dos discípulos: uno llamado Chu Ba-Chie, y el otro, Bonzo Sha. Jamás mencionó que tuviera otro apellidado Sun, de lo que deduzco que no debes de ser más que un vulgar demonio, que has venido hasta aquí con la única intención de engañarme.
—En parte tienes razón —reconoció el Peregrino—. Pero debes saber que, si no me mencionó, fue porque se había enemistado conmigo a causa de un incidente que tuvimos con un monstruo, al que di muerte. Como habrás comprobado, mi maestro es una persona muy sensible y compasiva. ¿Qué hay de extraño, pues, en que me apartara de su lado, al ver tanta sangre? Ése es el motivo de que no estuviera con él, cuanto tú le capturaste. ¿No caes todavía en la cuenta de quién soy?
—Lo que eres es un ser despreciable —bramó el monstruo, despectivo—. Te expulsa tu maestro de su lado y ¿todavía tienes la desfachatez de mirar de frente a la gente?
—¡Monstruo desvergonzado! —gritó el Peregrino—. Se ve que para ti no encierra sentido alguno eso de que «quien ha sido una vez tu maestro se convierte en padre para toda la vida». O aquello otro de que «entre padre e hijo jamás puede existir auténtica enemistad». ¿Cómo no iba a acudir en auxilio de mi maestro, sabiendo que estabas tratando de buscarle la ruina? Pero no te conformaste sólo con eso, ¡no!, sino que, encima, me insultaste cuanto quisiste. ¿Qué tienes que decir sobre eso?
—¿Quieres explicarme cuándo te he insultado yo? —protestó el monstruo.
—¡No lo niegues! —insistió el Peregrino—. El mismo Chu Ba-Chie me lo ha dicho.
—No le creas —le aconsejó el monstruo—. Ese Chu Ba-Chie tiene la lengua de una vieja celestina. No comprendo cómo puedes prestar atención a sus palabras.
—Eso no tiene nada que ver —respondió el Peregrino—. Ya ves, llevo en tu casa todo el día y todavía no me has dado muestras de la hospitalidad que se debe a alguien que ha venido desde tan lejos. Es posible que no tengas comida ni vino suficiente, pero te advierto que a mí me da igual. Tú estira la cabeza y déjame arrearle un buen golpe con mi barra. Para mí será como si hubiera tomado un opíparo banquete.
—¡No sabes ni lo que dices, Peregrino Sun! —exclamó el monstruo, soltando la carcajada—. Si querías luchar, no tenías que haberme traído hasta aquí. Tengo cientos de diablillos de todas las edades a mi cargo. Podías enfrentarte a ellos tranquilamente y asunto concluido. Todavía estás a tiempo de hacerlo. Trata de salir por esa puerta y, aunque tengas más brazos que un insecto, ya verás lo que te pasa.
—¡No trates de asustarme con esas fruslerías! —le aconsejó el Peregrino—. ¿Qué son para mí, en definitiva, varios cientos de demonios? Terminaría sin ninguna dificultad con todos ellos, aunque fueran cientos de miles. Si quieres hacer la prueba, no tienes más que llamarlos. Te aseguro que ni uno solo se librará de la marca de mi barra. Todos desaparecerán como la pelusa de los árboles. ¡Garantizado!
El monstruo levantó la voz y ordenó a sus monstruos y diablillos que rodearan inmediatamente la montaña. En un abrir y cerrar de ojos las bestias ocuparon los puntos más estratégicos de la caverna, bloqueando con efectividad todas sus puertas. El Peregrino parecía encantado de semejante despliegue. Agarró con fuerza la barra y gritó:
—¡Transfórmate! —y al instante se convirtió en un ser de tres cabezas y seis brazos. Con una simple sacudida, la barra de los extremos de oro se multiplicó por tres.
Blandiéndolas con indecible efectividad, el Peregrino se lanzó contra aquella masa de diablillos y demonios, como si fuera un tigre atacando un rebaño de ovejas o un águila aleteando sobre una camada de polluelos. Las cabezas de los monstruos quedaron reducidas a añicos, mientras su sangre fluía como el agua. El Peregrino cargaba sobre ellos una y otra vez, como si fuera un ejército invadiendo una región extremadamente poblada. Al concluir sus ataques, sólo quedó ante él el monstruo, que le obligó a salir de la caverna, gritando:
—¡Maldito mono! ¡Pocos seres hay tan malvados y crueles como tú! ¿Cómo te atreves a venir a hostigar a la gente a su propia puerta?
