CAPÍTULO LII
Decíamos que el Gran Sabio Sun, una vez que hubo recuperado la barra de los extremos de oro, abandonó la caverna, dejando tras él un reguero de muerte. La alegría le manaba por cada uno de los poros del cuerpo, cuando, tras dar un gran salto, fue a caer a la cumbre de la montaña donde le esperaban los otros dioses.
—¿Qué tal te ha ido esta vez? —preguntó el Devaraja Li.
—Haciendo uso de mis poderes metamórficos —explicó el Peregrino—, logré introducirme en el interior de la caverna. El monstruo y todos sus súbditos estaban celebrando la victoria, emborrachándose y cantando como locos. Al principio me resultó del todo imposible descubrir dónde guardaba su preciado tesoro, pero, al dar la vuelta detrás del trono, descubrí una sala secreta, en la que se oían relinchos de caballos y lamentos de dragones. No tuve que pensar mucho para comprender que se trataba de los animales que prestan sus servicios en la Sección del Fuego. La barra de los extremos de oro se encontraba, de hecho, apoyada contra la pared orientada hacia el oriente y no tuve más que cogerla para abrirme camino hasta aquí.
—Nos parece muy bien que hayas recuperado tu valiosa arma —dijeron a coro los otros dioses—, pero ¿quieres decirnos cuándo vamos a recuperar nosotros las nuestras?
—A partir de ahora todo resultará mucho más fácil —contestó el Peregrino—. Con ayuda de mi barra de hierro derrotaré a esa bestia y podréis volver a acariciar vuestros preciosos instrumentos de guerra. Tenedlo por seguro.
No había acabado de decirlo, cuando desde el fondo de la montaña se elevó un estruendo de gritos y voces entremezclado con el batir de los tambores y el metálico vibrar de los gongs. El mismo Rey Búfalo había salido al frente de sus tropas para dar caza al Peregrino, que exclamó entusiasmado, al ver acercarse a las filas de guerreros:
—¡Estupendo! ¡Esto es, precisamente, lo que andaba buscando! Quedaos aquí sentados, mientras yo voy a capturar a esa bestia.
Tras levantar por encima de la cabeza la barra de hierro, gritó a sus perseguidores:
—¿Se puede saber adónde vas con tanta fanfarria, monstruo maldito? Si quieres seguir adelante, tendrás que probar primero el sabor de mi barra de hierro.
—¡Todos los monos sois unos ladrones y no sabéis portaros con la debida decencia! —replicó el monstruo, deteniendo el golpe con su lanza—. ¡Sólo a ti se te podía ocurrir robarme a plena luz del día!
—¡Eres una bestia tan inmunda que ni siquiera sabes que vas a morir! —contestó el Peregrino—. Además, aquí no hay más ladrón que tú, que a plena luz del día te dedicas a apropiarte de lo que no es tuyo con ayuda de tu estúpida escama. Dinos, si no, cuáles de las cosas que guardas son realmente tuyas. ¡No huyas y prueba el sabor de la barra de tu respetable abuelito!
Así dio comienzo una batalla realmente extraordinaria. El Gran Sabio desplegó todo su poderío, mientras el demonio hacía todo cuanto estaba en su mano por no dejarse dominar. Los dos se abandonaron a un caudal de fiereza, dispuestos a alcanzar la victoria como fuera. La barra de hierro, que tan diestramente blandía el uno, parecía la cola de un dragón; la lanza, que tan hábilmente manejaba el otro, era, por su parte, la imagen viva de la cabeza de una serpiente pitón. Cada golpe del hierro producía una especie de fragor de viento huracanado, mientras que los mandobles del acero provocaban una corriente que recordaba la fuerza incontenible de una inundación. La violencia de la batalla había sumido toda la cordillera en un estado de expectante quietud. La incertidumbre de su resultado hacía detenerse a la niebla en lo alto de las cumbres, recubiertas de verde arboleda: los pájaros detenían en pleno vuelo el batir de sus alas y las bestias escondían, aterrorizadas, sus cabezas en la arena. Su silencio contrastaba con los gritos de aliento que lanzaban los diablillos. El Gran Sabio no precisaba de la ayuda de nadie. Se bastaba él solo para darse ánimos. No en balde permanecía invencible tras librar mil y un combates a lo largo de los diez mil kilómetros que constituían el viaje hacia el Oeste. La lanza, sin embargo, no le iba a la zaga en habilidades guerreras. Con razón había dominado con puño de hierro el mundo inaccesible del Yelmo de Oro. Armas tan extraordinarias no podían convivir en paz. Por fuerza tenía que desaparecer una, para que la otra pudiera seguir existiendo.
El demonio y el Gran Sabio estuvieron luchando durante más de tres horas, pero ninguno consiguió una ventaja apreciable. Estaba empezando a oscurecer y el demonio, tras detener con su lanza un nuevo golpe de la barra de hierro, dijo:
—Si te parece, podemos dar por terminada la lucha por hoy. Se está haciendo de noche y pronto no seremos capaces ni de vernos las manos. Lo mejor será que nos retiremos a descansar cada uno por nuestro lado. Mañana por la mañana reanudaremos el combate.
—¿Quieres cerrar la bocaza, de una vez, bestia inmunda? —le increpó el Peregrino—. Es ridículo que abandone la lucha en el momento en el que más en forma me siento. ¿Qué me importa a mí que esté oscureciendo? Es hora ya de que dejemos en claro quién es el mejor.
Por toda respuesta, el monstruo dio un grito terrible y se retiró a toda prisa al interior de la caverna, seguido por sus huestes de diablillos. En un abrir y cerrar de ojos, las puertas de piedra quedaron firmemente cerradas y no le quedó más remedio al Gran Sabio que regresar a la cumbre en la que le esperaban los otros dioses. Al verle aparecer con la barra de hierro a sus espaldas, le dieron la enhorabuena, diciendo:
—¡Qué extraordinarios son vuestros poderes! ¡Con razón se os conoce por el sobrenombre de Sosia del Cielo, porque vuestra fuerza es, en verdad, idéntica a la de todos los astros!
—Gracias por vuestras palabras de aliento —contestó el Peregrino—. Cuando queréis, también sabéis ser corteses.
—No hemos exagerado lo más mínimo —repuso el Devaraja Li, acercándose a él—. No existe ningún ser que pueda compararse con vos. Vuestra forma de combatir nos ha hecho acordarnos de los tiempos lejanos en que usamos contra vos las redes cósmicas.
—¿Para qué recordar hechos pasados? —replicó el Peregrino—. Después del largo combate que ha mantenido conmigo, ese monstruo debe de estar agotado. Yo ni siquiera me siento cansado. Creo, por tanto, que lo mejor será que os quedéis aquí descansando, mientras yo voy a ver dónde tiene escondida esa dichosa escama. Estoy decidido a encontrarla, cueste lo que cueste. En cuanto se la haya robado, le capturaremos sin ninguna dificultad. Así podréis regresar al Cielo con vuestras armas.
