CAPÍTULO LIV
Decíamos que, tras salir de la aldea, el monje Tang y sus discípulos reemprendieron el camino que conducía hacia el Oeste. Apenas llevaban recorridos cuatro kilómetros, cuando llegaron a la frontera del Liang Occidental. El monje Tang señaló con el dedo hacia delante y dijo:
—Creo, Wu-Kung, que estamos acercándonos a una ciudad y, a juzgar por las voces y ruidos que de ella nos llegan, o muy equivocado estoy o se trata del País de las Mujeres. Debemos andar, por tanto, con los ojos muy abiertos y comportarnos en todo momento como lo que somos. Es preciso que no demos rienda suelta a nuestras pasiones y sigamos a rajatabla las enseñanzas que nos marca la Ley.
Los tres discípulos se comprometieron a no echar en saco roto tan digno consejo. No tardaron, en efecto, en llegar al final de la calle que miraba hacia el oriente. Los viandantes eran todos mujeres de la más variada condición. Vestían, sin excepción, blusas cortas y faldas largas y llevaban la cabeza llena de aceites y los rostros totalmente empolvados. Muchas de ellas estaban ocupadas en los más variados negocios. Al ver aparecer a los cuatro monjes, empezaron a aplaudir y a gritar, locas de alegría:
—¡Aquí están las semillas humanas! ¡Acaba de llegar un grupo de semillas humanas!
—Desconcertado, Tripitaka detuvo su caballo. En un abrir y cerrar de ojos, la calle se llenó de mujeres, que no dejaban de reír ni de charlar atropelladamente. Ba-Chie estaba tan excitado que no dejaba gritar a pleno pulmón:
—¡Soy un cerdo en venta! ¡Soy un cerdo en venta!
—¡Deja de decir tonterías, de una vez, Idiota! —le reconvino el Peregrino—. Ya ven lo que eres. De todas formas, no estaría de más les mostraras, sin ambages, toda tu belleza.
Ba-Chie no lo pensó más. Sacudió la cabeza un par de veces punto aparecieron sus enormes orejotas, grandes como un abanico hecho con hojas entrelazadas de palma.
Dejó libres, después, sus labios gordos y alargados como una raíz de loto, y empezó a dar tales gritos, que las mujeres huyeron despavoridas, tropezando lastimosamente unas con otras. De ese momento disponemos de un poema, que dice:
Buscando sin cesar a Buda, el monje sabio llegó al Liang Occidental, una tierra en la que todos sus habitantes son hembras y no existe un solo macho. En ella los labradores, los literatos, los obreros, los comerciantes, los pescadores y granjeros son todos mujeres. ¿Qué hay de extraño, pues, en que las doncellas se lanzaran a las calles, gritando «¡Semillas humanas!» y las jovencitas se apelotonaran, jubilosas, para dar la bienvenida a los varones que acababan de llegar? Si Wu-Neng no les hubiera mostrado la fealdad de su rostro, ninguno de ellos habría podido resistir el acoso tremendo del sexo bello.
Todas estaban tan asustadas que no se atrevían a acercarse; se habían puesto en cuclillas, para defenderse mejor de un posible ataque, y se frotaban las manos sin cesar.
Alineadas a lo largo de la calle, no dejaban de sacudir la cabeza ni de morderse las uñas.
Pero el miedo no era suficiente para hacerlas apartar los ojos del monje Tang. Para abrirse camino entre ellas, el Gran Sabio hacía muecas horrorosas, mientras el Bonzo Sha desplegaba todas sus cualidades de monstruo, tratando de poner un poco de orden.
Sin soltar el caballo de riendas, Ba-Chie, por su parte, estiraba cuanto podía el hocico y agitaba las orejas, como si fueran dos enormes abanicos. Mientras caminaba, los Peregrinos pudieron apreciar que todas las casas de la ciudad estaban primorosamente alineadas y que sus tiendas mostraban un orden muy difícil de encontrar en otras partes.
No faltaban vendedores de arroz o de aceite, ni tabernas, ni casas de té, ni torres con sus correspondientes campanas y tambores, ni almacenes repletos de mercancías, ni mansiones cubiertas de estandartes y con las persianas coquetamente bajadas. Tras recorrer, una tras otra, infinidad de calles, se toparon con una funcionaría, que dijo con voz autoritaria:
—No está permitido a ningún extranjero entrar en la ciudad sin el correspondiente permiso. Es preciso, pues, que apuntéis vuestros nombres en el libro de registros. De esa forma, podré dar cuenta de vuestra llegada a nuestra soberana. Sólo entonces se os dejará libre el paso.
Al oír eso, Tripitaka bajó del caballo en seguida. Cerca de allí vio un edificio de corte oficial, en el que había un letrero que decía: «Posada de los Varones». Visiblemente nervioso, el maestro se volvió hacia Wu-Kung y dijo:
—Todo esto confirma lo que nos comentó la anciana de la aldea que acabamos de dejar. Entonces no creí que pudiera existir una posada tan extraña como ésta.
—Hermano segundo —dijo el Bonzo Sha, por su parte, dirigiéndose a Ba-Chie—, ¿por qué no vas a mirarte en el Arroyo de los Embarazos? A lo mejor se refleja allí tu imagen dos veces.
—¡Deja de burlarte de mí, por favor! —contestó Ba-Chie—. Ya no estoy embarazado. ¿Acaso has olvidado que he bebido una taza del agua del Arroyo de los Abortos? ¿Qué necesidad tengo ahora de ir a mirarme a ese sitio que dices?
—Ten cuidado con lo que hablas, Wu-Neng, le aconsejó Tripitaka y, tras saludar a la funcionaría con el debido respeto, entró en la posada.
En cuanto hubieron tomado asiento en el salón principal, ordenó que les sirvieran el té.
Todas las criadas llevaban trenzas y vestían túnicas abiertas por la mitad. Incluso cuando servían, no paraban de reírse. Una vez que hubieron dado cuenta del té, la funcionaría se puso de pie y preguntó:
—¿Tendríais inconveniente en decirnos de dónde venís?
—Nosotros —contestó el Peregrino— somos originarios de las Tierras del Este y nos dirigimos al Paraíso Occidental, por mandato expreso del Gran Emperador de los Tang, a presentar nuestros respetos a Buda y conseguir unas cuantas escrituras. Nuestro maestro, hermano del propio emperador, es conocido por el nombre de Tripitaka Tang. Yo, Sun Wu-Kung, soy su discípulo primero y estos dos, Chu Wu-Neng y Sha Wu-Ching, son mis hermanos. Con el caballo, hacemos un total de cinco viajeros. Portamos con nosotros un permiso de viaje, por lo que os estaríamos profundamente agradecidos, si tuvierais a bien concedernos un salvoconducto, para poder cruzar vuestras tierras.