El Peregrino se volvió a toda prisa hacia él y replicó, haciéndole señas con las manos:
—¡Ven! ¡Hasta que no haya terminado contigo, nada de cuanto he hecho tendrá valor alguno!
El monstruo levantó la cimitarra y descargó un terrible golpe sobre la cabeza de su adversario, antes de hacerse a un lado. Afortunadamente el Peregrino levantó a tiempo la barra de hierro y esquivó tan mortífero tajo. El encuentro entre contendientes tan expertos tuvo lugar en lo alto de la montaña, a medio camino entre las nubes y la neblina. Si grandes eran los poderes mágicos del Gran Sabio, no le iban a la zaga los del monstruo. Ambos eran expertos luchadores, que golpeaban sin cesar los flancos de sus adversarios con la barra de hierro y la cimitarra de acero. Ésta brillaba con luz propia entre la neblina, mientras que aquélla dispersaba con inimaginable energía el denso colorido de las nubes Los guerreros daban vueltas sin parar, avanzaban y retrocedían, tratando de proteger la cabeza y de mantener incólume el cuerpo. Todas las precauciones eran pocas. No en balde, uno cambió de apariencia dejándose llevar por el viento y otro tanto hizo el otro con los pies bien asentados en el suelo. El Peregrino abría cuanto podía sus fieros ojos de mono, respondiéndole el monstruo con sus dilatadas pupilas de tigre y un elástico movimiento de cintura, más propio de un tigre que de un demonio. Golpe a golpe de cimitarra y de barra, el combate fue desgranando su rosario de mortíferos golpes. El Rey de los Monos se ajustaba en todo al arte de la lucha, lo mismo que el monstruo, que en todo momento seguía las normas de la guerra.
¿Qué importaba que uno desplegara tan vasto poder para proteger al monje Tang y el otro para afianzarse en su posición de monstruo-señor de una montaña? La creciente fiereza del Rey de los Monos encontraba su justa réplica en la ascendente violencia del monstruo. Ajenos a la vida o la muerte, lucharon sin descanso en el aire, todo por el empeño del monje Tang de hacerse con las escrituras sagradas. Más de cincuenta veces seguidas midieron sus armas, sin que se vislumbrara un posible vencedor. Lejos de desanimarse por ello, el Peregrino se dijo, complacido:
—La cimitarra de este monstruo es digna rival de mi barra de hierro. Veamos si él también lo es. Voy a tenderle una trampa a ver si es capaz de descubrirla.
Agarró la barra con las dos manos y la levantó por encima de la cabeza, valiéndose del estilo conocido como «prueba del caballo». El monstruo no se percató de que se trataba de un simple truco. Al ver las facilidades que se le ofrecían, agarró la cimitarra con fuerza y lanzó un tajo terrible contra la parte inferior del cuerpo del Peregrino. Éste recurrió a la técnica llamada del “nivel medio” para contrarrestar el efecto de la cimitarra, echando a continuación mano del estilo conocido como «hurtador de melocotones bajo las hojas». Valiéndose de su fuerza, logró descargar sobre la cabeza del monstruo un golpe tan certero que se desintegró totalmente. Al volverse a mirar, el Peregrino no pudo encontrarle por parte alguna.
—Es raro que resistas tan poco —exclamó para sí, sin creérselo del todo—. Un solo golpe ha sido suficiente para derrotarte. Sin embargo, es extraño que no haya quedado ni rastro de ti. ¿Cómo es posible que no se vea ni sangre, ni pus, ni nada? A mí no puedes engañarme tan fácilmente. Lo más probable es que hayas escapado en un descuido.
Para comprobarlo, se llegó de un salto hasta el límite mismo de las nubes. Miró detenidamente en todas direcciones, pero no pudo apreciar movimiento alguno.
—¡Qué extraño! —volvió a decirse el Rey de los Monos—. Estos ojos míos son capaces de ver todo lo que repte en diez mil kilómetros a la redonda. ¿Cómo ha podido ese monstruo desvanecerse con tanta facilidad? ¡Ahora caigo! Dijo que me conocía de algo y eso, sin duda alguna, quiere decir que no se trataba de un monstruo cualquiera de este mundo, sino de un espíritu del mismo cielo.