—¿No os parece que se está haciendo un poco tarde? —preguntó el Príncipe—. Opino que deberíais pasar la noche descansando y volver a esa inmunda caverna en cuanto empiece a clarear.
—¡Qué poco sabes del mundo! —exclamó el Peregrino, echándose a reír—. ¿Cuándo se ha visto que un ladrón se dedique a su arte a plena luz del día? Para entrar en un lugar sin ser descubierto, es preciso ampararse en la oscuridad de la noche. Las cosas son así y no hay vuelta de hoja.
—Es mejor que no discutáis sobre ello, Príncipe —le aconsejaron al mismo tiempo la Virtud de Fuego y uno de los señores del trueno—. Mirándolo bien, nosotros no entendemos de eso. El Gran Sabio, por el contrario, es un auténtico maestro. Es fácil comprender, de todas formas, que el demonio debe de estar muy cansado y que eso le obligará a mantener bajada la guardia durante toda la noche. Marchaos cuanto antes, Gran Sabio, y haced, de una vez, lo que tengáis que hacer.
Sin dejar de sonreír, el Gran Sabio cargó con la barra de hierro y de un salto fue a parar justamente a las puertas de la caverna. Sacudió ligeramente el cuerpo y al punto se transformó en un pequeño grillo de boca tan dura como el acero, largos bigotes y cuerpo negruzco. Sus ojos poseían una viveza extraordinaria y sus patas eran tan rugosas como ramas viejas de un árbol. Se apostó encima de una piedra y empezó a cantar, enardecido por la luminosidad de la luna y la pureza de la brisa. Hay algo de humano en el canto de un grillo. Aunque su chirrido es débil y de una tesitura muy alta, llora con el rocío y siembra los campos de melancolía. El viajero que se asoma a una ventana en actitud pensativa se ahoga en sus recuerdos al escuchar ese canto. Tal es la fuerza de un animal tan diminuto, al que encanta habitar en las hendiduras que forman las losas del suelo o debajo mismo de la cama.
El grillo en el que se había convertido el Gran Sabio estiró las patas traseras y, de un salto, se llegó hasta la puerta de la caverna. Dio tres o cuatro saltitos más y logró meterse por una pequeña rendija que había en la madera. Durante unos segundos permaneció agachado junto a la pared, mirando, a la luz de las teas y antorchas que colgaban de los muros, cuanto ocurría a su alrededor. Los diablillos estaban terminando de cenar. Sabiendo que no podía hacer otra cosa que espera, el Gran Sabio se puso a cantar. Al poco rato los diablillos se levantaron de la mesa y recogieron todo lo que había sobrado. Extendieron a continuación por el suelo las colchonetas y se pusieron a dormir tranquilamente. Hasta que no hubo dado la hora de la primera vigilia no se atrevió el Peregrino a entrar en la sala secreta que había detrás del trono. Allí oyó que el monstruo estaba ordenando a súbditos:
—A los que toque hacer guardia junto a la puerta, que procuren no rendirse al sueño. Es muy posible que Sun Wu-Kung se transforme en cualquier cosa y trate de robarnos lo que le dé la gana.
Para no dormirse, los que hacían las rondas sacudían de continuo una especie de matracas que llevaban en las manos. Al Gran Sabio no le importó su molesta presencia. Estaba decidido a hacer triunfar su plan y se puso en seguida manos a la obra. Con increíble facilidad se escabulló, sin ser visto, dentro del dormitorio del monstruo. El lecho era de piedra y a ambos lados del mismo había un grupo de espíritus árboles y otras bestias de la montaña, todos ellos empolvados y cubiertos de pintura roja. Algunos estaban ocupados haciendo la cama, mientras otros ayudaban a desvestir a su señor, desabrochándole las botas y desabotonándole la túnica. En cuanto el monstruo se hubo desprendido de todas sus ropas, apareció la blancura fantasmal de la escama. La tenía sujeta al hombro izquierdo, como si de una ristra de perlas o de un brazalete se tratara.
En vez de quitársela, la apretó un par de veces contra la carne y quedó firmemente ajustada en el hombro. Sólo entonces se decidió a tumbarse. El Peregrino volvió a sacudir ligeramente el cuerpo y se transformó en una pulga de cuerpo amarillento. De un salto se llegó hasta el lecho de piedra, se metió hábilmente entre las mantas y, cuando hubo comprendido que se encontraba justamente en el hombro izquierdo de la bestia, le propinó un picotazo terrible. El monstruo se dio inmediatamente la vuelta y empezó a gritar:
—¡Malditos esclavos! Debería mandaros azotar, por no haber sacudido las mantas. ¡A causa de vuestra negligencia, acabo de ser picado por un insecto terrible!
Tras rascarse un par de veces más el sitio donde tenía incrustada la escama, volvió a quedarse dormido. El Peregrino recorrió con cuidado la porción de piel que la cubría y de nuevo le asestó un tremendo picotazo. Incapaz de conciliar el sueño, el monstruo se sentó desesperado, en la cama y empezó a rascarse de una manera brutal, mientras gritaba:
—¡Este picor me está matando!
El Peregrino comprendió entonces que la escama estaba tan firmemente incrustada en su carne, que, por mucho que lo intentara jamás lograría que se desprendiera de ella, haciendo inútiles todos sus esfuerzos por robarla. Saltó de la cama y, tras transformarse de nuevo un grillo, abandonó el dormitorio y se dirigió a la habitación secreta donde volvió a oír los relinchos de los caballos y los lamentos de los dragones, que continuaban suspendidos del techo. El Peregrino recobró la forma que le era habitual y se dispuso a practicar la magia para abrir puertas. Tras recitar el correspondiente conjuro, el candado saltó por los aires y los dos batientes giraron por sí solos. El Peregrino no tuvo más que empujarlos ligeramente para entrar en la habitación, tan perfectamente iluminada por los cautivos miembros de la sección del fuego, que daba la impresión de ser de día. Había varias armas apoyadas, tanto contra la pared que miraba hacia el oriente, como contra la que estaba situada hacia el poniente. Entre ellas se encontraban la cimitarra de descuartizar monstruos del Príncipe y los arcos y flechas ígneas de la Virtud de Fuego. El Peregrino miró con cuidado a su alrededor y vio que encima de una mesa de piedra, que había detrás de la puerta, descansaba una cesta de bambú. Dentro de ella podía verse un puñado de pelos. Loco de alegría, los cogió en una mano, sopló sobre ellos dos veces y gritó:
—¡Transformaos! —y al instante se convirtieron en cuarenta o cincuenta monos de pequeño tamaño, que se adueñaron de la cimitarra, de la espada, del garrote y de la rueda, junto con los arcos, las flechas, las carretas, las calabazas, los cuervos, las ratas y los caballos de fuego, todo cuanto, en definitiva, había sido absorbido por la escama.