La funcionaría tomó buena nota de todo ello y, echándose rostro en tierra, comenzó a golpear el suelo con la frente, al tiempo que decía:
—Perdonadme por no haber salido a daros la bienvenida. Vuestra humilde servidora no es más que una encargada de la Posada de los Varones. Tened por seguro que, de haber sabido que erais los representantes de una nación tan noble, os habría tratado con todo el respeto que merecéis.
A continuación se puso de pie y ordenó que se les diera inmediatamente de comer y beber, diciendo:
—Procurad que no falte de nada a nuestros huéspedes —después añadió, dirigiéndose a ellos—: Descansad en esta indigna posada mientras voy a dar cuenta a nuestra soberana de vuestra llegada. Estad tranquilos. En cuanto sea posible, se os entregará el salvoconducto que solicitáis y así podréis continuar vuestro camino hacia el Oeste.
Encantado, Tripitaka tomó asiento y se dispuso a tomar las viandas que se le ofrecían, por lo que, de momento, no hablaremos más de él. Sí lo haremos, sin embargo, de la funcionaría de la posada, la cual, tras cambiarse de ropa, se dirigió hacia la Torre del Fénix, erigida en el centro mismo de la capital, y dijo a la Guardiana de la Puerta Amarilla:
—Soy la funcionaría de la Posada de los Varones y deseo tener una entrevista con la soberana.
La Guardiana de la Puerta Amarilla corrió a dar cuenta de su llegada y la oficiala fue conducida sin tardanza al interior del palacio, donde la soberana le preguntó:
—¿Qué es lo que trae por aquí a la funcionaría de la Posada de los Varones?
—Vuestra humilde servidora —contestó la funcionaría— acaba de dar la bienvenida a Tripitaka Tang, hermano del Gran Emperador de los Tang de las Tierras del Este, y a sus tres discípulos Sun Wu-Kung, Chu Wu-Neng y Sha Wu-Ching. Junto con el caballo, forman un grupo de cinco viajeros. Se dirigen, de hecho, hacia el Paraíso Occidental en busca de las escrituras de Buda. He creído conveniente informaros de su llegada y consultaros, al mismo tiempo, si ha de concedérseles el salvoconducto que solicitan para seguir adelante con su viaje.
Al oír eso, la soberana cedió a la alegría y dijo a las funcionarías, tanto civiles como militares, que la rodeaban:
—Anoche soñé que de los biombos de oro salían luces de colores muy vivos y los espejos de jade emitían rayos muy brillantes. Por fuerza tenía que tratarse de un augurio favorable para hoy.
—¿Cómo podéis afirmarlo con tanta seguridad, señora? —preguntaron todas las funcionarías al mismo tiempo, postrándose de hinojos ante los escalones del trono.
—Como muy bien acabamos de oír —contestó la soberana—, ese hombre procedente de las Tierras del Este es hermano del Emperador de los Tang. Desde los tiempos de la división del caos, jamás se había visto en esta corte a hombre alguno. ¿Qué otra cosa puede ser ese viajero de sangre real que un regalo de los Cielos? Tomaré todas las riquezas del país y se las pondré a sus pies con la condición de que acepte ser nuestro rey. Yo, por mi parte, estoy decidida a convertirme en su reina. De dicha unión nacerá una prolífica descendencia y, así, quedará asegurada para siempre la sucesión de nuestro reino. ¿Cómo no va a tratarse de un buen augurio, cuando las ventajas que eso nos reportará son incalculables?
Todas las funcionarías se echaron rostro en tierra y empezaron a golpear el suelo con la frente en señal de alegría. Sólo la encargada de la posada se atrevió a objetar con timidez:
—He de reconocer que vuestra idea de alargar vuestra descendencia hasta más allá de la diezmilésima generación es, francamente, excelente. Debéis tener en cuenta, no obstante, que los tres discípulos de hombre con sangre real son maleducados en extremo y de una apariencia que mueve al pánico.
—Según tu opinión —preguntó la soberana—, ¿cuál es el aspecto de ese caballero y qué rasgos presentan sus discípulos?
—El hermano del emperador Tang —contestó la funcionaría— posee unos rasgos tan finos, una dignidad tan natural y una belleza tal rostro, que son suficientes para enorgullecer a una nación tan noble como la China del sur de Jambudvipa. Sus discípulos, por el contrario, tienen un aspecto tan repulsivo, que, más que hombres, parecen espíritus.
—En ese caso —concluyó la soberana—, les daremos todas las provisiones que precisen y les concederemos el salvoconducto que han solicitado. Así podrán continuar su viaje hacia el Paraíso Occidental. El caballero con sangre real se quedará con nosotras. ¿Qué hay de malo en ello?
—Las palabras de nuestra soberana —volvieron a exclamar a coro las funcionarías— están, en verdad, cargadas de sabiduría y pondremos por obra con toda la dedicación de que seamos capaces. El asunto del matrimonio, sin embargo, exige una casamentera, puesto que, como muy bien afirmaban los antiguos, «el contrato matrimonial depende de las hojas rojas[1] y a las parejas las une el hombre de la luna, con hilos de seda roja[2]».
—No os preocupéis por eso —respondió la soberana—. Seguiremos vuestro consejo. De casamentera hará nuestra querida Consejera Mayor, actuando como oficiante de la ceremonia la encargada de la Posada de los Varones. Antes de todo es preciso, no obstante, presentar nuestra proposición al viajero de sangre real. Caso de aceptarla, saldré a recibirle en mi carruaje a las puertas mismas de palacio.
Mientras tanto, cuando más satisfechos estaban Tripitaka y sus discípulos, gozando tranquilamente de las viandas vegetarianas que les habían ofrecido, vino corriendo una sirvienta a informarlos, diciendo:
—Acaba de llegar la Consejera Mayor de nuestra soberana.
—¿Para qué vendrá aquí esa buena señora? —preguntó Tripitaka, sorprendido.
—Quizás la reina quiere invitarnos a ir a su palacio —contestó Ba-Chie.
—Me huele —replicó el Peregrino— que desea haceros una proposición de matrimonio.
—¿Qué podemos hacer, si, en efecto, se empeñan en no dejarnos marchar y nos obligan a casarnos con ellas? —preguntó Tripitaka al Peregrino, muerto de miedo.
—No os preocupéis y aceptad su proposición —le aconsejó el Peregrino—. Ya me ocuparé yo de todo.