Incapaz de dominar el enfado que le embargaba, el Gran Sabio dio una extraordinaria vuelta de campana, que le llevó directamente a la Puerta Sur del Cielo. Al verle aparecer tan de improviso con la barra de hierro en las manos, los capitanes Pang, Liu, Kou, Pi, Tang, Hsin, Chang y Tao se quedaron tan sorprendidos que se inclinaron ante él a ambos lados de la puerta, sin atreverse a detenerle o a preguntarle nada. No tardó, pues, en llegar al Salón de la Luz Perfecta, donde los preceptores divinos Chang, Gao, Hsü y Chiou osaron, por fin, decirle:
—¿Cómo es que el Gran Sabio se ha dignado a hacernos el honor de venir a visitarnos?
—Siguiendo los pasos del monje Tang —respondió el Peregrino—, llegué al Reino del Elefante Sagrado, donde me topé con un monstruo que tiempo ha había seducido a una princesa y ahora buscaba la ruina de mi maestro. Como podéis suponer, medí con él mis fuerzas, pero en medio de la lucha desapareció totalmente de mi vista. Eso me ha hecho pensar que no se trata de un monstruo corriente, sino de un espíritu del mismo cielo. Si estoy ahora aquí es precisamente para investigar si ha abandonado su puesto alguno de los dioses de rango inferior.
Al oír eso, los Preceptores Divinos se precipitaron al interior del Salón de la Niebla Divina a informar de todo ello al Señor del Cielo. Inmediatamente se dictó una orden instando a los Nueve Planetas, las Doce Divisiones Horarias, las Cinco Estrellas de los Cinco Puntos Cardinales, los incontables dioses de la Vía Láctea, los dioses de las Cinco Montañas y los Cuatro Ríos a acudir sin demora ante el Emperador Celeste.
Todas las deidades respondieron con prontitud a la llamada, por lo que hubo de proseguirse la investigación más allá del Gran Palacio del Mirlo. Allí se contaron las Veintiocho Constelaciones una y otra vez, descubriéndose que sólo había veintisiete.
Para sorpresa de todos, faltaba la Estrella del Lobo del Bosque[7]. Los preceptores volvieron entonces al Salón del Trono e informaron a Su Majestad, diciendo:
—La Estrella del Lobo del Bosque se encuentra en las Regiones Inferiores, señor.
—¿Cuánto tiempo lleva ausente del Cielo? —preguntó el Emperador de Jade.
—Cuatro llamadas ordinarias —contestaron los preceptores—, lo que hace un total de trece días, señor.
—Trece días del Cielo son trece años en la Tierra —concluyó el Emperador de Jade, quien en seguida dio orden al departamento de la propia estrella para que la hiciera regresar cuanto antes al Cielo.
Una vez recibida la orden, las Veintisiete Constelaciones abandonaron la Puerta Celeste y recitaron un conjuro que hizo regresar al instante a la Estrella del Lobo del Bosque. Se trataba, en realidad, de un guerrero que había sufrido directamente las consecuencias de la rebelión del Gran Sabio, cuando sumió al Cielo en una profunda turbación. En aquellos momentos la Estrella se hallaba escondida en un arroyo de la montaña, cuyo vapor había cubierto totalmente su nube de monstruo. Eso explicaba que nadie pudiera verle. Sin embargo, al oír los conjuros de sus compañeras, se armó de valor y decidió regresar a las Regiones Superiores. En la puerta se encontró con el Gran Sabio. Estaba tan furioso que quiso golpearle con la barra, cosa que, afortunadamente, evitaron las otras Estrellas.
Sin pérdida de tiempo el monstruo fue conducido a presencia del Emperador de Jade. Allí se le retiró la placa de oro que llevaba a la cintura y, tras arrodillarse ante los escalones de jade y golpear repetidamente en ellos la frente, reconoció lo equivocado de su conducta.
—Estrella del Lobo del Bosque —le interrogó el Emperador de Jade con severidad—, ¿por qué decidiste visitar en secreto la Región Inferior? ¿Es que no te parecían suficientes los placeres y la belleza que reinan en los Cielos?