Sin pérdida de tiempo, se montaron en los dragones de fuego y provocaron un pavoroso incendio que arrasó el interior de la caverna. Los pasadizos que conducían al exterior se llenaron de explosiones tan terribles, que parecía como si los rayos y las bolas de cañón hubieran tomado posesión de ellos. Los diablillos estaban aterrorizados. Era tal su estupefacción, que algunos se agarraban desesperadamente a las mantas, mientras otros trataban de protegerse la cabeza con ellas, llorando y gritando como locos. Ninguno sabía por dónde huir, provocando una confusión tan tremenda, que más de la mitad pereció víctima de las llamas. De esta forma, el Hermoso Rey de los Monos pudo regresar, por fin triunfante a su campamento a eso de la tercera vigilia.
El Devaraja Li y sus compañeros estaban descansando tranquilamente en la cumbre de la montaña, cuando de repente vieron acercase hacia ellos un enjambre de luces muy brillantes. Se sintieron aliviados, al descubrir que se trataba del Peregrino. Venía volando, de hecho, ladera arriba, montado en un dragón y sin dejar de dar órdenes a su pequeño ejército de monos. En cuanto hubo alcanzado la cumbre, gritó con todas sus fuerzas:
—¡Aquí tenéis vuestras armas! ¡Venid a recogerlas, si queréis!
Los primeros en obedecerle fueron la Virtud de Fuego y el Príncipe Nata. El Peregrino, mientras tanto, sacudió ligeramente el cuerpo e inmediatamente se reintegraron a él todos los pelos que había perdido. EL Príncipe Nata acarició con cariño su preciosa arma. La Virtud de fuego, por su parte, ordenó a los oficiales que le atendían que se hicieran cargo de los dragones de fuego y del resto del equipo. Las sonrisas llenaban sus rostros y las frases de agradecimiento al Peregrino fluían constantemente de sus labios, por lo que, de momento, no seguiremos hablando de ellos.
Sí lo haremos, sin embargo, de la Caverna del Yelmo de Oro, donde el incendio no había podido ser todavía sofocado. Hasta el mismo Rey Búfalo estaba aterrado. Cuando comprendió lo que ocurría, salió a toda prisa de su habitación, levantó la escama con las dos manos y la hizo girar en la dirección del fuego. De esta forma, consiguió dominar el incendio. Aun así, los pasadizos seguían estando llenos de rescoldos y humo, que desaparecieron totalmente, cuando el monstruo los fue recorriendo uno tras otro. En vano trató de salvar a sus diablillos. Más de la mitad habían muerto abrasados y, entre los que quedaron, apenas había un centenar capaz de empuñar las armas, contando a las hembras. Desesperado, se dirigió a la sala secreta en la que guardaba el botín de sus correrías y vio que en ella no quedaba absolutamente nada. Finalmente, optó por inspeccionar la parte posterior de la caverna, descubriendo con cierto alivio que Ba-Chie, el Bonzo Sha y el maestro continuaban firmemente atados. Incluso el dragón blanco, que hacía las veces de caballo, permanecía amarrado a una estaca; sus equipajes tampoco habían sido tocados para nada. Eso hizo que el demonio exclamara, furioso:
—¿Quién habrá sido el descuidado que ha provocado este incendio, trayendo semejante ruina sobre nuestras cabezas?
—Ninguno de nosotros hemos podido hacerlo, gran señor —dijo tímidamente uno de los diablillos que le acompañaban—. Por fuerza ha tenido que ser alguien interesado en arrasar nuestro campamento. Eso explica que hayan sido liberados todos los miembros de la Sección del Fuego y las armas celestes hayan desaparecido.
—¡Esto sólo puede ser obra de una persona! —exclamó el demonio cayendo en la cuenta de lo que había ocurrido—. ¡No existe ladrón más experimentado que ese tal Sun Wu-Kung! Ahora me explico que me resultara tan difícil conciliar el sueño. Ese maldito mono debe de haberse metido en mi habitación, haciendo uso de sus poderes metamórficos, y debe de haberme dado esos picotazos tan tremendos. Sin lugar a dudas, trataba de apoderarse de mi preciada escama, pero, al ver lo bien agarrada que estaba a mi cuerpo, decidió desistir de su empeño. Por eso robó las armas de sus compañeros y liberó a los caballos y a los dragones de fuego. ¡No conozco un ser más malvado que él! ¡Si hasta ha intentado quemarme vivo! Pero te aseguro, mono ladrón, que es la última vez que te vales de trucos tan sucios. Con la escama en mi poder, nadie puede ahogarme, aunque me ate al fondo del océano, ni puedo perecer pasto de las llamas, aunque se me arroje a un lago de fuego. Tú ándate, sin embargo, con cuidado, porque, cuando te eche mano, voy a arrancarte la piel a tiras y a cortarte la carne en trocitos, como se hace con los ladrones. ¡Sólo entonces me daré por satisfecho!
El monstruo estuvo hablando durante mucho tiempo de esta forma, hasta que, finalmente, empezó a clarear por el oriente. En lo alto de la montaña el Príncipe cogió las seis armas que acababa de recuperar y dijo al Peregrino:
—Se está haciendo de día, Gran Sabio. Creo que lo mejor será que, en vez de seguir esperando, aprovechemos la confusión que habéis sembrado en el reino de esa bestia, para infligirle una nueva derrota. Hagámosle frente, una vez más, con la ayuda de los miembros de la Sección del Fuego. Estoy convencido de que esta vez caerá en nuestro poder.
—Tiene razón —contestó el Peregrino, sonriendo—. Unamos nuestras fuerzas y divirtámonos un poco.
El optimismo se había apoderado de ellos y hasta el último soldado se sentía con ánimos de luchar. En cuanto llegaron a la entrada de la caverna, el Peregrino alzó la voz y dijo:
—¡Ven aquí, monstruo maldito! ¿A qué esperas para salir a luchar?
El fuego de la noche anterior había calcinado los dos portones de piedra que protegían el acceso a la cueva. Un grupo de diablillos se encontraba en aquel mismo momento recogiendo los cascotes y barriendo el suelo. Al ver acercarse al grupo de sabios, sintieron tal terror que, dejando caer los escobones y los rastrillos, corrieron al interior de la caverna a informar a su señor.
—Sun Wu-Kung —dijeron, muy excitados— acaba de llegar con un destacamento de dioses y está lanzando contra vos frases injuriosas de reto.
La sorpresa que recibió el monstruo fue tan grande, que empezó a rechinar los dientes y a hacer extrañas chiribitas con los ojos. Pronto recobró, sin embargo, el aplomo y, agarrando la lanza y su preciada escama, salió inmediatamente a la puerta, lanzando imprecaciones y denuestos contra su adversario.
—¡No eres más que un mono ladrón e incendiario! —gritó con todas las fuerzas—. ¿Quieres explicarme qué habilidades posees tú para atreverte a venir a retarme de una forma tan insolente?