Apenas había acabado de decirlo, cuando se presentaron dos funcionarias y se inclinaron respetuosamente ante el maestro.
—Yo, señoras —dijo Tripitaka, devolviéndoles el saludo—, no soy más que un pobre monje que ha renunciado a la familia. ¿Qué cualidades puede tener una persona tan insignificante como yo, para que os inclinéis ante ella con tanto respeto?
La Consejera Mayor quedó encantada del porte y de las maneras del maestro y se dijo:
—En verdad, no existe nación más afortunada que la nuestra. Este hombre ciertamente merece ser el marido no sólo de nuestra soberana, sino de otras diez mil mujeres como ella.
Tras saludarle con la deferencia que la situación requería, las demás funcionarias permanecieron de pie alrededor del monje Tang y, finalmente, dijeron:
—Os deseamos, señor, diez mil felicidades.
—No soy más que un pobre monje que ha renunciado a la familia —repitió Tripitaka—. ¿De dónde voy a sacar tanta felicidad como la que ahora me deseáis?
—Éste, señor —explicó la Consejera Mayor, volviéndose a inclinar con respeto—, es el País de las Mujeres del Liang Occidental, en el que desde tiempos inmemoriales jamás ha puesto el pie un solo varón. Esta vez, no obstante, hemos tenido la suerte de dar la bienvenida a un miembro tan destacado de la realeza como vos, cabiéndome el alto honor de haceros llegar el deseo de nuestra soberana de contraer nupcias con vos.
—¡Santo cielo! —exclamó Tripitaka, temblando—. Este humilde monje llegó a este gran reino sin más compañía que sus tres discípulos y según parece, no va a abandonarlo, a no ser cargado de hijas e hijos. Me pregunto cómo se le habrá ocurrido semejante idea a vuestra soberana.
—Cuando fui a palacio a dar cuenta de vuestra llegada —explicó la encargada de la posada—, nuestra soberana nos contó que ayer por la noche había tenido un sueño, en el que vio cómo de los biombos de oro salían luces de colores muy vivos y los espejos de jade emitían rayas muy brillantes. Ella lo interpretó como un buen augurio y, así, cuando se enteró de que había llegado, procedente de la gran nación china, un hombre de sangre real, no tuvo ningún inconveniente en poner a sus pies todas las riquezas del reino, con tal de que acepte desposarse con ella[3]. Vos os convertiréis en un hombre elegido y ocuparéis el trono que mira hacia el sur, mientras que ella será para siempre vuestra reina. Si la Consejera Mayor se ha desplazado hasta aquí, ha sido precisamente con la misión de obtener vuestro consentimiento y ofrecerme a mí la posibilidad de actuar de oficiante de la ceremonia de nupcial. Ahora tenéis vos la palabra.
Sin saber qué contestar, Tripitaka agachó la cabeza y se sumió en un profundo silencio.
—Cuando alguien se topa con una ocasión tan ventajosa como ésta, no debe dejarla pasar —le aconsejó la Consejera Mayor—. Soy consciente de que puede sonar un tanto extraño que el marido entre a formar parte de la familia de la mujer, pero pensad que son todas las riquezas del país las que ahora se os ofrecen como dote. De todas formas, os agradecería que me dierais pronto una respuesta, para transmitírsela a nuestra soberana.
El maestro permaneció tan mudo como si no hubiera oído ni una sola de sus palabras.
Fue Ba-Chie quien, alargando su maloliente morro, dijo:
—Regresad a palacio y comunicad a vuestra soberana que mi maestro es un arhat que ha alcanzado, tras muchos sacrificios, la iluminación del Tao y que no se casará con nadie, aunque se le entreguen todas las riquezas del mundo o la novia sea tan hermosa que haya provocado la caída de varios imperios. Concededle, pues, el salvoconducto y dejadle partir, cuanto antes, rumbo hacia el Oeste. Yo ocuparé su lugar en el tálamo. En fin, ¿qué os parece la idea?
Al oír semejante desatino, le dio un vuelco el corazón a la Consejera Mayor y se quedó con la boca abierta, sin poder articular palabra.
—Por muy macho que seáis —replicó la encargada de la posada, sois extremadamente feo y me temo que nuestra soberana no va a encontraros lo suficientemente atractivo.
—¡Qué poca agilidad mental poseéis! —exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada—. Como muy bien afirma el proverbio, «con los sauces finos se hacen toneles y con los gordos, cestas». ¿Quién es capaz de afirmar que un hombre sea feo?
—Deja de decir tonterías, de una vez, Idiota —le aconsejó el Peregrino—. Es al maestro al que le corresponde la decisión, no a ti. Si quiere quedarse, que se quede; y que se marche, si ése es su deseo. No está bien hacer perder tanto tiempo a una casamentera tan ilustre como la que su alteza ha enviado.
—¿Qué crees que debo hacer, Wu-Kung? —exclamó Tripitaka.
—En mi opinión, deberíais quedaros —respondió el Peregrino—. Como muy bien afirmaban los antiguos, «por muy lejos que se encuentren dos personas, terminarán uniéndose, si ése es el deseo del Cielo». En ningún sitio podréis encontrar una oportunidad mejor que ésta, os lo aseguro.
—Pero, si nos quedamos aquí, disfrutando de riquezas y honores, nadie conseguirá las escrituras del Paraíso Occidental —objetó Tripitaka—. ¡La espera acabará con el Gran Emperador de los Tang!
—No nos atrevemos a ocultaros la verdad —dijo, entonces, la Consejera Mayor—. Nuestra soberana está interesada únicamente en vos. En cuanto haya concluido el banquete nupcial, se darán provisiones y un certificado de viaje a vuestros discípulos, para que puedan seguir su viaje hacia el Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas.
—Lo que acabáis de decir es muy razonable —dijo el Peregrino—. Por nuestra parte, no pondremos la menor objeción. Estamos completamente de acuerdo en que nuestro maestro se quede aquí y contraiga matrimonio con vuestra señora. Firmad, pues, el salvoconducto y permitidnos partir cuanto antes hacia el Oeste. Cuando hayamos conseguido las escrituras, regresaremos a este lugar y os pediremos que nos sufraguéis el viaje de vuelta. Así podremos alcanzar el Reino de los Tang sin ninguna dificultad.
—Os damos las gracias, maestro, por haber puesto fin al problema de una forma tan brillante —dijeron la Consejera Mayor y la encargada la posada, inclinándose respetuosas.
—No tan deprisa, Consejera Mayor —exclamó Ba-Chie—. Dado que no hemos planteado ninguna objeción, sería justo que vuestra señora nos ofreciera un banquete de despedida o un convite de compromiso. Al fin y al cabo, somos los parientes más cercanos del novio, ¿no os parece?