—Perdonad, señor, la grave ofensa de vuestro indigno súbdito —suplicó, sin dejar de golpear el suelo con la frente la Estrella—. La princesa del Reino del Elefante Sagrado no es un mortal ordinario, sino la Muchacha de Jade encargada del incienso en el salón del mismo nombre. Desde siempre ha querido hacer el amor conmigo, cosa a la siempre me negué por temor a deshonrar con ese acto la sagrada región del Palacio Celeste. Ella no se desanimó por ello, dirigiéndose al Mundo Inferior, donde tomó forma humana en el interior mismo del palacio imperial. No deseando desairarla, me vi obligado a transformarme en un monstruo. Me hice dueño después de una montaña y, tras secuestrarla y llevarla a mi caverna, nos convertimos en marido y mujer. Lo hemos sido, de hecho, durante más de trece años. Pero, como todo está determinado de antemano, quiso la fortuna que nos topáramos con el Gran Sabio Sun y todos nuestros planes se vinieron, de pronto, abajo.
El Emperador de Jade ordenó entonces que le fuera arrancada la placa de oro. Determinó, al mismo tiempo, que fuera desterrado al Palacio Tushita, donde debía ponerse a las órdenes de Lao-Tse, hasta que hiciera los suficientes méritos para que le fuera devuelta su antigua posición. En caso de no mostrarse diligente, recibiría un castigo aún mayor.
Al ver la decisión adoptada por el Emperador de Jade, el Peregrino se volvió hacia el trono, complacido, e inclinó ligeramente la cabeza. Se dirigió después hacia las otras deidades y les dijo:
—Gracias por las molestias que os habéis tomado.
—¡Cuidado que es engreído este mono! —exclamó uno de los preceptores, soltando la carcajada—. Hemos capturado por él a un monstruo-dios y, en vez de mostrarnos su gratitud como debiera, se limita a inclinar ligeramente la cabeza y, si te he visto, no me acuerdo.
—Debemos alegrarnos de que no nos haya causado mayores quebraderos de cabeza y haya abandonado los Cielos en paz —comentó, aliviado, el Emperador de Jade.
El Gran Sabio, mientras tanto, montó en su nube luminosa y se dirigió hacia la Caverna de la Corriente Lunar, en la Montaña de la Cacerola, donde se topó con la princesa.
Cuando se disponía a relatarle cuanto había ocurrido, oyó gritar a Ba-Chie y al Bonzo Sha desde lo alto:
—Déjanos a algunos diablillos, para que podamos darles una paliza.
—Me temo que no ha quedado ni uno —contestó el Peregrino.
—En ese caso —concluyó el Bonzo Sha—, nada nos detiene ya aquí. Cojamos a la princesa y devolvámosla cuanto antes a sus padres. ¿Qué os parece si, para ganar tiempo, nos servimos de la magia «acortar la tierra»?
A la princesa le pareció oír un viento huracanado y de pronto se encontró en el interior de la ciudad. Los tres monjes la condujeron al Palacio de los Carillones de Oro, donde se inclinó ante sus padres con sumo respeto y saludó con cariño a sus hermanas. Al poco rato se presentaron los diferentes funcionarios imperiales y le expresaron su profundo reconocimiento.
—Debemos estar muy agradecidos al Honorable Peregrino Sun —dijo la princesa, dirigiéndose al trono—. El poder de su dharma es tan extraordinario que él solo logró derrotar al Monstruo de la Túnica Amarilla y traerme sana y salva a vuestra presencia.
—¿Qué clase de monstruo era ése de la Túnica Amarilla? —preguntó curioso, el rey.
—Vuestro yerno, majestad —respondió el Peregrino—, no era otro que la Estrella del Lobo del Bosque, un ser de las Regiones Superiores, lo mismo que vuestra hija, que es la Muchacha de Jade encargada del incienso del salón del mismo nombre. Ambos suspiraban por este mundo y, así, lograron descender a la tierra y tomar forma humana.
Estuvieron prometidos en una existencia anterior, pero, al no poder consumar el matrimonio, hubieron de esperar a ésta para ver cumplidos sus deseos. Cuando decidí acudir al Palacio Celeste e informar de todo ello al Emperador de Jade, se descubrió que el monstruo no había acudido a cuatro llamadas seguidas de la corte. Eso demostraba que llevaba trece días ausente del Cielo, tiempo que equivalía a trece años de la Tierra, ya que los días de allí son tan largos como los años de aquí. El Emperador de Jade ordenó a las constelaciones de su departamento que le hicieran regresar a las Regiones Superiores, y ha sido desterrado al Palacio Tushita, hasta que haya borrado de su espíritu toda mácula de desobediencia. Solucionado, de esta forma, todo el asunto, se me permitió volver a entregaros a vuestra hija perdida.