—Si quieres descubrir mis habilidades, monstruo cruel —replicó el Peregrino, soltando la carcajada—, no tienes más que venir hasta aquí y escuchar lo que voy a decirte. Como muy bien sabe todo el cosmos, grandes han sido, en verdad, mis cualidades desde el momento mismo de mi nacimiento. Siendo todavía muy joven, recibí la iluminación y puse por obra los principios que conducen a la inmortalidad, llegando a alcanzar en muy poco tiempo el misterio de la eterna juventud. No contento con eso, abandoné mi hogar y fui a vivir con un sabio al que serví con sumo respeto, esperando obtener la auténtica sabiduría del corazón. Con él aprendí todas las técnicas de la metamorfosis y la magia dejó de encerrar secretos para mí. El universo entero fue testigo de mis hazañas, domesticando tigres, cuando no tenía nada que hacer, y sometiendo a todos los dragones del océano, cuando me sentía aburrido. Fue así como ocupé el trono del lugar en el que había nacido, la Montaña de las Flores y Frutos, estableciendo mi corte en la inexpugnable Caverna de la Cortina de Agua. Todo me parecía poco. Osé, incluso, fijar mi residencia en los reinos celestes, convirtiéndome en una auténtica pesadilla para los moradores de las Regiones Superiores. Allí se me concedió el título de Gran Sabio, Sosia del Cielo, aunque seguía siendo conocido por doquier como el Hermoso Rey de los Monos. Consideré como una gran ofensa que no se me invitara al Festival de los Melocotones Inmortales y eso me movió, en venganza, a apropiarme del zumo de jade que llenaba el Estanque de Jaspe. En la torre sagrada bebí de él cuanto quise y tuve, incluso, la desvergüenza de robar y comer manjares tan exquisitos como los melocotones de los mil años, la comida de los dioses y las píldoras de la inmortalidad. Míos fueron los tesoros de los Cielos y las valiosísimas piezas que guardaban las mansiones de los sabios. Cuando llegaron a oídos del Emperador de Jade semejantes tropelías, envió contra mí a sus mejores guerreros, pero conseguí derrotar a los Nueve Planetas y logré herir a las Estrellas de los Cinco Puntos Cardinales. Ninguno de los soldados celestes me llegaba a la altura de los zapatos, y conseguí mantener a raya a todo un ejército de más de diez mil miembros. El Emperador de Jade no sabía qué partido tomar, decidiendo, por fin, solicitar la ayuda del Pequeño Sabio del Torrente de las Libaciones. A lo largo de nuestro combate realizamos más de setenta y dos metamorfosis, empeñado cada uno en dar lo mejor de sí. La lucha fue tan feroz, que hasta la misma Kwang-Ing de los Mares del Sur hubo de ponerse de parte de mi adversario, prestándole su jarrón y su ramita de sauce. Lao-Tse aportó su lanza de diamante y así lograron, finalmente, capturarme. Atado de pies y manos, fui conducido ante el Emperador de Jade, que decidió que fuera juzgado sin demora. Los funcionarios celestes me hallaron culpable de todos los cargos que se me imputaban y me condenaron a morir decapitado. Nada pudieron contra mí las hachas de los verdugos. Cuando su filo tocaba mi cuello, despedían un reguero de chispas y saltaban por los aires. Al comprender que era imposible darme muerte, me confiaron al cuidado de Lao-Tse, que trató de refinar mi cuerpo, duro como el acero, en su brasero bajo la atenta mirada de los Seis Dioses de la Luz. Cuando a los cuarenta y nueve días exactos levantaron la tapa para ver qué había sido de mí, abandoné de un salto aquel suplicio y continué haciendo de las mías. Conocedores de mi fortaleza, todos los dioses corrieron a esconderse. Los sabios decidieron, entonces, impetrar la ayuda de Buda y la suerte se volvió definitivamente en mi contra. ¡Qué extraordinario poder el de Tathagata!, ¡qué insondable su sabiduría! Le reté a ver quién daba el salto más grande y ni siquiera conseguí separarme de su mano. Perdí totalmente mis poderes y fui recluido en la raíz de una montaña. De esta forma, el Emperador de Jade pudo celebrar, por fin, en los Cielos, un espléndido banquete de paz y el Oeste volvió a recuperar su título de Suprema Felicidad. Más de cincuenta años permanecí encerrado, sin probar un gramo de arroz o un simple sorbo de té. Pero, cuando la Gran Cigarra de Oro decidió reencarnarse y el Este tomó la decisión de enviarle al país de Buda en busca de las escrituras, haciendo posible que el Gran Señor de los Tang liberara a los muertos, Kwang-Ing me convenció para que me sometiera al Bien y abrazara la Fe y renunciara a mi naturaleza salvaje. El juramento que entonces pronuncié me libró de mi prisión de piedra y ahora me encuentro de paso hacia el Oeste en busca de las escrituras sagradas. ¡Deja, pues, de portarte con tanta irreflexión, bestia inmunda, y devuelve la libertad al monje Tang! ¡Todos deben doblegarse ante el auténtico dharma!
—¡Así que tú eres el ladronzuelo que osó robar al mismísimo Cielo! —exclamó el monstruo, amenazando al Peregrino—. ¡No huyas y prueba el sabor de mi lanza!
El Gran Sabio paró el golpe con la barra de hierro, dando así comienzo a un extraordinario combate. Por su parte, el Príncipe Nata y la Estrella de la Virtud de Fuego se abandonaron al ardor guerrero que desde hacía tiempo dominaba sus cuerpos y lanzaron contra el demonio las seis armas celestes y toda la panoplia de la Sección del Fuego. Eso hizo que el Gran Sabio redoblara la fiereza de su ataque, al tiempo que los dos señores del trueno preparaban sus rayos y el devaraja desenvainaba su cimitarra, dispuestos a arrojarse a una sobre su enemigo. Sonriendo con desprecio, el monstruo sacó tranquilamente la escama y, tras tirarla hacia arriba, gritó:
—¡Ataca!
Al punto se oyó un fuerte silbido y las seis armas celestes, el equipo completo de la Sección del Fuego, los rayos, la cimitarra del devaraja y hasta la misma barra del Peregrino fueron arrebatados hacia lo alto, como si fueran meras plumas de ave. De nuevo volvieron a encontrarse con las manos vacías el Gran Sabio Sun y los otros dioses. El demonio regresó, triunfante, a la caverna y ordenó a sus súbditos:
—Recoged todas las piedras y rocas que encontréis y reconstruid los pasadizos y las salas. En cuanto lo hayamos concluido, daremos muerte al monje Tang y a sus compañeros, como prueba de agradecimiento a la Tierra. Entonces podremos todos vivir en felicidad y armonía.