—¡Por supuesto! —exclamó la Consejera Mayor—. Ahora mismo os haremos llegar las viandas —y abandonó, loca de contento, la posada, seguida de la funcionaría encargada del mantenimiento de la misma.
En cuanto se hubieron quedado solos, el monje Tang se volvió contra el Peregrino y empezó a regañarle, diciendo:
—¡Qué cabeza de mono la tuya! ¡Tus trucos van a terminar con mi vida! ¿Cómo puedes pedirme que me quede aquí con esa mujer, mientras vosotros vais al Paraíso Occidental a entrevistaros con Buda? ¡No haré una cosa así ni aunque me maten!
—Procurad calmaos, maestro —le aconsejó el Peregrino—. Sé cómo os sentís pero, puesto que hemos logrado llegar hasta aquí y esta gente es como es, lo mejor que podemos hacer es destruir un plan con otro.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Tripitaka.
—Si continuáis negándoos —respondió el Peregrino—, tened por seguro que jamás nos darán el salvoconducto y no podremos seguir nuestro viaje. ¿Pensáis que vamos a cruzarnos de brazos, si deciden haceros picadillo y emplear vuestra carne para fabricar bolsitas aromáticas? Por supuesto que lo impediremos, echando mano de nuestros poderes para derrotar demonios y acabar con diablos. Como sabéis por experiencia, nuestras manos y pies son duros como el acero y no hay nadie capaz de doblegar nuestras armas. De un soplo, somos capaces de acabar con este país y todos sus habitantes. Pero debéis tener en cuenta, al mismo tiempo, una cosa: aunque se hayan empeñado en no dejarnos seguir adelante, esas mujeres no son ni demonios ni monstruos, sino seres humanos, que siguen las costumbres de su propio país. Vos siempre habéis sido una persona amable y compasiva, que en todo momento se ha negado a hacer el menor mal a nadie. ¿Seríais capaz de contemplar tranquilamente cómo acabábamos con ellas? ¡Por supuesto que no! ¡Eso sería algo brutal y totalmente atentatorio contra la moral!
—Lo que acabas de decir te honra —exclamó Tripitaka, emocionado—. De todas formas, temo que, una vez que me encuentre en el interior del palacio, la reina me obligue a realizar el acto conyugal con ella. ¡No estoy dispuesto a destruir mi yang original ni a renunciar a mis principios budistas, malgastando mi esperma y apartándome de la comunidad de creyentes!
—Sin duda alguna —contestó el Peregrino—, siguiendo la etiqueta imperial, enviará su carruaje a recogeros. No cometáis la imprudencia de rechazarla. Acompañadla hasta el salón del trono, montado en la carroza del fénix y el dragón, y ocupad el trono que mira hacia el sur. Pedidle, entonces, el sello imperial y hacednos llamar sin ninguna demora. Una vez que hayáis sellado el salvoconducto, invitad a la reina a que lo firme y entregádnoslo antes de que se vuelva atrás. Al mismo tiempo, le haréis ver la conveniencia de dar un espléndido banquete, al que podéis calificar, a la vez, de convite nupcial y de comida despedida. En cuanto haya concluido, montad en la carroza y dirigíos a las afueras de la ciudad, con la excusa de que deseáis despediros de nosotros antes de regresar a palacio a consumar vuestro matrimonio. De esta forma, satisfaréis los deseos de la reina y de todas sus súbditas, evitaréis que nos impidan el paso y nos ahorraréis que tengamos que echar mano de las armas. En cuanto lleguemos a las afueras de la ciudad, bajaréis de la carroza del dragón y el Bonzo Sha os ayudará a montar en el caballo blanco. En ese mismo momento haré uso de la magia e inmovilizaré a todas las habitantes de este reino. Así, podremos continuar nuestra marcha hacia el Oeste. Cuando haya transcurrido un día con su correspondiente noche, recitaré otro conjuro y al instante recuperarán la capacidad de ir adónde buenamente les plazca. De esa forma, evitaremos que sus vidas corran el menor peligro y vos continuaréis siendo fiel a vuestros principios. He dado a este plan el nombre de «cómo escapar de las redes de un falso matrimonio». ¿No os parece que es lo más apropiado para todos?
Al oír esas palabras, Tripitaka pareció despertar, de pronto, de un profundo sopor, como si todo no hubiera sido más que una pesadilla. Al punto se olvidó de todas sus preocupaciones y le dio las gracias al Peregrino, diciendo:
—Siempre estaré en deuda contigo. Pocos seres habrá que tengan una inteligencia tan profunda como la tuya.
Animados por ese plan, los cuatro empezaron a reír, como si fueran unos habitantes más de aquel reino de mujeres. No hablaremos, por tanto, más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, de la Consejera Mayor y de la funcionaría encargada de la Posada de los Varones, que regresaron a todo correr a palacio. Sin esperar a ser anunciadas, se llegaron hasta los escalones de jade blanco y dijeron, entusiasmadas:
—Vuestro sueño no ha podido ser más acertado. No pasará mucho tiempo antes de que disfrutéis de la felicidad conyugal.
Al oírlo, la reina ordenó que descorrieran la cortinilla de perlas y, levantándose del trono del dragón, movió sus labios, rojos como el fruto del cerezo y, dejando entrever unos ojos tan blancos como la plata, preguntó con voz cargada de seductoras sonrisas:
—¿Qué dijo mi amado, cuando le expresasteis mis propósitos de matrimonio?
—Nada más llegar a la posada y saludarle con el respeto que le es debido —explicó la Consejera Mayor—, le manifestamos vuestros deseos con las mismas palabras que vos usasteis. La sorpresa le hizo mostrarse al principio un tanto indeciso, pero, afortunadamente, el más antiguo de sus discípulos es un hombre de decisiones rápidas y despejó, una por una, todas sus dudas. Tanto él como sus otros dos hermanos están de acuerdo en que se convierta en vuestro esposo y ocupe el trono que mira hacia el sur. Lo único que desean es que les otorguéis cuanto antes el salvoconducto, para que puedan proseguir su viaje hacia el Oeste. En cuanto hayan cumplido su propósito de hacerse con las escrituras, regresarán a presentaros sus respetos con la esperanza de que les costeéis el viaje de vuelta al Gran Reino de los Tang.
—¿Dijo mi prometido algo más? —insistió la reina, sonriendo.