Tras agradecer al Peregrino cuanto había hecho, el rey dijo:
—Vayamos a ver cómo sigue vuestro maestro.
Los tres discípulos siguieron al rey. Tras abandonar la sala del tesoro, entraron en un amplio salón. Al poco rato aparecieron varios soldados con una jaula de hierro y soltaron las cadenas que mantenían atado al tigre. Sólo el Peregrino era capaz de ver en él a un hombre. Presa de una magia diabólica, el maestro podía entender cuanto sucedía a su alrededor, pero era incapaz de moverse a su gusto o de abrir los ojos y la boca.
—¿Cómo es que vos, que siempre habéis sido un monje excelente, os habéis convertido en un tigre tan fiero? —preguntó el Peregrino, soltando la carcajada—. Me apartasteis de vuestro lado, porque pensabais que era demasiado malvado o violento. Para vos no había cosa más importante que la práctica de la virtud. Con tales principios, ¿cómo habéis experimentado una metamorfosis tan horrenda?
—Deja de burlarte de él y sálvale de ese hechizo, por favor —suplicó Ba-Chie.
—Tú fuiste quien le predispuso en contra mía —replicó el Peregrino—. Además, te has convertido en su discípulo favorito. ¿Por qué no le salvas tú? Recuerda lo que te dije; que, después de derrotar a la bestia, regresaría de inmediato al lugar del que procedo.
—No hagas eso, por favor —intercedió el Bonzo Sha, echándose rostro en tierra—. Los antiguos aconsejaban obrar el bien no sólo por los monjes, sino por Buda. ¡Hazlo por el Perfecto! No te cuesta nada salvarle, ahora que estás aquí. Si pudiéramos hacerlo nosotros, ten por seguro que no habríamos recorrido un camino tan largo para ir a pedírtelo a ti.
—¿Por quién me habéis tomado? —exclamó, por fin, el Peregrino, levantando las manos—. ¿Cómo voy a negarme a salvarle? ¡Traed inmediatamente un poco de agua!
Ba-Chie corrió a la casa de postas y sacó de entre el equipaje la escudilla de oro rojizo para pedir limosna. La llenó de agua hasta la mitad y voló a dársela al Peregrino. El Rey de los Monos recitó un conjuro, bebió un poco y el resto lo aspergió sobre el tigre. Al instante desapareció la magia diabólica, disolviéndose por completo la falsa imagen del tigre. El monje pudo entonces abrir los ojos y, al reconocer al Peregrino, tomó sus manos entre las suyas y preguntó, emocionado:
—¿De dónde has salido, Wu-Kung?
—El Bonzo Sha se puso de pie y relató con todo detalle cuanto había sucedido. Sin saber cómo expresar su gratitud, Tripitaka exclamó:
—¡Qué discípulo más fiel! ¡No sabes cuánto te debo! Espero que no tardaremos ya mucho en llegar al Oeste. Cuando nos encontremos de nuevo en las Tierras Orientales, informaré al Emperador de los Tang de todo cuanto has hecho por el bien de la empresa.
—No lo hagáis, por favor —le suplicó el Peregrino, sonriendo—. Si queréis recompensarme de alguna manera, dejad de recitar esa cosa que vos y yo bien sabemos y os estaré eternamente agradecido.
El rey dio las gracias a los cuatro monjes por todo lo que habían hecho por su casa y ordenó la preparación de un espléndido banquete vegetariano en el ala oriental del palacio. Tras gozar algunos días de los favores reales, el maestro y los discípulos se despidieron de su majestad y continuaron su camino hacia el Oeste. El monarca y todos sus ministros los acompañaron durante un largo trecho, sabedores de que aquel grupo que se dirigía al Palacio del Trueno a presentar sus respetos a Buda había contribuido no poco a asegurar su imperio.
No sabemos lo que ocurrió después ni cuándo alcanzaron, por fin, el Paraíso Occidental. Quien quiera averiguarlo, deberá escuchar con atención lo que se dice en el capítulo siguiente.