Los diablillos obedecieron sin rechistar, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Devaraja Li, que, al frente de los otros dioses, regresó, cabizbajo, a la cumbre de la montaña. La Virtud de Fuego empezó, entonces, a regañar al Príncipe Nata por no haber sido capaz de dominar su entusiasmo, mientras los dos señores del trueno hacían otro tanto con el devaraja por haber actuado con tan lamentable precipitación. El Señor Acuático, por su parte, se quedó a un lado con la cabeza gacha y tan mohíno como un adolescente malhumorado. Al ver el Peregrino lo abatidos que estaban, no tuvo más remedio que tratar de levantarles el ánimo y, aparentando una alegría que, en realidad, no sentía, dijo, sin dejar de sonreír:
—¿A qué vienen esas caras tan largas? Como muy bien afirma el dicho, «la victoria y la derrota son cosas corrientes entre los que se dedican a la guerra». Si nos detenemos a valorar la capacidad luchadora de ese monstruo, por fuerza hemos de concluir que no es mucho mejor que la nuestra. La única clave de su victoria está en esa dichosa escama, que ha vuelto a tragarse nuestras armas. Tranquilizaos y descansad, mientras voy a averiguar algo más sobre su posible origen.
—Cuando acudisteis por primera vez al Emperador de Jade —contestó el Príncipe—, se escudriñó hasta el último rincón del cielo y no pudo encontrarse ni rastro de ese monstruo. ¿Dónde pensáis proseguir ahora vuestra búsqueda?
—He reflexionado mucho sobre ese problema y he llegado a conclusión de que no existe poder mayor que el dharma de Buda. Tengo pensado, pues, llegarme hasta el Paraíso Occidental y preguntar a Tathagata sobre ese demonio. Le pediré que recorra los Cuatro Grandes Continentes con el ojo de su insondable sabiduría y que descubra de qué lugar es originaria esa bestia que tantos problema nos está causando. Deseo, igualmente, conocer qué tipo de fuerzas se encierran en esa escama. Estoy decidido a hacerme con ella, cueste lo que cueste. Sólo entonces podremos detener al monstruo. Es hora ya de que sea vengado vuestro honor y de que regreséis, victoriosos, al Cielo.
—Si tal es vuestro deseo —dijeron los dioses a coro—, no demoréis más la marcha. Cuanto antes vayáis, más pronto regresaréis.
Dando un salto tremendo, el Peregrino se montó en una nube y se dirigió a toda prisa hacia la Montaña del Espíritu. Fue tal la velocidad a la que se desplazó por los aires, que no tardó en avistarla. Era, en verdad, un lugar maravilloso rodeado de nubes de una pureza difícil imaginar. Sobre su cumbre, que se perdía en el azul de los cielos, se levantaba la gran ciudad del Paraíso Occidental, cuya belleza superaba la de todos los tesoros que posee China. El Aliento Primordial se movía libremente por sus calles, marcando una clara frontera entre el Cielo y la Tierra. Por doquier se veían alfombras de flores y, de vez en cuando, podía escucharse el límpido tañer de campanas, que acompañaban el interminable recitado de las santas escrituras. A la sombra de los pinos, grupos de mujeres proclamaban las gestas del Único, mientras los arhats paseaban con actitud recogida bajo cedros que parecían hechos de jade. Bandadas de grullas venían a posarse sobre el Pico del Buitre. El batir elegante de sus alas contrastaba con el quietismo de los fénix azulados, que parecían estar haciendo guardia en la copa de cada árbol. Parejas de simios de negro pelaje ofrecían a los viandantes frutos de la inmortalidad, compitiendo en generosidad con ciervos entrados en años, que no dejaban de regalar capullos de un llamativo color rojizo. El cielo se veía surcado, sin parar, por bandadas de exóticos pájaros, que parecían conversar con su lenguaje de trinos. En cada rincón crecían macizos de flores de nombres tan bellos como los colores que les daban vida. La línea de montañas que servía de fondo a la ciudad trazaba sobre el horizonte un jeroglífico que ni los calígrafos podían imitar. Todo era belleza en aquel mundo de serena armonía. ¿Cómo podía ser de otra forma, si se trataba de un lugar regido por el Espíritu del Vacío Absoluto? Hasta en el detalle más mínimo se apreciaba la solemne luminosidad del propio Buda.
Cuando más concentrado estaba el Peregrino admirando la belleza que se extendía ante sus ojos, oyó que alguien decía a sus espaldas:
—¿De dónde venís y adónde vais, Sun Wu-Kung?
El Gran Sabio se dio a toda prisa la vuelta y vio que se trataba de la honorable Bhiksuni[1]. Tras saludarla con respeto, el Peregrino contestó:
—Tengo un pequeño problema que desearía exponer directamente Tathagata.
—¡Sigues tan mentiroso como siempre! —le regañó Bhiksuni—. Si quieres entrevistarte con Tathagata, ¿por qué no hasta el templo, en vez de detenerte en esta montaña?
—Es la primera vez que visito este santo lugar y no sé moverme por él —se disculpó el Peregrino.
—En ese caso, sígueme —le urgió Bhiksuni y el Peregrino corrió tras ella en dirección hacia el Monasterio del Trueno. Allí le cerraron el paso las heroicas figuras de los Ocho Grandes Guardianes del Diamante[2].
—Espera aquí, Wu-Kung, mientras yo voy a dar cuenta de tu llegada —dijo, entonces, Bhiksuni.
Al Peregrino no le quedó más remedio que quedarse aguardando a la puerta. Cuando Bhiksuni se hubo encontrado en presencia de Buda, juntó respetuosamente las palmas de las manos y dijo:
—Sun Wu-Kung desea entrevistarse con Tathagata.
Tathagata ordenó que fuera conducido a su presencia y los Guardianes del Diamante no tuvieron ningún inconveniente en dejarle pasar. El Peregrino se echó rostro en tierra y Tathagata le dijo:
—Había oído comentar que la respetable Kwang-Ing te había puesto en libertad, tras abrazar el budismo y comprometerte a acompañar al monje Tang hasta estas tierras en busca de las escrituras sagradas. ¿Cómo es que has venido tú solo? ¿Quieres explicarme qué es lo que ha sucedido?
—Permitidme informaros —contestó el Peregrino, volviendo a golpear el suelo con la frente— que desde el momento mismo en el que abracé vuestra fe y me convertí en discípulo vuestro, no me he separado en ningún instante del monje Tang, siguiendo a su lado la larga senda que conduce hacia el Oeste. Al llegar a la Caverna Yelmo de Oro, que se halla enclavada en la montaña del mismo nombre, nos topamos con un demonio que ostenta el pomposo título de Gran Rey de los Búfalos. Sus poderes son tan extraordinarios, que logró apoderarse de mi maestro y de mis otros hermanos y los encerró en el interior de su caverna. Varias veces le he exigido que los ponga en libertad, pero sólo he conseguido enfurecerle aún más. Posee una escama tan blanca como un espíritu, con la que ha logrado arrebatarme en dos ocasiones la barra de hierro. Eso me hizo sospechar en un principio que podría tratarse de un guerrero celeste, atraído al Mundo Inferior por el falso brillo de sus seducciones, por lo que decidí realizar ciertas investigaciones en las Regiones Superiores. El Emperador de Jade tuvo la amabilidad de poner a mi disposición al Devaraja Li y a su respetable hijo, pero el monstruo los desarmó de la misma forma que a mí. Pedí a continuación a la Estrella de la Virtud de Fuego que le quemara vivo, pero los resultados no mejoraron lo más mínimo. Pensando que el agua pondría fin su poderío, acudí a la Estrella de la Virtud de Agua, con el fin de que provocara una inundación que acabara con su vida; sin embargo, la suerte continuó sin ponerse de nuestro lado. Fueron muchas las energías que hube de emplear para recuperar la barra de hierro y las armas de mis otros compañeros; pero, aunque al principio conseguimos hostigarle, al final terminó quitándonoslas otra vez de las manos y volvimos a probar el amargo sabor de la derrota. Tan repetidos fracasos me han movido a venir a suplicaros que volváis vuestra vista hacia el mundo y descubráis cuál es el lugar de origen tan singular criatura. Eso me servirá de gran ayuda para capturarle y poner, por fin, en libertad a mi maestro. Todos nos inclinaremos, entonces, ante vos con las palmas unidas y el firme propósito de buscar en adelante los frutos del bien.