—Vuestro prometido no dijo nada en absoluto —contestó la Consejera Mayor—. De todas formas, puedo aseguraros que en todo momento se mostró deseoso de desposarse con vos. Su segundo discípulo manifestó, no obstante, el deseo de participar en un banquete, antes de dar su consentimiento definitivo.
Al oír eso, la reina ordenó a las encargadas de la diversión imperial que prepararan un espléndido convite. Pidió, igualmente, a todo su séquito que se dispusiera a acompañarla a las afueras de la ciudad, para dar la bienvenida a su esposo. Sin pérdida de tiempo, todas las funcionarias se pusieron manos a la obra, barriendo los suelos, limpiando hasta el último rincón del palacio y preparando un banquete como no se había visto jamás por aquellos contornos. Aunque todos los habitantes del país del Liang Occidental eran mujeres, el lujo de sus carrozas y carruajes no tenían nada que envidiar a los de la propia China. Seis dragones de vivísimos colores sostenían el carruaje, mientras que la carroza descansaba sobre dos fénix portadores de buena suerte.
Perfumes exóticos los envolvían, haciéndolos parecer nubes de inmortales. Todas las funcionarias que los atendían lucían medallones de jade y oro con forma de pez, que rivalizaban en elegancia con las diademas y coronas que adornaban sus cabellos. Diez mil abanicos daban sombra al carruaje imperial, contrastando con el delicado tinte nacarino que rodeaba la carroza, de la que destacaba, como un fulgor entre la niebla, el brillo de las horquillas del fénix. Su avance lo marcaba el ritmo de las flautas y de un sinfín de instrumentos musicales de cuerda. La alegría que embargaba al cortejo llegaba hasta el mismísimo cielo; jamás se había visto tanta felicidad ascender, rauda, por la torre de las observaciones astronómicas, de la que se servía el Hijo del Cielo para detectar los buenos augurios. En lo alto de la residencia imperial ondeaban al viento doseles de tres plantas, marcando un contrapunto a los estandartes de cinco colores que daban vida a las escalinatas de jade. Jamás se había realizado en aquella tierra un intercambio de copas nupciales, en aquel venturoso día la reina iba, por fin, con un hombre dotado de las más altas cualidades.
Tan deslumbrante cortejo no tardó en alcanzar, con su colorismo y su fanfarria, la Posada de los Varones. Alguien corrió, entonces, a avisar a Tripitaka y a sus discípulos, diciendo:
—¡Acaba de llegar el cortejo imperial!
Al oír eso, Tripitaka se arregló las ropas lo mejor que pudo y, acompañado de sus discípulos, salió a dar la bienvenida a su prometida. La reina levantó la cortinilla de perlas y, descendiendo de la carroza, preguntó:
—¿Quién es el hermano del Emperador de los Tang?
—El que viste de monje —contestó la Consejera Mayor, señalándole con el dedo—. Aquel que está detrás de la mesa de quemar incienso que hay junto a la puerta.
Levantando sus cejas de mariposa nocturna y abriendo de par en par sus ojos de fénix, la reina le dirigió una escrutadora mirada y descubrió que se trataba, en verdad, de una persona extraordinaria. ¡Qué hermosos eran todos sus rasgos, cuánta dignidad fluía de cada uno de movimientos! Sus dientes poseían la blancura de la plata y contrastaban con el rojo profundo de sus labios. Su cabeza era bien proporcionada, su frente amplia y despejada, sus ojos vivos y cautivadores, sus pestañas arqueadas y su mentón alargado, denotando, junto con lo bien moldeado de sus orejas, una personalidad atrevida y valiente. Su porte no podía ser más elegante. A las claras se veía que se trataba de un hombre extraordinario. No podía existir un joven más gentil y encantador para desposarse con la hermosa doncella del Liang Occidental.
La reina quedó al punto prendada de él. La pasión se apoderó de ella y, abriendo su tímida boca de cereza, preguntó:
—¿No queréis dar una vuelta en el fénix, respetable hermano del Emperador de los Tang?
Al oír eso, se apoderó de Tripitaka tal turbación, que enrojeció hasta las orejas y permaneció con la vista baja, sin atreverse a levantar la cabeza. Chu Ba-Chie, por el contrario, estiró el morro cuanto pudo y clavó sus rijosos ojos en la reina, que poseía, a su vez, una extraordinaria belleza. Sus cejas recordaban el plumaje de un martín pescador, la suavidad de su piel hacía pensar en los vellones de lana, su rostro era la imagen viva de los pétalos de la flor del melocotón y la delicadeza de su peinado traía a la mente la silueta dorada de un fénix. Aunque sus ojos daban la impresión de ser un tanto fríos, su mirada estaba rodeada de un aura de encantadora seducción. Sus manos, por el contrario, alargadas y finas, parecían brotes tiernos de bambú. Un arco iris de luz nacía de la faja de color rojo que le ceñía la cintura, pugnando por arrebatar las miradas del esplendor que manaba del jade y las perlas de sus aderezos. Su belleza superaba la de Chao-Jüng[4] y dejaba atrás la de la propia Hsi-Shr[5]. Al moverse, su cintura, grácil como un sauce, hacía sonar las ajorcas de oro que adornaban sus delicados pies, ligeros como una flor de loto. Ni la diosa de la luna ni las doncellas celestes podían compararse con ella. Su elegancia superaba a la de todas las mujeres. Únicamente podría hacerle sombra Wang-Mu-Niang-Niang, al salir del Estanque de Jade.
El Idiota no podía apartar los ojos de ella. Mientras su mirada la estudiaba palmo a palmo, el corazón no dejaba de golpearle con fuerza en el pecho y la saliva le goteaba de la boca, como si se encontrara ante un manjar exquisito. Llegó un momento en que las fuerzas le abandonaron y la vista se le nubló. Sentía derretirse, como si fuera un león de nieve en presencia del fuego. La reina no le prestó la menor atención. Se llegó hasta donde estaba Tripitaka, le tomó de la mano y dijo con la voz más seductora que haya podido oírse jamás:
—Subid, mi muy amado, al carruaje del dragón y dirijámonos, sin pérdida de tiempo, a la Sala del Tesoro de los Carillones Sagrados, para, así, quedar convertidos en marido y mujer.
El maestro temblaba de tal manera que apenas podía mantenerse de pie, como si estuviera borracho o se encontrara bajo la influencia de algún espíritu maligno. Tuvo que acercarse a él el Peregrino y susurrarle en voz baja al oído:
—No os mostréis tan acobardado. Cuanto antes subáis al carruaje con ella, más pronto conseguiremos el salvoconducto y podremos proseguir nuestra marcha hacia el Oeste.
El maestro era incapaz de articular palabra. Agarró de la ropa al Peregrino y tiró de él un par de veces, mientras las lágrimas fluían, copiosas, de sus ojos.
—No debéis abandonaros al desánimo —le aconsejó el Peregrino—. Mirad todas las riquezas que hay a vuestro alrededor. Si no disfrutáis ahora de ellas, ¿cuándo vais a hacerlo?
Tripitaka no tuvo, pues, más remedio que seguir adelante con la farsa. Se secó las lágrimas con determinación y, haciendo todo lo posible por aparecer feliz y contento, se dirigió junto a la reina. Cogidos de la mano, subieron al carruaje del dragón e inmediatamente la comitiva se puso en marcha. ¡Qué diferente actitud la de los dos amantes! Mientras la reina esperaba, ansiosa, el momento de consumar su matrimonio, el maestro, temblando de pies a cabeza, únicamente pensaba en arrojarse a los pies de Buda. Una, víctima del fuego del amor, anhelaba entrar en la cámara nupcial; el otro, por el contrario, sólo deseaba llegar a la Montaña del Espíritu y presentar sus respetos al Más-honorable-del-mundo. La reina daba rienda suelta a sus auténticos sentimientos, esperando alcanzar la vejez junto a su esposo con la misma armonía que ahora los envolvía. ¡Qué contraste el de su sinceridad con la alegría fingida del monje, que había decidido, desde antes incluso de nacer, renunciar a los sentimientos para nutrir mejor su espíritu! Sus actitudes eran tan contrapuestas que, mientras ella, orgullosa de tener un hombre a su lado, estaba dispuesta a copular con él a plena luz del día, él, amedrentado por la cercanía de la mujer, planeaba huir de su lado y correr hacia el Templo del Trueno. Al verlos juntos en el carruaje del dragón, ¿quién podía atreverse a afirmar que el monje Tang pudiera tener otros sentimientos distintos de los que manifestaba?
En cuanto las funcionarías, tanto civiles como militares, vieron que su soberana y el monje Tang habían subido al carruaje y se habían sentado el uno junto al otro, iniciaron el camino de vuelta hacia el palacio. El Gran Sabio y el Bonzo Sha cerraban la marcha, cargado, uno, con el equipaje, y tirando, el otro, de las riendas del caballo. Chu Ba-Chie, por su parte, se adelantó a la comitiva y, corriendo como un loco, logró llegar el primero a la Torre de los Cinco Fénix.
—¡Alto, alto! —gritó con todas las fuerzas de que fue capaz—. La ceremonia no puede seguir adelante hasta que nosotros, que somos parientes, no hayamos comido y bebido el banquete nupcial.
Los soldados que protegían la comitiva cogieron tal pánico, al verle correr de aquella forma, que acudieron a toda prisa a informar a la soberana, diciendo:
—Lamentamos molestaros en un momento como éste, pero el monje de los morros salientes y las orejas grandes está exigiendo a gritos, delante mismo de la Torre de los Cinco Fénix, que le sirvan ya el banquete nupcial.
Al oírlo, la reina inclinó sobre el maestro su hombro, aromático como la flor del cerezo al anochecer, y le acercó al rostro sus sonrojadas mejillas de melocotón. Abrió la boca lentamente y preguntó con extraordinaria dulzura:
—¿Cuál de tus discípulos, amado mío, tiene los morros salientes y las orejas tan grandes como abanicos?
—El segundo —contestó Tripitaka—. Posee un apetito tan descomunal que nunca está satisfecho con lo que devora. Para él no hay cosa más importante en la vida que la comida. Opino que, antes de seguir adelante con nuestro asunto, deberíais darle algo de comer.
—¿Han dispuesto las cocineras de todo lo necesario para el banquete? —volvió a preguntar la reina, dirigiéndose a una de sus oficialas.
—Así es —contestó ésta—. Tanto la carne como los platos vegetarianos están ya servidos en el Salón Oriental[6].
—¿Por qué han preparado dos clases distintas de viandas? —preguntó, una vez más, la soberana.
—Dado que el hermano del Emperador de los Tang y sus discípulos están acostumbrados a tomar comidas vegetarianas —explicó la oficiala—, no hemos estimado oportuno cambiarles la dieta tan de repente. De ahí que se hayan condimentado dos tipos diferentes de platos.
La reina volvió a acurrucarse contra el maestro y dijo, toda sonrisas:
—¿Queréis probar carne o deseáis continuar con vuestro régimen vegetariano?
—No he comido otra clase de comida en toda mi vida —contestó Tripitaka—. De todas formas, mis discípulos no han renunciado al vino. Particularmente al segundo le encantaría tomar unas cuantas copas de vino permitido por nuestras costumbres.
No había acabado de hablar, cuando la Consejera Mayor se acercó a ellos y dijo:
—Id a presidir el banquete que se ofrece en vuestro honor en el Salón Oriental. Hoy es un día propicio para llevar a cabo vuestra unión. Mañana el Cielo continuará marcando el Sendero Amarillo y vuestro esposo ocupará el trono que mira hacia el sur. Que sea él el que designe el nombre del reinado que se dispone a empezar.
Vivamente complacida, la reina tomó la mano del maestro y, tras descender del carruaje del dragón, entraron juntos en el palacio por la puerta principal. Nada más poner los pies en las losetas de jade, desde la altura de las torres llegó a sus oídos, como una ráfaga de viento, el alegre sonido de los instrumentos musicales. Las puertas de fénix se abrieron de par en par, dejando ver una luminosidad que superaba a la del sol y una fila interminable de estandartes profusamente bordados. El salón del unicornio aparecía sumido en una densa niebla de incienso y plantas aromáticas. Los pasillos habían sido engalanados de tal manera, que parecían colas desplegadas de pavo real.
Las torres parecían más inexpugnables que de costumbre y los salones de jade, con sus inimitables caballos de oro, ofrecían un aspecto más lujoso que de costumbre.
En cuanto llegaron al Salón Oriental, comenzaron a oírse los sones de una música melodiosa en extremo y aparecieron dos largas hileras de doncellas hermosísimas. En el centro del salón podían verse, primorosamente presentados, los dos tipos de comida que se habían condimentado para la ocasión: a la izquierda habían sido colocados los platos vegetarianos, mientras que los que contenían algo de carne ocupaban la parte derecha del salón, en cuya cabecera habían sido, igualmente, desplegadas dos filas de mesas.