Tras escuchar tan largo relato, Tathagata escudriñó la distancia con los ojos de su insondable sabiduría y al instante quedó desenmarañado todo el enigma.
—Aunque acabo de descubrir la identidad de ese monstruo —dijo, volviéndose hacia el Peregrino—, no puedo comunicártela, porque los monos sois incapaces de guardar el menor secreto. Si en algún momento se te llega a escapar que he sido yo el que ha desenmascarado su personalidad, dejaría de luchar contra ti y vendría a la Montaña del Espíritu a pedirme cuentas. Como no quiero, por otra parte, que te marches con las manos vacías, te prestaré el poder de mi dharma y así podrás capturarle.
—¿Cuáles son esos poderes que vais a concederme? —preguntó el Peregrino, inclinándose, una vez más, en señal de gratitud.
Tathagata ordenó a los Dieciocho Arhats que abrieran la sala del tesoro y cogieran dieciocho granitos de arena de mercurio dorado.
—Regresa a esa caverna —prosiguió Tathagata— y reta, una vez más a ese demonio. Cuando haya abandonado su escondite, los arhats dejarán caer sobre él los granos de arena y quedará tan inmóvil como la montaña en la que mora. Así podrás golpearle cuanto quieras.
—¡Fantástico! —exclamó el Peregrino, entusiasmado—. ¡Francamente fantástico! Traed inmediatamente esa arena.
Los arhats tomaron, entonces, el mercurio dorado y abandonaron el palacio. Tras dar las gracias a Tathagata, el Peregrino corrió tras ellos y descubrió que sólo eran dieciséis.
—¿Qué clase de lugar es este en que los sobornos corren con la misma facilidad que el agua de lluvia por una torrentera? —gritó, cuando los hubo alcanzado.
—¿Quieres decirnos quién está recibiendo sobornos aquí? preguntaron los arhats, sorprendidos.
—Si no recuerdo mal —respondió el Peregrino—, al principio erais dieciocho. ¿Cómo es que ahora quedáis sólo dieciséis?
No había acabado de decirlo, cuando se añadieron al grupo el Conquistador de Dragones y el Domador de Tigres.
—¿Cómo puedes ser tan malpensado, Wu-Kung? —le regañaron, ofendidos—. Si no hemos salido con vosotros, ha sido porque Tathagata quería darnos algunas instrucciones más.
—A eso precisamente me refería, cuando hablaba de sobornos —replicó el Peregrino—. Si no llego a ponerme a gritar, seguro que aún estaríais dentro.
—Los arhats soltaron una sonora carcajada y montaron a toda prisa en sus nubes. En un abrir y cerrar de ojos, llegaron a la Montaña del Yelmo de Oro, donde fueron recibidos respetuosamente por el Devaraja Li y los otros dioses.
—No es preciso que entréis en detalles —dijo uno de los arhats—. Bajad a retar a esa bestia y hacedla salir, cuanto antes.
El Gran Sabio se llegó hasta la caverna, levantó el puño en alto y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Sal de ahí inmediatamente, monstruo llorón, y prueba el sabor de los puños de tu querido abuelito Sun!
Los diablillos que montaban la guardia de nuevo volvieron a refugiarse en el interior de la cueva.
—¡Maldito mono! —exclamó el demonio, en cuanto se hubo enterado de su llegada—. Me pregunto con qué ayuda contará esta vez.
—No hay ningún guerrero con él —informaron los diablillo—. Está totalmente solo.
—¡Qué cosa más rara! —volvió a exclamar el demonio—. ¿Cómo se atreve a venir a retarme él sólito, cuando su arma se encuentra en mi poder? ¿Será que quiere que luchemos otra vez con los puños?
Tras coger la lanza y la escama, ordenó a los diablillos que giraran la enorme piedra que protegía el acceso a la caverna y, de un salto, se puso ante su adversario, al que insultó, diciendo:
—¡Jamás había conocido a nadie tan cabezota como tú! ¿Cómo te atreves a venir a molestarme, cuando te has enfrentado conmigo yo qué sé la de veces y en todas has salido trasquilado? Tenías que haberte conformado con una o dos derrotas.
—¡Se nota que eres incapaz de distinguir el bien del mal! —replicó el Peregrino—. Si no quieres que tu abuelito destruya totalmente tu morada, ríndete, pon en libertad a mi maestro y a mis otros hermanos y pide disculpas por todas las tropelías que has cometido con ellos así podré perdonarte la vida.
—Esos tres monjes de los que hablas acaban de ser depilados —contestó el monstruo—. No comprendo cómo sigues interesándote por ellos, cuando están a punto de ser sacrificados. Te aconsejo, pues, que te marches cuanto antes.
Al oír la palabra «sacrificados», el fuego de la ira ascendió hasta el volcán de su rostro. Incapaz de dominar la furia que le embargaba, apretó cuanto pudo los puños y se lanzó contra el demonio, dando puñetazos y ganchos. El monstruo no tuvo más que extender su lanza para detenerle, pero el Peregrino empezó a saltar de un lado para otro y la bestia cayó en la trampa. Seguro de la victoria, abandonó la entrada de la caverna y corrió tras su adversario en dirección sur. Sin pérdida de tiempo, el Peregrino gritó a los arhats que dejaran caer sobre el demonio los granos de arena del mercurio dorado. ¡Qué extraordinaria era, en verdad, esa arena! Se extendió, al principio, si fuera una especie de niebla y empezó a descender lentamente hacia el suelo. Aunque su color era blanco, no había ojo capaz de traspasarla, como si, en realidad, se tratara de una densa oscuridad empeñada en borrar todos los caminos. Los leñadores que se encontraban, de hecho, trabajando en el bosque eran incapaces de verse unos a otros y los jóvenes que habían salido a recoger hierbas no podían encontrar el camino que conducía hasta sus casas. La neblina volaba en las del viento, como si fuera flor de harina purísima, aunque a veces los granos que la componían parecían poseer el grosor de semillas de alpiste. A medida que la oscuridad se iba apoderando de las cumbres, el mundo se iba tornando más gris cada vez, hasta que el sol quedó totalmente oscurecido y el firmamento desapareció por completo. En nada se parecía esa arena al polvo que levantan los cascos de los caballos ni al aroma que dejan tras sí los carros cargados de heno, porque su naturaleza es tan terrible, que posee la capacidad de hacer desaparecer el mundo entero, con tal de capturar a una bestia. Suya era únicamente la culpa. Si no hubiera abandonado el camino del bien, los arhats jamás hubieran liberado una fuerza tan destructora, que a veces poseía el brillo de las perlas y, otras, la oscuridad más absoluta.
Cuando el demonio vio que los granos de arena cegaban sus ojos agachó en seguida la cabeza, pero entonces comprobó que los pies no le obedecían, como si formaran parte de la tierra. El volumen de arena iba creciendo a su alrededor de una manera increíble.
Desesperado, trató de saltar hacia arriba, pero la arena continuaba elevándose, como si fuera una riada, y no pudo hacerlo. Como último intento, sacó la escama, la lanzó hacia lo alto y gritó:
—¡Ataca! —y al punto se escuchó un penetrante silbido que absorbió los dieciocho granitos de arena de mercurio dorado. De esta forma, pudo regresar, por fin, a su caverna.
Los arhats se quedaron boquiabiertos y con las manos vacías en lo alto de sus nubes. El Peregrino se acercó a ellos, alarmado, y les preguntó:
—¿Se puede saber por qué habéis dejado de arrojar arena?
—Se oyó un sonido muy agudo —explicó uno de ellos, desconcertado— y nuestros granitos de arena de mercurio dorado desaparecieron como por arte de magia.
—¿Así que también os los ha chupado esa maldita escama? —exclamó el Peregrino, soltando la carcajada.
—¿Cómo vamos a detener a ese monstruo? —se quejó el Devaraj Li—. De seguir así, jamás podremos regresar a los Cielos. ¿Quién va a atreverse a presentarse ante el Emperador de Jade, sin haber cumplido la misión que le había sido confiada?
—¿Sabes, Wu-Kung, por qué tardamos más que los demás en salir del Palacio? —preguntaron, entonces, el Conquistador de Dragón el Domador de Tigres.
—¡Yo qué sé! —contestó el Peregrino—. Llegó un momento en que temí que os hubierais echado atrás. ¿Qué otra explicación podía ocurrírseme?
—Tathagata nos advirtió que ese monstruo poseía poderes extraordinarios —explicó uno de los arhats—. Nos aconsejó, al mismo tiempo, que, en caso de que perdiéramos nuestros granitos de arena de mercurio dorado, vos deberíais rastrear sus orígenes en el Palacio del Cielo Impasible de Lao-Tse. El monstruo sería, entonces, capturado con la misma facilidad con que uno chasca los dedos.
—¡Es increíble! —exclamó el Peregrino, visiblemente ofendido—. ¡Hasta el mismísimo Tathagata se burla de mí! ¿Por qué no me dijo eso, cuando fui a visitarle a su palacio? De esa forma, me hubiera ahorrado un viaje en balde.
—¿A qué viene quejarse de esa forma? —repuso el Devaraja Li—. Si Tathagata dispuso que lo hicierais así, no os queda más remedio que obedecer.
—En ese caso —concluyó el Peregrino—, no hay más que hablar —y, montando en su nube, se dirigió a la Puerta Sur de los Cielos.
Allí fue recibido por los Cuatro Grandes Mariscales, quienes, tras doblar las manos y elevarlas a la altura de la barbilla en señal de saludo, le preguntaron:
—¿Qué tal va el asunto del monstruo? ¿Habéis conseguido ya capturarle?
—Todavía no —contestó el Peregrino, sin detenerse—, pero a punto estamos de lograrlo.
Los Cuatro Grandes Mariscales no se atrevieron a echarle el alto y le dejaron trasponer tranquilamente las puertas del Cielo. Mudos de asombro, comprobaron que esta vez no se dirigió al Salón de la Niebla ni a la Mansión del Mirlo Acuático, sino al Palacio Tushita del Cielo Impasible, que se encontraba más allá, incluso, del Trigesimotercer Paraíso. Fuera del palacio había dos inmortales jóvenes. Sin decirles quién era, el Peregrino trató de seguir adelante, pero los asombrados jóvenes le agarraron de la ropa y le preguntaron, malhumorados:
—¿Se puede saber quién eres y adónde vas?
—Soy el Gran Sabio, Sosia del Cielo —contestó escuetamente el Peregrino— y deseo ver a Lao-Tse.
—Podías tener un poco más de educación, ¿no? —le echó en cara uno de los jóvenes—. Espera aquí, mientras vamos a anunciar tu llegada.
Pero el Peregrino no quiso atenerse a razones y, dando un grito tremendo, se metió corriendo en el palacio, yendo a chocarse de morros con el propio Lao-Tse, que salía en aquellos momentos a dar un paseo. Tras inclinarse a toda prisa ante él, el Peregrino preguntó:
—¿Puedo hablar con vos un momento?
—¿Quieres explicarme qué estás haciendo aquí? —preguntó Lao-Tse—. ¿Por qué has renunciado a tu compromiso de ir en busca de las escrituras?
—Ésa es una empresa que parece que nunca vaya a tener fin —contestó el Peregrino—. Ahora mismo, sin ir más lejos, se encuentra detenida. Por eso, precisamente, he decidido acudir a vos.
—Si es verdad lo que dices —objetó Lao-Tse—, ¿por qué piensas que pueda servirte yo de ayuda?
—Estoy tratando de encontrar una pista que me deje expedito el camino que conduce al Paraíso Occidental —volvió a responder el Peregrino—. Su nombre es tan pomposo, que a veces suena a burla. De todas formas, hasta que no haya llegado a él, no proferiré queja alguna.
—¿Qué pista piensas encontrar en una morada tan perfecta de inmortales como es este palacio? —inquirió, una vez más, Lao-Tse.
Por toda respuesta, el Peregrino entornó los ojos y se adentró en la mansión, mirando nerviosamente a derecha e izquierda. Tras recorrer un auténtico dédalo de pasillos, descubrió junto a los establos a un muchacho que estaba profundamente dormido. Tenía en las manos un ronzal, pero no había ni rastro del carabao.
—¡Se os ha escapado el carabao! —gritó el Peregrino, despertándole a empellones—. ¿Es que no pensáis ir a buscarle?
Eran tales las voces que daba el Peregrino, que terminó acudiendo el mismo Lao-Tse.
—¿De qué carabao estáis hablando? —preguntó, entre sorprendido y alarmado.
El muchacho, que había terminado de despertarse del todo, cayó de rodillas y confesó, lloroso:
—Me he quedado dormido y no sé ni cómo ni cuándo se ha apartado de mi lado el animal que me habéis confiado.
—¿Cómo es posible que te hayas rendido al sueño? —le regañó Lao-Tse.
—Tomé una píldora de la cámara del elixir —confesó el muchacho, golpeando repetidamente el suelo con la frente— y, en cuanto la hube tragado me quedé dormido.