Con una gracia desconcertante, la reina se recogió ligeramente las mangas y al punto aparecieron unos dedos alargados y extremadamente delicados. Tomó con ellos una copa de jade y brindó por la felicidad de todos los presentes. El Peregrino se adelantó, a su vez, y dijo:
—Todos nosotros seguimos escrupulosamente un régimen vegetariano. Nuestro maestro debería ocupar, por tanto, el puesto de honor de la parte izquierda. Nosotros tres nos sentaremos en esas mesas individuales que hay a su lado.
—Me parece muy bien —contestó la Consejera Mayor, encantada—. Es justo que el maestro y sus discípulos se sienten juntos, ya que, mirándolo bien, entre ellos existe la misma relación que entre un padre y sus hijos.
Las funcionarias imperiales se fueron sentando, poco a poco, siguiendo escrupulosamente el orden de su dignidad. Antes de tomar asiento, la reina brindó por todos ellos. El Peregrino lanzó, entonces, una mirada rápida a Tripitaka y éste comprendió que debía devolver el brindis a la dama. El monje Tang se levantó, pues, de la mesa y, tomando en sus manos una copa de jade, la levantó en honor de la reina. Las funcionarías, tanto militares como civiles, se echaron por su parte, rostro en tierra en agradecimiento por el favor que se les hacía. Una vez cumplido ese trámite, volvieron a sentarse en sus puestos. En ese mismo momento cesó la música y todos empezaron a comer y beber.
A Ba-Chie sólo le interesaba llenar el estómago, sin importarle que estuviera bien o mal condimentado. No reparaba, de hecho, en que lo que tenía delante fuera maíz, panecillos al vapor, pastelillos, setas, hongos oscuros, brotes tiernos de bambú, orejas de árbol, repollo chino, algas, zanahorias, nabos de todos los colores, batatas o lo que fuera. Todo lo devoraba con una rapidez increíble. En un abrir y cerrar de ojos acabó con toda la comida que había en su mesa, metiéndose, al mismo tiempo, entre pecho y espalda siete u ocho copas de vino.
—¡Más comida, rápido! —gritó con su vozarrón de cerdo—. ¡Traed inmediatamente algo más de comer! ¿Cómo vamos a poder atender nuestros propios asuntos, si aquí se nos mata de hambre?
—¿Por qué no saboreas un poco estos platos tan refinados? —le regañó el Bonzo Sha—. ¿Quieres explicarme, además, cuáles son esos asuntos que tanta prisa te corren?
—Como muy bien decían los antiguos —contestó el Idiota, soltando la carcajada—, «que el fabricante de arcos se dedique a sus arcos y el que se gana la vida con las flechas, que haga lo mismo con ellas». Quiero decir con eso que el que desee casarse que no pierda más el tiempo y que los que estén decididos a ir en busca de escrituras que no pierdan más el tiempo y se pongan inmediatamente en camino. No está bien que demoremos nuestras obligaciones por culpa de un maldito banquete. Es preciso, por tanto, que obtengamos nuestro salvoconducto cuanto antes. Como muy bien afirma el proverbio, «si el general no da órdenes, cada cual irá por donde le dé la gana».
Al oír eso, la reina ordenó que trajeran unas copas de mayor tamaño. Sin pérdida de tiempo, las sirvientas llenaron las mesas de vasos con forma de loro, cuencos con aspecto de cormorán, cuernos de oro, cálices de plata, copas de vidrio, recipientes de cristal, tazones de Peng-Lai y botellas de ámbar. Los llenaron de los vinos más aromáticos y todos los discípulos bebieron a sus anchas. Tripitaka se levantó entonces, de la mesa e, inclinándose ante la reina con las manos juntas, dijo:
—Jamás podremos agradeceros un banquete tan espléndido como el que hoy nos habéis ofrecido. Hemos bebido ya lo suficiente. Sería conveniente, por tanto, que firmarais el salvoconducto y se lo entregarais a mis discípulos. Es aconsejable que aprovechen las horas quedan del día y se pongan cuanto antes en camino.
La reina dio inmediatamente su aprobación. Tras dar por terminado el banquete, tomó al maestro de la mano y le condujo al Salón de los carillones de Oro. Quiso que ocupara el trono en aquel mismo momento, pero Tripitaka se opuso, diciendo:
—¡No, no! La Consejera Mayor dijo que el día más propicio para eso era mañana. Hasta que no amanezca, no osaré, pues, sentarme en el trono ni me consideraré a mí mismo un hombre elegido. Debemos aprovechar el día de hoy para sellar los salvoconductos y despedir cuanto antes a mis discípulos.
La reina volvió a mostrarse de acuerdo y tomó asiento en el canapé del dragón. A la izquierda del mismo se colocó una espléndida silla con el respaldo dorado, para que pudiera sentarse el monje Tang, si así lo deseaba. Se pidió, entonces, a los discípulos que entregaran sus documentos de viaje. El Bonzo Sha abrió la bolsa, sacó los papeles y se los entregó al Gran Sabio, que, a su vez, los hizo llegar a la reina con ambas manos.
Ésta vio, al desplegarlos, que había en ellos más de nueve sellos del Gran Emperador de los Tang, junto con los del Reino del Elefante Sagrado[7], el Reino del Gallo Negro y el Reino de la Carreta Lenta. Tras examinarlos con cuidado, dijo la reina con una sonrisa seductora en extremo:
—¿Así que mi amado se apellida Chen?
—Ése es el nombre de la familia a la que pertenecí antes de abrazar la vida religiosa —contestó Tripitaka—. En religión me llamo Hsüan-Tsang y desde el momento mismo en que el Emperador de los Tang, en su inabarcable misericordia, tuvo a bien aceptarme como hermano, ostento su mismo apellido.
—¿Cómo es que en este documento no aparecen los nombres de vuestros discípulos? —volvió a preguntar la reina.
—Porque no pertenecen a la corte de los Tang —respondió Tripitaka.
—¿Cómo es que decidieron, entonces, acompañaros en vuestro viaje? —inquirió, sorprendida, la reina.
—El más antiguo de mis discípulos —explicó Tripitaka— procede del Reino de Ao-Lai, que se halla enclavado en el Continente Oriental de Purvavideha; el segundo es originario de un pueblecito del Tíbet, que se encuentra en el Continente Occidental de Aparagodaniya; mientras que el tercero tenía establecido su hogar en el Río de la Corriente de Arena. Los tres habían ofendido gravemente a los Cielos, pero la Misericordiosa Bodhisattva Kwang-Ing se apiadó de sus sufrimientos y les devolvió la libertad. Agradecidos, abrazaron el camino del bien, comprometiéndose a practicar el ayuno y a hacer toda clase de obras virtuosas. Con el fin de lograr que el peso de sus faltas fuera menor que el de sus méritos, decidieron acompañarme en mi largo viaje hacia el Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas. Desde entonces me han servido con una total dedicación, protegiéndome de innumerables peligros y obedeciendo todas mis órdenes. El hecho de que entraran a mi servicio, una vez iniciado mi periplo, explica que sus nombres no figuren en el documento de viaje.