—Debe de ser una pastilla del Elixir de las Siete Transformaciones del Fuego, que hice el otro día —reflexionó Lao-Tse en voz alta—. Se me cayó una y este mocoso la cogió y se la comió. En fin, esas píldoras tienen la virtud de hacer dormir a quien las pruebe durante siete días seguidos. Al ver que el muchacho no despertaba y que nadie se ocupaba de él, ese dichoso carabao se escapó y se marchó a las Regiones Inferiores. De eso debe de hacer ya por lo menos siete días.
Lao-Tse quiso averiguar si faltaba alguno más de sus tesoros, pero el Peregrino lo tranquilizó, diciendo:
—Creo que no se ha llevado consigo más que una pequeña escama blancuzca, aunque su poder es, francamente, asombroso.
Pese a todo, Lao-Tse hizo un rápido recuento de todos sus tesoros y descubrió que, en efecto, sólo le faltaba una pequeña lasca de diamante.
—¡Esa maldita bestia se ha llevado mi lasca! —exclamó Lao-Tse, preocupado.
—¡Así que se trata de la misma esquirla que en su día me derribó a mí! —exclamó, a su vez, el Peregrino—. En manos de ese monstruo parece haberse vuelto loca y se ha tragado yo qué sé la de cosas.
—¿Dónde se encuentra ahora esa maldita bestia? —preguntó Lao-Tse.
—En la Caverna del Yelmo de Oro, que, como sabéis, se encuentra enclavada en la montaña del mismo nombre —contestó el Peregrino—. Con ayuda de vuestro tesoro atrapó primero al monje Tang y se hizo después con mi barra de los extremos de oro. No contento con eso, cuando solicité la ayuda de los guerreros celestes, arrebató al Príncipe todas sus armas. Lo mismo le ocurrió a la Estrella de la Virtud de Fuego. Únicamente el Señor Acuático logró escapar indemne de él, pero sus huestes de agua se mostraron incapaces de ahogarle. Recurrí, finalmente, a Tathagata, pero hasta la arena de cinabrio dorado de los arhats fue a parar al vientre de esa arma tan poderosa. ¿De qué puede acusarse a un monstruo, cuando alguien como vos le permite adueñarse de vuestros más preciados tesoros para castigar a la gente?
—Desde que era joven he estado perfeccionando esa lasca de diamante —confesó Lao-Tse—. Precisamente con ella convertí a los bárbaros, cuando traspuse el paso de Han-Ku. Nada, incluidos el fuego y el agua, puede hacerle el menor daño. Si ese monstruo hubiera llegado a robarme también el abanico de llantén, ni yo mismo podría mover un solo dedo en su contra.
Lao-Tse tomó, entonces, su preciado abanico y montó en una nube, seguido por el Gran Sabio, que no dejaba de sonreír. Abandonaron los Cielos por la Puerta Sur y se dirigieron a toda prisa hacia la Montaña del Yelmo de Oro. Allí fueron recibidos por los Dieciocho Arhat, los señores del trueno, el Señor Acuático, la Virtud de Fuego y el Devaraja Li y su hijo, que volvieron a ponerle al tanto de lo ocurrido.
—Creo que debes bajar a retarle, una vez más —dijo Lao-Tse a Wu-Kung—. Eso facilitará mucho mi tarea.
De un salto, el Peregrino volvió a situarse delante mismo de la caverna y, alzando la voz, dijo:
—¡Sal, de una vez, de tu escondite, bestia llorosa, y prepárate para morir!
Los diablillos corrieron al interior de la caverna a informar al monstruo de su llegada, tan asustados como si fuera la primera vez que le veían.
—¡Qué pesado es ese dichoso mono! —exclamó con fastidio—. Me pregunto a quién habrá traído esta vez —y, cogiendo su lanza, se dirigió con paso seguro hacia la entrada de la caverna.
—¡Ten la certeza de que no vas a volver a trasponer esa puerta con vida, bestia inmunda! —gritó el Peregrino, al verle—. ¡No huyas y prueba el sabor de mis puños!
Antes de que el monstruo pudiera reaccionar, le asestó una patada tremenda en la zona del oído y huyó a toda prisa. El demonio se repuso en seguida y corrió tras él con la lanza en ristre. Fue entonces cuando oyó que alguien decía desde lo alto de la montaña:
—¿A qué espera ese carabao para regresar a casa?
El demonio levantó la cabeza y, al ver que se trataba de Lao-Tse, el corazón le dio un vuelco y se puso a temblar, como si fuera una hojita diminuta de bambú.
—¡Ese mono es el ser más malvado de toda la tierra! —se dijo con rabia—. ¿Cómo se las habrá arreglado para dar con mi maestro?
Lao-Tse, por su parte, recitó un conjuro y empezó a dar aire con su abanico. El monstruo arrojó, entonces, la escama contra él, pero maestro la atrapó sin ninguna dificultad. Sacudió por segunda vez el abanico y el demonio perdió toda su fuerza. Los músculos se le agarrotaron y al poco tiempo se convirtió en un carabao de color verdoso. Lao-Tse lanzó su aliento sobre la esquirla de diamante y, tras transformarla en una argolla de hierro, se la pasó a la bestia por el tabique nasal. No contento con eso, se quitó la faja que rodeaba su a cintura y, atándola a un extremo de la anilla, dirigió al bruto por los senderos que estimó más apropiados. Fue así como quedó fijada la costumbre, que aún subsiste hoy en día, de guiar a los carabaos con ayuda de un aro de hierro.
Después de despedirse de los otros dioses, Lao-Tse se montó en el carabao y se elevó hacia lo alto, camino del Palacio Tushita. ¿Qué otra cosa podía hacer, una vez cumplida su misión de doblegar a la bestia, que retornar a su Cielo Impasible?
El Gran Sabio Sun y los otros dioses entraron, entonces, a saco en la caverna y acabaron con todos los diablillos que quedaban, poco más de un centenar. Una vez recuperadas sus armas, el Devaraja Li y su hijo regresaron a los Cielos, los señores del trueno retornaron a sus mansiones, la Estrella de Fuego volvió a su palacio, el Señor Acuático se zambulló en las aguas de un río y los arhats iniciaron su camino de vuelta hacia el Oeste. El Peregrino, por su parte, tomó la barra de hierro y corrió a liberar al monje Tang, a Ba-Chie y al Bonzo Sha, que le agradecieron con lágrimas en los ojos cuanto había hecho por ellos. Cargaron a continuación el equipaje a lomos del caballo y abandonaron para siempre aquella caverna. No les costó mucho trabajo dar con el camino principal. De esta forma, pudieron seguir adelante con su viaje. Mientras caminaban, oyeron una voz, que decía:
—Antes de marcharte, es preciso que te alimentes, monje Tang.
Un temor abismal se apoderó del maestro.
No sabemos quién podía ser el que así le hablaba. El que desee averiguarlo por fuerza tendrá que prestar atención a las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.