—¿Os importa que los incluya yo? —preguntó la reina, una vez más.
—Haced como mejor os plazca —contestó Tripitaka.
La reina pidió que le trajeran tinta y un pincel. Tras disolver ella misma la tinta, escribió de su puño y letra los nombres de Sun Wu-Kung, Chu Wu-Neng y Sha Wu-Ching al pie del documento. Sacó a continuación el sello imperial y lo estampó en un extremo, antes de firmar con el nombre que le fue impuesto en el momento de nacer. El salvoconducto fue devuelto, entonces, al Gran Sabio, quien se lo entregó, a su vez, al Bonzo Sha, para que lo guardara en la bolsa. No contenta con eso, la reina se levantó del canapé del dragón, cogió una bandeja llena de monedas de oro y plata y se la ofreció al Peregrino, diciendo:
—Aceptad este pequeño obsequio. Os servirá de ayuda para llegar un poco antes al Paraíso Occidental. Cuando regreséis con las escrituras, os ofreceremos una recompensa mayor.
—A los que hemos renunciado a la familia no nos está permitido aceptar presentes de oro y plata —contestó el Peregrino—. No os preocupéis por nosotros. Ya encontraremos quien nos ayude a lo largo camino.
Al comprender que no iba a servir de nada insistir, la reina tomó diez piezas de seda bordada y se las entregó al Peregrino, diciendo:
—La prisa os apremia y no disponemos de tiempo para tomaros medidas y haceros una túnica a cada uno. Coged estas piezas de tela y confeccionad con ellas las ropas que estiméis más oportunas para protegeros del frío.
—A los que hemos renunciado a la familia —repitió el Peregrino— no nos está permitido vestir seda bordada. Nos conformamos con un simple sayo del tejido más burdo.
Comprendiendo que no había nada que hacer, la reina ordenó:
—Es mi deseo que os entreguen tres medidas colmadas del arroz imperial. Os servirán de sustento durante el camino.
Al oír la palabra sustento, Ba-Chie aceptó en seguida el ofrecimiento de la reina y guardó a toda prisa el arroz en la bolsa.
—Me parece que nuestro equipaje se está haciendo cada vez más pesado —dijo el Peregrino—. ¿Estás dispuesto a cargar tú con él?
—Ya sabes cómo soy —respondió Ba-Chie—. Lo bueno del arroz, de todas formas, es que se come todos los días. Además, bastará con una sola comida para dar cuenta de estas tres medidas —y, juntando las manos, agradecieron a la reina la atención que había tenido con ellos.
—Si no os importa —dijo, entonces, Tripitaka—, me gustaría acompañarlos hasta las afueras de la ciudad. Es preciso que les dé ciertas instrucciones antes de que sigan adelante con el viaje. En cuanto lo haya hecho, volveré a vuestro lado y disfrutaré para siempre con vos de las riquezas y la gloria que habéis puesto a mis pies. Sólo quien se ha despojado de todas sus cuitas es capaz de gozar en plenitud de las alegrías del tálamo.
La reina ignoraba, por supuesto, que se trataba de un truco y ordenó al punto que trajeran el carruaje. Apoyando su hombro en Tripitaka, subió con él a la carroza del fénix y se dirigieron juntos hacia el oeste de la capital. Todas sus habitantes se habían lanzado a la calle con recipientes llenos de agua limpia y artísticos quemadores de incienso. Antes de abarrotar las aceras, con el ánimo de ver pasar a la reina y a su consorte, todas se habían engalanado con primor, empolvándose el rostro y luciendo peinados tan vaporosos como nubes. A pesar del gentío, el cortejo imperial no tardó en llegar a los límites de la ciudad, deteniéndose ante la puerta que se abría hacia el poniente. Tras comprobar que todo estaba en orden, el Peregrino, Ba-Chie y el Bonzo Sha se volvieron hacia la carroza real y dijeron al mismo tiempo:
—No es necesario que sigáis adelante. Nos despediremos de vos aquí.
El maestro descendió lentamente del carruaje del dragón y, elevando las manos en la dirección en que se encontraba la reina, le suplicó:
—Regresad, majestad, a vuestro palacio y permitid a este humilde monje que prosiga su viaje en busca de las escrituras sagradas.
La reina perdió el color, al escuchar tales palabras, y, tirando deseperadamente del monje Tang, gritó, alarmada:
—Estoy dispuesta, amado mío, a poner a vuestros pies todas las riquezas de mi reino, con tal de que aceptéis ser mi esposo. Habíamos acordado que mañana os sentaríais en el trono y yo me convertiría en vuestra reina. ¿Qué os ha hecho cambiar tan rápidamente de opinión cuando habéis llegado, incluso, a celebrar el banquete nupcial?
Al oír semejantes quejas, Ba-Chie perdió momentáneamente la cabeza. Empezó a estirar y encoger el morro y a sacudir las orejas, como si hubiera perdido el control sobre ellas. De esta guisa, se abalanzó contra la carroza y se puso a gritar:
—¿Cómo creéis que monjes como nosotros son capaces de desposarse con esqueletos empolvados como vos? ¡El maestro debe seguir adelante con su viaje! ¿Es que no lo comprendéis?
Al ver un rostro tan horroroso y una forma tan extraña de comportarse, la reina cayó presa del pánico y se refugió a toda prisa en el interior de la carroza. El Bonzo Sha arrebató de las manos de un nutrido grupo de oficialas a Tripitaka y le ayudó a subir, sin pérdida de tiempo, al caballo blanco. En ese mismo instante se destacó de entre la multitud una muchacha, que empezó a gritar:
—¿Adónde vas, hermano del Emperador de los Tang? ¡Quédate y hagamos tú y yo juntos el amor!
—¡Maldita lagarta! —exclamó el Bonzo Sha, al tiempo que sacaba su preciado báculo y dejaba caer sobre la cabeza de la desventurada muchacha un golpe tremendo. Pero ella se convirtió en un tornado, que arrebató al monje Tang y le hizo desaparecer de la vista de todos. De ellos no quedó ni rastro.
Fue así como, habiendo logrado escapar de las redes del sexo bello, se topó de lleno con el demonio del amor.
No sabemos, de momento, si la muchacha era un ser humano, si se trataba, simplemente, de un diablo o si el maestro continuaba con vida. Quien desee averiguarlo por fuerza tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.